Otro Cielo # 3 - Mayo 2010

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A los nueve años, Juan Salvatierra quedó mudo después de un accidente a cabalo. A los veinte, empezó a pintar en secreto una serie de larguísimos rollos de tela que registraban minuciosamente la vida en su pueblo litoraleño. Tras la muerte de Salvatierra, sus hijos viajan desde Buenos Aires para hacerse cargo de la herencia: un galpón inmenso atestado de rollos pintados. Intrigado por la obra monumental creada por su padre, el hijo menor se dispone a ordenarla. Junto con las telas, desenrolla una intriga de secretos familiares que se hunde en el pasado y echa sus sombras sobre el presente.

Pariente actual de otras niñas de la literatura, Cecilia es dueña de una intensa vida interior, una chica incisiva y reservada, una suerte de inadaptada que despliega una mirada aguda y lúcida sobre el mundo. Siempre atenta a los más sutiles movimientos de su entorno, la exacerbación de sus sentimientos, deseos y percepciones la lleva a descubrir la fragilidad y las contradicciones de su cosmos. Frente a la crisis matrimonial que atraviesan sus padres, Cecilia se refugia en la estrecha relación que mantiene con su hermano mayor, cuya mano –una mano llena de verrugas, que es objeto de su vergu¨enza e inseguridad– representa a un mismo tiempo el amparo y el desamparo al que ambos están sometidos.


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Dirección Elena Massa

(elena@otrocielo.com

Jefe de Redacción Juan Manuel Candal

(juanmanuel@otrocielo.com)

Colaboradores Lorena Pérez Anahí Angelini Tomás Tow Ana Chaparro Augusto Munaro Ramiro Sanchiz

Colaboración en diseño Carlota Ravera Todas las notas son propiedad de sus respectivos autores, al igual que los cuentos y columnas. Todo material podrá ser citado siempre que incluya la referencia a la revista. En caso de los cuentos, se deberá consultar a sus respectivos autores.

4 / Nuestros Autores 5 / Editorial 6 / Entrevista a Pedro Mairal 13 / Mini repo: Marcos Bertorello 17 / Cuentos

“Para Hilde”, de Pedro Mairal “Tío”, de Marcos Bertorello “Y el algodón se desbordó entre las sábanas”, de Noe Sancho “El señor Marcin”, de Ricardo Mendoza “Aguas turbias”, de Carlos Guerrero Argote “La dama que nunca optó al doble”, de Mauricio del Castillo “Con la misma rata”, de Adriana Baldessari “Barro eres”, de Carlos Ardohain

68 / AnaCrónica 69 / “Ensayos murmurados”, de Arturo Carrera 70 / El evangelio musical del Sr. Tow 71 / GPS: La iglesia de Santa Sofía 76 / Confesiones de un librero amargado 77 / Próximo número

www.otrocielo.com “Otro cielo” acepta cuentos de cualquier escritor en lengua castellana, sin importar su nacionalidad y sin limitaciones de género o técnica. No aceptamos fragmentos de novela, poemas, artículos ni ensayos no solicitados. Para conocer la convocatoria ir a: http://www.otrocielo.com/envios.html


Otro Cielo

#3 / Mayo 2010

Autores invitados del mes: Noe Sancho

Adriana Baldessari

Nací en Santiago, capital de Chile, en 1982. Me ha gustado la literatura siempre, así que decidí estudiarla para ver si nos comprendíamos algún día. Me licencié en Letras en la P.U.C., y ahora termino un Magister en Literatura en la Universidad Austral en Valdivia.

Nacida en Buenos Aires. Maestra. Periodista. Autora y Compositora. Intérprete. Egresada de la Diplomatura Superior en Tango de la Fundación Konex. Conductora y guionista de programas didáctico-musicales para niños en radio y televisión.

Marcos Bertorello

Ricardo Mendoza

Escritor y psicoanalista. Nació en Buenos Aires en 1970. Publicó el libro de cuentos "Porno" y lleva el blog "Animalhada" con su serie “El Evangelio según Marcos” entre otros textos.

nació en Lima, Perú en 1973. Es comunicador audiovisual y actualmente se desempeña como camarógrafo y guionista en dos productoras locales. En octubre de 2006 publica Perder el tiempo su primera novela.

Carlos Ardohain

Nació en Mar del Plata, Argentina. Obtuvo un premio accésit en el Concurso Poesía en Tierra organizado por el Centro Cultural de España en Buenos Aires en el año 2004. Durante el año 2008 y parte de 2009 fue el editor de ficción en el blog La lectora provisoria. Trabaja como Diseñador gráfico y Redactor.

Mauricio del Castillo

nació en la Ciudad de México, en 1979. Es licenciado en la carrera de comunicación por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México. Pasa su tiempo libre dedicado a la lectura y a la imaginación. Ha publicado relatos en NGC 3660 y Sitio de Ciencia Ficción.

En nuestro sitio web, las biografías completas de nuestros autores del mes.

Carlos Guerrero Argote

Nacido en Lima, Perú, en 1991, actualmente cursa el 3 año de la carrera de Derecho en la UNMSM. Escritor aficionado y poeta, ocupó en el año 2009 el 4to lugar en el concurso de poesía Juan Gonzalo Rose.


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Editorial / Mayo

Dicen que no hay dos sin tres. También dicen que hay cientos de escritores que no tienen dónde publicar sus textos. La malvada industria de los grupos editoriales les cierran sus puertas —argumentan— y luego, claro, las revistas literarias sólo quieren publicar autores ya prestigiosos o vendedores. Y sin embargo, sorpresa sorpresa, cuando Otro Cielo llegó para hacerse un lugar en el espacio literario virtual, cuando pegamos convocatorias en incontables foros y soportes literarios, nuestros amigos, los escritores no descubiertos, que no tienen dónde publicar, se esconden o desconfían. En estos tres meses de trabajo con ellos, apenas habremos recibido un centenar de cuentos. Algunos buenos, algunos muy malos, pero eso no es lo importante. Nosotros estamos hombro a hombro con el que escribe flojo pero al menos se apunta. Lo que nos cuesta entender es a aquel supuesto gran talento que responde a la convocatoria preguntando “¿Por qué en Word? Acaso tienen un arreglo económico con Microsoft?” o “Cómo sé que no me van a robar mi cuento?” La del Word nos gusta particularmente, porque nos hace sentir importantes. ¡Qué importantes seremos que una empresa como Microsoft ha llegado a la conclusión de que si nos pone unos dólares, venderá más suites de Office sólo porque nosotros pedimos ese formato! ¡En cualquier momento vendemos el sitio en millones y nos vamos todos a Hawái! En cuanto al temor al robo, para ser directos: existe el Registro Nacional, lo sabe cualquiera. Quizás un poco menos de petulancia y un poco más de literatura ayudaría al segundo grupo de escritores con tendencia paranoide.

Editorial

Quienes confían, sin embargo, son los escritores establecidos, lo que son las cosas. Ya pasaron Terranova y Nielsen, acá está Mairal. Nos prestaron cuentos también Vero Sukaczer y Marcos Bertorello (me refiero a cuentos publicados en sus últimos libros) y no nos conocen más que por mail y en algún caso, reputación. Nos envían cuentos para futuros números Samanta Schweblin, Andrés Neuman, Santiago Roncagliolo, Margarita García Robayo. Laura Meradi incluso, además de enviarnos un cuento por mail, accede con la mayor de las complicidades a hacer un reportaje en vivo (que será publicado el mes que viene). Curiosamente, estos escritores, gente que conoce el paño, confían mucho más en una revista literaria como la nuestra que muchos de los escritores de foro. Los mismos que se quejan de la falta de espacios donde publicar sus obras. Y aquí estamos, seguimos encontrando eco en algunos medios, en la satisfacción de nuestros reporteados, y en nuestro propio deleite cada vez que un gran escritor escondido se revela con un cuento en nuestra redacción y sabemos que hemos dado con un talento. Este es el caso de Ramiro Sanchiz, de quien publicamos uno de sus cuentos en el fundacional #1, allá por marzo. Ramiro es uruguayo, ha publicado dos libros, y a partir de éste número se incorpora como columnista habitual, con su imperdible sección “Confesiones de un librero amargado”. Bienvenido él a su nueva tarea —y recuerden su nombre porque en unos años será referencia obligada de la literatura joven latinoamericana— y bienvenidos todos los autores que publican en este número su primer relato. Algunos de ellos se las traen y esperamos que no pase mucho tiempo para que vuelvan a rondar nuestras páginas. Mientras tanto, nos metemos de lleno en el frío del mayo argentino y seguimos haciendo camino palabra por palabra, con las nuestras y con todas aquellas que nos prestan nuestros amigos escritores.


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Entrevista

Pedro Mairal

El amigo de los antihéroes más queribles Por Juan M. Candal

Pedro Mairal es como el chico prodigio a quien su propia fama se deglutió. Primer Premio Clarín de Novela, allá por 1998. Enseguida llegó Agresti con Cecilia Roth montada a caballito para filmarle la novela y hacer una película que poca justicia le hace al libro de Mairal. Una historia iniciática se transformó en… bueno, en un mundo de Agresti for export. A Pedro le costó muchísimo volver a escribir ficción, aplastado por el hecho de ser “la nueva promesa joven argentina”, y su siguiente novela, “El año del desierto” recién se publicó en 2005. Por suerte, no pasó tanto tiempo para que apareciera “Salvatierra” (2008), su última ficción a la fecha, independientemente de cuentos que siempre anda escribiendo y colgando en blogs o prestando a antologías o revista, como es el caso con Otro Cielo. En el ambiente de “la nueva narrativa argentina”, como suelen llamarla algunos, persona que nombra a Mairal se refiere a él como un buen tipo, desde escritores de su generación hasta nunca le han publicado un libro aún. Pedro es un tipo editoras de sellos pequeños que querido entre quienes lo conocen. Quizás tenga algo de ese pibe ingenuo y tierno que protagoniza muchas de sus ficciones. O quizás sólo se trate de un buen tipo y punto. Foto (de artículo y de tapa): © Clara Muschietti


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Entrevista

P

edro, tus comienzos en el mundo de la literatura son bastante conocidos por el hecho de que arrancaste publicando nada más y nada menos que con el primer Premio Clarín de Novela. Pasó bastante tiempo para que volvieras a publicar una novela, de hecho en doce años desde entonces sólo publicaste dos (“El año del desierto”, Interzona, 2005; “Salvatierra”, Emecé, 2008). ¿Cómo fue tu relación con el mundo de las editoriales en todo este tiempo? En general me llevo bien con las editoriales y los editores. Publiqué con editoriales grandes con mucha distribución y también con editoriales chicas, independientes, algunas casi artesanales. En general busco un editor para ese libro en particular. Hasta ahora me moví con las editoriales grandes como si fueran más chicas, es decir, intervine en la tapa, en la edición, etc. Una vez en Alfagurara hasta pedí ir a la imprenta y fuimos con un coordinador de esa área a un taller de Avellandeda para ver cómo hacían el libro. Es cuestión de romper un poco el hielo de esos compartimientos estanco de las editoriales grandes, meterse con curiosidad en esa supuesta automatización y conocer a la gente que está detrás. ¿Cómo fue pasar de publicar con Clarín/Aguilar tu primera novela y tu libro de cuentos (“Hoy Temprano”, Aguilar, 2001) a trabajar con una editorial más chica como Interzona? Mi novela El año del desierto necesitaba mucha edición. Con Damián Ríos, el editor de Interzona, trabajamos dos años. Le terminé sacando casi 30 páginas a ese libro, me llevó mucho tiempo decantarlo. La novela necesitaba una editorial como Interzona, más chica, con más acom-


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Entrevista

pañamiento digamos. Quizá en una editorial grande la publicaban así como estaba en el primer borrador. Están por cumplirse 10 años de la edición de “Hoy temprano”, ¿pensás que es posible que se reedite, en otra editorial tal vez? ¿Y qué pasa con “El año del desierto” (que no se consigue ni por mercado libre)? Quizá cuando saque otra novela se haga una reedición de los libros anteriores. A El año del desierto se lo comió la intemperie, porque la editorial Interzona ya no existe más.

Estás dando un taller de escritura creativa a partir de mediados de marzo. ¿Es la primera vez que lo hacés? ¿Qué tiene para vos de atractivo dictar un taller? Coordiné un taller hace años, a fines de los 90. Ahora, después de haber dado un taller en la Universidad de Puerto Rico el año pasado, me dieron ganas de hacerlo de vuelta. Me gusta ver como una consigna dispara distintos textos, como cada uno trae su mundo al taller, y me interesa lo que pasa en los grupos, las lecturas cruzadas, las interpretaciones, las discusiones. Más que enseñar a escribir intento contagiar entusiasmo por escribir.


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Entrevista

¿Cómo es una clase típica en el taller de Mairal? ¿Qué consignas o propuestas hacés, en qué te centrás para ayudar a los que concurren? La gente lee lo que trajo, que son en general textos en base a alguna consigna que les di la semana anterior. Cada uno lee, se comentan los cuentos. Hablamos de lo que va surgiendo, de la carpintería literaria, de la narrativa. No tengo clases programadas. Van surgiendo temas. Hacemos ejercicios de percepción, de observación. A veces leo algo de un poeta que me gusta y hablamos de cómo está hecho el poema.

Taller de escritura creativa en librería Eterna Cadencia Honduras 5574 (Palermo) comienzó a mediados de marzo. Para informarse para la próxima: tallermairal@gmail.com

En “Una noche con Sabrina Love”, en muchos de tus cuentos (incluyendo “Para Hilde” que estamos publicando en éste número de Otro Cielo) e incluso en Salvatierra, los protagonistas suelen tener una especie de ternura infantil: los golpean y no pueden defenderse, les queman el negocio unos mafiosos pueblerinos, los usan las mujeres, cuando quieren seducir se ven reducidos al ridículo… ¿por qué pensás que te atrae tanto esta figura recurrente? Me provoca más empatía el antihéroe. El ganador me cae antipático. Suelen ser mejores las historias de los fracasos (amorosos, deportivos, etc) que los triunfos, que son siempre iguales. Me causa gracia y ternura a la vez la distancia entre lo que el personaje se imaginó y lo que finalmente le sucede. Hay una dimensión humana en ese contraste. Me da la impresión de que en tus novelas sos más clásico en tu narrativa que la generación que, por ejemplo, te acompaña en “La Joven Guardia”. Pero en tus cuentos, donde a veces te mencionás a vos mismo, a otros escritores, pareciera que te acercaras más a ese realismo autorreferencial. ¿Pensás que la novela y el cuento son vehículos para inquietudes diferentes en este aspecto?


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Entrevista

No lo había pensado. Es verdad que en mis últimos cuentos usé más la primera persona, o una figura de escritor, un yo parecido a mí. Y en las novelas me alejé de esa figura. Pero no creo que sea por el género. De hecho la novela tolera bien la primera persona, lo autobiográfico. Espero todavía seguir escribiendo más para cambiar esa tendencia personal. Escribís poesía, cuentos, novelas y artículos en diarios y blogs. ¿En cuáles de estos formatos sentís que estás más cerca de lograr lo que te proponés, y cuál es el que más te gusta trabajar? Cada formato tiene su fuerte, y a veces su fuerte está en los límites que el formato impone. El blog permite un tono coloquial y también un anclaje anecdótico que en los textos en papel puede quedar medio canchero y desubicado, y a su vez exige brevedad porque un post de más de tres pantallas ya es largo. La poesía es donde la forma está más presente, y eso, al contrario de lo que se suele pensar, da mucha libertad, porque la forma dialoga con uno (sobre todo estoy pensando en el soneto). Uno sugiere lo que quiere decir y la forma contesta su modo de decirlo, provoca variantes que no se nos habían ocurrido, nos saca de nosotros, nos lleva a lugares extraños. La poesía permite mucha densidad verbal, concentración de significados en pocas palabras. Las columnas periodísticas y artículos tienen un tono más informativo y abierto, me obligan a estar atento a temas actuales, pero prefiero encarar esos temas desde el comportamiento humano, o desde el costumbrismo del carácter nacional. Es un formato donde entra el humor a veces, el análisis, y a veces hasta cierta exploración con el lenguaje. Con la novela y con el cuento tengo que reencontrarme.


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Entrevista

¿Qué autores de tu generación lees? ¿Hay alguno que admires en particular? Fabián Casas, Cucurto, Santiago Llach, Juan Incardona, Gaby Bejerman, Selva Almada, Félix Bruzzone, Federico Lamberti... Los leo porque me interesa ver cómo escriben sobre estos tiempos que corren. ¿Cuáles han sido tus mayores maestros literarios? Sobre todo los poetas, Giannuzzi, Madariaga, Vallejo, Molina, Viel Témperley, Huidobro, Neruda, Juanele...

Una vez te escuché decir que te gustaba Cortázar, pero que hay que sacarse de encima todo lo que implica su influencia, ¿a qué te referís puntualmente? No sé si hay que sacarse, digo que yo tenía y todavía a veces tengo que despegarme cierta suntuosidad de la palabra que tiene Cortázar, un uso del gerundio, un regodeo verbal que lleva a la frase larga, casi al borde del colapso sintáctico. A ese entusiasmo controlado me refiero. Pero ahora que lo describo no me parece tan mal, al contrario. Por último, ¿en qué estás trabajando ahora? ¿Tenés en vista publicar algo este año?


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Entrevista

Estoy armando un libro que se llama “La novela que no estoy escribiendo”, pero no creo que salga este año. ¿Podés contarnos algo de “La novela que no estoy escribiendo”? Es un libro de textos cortos, creo que conforman como la silueta de la novela que en estos tres años no escribí toda junta en papel sino atomizada y deformada en seudónimos, blogs, diarios íntimos, columnas y revistas. Lo estoy armando y viendo cómo se ensambla todo eso.

Más Pedro Mairal en: http://www.pedromairal. blogspot.com/


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Mini Repo

Foto © Lucio Ramírez

Marcos Bertorello

1.¿Los cuentos de “Porno” son parte de una obra más basta, y de ser así, cómo elegiste los cuentos que integrarían el libro? ¿Por temática? Me reconozco como un escritor compulsivo: escribo casi todo el tiempo. Esto – que no sé si es bueno o malo – tiene como consecuencia, sí, una obra basta, o en todo caso, en el camino de la escritura, voy dejando a mis espaldas un sinnúmero de cosas escritas (aunque no todo es


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publicable o siquiera, legible). En cuanto a Porno, específicamente, hubo, sí una idea que ordenó casi todos los relatos (tanto los que ya tenía escritos como los que escribí específicamente). Esta idea, se desprende, justamente, de Tío: contar un relato sin que haya elipsis, sabiendo que esta posición es, en si misma, un imposible: no hay modo de narrar sin dejar cosas por fuera. Ahora bien, ese imposible (que localizo en el ideario estético del porno cinematográfico y no tanto la fragmentación, como se dice por ahí) fue un estimulo: la zanahoria que me propuse atrapar, convencido de que no lo iba a lograr nunca. En fin: la literatura es eso, creo: esa paradoja, esa búsqueda inútil, siempre esquiva a definiciones, pero que a la vez, se nos impone como un imperativo del que no podríamos renunciar sin dejar de sentirnos unos cobardes. 2. En el cuento que publicamos aquí, “Tío”, mantenés un tono más erótico que pornográfico, me parece que en un tema que toca la pedofilia, ese es un gran logro. ¿Cómo surgió la idea de “Tío” y el singular trabajo con el narrador? Es verdad, el problema mayor de este cuento fue el narrador. Yo quería dos cosas: narrar una escena erótica contada desde el punto de vista de un chico y – lo que es una contradicción – que ese narrador no tenga la inocencia de un chico, en el sentido de que por ahí un chico puede involucrarse en situaciones complicadas, las puede narrar, pero no alcanza a entender del todo lo que cuenta. Con esta idea, escribí el relato en tiempo presente (esto respondía un poco a la primera parte de mi pretensión: el presente da una atmósfera de intimidad y cercanía) y después escribí el primer párrafo – que funciona como prólogo – para dar a entender que esa chica que está narrando, no es ninguna victima de nada, al contrario. Hubo lectores que encontraron completamente inadecuado este primer párrafo. Puede ser. Yo lo considero necesario, y por eso me resistí a sacarlo.


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Entrevista

3. ¿Tenés planes de publicar otra colección de cuentos próximamente, o escribir una novela? Planes tengo siempre. Lo que no sé bien es si llegarán a buen puerto. En este momento, tengo dos cosas terminadas: una novela corta, que se llama Filadelfia y que cuenta la historia de un escoses que durante el primer peronismo, logra convencer a gente cercana a Perón, para construir una especie de Las Vegas en el desierto de la Patagónia. El proyecto se frustra, y solo queda un hotel, un casino y varias casas. En ese lugar, durante dos décadas, se juntan muchas personas y forman una especie de comunidad paralela. Por otro lado, tengo una colección de tres relatos más o menos largos que hablan sobre el mismo tema: la imposibilidad de encontrar un lenguaje que se ajuste a las cosas del mundo y las consecuencias de esta imposibilidad. Además, empecé a reescribir una vieja historia de terror que todavía no tiene título. Y por último, desde febrero estoy escribiendo (y más o menos periódicamente lo subo a mi blog) un diálogo algo paródico con el evangelio de Marcos. Además del chiste obvio con mi nombre, este evangelio es uno de los tres evangelios sinópticos

que más me cautivan: está escrito por un tipo semianalfabeto, tiene una belleza brusca, un poco torpe y lo que es más interesante: cuando lo leo siento que asisto a ese momento original y lejano en el que comenzó a desactivarse la épica antigua, la épica de los señores, en fin: hoy por hoy no se puede leer ningún evangelio cristiano sin sentir que Nietzsche nos está


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soplando la nuca. Si vos me preguntas si tengo intenciones de publicar todo esto, te diría que si. Pero ese destino – para bien o para mal – no depende enteramente de mí. 4. ¿Qué autores, argentinos o hispanoamericanos, disfrutás leer? Muchos. Digo algunos. Borges, por supuesto. Saer, Bolaño, Silvina Ocampo, Reinaldo Arenas, Marechal, algunas cosas de Mujica Lainez, no sé: Neruda, Cassara, Bossi, Auliccino, Martíni. Cabrera Infante fue un autor del que aprendí muchísimas cosas interesantes. En un momento de mi vida, disfruté mucho de Jorge Asís, por ejemplo. Abelardo Castillo, sin dudas. Y un largo etcétera en el que incluiría, además, otros autores no considerados autores literarios, sino autores de teoría. Por lo demás, leo muchos clásicos del pensamiento occidental, que no son hispanoamericano, ni argentinos, por supuesto, y de los que me siento muy en deuda respecto de lo que escribo. 5. ¿Hay una literatura erótica que puedas relacionar con “Porno”? No sabría mucho cómo responder a esta pregunta. Tengo la impresión de que Porno no es, justamente, un libro de literatura erótica. A lo mejor fue un error ponerle ese titulo.

“Porno” se consigue en todas las librerías. El blog de Marcos: http://elagarraelcuerpodella.blogspot.com/


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Cuentos

Pedro Mairal

PARA HILDE

H

ilde, nunca se me ocurrió que pudieras leer en castellano, y menos todavía que te fueras a meter en mi blog. Ya sé que no actuabas como si estuvieras enamorada de mí. Es algo que inventé, pero es verdad que los primeros días del seminario me perseguías y buscabas sentarte al lado mío y me hablabas. Yo soy un exagerado; cuando escribo exagero. Ahora que volviste a Austria, quizá algún día se te pase el enojo y revuelvas entre mis cuentos y termines encontrando estas disculpas. Ojalá. Y ese comentario de que tenés menos sex appeal que la novicia rebelde también es una boludez de argentino canchero (boludez es algo parecido a estupidez pero también es insignificante, y canchero alguien que trata de hacerse el cool). De hecho, por lo que pasó después, te podés dar cuenta de que no es así. Me hiciste confundir. Me pisabas los talones, me buscabas. Después de que leí mi texto, volvimos juntos a los cuartos. Cuando nos dimos cuenta de que teníamos cuartos vecinos me pusiste una cara que me pareció sugerente. Ahí en el pasillo, quisiste ver mis papeles, te me acercaste mucho y entonces te miré. El pelo rubio por los hombros, los ojos claros medio achicados por los anteojos, los rasgos arios o eslavos, que acá vi que tienen algunas chicas paraguayas, que son medio alemanas, muy blancas. Estábamos los dos mirando el mismo papel, respirándonos cerca. Querías saber cosas de mí. Te conté que tengo un hijo, que estoy separado. Me preguntaste si íbamos juntos al paseo en bote más tarde. Te dije que sí, que me tocaras la puerta en un rato y me metí en el cuarto, nervioso.


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Cuentos

Calculé que teníamos tiempo antes del “boat trip”. Te esperé. Podía ser. Había que probar. Acomodé un poco las cosas. Saqué la ropa tirada arriba de la cama. Me lavé los dientes. Me miré al espejo. Miré por la ventana. I was beside myself with expectation, o como se dice acá: estaba sacado. Después pensé que no venías. Y tocaste la puerta. El truco fue fácil, hacerte pasar un segundo porque tenía que preparar algunas cosas antes de salir. Y entraste. Eso es lo que me rompe la cabeza y lo que Pedro y el polaco me decían después cuando les conté: Si una mujer entra a tu cuarto es para tener sexo (to have sex, decían). El polaco incluso decía que en el umbral de la puerta hay un cartel invisible, implícito, que dice: “From here on you are in the sex zone”. Por eso di vueltas, saqué del placard la campera aunque hicieran 25 grados en Cambridge, me rasqué la cabeza. Me reí. Me da mucha vergüenza cada vez que me acuerdo de esto. Qué torpe. Eso de mirarte y sonreír. Y vos como si nada, Hilde. Como si entrar a mi cuarto no fuera ya algo significativo. What?, decías. I’m nervous, te dije. Why? Yo me acerqué. Y esa frase, esa frase que me salió: I feel very atracted to you. Qué mal. Merezco la muerte; todos los sepultureros del mundo estaban escuchando y se empezaron a reír en ese instante. Festejaron levantando las palas y se empezaron a pelear para cavarme la fosa. Yo no sé qué se dice en inglés. Quizá no se dice nada. No hay que hablar en esas situaciones. O quizá un Tengo ganas de darte un beso, algo así. Pero avancé con menos gracia que Frankenstein diciendo mi frasecita loser y, claro, esquivaste la situación, tímida, buscando la puerta. Y yo calmándote con lo de bueno no te asustes, junto mis cosas y vamos. ¿Tan desubicado estuve? ¿Tan mal leí los signos?


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Quizá los signos eran claros y lo que pasaba era que me estabas histeriqueando como adolescente que pone a prueba su poder de seducción. Y quizá lo que me gustaba era justamente tu seducción ingenua y alevosa. Salimos del cuarto y creo que, después de la conmoción, aliviané un poco el momento en la escalera diciendo: You got really scared back there, Hilde. Pensé que íbamos a poder hablar y reírnos en la caminata hasta el río, pero a la salida del college se nos sumó el italiano y ya la cosa se complicó y nos pusimos serios hablando de diarios, derivando entre equívocos y etimologías en común -no sé bien cómo- hasta el latín y Virgilio, antes de que se sumara la mujer paquistaní tan elegante (no me acuerdo su nombre) y nos dividiéramos en parejas –yo con el italiano, vos con ellapara poder caminar más cómodos por las vereditas medievales. Así que me sumergí en las siete pintas de Guinness negra que me fui tomando en el pub y después en el bote. Tan lindo el recorrido, por ese río entre los sauces llorones, tan civilizado todo en el verano inglés. Las charlas globales, que se iban aflojando con el alcohol, a medida que avanzaba despacio por la campiña esa especie de arca de Noé con todas las razas representadas, los continentes, las carcajadas contenidas o totalmente desatadas según las distintas costumbres de los treinta y siete escritores invitados. Nos cruzamos poco y nada en el bote y me encargué de que me vieras hablarle un rato largo a la italiana. Una reacción infantil, ya lo sé, pero ¿qué más le queda a uno que el despecho? Saqué fotos, brindé en varios idiomas, en ruso, en checo, prosit, nazdrave. Y a veces te tenía en el rabillo del ojo, incluso mientras caminábamos de vuelta de noche y yo seguía con lecciones de italiano: l’uomo piange perche la ragazza è lontana. Ya medio pesado


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el tipo, pero a la par con la lentitud del grupo, todos entregados a la corriente de pasos lentos por las calles oscuras. Te coroné con mi indiferencia como si te importara algo. Hasta me senté en otra mesa cuando llegamos al pub. Conté chistes de los que me arrepentí, anécdotas que traducidas no tenían gracia. Sentí que encontraba a hermanos desconocidos entre los nuevos amigos que también sostenían vasos. Pagué tragos, hablé con el barman sin entenderle ni una palabra, hice muchas veces pis. Nos echaron a las once, y a la vuelta te perdí en la confusión. Con el polaco compramos cuatro botellas de vino malo y caro en el único pub que seguía abierto. Vos ya no estabas cuando nos quedamos afuera, fumando, tomando vino blanco en las tazas del desayuno, cuando se armó esa semi pelea entre el ucraniano y el checo. En algún momento hice un mutis por el foro y volví al cuarto. Resoplé, me reí solo. Ahí creo que te escribí la nota en ese inglés medio tarzánico y antiguo (porque las colonias atrasan y yo aprendí el inglés de una colonia). No me acuerdo exactamente qué te decía, algo así como que me perdonaras por haberte puesto incómoda pero que no me arrepentía para nada, que me alegraba haberte hecho saber que me gustabas, que eras sexy, hermosa, inteligente. Que me sentía medio viejo a los 37 años, que vos eras muy joven a tus 25. Que supieras que siempre ibas a ser linda. No sé. Algo así. La firmé y te la pasé por debajo de la puerta a las tres de la mañana. Me acosté. Me daba vuelta todo. En el baño vomité el vino blanco.


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Al desayuno me pareció que nos evitábamos. Te me sentaste al lado después mientras nos hablaba esa escritora anglo-turca que no paraba de exaltar las aguas del Bósforo. Yo flotaba en mi resaca, medio fantasma de mí, medio ausente, entrando y saliendo de esa descripción demasiado enumerativa y poética de la ciudad de Estambul que iban leyendo. De pronto te vi escribir algo en una hoja nueva. Y me la diste. La puse en mi carpeta. Decía algo así como que quizá era cierto que vos eras demasiado joven y yo viejo, pero que yo te gustaba como amigo, in the friendship kind of way. Que ibas a guardar mi nota como uno tesoro. Algo así, hiper dulce y humillante. Quién me manda, pensé, a andar pasándome cartitas de amor con estudiantes de 25 años. Después afuera te dije: Me mataste con eso de ser amigos. Voy a ir al río y me voy a tirar al fondo. Por suerte nos reímos, eran las once y media y había sol, algo raro porque dicen que siempre llueve en Cambridge. Te pregunté qué decía mi nota, porque no me acordaba, estaba muy borracho: ¿Decía algo medio zafado? No, actually it was very sweet. Bueno, menos mal, entonces me alegra haberla escrito. Durante la caminata todos juntos hasta esa librería, la situación pareció ir asentándose bien, con chistecitos, con comentarios a la pasada, “mi amiga Hilde”, “mi gran amiga Hilde”. A la vuelta yo -boca floja, esclavo de mis palabras- hablé de mi blog. Vos hablaste de tus padres, de cómo te cuidan y te vigilan. La niña dorada. Tu vida en Viena donde todo parece funcionar sin problemas. Llegamos y nos preparamos para la fiesta de la última noche. Varias horas tranquilos todos diseminados en sus cuartos.


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Cuando bajamos a cenar te vimos aparecer con tu vestidito corto, los estiletos de gamuza roja como para pisarle el corazón a los hombres. Wow, Hilde. Porque hay que decir que te fuiste volviendo cada vez más linda con los días. Te fuiste soltado, desnudándote de a poco. Porque antes de mi bochorno te habías sacado esa especie de blusa al sol y te habías quedado en esa musculosa blanca mostrando los hombros, pero anunciándolo mientras lo hacías, no vaya a ser que alguien se perdiera tu show. Con esa actitud de hija única que me contaste que eras, tenías que llamar la atención. Me voy a sacar esto, hace calor, dijiste. Y la noche de la fiesta eras la más linda, con la boca pintada y con ese vestidito de breteles mínimos, muy corto, que dejaba ver tus piernas largas. Todos los hombres alegrándose de mirarte. Los profesores ingleses asombrados. La testosterona de la semana de abstinencia envenenándonos la sangre. Me acerqué para decirte lo linda que estabas y sin mirarme me dijiste: So I have no sex appeal, ¿have I? Me costó entender, tardé en conectarlo con lo que había escrito en mi blog unos días atrás. No podía ser que supieras eso, no había forma. Leí tu blog, dijiste. Fue el golpe de gracia, como sacar la tarjeta que dice “retrocede cuarenta casilleros”. Me debo haber puesto de algún nuevo color porque me miraste dolida y triunfante, y me hiciste una mueca medio frunciendo la boca y levantando las cejas. No sos vos, dije y me contradije: Es un chiste, además todavía no te conocía. Pero no me contestaste. Te pedí perdón. Y dijiste: It’s your blog, you can write whatever you want in it.


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No te pregunté ni me pregunté qué hacías leyendo mi blog, por qué te habías puesto a buscar en google mi nombre. No provoqué ninguna escena pasional en el jardín, ni discusión, ni llanto, ni besos en la sombra. Me pareció que era imposible remontar la situación y me quedé callado. Me dejé derrotar. La gente en la fiesta me decía que estaba muy serio. Te miré haciendo de maestra de ceremonias durante ese rato, todos embobados con vos, con tu personalidad directa, sin dudas ni inseguridades, tan linda Hilde, tan llena de vos, casi insoportable. Pero no podía dejar de mirarte. Aguanté un rato más y me fui a dormir temprano, después de que la poeta de Sri Lanka me leyó las manos y me dijo que no tengo corazón. Así que ahora te escribo esto para vos. Para decirte que mi torpeza era lo único que tenía para ofrecerte. Para que todo esto quede escrito. Y para que el doble beso frío que nos dimos a la mañana siguiente en la estación se convierta quizá con el tiempo en un abrazo. Algo así.


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Marcos Bertorello

TÍO

Y

a no sé cómo contarlo. Pasó mucho tiempo. Y te confieso que el principal obstáculo, lo que me atormenta, no es tu juicio estético, es la cuestión moral: es más fácil aceptar que el adulto, siempre, es el que insiste, el culpable. Por eso, a veces, te imagino con esa apariencia de tipo adusto, medio distante, oyendo la anécdota como quien mira una ópera, con parecida severidad. Pero yo qué sé, después de todo, qué me importa, si a esta altura del partido lo que debe importarme, lo que realmente debe importarme, es la cosa literaria: la historia. Quiero decir: que sea concisa, que sea directa, que sea divertida. Y punto. Para qué más. Vos, de todos modos, seguro, ya te imagino, con tu voz gruesa, a lo Gardel, diciendo: “¿Y esto?, ¿cuál es el sentido?, ¿por qué revelar ahora una cosa así?”. Y aunque yo me haga un poco la no sé qué, la tipa medio despreocupada, digamos, la moderna; digo, aunque fuerce las cosas para ese lado, vos sabés, lo sabés muy bien, sí, es cierto, tengo algo de monja, por eso, tu comentario, ese comentario que yo imagino y que sé, estoy segura, que vos harías, me atormenta. Y aunque pasó el tiempo, mi recuerdo es tan fresco que sigo sintiendo lo mismo. Por eso lo cuento así, en presente, como si fuera posible, todavía, seguir siendo aquella, la de entonces. Tengo once años. El sol del mediodía cae contra mi pelo negro, largo, desprolijo. Uso una bikini lila con estampados de flores. Mi cuerpo parece un poco indefinido y hasta contradictorio: tiene algo de nena, esa cosa sin relieves, austera, del cuerpo de una nena; y además, un par de piernas largas, inquietantes. Y yo, creo, me muevo con cierta soltura, ajena a esa contradicción, a ese peligro. Me meto al mar.


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¡Tera! –oigo una voz, a mi espalda. Giro la cabeza; el agua me roza los tobillos. El sol, poderoso, sigue molestando. No veo nada. Hago visera con la mano. Distingo la sombra de una silueta. Un rato después sé que esa silueta es mi tío, el hermano menor de mamá. Corre por la playa, viene hacia mí. Tiene un short azul marino, que deja desnudo el resto de su cuerpo atlético, bronceado, de un hombre joven, de unos treinta y tantos. –¡Tera! –vuelve a gritar, casi a mi lado. –Tío –digo yo, por decir algo. –Esperá, vamos juntos. Y ese “vamos juntos” tiene el inconfundible olor de un pacto. Sobre todo, el “juntos”. Él y yo. El tío, mi tío, y yo, Tera, la sobrina preferida. El “vamos” es un convite: un pasaporte arrugado y viejo hacia un país indecente y secreto. Dejo que me agarre la mano y corremos al mar con el sol lastimando nuestros hombros, la espalda. La primera ola nos tira, nos ahoga, nos emborracha de un placer histérico. –Vení –grita el tío, a mi izquierda–, vamos más adentro. Y ese “vamos más adentro” vuelve a tener ese querido olor de los pactos esotéricos y familiares. El “vamos” ahora no es un convite, es una orden. Pero una orden dicha con ternura, sabiendo que no puedo ni quiero decir que no. Y el “más adentro” es una apuesta. Seguimos entrando. Damos pasos temerosos, sintiendo la arena del fondo que se mete entre los dedos de los pies. El tío, el hermano menor de mamá, me sujeta la mano con cierta fuerza. –Cuidado –dice. Y lo veo a mi lado, un poco más arriba, casi pegado a mi cuerpo de mujercita. Veo su pelo rubio, sus ojos claros,


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su mentón huesudo y el agua que le llega hasta unos centímetros por debajo del pecho. –¿Hacés pie? Y no, no hago pie. Pero no lo digo. O lo digo con los ojos, que es suficiente. Porque el tío, el hermano menor de mamá, pasa su brazo por mi cintura, me agarra y dice: –Tranquila, te cuido. Veo una ola, a unos metros, lista para derramarse contra nosotros. Y tengo ganas de saber qué hacen los dedos de mi tío, el hermano menor de mamá, dónde están, qué lugares insospechados de mi piel pretenden acariciar. Pero no puedo. La ola nos sorprende, nos levanta, nos ahoga, nos separa, nos ataca, nos revuelca. En la orilla, me quedo recostada en un charco de agua, entre la arena, boca abajo, descansando, sintiendo el mar que moja mis pies, mi ombligo. Levanto la cabeza. Y tengo una sensación extraña, imprecisa: me siento divertida y desolada al mismo tiempo. –¡Tío! –grito. Y miro para un lado y para otro. Y no está. El tío, el hermano menor de mamá, no aparece por ningún lado. –¡Tío! –vuelvo a gritar, dispuesta a incorporarme, salir corriendo, preguntar al guardavidas. O no, o en todo caso, resignada, sabiendo que este juego, este juego estéril, trivial, ya no tiene ningún sentido, si es que tuvo alguno. Y cuando ya creo entender que todo pasó, misteriosamente, sin preámbulos, como si nada, la cosa vuelve a encaminarse. Siento una mano agarrando mi tobillo. No me asusta, siempre hace lo mismo. –Tío, salí de ahí –me quejo. Pero sé (o mi cuerpo sabe) que no es una queja, es otra cosa. Algo que no puedo entender pero que entiendo. Mejor dicho: sé que es peligroso,


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pero de ese tipo de peligros que terminan resultando divertidos. O al revés. –Vamos de vuelta –invita mi tío, de pie, su cuerpo mojado; una mano, la derecha, extendida, invitándome a la contienda; la otra mano, la izquierda, en la cintura. Y pienso: “¡Qué lindo es!”. Y me pongo colorada. Porque lo pienso de manera tan rabiosa que tengo miedo de que mi pensamiento, la sensación, se me escape de la cabeza. –Dale, vamos –repite. Y de vuelta entramos al mar de la mano. Saltamos una ola. Y otra. Ahora estamos bien adentro, donde no hay olas sino ondulaciones. –¿Hacés pie? –vuelve a preguntar mi tío, con el agua casi al cuello, agarrando con fuerza mi brazo. Esta vez digo: –No, tío, qué voy a hacer pie. Mi tío, el hermano menor de mamá, se ríe. Y vuelve a meter su largo brazo por mi cintura y apretarme contra su pecho. Y siento su voz pegada a mi oreja. –Yo casi que tampoco –dice, para explicar lo que ya sé. El movimiento del mar nos levanta, cada tanto. Y entonces siento que pierdo equilibrio, que me ahogo. Y casi sin entender lo que hago, atenazo mis piernas en la cintura de mi tío y enrosco mis brazos en su cuello. Le doy un beso en la mejilla. –Cuidame, tío –susurro. Y las dos cosas, el “cuidame” y el “tío”, son un piedra libre; un rotundo piedra libre. Y mi tío, el hermano menor de mamá, como el agua que se mueve y mueve sin tener dominio de sí misma, se deja llevar. Siento su mano en mi espalda. Baja por mi espina dorsal hasta la cintura.


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Se mete por debajo de la malla. Su mano es grande, más grande de lo que supuse, tan grande que llega hasta ahí abajo, y no sé si son sus dedos, o el agua, o qué, pero algo que parece un zarpazo bestial, delicado, recorre mi cuerpo de punta a punta. Y yo, entonces, me aprieto más a su cuerpo, con fuerza, queriendo que ese zarpazo no se detenga por nada del mundo. –Cuidado –dice mi tío. Y una ola nos levanta, nos separa, nos arrastra otra vez a la orilla. Levanto la cabeza; mi tío, el hermano menor de mamá, está a mi lado, boca abajo, con los codos metidos en la arena, jugando con el agua. Esta vez soy yo la que digo: –Dale, tío, vamos de vuelta. El tío se endereza. Apoya su cabeza sobre la palma de la mano, me mira. –¿Te parece? –pregunta, sonriendo. Y yo sé, los dos sabemos, que el “te parece” es solo una manera de hacerme pisar el palito, de mostrarse un poco desinteresado, indiferente casi. Para que me ponga de pie, agarre su brazo, haga fuerza para el lado del mar y grite: –Dale, tío, no te hagas el zonzo, dale. Y mi tío se incorpore, como desganado, o dejándose arrastrar por mi fuerza, la insignificante fuerza de una mujercita de once años. Y entremos al mar, esquivemos una ola, y otra, y otra, hasta llegar bien adentro, donde yo no hago pie, y mi tío hace pie apenas con la punta de los dedos, y nos dejemos llevar por el movimiento constante del mar, y me vuelva a abrazar al cuello de mi tío y acangrejarme a su cintura, y él se estremezca, y diga: –Pará, ya te agarro. Y su mano, su enorme mano, vuelva a meterse por debajo de la malla, y vuelva a jugar ahí; y de pronto, cuando


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yo siento que mi cuerpo es parte del agua, del mar, hormigueado por un sinnúmero de insectos que corren, picotean, las axilas, los pies, las nalgas, el estómago, los pezones; de pronto, digo, mi tío, el hermano menor de mamá, me agarra una mano y dice: –Tomá. Y yo dejo, dejo que mi tío arrastre mi mano por debajo del agua hasta un lugar que no conozco pero que intuyo, y la meta dentro de su short, y sienta como si acariciara una tela extraña; y después, la mano de mi tío, la enorme mano de mi tío, me obligue a sujetar algo grande que yo no conozco pero que intuyo, para decir: –Dale, Tera, dale. Y yo, una mujercita de once años que nunca en su vida vio lo que se esconde debajo del short de un hombre, yo, Tera, la sobrina preferida de mi tío, el hermano menor de mamá, juego con mi mano como la más experta de las mujeres; juego y siento la voz quebrada de mi tío en mi oreja, y el agua, y el mar, y algo placentero, peligroso, extraño parece moverse. Hasta que una voz lejana, chillona, me desconcierta, y me deja como aturdida, sin comprender en qué lugar del mundo me encuentro: –¡Tera! ¡Te volviste loca! Y me doy vuelta. Y entonces veo, lejos, en la orilla, a mamá con su malla negra. No para de gritar: –¡Vení! ¡Por favor! Y una ola inmensa nos vuelve a empapar, separar, arrastrar otra vez hasta la orilla. Me levanto. –Qué hacías ahí, mar adentro, nadando sola, ¿te volviste loca? –dice mi madre, mientras me ayuda a ponerme de pie, acomodarme la malla. Giro la cabeza, miro hacia el mar,


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buscando a mi tío, mi adorado tío, el hermano menor de mamá.

“Tío” está incluido en la colección de cuentos “PORNO” © Eterna Cadencia Editora 2009.


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Noe Sancho

Y EL ALGODÓN SE DESBORDÓ ENTRE LAS SÁBANAS... Tú pensaste redimirte con el peso de mi pureza. Redimirte a través del amor filial. Y ya ves: no te has acostado con otra que con tu vecina, con tu secretaria, tu enfermera, tu puta… - El peso de la pureza. Mauricio Barría-

A

ún se me revuelven las entrañas. Siento el vértigo del vacío en mis vísceras, el sonido de mi pecho hueco. Voy sintiendo los pasos cerámicos de este cuerpecito de muñeca rota. Porque caí en el fondo de un viejo baúl, portando todos los secretos de mi infancia. No es fácil admitir el abuso, los maltratos, el placer y la culpa mezclados en la violencia. ¿Cómo habría de contarte cuántas veces estuve en una habitación con las luces apagadas? ¿Cómo habría de decirte que no eras el primero a quien le abría las piernas después de las cachetadas? Lágrimas, lágrimas, lágrimas. Choques contra el piso, el rostro mojando las sábanas y los dientes apretando con todas sus fuerzas la almohada. Para que no se escuche nada, para que el silencio lo inunde todo. No hay que ser una niña mala, las niñas buenas se quedan calladitas, se secan las lagrimitas con los encajes de su pequeña enagua blanca. Los calzones manchados por la culpa y la sangre. Los ojos blancos, la imagen de esos ojos blancos, invadidos de un estupor atónito frente a la carne sonrojada por el roce. El recuerdo penetrando cada uno de los poros, la culpa encerrada en cada beso regalado en noches llenas de alcohol y necesidad.


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A la muñeca la habían roto desde que la sacaron de su cajita plástica. Le sacaron los calzoncitos de encaje, le desgarraron la tela para que todo el algodón se desbordara entre las sábanas de papá. Mi dulce nenita. La niña de mis ojos. La muñeca no había dicho nada, sólo batía sus pestañitas hacia atrás en cada choque enfermizo, en cada penetración hecha contra la Ley. Pero esa era tu Ley, esa era tu voluntad; la de moldear el cuerpo de aquel bulto de trapo a la medida de tus manos curtidas por la sal. Y yo no sabía cómo decirte ahora que la muñeca le pertenecía a otro. No sabía cómo decirte que mi cuerpo estaba escrito en otras habitaciones, en otras fábulas. Yo no sería Ifigenia, nunca me lo permitirían. Yo no podría ofrendar mi carne para el ansiado triunfo. La muñeca no valía un céntimo. El cabello ya no era un brillante colchón de bucles, era un montón de paja donde se escondían las lágrimas y los insultos. Mis cabellos no son más que las riendas de un carro en mal estado. Ya nadie quiere montar este carro, ya nadie quiere peinar a esta muñeca. Se porta mal la niña. Escuchen todos ahora cómo de su garganta comienzan a salir los gemidos de placer. Hemos apagado la luz, suena en la radio David Bowie y tus manos palpan en la oscuridad buscando mis brazos suaves, fríos y plásticos. Encuentras mi boca, aquel orificio dónde debes poner el chupete para que yo no comience a llorar. No hay chupetes, pero me desgarras la ropa para sacarme las pilas incrustadas en mi espalda. Tu mano se posa sobre mi boca y tu dedo se introduce dentro del orificio para hacerme callar. Siento tus cabellos mojados acariciar mi rostro, siento tu aliento a ron bañar mi desnudez llena de grietas.


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Hurgueteas entre las telas para encontrar el brochecito sobre mi cintura. Click. Las manos sudorosas penetran bajo mi enagua de encajes y poco a poco comienzan a brotar lágrimas desde los ojos de vidrio. La muñeca cierra sus piernecitas con fuerza, no tiene articulaciones y ya se le vencieron los elásticos. Pero tú has sabido cumplir tu papel, me aprietas con fuerza contra las tablas, me quitas la respiración con tu mano en mi boca y yo lloro y lloro. Las cosas han sido cómo deben ser. La música de pronto se acaba. El silencio me invade y sólo puedo escuchar el roce de tu piel contra el plástico, la humedad violenta que se azota una y otra vez contra mis piernas vencidas. Y no quiero decir que no, no quiero apartarte de mí. Porque así me enseñaron que las muñequitas debíamos ser. Callar, omitir, no chistar. Y sonreír, siempre sonreír. Siento cómo comienzas a agitarte de pronto, cómo mi interior hueco comienza a llenarse de un líquido cálido y viscoso. Los ojos en blanco, el estertor y la caída. La muñeca queda con sus piernecitas abiertas sintiendo cómo algo se revuelve en su interior, cómo escurre el líquido entre las grietas de la cerámica. Los pasos fuera de la habitación la calman. Su canción de cuna, cada paso que se aleja la va sumiendo en un sueño profundo. Los rayos del amanecer comienzan a colarse por la ventana y las lágrimas comienzan a encostrarse en el piso mezcladas con la sangre. La muñeca se siente mal, ya no le dan ganas de jugar en la oscuridad, su cabeza le da vueltas y sus entrañas de algodón están inquietas. Palpitan, palpitan las entrañas. El deseo se engendra en la culpa y la violencia. Las vísceras


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comienzan a vaciarse mientras las ansias toman forma. Camina la muñeca y sus piernitas vencidas no pueden sujetarla con seguridad, su cabeza tambalea y algo en sus entrañas le punza. Un dolor comienza a gestarse en su interior, una promesa quebrada se revuelve en cada paso dado sobre el vértigo. Y comienzan los latidos. La muñeca ha concebido entre el algodón y la sangre, y dentro de su vientre se gesta un pequeño muñequito. ¿Qué hará la muñeca con aquella criatura que tirita en las vísceras de algodón? La muñeca llora sin la necesidad de echar su cabecita hacia atrás. No puede soportar los ojos del padre ejecutando la Ley. Había roto el pacto, no había cumplido con el comportamiento que le correspondía. Era el orificio en tu boca el que debía recibir el líquido viscoso. Los calzoncitos de encaje estaban reservados para papá. Lo habías arruinado todo. La muñeca debía esconderse en el fondo del baúl, ocultar el bulto en el vientre y arrojar el deseo fuera de todo intento de saciedad. No, no podría soportar el reproche. Por eso se tomó el estómago de algodón y comenzó a golpearlo una y otra vez, hasta que se le saltó el esmalte de sus manitos. Pero la criatura seguía allí, latiendo, resistiéndose a morir, resistiéndose a ser arrancada de esas cálidas entrañas. El puente se va a caer, va a caer… Se oyen los pasos, le sudan pintura sus manos, mientras la criatura se golpea contra los muros de aquel falso vientre. La puerta está entreabierta y la Ley penetra en la habitación con pasos de fantasma. Las manos se introducen bajo la blusa y sienten los pechos duros, los pezones


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erectos y la piel erizada. El pecho se agita una y otra vez y la muñeca aprieta los labios con todas sus fuerzas; pero un gemido se arranca por entre sus labios y las manos rompen el vestido. Palpita, palpita una y otra vez. La criatura se mueve bajo la tela dejando ver su rostro de ausencias. La mano desgarra la tela, y arrebata de su vientre la criatura que grita, la criatura que se ahoga entre las motas de algodón. La muñeca gime y llora, se retuerce y se aferra a las sábanas manchadas de sangre y sudor. La criatura se arrastra dejando una estela de pelusas por el suelo. Palpita su cuerpecito cada vez más lento, se esfuerza por llegar nuevamente donde la muñequita. La última torsión. Los ojos en blanco. Me duelen las manos, he zurcido una y otra vez mi vientre para que no se me escape el algodón. Se me han caído una a una mis pestañas plásticas. No sé qué puedo hacer con este cuerpecito ahora, las piernas están rotas, mi pintura está demasiado saltada por los roces y los azotes; ya no puedo ser enviada al fondo del baúl. Tengo que ser arrojada al bote de la basura, pero él insiste una y otra vez en ponerme sobre su cama, adornando su lecho con mis piernas amputadas. Sus manos ya no rozan mi cuerpo, sin embargo su rostro se contrae y sus manos se deslizan una y otra vez por su entrepierna cada vez que huele mis calzoncitos manchados por las lágrimas y la sangre. ¿Cómo iba a decirte que eras tú quién había engendrado en mí la pulsión del vacío? Porque tus manos arrancaron todos los secretos escondidos en mi carne. Tus besos ofrendaron la vendimia necesaria para que mi tierra estéril se preñara de ilusiones.


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Y cometí el delito de abandonarme al deseo. Queriendo que mi cuerpo latiera por una sola vez, queriendo ser carne y no plástico.

Pero soy y seré siempre una muñeca rota.


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Ricardo Mendoza

EL SEÑOR MARCIN

¿C

uándo se convirtió esto en un bulevar de sueños rotos? Lleno de bailarinas españolas, imitadores de Elvis, deudos de Cobain, ese pobre irlandés que se mató por nada, Marcin deja que sus pensamientos lo dominen una vez más. Es perentorio montar su espectáculo en el palacio amarillo ya que el arte se devalúa sin remedio. Y Rose tiene que ser la damisela en peligro, de eso no hay duda. Agitado, se detiene a conversar con el despachador de un puesto de revistas. —Nos hemos llenado de forasteros ¿no le parece? —Son épocas de desempleo. Usted comprenderá. —¿Usted cree que acá mejoraran su situación? —Tal vez. —Deberían regresar por donde vinieron... Están acabando con la uniformidad, Marcin se toca la pelusa que adorna su brillosa calva. Anoche pasó por el palacio amarillo y Rose tampoco se presentó a trabajar. El señor Marcin soñaba con ser una gran estrella y por poco lo logra, pero ahora solo quiere demostrarle a ella que puede brillar tanto como desee. Durante su infancia Marcin habitó, con su padre y sus 7 hermanos, una casona maltrecha en Perú. No el país, sino un poblado al norte de Indiana. El dinero escaseaba, aun así, a Marcin le quedaba algo de tiempo para fantasear con grandes escenarios. Su padre, un inmigrante polaco, quería que su primogénito fuese un hombre útil a la nación que lo había acogido y no un fantoche de vodevil. A pesar de los disgustos del padre, se las arregló para hacerse de un nombre dentro de la cartelera de espectáculos de Perú. Tiene tanto talento como Cole Porter, comentaba la pequeña y fiel audiencia que se estremecía con sus sentidas interpre-


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taciones. Perú era conocido por ser cuna de Porter y el poblado que vio llorar al mismísimo Groucho Marx cuando Marcin compartió escenario con él. Hasta que sobrevino la guerra de Corea y Marcin Wozniak no pudo evitar el llamado de la patria. Regresó convertido en héroe de guerra y sus seguidores lo trataban con abnegado respeto. Sin embargo, los horrores de Corea no desaparecían con simples palabras de aliento. Tampoco las heridas cicatrizaban con ingentes cantidades de bourbon. Algo que creyó heredar de su padre. Para Marcin no había remedio, pero una noche borrosa la tenue voz de Rose caló en lo más profundo de aquel descendiente de polacos. Desde entonces, no dejó de asistir al palacio amarillo en busca de eso que despertaba a su triste alma. Rose, la sublime Rose, se convertía en incómoda confidente cada noche, cuando el bourbon solo no podía arremeter contra las penurias que aplastaban al viejo Wozniak. Míster Marcin nunca se casó. Tuvo que lidiar con el desastre que aconteció luego de la muerte de su padre. Una propiedad hundida en hipotecas y 7 hermanos ingratos que fueron desapareciendo a medida que iban alcanzando la mayoría de edad. Entonar My Way mientras un par de latinas, entradas en carnes y vestidas como colegialas, le daban al pool dancing, era lo que quedaba para un ex combatiente de Corea y ex celebridad del vodevil en Perú. ¿Dónde estaría Rose? No era un secreto que a la joven artista la asediaban miles de pretendientes. Por si fuera poco alguien le habló de Isa, un árabe muy insistente con el que se veía a Rose beber unas copas. Marcin estaba convencido de que una muchacha como ella no tendría ningún interés por alguien inferior, pero Isa poseía una prestancia impecable y es bien sabido que la gente guapa tiende a andar junta.


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Tanta era la congoja del viejo polaco que no recordaba haber pasado por su casa, sacar la vieja colt y seguir a los amantes hasta un motel cerca de la Quinta con North Hood. Irrumpir en la habitación, vaciar la 45. Primero sobre el árabe, después sobre Rose. La sublime Rose. Parado en un cuarto extraño con un arma en la mano, el fuerte olor a pólvora, una pareja hermosa bañada en sangre; eran imágenes sin sentido para Marcin Wozniak. Él solo quería estar con Rose. Uno de estos días la encontraría trabajando en el palacio amarillo, entonces podría contarle acerca del musical que preparaba, en donde ella sería la damisela en peligro.


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Carlos Guerrero Argote

AGUAS TURBIAS

Ramírez se pone tenso, estruja las manos con ansiedad, como si intentara tocarse los huesos, mira a todos lados; nunca ha robado algo tan grande. El Toyota blanco yace como una bestia dormida en el malecón. La noche es tibia, la brisa se introduce por la nariz como una tromba de agua salada. Nadie transita el camino a la playa a las tres de la mañana a menos que tenga alguna emergencia. La policía patrulla más arriba, frente al peñón de Miraflores que mira directamente al Morro Solar. Aquí uno camina bajo su propio riesgo, si le ocurre algo no tiene a quién culpar, a quién acudir, todo intento de recuperar lo perdido es infructuoso. Podría decirse que a las tres de la mañana el malecón que baja a la playa es tierra de nadie. Solo ladrones y drogadictos se aventuran a estas horas. A veces hay grescas; los viejos rencores atizados por el alcohol y la falta de autoridades, un puñal bajo la manga. A veces hay muertos, pero nunca hay culpables. Durante el día se llevan los cuerpos, no hay autopsia, pasan a la morgue como cuerpos NN, se presume que han sido atropellados. Después solo la fosa común o el laboratorio y después…los gusanos, siempre los gusanos. A Ramírez todo le da mala espina. A cada momento me jode con que ha visto a un policía, a un patrullero, a un serenazgo. Él es más viejo que yo por cinco o seis años. Tiene la cara cortada, como todos los maleantes de poca monta, casi no tiene cuello y la panza le cuelga como si una persona habitara dentro de su estómago y estuviera a punto de arrancárselo al ponerse de pie.


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No intento tranquilizarlo. Siempre es así la primera vez. El viejo debe haber crecido robando cosas pequeñas, por eso ahora está cagándose de miedo. Ya aprenderá, como todos aprenden. Después podrá venir solo o acompañado por otra persona. Tal vez aprenda bien y consiga dinero. Tal vez se encuentre frente al cañón de un propietario nervioso y termine en la tumba o peor, lisiado y en una silla de ruedas o tendido sobre el piso de alguna mugrienta calle, viviendo de la caridad, esperando una muerte que no va llegarle pronto. El Toyota no enciende las luces, pero el movimiento es más que evidente. Le indico a Ramírez que no haga ruido y que se vaya acercando. Han de estar muy ocupados allí adentro. El parachoques sube y baja como tarareando una canción que se detiene por momentos y se reanuda con nueva intensidad. Ramírez es bajito y eso es bueno. No lo van a ver llegar si es que por casualidad la ventana del conductor estuviese entreabierta. Después solo agacharse y engarzarle el freno al eje para que el carro no arranque y esperar a que salgan a revisar por qué el carro no arranca. Es sencillo, no se necesita tener siquiera medio dedo de frente, solo un poco de delicadeza al momento de reducir a los ocupantes; pitucos, putas, ejecutivos, funcionarios, hijos de ejecutivos, hijos de funcionarios, extranjeros y ocasionalmente cholos y cholas que no utilizan preservativos. Ramírez se arrodilla y su mentón casi toca el suelo. Una larga vara se tensa entre el eje de la rueda y un tubo pequeño bajo el asiento del copiloto; trabajo terminado.


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El mar es una vista magnífica, frente al Morro las olas golpean el lecho de piedras que se adentra en sus dominios, como un falo gigantesco, en donde se acomodan un restaurante turístico, una peña y bancos de camarones frescos que ya tienen las horas contadas. También se ve la isla de San Lorenzo, lejana, tras una barrera de niebla espumosa, más pequeño aún el Frontón y el estrecho del Boquerón que las une y se ve desde la orilla como un hilillo de baba de algas. Yo entiendo porque los calentones vienen aquí, a la Costa Verde a tirar. Es por el mar. Inmediatamente después de un polvo uno ve las cosas de manera diferente. Ver el mar después de haberse corrido es como ver a Dios. En ese momento, que dura un par de segundos, en los que el sexo ya no importa un carajo, somos testigos de la belleza del mundo. Yo sé que Ramírez no me entiende. El viejo ha vivido tanto que los sentidos se le han podrido por el hambre. No es su culpa el hecho de que sea incapaz de maravillarse por esas cosas. Para él, el cielo debe ser un plato de comida en la tarde y un lugar donde dormir protegido del frío, aunque sea una covacha. Siento algo de lástima por él, por eso lo he traído conmigo esta noche. No es cierto que lo necesite, como él cree. Normalmente yo trabajo solo, escojo un día a la semana diferente del lunes y el domingo, hago mi jugada y gasto el dinero que necesito y guardo el resto en el hueco bajo la escalera. No suelo traer compañía. Solo la primera vez vine acompañado. No es por el dinero. Es por el mar. Me gusta observarlo de madrugada, tan negro, como la


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boca de un animal con las fauces abiertas. Me gusta imaginar que me sumerjo en sus aguas y soy arrastrado por la corriente y dejo de ver la costa y todo es horizonte y nada más. Pero por sobre todo me gusta porque cuando lo veo, consigo salir de mí, de mi vida mediocre, de mis problemas, del recuerdo de mi viejita muerta y del viejo que nunca conocí. Las ondulaciones y el olor a mierda de la sal estancada son narcóticos excelentes, me sacan el miedo; sin eso nunca podría encajar la varilla en el eje del carro y me temblaría el pulso cuando tuviera que encañonar a las víctimas de turno. Ramírez no me conoce lo suficiente como para intentar sacarme conversación. Está en silencio, de vez en cuando se rasca el mentón con ademán aristocrático. No me arrepiento de haberlo traído conmigo. A pesar de todo está en silencio y le estoy muy agradecido por eso. En este instante sería capaz de decirle a Ramírez que volviera conmigo la próxima vez y así, todas las veces que quiera. Siento que se han equivocado con él todas las personas, que detrás de esos ojos marchitos y el semblante feroz hay una buena persona, una que, en otra situación, también habría guardado silencio. Han salido. Solo se distingue al chico, no debe tener más de veinticinco años, lleva el torso desnudo y su piel llena de pecas palidece aún más bajo el brillo tenue de la luna. La mujer se cubre y se lanza de cabeza al carro. Solo sus tobillos quedan visibles. No se resisten. Despacha la billetera, nada de tarjetas, un fajo de dólares americanos y media caja de Camels. Los


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dejamos irse. Ramírez hubiera preferido que la mujer se quedase, pero niego con la cabeza. Aquí no se hace eso. Comienza a clarear mientras contamos el dinero. Quinientos soles. Ramírez se corre con la vista, nunca en toda su vida ha visto tanta plata junta. Separo dos montoncitos; cuatro para mi, uno para él. Es casi un regalo. En mi primera vez no recibí nada, solo la experiencia, pero estuve conforme. A él planeo ahorrarle la mendicancia que le tocaba esta semana. Si es inteligente se la va a comer, si no, se la va a beber. Eso ya no es asunto mío. Caminamos largo trecho. Algunos borrachos duermen cerca de la pista. Los taxis comienzan a bajar a la playa, de camino al Callao o a Magdalena. He ahorrado lo suficiente para comprarme un taxi y dejar de robar. Nunca me han atrapado, no tengo antecedentes penales y aunque acabé la secundaria hace más de diez años, no soy ningún imbécil. Sé que me irá bien. Ramírez murmura algo que no oigo bien. Parece que he olvidado ponerle el seguro a la pistola. Me disculpo, he podido dispararle por casualidad. Sería muy estúpido morirse así, por una bala que no se suponía que debía ser disparada. Se la entrego para que la guarde. La subida de Barranco se me antoja interminable. Es difícil con toda la niebla y el frío dando vueltas alrededor nuestro. En el puente me sacude un calambre. Avanzamos un poco más y nos detenemos frente a la baranda de madera, desde donde se tiene una vista magnífica. Ramírez me apura, pero no le presto atención. Una vez más me ha atrapado el silencioso rugido de las olas.


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Allí adentro dicen que la vida es más feliz. Debe ser cierto o al menos es cierto que debe ser más feliz que aquí, en la tierra. Ay, Ramírez, de verdad siento que no puedas entender tanta belleza. A pesar de que los dos somos unos parias, yo encuentro consuelo en cosas que a ti te parecen estúpidas. Espero que gastes bien tu dinero. Ramírez dispara. Como si el mundo se detuviese, me veo a mí mismo caer sobre el suelo de piedras adoquinadas. Mi cabeza da dos botes antes de quedarse quieta. Un hilo de sangre baja desde mi abdomen, delineando unas pequeñas líneas que atraviesan mis muslos y mis rodillas. Él se agacha y toma el dinero de mi bolsillo. Quedo de cara al océano. Sus pasos se alejan hasta que solo oigo el aire golpeando los ramales de floripondios que me gustaba arrancar cuando era niño. Apenas puedo respirar, pero me las arregló para levantar un poco el pecho y apoyarme sobre el codo. El cielo cae poco a poco, mi sangre hierve como una tetera, me estoy muriendo de verdad. Las olas han dejado de rugir, ahora escucho la voz de mi viejita antes del accidente, me parece ver a un niño llorando frente a un ataúd, a una mujer de satén negro que no sonríe nunca, a un hombre de mirada dura que se aleja sin despedirse. Las luces que trazan el camino hacia el Morro Solar se van apagando una por una. El día nace en el Callao y se arrastra por Magdalena hasta Chorrillos y la Herradura. Miraflores es un punto medio, casi se han apagado todas. Cierro los ojos, sigo pensando en el taxi y en Ramírez. Antes de perder el conocimiento pienso ridículamente que por alguna extraña razón hoy va ser un buen día.


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Mauricio Del Castillo

LA DAMA QUE NUNCA OPTÓ AL DOBLE

U

na decisión terrible. Por supuesto, nunca fue forzada; venía más del interior que del exterior. Hay que ver al hombre salir del cine. Después, a la mujer siguiéndole con un gesto perplejo. Sólo así se entenderá. Cruzaron sus miradas, uno sentado al lado del otro en el cine; ella con incierta nube de tristeza o melancolía, sin ninguna intención al principio; él con una soltura implacable en sus ojos. Al terminar la película abandonaron el cine, uno ligeramente detrás del otro. Cruzaron la calle recién mojada por la lluvia, hasta internarse en un callejón que los conduciría al hotel. La habitación apestaba a sudor y a orines. El tapiz era irreconocible, como si fuera desgarrado por miles de amantes copulando en otras miles de historias. Ofreció asiento a Elsa y una copa de ron que ella rechazó. —¿Nadie la siguió? —preguntó él, de un modo por demás tosco. —No —contestó Elsa en un susurro. Era muy joven, con ojos tan negros como las puntas de un lápiz. Sus contornos eran claros y refinados gracias un maquillaje que le hacía razonable justicia. El pelo castaño caía sobre sus hombros en forma de bucles perfectamente delineados. Su mirada indicaba algo indescifrable. No parecía tener intenciones de matar siquiera a un insecto. Supo que poseía una fragilidad y una inocencia en su forma de vestir y hablar. Era una contradicción que no alcanzaba a comprender. Pero ahí estaba, dispuesta a pagar una buena cantidad de dinero. —¿Cuándo cree terminar el trabajo? —preguntó Elsa, tímidamente.


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—No hable. Yo hago las preguntas —respondió el hombre con aspereza. Elsa no dijo nada. Sus labios rectos temblaron, con la angustia oprimiéndola por todas partes. Ahí estaba él, transformado en otra persona. Su mirada de todos los días: firme y antipática; era como si fuera una marca registrada. Cuando hacían el amor, ella tomaba un baño para quitarse la repugnante esencia de él. No podía entender cómo había entrado a su vida un hombre así. No valía nada toda la fortuna de él en comparación al trato que había sufrido. Por mucho tiempo le había guardado rencor, y ahora se cobraría con la mayor de las bromas. Días antes el psiquiatra le informó el estado mental de su esposo: sus cambios de humor, sus constantes lapsos de pérdida de memoria… Una vez que aceptó este hecho ocurrieron más cosas. Alguien la informó de lo que había visto al seguirlo: los asesinatos, los cobros... Ella pensó que era imposible. Debía tratarse de una alucinación. Él se irguió y se balanceó sobre los talones, sin hacer caso de ella. Se dirigió a la ventana y encendió un cigarro con el humo transportándose en el maloliente ambiente. —Y dígame… ¿a quién debo asesinar? —preguntó con frialdad cuando acabó de mencionar sus honorarios. Elsa lo miró durante un largo rato. Mientras su temor crecía, su confusión parecía hacerla girar en un remolino. Finalmente sacó de su bolso una fotografía y alcanzó a decir: —Mi marido: Julián Fontevilla. ***


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Desde la azotea de un edificio aledaño miraba detenidamente la pulcra oficina de la víctima. Trató de tener contacto con él a través de las recepcionistas, del seguimiento de sus autos o de hacerse pasar como mesero en el club donde solía concurrir. Después de una semana le fue inútil todo intento: el hombre nunca aparecía. Para estos casos debía hacerse todo a control remoto. Llegaría de Nueva York a las diez horas del día de mañana. Lo investigó muy bien, a pesar de contar con una sola foto. Sus negocios nunca fueron legítimos. Un hombre así podía tener muchos enemigos. A todo momento le llegaba el recuerdo de esa mujer: Elsa Fontevilla, una futura viuda casada, efectivamente, con un hijo de puta. Había razones para ello. Al parecer la trataba como excremento recién salido del empaque. La despreciaba, la ponía en total ridículo en fiestas pero, sobre todo, la engañaba con otras. Recordó la pequeña plática en el hotel: —Este matrimonio fue toda una farsa —dijo Elsa, tristemente—. Supongo que fui una ingenua. Siempre escojo a hombres que me hacen daño. Estoy tratando de cambiar las cosas, sabe —y se soltó a llorar, con las lágrimas desprendidas en la cara, hasta caer en la delicada blusa que llevaba. Trató de retirarlas con el dorso de la mano, sin atreverse a mirarlo. Ahora, de vuelta en la azotea, se movió espontáneamente por primera vez, y dejó de mirar la oficina con los prismáticos. Algo no estaba bien. Tenía la sensación de involucrarse en algo concerniente a él y no lo entendía muy bien. Aquella mujer lo hacía desviar la mirada. Era muy atractiva, pero no pudo dejar de notar que tenía otras cualidades, unas cualidades que le resultaron muy familiares. Ella emanaba una sensación que lo hacía ceder poco a poco.


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A pesar de tener esta profesión, algo parecía ablandarlo. ¿Se debía a esos extraños lapsos de tiempo en el que no recordaba nada? ¿Podía ser ella la causante de este cambio? Podía ser… Programó el detonador a las diez. Supo que debía verla antes. *** Manejó sobre el sendero que lo llevaría a la mansión, tratando de mirar a través de la espesa niebla. Había rotó dos de sus códigos al hacer esto, pero esa extraña sensación aún lo invadía. Sin embargo, no le desagradaba en lo más mínimo, sino que lo alentaba a seguir a pesar de no haber acabado todavía con el trabajo. El conjunto de árboles se elevaba cada vez más hasta que un improvisto acantilado apareció. Desde ahí pudo observar la mansión, medio kilómetro más abajo, rodeada por pequeñas colinas y libre de niebla. Se estacionó cerca del enrejado de la propiedad, y desde ahí habló por celular: —Estoy afuera, señora Fontevilla… —¿Qué hace aquí? ¿Cómo supo dónde vivía? —No lo sé —dijo, con una vacilante voz que nunca empleaba—. Sólo ábrame. —Le dije que le daría el resto una vez que lo matara. —Mañana sabrá que cumplí mi parte. —¿Qué quiere? —Pues… Es muy difícil de explicar… yo… —Ahora bajo.


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Elsa salió al jardín y abrió el enrejado. No había ningún guardia de seguridad, por lo que el asesino salió de las sombras y fue a su encuentro. —Pues ya, hable. No tenía idea de cómo abordar el tema. Sus manos inquietas no encontraban un lugar donde quedarse. —Me he involucrado más de lo debido —dijo él—. No sé qué sucede conmigo. Lo supe desde que te vi en el hotel. Ella jadeó. —Está loco. ¡Haga su trabajo! De repente él se acercó todavía más, hasta que Elsa sintió su aliento. La tomó de la cintura, tan quedo como podía hacerlo él, y tan tosco como podía permitírselo ella. —No… —susurró Elsa, blandamente. Se liberó—. No… No compliques las cosas, por favor. Él asintió de mala gana. —¿Por qué me escogiste a mí, entonces? —Tenía que verte con mis propios ojos. —¿De qué hablas? —No lo entiendes. Nunca lo entenderás. Él siempre me buscará. —No. Déjalo… Ven conmigo. —La tomó de la mano. —Si pudieras comprender… Hubo un forcejeo que los llevó a caer al suelo. Ella levantó un guijarro del jardín y lo descargó con fuerza sobre su cabeza. La oscuridad se cerró sobre él. Elsa llamó a los sirvientes para que la ayudaran a llevarlo hasta la regadera del baño. Encontró en su sacó la falsa fotografía y la rompió en pedazos que fueron a dar al cesto. En el umbral del cuarto Elsa miró el rostro dormido del


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asesino. Si lo despertaba, entonces su esposo surgiría con otras intenciones. Reprimió un sollozo y se dirigió a su cuarto. Cuando él despertó a la mañana siguiente la habitación daba vueltas. No recordó nada de anoche: su mente había dado otro brusco giro de 180 grados. Tenía la boca pastosa y el cuerpo algo entumecido. Midió el tiempo al pasar la mano sobre su barba de una semana. Una barba irreconocible y un rostro irreconocible. «Carajo —le dijo al espejo— Qué mal me veo.» Tomó una ducha y se afeitó. Julián vivía en un lujoso apartamento del centro, sólo hasta que se arreglarán los papeles de divorcio. Lo que no comprendía era por qué había despertado ahí. A ella ya no le importaba nada de él, ni siquiera su desorden mental. Había pasado una semana de la cual no recordaba absolutamente nada. Se puso un traje nuevo, bebió un vaso de whiskey y subió al auto. —Buenos días, señor Fontevilla —dijo el chofer. Julián no contestó. Se contrajo en una mueca descompuesta. Pasado unos minutos de trayecto, abrió los ojos y el destello de la mañana lo estremeció. —Luce cansado, señor. Si me permite decirlo. —No te permito. Cállate y limítate a conducir. El auto paró en el corporativo. Fontevilla salió apurado y con la cara recién restregada por sus manos. —¿Lo espero, señor? —preguntó el chofer. —No —gruñó él—. Pediré que me lleven a mi hotel. Y una recomendación, estúpido: métete en tus propios asuntos.


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No contestó a los saludos dentro del corporativo. Llegó a su despacho y se sumió inmediatamente en su trabajo. Su secretaria le preguntó acerca de su viaje a Nueva York, pero él eludió el tema, sin saber a qué se refería. Pidió que no pasara llamadas y que no lo interrumpieran. Sonaron las diez en punto en todos los relojes. La sorpresiva detonación hizo vibrar el lugar. Un gran trozo de cristal atravesó su cuerpo. La afilada punta emergía por su espalda, justo en medio de sus pulmones. Llevaba su firma —la del otro—, pero eso nunca llegó a saberlo. Era una extraña ausencia que no debió entregar a un desdoblamiento de su personalidad.


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Adriana Baldessari

CON LA MISMA RATA

A

na bajó corriendo, como todas las mañanas, los tres tramos de la escalera que la llevarían al colmado andén de la estación Acoyte de la línea A. No le extrañó ver el cartel celeste que anunciaba Con Demora, y ni se molestó en tomar el papel que automáticamente la empleada de Metrovías le alcanzaba para justificar el retraso. Tenía una colección. Al principio le escribía una carta al jefe de personal adjuntando el certificado, pero cuando vio que en la fichada del mes, siempre aparecía tarde, dejó de cumplir con ese burocrático requisito. Tras girar el molinete comenzó a abrirse paso por entre el gentío hasta llegar a la punta del andén. No podía viajar en otro vagón que no fuera el primero: allí fantaseaba que era ella la que manejaba en tiempo y forma. Odiaba cuando se retrasaban ociosamente, en cada estación, gestando un paro como el que iban a parir en las próximas horas. Ya eran las 8 y 35. ¿Cómo fichar a las nueve en el trabajo? Durante el viaje decidiría si hacía la combinación en Lima y bajaba en Lavalle o seguía hasta Perú y caminaba por Florida mirando el cielo que ya habría cambiado nueve horas después. El chirrido del subte sacó a Ana de sus pensamientos. Por los altoparlantes cree escuchar la música de Carrozas de Fuego: en cámara lenta se acerca una formación completamente vacía. Aleluya. Hoy viajará sentada, como un pasajero, sin codos en la espalda, sin empujones, sin hombres en el sitio de las embarazadas haciéndose los dormidos. Ana relacionó este milagro, mientras se asomaba por la ventanilla, con otro sucedido la tarde anterior. Se había encontrado con Alejandro, aquel primer amor, él todavía


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soltero y ella ahora separada. Le sorprendió la palidez de su rostro, sus ojos negros que entrecerraba como si la luz del día lo encandilara, pero aparte de esos detalles y considerando que hacía treinta años que no se veían la conversación había fluido naturalmente. El tema fue el que los había unido durante más de un lustro: la pasión por el cine. Rememoraron los ciclos de Leloir, Fellini, Bergman, Pasolini, Lelouch, Truffaut, De Sica, que alguna vez vieran en el Lorca, el Lorrarine, el Losuar, empezando por Zorba el Griego en el cine Arte, con diecisiete años entonces y el temor de que le pidieran el documento. La charla giró envolvente como un rollo de celuloide que se cortó de forma abrupta cuando Ana lo invitó al cine. Alejandro, nervioso y cortante le dijo que la íntima y mágica oscuridad del cinematógrafo había quedado archivada para siempre con los más de 2700 programas de las películas que habían visto, disfrutado y analizado juntos, a veces hasta el amanecer, en el Bar de La Paz. La voz inentendible de la locutora de Metrovías informa que los vagones detenidos en la estación Perú no transportan pasajeros y que el viaje terminará en Piedras. La protesta de los usados usuarios trae de regreso a Ana que se sobresalta al ver que su vagón, sobrepasó varios metros el andén y que el maquinista no puede avanzar ni retroceder. Temerosa de los túneles que supone llenos de roedores, recuerda cuando, con la impiedad de los veinte años, desgarró el corazón de Alejandro y él tan sólo pudo decirle —¡Sos una rata! Aún atrapada en esa amarga imagen, Ana ve que el maquinista sale de su caja de madera, abre la puerta y un operario con casco amarillo coloca una escalera para que puedan


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bajar a las vías. Lo siguen entre toses nerviosas, torceduras de tacos, maldiciones y lloriqueos. De pronto el empleado de Metrovías, por hartazgo o por compasión, se da vuelta para calmarlos. Ana se paraliza. El hombre es Alejandro, que la observa desde la seguridad de la penumbra. Luego, mira a los demás y en un tono que quiere ser jocoso les advierte: —Ojo por donde caminan, porque así como me ven, yo soy el único hombre que en la vida tropezó dos veces con la misma rata. Todos ríen al ver cercana la luz del andén de Piedras. Ana llora en la oscuridad.


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Carlos Ardohain

BARRO ERES

1.

L

o descubrió una mañana de manera absolutamente casual. Estaba sentado en el inodoro, y cuando se incorporó un poco para limpiarse se le cayó el reloj dentro de la taza. Fue más grande la sorpresa que el disgusto, de modo que casi no tuvo reacción, se asomó en silencio y miró hacia abajo. La imagen era extraña: tres cilindros alargados de color marrón oscuro semisumergidos en el agua y atravesándolos en diagonal el reloj con su cuadrante plateado marcando impávido el paso del tiempo. En ese momento suspiró largamente y enseguida inhaló porque tuvo la sensación de quedarse sin aire, y entonces sucedió. Lo primero fue un hedor intenso, el conocido y familiar de tan repudiado, pero después, atrás, debajo, pudo discernir en principio los aromas de los alimentos consumidos la noche anterior, y a partir de ahí fue invadido por una cascada de evocaciones, una infinidad de imágenes que lo obligaron a cerrar los ojos y le produjeron un vértigo similar a la sensación de estar cayendo de gran altura, el olor del jardín de la casa de su infancia, el aroma al papel recién surcado por la tinta de los cuadernos escolares, la fragancia del pasto cortado en los parques en los que jugaba de niño, el perfume que usaba su primera novia y que él descubrió al rozar su cuello bailando, la incipiente descomposición flotando en el aire alrededor del cuerpo de su madre muerta, el olor primordial del océano que quedaba adherido a su piel al salir del agua… pero había más; una suerte de sinestesia que lo hacía sentir nuevamente emociones ya vividas, el intenso


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hormigueo que sintió en el abdomen antes de acostarse por primera vez con una mujer, la opresión que se le instaló en el pecho después de la muerte de su hermano y que le dificultaba respirar, la desazón de los días negros en los que no le encontraba sentido a vivir, la cualidad diáfana que sintió en el aire en el momento del nacimiento de su hijo. Todo esto fue una ráfaga simultánea, inmediata, profunda, que duró lo que una inspiración. Abrió los ojos, el reloj seguía ahí, las agujas casi en la misma posición, habían pasado apenas unos segundos. Se levantó, fue a la cocina a buscar unas pinzas de hielo y utilizándolas como instrumento extrajo el reloj del depósito. Lo lavó con detenimiento y recién después apretó el botón. Le quedó en la cabeza un mareo, un desajuste de la percepción. Si relato todo esto no es por hacer uso de mis atribuciones o prerrogativas de narrador, sino porque lo sé, porque él, Rafael, me lo contó una noche impelido por el peso de una angustia cada vez más definitiva. Pero eso fue mucho después, cuando ya las características de su nuevo don se le hacían insoportables. Aquella vez cuando salió del baño pensaba, entre las brumas de su aturdimiento, que había tenido una epifanía. Pero también sintió un ramalazo de miedo, ¿y si lo que había pasado no era algo excepcional, si a partir de entonces eso volviera a repetirse siempre? No sabía qué pensar, por un lado parecía una especie de videncia, una facultad nueva, por el otro era como una broma macabra, un truco de adivino falso, un número de feria de aberraciones.


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Al día siguiente decidió hacer una prueba, después de evacuar se limpió cuidadosamente y se agachó para ver, mejor dicho para oler qué pasaba. Sus temores se confirmaron, volvió a suceder. Pero esta vez fue un poco diferente, además de las sensaciones que le provocaba el olor vio imágenes al cerrar los ojos, imágenes de su pasado pero también cosas que no había vivido o no recordaba, fragmentadas, como flashes en la oscuridad, pero muy claramente imágenes de su vida. Se levantó rápido, se lavó las manos y la cara y apretó el botón, el sonido de la succión del agua le produjo la sensación de una pérdida. Rafael era una persona tranquila, estaba separado y tenía un hijo adolescente, un trabajo de años en un banco del centro, le gustaba el cine y leer, y salía con una mujer, Sandra, que no llegaba a ser una novia pero con la que se llevaba bien. Sin embargo se sentía un poco solo. Ella le había propuesto que se fueran a vivir juntos, sin embargo a pesar de que se querían y se entendían, para Rafael la relación no llegaba a ser lo intensa ni lo profunda que él necesitaba o quería o esperaba. Cuando me llamó para contarme lo que le pasaba estaba muy desmejorado, irritable, ansioso. Tomamos unas cervezas en un bar que nos gustaba y en el que a veces nos juntábamos a charlar. Había empezado a ir a un psiquiatra después de mantener durante un tiempo en secreto esta peculiaridad, esto que le pasaba, y el psiquiatra lo estaba medicando. Yo me sorprendí mucho con lo que me decía, no supe si creerle o pensar que era una alucinación, un pequeño brote de algún trastorno psíquico.


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Después de esas experiencias en su casa le sucedió lo mismo en su trabajo, en un momento fue al baño y ni bien entró comprendió dos cosas: que quien había estado antes no había desagotado el inodoro y que esa degustación perceptiva no le pasaba solamente con su mierda sino también con la ajena. Supo que esa persona se había acostado con la gerenta de área en procura de favores, supo que ese hombre había robado, supo que tenía cáncer y lo ignoraba. Salió del baño apresuradamente y pensó que se volvería loco, ¿qué le estaba pasando? El resto del día estuvo abstraído, casi no habló con nadie, no podía dejar de pensar en eso. Más tarde fue a cenar a la casa de Sandra, estaba decidido a probar su don con ella si tenía oportunidad. No le fue posible hacerlo esa noche, pero tuvo que sortear como pudo las insistentes preguntas de ella sobre su errática atención, lo encontraba muy extraño, desconocido, y no paraba de preguntarle qué le pasaba y por qué no quería contarle, compartir con ella lo que fuera que lo tenía tan preocupado. Hay que decir que Sandra era generosa, siempre estaba interesada en lo que les sucedía a los demás y trataba de ayudarlos de la manera que pudiera o estuviera a su alcance. Aparte de eso era muy discreta, y esta cualidad en especial le gustaba a Rafael, le hacía bien estar con ella, pero a la vez también había un matiz en estas virtudes que le incomodaba, como si todo el tiempo debiera estar en disposición de ser ayudado, de ser escuchado, comprendido, contenido. A veces eso le demandaba un esfuerzo emocional que no tenía ganas de hacer, y ahí la relación hacía agua, se iba al carajo. Esa noche estuvo a punto de contarle todo pero no lo hizo. Primero tenía que conocer su mierda.


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2. Le puso nombre a su nueva habilidad: coprognosis. Sonaba bien, aunque parecía un diagnóstico, el nombre de una enfermedad. También podía ser coprognición, o tal vez ambos nombres alternados, como dos facetas de lo mismo. Era estúpido pero eso lo tranquilizaba, si lo podía nombrar era como si lo empezara a entender. Circunscribirlo en una palabra parecía disminuir su importancia. Lo que le interesaba ahora, además de comprender por qué le sucedía eso, era la mierda de Sandra. Quería saber qué le provocaba. Quería mirar a través del ojo de su culo. Había leído en algún lado que los egipcios trataban la histeria haciendo oler a las mujeres excrementos de cocodrilo. Tal vez lo que a él le pasaba con los desechos humanos era una suerte de efecto invertido. Mientras tanto trataba de seguir con su vida lo mejor que podía. Decidió no utilizar más el baño en su trabajo, no quería ejercer su coprognosis con individuos cuyas miserias eran tan afines a las suyas. Cierta vez alguien soltó un pedo en el ascensor y él supo inmediatamente que había salido del cuerpo de la mujer que tenía al lado, y supo que engañaba a su marido, que no tenía hijos y que iba a morir el año siguiente atropellada por un automóvil. Esto le corroboró, además de asustarlo más, que podía ver algunos hechos del futuro de las personas oliendo su deposición o sus emanaciones. Esa noche que hablamos, él percibió que yo no le creía y me ofreció (¿o amenazó?) hacerlo conmigo para probarlo, pero yo lo deseché inmediatamente y le aseguré que podía


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confiar en mí, que haría un esfuerzo por entenderlo y creerle. Estaba ojeroso y demacrado, desde que descubrió su anomalía sufría de insomnio y taquicardia. La necesidad de conocer el mundo interior (así lo llamó él) de Sandra se le hizo una obsesión, una cuestión perentoria. Buscó de varias formas la ocasión hasta que un día por fin lo consiguió. De lo que no me habló, y esto me pareció una reserva razonable, es de lo que le había seguido pasando con su mierda, cuántas cosas suyas supo que no conocía, cuánto de su futuro llegó a ver y cuáles de esas visiones eran decepcionantes. Así que empezó el asedio al momento más íntimo de Sandra. Sabía que ella era muy remilgada con estas cuestiones, y que además las mujeres no son muy sueltas de cuerpo con esa función fisiológica. Un par de veces entró al baño inmediatamente después de que ella saliera, pero ella usaba un aromatizador de ambientes, de manera que nada. Además no era regular con sus horarios, le era muy difícil saber cuándo sería el momento. A esta cacería le tenía que sumar el esfuerzo por no demostrar ese interés tan peculiar, una energía extra para su sistema nervioso tan exigido. Pero un día Sandra fue al baño y él se dio cuenta de que era el momento, le pidió desde afuera permiso para entrar porque se meaba, ella le dijo que no podía, que estaba haciendo caca y le daba vergüenza, el insistió, rogó, sobreactuó hasta que ella cedió, entonces él entró en el baño y se sentó en el bidet al lado de ella que con sus manos se cubría la cara. Se sentó y aprovechando que ella no lo veía cerró los ojos y aspiró profundamente y con lentitud. Lo primero que sintió fue una emoción muy honda, que era de ella, y supo que a pesar


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del pudor, ese momento era de una gran entrega de ella hacia él, y lo vivía como una intimidad compartida muy carnal, enseguida vio a Sandra de ocho años a punto de ahogarse en la playa de Mar del Plata, la vio perdida en la montaña en su viaje de egresados antes de ser rescatada por una patrulla, la vio muerta de miedo con su primer novio en la cama y después feliz, la vio durmiendo en una bolsa de dormir en un aula de la facultad tomada, vio, volvió a ver la forma en que lo miró la noche que se conocieron en la fiesta de Analía, su mejor amiga, se vio a él mismo con ella en la cama la primera vez que se acostaron y la vio llorando sola en el sofá después de una de sus peleas, vio su dolor por verlo tan raro los días anteriores a éste, la vio sentada en el inodoro con las manos en la cara y él al lado sentado en el bidet, la vio llorando en la calle mientras él le gritaba un día de la semana siguiente, se vio discutiendo muy fuerte con ella, muy violento y desencajado, empujándola y la vio caer, golpearse la cabeza y quedar tendida inmóvil en el piso. Abrió los ojos y reprimió el grito tapándose la boca con la mano, estaba empapado de sudor, agitado, se paró rápido y se puso a enjuagar el bidet, en ese momento Sandra, todavía con la cara la tapada, le pedía que se fuera de una vez. Se secó las manos y salió del baño. Fue al balcón a tomar aire, estaba desconcertado, asustado, ¿qué había visto? ¿La había matado? ¿La iba a matar? ¿Qué locura era esa? Cuando Sandra salió del baño él buscó una excusa, le dijo que se sentía mal, que se había descompuesto, y en cuanto pudo se fue a su casa. Necesitaba estar solo, necesitaba pensar. Una cuestión que tenía que aclarar era si los hechos


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que veía y aún no habían sucedido eran cosas que pasarían en el futuro o se trataba de miedos, proyecciones, deseos inconscientes, posibles consecuencias de los actos presentes que el cerebro combinaba y establecía como resultado de esa combinatoria, la mente humana podía hacer cosas así. En el caso de Sandra saber eso era crucial. Ahí fue cuando decidió acudir a un psiquiatra. Consiguió el número de teléfono de uno muy recomendado y le pidió una entrevista.

3. Había empezado a tomar pastillas para evadir el insomnio, no eran muy eficaces pero le bajaban un poco la ansiedad, aunque durante el día le provocaban un continuo estado de sopor. Lo único que lo calmaba y lo sacaba de esa especie de obsesión era el tiempo que pasaba con su hijo los fines de semana. En esas horas se olvidaba de todo y se entregaba a disfrutar de su compañía, iban al cine, jugaban a la pelota en la plaza, comían hamburguesas viendo la tele. La frescura de Martín lo renovaba y le quitaba peso a la vida. Eran las únicas ocasiones en que se reía como antes. Se cuidó muy bien de no probar con él su extraña particularidad. Fue a la sesión con el psiquiatra. Le cayó bien su aspecto, era de mediana edad y tenía una mirada muy atenta sin llegar a ser escrutadora, parecía inteligente y se notaba que sabía escuchar. Le costó empezar pero le contó todo lo que le pasaba, lo que le venía pasando, la angustia que sentía, que tenía su origen un poco en no saber por qué le sucedía eso, a qué se debía, y otro poco en no poder manejar lo que se le revelaba cuando tenía la experiencia, era demasiado profundo, demasiado secreto y personal para procesarlo como a


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las experiencias habituales. Era entrar en un mundo desconocido, con reglas distintas, cargado de misterios y visiones insospechadas. Terminaron la sesión, el psiquiatra le dijo que estaba haciendo un síntoma, posiblemente por estrés emocional o físico, que era algo así como una alteración neurótica que podía tener raíces profundas, y que esas raíces había que descubrirlas a lo largo de las entrevistas, mientras tanto le recetó ansiolíticos para tomar a diario y le recomendó distracción y tranquilidad. No se fue muy conforme, esperaba más, algo que volcara luz sobre su estado, pero también reconocía que la ansiedad lo estaba matando, de modo que compró el medicamento y empezó a tomarlo ese mismo día. El insomnio siguió, la angustia siguió y lo corroía por dentro el temor de que lo que había visto en el baño de Sandra fuera una visión, una profecía, lo que menos quería era hacerle daño, lastimarla. Tenía que controlarse y tenía que evitar que eso que vio sucediera de verdad. Me confesó que había pensado en suicidarse para eliminar el riesgo de matar a Sandra, pero no le podía hacer eso a Martín, su hijo, estaba atrapado, se sentía a merced de las circunstancias. Por otra parte no sabía de dónde habían salido esas escenas, él no era un tipo violento, todo lo contrario, solo lo podía explicar por el desequilibrio que le causaba su nuevo poder, ese sexto sentido. Incluso trató de verlo desde el lado positivo, amigarse con esa diferencia, pero no podía, le resultaba demasiado monstruoso. Trató de contárselo a Sandra, pero tampoco pudo, no tuvo el valor.


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Un sueño de esos días: delante de él una mano gigante con el dedo índice apuntándolo, la punta del dedo embadurnada de mierda. La actitud de la mano era dual, por un lado mostrarle la mierda en la punta del dedo, y por la otra señalarlo con esa mierda, como si quisiera tocarlo con ella. Llegó a sentirle olor a la palabra cuando la leía o alguien la pronunciaba, lo andaba merodeando la locura. Estaba harto de comportarse como un mono al que le hubiera sido concedido el don de la clarividencia para ejercitarlo oliendo sus excrementos y conocer algunas vicisitudes del futuro del hombre que ese mono alguna vez sería y viera en ellas las acciones anticipadas del mono que ese hombre indefectiblemente, alguna vez, volvería a ser. Después de ese encuentro no volvimos a vernos, pero le brindé mi apoyo, le pedí que me tuviera al tanto de cualquier cosa y me llamara por teléfono todas las veces que quisiera, así me fui enterando de su evolución paso a paso. Me llamaba a menudo, a cualquier hora del día o la noche, me decía que le hacía bien contarme, ya que además del psiquiatra la única persona que conocía su secreto era yo. A mí me agobiaba un poco, pero aun así quería ayudarlo, y la única manera que tenía a mi alcance era escucharlo, tratar de entenderlo y apuntalarlo para que no se desbarrancara. Sandra estuvo más cerca de él que nunca en ese período, a pesar de no entender a qué se debía su conducta, su inestabilidad, su alteración, lo acompañó sin pausa y sin hostigarlo. Siguió yendo al psiquiatra y en una de las sesiones éste le hizo una recomendación: que escribiera lo que le estaba pasando como si le ocurriera a otra persona, le comentó que la práctica de la escritura había resultado positiva en casos de


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Cuentos

depresiones severas, que ayudaba a ver con mayor claridad los núcleos de conflicto internos y al objetivarlos se podía manejar mejor lo que parecía tan inalcanzable, tan inaccesible. Al principio desestimó el consejo pero después lo pensó mejor y decidió probar, tal vez eso haría disminuir la angustia y le permitiría manejar mejor sus emociones. Y hoy por fin, después de un período prolongado de silencio que me inquietó bastante, recibí un mensaje de correo electrónico de Rafael; traía como archivo adjunto este texto sorprendente en el que cuenta su historia, en el que estoy también yo y a la vez no, en el que de algún modo usurpa mi voz para poder hablar de él, en el que describe su travesía por esa experiencia tan deforme. Este texto en el que al final vislumbra una redención a través de la escritura, un final que es al mismo tiempo un comienzo. Y me alegré y me alivié mucho, por él y también por mí, ya que a partir de ahora iba a poder descansar de su constante demanda, de no poder ayudarlo de manera concreta y sin embargo padecer con él su angustia a fuerza de conocerla tan en detalle. Las últimas líneas reflejan un cambio algo brusco de voz narrativa, pero también trasuntan un cierto alivio, una nueva, diferente disposición de ánimo: Y entonces me sumergí en el desafío de escribir, de tratar de contar estos extraños hechos y las peculiares circunstancias en las que sucedieron. Adopté otra voz, me bifurqué para sustraerme de mi condena y me afané buscando en la página blanca el camino para dejar atrás al mono, para


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Cuentos

encontrar la forma de cerrar ese agujero a lo desconocido que se había abierto en mí y por el cual estaba cayendo en un mundo abominable que me enajenaba. En plan de contar también le confié todo el asunto a Sandra, lo hice una noche en la que no aguantaba más, me escuchó sorprendida primero, después aterrada y por fin me abrazó y se puso a llorar en silencio, estuvo así mucho rato. Contárselo me produjo un gran alivio. Poco a poco fue surgiendo una situación nueva en la que ya no estaba mi mal, a medida que avanzaba en el relato crecía la distancia entre mi yo y sus pesadillas, parecía que al poner por escrito estos sucesos se iba produciendo un desplazamiento desde la realidad hacia el texto. Atravesé varios estados en el trayecto que hice para volver a mí, para dejar atrás ese descenso a comportamientos atávicos de mamífero primitivo, fui notando que las experiencias se hacían más esporádicas y eran menos intensas. De ese proceso me quedaron muchas preguntas sin responder, muchas cosas que no entendí ni entiendo. Una de ellas (y no la menor), era una suerte de siniestro dolor que sentía al ir perdiendo esa capacidad monstruosa, como si eso hubiera pasado a ser una genuina parte mía, pero yo tenía puesto el foco en que se cerrara de una vez por todas esa hendidura al horror. No estoy seguro de que se haya cerrado del todo, no tengo certeza de que lo haya hecho para siempre, y posiblemente viva de acá en más con esa amenaza inmanente dentro de mí. Pero hoy puedo decir que no he muerto, y Sandra tampoco.


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Lista de la compra (I) Silencio. Una mano amplia y cálida sobre mi espalda. Un paseo sin reloj. La carcajada de un bebé en un vagón de Metro atestado de frustraciones. Cualquier animal cruzándose conmigo por la calle. Los cielos de Barry Lyndon. El póker con trampas mal hechas. Los ojos claroscuros. Los ojos. La palabra "tibio". Las velas porque sí. Chocolate derritiéndose en mi boca. La textura de cualquiera de esos animales con los que me cruzo. "True Faith" de New Order. La belleza apocalíptica del Juan Carlos I. Pasear. Pasear. "Bittersweet symphony" de The Verve. Una bola larga de billar a mi tronera de siempre. La mirada limpia de Sansón. El revés delictivo de Renton. MÚSICA. Cosquillas. Miles de ellas. La primera fase de la embriaguez. La silueta inconfundible de mis amigos. Sus voces. Un dibujo de horas bien resuelto. Las agujetas tras el largo enésimo en una piscina solitaria. Agua. Siempre agua. La sintaxis que esquiva estupideces. Hablar a oscuras. Un olor limpio a sol tendido. Un rayo haciendo jirones la noche. Las páginas 160 y 161 de Big Sur de Kerouac. La Castellana vacía. La poesía infinita de HAL. Plutón. Lambrusco fresco. Las páginas 178, 179 y 180 del mismo libro de Kerouac. El tacto del musgo. Su enorme pequeñez. Un beso lento y diluviante. La oscilación ingrávida de ese beso. Un encuentro esperadamente inesperado. Atreverse. Sonreir..

............cuarto y mitad de todo, por favor..

AnaCrónica


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Literatura

Ensayos murmurados, de Arturo Carrera Mansalva, 160 págs. En 1972, cuando se publicó el primer poemario de Arturo Carrera, Escrito con un nictógrafo, su autor, de 24 años ya presentaba en aquellas míticos poemas, algunas de sus obsesiones: una preocupación experimental por el ritmo, la plasticidad de las sensaciones, y por sobre todo: el recuerdo creativo del pasado como fuente inagotable –e indecible- de la poesía. Ya desde entonces, figuraban los trazos fundacionales de su mitología personal que supo desarrollar y consolidar a lo largo de cuatro décadas. Con una veintena de títulos significativos para la poesía argentina como resultan ser hoy: Oro (1975), Arturo y yo (1983), Children´s corner (1989), El vespertillo de las Parcas (1997), Tratado de las sensaciones (2001), Potlatch (2004) o Las cuatro estaciones (2006), Carrera se ha convertido en una de las voces más respetadas de Latinoamérica. Ha gestado un proyecto poético de múltiples direcciones cuyo resultado consiste en invertir el sentido tradicional de la poesía, abriendo un nuevo espacio de subjetividad poética. Una pulsión epifánica, donde lo cotidiano y sublime conviven sin discordias, entre el destino y el azar. Lo mismo ocurre con su narrativa, siempre permeable a sus preocupaciones estéticas. Ensayos murmurados (Mansalva), es su segundo libro en prosa, y un texto donde convergen sus inquietudes sobre temas tan heterogéneos como el singular interés por los aportes formales de Francoise Ponge e Yves Bonnefoy, su mirada personal acerca de la poesía “neobarroca”, la ambigua relación existente de las modas con la poesía; entre otras apreciaciones –como las cartas inéditas de un jovencísimo César Aira. Sin resultar programático ni académico, Carrera elaboró un libro de ensayos cuya escritura interrogativa, además de tematizar sobre las distintas percepciones y alcances de la poesía, a su vez, permite entretejer una suerte de autobiografía. El retrato de una vida atravesada por los murmullos del mundo, sus tenues rumores que, por lo general, se presentan desligados de cualquier contexto social, ideológico y que en definitiva, constituyen su voz impoluta, poniendo en evidencia una experiencia verbal única. Augusto Munaro


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Música

El evangelio musical del Sr. Tow Luca Prodan siempre fue un outsider por naturaleza. Su vida entera fue la de un verdadero personaje, comenzando desde su nacimiento: su madre rompió fuentes en el palco mientras asistía a una actuación de Opera en Roma Creció en la Italia de finales del los años ´50 en el seno de una familia medianamente acaudalada de post guerra. Asistió en Escocia a Gordonstoun, el mismo colegio al que asistía el Principe Carlos de Inglaterra, a quien según cuenta la leyenda, golpeó en público causando un incidente escandaloso para los directores de la institución. Vivió su adolescencia en Londres, donde tocaba solo con su guitarra en pubs, se nutrió de la nueva ola de música psicodélica y de rock sinfónico presenciando shows de Syd Barret & Pink Floyd, Peter Hammill y otros. Fue así que se inspiró en músicos como David Bowie, Leonard Cohen, Jim Morrison y Bob Dylan para formar su primera banda a fines de los ´70. También se inició rápidamente en la heroína —muy de moda en esos tiempos—, de la cual abusó durante largo tiempo llevándolo a internarse casi al borde de la muerte por un coma hepático. Casi como un presagio, fue internado solo unos días antes de que su

propia hermana, Claudia, fuera encontrada muerta por sobredosis junto a su novio en un auto. A partir de ese momento Luca decidió dejar la heroína. Quiso volver a Italia, pero al ser desertor del servicio militar debió pasar unos meses en la cárcel. Tiempo después, vendría a la Argentina. Invitado por un amigo y ex compañero de su escuela en Escocia, Timmy Mc Kern, con el tiempo formaría su banda argentina: Sumo. Poco tiempo pasó antes de comenzar a ser notado por el público. No sólo por su acento cocoliche al hablar el español que aprendió enteramente aquí, sino también porque cantaba en inglés en plena Guerra de Malvinas. Una noche, en el “Stud Pub” de avenida del Libertador, salió a cantar ante un público básicamente cheto con un colador en la cabeza. Le dijeron algo y respondió en su cocoliche: “Sí, yo canto en inglés, pero soy italiano, men, y

¿quieren que les diga? Las Malvinas son italianas. ¿Saben por qué tengo un colador en la cabeza? Porque los italianos van a bombardear, pero con fideos”. Se hizo conocido por ser un tipo frontal, sin tapujos y con una jerga lirica callejera que ni los mismos músicos argentinos habían podido trasladar a sus canciones. También fue el primero en grabar una producción independiente de las discograficas de la época. Solía reírse de los músicos argentinos que eran considerados populares a principios de los años´80. Decía de Fito Páez que era “el hijo de Charly García y Nito Mestre”, se burlaba de los peinados de Cerati y aseguraba que “lo de Spinetta no es rock”. En un festival, donde SUMO tocaba antes de la banda principal —que era “Riff”—, Luca subió a escenario con una peluca rastafari y una careta, se paró ante una multitud enardecida que coreaba "¡Y dale Pappo, dale dale Pappo!" y se quitó el disfraz revelando su brillante pelada ante decenas de pelilargos metaleros. La multitud quedo muda, como en shock. Aprovechando el momentum, Luca tomó el micrófono y vociferó: “¿Que Pappo ni que Pappo!?! ¡Es más, le juego una carrera tomando ginebra hasta Rosario, cuando él quiera!”, demostrando así que era un tipo que “se bancaba la parada”, que no se dejaba intimidar por nada ni nadie. Así vivió su vida, llevándose todo por delante, incluso a sí mismo. Su muerte se dio días antes de cobrar una gran suma por derechos de autor en SADAIC, con el que planeaba irse a vivir nuevamente a las sierras de Córdoba para rehabilitarse.


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Iglesia de Santa Sofía

L

a Iglesia de Santa Sofía, ubicada en Estambul (históricamente, Constantinopla), fue construida —en su forma presente— entre los años 532 y 537 d.C. durante el mandato del emperador Justiniano I. Fue la catedral por excelencia —la más grande y sofisticada— por casi mil años, hasta que en 1520 la Catedral de Sevilla fue completada. Luego de la caída de Constantinopla, ya en poder de los otomanos, se transformó en una mezquita desde 1453 hasta 1934. Desde 1935 funciona como museo abierto a todas las razas y credos. Sus arquitectos, Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, cubrieron el edificio, de planta casi cuadrada, con una cúpula central sobre pechinas. Ésta reposa sobre cuatro arcos, sostenidos a su vez por cuatro columnas. Dos semicúpulas hacen de contrafuerte de la cúpula central y los muros abiertos están asegurados por contrafuertes. En su decoración cuenta con unos bellos mosaicos bizantinos. Se la considera la apoteosis de la construcción bizantina, habiendo cambiado la historia de la arquitectura mundial.


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Su arquitectura es eminentemente espacial, aunque el efecto exterior ha sido significativamente modificado por los otomanos, que lo enriquecieron con minaretes, espolones y grandes contrafuertes. La idea del edificio fue el que la gran cúpula que se iba a construir se sostuviera merced a cuatro arcos reforzados, mediante contrafuertes y semicúpulas que desviaran los empujes. Los tímpanos de los cincos arcos principales reflejan como se llevó el cuerpo de San Marcos a la basílica. Por fuera, la masa de la gran iglesia se eleva no sin cierta armonía, pero sin demasiada gracia. La cúpula imponía una centralización bastante ajena a las basílicas del pasado, pero gracias a las pechinas y la traslación de los esfuerzos a las naves laterales, así como un refinado uso de la luz, «no parece descansar en base sólida». En Santa Sofía, como en los demás interiores bizantinos, lo que se trata de provocar en el espectador es la impresión de la presencia de la Divinidad, provocando asombro, y llevándolo por igual hacia el encantamiento y al temor ante la majestad divina. La decoración de revestimiento era también un legado de Roma, donde las grandes salas termales, una vez llevada a cabo la construcción masiva, se decoraban con mármoles policromos en busca de un acabado que asombre por su lujo y magnificencia, sin otra intención que la de sig-


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nificar la grandeza de una civilizaci贸n. Esta decoraci贸n de revestimiento en Oriente se transforma en un car谩cter totalmente diferente, dejando de ser espejo de una civilizaci贸n para convertirse en auxiliar de un culto.


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Los bizantinos tuvieron la audacia de liberar el mosaico elevándolo de su humilde condición de suelo a la majestad casi celestial de los ábsides y las cúpulas. La temática alcanzó también la misma elevación en cuanto a rango. Ya no eran simples dibujos geométricos, símbolos y alegorías de la vida cotidiana, sino que se trataba de las escenas más sublimes de la religión, las figuras más monumentales y apocalípticas, fragmentos bíblicos, y relatos hagiográficos. La luz en los interiores bizantinos con su tenebrosidad, con los centenares de lámparas que cuelgan formando una especie de techo centellante, provocaba infinitos reflejos en la superficie colorida de los grandes mosaicos haciéndolos brillar, como si realmente se miraran los ojos de Cristo, de los apóstoles o de los profetas. La iglesia de Santa Sofía constituye la cumbre absoluta de un arte clásico en el que han alcanzado su punto culminante dos corrientes o tradiciones artísticas distintas: de un lado, las tradiciones arquitectónicas y decorativas del arte clásico (helenístico y romano), y de otro, el estilo de los edificios abovedados del arte paleocristiano y del Asia Menor; al mismo tiempo, en el sistema de la distribución de espacio y paredes se establecen las bases de la arquitectura medieval.

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Anecdotario

Confesiones

de un

librero

amargado Por Ramiro Sanchiz

Hay varias razones por las que quienes aman la literatura (o los libros en general) deberían, contra la opinión generalizada, evitar el trabajo en librerías. En mi caso personal, además de a mi ignorancia de esa regla tan sencilla, se debió a que estaba alquilando un apartamento con amigos y las clases de guitarra, único medio de sobrevivencia económica del que disponía entonces, se volvieron insuficientes casi de inmediato, por lo que decidí que debía empezar la búsqueda de un trabajo más “formal”, “estable”, y “bien remunerado”, para usar la retórica consabida. La primera respuesta llegó de una popular –en Montevideo- cadena de tiendas que combinan los rubros de papelería, librería, juguetería, tecnología y alguna cosa más que he olvidado –por suerte. Pasé las dos entrevistas de rigor y empecé a trabajar un sábado, en un Shopping. A la semana las múltiples razones a las que hacía referencia se volvieron demasiado claras. La primera: para trabajar en una librería (y más aún en un Shopping, donde la afluencia de público es mucho mayor y más variada que en un local de, por ejemplo, alguna calle clásica de librerías, Tristán Narvaja en Montevideo) hay que ser un vendedor. No basta con estar parado entre libros, hojearlos, acariciar los lomos y saber discurrir sobre por qué Paul Auster ya no escribe como en la época de El país de las últimas cosas, La música del azar o la Trilogía; de hecho, hay que hacer lo contrario, es decir explicarle al cliente que ese último libro de Paul Auster es indudablemente el mejor que ha escrito, y que, como corresponde a todo lector que se precie de tal, debe llevárselo ya mismo a su casa. En otras palabras: hay que mentir, y no siempre es fácil –ni recomendable- mentir sobre las cosas que uno ama. Además los libros que uno recomendaría, que uno adoraría verlos llevados por clientes (clientes que, idealmente, son buenos lectores y piensan más o menos “como uno”), en virtud de una de esas reglas que sí gobiernan las pautas de nuestro universo y que no son la de la cromodinámica cuántica, esos libros que queremos que nos rodeen desde sus góndolas o anaqueles, que queremos que nos hagan compañía a lo largo de las ocho horas que pasamos fuera de las cosas que amamos, como leer en paz, escuchar cantar a Eddie Vedder, mirar Lost o tomar cerveza con amigos hablando de cierta aventura de Green Lantern o Wolverine, que nos gustaría infecten las mentes de otros lectores, que querríamos ver poblando otras bibliotecas, esos libros nunca están en la librería en que nos tocó trabajar. Y los que sí están son los otros. Parece demasiado simplista, maniqueo quizá, y lo es, pero ese blanconegrismo es uno de los estados a los que trabajar en una librería conduce a quienes amamos la literatura. Perdemos la tolerancia, nos volvemos irritables, indiferentes, amargados; vamos depositando toda nuestra pasión en un banco intangible de que jamás haremos retiro alguno, salvo que renunciemos o nos despidan y, con la mayor de las sonrisas nos paremos ante el funcionario de turno y le exijamos que nos devuelva todo ese capital tan


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dolorosamente cedido y quizá también olvidado, en alguno de esos momentos en que “tocamos fondo”. Pero decía que los que sí están son los otros, y son esos los que debemos vender si queremos llegar a nuestra cuota mensual o semanal, si queremos aumentar nuestra comisión o, a veces más sencillamente, conservar ese empleo que nos paga el alquiler y la comida. Pero, ¿cómo recomendar la última novela de Paulo Coelho sin sentirse un villano, sin flaquear en la pésima actuación (¡no somos actores, después de todo! Si lo fuéramos estaríamos llamando a las puertas de estudios de televisión y de teatros, o haciendo de estatuas vivientes en alguna peatonal… es decir, cualquier cosa menos detestable que trabajar en una librería), sin ser incapaces de disimular una sonrisita sarcástica (cuando nos ponemos cínicos, fase 2 en la vida del librero novato) o sin, como último recurso, apelar al “bueno, pero en realidad mire, yo no se lo recomendaría tanto como este otro libro, que…” –que el cliente mirará, leerá el nombre del autor (Michael Chabon, David Mitchell, Susanna Clarke) y poniendo cara de estreñimiento o insuficiencia anímica dirá pero no tendrás el último de Bucay o ¿hay algo nuevo de Sidney Sheldon?, preguntas ambas a las que cualquier ser humano con sangre en las venas sólo puede responder con alguna variante de la actitud surrealista mencionada por Breton en alguno de los Manifiestos, consistente en salir a la calle con un rifle y disparar más o menos al azar. En otras palabras: muchos asesinos en serie comenzaron como amantes de los libros que se vieron necesitados de trabajar en una librería. Así sucedió con Ted Bundy, estoy seguro, aunque no lo cuenten las biografías. Y tengo mis dudas con respecto a un ser tan literario como Jack el Destripador. Resumiendo: ser un vendedor implica en gran medida ser cínico e hipócrita, y nadie debería serlo con las cosas que ama en verdad. ¿Demasiado romántico, idealista? Precisamente. Esas son las cualidades que pierden, que van perdiendo los libreros. Ahora me pongo a pensar si lo del párrafo anterior equivale a una razón o a varías. No importa. Aquí va otra: los libros, en una librería, son ante todo un problema. Ese libro detestable de Coelho o Isabel Allende no sólo debe ser recomendado y vendido, no sólo hay que saber “de qué trata” y qué demonios tiene que ver con la última atrocidad infringida por su autor; no sólo hay que bancarse que esté allí, más exhibido que J.G.Ballard (ya no recuerdo cuanto luché con mi encargado –y luego

Anecdotario

con el gerente de ventas, cuando me tocó ser encargado- por mantener Milagros de vida en la vidriera), John Cheever, Carson McCullers, William Gibson o Philip K Dick, sino que, de hecho, ¡hay docenas de copias! Cajas y cajas conteniendo tantos, demasiados ejemplares del mismo libro, volviéndonos evidente (y aquí todas las críticas de David Hume al principio de inducción se vuelven irrisorias) la existencia de otra regla sencillísima: lo que nos gusta o puede gustar viene a lo sumo en 2 copias, lo que odiamos u odiaremos, apenas mirada la contraportada o las primeras páginas, en cantidades nunca menores a 40 ejemplares. Es decir, libros que hay que guardar, ordenar, mantener en vidrieras, en estantes, colocar con la tapa de frente tapando a Capote, a Graham Greene, a Bukowski, a Pynchon, a Levrero, a cualquier clásico imaginable. Libros con los que literalmente uno se tropieza en los depósitos; libros que se apilan como Torres de Babel y caen sobre nuestras cabezas también literalmente, y todo esto nos hace tan fácil proferir alguna maldición contra Gutenberg y recordar con nostalgia aquellas palabras de Borges en “Utopía de un hombre que está cansado” cambiando el innecesarios por detestables: “La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”. Hay más razones (la posibilidad siempre acechante de que vengan a pedirte “un metro de libros” para decorar una habitación, el no saber qué demonios hacer ni por dónde empezar la serie de puteadas cuando alguien solicita un libro “grande y verde, de esos de tapa dura”, para combinar con el color de las paredes), pero no tengo ganas de evocarlas y arruinarme la tarde. Está claro que las librerías son ante todo un negocio, o aspiran a serlo, y el amor por la literatura, digan lo que digan, es otra cosa, más allá de los anticipos y los contratos millonarios (que, dicen, existen en el norte del planeta). En mi caso sobreviví más de tres años, cambiando dos veces de librería y siempre enfrentando las mismas calamidades. Mi antídoto fue, de un modo previsible, empezar a llevarme los libros a casa, nunca pagando por ellos (pese al “generoso” descuento de 20% de empleado) y debo decir que mi colección personal se vio felizmente aumentada. Pero esa, como se dijo de Conan el Bárbaro, es otra historia.


Libros que nos gustan

Otro Cielo Junio / 2010

Cuento y entrevista

LAURA MERADI


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