Laura Meradi
PAPÁ Y MARIELA
Mi papá no pudo haber elegido una mejor noche para decirme que se iba a casar: tormenta eléctrica, las calles inundadas, las luces de los otros autos apenas perceptibles y los limpia parabrisas que, a toda velocidad, no alcanzaban a barrer todo el agua que se nos venía encima. Iba preparada para una cosa así: no era la primera vez que mi papá me pasaba a buscar por la facultad porque necesitaba hablar conmigo y se largaba con una locura de esas. Pero aunque iba preparada, o porque iba preparada, apenas me lo dijo me puse a llorar, desconsoladamente, dejando que los mocos me llegaran hasta los labios. —Cinco años con Mariela, ¿y ahora te pensás casar?, ¿te hace falta? – lloraba yo—, ¿qué quiere?, ¿tu apellido?, ¿la herencia?
Nunca me gustó que se me cayeran los mocos mientras lloraba, pero esa noche, con el sonido de la lluvia y el agua golpeándonos las ventanas desde todos lados, me pareció estético. —¿Qué necesidad tiene de llamarse igual que yo? No, papá, si le das mi apellido yo te juro que me empiezo a llamar Raúl. Pateé la guantera con mis botas de taco y miré hacia fuera. Es inconcebible, repetía para mí pero para que él me escuche, sin dejar de llorar. Inconcebible. Papá paró en un semáforo y me miró. Yo seguía llorando, creo que el día de lluvia me había deprimido un poco. —Dejá de hacer teatro, ¿querés?— me dijo papá. Entonces yo dejé de llorar en el instante. Ofendida, abrí la puerta del auto. —Sos un insensible— le dije, y me bajé. A pesar de que en la vereda estaba lleno de bares con toldos, yo me puse a caminar por la calle, hundiendo los pies en el agua que se había
acumulado junto al cordón. Escuché el auto de mi papá, a mi espalda, que arrancaba. —Subí— me dijo. —Ni pienso— le dije yo, gritando. La gente de los bares nos empezó a mirar. Yo hacía como que no los veía y seguía caminando, con el auto de mi papá andando despacio a mi lado. Desde el auto, mi papá me gritaba cosas que yo apenas lograba escuchar. Un hombre salió de un bar y vino corriendo, tapándose la cabeza con un diario. ¿Estás bien?, me preguntó, asustado. Es un loco, le dije yo, me está siguiendo. El hombre me agarró de un brazo y me quiso llevar para el bar. Dejame, le dije, lo conozco, le pedí yo que me siga. El hombre me miró, miró a mi papá y salió corriendo nuevamente para adentro del bar. —Te vas a enfermar— me dijo mi papá— No seas ridícula, nos está mirando todo el mundo, subí. —Lo único que te importa es que no haga un escándalo y te haga quedar mal. No subo. Papá me siguió en silencio media cuadra más. Yo ya estaba empapada. Las botas nuevas ya estaban para el tacho. Sonó un trueno. Me sobresalté y seguí caminando, firme. Desde la
vereda, un tipo un poco borracho me gritó que si me había peleado con mi novio el estaba dispuesto a casarse conmigo. Lo miré: estaba bueno. Sonreí y volví a mirar al frente. —No me caso— me gritó papá desde el auto. No le contesté, esperando que lo repitiera. Pero no lo repitió, así que le pregunté: —¿Qué? —Que no me caso. No me caso y listo. Yo paré. Papá frenó al lado mío y me abrió la puerta del auto para que subiera. —Repetilo— le dije. —No me caso. —¿Tan rápido cambiás de opinión?, ¿para qué me dijiste que te ibas a casar?, ¿me querés joder? —Subí— me dijo mi papá—. Te va a caer un rayo. Subí al auto. Tenía frío, empecé a temblar.
—Me lo hacés apropósito— le dije— Te gusta verme así. Saqué mis cigarrillos: estaban empapados. Del bolsillo de la camisa de mi papá le saqué su atado de cigarrillos. Me prendí uno. —Está embarazada— me dijo papá. Yo me reí, irónica. Nunca me imaginé que mi papá, a esa edad, podía tener un hijo. —¿Cuántos años tenés, papá?, ¿necesitás que te diga cómo se pone un forro? Fumé, nerviosa. Ya no podía llorar: mi papá me acababa de decir que no quería casarse pero que había dejado embarazada a la novia; yo tenía, entonces, que encontrarle una solución. —Que aborte. —Ya le dije— me dijo—. No quiere. —No se lo habrás dicho muy convencido. Repetíselo, a ver si se anima a tenerlo si vos no te hacés cargo. Prendí la calefacción. Cerré todas las salidas de aire menos la que estaba de mi lado, para que el aire caliente me apuntara directamente a mí. Esperé
que se calentara un poco el auto y después me saqué el pulover y la musculosa, todo junto. El corpiño también estaba mojado. Me escurrí el pelo con el pulover y después sacudí la cabeza. Sabía que el pelo mojado me quedaba bien cuando estaba desprolijo y un poco sobre la cara. —Te convertiste en un pelotudo— le dije—. Ojalá mamá te hubiese podido dominar como te dominan ahora todas esas minas. Papá no me contestó. —Le voy a hablar— me dijo. —Si te casás yo me llamo Raúl, y si le das el nombre a ese pendejo yo me pongo el apellido de mamá. Papá siguió manejando. —¿Querés venir a dormir a casa?— me preguntó. —¿Y Mariela? —Nos peleamos, no vino en toda la semana. —Sos tonto— le dije yo—. Me hubieses llamado antes.
Papá me miró, unos segundos. Yo metí la panza disimuladamente y seguí mirando al frente, haciendo como que no lo veía. Después volvió a mirar a la calle. —¿Me haces el favor de ponerte algo, Mariela?— me dijo—. No me gusta que andes mostrando las tetas en el medio de una avenida. —No seas ridículo, pa. Es de noche y llueve, ¿quién me va a mirar? Me miré. Todavía se me notaban los pezones duros por el frío. Me acomodé el aro del corpiño para que me alzara un poco más las tetas. Me miré la panza, todavía húmeda, y me desabroché el primer botón del jean para que desapareciera ese rollo abdominal. Un rollo abdominal que denunciaba la misma panza de nena que papá me mordía todas las noches, cuando todavía vivía con mamá, y yo le pedía por favor, por una noche más, que durmiera conmigo.