García Robayo - Los alamos y el cielo de frente

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Margarita García Robayo

LOS ÁLAMOS Y EL CIELO DE FRENTE

1. Federico tomó su mano, la puso sobre la manija metálica de la maleta, que estaba helada. –Buen viaje –le dijo. Y eso fue todo. Ema se quedó parada, esperando que dijera algo más. Él miró el reloj y se dio vuelta. Ema se acercó a la mujer que recibía los pasabordos, lo entregó y, antes de meterse en la sala de espera, volvió a mirar la espalda de Federico, alejándose. –Fede –lo llamó. Él se dio vuelta, torció la boca. Esa mueca le desbalanceaba la papada; como si un lado de la cara le pesara más. Había engordado en los últimos meses. Ema también, pero ella tenía una buena excusa. Realmente ninguno de los dos habían sido nunca personas


agraciadas. Eran bastantes feos y esa coincidencia debía bastarles para hacerse la reverencia mutuamente. –¿Qué pasó ahora? –dijo Federico, impaciente. –Te llamo cuando llegue, ¿sí? Así hablamos bien. No sé… me parece que tenemos que hablar bien y quizá el teléfono ayude. Federico se había puesto las manos en los bolsillos y ahora alzaba los hombros en esa pose en que el cuello le desaparecía. –¿Ayude a qué? –la voz era un gruñido permanente. Ema trató de decir algo más, pero él seguía hablando: –No tenemos nada que hablar, no quiero hablar más contigo nunca más. ¿Se entiende? Cuando vuelvas ya no estaré en el departamento, a Dios gracias. Salúdame a tus padres, por favor –se dio vuelta y siguió andando antes de que ella pudiera contestarle. –Hijo de puta –murmuró Ema, mientras hacía la fila para abordar. Mejor, se dijo, así no tendría que ocuparse ella de ninguna de esas cosas incómodas como dividirse los devedés. Que se


llevara lo que quisiera, que se largara de una puta vez, si sólo servía para atormentarla. –Siga por el pasillo izquierdo, por favor –le indicaba la azafata. Le habían dado una ventana, eso estaba bien. Podría mirar las nubes flotando a su misma altura. Podría respirar muy cerca del vidrio hasta empañarlo y escribir el nombre de Federico, y después tacharlo, y después dibujar una cara redonda con mucha papada. Era mejor así, volvió a decirse, que se fuera cuando ella no estaba: una maravilla, la verdad. Se sentó en la ventanilla, se puso el cinturón y pensó que se tomaría todo el whisky que hubiera a bordo.

–Me duele, mamá –al lado de Ema se había sentado una nena que tenía los párpados pintados con una sombra escarchada, tonos fucsia. Se tocaba un colmillo flojo: se lo movía. Ya había hecho eso varias veces antes. –No te lo toques –dijo la madre, que ocupaba el lugar del pasillo, y le sostuvo la mano por la muñeca. En la otra mano la nena tenía un chupetín azul, que despedía un olor fuerte a desinfectante de baño.


–Sigue con tu caramelo –dijo la madre–, hiciste un escándalo para que te lo comprara. –¡No! –la nena zafó la mano y le dio un golpe a Ema en la teta izquierda. –Auch –Ema apretó los ojos de dolor. –Disculpe, por favor –dijo la madre. –¡Me duele! –dijo la nena y entró en un ataque salvaje de tos y llanto. Un ataque de gritos y pelos revueltos, húmedos de sudor frío. Ema miró la ventana, buscó las nubes: era de noche. La nena seguía tosiendo, gritando, y su madre hacía “shhh”. Ema miró al frente, trató de pensar en otra cosa que no fuera ese llanto insoportable, o en su pezón hinchado. Respiró hondo, sacó del bolsillo de la silla la revista de la aerolínea: “Descubra Patmos”, decía en la portada. Al fondo una playa y, en el primer plano, una pareja con trajes griegos, brindando. Alguna vez Federico le había dicho que fueran a Grecia. No a Patmos, no se acordaba a dónde pero seguramente era un lugar más obvio, más de postal. A Ema no le gustaban los lugares demasiado bellos, o al menos eso le había dicho. Federico no entendió. “Odio la belleza, por eso te amo ti”, le explicó ella, bromeando, y extendió la mano para acariciarle la mejilla, pero Federico justo se dio


vuelta y ella le metió el dedo en el ojo. “¡Eres el ser más torpe del universo!”, le había gritado él. A ella le dio tanta rabia que, con la misma mano con la que lo habría acariciado si su ojo no se hubiese atravesado, lo abofeteó. –¡Por Dios, Natalia! –gritó la madre de la nena. Ema sintió que algo caliente y pegajozo le chorreaba por el brazo–. Disculpe por favor, qué vergüenza… La nena tosía desaforada. El escupitajo en el brazo de Ema tenía una parte azul y una parte roja: la sangre del colmillo, seguramente, que se había desprendido y caído en su regazo. La madre se levantó del asiento y jaló a la nena del cuello del trajecito y el chupetín aterrizó en la silla. –Tome –una azafata le extendía un bultito de servilletas, los gritos de la nena se oían ahora al final del pasillo. Ema se pasó la servilleta con fuerza por el brazo. La textura blanda del gargajo bajo el papel le hizo sentir nauseas. Cerró los ojos y sintió un golpecito en su hombro. –¿Sí? Era la azafata, que si se quería cambiar de asiento, preguntaba, que el avión estaba lleno, pero


había un lugar adelante: guiñó un ojo. Ema se levantó, sacó su equipaje de mano y siguió a la azafata. Sólo hasta que se vio sentada en esa silla enorme y confortable, se dio cuenta de que se había llevado en la mano el diente de la nena. Lo guardó en su cinturón de viaje, junto con los documentos. Sería la primera vez en su vida que viajaba en business.

2. Un ruido en el techo la despertó. Eran pasos rápidos de algún animal pesado. Una zorra, quizá. A veces arañaba el cielo raso y chillaba como pidiendo ayuda. Ema se tapó la cabeza con la almohada, la aplastó fuerte y enseguida se la sacó: la tiró al piso y se sentó en la cama. ¿Por qué no sacaban de ahí a ese pobre animal? Lo recordaba de toda la vida. Afuera, alguien encendió una licuadora. Ema se levantó y caminó hasta la sala. Había cuatro fuentecitas artificiales, una en cada esquina, haciendo todo el tiempo ese sonido de cascada. Había móviles metálicos tintineando en las ventanas. Había una pecera en la mesa ratona, que


contenía cuarzos de colores. Había almohadones abullonados sobre los sillones. Ema entró a la cocina, su madre estaba de espaldas a la puerta licuando algo muy verde. Sostenía el teléfono inalámbrico entre la oreja y el hombro y hablaba; su voz le llegó como un látigo, un golpe seco en la nuca. –Emanuella viaja en clase business, siempre lo hace, y me parece muy bien que lo haga. Ha estado muy estresada últimamente, con todo lo que pasó no es para menos… –¿Mamá? –la llamó. Su madre echaba hojas de acelga en la licuadora y seguía hablando. Llevaba una bata de tela hindú que dejaba ver su ropa interior. Un brasier enorme, un calzón gastado. Ema se sentó en el comedor de plástico, apoyó los codos en la mesa, la barbilla en las palmas de sus manos. El reloj de pared marcaba las nueve. Hacía años su madre le había enviado un reloj de pared bastante parecido a ése. Era de acrílico transparente y estaba lleno de un líquido tornasolado que iba cambiando de tonalidad a medida que pasaban las horas: “Convierte tu volubilidad en algo bello”, decía la tarjeta. Ema lo botó sin sacarlo de la caja.


–…sí, ahora ya está mejor –su madre apagó la licuadora y se dio vuelta–. Hablamos luego, querida, adiós –y colgó. Sirvió un vaso del menjurje verde y le ofreció a Ema, que negó con la cabeza. –Es excelente para las articulaciones, Emanuella, te vendría bien probar un poco –se tragó el líquido a borbotones. –¿Con quién hablabas? –preguntó Ema. Su madre lavaba el vaso. El grifo de la cocina tenía poca presión: Ema se preguntó si eso también tendría que ver con el Feng Shui. –¿Qué quieres desayunar? –preguntó su madre. El diálogo no era algo que se le diera de a mucho. Los parlamentos de su madre respondían a su monólogo interno, nada más. –Café –dijo Ema. Bostezó –¿Por qué dijiste que siempre viajaba en business? Nunca viajé en business, tú estás convencida de que soy Carolina de Mónaco, y no lo soy… –Hay leche de soja, ¿le pongo leche? –su madre sacó una caja de cartón de la heladera. La abrió y estaba a por inclinarla sobre el café que le había servido a Ema.


–No quiero soja –dijo ella. Su madre metió de vuelta la caja en la heladera, le llevó el café y se sentó frente a ella. –Tenemos que planear muy bien estos días, hay horarios muy estrictos para visitar a tu tía Ana. Ahora voy a llamar a la doctora para ver si nos permite pasar hoy, así sea un ratito… Se va a poner tan contenta de verte, siempre me pregunta por ti, aunque está un poco perdida la pobre. Ema soplaba el café. Su madre tenía un resto de líquido verde en la comisura del labio. Recordó el gargajo de la nena del avión y le dio asco. Sacó una servilleta del servilletero que había en la mesa: un gran girasol de goma. –Límpiate –le dijo a su madre extendiéndole la servilleta– tienes la boca verde. Su madre se enjugó los labios, la mancha verde no desapareció del todo, sólo se dispersó. –Hace muy bien al hígado ese jugo, ayuda a digerir lo indigerible. Es una receta que aprendí en el curso de Vida Sana. Te dije, ¿no?, lo del cupón de la revista que… –Sí, me dijiste –Ema sorbía el café.


Su madre se quedó callada, como si se le hubiese olvidado la siguiente línea y estuviera tratando de recordarla. –¿Dónde está mi papá? –dijo Ema. Su madre había agarrado el control del equipo de música y lo apuntaba. Sonó algo tipo New Age–. No me gusta que inventes cosas de mí, mamá, la verdad no entiendo cuál es el placer que sientes al mentirle a tus amigas acerca de mí. –No sé de qué hablas, querida, ¿te despertaste de mal humor? –su madre se levantó, fue hasta la mesada: desenvasó el líquido verde de la licuadora en una jarra de vidrio y la metió en la heladera. Luego se puso a lavar la licuadora. Ema terminó su café en tres grandes sorbos. El primero le quemó un poco la garganta, los otros dos pasaron bien. En la taza, la borra formaba una figura confusa. Una figura de nada, un montoncito marrón sin son ni tón. Se levantó de la mesa. –Me voy a bañar –dijo. –No te comprometas con nadie para esta tarde, Emanuella. ¿Con quién mierda se iba a comprometer? No conocía a nadie en esa ciudad. Todos se habían ido,


como ella. Ahora su madre tenía de vuelta el teléfono en la mano y marcaba un número. –No estoy estresada, mamá, y nunca viajo en business –su madre seguía concentrada en las teclas del teléfono. A Ema le pareció que marcaba más números de los necesarios, como si estuviera llamando a Tokyo–. Fue un premio de consolación porque una culicagada me vomitó encima y les di lástima... Doy lástima, ya deberías saberlo. La licuadora se escurría en el secaplatos, formaba un charquito verde. No tan verde como el jugo, un verde diluido. Su madre lavaba mal. Siempre lavó mal. Le quedaban restos de cosas en la vajilla: restos de comida, restos de jabón, huellas digitales sobre espuma seca. –¿Aló?, sí, necesito hablar con la doctora Jaimes, por favor, es de parte de un familiar de la paciente Ana Soto –Su madre agarró un repasador y lo pasó por la mesada en un movimiento circular. Quedaron órbitas blancas adornando la superficie: grasa vieja debía ser– Sí, gracias, espero. Ema seguía de pie, frente a la mesa de plástico. Se toco la barriga, era una pellejo colgante, fofo.


–Detesto que inventes cosas de mí, tendrías que decir la verdad o no decir nada… –tenía ganas de llorar. Su madre se dio vuelta, sudaba a chorros; la miró y se llevó el índice a los labios: –Shhh. Ema fue a bañarse.

3. Salió de la ducha escurriendo agua. El celular estaba sonando desde hacía un rato. Ni siquiera sabía que allí le funcionaba el celular. –Hola –contestó. Era Federico. No sabía qué hacer con la ropa del bebé. –Dónala –contestó ella. –Eres el ser más perverso del universo. Ema colgó. El celular volvió a sonar casi enseguida. Ella buscó una toalla y se envolvió el pelo mojado. Le dolía la cabeza.


–Hola –contestó. –Voy a quemarla, sólo quería que supieras – estaba furioso. Ella estaba desnuda, se sentía vulnerable, en desventaja. Le parecía tan injusto que él pudiera llamarla cuando se le diera la gana y agredirla con cada cosa que se le ocurriera. –Has lo que te de la puta gana, Federico, a mí me tiene sin cuidado. Y deja de llamarme, no quiero oírte más, me tienes harta con esa voz de víctima. –¿Te parece que no soy una víctima? –ahora se reía con esa risa seca, cínica, falsa. –¿Ahora me vas a decir que tu estabas dichoso de la vida? ¿Qué nunca dijiste “maldita sea cuándo nos pasó esto”? ¿“Esto”, dijiste, te acuerdas? ¿Te parece que puedes juzgarme, idiota? –Claro que puedo juzgarte, de hecho, debería hacer que te juzgaran, pero no pienso entrar en esta discusión ahora. Y no me provoques porque si me diera la gana podría decírselo a todo el mundo, podría… –No te estoy provocando, ¿no oíste bien? Te estoy mandando a la mierda, no quiero que me llames, quiero que te mueras.


–¿Quieres que me muera yo también? Tendrías que revisarte la cabeza, psicópata – Federico colgó. Ema temblaba. Quizá porque estaba desnuda y mojada; quizá porque el hijo de puta de Federico la había alterado otra vez. El médico le había dicho que evitara las discusiones, que “ya todos habían tenido demasiado”. ¿Demasiado de qué? qué médico desgraciado, venir a meterse en la intimidad de sus pacientes. Las sienes le palpitaban. Se sacó la toalla de la cabeza, se frotó el pelo. El espejo estaba donde siempre había estado: en la puerta de la habitación del lado de adentro. Todavía tenía unas calcomanías de Jem and the Holograms. Ema se acercó, se paró lo más derecha que pudo y se miró de frente. Incluso en su pose más erguida era jorobada. Y esa barriga, ese maldito pellejo: la cicatriz le iba de extremo a extremo y era rojiza. El tajo estaba mal hecho, había quedado torcido y eso hacía que el resto de su cuerpo se viera también desbalanceado. Las tetas eran lo único que había mejorado. Las tenía hinchadas porque para ese momento todavía debía estar lactando. Casi todos los días tenía que ordeñarse: tenía tanta leche que a veces se le salía sola. Cuando pasaba más tiempo del usual sin ordeñarse, le daba miedo que, al momento de hacerlo, el chorro de leche le saliera con tanta


presión que le destrozara los pezones. Se las tocó, las tenía duras. Se presionó un poco y salió un chorrito de leche claruchenta que se le resbaló por la barriga y aterrizó en la alfombra. –¿Emanuella? –su madre abrió la puerta. Ema trató de detenerla con las manos pero su madre ya estaba dentro, mirándola con una expresión que pasó rápidamente de la lástima al horror. Ema la empujó hacia afuera y le tiró la puerta en la cara. –Perdón –alcanzó a susurrar su madre y luego se oyeron pasos rápidos que se alejaban.

4. –¿Dónde está papá? –le volvió a preguntar Ema a su madre, en el taxi rumbo al psiquiátrico. Realmente tenía ganas de ver a su papá: era una de las pocas personas que le gustaban en el mundo. Su papá la hacía reír y nunca la tomaba en serio, eso le gustaba. “Me voy de casa, papá”, le había dicho, mochila al hombro, a eso de los trece años. Él la acompañó a la puerta, la abrazó: “Que te vaya bien, mi amor, vuelve cuando quieras”, entró y cerró la puerta. Ema regresó esa misma noche.


Ahora su madre le daba indicaciones al chofer. Indicaciones absolutamente innecesarias: era el único hospital psiquiátrico que había en esa ciudad. Seguro que su madre no se referiría a su presencia asquerosa esa mañana frente al espejo, de ninguna manera, no era su estilo. Trataría de atacarla por otro lado. –Sinceramente, meterme, pero…

Emanuella,

yo

no

quiero

–Entonces no te metas. –…es que la actitud de Federico se me hace muy desconsiderada. Cruel se me hace. –Cállate, mamá. –Digo, ¿venir a separarse justo ahora, cuando más lo necesitas? No entiendo nada –su madre subió la ventanilla, se abanicó con las manos–. ¿Podemos poner un poco de aire, señor? Ema también subió su ventanilla pero no del todo, no le gustaba sentirse encerrada. –Ya sé que me pediste no hablar del tema, Emanuella, pero yo creo que… –Me tiene sin cuidado lo que creas.


¿Para qué estaba allí? ¿Cómo era que se había convencido de que ir a ver a sus padres era una buena idea en ese momento? Ir a ver a sus padres nunca sería una buena idea. Y a la tía Ana, por Dios. Ni siquiera le caía bien la tía Ana, tendría que habérselo dicho a su madre cuando se empeñó en que fueran a visitarla: “Es tu tía preferida”. “Es una vieja decrépita, mamá, como tú”, eso habría tenido que decirle. Pero por esos días andaba harta de discutir. –Mamá, creo que adelantaré mi regreso. Su madre, que había estado callada mirando fijamente la ficha del taxista en el asiento delantero, se volvió a ella súbitamente. Tenía la boca un poco abierta y la expresión de su cara era una reacción a otro tipo de frase: “Mamá, creo que te vomitaré encima”. Sudaba. Ema recordaba los sudores de su madre desde que tenía uso de razón; siempre los atribuía a “a una cuestión hormonal”. Era como si hubiese padecido la menopausia toda su vida: era una menopausica crónica. –Haz lo que quieras Emanuella –la voz le temblaba, miró la ventanilla y en el vidrio se reflejaron sus ojos acuosos. Afuera, una fila de álamos bordeaba la ruta. Los álamos no eran


árboles de esa zona, fue que un alcalde sofisticado los hizo traer de tierra templada y los sembró en las avenidas más grandes. El resultado fue ese paisaje precioso, tranquilo y delicado, que no tenía nada que ver con ese pueblo. El taxi se paró en la vereda del psiquiátrico. Se bajaron, su madre tocó el timbre y alguien salió: una enfermera que sonreía. Atravesaron un pasillo oscuro, hediondo a meo, hasta una habitación donde estaba la tía Ana en silla de ruedas. Las paredes estaban pintadas de celeste y había un olor fuerte a remedio. La cama de la tía Ana era de una plaza y en la mesita de noche tenía una radio, una foto de ella misma, joven y sonriente: un copete gigantesco adornándole la cara. No era linda ni fea. Y hasta donde Ema recordaba tampoco era especialmente talentosa en nada. Era una absoluta simplona. Su madre era distinta: tampoco era talentosa en nada, pero justamente se caracterizaba por su mediocridad escandalosa en casi todo lo que hacía. Ponía un gran empeño en ser mediocre. –Se mantiene espléndida, ¿viste? –dijo su madre señalando con el mentón a la tía Ana. Ema asintió. Si no fuera porque se la veía un poco perdida, pensó, sería la misma tía Ana de hacía veinte años. Tenía menos arrugas que su madre, y eso que era bastante mayor; tampoco se había


engordado tanto. Su madre, después de ser sílfide toda la vida, se había hecho vegetariana a los cincuenta y después no paró engordar. “Se ha convertido en un gran buñuelo”, le había dicho su padre, hacía unos meses por teléfono. –Espléndida –repitió su madre, no le gustaban los baches en las conversaciones. –Es porque no tuvo hijos –dijo la enfermera y la tía Ana sonrió como si hubieran mencionado alguna virtud maravillosa de su persona. –¿Cómo no? –dijo la madre de Ema, que se había parado detrás de la silla y le peinaba el pelo ralo con los dedos– yo siempre fui como una hija para ella. La tía Ana se volvió a mirarla con ojos inexpresivos. Después se volvió hacia Ema, que estaba parada enfrente. –¿Qué hicieron con el cuerpito, Emanuella? – largó. Ema se quedó de una sola pieza. Su madre inmediatamente intervino: –Hace un día radiante, Anita –rodó la silla de ruedas hasta la ventana.


Ema se sentó en la cama, el corazón le latía muy rápido y se le había plantado un aire en la costilla. La enfermera, una mujercita pequeña y delicada que estaba en el umbral de la puerta, la escudriñaba. Ema le sostuvo la mirada por unos segundos y luego dijo: –¿Qué miras, estúpida?

5. Esa misma noche hizo su maleta y llamó un taxi para que la llevara al aeropuerto. Todo lo que había dicho su madre era que le parecía una pérdida de dinero innecesaria: se refería a la penalidad que tendría que pagar por el cambio de fecha. Su padre seguía sin aparecer, habría querido al menos saludarlo. Ema se había puesto su cinturón de viaje y esperaba en la mesa de la cocina. Su madre preparaba un guiso de atún y todo olía muy fuerte. Ema miraba el reloj de acrílico cada dos segundos. Quería irse. Todavía no sabía cómo había llegado hasta allí. Era como si el día anterior hubiese aparecido de pronto en el aeropuerto, con Federico y su actitud de mierda.


–Qué pena que no vi a papá –dijo Ema muy bajito. Su madre no contestó– ¿Me puedes decir al menos dónde está? ¿Dónde lo tienes escondido? –¿Te gusta con mostaza, Emanuella? –dijo su madre y sostuvo un frasco amarillo en alto, la cuchara en la otra mano, esperando para ser zambullida. Ema se levantó de la mesa, quería recorrer la casa. Atravesó la sala con el murmullo de las fuentecitas y salió por atrás, hacia el jardín, que era un patio de tierra con algunos arbustos en el contorno y hojas secas que nadie barría hacía mucho. Al fondo había una especie de baulera con porquerías, trastos viejos. En el medio había un farol y un banco de piedra que alguna vez había servido de soporte para una mesita de té improvisada con un triplex. Se sentó allí. Antes, el jardincito tenía la gracia de la vista abierta: los álamos y el cielo de frente. Ahora habían construido un edificio detrás. Las ventanas del contrafrente tenían macetas de plástico y ropa tendida; las paredes estaban tiznadas. El jardincito se había convertido en un lugar frío y oscuro porque no le llegaba el sol. Cuando era chica, Ema invitaba a sus amigas del colegio a hacer picnics en el jardincito. Su madre les extendía un mantel en el piso y, después


de comer, se echaban allí, panza arriba, a mirar las nubes y a cantar y a casarse con los chicos del curso. Una vez había llevado a Federico a su casa, muy al principio de todo. Le enseñó el jardincito, que todavía tenía vista abierta, y se echaron en el piso a mirar las nubes. El cantó “Me and Boby McGee” con muy mal acento. Dijo que esa canción se parecía a ellos. Ema pensó que era totalmente cierto: “Es totalmente cierto”, dijo, enfática. Fue una de las pocas cosas con las que estuvieron de acuerdo de movida. La puerta de la baulera se abrió y Ema vio salir a su padre que, cuando la vio, intentó volver a entrar, pero ya era tarde. –¿Papá? –Ema se levantó y amagó con acercarse, pero su padre dio un paso atrás, impulsivo, asustado. –Emanuella –dijo. Se aclaró la garganta y se alisó la camisa a cuadros de tela muy delgada. Estaba despeinado, la pata derecha de sus lentes estaba adherida a la montura con cinta pegante. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró el piso. Ema también miró el piso, una fila de hormigas salía de un arbusto y se extendía hasta la


antigua casita del perro, que recién descubría arrumada en una esquina. –¿Has estado todo el tiempo acá, papá? – preguntó Ema. Su papá dio unos pasos adelante, se sacó los lentes y limpió los vidrios con la camisa; se los guardó en el bolsillo y se aplastó el pelo con las manos. Alzó los hombros. –Es que me hice un tallercito, no sé si tu madre te dijo. Volví con eso de la carpintería y, bueno, qué se yo... –¿Qué? Su padre respiró muy hondo. –Para mí es una situación difícil, Emita. –¿Qué situación? –Bueno, todo. Y me pareció que tu madre lo iba a hacer mejor que yo, y la tía Ana, claro, que siempre quisiste tanto. Yo no iba a saber qué decirte, yo… Ema sintió un puño metálico y frío en medio del pecho. –Hablaste con Federico.


Su padre bajó la cara. Los ojos de Ema se le llenaban de lágrimas, pero se contuvo. –Papá, yo… –¿Cómo lo pasaron hoy? –su padre se sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo puso en la boca, apagado. Ema no dijo nada, lo vio con la cabeza gacha, evitando mirarla; las manos en los bolsillos, tratando de no parecer tenso. Sintió pena por él. –Ya pedí un carro para que me lleve al aeropuerto –dijo. Su papá asintió, los ojos todavía en el suelo. Se pasó las manos por la cabeza, se guardó el cigarrillo y, después de respirar hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en un pantano hediondo, alzó la cara. –¿Viste ese armatoste que nos hicieron allí? – señaló el edificio, caminó en dirección al farol, cuando pasó por su lado Ema sintió el olor familiar a colonia de cardamomo. Su padre dio vuelta a la bombilla y el farol se encendió con una luz débil y amarillenta. Después se sentó en el banco con las piernas muy abiertas: era un banco bajo, parecía una rana.


–Es un horror, Emanuella, ¿no te parece? Toda esa gente mirando el jardincito. Cuando arrancó la obra quise hablar con el arquitecto jefe. Era amigo de un primo de Julio, mi compañero de la frutera ¿te acuerdas de Julio? Ema asintió: los brazos cruzados, muy apretados contra el pecho; le parecía que las tetas otra vez se le estaban derramando. –…ese Julio era un plato. Pero, bueno, me consiguió una cita con el arquitecto y lo vi al tipo: todo un señorito de sociedad. Me dijo a todo que sí, que tenía razón, que por supuesto, que patatín patatán. Y cuando le pregunté qué pensaba hacer me miró sorprendido y me dijo “¿ah, usted quiere que yo haga algo?” –su padre se reía. Ema lo recordó haciendo bromas en la cena: “mira, Emanuella, un pajarito violeta…” y cuando ella volteaba a mirar el pajarito su papá le sacaba la presa de pollo o el pedazo de carne y lo ponía en su plato. –En fin, que las cosas han cambiado por acá – dijo mirándola de frente, los ojos reducidos por los años y la miopía–, pero tampoco tanto. Ema volvió al banco, junto a él. Respiró hondo y sintió un ardor en la barriga. Recordó que, salvo el


café de la mañana, no había probado bocado en todo el día. –¿Por qué lo hiciste, nena? –un hilo de voz salió de su boca, su mano tocó tímidamente la de ella. Ema alzó los hombros. Miraba la hilera de hormigas que moría en la casita del perro. O quizá nacía allí y moría detrás del arbusto. –No sé –sentía los ojos chiquitos de su padre incrustados en el pómulo, estaban tan cerca en ese banco que, si ella decidía enfrentar su mirada, sus narices se rozarían–, no sé qué me pasó. Su padre mudó los ojos al piso. Ema lo miró de reojo: el entrecejo fruncido, su boca una mueca triste. –Papá –Ema quería decirle algo más, no sabía muy bien qué, la voz le temblaba. Él levantó la cara y la miró, expectante. –¡Emanuella! –su madre salía de la casa. Ambos se volvieron a mirarla, traía el teléfono inalámbrico en la mano. Ema estuvo segura de que había estado espiándolos y que, cuando vio que se miraron, salió disparada. Se paró frente a ellos, a una distancia que le permitió estirar el brazo al


frente y, por muy poco, no golpear la cara de Ema con el aparato–: es Federico. Ema se preguntó si ella también sabría, pero enseguida se contestó que no: su padre no le haría eso. Agarró el teléfono, desganada. –¿Qué quieres? –¿Qué hago con la almohada? –la voz de Federico sonaba carrasposa, le pasaba eso cuando lloraba. Ema tocó el cinturón de viaje, pensó que si se iba ahora lo encontraría todavía en el departamento. No sabía si quería eso. –¿Y? –dijo Federico. –¿Y qué? –palpó con los dedos el diente de la nena del avión, lo presionó muy fuerte, hasta que le dolió. Su mamá y su papá seguían allí, contemplando el éter. –¿Que qué hago con la almohada? –insistió Federico– ¿También quieres que la done o prefieres conservarla como recuerdo? Ema colgó. Nadie dijo nada. En una de las ventanas del edificio había un gato que miraba el vacío. Una cortina flameaba a sus espaldas. Su madre le sacó el teléfono de la mano.


–¿Todo bien, Emanuella? –preguntó dándose vuelta, caminando hacia la casa, sin esperar una respuesta. Antes de entrar anunció que la cena estaba servida, que fueran pronto porque se iba a enfriar. Ema miró a su padre, se había vuelto a poner los lentes: se levantó rápidamente del banco y se sacudió la bota del pantalón. –Malditas hormigas –le puso a Ema la mano en la cabeza y le revolvió un poco el pelo, como le hacen a los chicos. La luz del farol lo iluminaba muy de cerca: su cara tenía el color ceniciento de los viejos. –Papá –dijo ella. Él avanzó rumbo a la casa. –Vamos, Emita, que se enfría.


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