Otro Cielo #4

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Pariente actual de otras niñas de la literatura, Cecilia es dueña de una intensa vida interior, una chica incisiva y reservada, una suerte de inadaptada que despliega una mirada aguda y lúcida sobre el mundo. Siempre atenta a los más sutiles movimientos de su entorno, la exacerbación de sus sentimientos, deseos y percepciones la lleva a descubrir la fragilidad y las contradicciones de su cosmos. Frente a la crisis matrimonial que atraviesan sus padres, Cecilia se refugia en la estrecha relación que mantiene con su hermano mayor, cuya mano –una mano llena de verrugas, que es objeto de su vergu¨enza e inseguridad– representa a un mismo tiempo el amparo y el desamparo al que ambos están sometidos.

¿Qué es el bienestar? ¿Un mandato social que garantiza nuestra funcionalidad como individuos? ¿Un estado de ánimo, de salud, del vivir juntos? ¿Un objetivo personal de versión menos ambiciosa que la felicidad, o un latiguillo psi que orbita la vida contemporánea? Contada con la frescura de un diario y nutrida con los materiales de la vida en la ciudad, la primera novela de Carolina Sborovsky explora estos interrogantes sin preocuparse por las apariencias. El bienestar expone a contraluz, y con altas dosis de humor, una voz atravesada por la crisis de una separación amorosa, los modos de la psiquiatría, la educación sentimental y el deber-ser. En el camino, los ingredientes del género íntimo, la chick-lit más descarada y el ensayo mordaz sobre el cuidado de sí, se dan la mano casi sin darse cuenta.


Otro Cielo #4 / Junio 2010

Dirección Elena Massa

(elena@otrocielo.com

Jefe de Redacción Juan Manuel Candal

(juanmanuel@otrocielo.com)

Colaboradores Lorena Pérez Anahí Angelini Tomás Tow Ana Chaparro Augusto Munaro Ramiro Sanchiz

Colaboración en diseño Carlota Ravera Todas las notas son propiedad de sus respectivos autores, al igual que los cuentos y columnas. Todo material podrá ser citado siempre que incluya la referencia a la revista. En caso de los cuentos, se deberá consultar a sus respectivos autores.

4 / Nuestros Autores 5 / Editorial 6 / Entrevista a Laura Meradi 21 / Mini repo: Margarita García Robayo 25 / Cuentos

“Papá y Mariela”, de Laura Meradi “Los álamos y el cielo de frente”, de Margarita García Robayo “La voracidad”, de Carolina Sborovsky “Subordinada Circunstancial”, de Jimena Antoniello “Pisadas”, de Ramiro Sanchiz “Literatura infantil”, de Santiago Exímeno “Hoax”, de Magnus Dagon “La reina de las mariposas”, de Simón Parra

104 / AnaCrónica 105 / “El cutis patrio”, de Eduardo Espina 106 / El evangelio musical del Sr. Tow 107 / GPS: el “Hombre Ardiente de Nevada 113 / Confesiones de un librero amargado 115 / Próximo número

www.otrocielo.com “Otro cielo” acepta cuentos de cualquier escritor en lengua castellana, sin importar su nacionalidad y sin limitaciones de género o técnica. No aceptamos fragmentos de novela, poemas, artículos ni ensayos no solicitados. Para conocer la convocatoria ir a: http://www.otrocielo.com/envios.html


Otro Cielo

#4 / Junio 2010

Autores invitados del mes: Margarita García Robayo

Nació en Cartagena, Colombia, en 1980. Desde 2005 vive en Buenos Aires, donde escribe la columna “La ciudad de la furia” en el diario Crítica de la Argentina. Escribió el libro de cuentos “Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza”.

Carolina Sborovsky

Nació en Concordia en 1979. Es licenciada en Letras por la UBA. En marzo de este año publicó su primera novela, “El bienestar“. Actualmente se desempeña como editora y de El fin de la noche.

Ramiro Sanchiz

Nació en 1978, en Montevideo. Ha publicado las novelas “Lineal” y “Perséfone”. Para el 2010 está prevista la publicación de su libro de relatos “Algunos de los otros”, primer premio 2009 de los Fondos Concursables del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay. Tiene su columna mensual en Otro Cielo.

Santiago Exímeno

Escritor y psicoanalista. Nació en Madrid en 1973. Ha publicado las novelas “Cazador de Mentiras” y “Asura”; los libros de relatos “Bebés jugando con cuchillos” e “Imágenes”. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y ha ganado diversos premios.

Jimena Antoniello Nació en Montevideo en 1978. Ha sido galardonada con dos premios literarios: en poesía con “Modo Indicativo”, XXIII Premio Félix Francisco Casanova, 1999. Y en narrativa hiperbreve: “Crecer”, IV Certamen de Relatos Hiperbreves, 2003.

En nuestro sitio web, las biografías completas de nuestros autores del mes. Simón Parra

Magnus Dagon

Nació en Madrid en 1981. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta. En abril de 2010 salió a la venta su primer libro, “Los Siete Secretos del Mundo Olvidado”. Es cantante y letrista del grupo musical Balamb Garden.

Nació en 1985 en Chile. Fue co-fundador y editor de “Le Voyeur” publicado entre 2005 y 2009, donde publicó algunos artículos y creaciones en prosa y verso. Es profesor de Historia y Geografía.


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Editorial

Editorial / Junio ¿Por qué nunca una escritora en la tapa de Otro Cielo?, nos preguntaron no hace mucho. No se trataba de machismo o de preferencias literarias. Los escritores simplemente fueron cayendo, respondiendo a nuestro llamado, algunos nos pedían tiempo, otros contestaban de inmediato. Laura Meradi fue una de las primeras escritoras que convocamos, y la espera no fue en vano: la entrevista, que tuvo el tono informal de una charla, es un recorrido intenso y tal vez de lo más definitivo que haya sobre esta autora, que probablemente se cuestione este postulado apenas lo lea. Pero no sólo está Laura, presente en entrevista y cuento (inédito, premio Avón 2005); también se acerca Margarita García Robayo en el mini reportaje del mes y nos convida también con un relato. Enseguida llega Carolina Sborovsky, una de las cabezas de la editorial El fin de la noche, cuyo sistema Print-on-demand promete revolucionar el mercado. Carolina, que ha publicado su primera —e interesantísima— novela “El bienestar”, también deja caer un cuento de la cartera, y para terminar el desfile, una reincidente: Jimena Antoniello (quien ya había publicado en el número de abril). Pero esto no es todo. Nuestro festejo de corte feminista sigue el mes que viene con Samanta Schweblin a la cabeza de otra ronda de plumas femeninas, mientras los muchachos afinan la puntería y agregan algunas excelentes ficciones como para no quedarse atrás. Las grandes novedades aún están al caer. Durante este mes iremos renovando parte del sitio web. Nuestro proyecto incluye algunas nuevas secciones en el ciberespacio: crear una suerte de espacio comunitario en el que todos aquellos que publican cuentos en nuestra revista puedan dar a conocer sus novelas o libros, si los tuvieran publicados, y otro que intentará acercar las novedades editoriales de cada mes a los lectores ávidos de ir de caza por las librerías. El objetivo, en definitiva, es que nuestro www.otrocielo.com se termine de convertir en el refugio por excelencia de los escritores noveles y los lectores curiosos. Seguimos en camino, atravesando el frío de junio, pero al calor de la buena compañía. Y nunca falta alguien que tenga una buena historia que contar.

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Entrevista

Laura Meradi

“Publicar es un mal necesario” Por Juan M. Candal

Foto de tapa: © Diego Sandstede

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Entrevista

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ntrevistar a Laura Meradi es tan sencillo que por momentos puede parecer que se está conversando con una amiga de toda la vida. Para la entrevista me había citado en un café que ya no existe, y tuvimos que conformarnos con el que había ahora en su lugar. Yo la conocía por sus libros, obviamente, por algunos de sus cuentos y ciertas entrevistas que había leído. La primera percepción —inmensa— que se tiene, es que Laura es igual frente a frente que cuando se la lee o se la ve a través de una pantalla. Habla directo, no se guarda las cartas, no tiene estrategias. Cada tanto, ante alguna pregunta, se detendrá y pedirá un minuto para pensar la respuesta. Y se tomará el tiempo que necesite. Pero no está calculando el efecto de lo que va a decir. Está confrontando ideas, busca dar con alguna certeza que pueda responder al dilema planteado. A sus 28 años, su naturaleza caótica asoma en la charla del mismo modo que aparece en sus libros. Se nota que tiene carácter y que no debe ser recomendable confrontarla enojada. Desde pequeña es un cerebrito a todo motor, pero a la vez, muy sensible y agradable, alguien que no pone distancias, apasionada por aprender de toda experiencia, por seguir queriendo entenderlo todo, por encontrar la palabra que le haga justicia a cada percepción, y entrevistarla en vivo es también ser testigo de ese proceso. Fuerza natural en movimiento, amena y divertida, llena de libros y experiencias su cabeza, esta es –tal y como puedo contarlo—, Laura Meradi. Uno te imagina escribiendo desde chica, ¿es así? Es así nomás. Si me remonto al principio, a mis primeros recuerdos, me acuerdo estando en preescolar, dibujando cuentos y pensando “las ventanas del tren son transparentes… ¿qué color es transparente? Y, celeste”, pensaba, por el cielo. Y aunque dibujaba, yo siento que ya ahí estaba narrando. En los colores aparecieron las letras, y por entonces escribía al revés, de derecha a izquierda, en espejo. Usaba la mano derecha y cuando finalmente pasé a la izquierda,

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comencé a escribir de izquierda a derecha. Siempre tuve un encuentro con la escritura muy desde el cuerpo. Me acuerdo en primer grado, con mi mejor amiga, nos juntábamos a hacer cuentos. Dibujábamos en hojas largas, como A4 pero apaisadas, y les poníamos globitos con las pocas palabras que sabíamos. Como historietas. Como historietas, sí. Y después yo los abrochaba y se las vendía a mi familia. Ese es el primer recuerdo que tengo de escribir. Pero después, ya desde la lectura me recuerdo siempre, en los recreos, tirada en el piso leyendo. Leyéndoles a mis amigas, con mucho, mucho, placer al poder ponerle sonidos a las palabras, a las letras que había dibujado. Entender que ese dibujito que hacía la “t” con la “o” se leía “to”. Me daba mucho placer encontrar esa correspondencia entre lo que veía escrito y los sonidos. Y desde entonces, a medida que iba aprendiendo a escribir, escribía. En el colegio me la pasaba escribiendo, me olvidaba todo, los cuadernos, los útiles, pero siempre estaba escribiendo. Y sentía que estaba bien lo que estaba haciendo. ¿Tenías de chica algún feedback de la familia, o de tu maestra, sobre lo que escribías? Había un feedback, pero algo que me acuerdo puntual era en segundo grado, con otra mejor amiga, a la que un día la maestra la felicitó por algo que había escrito y le dijo “vos vas a ser escritora” ¡y yo estaba indignada! “¡Yo voy a ser escritora!”, pensaba.

Para fines de la primaria, todas las maestras ya sabían que Laura escribía y que al menos ella se pensaba escritora. Tenía un baúl de mimbre en el que guardaba toda su producción temprana. Escribía a mano y también a máquina.

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Con el tic-tic-tic-tic-tic de la máquina de escribir me sentía más profesional. Y me acuerdo de una tarde que terminé un cuento y fui a un almacén a comprar galletitas. Cuando me fui, dejé el cuento ahí, sobre una de las latas, a ver si en una de esas, encontraba sus lectores. Es como que ya iba entendiendo el vínculo entre escribir y ser leída, quería ser leída, porque un texto que está escrito y nadie lee es un texto muerto, y algo de eso ya lo entendía desde entonces. A los once años comenzó su primer taller literario. Sentía la necesidad de una mirada ajena, una devolución. Su primera experiencia no fue buena, se encontró con un hombre demasiado rígido que le decía qué palabras tenía que usar. Laura ya desde chiquita tenía en claro ciertas cosas que no iba a bancarse y le pidió a su madre que le encontrara otro taller. Así dio con el que dictaba Angela Pradelli. El detalle: era un taller para adultos. Y ahí fue genial. Era trabajar las palabras pero también el sentido. Y me quedé tres años. Incluso en una antología del taller publiqué mi primer cuento, “Manuel”, que es el nombre del hermano de la protagonista de “Tu mano izquierda”. ¿Y cómo era leer tus trabajos en un taller para adultos? ¿Sentías que hablabas de igual a igual con tus compañeros? No, no. Tenía mucha vergüenza, pero por otro lado no podía dejar de hacerlo. ¿Y sentías que te trataban como a uno más del taller, o que eran un poco condescendientes? Y, sí, era un poco esa sensación de que te apretaban los cachetes mientras decían “¡qué linda!”. Después Angela Pradelli dejó de dictar taller y Laura se pasó un par de años escribiendo a solas, hasta que volvió a sentir la necesidad de concurrir a un lugar que pudiera darle un marco a lo que hacía. Sentía que por ahí no tenía que escribir, que me hacía sufrir, cosas que aún siento a veces hoy. Y necesitaba un espacio que me contuviera, y encontré un taller acá, en el centro, así que me venía en tren sola, desde Adrogué, para concurrir al taller, y era un movimiento en el espacio que tenía que ver con lo que yo quería hacer.

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Laura siguió yendo durante dos años a ese taller hasta que sintió que ya no le servía del mismo modo. Llamó a su antigua maestra, Ángela Pradelli y ella le recomendó el taller de Guillermo Saccomano. Así que le escribió a Saccomano y quedaron en tener una entrevista. Pero el día de la entrevista había una manifestación y –consejo de madre de por medio— le avisó sobre la hora que no podría asistir. Saccomano se enojó tanto que no volvió a atenderla por meses. Hasta que un día hablamos por teléfono y me preguntó por qué quería escribir, qué era para mí la literatura, toda una serie de cosas que, para mí, ya esa charla era como estar escribiendo. Así que empecé a ir y me quedé siete años. Cuenta que sólo dejó el taller cuando sintió que necesitaba un poco de silencio. La primera versión de “Tu mano izquierda” fue leída y trabajada en aquel taller. Cuando se le pregunta qué siente que aprendió durante esos siete años, Laura dice que sobre todo aprendió a leer. Aprendió a encontrar una distancia mayor con el texto, a desapegarse lo suficiente para poder trabajarlo. Entre los palos de los demás y los de Saccomano, que es duro (aunque no tanto como otros que me han contado), fui aprendiendo a desenamorarme de lo que escribía. Y en ese sentido, que la distancia me permitiera ser más precisa con lo que quería decir. Y la otra cosa que me aportó es el oficio y la disciplina, porque el hecho de tener que llevar algo todas las semanas me obligaba a no dejarme estar. El cajón de mimbre con todos los cuentos iniciáticos se perdió. Una hermana lo sacó a la basura junto con cosas viejas por accidente. Quedan perdidos por ahí algunos en esos libritos que vendía a sus familiares. Y, en una de esas, alguien todavía guarde el cuento que dejó en aquél almacén. ¿Cómo fue pasar de los talleres literarios a estudiar Letras? Al principio no quería estudiar Letras porque pensaba que tanta teoría me iba a paralizar a la hora de escribir, y me metí en Filosofía, pero enseguida me di cuenta que me la pasaba leyendo los textos de Letras en vez de los de Filosofía, así que dije, me cambio, y listo. A mí me sirvió porque yo siempre tuve en claro que lo que yo quería era escribir. Por ahí estaba cursando un teórico y yo sacaba el cuaderno y me ponía a escribir. Hacía una burbuja alrededor y no escuchaba más nada y escribía, escribía, escribía. Tuve compañeras que habían dejado de escribir desde que cursaban Letras, y yo me las encontraba y les decía, “pero… ¡vamos!” y volvían a escribir al encontrarse conmigo.

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Muchos estudiantes de Letras parece que salieran silenciados de la carrera, como si después de tanta carga sólo pudieran apuntar a ser críticos en vez de escritores. Primero, les pasa que son demasiado críticos consigo mismos. A mí me ayudaba Letras, pero veía que eran mundos diferentes. Ya veía que el mundo de la teoría literaria y la escritura eran dos cosas distintas. Entre los estudiantes de tu generación, sobre todo los que han salido escritores, hay una división insoslayable: los que hablan pestes de la carrera y los que piensan que por ese micro-mundo pasa todo lo que es realmente literatura. ¿Cuál es tu postura? Creo que hay algo de los teóricos, de las clases, que está bien, que potencia la escritura. Pero en el momento en que hay dar parciales, dar cuenta de qué se aprendió, me parece que eso resulta en el efecto contrario, va contra esa potencia. A mí me pasó de estar en Teoría y Análisis, materia que me partió la cabeza, y cuando fui a rendir me dijeron que el tema que yo había preparado no iba; “algo más simple: prepará formalistas rusos”. Y tuve que volver a prepararla con ese tema, que era 2+2 es 4. Entonces, los alumnos que empiezan a preocuparse por terminar la carrera, dejan de escribir. Yo tuve que dejar la carrera. La voy a retomar, pero es muy difícil preparar la parte formal de la carrera y a la vez seguir siendo creativo. Todavía no tenés 28 años y ya publicaste dos libros en editoriales importantes, cuentos en revistas y antologías, dictás un taller literario… ¿no te presiona a vos misma haber logrado tantas cosas en lo que va de tu vida? Sí, me presiona. Los dos libros publicados me presionan y me asustan. Es como si me hubieran tapado el camino en cierto sentido, y todavía ahora es como que tengo que correrme y reencontrarme con la potencia de la escritura, porque justamente, el libro escrito te debilita. Pero por otro lado, entiendo que en el mundo práctico en el que vivimos, la publicación es necesaria, y además, es el modo de llegar a los lectores, y a mí me importa que me lean. Y cuanto más llegue, mejor. Que alguien en Tucumán pueda leerme me parece que está genial: que yo escriba algo y que mediante la palabra, alguien que está lejos, pueda leer eso mismo, que nos comuniquemos a esa distancia, eso está bueno. La publicación, en ese sentido, es un mal necesario. ¿Por qué?

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Porque la publicación no tiene que ver con la escritura, y a la vez, lo que genera la publicación, toda esa cosa de la exposición no se condice con el acto de escribir. Yo necesito silencio para escribir, no tener en la cabeza todo lo que se esté diciendo sobre mi libro. Sí me interesa la opinión de los lectores, pero no la de los críticos. ¿Lees las reseñas de los críticos? Sí, pero después de un tiempo. Igual, después de tantos años de taller literario, yo creo que los textos que escriben los críticos son parte de alguna especie de Gran Libro Imaginario que están pensando en su cabeza. Y en ese sentido, puedo poner distancia y ver cuáles son realmente lecturas y cuales son más un artificio. Hay cosas que son interesantes y otras que son estrategias, y las veo. ¿Te pasó de encontrarte con una lectura de alguno de tus libros que señalara algo que vos no habías descubierto, ya sea una interpretación, una metáfora…? Me acuerdo de una reseña que salió en un blog, una crítica muy larga, que comparaba “Tu mano izquierda” con “El pasado” de Alan Pauls. Yo por entonces no había leído “El pasado”, y después lo leí y sigo sin entender la relación, pero me pareció interesante que alguien encontrara una relación así, incluso si yo sigo sin verla. ¿Cómo es tu proceso de escritura de un cuento, pongamos de ejemplo “Mariela y papá”, que es el que vamos a publicar en Otro Cielo? Mirá, ese cuento particularmente lo escribí en dos horas en un cibercafé, a la vuelta de la facultad de Letras, antes de ir al Taller de Saccomano, más que nada porque no quería ir al Taller con las manos vacías. No sé de dónde venía la idea. Yo no sabía que ese texto iba a surgir, pero algo ya se estaba elaborando. De hecho, la escena de estar en el auto de mi papá un día de lluvia, yo la había tenido en mi vida, después la reelaboré para el cuento, y ahora ya no me acuerdo la anécdota real, me acuerdo del cuento. Sé qué cosas no sucedieron, pero no sé mucho más. Evidentemente, en cierto nivel, ese cuento está hablando más de ese hecho que sucedió que el hecho mismo.

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¿Cómo trabajás las reescrituras? Antes era de escribir de un tirón. Después, entre los cuentos que fui publicando empecé a encontrar elementos que los relacionaban, grietas, pequeñas comunicaciones y ahora me pasa que no puedo escribir de un tirón porque apenas empiezo me digo no, pero, pará, esto también tiene que ver con esta otra cosa que escribí antes, y encuentro todo el tiempo esas relaciones. Entonces, voy y vuelvo. Ahora, por ejemplo, estoy con un cuento que estoy escribiendo desde febrero. Y voy y vuelvo, y por ahí del medio sale otro cuento nuevo, soy muy desorganizada. Así que en medio de esas idas y vueltas vuelvo y corrijo lo que ya está… y además, soy de escribir mucho a mano, me gusta esa cosa de poder llevarte la escritura con vos, así que siempre ando con un cuaderno, escribiendo. Justamente, me imagino que un volumen de cuentos reuniendo mucho de ese material tuyo desperdigado por revistas y antologías es algo que tenés pensado. Bueno, hay un libro de cuentos armado. Pero para mí todavía le faltan los cuentos que estoy escribiendo ahora. Pero no quiero apurarlo, los cuentos justamente son algo a lo que puedo ir y venir mientras estoy trabajando una novela, por ejemplo. Habiendo leído algunos cuentos tuyos, tu novela e incluso ciertos aspectos de

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“Alta Rotación”, es obvio que hay un núcleo importante en la sexualidad, y sobre todo una mirada diferente sobre la sexualidad —que generalmente juega con elementos que tocan el incesto (el hermano en la novela, el padre en el cuento)—, formas que muchos calificarían de inmoral. ¿Por qué pensás que esta temática reaparece en tu obra una y otra vez, como una pulsión? Eso es algo que estuve pensando, porque es algo que aparece muchísimo en mis primeros cuentos y que ahora sí, sigue apareciendo, pero desde otro lugar. Es como que la sexualidad y el contacto físico es lo más visible de algo que pasa a un nivel más invisible. Y la sexualidad es también, creo, un intercambio de energías. Los personajes, mediante su sexualidad pueden ir definiendo sus contornos, es decir su identidad. Algo que antes no aparecía y recién ahora empiezo a pensar es que no nos conocemos. Hay algo que a mí me mata la cabeza, y es que los personajes no se conozcan a sí mismos, es algo imposible, infinito. Y la sexualidad es donde podemos conocer algo de nosotros, o encontrar los límites. Creo que la sexualidad tiene que ver con los límites y los límites tienen que ver con la identidad. Hasta donde uno es uno y hasta donde uno es los otros. Hasta donde mi deseo es mi deseo y hasta donde mi deseo es el deseo de los otros. Pero te gusta confrontar la inocencia, el “todo está permitido” de los chicos, con el instinto sexual, que también se manifiesta desde la infancia, y lo hacés de modo tierno y gráfico a la vez. ¿Te gusta jugar con el rechazo del lector? ¿Atraerlo y rechazarlo? Creo que la provocación es una consecuencia de mi escritura. No es mi intención provocar ni jugar con el lector. Yo intento ser lo más verdadera posible con lo que quiero narrar. Cuando iba al Taller y llevaba partes de “Tu mano izquierda”, yo me moría de la vergüenza, pero necesitaba trabajar eso. No pasaba por un lugar de provocación. Sí me pasa ahora que amigos que escriben me dicen que ciertas escenas de “Tu mano izquierda” los incomodaron y a mí me sorprende. Y después digo, ¡claro, por eso mi papá lo leyó y no me dijo nada! ¿Y cómo es eso de enfrentarte a la lectura de tus padres? Cuando salió “Alta Rotación”, mi papá estaba feliz, lo leyó como tres veces, se lo regaló a todos sus amigos… yo no lo podía creer. Yo creo que él vio en ese libro una parte mía que no conocía, más aventurera. Yo soy la menor de cinco hermanos y mi viejo siempre fue de

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estimularnos a hacer cosas como subir una montaña, total, decía, lo peor que te puede pasar es que te caigas y te rompas una pierna. Y creo que todo lo que tienen que ver más con un costado sexual lo pasó de largo. Mi mamá en cambio vino y me dio una charla muy seria: Laura, la verdad es que no te volviste loca de casualidad, no entiendo… explicame por qué hiciste esto, cómo te funciona tu cabeza. Y fue como tratar de tranquilizarla más que nada. Y con “Tu mano izquierda” mi papá no me dijo nada. Mi mamá tampoco. Y entendí que era por eso. “La tapa buenísima”. Claro, y mis hermanos lo mismo, nadie dijo nada. Eso tiene que ser fuerte. Lo que pasa es que la literatura no es para la familia, así que en cierto punto creo que es bastante sabio: no digan nada y déjenme seguir escribiendo en paz. ¿Qué lecturas encontrás que reflejen estas temáticas, o que la iluminen desde otro lugar? Yo que tras hay

tuve varios libros presentes. Uno, es de mis libros favoritos, fue “Mienagonizo” de William Faulkner. Ahí una sexualidad en las palabras. Está

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compuesto por monólogos de los integrantes de la familia y hay una sexualidad en como el menor mira a su familia, y es como si pudiera tocarlos con las palabras. Creo que en la escritura… vos rozás las cosas con una palabra, una palabra es un sonido, y un sonido puede ser como una caricia. Eso tiene que ver con la sexualidad. Y en ese libro, cómo se iba formando la estructura familiar, a través de las voces de cada uno de ellos… para mí fue un libro indispensable mientras estaba escribiendo. Porque también hablaba del horror, o lo abyecto de lo familiar. En “Tu mano izquierda” eso abyecto aparece en lo incestuoso, en eso que no se puede ver, que mejor no ver. Pero por otro lado es tierno, porque es donde uno se va formando, donde uno va teniendo un contorno, donde uno empieza a aprender a rozarse con las cosas del mundo, primero en el hogar, luego en la escuela, y luego en el mundo. En “Tu mano izquierda” la sexualidad, una vez más, tiene que ver con los límites de esos dos hermanos, hasta donde ella es ella. Si bien contás la historia de cómo te ofrecieron hacer “Alta Rotación” en el prólogo del libro, me gustaría saber cómo llegaste a Tusquets y Alfaguara.

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En el caso de “Alta Rotación”, yo a Olguín (N. de la R.: director de la colección de crónicas de Tusquets por entonces) lo conocí cuando empezó a publicar mis cuentos en su revista. Así que es probable que tengamos miradas parecidas sobre la literatura. Él siempre me decía que todo lo que yo miraba parecía que podía convertirlo en un cuento. Lo que me sorprendió fue el tema que me propuso. Pero evidentemente él lo entendía mejor que yo, porque me tomé como tres meses para pensarlo y el tema me seguía volviendo una y otra vez, así que cuando finalmente acepté, él desapareció y fue mi libro. Y ese libro te tiene que haber cambiado la perspectiva sobre el mundo laboral. Si a mí, como lector, me pasó, a vos me imagino que mucho más. A mí me cambió la percepción sobre todo el sistema laboral, sobre las relaciones interpersonales y sobre todas las decisiones que tomo en mi vida, hasta cómo cruzo la calle. Fue muy fuerte todo lo que sucedió narrando ese libro. Porque tenía que estar muy atenta, muy

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perceptiva a todos los demás: por qué estaban ahí, haciendo esos trabajos, en esos lugares. Fue como afinar una antena que ahora sigue estando ahí, todo el tiempo. Además, la experiencia de estar viviendo lo que uno narra me cambió algo fundamental: antes, cuando escribía, tenía que poner la cabeza en lo que hacía, y ahora siento que tengo que ponerle el cuerpo también. ¿Y cómo surgió lo de Alfaguara con “Tu mano izquierda”? Primero, cuando empezamos a hablar con Alfaguara, la novela tenía partes en primera y en segunda persona. Alguna gente que la leyó me decía, ¿y por qué la primera persona? Y yo en ese momento no estaba del todo segura… creo que le tenía miedo, que sentía que si pasaba todo a la segunda persona podía resultar un poco tediosa. Pero ya para cuando estaba por publicarse, la releí y me hice la misma pregunta: ¿y por qué la primera persona? Y me di cuenta que el relato pedía esa otra voz. Y la publicación… al principio la presenté en concursos, en uno quedó finalista pero no pasó nada. Y mientras estaba escribiendo el libro de crónicas, decidí que tenía que olvidarme de la publicación, porque me estaba quitando muchas energías… si la novela era buena, tarde o temprano se iba a terminar publicando. Y yo entonces estaba en la etapa del trabajo en el McDonalds (para el libro de crónicas) y recibo

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un llamado al celular y resulta que una editora de Alfaguara había llamado, que había leído la novela y quería tener un encuentro conmigo. Cuando nos encontramos, apareció con la novela abajo del brazo y tuvimos una charla muy linda, acerca del argumento, del personaje, las voces… y sentí que estaba bien, que si esa persona había logrado conectar con el libro, bueno, que estaba ahí esa síntesis que uno busca entre escritura y lectura, que ese era su lugar. ¿Tenés algún plan de trabajo con alguna de las dos editoriales que te publicaron? No. Las dos están dispuestas a leer material mío llegado el caso, pero me mataría la cabeza tener algún tipo de compromiso antes de terminar de escribir algo. Escribir para mí es un espacio de libertad, y yo quiero que ese espacio se siga manteniendo así. ¿Te gustaría hacer la experiencia contraria, de publicar en una editorial chica? Digo por el tema de estar trabajando más codo a codo con un editor sobre el material. Sí. A mí, el trabajo artesanal con las palabras, ya sea con un editor, un escritor amigo, o lo que sea, me encanta. Y con Alfaguara fue bastante así, de hecho. Con Tusquets no, porque una vez que tomé el proyecto confiaron bastante ciegamente en mí.

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¿Y ahora en qué estás trabajando? Estoy ahí, peleando con una novela… por ahora va para largo. Lo único que puedo decir es que empecé a escribirla mientras estaba con el libro de crónicas. Terminé un borrador en tres meses, la dejé descansar… y no tengo ningún apuro tampoco. En “Alta Rotación” lográs algo fascinante: se lee como una novela, con ese grado de adicción a “los personajes” y “las situaciones”. De hecho, una crónica así sigue siendo un trabajo literario: el personaje-Laura Meradi, por más que esté basado en tu experiencia, sigue siendo una construcción subjetiva ¿No te resultó difícil no falsear el libro en pos de la narración? La búsqueda que hice es la contraria a la que hago cuando escribo ficción. Cuando escribo ficción lo que hago es buscar las palabras y que las palabras me indiquen qué es lo que quiero contar. Con “Alta Rotación” fue al revés: tratar de narrar la realidad, ya no descubriéndola a través de las palabras, sino que confiaba mucho en los hechos, en que lo que había sucedido iba a dictar lo que podía narrar. Con lo que trabajé fue con la edición: recortar esto, esto otro, como en un documental, en el que uno recorta ciertas cosas para darle un ritmo narrativo, y sí, la Laura Meradi del libro es un personaje, porque yo también estoy editada: me edité. Después había otro factor: yo pensaba que el libro iba a ser de una manera, y terminó siendo de otra. Yo pensaba que cada crónica, cada trabajo, iba a ser unas 20 páginas del libro, o pensaba que iba a empezar con McDonalds y de ahí no me llamaron hasta el final. Pero era todo tan caótico que hasta que no me sentaba a escribirlo, ni siquiera sabía bien yo qué estaba pasando. Pero confiaba en que cuando escribiera iba a poder reconectarme con esas cosas que veía, y ahí fue apareciendo la estructura, en ese aparente azar. Además, yo tuve compañeros que pasaban por esa cantidad de trabajos en un año, y lo hacían de verdad, no como yo, que era parte de una investigación. Y para ellos, trabajar en McDonalds era peor que trabajar en Italcred, así que esa tensión narrativa que va creciendo en el libro, también la sentían esas personas que yo veía, pero en sus vidas.

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¿Hoy en día seguís manteniendo relación con aquellas amigas que hiciste en el pub en el que trabajaste? Sí. Sigo en contacto con ellas. Ahora dictás un Taller de Escritura. ¿Cómo funciona? Hace mucho que tenía ganas de hacerlo. Antes quería dar uno para chicos, porque no estaba segura de tener las herramientas para hacerlo con adultos. Pero cuando me fui del Taller de Saccomano, me seguía viendo con mis ex compañeros y seguíamos comentando lo que escribíamos… Y no sé si el Taller yo lo veo tanto desde el lugar de la enseñanza. Creo que si hay algo que tengo para dar, es la experiencia. Toda esa experiencia que fui absorbiendo y necesito devolver. Por otro lado, cada vez que tengo que dar una clase, me pregunto si está bien, porque es un trabajo que exige mucha responsabilidad. Por otro lado, siempre me estoy debatiendo: hasta qué punto ser flexible y en qué cosas ponerme más rígida. Y eso lo calibro semana a semana. Trabajo muchísimo en que aprendan a leer sus propios textos, ver qué sirve y qué no sirve. Y que aprendan que la mejor forma de trabajar es escuchar, y saber filtrar lo que les dicen. Además, cada devolución termina hablando en realidad de lo que cada uno quiere escribir, entonces, cuando algo te gustó, yo les digo, eso que te gustó

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de ese texto, tratá de hacerlo vos cuando escribas. Porque creo que siempre, cuando estás leyendo el texto de otro, estás leyendo también tu propio texto. ¿Vos podés vivir de tu taller, de lo que escribís? Desde el libro de crónicas para acá, me agarró una crisis absoluta, porque no sabía qué quería hacer. Tenía amigas que daban clases de español para extranjeros, y eso me parecía coherente con lo que yo pensaba del sistema laboral, y lo hice hasta el año pasado. Y este año estoy con los talleres, tengo alumnos particulares, y aparte alquilo un cuarto en mi casa, o sea, tengo un inquilino. Lo genial sería que ese inquilino que tenés estuviera a su vez haciendo una investigación sobre cómo es el mundo de una escritora joven argentina, que estuviera preparando una crónica. Es más, ¡habría que contratarlo ya para que escriba ese libro! Sí, sería merecido.

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Entrevista

Nos quedamos un raro más con Laura, hablando de escritores — los de ahora, los de siempre—. En ningún momento deja de ser la misma chica frontal, sin vueltas, sin discursos reciclados para mostrarse inteligente o suspicaz. Nombra como grandes influencias a Clarice Lispector y Marguerite Duras, y me dice, mientras pagamos, algo muy interesante: “Hay cierto ritmo que encuentro en algunos libros escritos por mujeres, algo que tiende al caos, que me parece más realista. Quizás los escritores hombres tienden a ser más estructurados, no sé, muchas veces los leo y me digo: no, pero pará, ¡esto no es así!”

Laura Meradi, bibliografía: > “Alta Rotación”, Tusquets, 2009, 400 págs. > “Tu mano izquierda”, Alfaguara, 2009, 184 págs.

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Mini Repo

Foto © Alejandro Guyot

Margarita García Robayo

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1. ¿Cómo surgió “Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza” (Planeta, 2009)?

“Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza” se consigue en todas las librerías. El blog de Margarita: http://www.margaritagarciarobayo.com/blog/

Primero se me ocurrió la estructura: una serie de historias vinculadas entre sí –algunos vínculos más visibles que otros–, y cuyo tema de fondo era el de la soledad. Este libro lo empecé a escribir en el 2005, cuando me mudé a Buenos Aires, lo terminé a finales del 2006. Supongo que la sensación de desarraigo, la idea de estar sola en una ciudad desconocida fue un impulso importante para querer escribir sobre la soledad. Las historias fueron apareciendo a partir de imágenes que se me ocurrían o que veía por ahí, y casi nacieron vinculadas entre sí. Sabía que tal personaje tendría que tener una vecina con ciertas características, o una madre demandante y triste o un ex marido y una historia turbia en el pasado que la vinculaba con otro personaje del libro, y así. Lo pensé como una totalidad, quería que al terminar el libro quedara un poco la sensación de que estábamos hablando, más que de gente sola, de un universo solitario. 2. En tu blog aparecen artículos, crónicas y cuentos. ¿Has escrito alguna vez una novela? En cuanto al periodismo, ahora estoy dedicada sobre todo a escribir columnas cortas: una suerte de micro crónicas urbanas, del estilo de lo que hago (¿hacía?) en el diario

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Crítica –sección La ciudad de la furia–. Me gusta ese formato porque en sí mismo parece (es) una trivialidad, pero visto en su conjunto te dan una idea –un testimonio si se quiere– de cómo era una sociedad en determinada época de la historia. A mí me encantó enterarme de cómo era Nueva York en los veintes de la mano de Dorothy Parker, o el suburbio americano de los cuarenta/cincuenta de la mano de John Cheever, o Buenos Aires de los treinta de la mano de Roberto Arlt. Esos textos, más que de anécdotas, te hablan del estado mental de una era, y entonces pasan de lo trivial a lo inmensamente trascendental. En cuanto a las novelas, sí, escribí una justo después de terminar los cuentos, pero no me gustó y la deseché o la puse “en remojo” para retoramarla (o no) más adelante. Hace un mes terminé otra que estoy corrigiendo y esta me gusta más. Es una historia pequeña, pero creo que (espero) cargada de mucha densidad. Tiene cuatro personajes importantes y varios secundarios y todos contribuyen de alguna forma a generar el clima que quiero: el de una especie de decadencia irremediable de la condición humana, de la que no suele salvarse casi nadie. 3. ¿Cómo empezaste a escribir, y cómo llegaste al mundo de las editoriales? Empecé a escribir cuando aprendí, supongo. En el colegio recuerdo que vendía los ensayos que había que hacer para clase de castellano y filosofía. Me encantaba escribir ensayos y algunas compañeras no tenían ningún problema en pagarme por eso. Eso me gustó desde siempre: cobrar por escribir (je). En serio, encuentro pocas cosas más gratificantes que cuando me pagan por haberla pasado bien escribiendo algo. Pero empecé a escribir literatura recién cuando me mudé a Buenos Aires. Antes de eso nunca me pareció una posibilidad cierta, escribir literatura estuvo siempre, hasta hace pocos años, en el terreno de mis fantasías. A las editoriales llegué, no sé, naturalmente diría yo. Le dije a un amigo que trabajaba en una que tenía algo escrito, él me dijo que se lo mostrara, tardé un poco en llevárselo pero al final me decidí. Luego le dije a otro y a otro, y la verdad es que tuve suerte porque todos me hicieron alguna oferta y me fui con la que más me gustó. Yo siempre he sospechado que soy alguien muy afortunado, no viví el tema de la búsqueda de editoriales, ni casi ningún otro tema en la vida, con tanta zozobra como escucho y veo que algunos lo viven. También es cierto que no me tomo casi nada tan a pecho, si las cosas salen, bien, y si no salen lloro y sufro y me flagelo por un rato, por supuesto, pero después se me pasa y es como si nunca.

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4. ¿Qué autores han influenciado tu escritura? Supongo que me han influenciado todos los que me gustan: Nabokov, John Berger, Hemingway, Carson McCullers, John Cheever, Ballard, A.M. Homes, Loorrie Moore, Katherine Mansfield, Jonathan Franzen, John Fante, Annie Prouxl, Juan Goytisolo (el de los sesenta), Rohinton Mistry, y el grandiosísimo chileno Alejandro Zambra, entre tantos otros. ¿Qué autores de tu generación leés? De mi generación (no sé bien de dónde a dónde va, yo tengo 29) leo casi todo lo que sale y me llega. De Colombia me gusta especialmente Juan Gabriel Vásquez, de Argentina mi preferido es Carlos Busqued, de Chile Zambra. Y también hay un autor joven poco conocido que para mí es de lo más brillante entre mis contemporáneos, su nombre es Roka Valbuena y es chileno. –y en esta parte del cuestionario siempre me gusta agregar que, en mi caso, las influencias están, también, furiosamente atravesadas por las series de televisión más contemporáneas. Para mí, las series son uno de los aporte más importantes que se le ha hecho a la narrativa reciente. Series como The West Wing, The Wire, The Sopranos, Mad Men y otras, han revolucionado la manera de contar grandes relatos. 5. ¿Tenés pensado publicar algo este año? ¿Nos podés adelantar algo?

Foto © MC

No sé si este año, eso depende de la editorial, pero sí, estoy corrigiendo esta novela que te decía más arriba. Todavía no tiene título. Y tengo otro libro de cuentos empezado, estos mucho más largos que los anteriores, sobre la muerte.

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Laura Meradi

PAPÁ Y MARIELA

M

i papá no pudo haber elegido una mejor noche para decirme que se iba a casar: tormenta eléctrica, las calles inundadas, las luces de los otros autos apenas perceptibles y los limpia parabrisas que, a toda velocidad, no alcanzaban a barrer todo el agua que se nos venía encima. Iba preparada para una cosa así: no era la primera vez que mi papá me pasaba a buscar por la facultad porque necesitaba hablar conmigo y se largaba con una locura de esas. Pero aunque iba preparada, o porque iba preparada, apenas me lo dijo me puse a llorar, desconsoladamente, dejando que los mocos me llegaran hasta los labios. —Cinco años con Mariela, ¿y ahora te pensás casar?, ¿te hace falta? – lloraba yo—, ¿qué quiere?, ¿tu apellido?, ¿la herencia? Nunca me gustó que se me cayeran los mocos mientras lloraba, pero esa noche, con el sonido de la lluvia y el agua golpeándonos las ventanas desde todos lados, me pareció estético. —¿Qué necesidad tiene de llamarse igual que yo? No, papá, si le das mi apellido yo te juro que me empiezo a llamar Raúl. Pateé la guantera con mis botas de taco y miré hacia fuera. Es inconcebible, repetía para mí pero para que él me escuche, sin dejar de llorar. Inconcebible. Papá paró en un semáforo y me miró. Yo seguía llo- rando, creo que el día de lluvia me había deprimido un poco. —Dejá de hacer teatro, ¿querés?— me dijo papá. Entonces yo dejé de llorar en el instante. Ofendida, abrí la puerta del auto.

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—Sos un insensible— le dije, y me bajé. A pesar de que en la vereda estaba lleno de bares con toldos, yo me puse a caminar por la calle, hundiendo los pies en el agua que se había acumulado junto al cordón. Escuché el auto de mi papá, a mi espalda, que arrancaba. —Subí— me dijo. —Ni pienso— le dije yo, gritando. La gente de los bares nos empezó a mirar. Yo hacía como que no los veía y seguía caminando, con el auto de mi papá andando despacio a mi lado. Desde el auto, mi papá me gritaba cosas que yo apenas lograba escuchar. Un hombre salió de un bar y vino corriendo, tapándose la cabeza con un diario. ¿Estás bien?, me preguntó, asustado. Es un loco, le dije yo, me está siguiendo. El hombre me agarró de un brazo y me quiso llevar para el bar. Dejame, le dije, lo conozco, le pedí yo que me siga. El hombre me miró, miró a mi papá y salió corriendo nuevamente para adentro del bar. —Te vas a enfermar— me dijo mi papá— No seas ridícula, nos está mirando todo el mundo, subí. —Lo único que te importa es que no haga un escándalo y te haga quedar mal. No subo. Papá me siguió en silencio media cuadra más. Yo ya estaba empapada. Las botas nuevas ya estaban para el tacho. Sonó un trueno. Me sobresalté y seguí caminando, firme. Desde la vereda, un tipo un poco borracho me gritó que si me había peleado con mi novio el estaba dispuesto a casarse conmigo. Lo miré: estaba bueno. Sonreí y volví a mirar al frente.

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—No me caso— me gritó papá desde el auto. No le contesté, esperando que lo repitiera. Pero no lo repitió, así que le pregunté: —¿Qué? —Que no me caso. No me caso y listo. Yo paré. Papá frenó al lado mío y me abrió la puerta del auto para que subiera. —Repetilo— le dije. —No me caso. —¿Tan rápido cambiás de opinión?, ¿para qué me dijiste que te ibas a casar?, ¿me querés joder? —Subí— me dijo mi papá—. Te va a caer un rayo. Subí al auto. Tenía frío, empecé a temblar. —Me lo hacés apropósito— le dije— Te gusta verme así. Saqué mis cigarrillos: estaban empapados. Del bolsillo de la camisa de mi papá le saqué su atado de cigarrillos. Me prendí uno. —Está embarazada— me dijo papá. Yo me reí, irónica. Nunca me imaginé que mi papá, a esa edad, podía tener un hijo. —¿Cuántos años tenés, papá?, ¿necesitás que te diga cómo se pone un forro? Fumé, nerviosa. Ya no podía llorar: mi papá me acababa de decir que no quería casarse pero que había dejado embarazada a la novia; yo tenía, entonces, que encontrarle una solución. —Que aborte.

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—Ya le dije— me dijo—. No quiere. —No se lo habrás dicho muy convencido. Repetíselo, a ver si se anima a tenerlo si vos no te hacés cargo. Prendí la calefacción. Cerré todas las salidas de aire menos la que estaba de mi lado, para que el aire caliente me apuntara directamente a mí. Esperé que se calentara un poco el auto y después me saqué el pulover y la musculosa, todo junto. El corpiño también estaba mojado. Me escurrí el pelo con el pulover y después sacudí la cabeza. Sabía que el pelo mojado me quedaba bien cuando estaba desprolijo y un poco sobre la cara. —Te convertiste en un pelotudo— le dije—. Ojalá mamá te hubiese podido dominar como te dominan ahora todas esas minas. Papá no me contestó. —Le voy a hablar— me dijo. —Si te casás yo me llamo Raúl, y si le das el nombre a ese pendejo yo me pongo el apellido de mamá. Papá siguió manejando. —¿Querés venir a dormir a casa?— me preguntó. —¿Y Mariela? —Nos peleamos, no vino en toda la semana. —Sos tonto— le dije yo—. Me hubieses llamado antes. Papá me miró, unos segundos. Yo metí la panza disimuladamente y seguí mirando al frente, haciendo como que no lo veía. Después volvió a mirar a la calle. —¿Me haces el favor de ponerte algo, Mariela?— me dijo—. No me gusta que andes mostrando las tetas en el medio de una avenida.

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—No seas ridículo, pa. Es de noche y llueve, ¿quién me va a mirar? Me miré. Todavía se me notaban los pezones duros por el frío. Me acomodé el aro del corpiño para que me alzara un poco más las tetas. Me miré la panza, todavía húmeda, y me desabroché el primer botón del jean para que desapareciera ese rollo abdominal. Un rollo abdominal que denunciaba la misma panza de nena que papá me mordía todas las noches, cuando todavía vivía con mamá, y yo le pedía por favor, por una noche más, que durmiera conmigo.

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Margarita García Robayo

LOS ÁLAMOS Y EL CIELO DE FRENTE 1.

F

ederico tomó su mano, la puso sobre la manija metálica de la maleta, que estaba helada. –Buen viaje –le dijo. Y eso fue todo. Ema se quedó parada, esperando que dijera algo más. Él miró el reloj y se dio vuelta. Ema se acercó a la mujer que recibía los pasabordos, lo entregó y, antes de meterse en la sala de espera, volvió a mirar la espalda de Federico, alejándose. –Fede –lo llamó. Él se dio vuelta, torció la boca. Esa mueca le desbalanceaba la papada; como si un lado de la cara le pesara más. Había engordado en los últimos meses. Ema también, pero ella tenía una buena excusa. Realmente ninguno de los dos habían sido nunca personas agraciadas. Eran bastantes feos y esa coincidencia debía bastarles para hacerse la reverencia mutuamente. –¿Qué pasó ahora? –dijo Federico, impaciente. –Te llamo cuando llegue, ¿sí? Así hablamos bien. No sé… me parece que tenemos que hablar bien y quizá el teléfono ayude. Federico se había puesto las manos en los bolsillos y ahora alzaba los hombros en esa pose en que el cuello le desaparecía. –¿Ayude a qué? –la voz era un gruñido permanente. Ema trató de decir algo más, pero él seguía hablando: –No tenemos nada que hablar, no quiero hablar más contigo nunca más. ¿Se entiende? Cuando vuelvas ya no estaré en el departamento, a Dios gracias. Salúdame a tus padres, por favor –se dio vuelta y siguió andando antes de que ella pudiera contestarle.

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–Hijo de puta –murmuró Ema, mientras hacía la fila para abordar. Mejor, se dijo, así no tendría que ocuparse ella de ninguna de esas cosas incómodas como dividirse los devedés. Que se llevara lo que quisiera, que se largara de una puta vez, si sólo servía para atormentarla. –Siga por el pasillo izquierdo, por favor –le indicaba la azafata. Le habían dado una ventana, eso estaba bien. Podría mirar las nubes flotando a su misma altura. Podría respirar muy cerca del vidrio hasta empañarlo y escribir el nombre de Federico, y después tacharlo, y después dibujar una cara redonda con mucha papada. Era mejor así, volvió a decirse, que se fuera cuando ella no estaba: una maravilla, la verdad. Se sentó en la ventanilla, se puso el cinturón y pensó que se tomaría todo el whisky que hubiera a bordo. –Me duele, mamá –al lado de Ema se había sentado una nena que tenía los párpados pintados con una sombra escarchada, tonos fucsia. Se tocaba un colmillo flojo: se lo movía. Ya había hecho eso varias veces antes. –No te lo toques –dijo la madre, que ocupaba el lugar del pasillo, y le sostuvo la mano por la muñeca. En la otra mano la nena tenía un chupetín azul, que despedía un olor fuerte a desinfectante de baño. –Sigue con tu caramelo –dijo la madre–, hiciste un escándalo para que te lo comprara. –¡No! –la nena zafó la mano y le dio un golpe a Ema en la teta izquierda. –Auch –Ema apretó los ojos de dolor. –Disculpe, por favor –dijo la madre.

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–¡Me duele! –dijo la nena y entró en un ataque salvaje de tos y llanto. Un ataque de gritos y pelos revueltos, húmedos de sudor frío. Ema miró la ventana, buscó las nubes: era de noche. La nena seguía tosiendo, gritando, y su madre hacía “shhh”. Ema miró al frente, trató de pensar en otra cosa que no fuera ese llanto insoportable, o en su pezón hinchado. Respiró hondo, sacó del bolsillo de la silla la revista de la aerolínea: “Descubra Patmos”, decía en la portada. Al fondo una playa y, en el primer plano, una pareja con trajes griegos, brindando. Alguna vez Federico le había dicho que fueran a Grecia. No a Patmos, no se acordaba a dónde pero seguramente era un lugar más obvio, más de postal. A Ema no le gustaban los lugares demasiado bellos, o al menos eso le había dicho. Federico no entendió. “Odio la belleza, por eso te amo ti”, le explicó ella, bromeando, y extendió la mano para acariciarle la mejilla, pero Federico justo se dio vuelta y ella le metió el dedo en el ojo. “¡Eres el ser más torpe del universo!”, le había gritado él. A ella le dio tanta rabia que, con la misma mano con la que lo habría acariciado si su ojo no se hubiese atravesado, lo abofeteó. –¡Por Dios, Natalia! –gritó la madre de la nena. Ema sintió que algo caliente y pegajozo le chorreaba por el brazo–. Disculpe por favor, qué vergüenza… La nena tosía desaforada. El escupitajo en el brazo de Ema tenía una parte azul y una parte roja: la sangre del colmillo, seguramente, que se había desprendido y caído en su regazo. La madre se levantó del asiento y jaló a la nena del cuello del trajecito y el chupetín aterrizó en la silla. –Tome –una azafata le extendía un bultito de servilletas, los gritos de la nena se oían ahora al final del pasillo. Ema

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se pasó la servilleta con fuerza por el brazo. La textura blanda del gargajo bajo el papel le hizo sentir nauseas. Cerró los ojos y sintió un golpecito en su hombro. –¿Sí? Era la azafata, que si se quería cambiar de asiento, preguntaba, que el avión estaba lleno, pero había un lugar adelante: guiñó un ojo. Ema se levantó, sacó su equipaje de mano y siguió a la azafata. Sólo hasta que se vio sentada en esa silla enorme y confortable, se dio cuenta de que se había llevado en la mano el diente de la nena. Lo guardó en su cinturón de viaje, junto con los documentos. Sería la primera vez en su vida que viajaba en business. 2. Un ruido en el techo la despertó. Eran pasos rápidos de algún animal pesado. Una zorra, quizá. A veces arañaba el cielo raso y chillaba como pidiendo ayuda. Ema se tapó la cabeza con la almohada, la aplastó fuerte y enseguida se la sacó: la tiró al piso y se sentó en la cama. ¿Por qué no sacaban de ahí a ese pobre animal? Lo recordaba de toda la vida. Afuera, alguien encendió una licuadora. Ema se levantó y caminó hasta la sala. Había cuatro fuentecitas artificiales, una en cada esquina, haciendo todo el tiempo ese sonido de cascada. Había móviles metálicos tintineando en las ventanas. Había una pecera en la mesa ratona, que contenía cuarzos de colores. Había almohadones abullonados sobre los sillones. Ema entró a la cocina, su madre estaba de espaldas a la puerta licuando algo muy verde. Sostenía el teléfono inalámbrico entre la oreja y el hombro y hablaba; su voz le llegó como un

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látigo, un golpe seco en la nuca. –Emanuella viaja en clase business, siempre lo hace, y me parece muy bien que lo haga. Ha estado muy estresada últimamente, con todo lo que pasó no es para menos… –¿Mamá? –la llamó. Su madre echaba hojas de acelga en la licuadora y seguía hablando. Llevaba una bata de tela hindú que dejaba ver su ropa interior. Un brasier enorme, un calzón gastado. Ema se sentó en el comedor de plástico, apoyó los codos en la mesa, la barbilla en las palmas de sus manos. El reloj de pared marcaba las nueve. Hacía años su madre le había enviado un reloj de pared bastante parecido a ése. Era de acrílico transparente y estaba lleno de un líquido tornasolado que iba cambiando de tonalidad a medida que pasaban las horas: “Convierte tu volubilidad en algo bello”, decía la tarjeta. Ema lo botó sin sacarlo de la caja. –…sí, ahora ya está mejor –su madre apagó la licuadora y se dio vuelta–. Hablamos luego, querida, adiós –y colgó. Sirvió un vaso del menjurje verde y le ofreció a Ema, que negó con la cabeza. –Es excelente para las articulaciones, Emanuella, te vendría bien probar un poco –se tragó el líquido a borbotones. –¿Con quién hablabas? –preguntó Ema. Su madre lavaba el vaso. El grifo de la cocina tenía poca presión: Ema se preguntó si eso también tendría que ver con el Feng Shui. –¿Qué quieres desayunar? –preguntó su madre. El diálogo no era algo que se le diera de a mucho. Los parlamentos de su madre respondían a su monólogo interno, nada más. –Café –dijo Ema. Bostezó –¿Por qué dijiste que siempre viajaba en business? Nunca viajé en business, tú estás convencida de que soy Carolina de Mónaco, y no lo soy…

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–Hay leche de soja, ¿le pongo leche? –su madre sacó una caja de cartón de la heladera. La abrió y estaba a por inclinarla sobre el café que le había servido a Ema. –No quiero soja –dijo ella. Su madre metió de vuelta la caja en la heladera, le llevó el café y se sentó frente a ella. –Tenemos que planear muy bien estos días, hay horarios muy estrictos para visitar a tu tía Ana. Ahora voy a llamar a la doctora para ver si nos permite pasar hoy, así sea un ratito… Se va a poner tan contenta de verte, siempre me pregunta por ti, aunque está un poco perdida la pobre. Ema soplaba el café. Su madre tenía un resto de líquido verde en la comisura del labio. Recordó el gargajo de la nena del avión y le dio asco. Sacó una servilleta del servilletero que había en la mesa: un gran girasol de goma. –Límpiate –le dijo a su madre extendiéndole la servilleta– tienes la boca verde. Su madre se enjugó los labios, la mancha verde no desapareció del todo, sólo se dispersó. –Hace muy bien al hígado ese jugo, ayuda a digerir lo indigerible. Es una receta que aprendí en el curso de Vida Sana. Te dije, ¿no?, lo del cupón de la revista que… –Sí, me dijiste –Ema sorbía el café. Su madre se quedó callada, como si se le hubiese olvidado la siguiente línea y estuviera tratando de recordarla. –¿Dónde está mi papá? –dijo Ema. Su madre había agarrado el control del equipo de música y lo apuntaba. Sonó algo tipo New Age–. No me gusta que inventes cosas de mí, mamá, la verdad no entiendo cuál es el placer que sientes al mentirle a tus amigas acerca de mí. –No sé de qué hablas, querida, ¿te despertaste de mal

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humor? –su madre se levantó, fue hasta la mesada: desenvasó el líquido verde de la licuadora en una jarra de vidrio y la metió en la heladera. Luego se puso a lavar la licuadora. Ema terminó su café en tres grandes sorbos. El primero le quemó un poco la garganta, los otros dos pasaron bien. En la taza, la borra formaba una figura confusa. Una figura de nada, un montoncito marrón sin son ni tón. Se levantó de la mesa. –Me voy a bañar –dijo. –No te comprometas con nadie para esta tarde, Emanuella. ¿Con quién mierda se iba a comprometer? No conocía a nadie en esa ciudad. Todos se habían ido, como ella. Ahora su madre tenía de vuelta el teléfono en la mano y marcaba un número. –No estoy estresada, mamá, y nunca viajo en business –su madre seguía concentrada en las teclas del teléfono. A Ema le pareció que marcaba más números de los necesarios, como si estuviera llamando a Tokyo–. Fue un premio de consolación porque una culicagada me vomitó encima y les di lástima... Doy lástima, ya deberías saberlo. La licuadora se escurría en el secaplatos, formaba un charquito verde. No tan verde como el jugo, un verde diluido. Su madre lavaba mal. Siempre lavó mal. Le quedaban restos de cosas en la vajilla: restos de comida, restos de jabón, huellas digitales sobre espuma seca. –¿Aló?, sí, necesito hablar con la doctora Jaimes, por favor, es de parte de un familiar de la paciente Ana Soto –Su madre agarró un repasador y lo pasó por la mesada en un movimiento circular. Quedaron órbitas blancas adornando la

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superficie: grasa vieja debía ser– Sí, gracias, espero. Ema seguía de pie, frente a la mesa de plástico. Se toco la barriga, era una pellejo colgante, fofo. –Detesto que inventes cosas de mí, tendrías que decir la verdad o no decir nada… –tenía ganas de llorar. Su madre se dio vuelta, sudaba a chorros; la miró y se llevó el índice a los labios: –Shhh. Ema fue a bañarse. 3. Salió de la ducha escurriendo agua. El celular estaba sonando desde hacía un rato. Ni siquiera sabía que allí le funcionaba el celular. –Hola –contestó. Era Federico. No sabía qué hacer con la ropa del bebé. –Dónala –contestó ella. –Eres el ser más perverso del universo. Ema colgó. El celular volvió a sonar casi enseguida. Ella buscó una toalla y se envolvió el pelo mojado. Le dolía la cabeza. –Hola –contestó. –Voy a quemarla, sólo quería que supieras –estaba furioso. Ella estaba desnuda, se sentía vulnerable, en desventaja. Le parecía tan injusto que él pudiera llamarla cuando se le diera la gana y agredirla con cada cosa que se le ocurriera. –Has lo que te de la puta gana, Federico, a mí me tiene sin cuidado. Y deja de llamarme, no quiero oírte más,

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me tienes harta con esa voz de víctima. –¿Te parece que no soy una víctima? –ahora se reía con esa risa seca, cínica, falsa. –¿Ahora me vas a decir que tu estabas dichoso de la vida? ¿Qué nunca dijiste “maldita sea cuándo nos pasó esto”? ¿“Esto”, dijiste, te acuerdas? ¿Te parece que puedes juzgarme, idiota? –Claro que puedo juzgarte, de hecho, debería hacer que te juzgaran, pero no pienso entrar en esta discusión ahora. Y no me provoques porque si me diera la gana podría decírselo a todo el mundo, podría… –No te estoy provocando, ¿no oíste bien? Te estoy mandando a la mierda, no quiero que me llames, quiero que te mueras. –¿Quieres que me muera yo también? Tendrías que revisarte la cabeza, psicópata –Federico colgó. Ema temblaba. Quizá porque estaba desnuda y mojada; quizá porque el hijo de puta de Federico la había alterado otra vez. El médico le había dicho que evitara las discusiones, que “ya todos habían tenido demasiado”. ¿Demasiado de qué? qué médico desgraciado, venir a meterse en la intimidad de sus pacientes. Las sienes le palpitaban. Se sacó la toalla de la cabeza, se frotó el pelo. El espejo estaba donde siempre había estado: en la puerta de la habitación del lado de adentro. Todavía tenía unas calcomanías de Jem and the Holograms. Ema se acercó, se paró lo más derecha que pudo y se miró de frente. Incluso en su pose más erguida era jorobada. Y esa barriga, ese maldito pellejo: la cicatriz le iba de extremo a extremo y era rojiza. El tajo estaba mal hecho, había quedado torcido y eso hacía que el resto de su cuerpo se viera también desbalanceado. Las

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tetas eran lo único que había mejorado. Las tenía hinchadas porque para ese momento todavía debía estar lactando. Casi todos los días tenía que ordeñarse: tenía tanta leche que a veces se le salía sola. Cuando pasaba más tiempo del usual sin ordeñarse, le daba miedo que, al momento de hacerlo, el chorro de leche le saliera con tanta presión que le destrozara los pezones. Se las tocó, las tenía duras. Se presionó un poco y salió un chorrito de leche claruchenta que se le resbaló por la barriga y aterrizó en la alfombra. –¿Emanuella? –su madre abrió la puerta. Ema trató de detenerla con las manos pero su madre ya estaba dentro, mirándola con una expresión que pasó rápidamente de la lástima al horror. Ema la empujó hacia afuera y le tiró la puerta en la cara. –Perdón –alcanzó a susurrar su madre y luego se oyeron pasos rápidos que se alejaban. 4. –¿Dónde está papá? –le volvió a preguntar Ema a su madre, en el taxi rumbo al psiquiátrico. Realmente tenía ganas de ver a su papá: era una de las pocas personas que le gustaban en el mundo. Su papá la hacía reír y nunca la tomaba en serio, eso le gustaba. “Me voy de casa, papá”, le había dicho, mochila al hombro, a eso de los trece años. Él la acompañó a la puerta, la abrazó: “Que te vaya bien, mi amor, vuelve cuando quieras”, entró y cerró la puerta. Ema regresó esa misma noche.

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Ahora su madre le daba indicaciones al chofer. Indicaciones absolutamente innecesarias: era el único hospital psiquiátrico que había en esa ciudad. Seguro que su madre no se referiría a su presencia asquerosa esa mañana frente al espejo, de ninguna manera, no era su estilo. Trataría de atacarla por otro lado. –Sinceramente, Emanuella, yo no quiero meterme, pero… –Entonces no te metas. –…es que la actitud de Federico se me hace muy desconsiderada. Cruel se me hace. –Cállate, mamá. –Digo, ¿venir a separarse justo ahora, cuando más lo necesitas? No entiendo nada –su madre subió la ventanilla, se abanicó con las manos–. ¿Podemos poner un poco de aire, señor? Ema también subió su ventanilla pero no del todo, no le gustaba sentirse encerrada. –Ya sé que me pediste no hablar del tema, Emanuella, pero yo creo que… –Me tiene sin cuidado lo que creas. ¿Para qué estaba allí? ¿Cómo era que se había convencido de que ir a ver a sus padres era una buena idea en ese momento? Ir a ver a sus padres nunca sería una buena idea. Y a la tía Ana, por Dios. Ni siquiera le caía bien la tía Ana, tendría que habérselo dicho a su madre cuando se empeñó en que fueran a visitarla: “Es tu tía preferida”. “Es una vieja decrépita, mamá, como tú”, eso habría tenido que decirle. Pero por esos días andaba harta de discutir. –Mamá, creo que adelantaré mi regreso.

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Su madre, que había estado callada mirando fijamente la ficha del taxista en el asiento delantero, se volvió a ella súbitamente. Tenía la boca un poco abierta y la expresión de su cara era una reacción a otro tipo de frase: “Mamá, creo que te vomitaré encima”. Sudaba. Ema recordaba los sudores de su madre desde que tenía uso de razón; siempre los atribuía a “a una cuestión hormonal”. Era como si hubiese padecido la menopausia toda su vida: era una menopausica crónica. –Haz lo que quieras Emanuella –la voz le temblaba, miró la ventanilla y en el vidrio se reflejaron sus ojos acuosos. Afuera, una fila de álamos bordeaba la ruta. Los álamos no eran árboles de esa zona, fue que un alcalde sofisticado los hizo traer de tierra templada y los sembró en las avenidas más grandes. El resultado fue ese paisaje precioso, tranquilo y delicado, que no tenía nada que ver con ese pueblo. El taxi se paró en la vereda del psiquiátrico. Se bajaron, su madre tocó el timbre y alguien salió: una enfermera que sonreía. Atravesaron un pasillo oscuro, hediondo a meo, hasta una habitación donde estaba la tía Ana en silla de ruedas. Las paredes estaban pintadas de celeste y había un olor fuerte a remedio. La cama de la tía Ana era de una plaza y en la mesita de noche tenía una radio, una foto de ella misma, joven y sonriente: un copete gigantesco adornándole la cara. No era linda ni fea. Y hasta donde Ema recordaba tampoco era especialmente talentosa en nada. Era una absoluta simplona. Su madre era distinta: tampoco era talentosa en nada, pero justamente se caracterizaba por su mediocridad escandalosa en casi todo lo que hacía. Ponía un gran empeño en ser mediocre.

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–Se mantiene espléndida, ¿viste? –dijo su madre señalando con el mentón a la tía Ana. Ema asintió. Si no fuera porque se la veía un poco perdida, pensó, sería la misma tía Ana de hacía veinte años. Tenía menos arrugas que su madre, y eso que era bastante mayor; tampoco se había engordado tanto. Su madre, después de ser sílfide toda la vida, se había hecho vegetariana a los cincuenta y después no paró engordar. “Se ha convertido en un gran buñuelo”, le había dicho su padre, hacía unos meses por teléfono. –Espléndida –repitió su madre, no le gustaban los baches en las conversaciones. –Es porque no tuvo hijos –dijo la enfermera y la tía Ana sonrió como si hubieran mencionado alguna virtud maravillosa de su persona. –¿Cómo no? –dijo la madre de Ema, que se había parado detrás de la silla y le peinaba el pelo ralo con los dedos– yo siempre fui como una hija para ella. La tía Ana se volvió a mirarla con ojos inexpresivos. Después se volvió hacia Ema, que estaba parada enfrente. –¿Qué hicieron con el cuerpito, Emanuella? –largó. Ema se quedó de una sola pieza. Su madre inmediatamente intervino: –Hace un día radiante, Anita –rodó la silla de ruedas hasta la ventana. Ema se sentó en la cama, el corazón le latía muy rápido y se le había plantado un aire en la costilla. La enfermera, una mujercita pequeña y delicada que estaba en el umbral de la puerta, la escudriñaba. Ema le sostuvo la mirada por unos segundos y luego dijo:

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–¿Qué miras, estúpida?

5. Esa misma noche hizo su maleta y llamó un taxi para que la llevara al aeropuerto. Todo lo que había dicho su madre era que le parecía una pérdida de dinero innecesaria: se refería a la penalidad que tendría que pagar por el cambio de fecha. Su padre seguía sin aparecer, habría querido al menos saludarlo. Ema se había puesto su cinturón de viaje y esperaba en la mesa de la cocina. Su madre preparaba un guiso de atún y todo olía muy fuerte. Ema miraba el reloj de acrílico cada dos segundos. Quería irse. Todavía no sabía cómo había llegado hasta allí. Era como si el día anterior hubiese aparecido de pronto en el aeropuerto, con Federico y su actitud de mierda. –Qué pena que no vi a papá –dijo Ema muy bajito. Su madre no contestó– ¿Me puedes decir al menos dónde está? ¿Dónde lo tienes escondido? –¿Te gusta con mostaza, Emanuella? –dijo su madre y sostuvo un frasco amarillo en alto, la cuchara en la otra mano, esperando para ser zambullida. Ema se levantó de la mesa, quería recorrer la casa. Atravesó la sala con el murmullo de las fuentecitas y salió por atrás, hacia el jardín, que era un patio de tierra con algunos arbustos en el contorno y hojas secas que nadie barría hacía mucho. Al fondo había una especie de baulera con porquerías, trastos viejos. En el medio había un farol y un banco de piedra que alguna vez

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había servido de soporte para una mesita de té improvisada con un triplex. Se sentó allí. Antes, el jardincito tenía la gracia de la vista abierta: los álamos y el cielo de frente. Ahora habían construido un edificio detrás. Las ventanas del contrafrente tenían macetas de plástico y ropa tendida; las paredes estaban tiznadas. El jardincito se había convertido en un lugar frío y oscuro porque no le llegaba el sol. Cuando era chica, Ema invitaba a sus amigas del colegio a hacer picnics en el jardincito. Su madre les extendía un mantel en el piso y, después de comer, se echaban allí, panza arriba, a mirar las nubes y a cantar y a casarse con los chicos del curso. Una vez había llevado a Federico a su casa, muy al principio de todo. Le enseñó el jardincito, que todavía tenía vista abierta, y se echaron en el piso a mirar las nubes. El cantó “Me and Boby McGee” con muy mal acento. Dijo que esa canción se parecía a ellos. Ema pensó que era totalmente cierto: “Es totalmente cierto”, dijo, enfática. Fue una de las pocas cosas con las que estuvieron de acuerdo de movida. La puerta de la baulera se abrió y Ema vio salir a su padre que, cuando la vio, intentó volver a entrar, pero ya era tarde. –¿Papá? –Ema se levantó y amagó con acercarse, pero su padre dio un paso atrás, impulsivo, asustado. –Emanuella –dijo. Se aclaró la garganta y se alisó la camisa a cuadros de tela muy delgada. Estaba despeinado, la pata derecha de sus lentes estaba adherida a la montura con cinta pegante. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró el piso. Ema también miró el piso, una fila de hormigas salía de un arbusto y se extendía hasta la antigua casita del perro, que recién descubría arrumada en una esquina.

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–¿Has estado todo el tiempo acá, papá? –preguntó Ema. Su papá dio unos pasos adelante, se sacó los lentes y limpió los vidrios con la camisa; se los guardó en el bolsillo y se aplastó el pelo con las manos. Alzó los hombros. –Es que me hice un tallercito, no sé si tu madre te dijo. Volví con eso de la carpintería y, bueno, qué se yo... –¿Qué? Su padre respiró muy hondo. –Para mí es una situación difícil, Emita. –¿Qué situación? –Bueno, todo. Y me pareció que tu madre lo iba a hacer mejor que yo, y la tía Ana, claro, que siempre quisiste tanto. Yo no iba a saber qué decirte, yo… Ema sintió un puño metálico y frío en medio del pecho. –Hablaste con Federico. Su padre bajó la cara. Los ojos de Ema se le llenaban de lágrimas, pero se contuvo. –Papá, yo… –¿Cómo lo pasaron hoy? –su padre se sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo puso en la boca, apagado. Ema no dijo nada, lo vio con la cabeza gacha, evitando mirarla; las manos en los bolsillos, tratando de no parecer tenso. Sintió pena por él. –Ya pedí un carro para que me lleve al aeropuerto –dijo. Su papá asintió, los ojos todavía en el suelo. Se pasó las manos por la cabeza, se guardó el cigarrillo y, después de respirar hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en un pantano hediondo, alzó la cara.

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–¿Viste ese armatoste que nos hicieron allí? –señaló el edificio, caminó en dirección al farol, cuando pasó por su lado Ema sintió el olor familiar a colonia de cardamomo. Su padre dio vuelta a la bombilla y el farol se encendió con una luz débil y amarillenta. Después se sentó en el banco con las piernas muy abiertas: era un banco bajo, parecía una rana. –Es un horror, Emanuella, ¿no te parece? Toda esa gente mirando el jardincito. Cuando arrancó la obra quise hablar con el arquitecto jefe. Era amigo de un primo de Julio, mi compañero de la frutera ¿te acuerdas de Julio? Ema asintió: los brazos cruzados, muy apretados contra el pecho; le parecía que las tetas otra vez se le estaban derramando. –…ese Julio era un plato. Pero, bueno, me consiguió una cita con el arquitecto y lo vi al tipo: todo un señorito de sociedad. Me dijo a todo que sí, que tenía razón, que por supuesto, que patatín patatán. Y cuando le pregunté qué pensaba hacer me miró sorprendido y me dijo “¿ah, usted quiere que yo haga algo?” –su padre se reía. Ema lo recordó haciendo bromas en la cena: “mira, Emanuella, un pajarito violeta…” y cuando ella volteaba a mirar el pajarito su papá le sacaba la presa de pollo o el pedazo de carne y lo ponía en su plato. –En fin, que las cosas han cambiado por acá –dijo mirándola de frente, los ojos reducidos por los años y la miopía–, pero tampoco tanto. Ema volvió al banco, junto a él. Respiró hondo y sintió un ardor en la barriga. Recordó que, salvo el café de la mañana, no había probado bocado en todo el día. –¿Por qué lo hiciste, nena? –un hilo de voz salió de su boca, su mano tocó tímidamente la de ella. Ema alzó

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los hombros. Miraba la hilera de hormigas que moría en la casita del perro. O quizá nacía allí y moría detrás del arbusto. –No sé –sentía los ojos chiquitos de su padre incrustados en el pómulo, estaban tan cerca en ese banco que, si ella decidía enfrentar su mirada, sus narices se rozarían–, no sé qué me pasó. Su padre mudó los ojos al piso. Ema lo miró de reojo: el entrecejo fruncido, su boca una mueca triste. –Papá –Ema quería decirle algo más, no sabía muy bien qué, la voz le temblaba. Él levantó la cara y la miró, expectante. –¡Emanuella! –su madre salía de la casa. Ambos se volvieron a mirarla, traía el teléfono inalámbrico en la mano. Ema estuvo segura de que había estado espiándolos y que, cuando vio que se miraron, salió disparada. Se paró frente a ellos, a una distancia que le permitió estirar el brazo al frente y, por muy poco, no golpear la cara de Ema con el aparato–: es Federico. Ema se preguntó si ella también sabría, pero enseguida se contestó que no: su padre no le haría eso. Agarró el teléfono, desganada. –¿Qué quieres? –¿Qué hago con la almohada? –la voz de Federico sonaba carrasposa, le pasaba eso cuando lloraba. Ema tocó el cinturón de viaje, pensó que si se iba ahora lo encontraría todavía en el departamento. No sabía si quería eso. –¿Y? –dijo Federico. –¿Y qué? –palpó con los dedos el diente de la nena del avión, lo presionó muy fuerte, hasta que le dolió. Su mamá y su papá seguían allí, contemplando el éter.

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–¿Que qué hago con la almohada? –insistió Federico– ¿También quieres que la done o prefieres conservarla como recuerdo? Ema colgó. Nadie dijo nada. En una de las ventanas del edificio había un gato que miraba el vacío. Una cortina flameaba a sus espaldas. Su madre le sacó el teléfono de la mano. –¿Todo bien, Emanuella? –preguntó dándose vuelta, caminando hacia la casa, sin esperar una respuesta. Antes de entrar anunció que la cena estaba servida, que fueran pronto porque se iba a enfriar. Ema miró a su padre, se había vuelto a poner los lentes: se levantó rápidamente del banco y se sacudió la bota del pantalón. –Malditas hormigas –le puso a Ema la mano en la cabeza y le revolvió un poco el pelo, como le hacen a los chicos. La luz del farol lo iluminaba muy de cerca: su cara tenía el color ceniciento de los viejos. –Papá –dijo ella. Él avanzó rumbo a la casa. –Vamos, Emita, que se enfría.

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Carolina Sborovsky

LA VORACIDAD I

Cuesta entender cómo semejante mole salió de algo tan chiquito. Mi vieja es tan menuda, de voz suave y huesos mínimos. Mi hermano es un pantagruel gritón, excesivo por donde se lo mire; uno de esos vínculos que se entienden más como gesto de fe que de sentido común, si algo así existe, y más si se da a luz en el 77.

II

enero de 1976 Por qué no decorás un poco, cuenta mamá que le aconsejó otra detenida en Córdoba. No vale la pena, en cualquier momento salgo, le contestaba ella. Estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, por esos días tecleante pero aún vigente. Parece que eso la salvó. Pero ese cualquier momento se estiró demasiado, y un jueves decidió que ya era hora de que algo cambiara y decoró la celda. Al otro día mi hermana tomó la teta mirando posters de boxeadores en shorcitos turquesa.

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III enero, febrero y principios de marzo de 1976 “Los martes, orquídeas” pienso ahora como posible título del fragmento. Los martes era día de cine en la cárcel. Entonces se juntaba el pabellón de mujeres con el de hombres. A nadie le importaba qué película pasarían. Seguro alguna nacional, aleccionadora, pudo haber sido “Los martes, orquídeas”, por qué no. A Nora, otra detenida en Córdoba que hizo buenas migas con mi vieja, empezó a gustarle Alfonso y parece que viceversa. Uno de esos martes, alguno después de que mi vieja decorara su parte de la celda, Nora también tomó una decisión. Empezó a chapar con Alfonso.

IV principios de marzo de 1976 Tenía un pantalón de lino blanco patas de elefante y otras reliquias que le prestaron algunas detenidas: zuecos de cuero, un corpiño sin bretel, alargador de pestañas. Una pena que le habían sacado la vincha. Dice mamá que estaba muy linda, salvo el detalle de la musculosa que se había transpirado en la sisa. Le ofreció su ropa. Nora eligió una remerita azul, de streech, escote en v. Y marchó a la visita higiénica, la primera, que habían pedido con Alfonso unos días atrás. Todo un

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pabellón pendiente del evento. Mi vieja se perdió saber cómo le fue porque ese mismo día, y sin que nunca supiera por qué, le avisaron que salía. Ya. Volvió a ver, feliz, las calles de Córdoba a la intemperie, pasó por el cine Odeón y se acordó de Nora con su remera azul –¿qué tal la estaría pasando con Alfonso? –. Después sintió un deseo voraz de tener otro hijo.

V

En enero del ´77 nació mi hermano. Inmenso. Con sus casi 5 kilos, cuenta mamá que nació solo, facilísimo.

VI

Unas semanas después de que mi vieja saliera de la cárcel aparecieron noticias de Nora en “La voz del Interior”. Decía que durante el traslado de detenidos, el unimog del ejército había sido interceptado por la guerrilla, que así había muerto. ¿Cómo le habrá ido con Alfonso?

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VII Nadie puede creer que semejante persona salió de ese cuerpito. A veces hacemos chistes. Que mi hermano, monstruo angurriento, se tragó a su gemelo, que tendría que hacerse ver si esos quistes que tiene nos son los restos de otro bebé con quien compartió los primeros meses de gestación, que pasó por Chernobyl, que es hijo de un N.N., un boxeador de gira o un militar robusto pero de poca monta, enterrado en alguna fosa común cerca de Río Tercero. A veces no decimos nada porque nos damos cuenta de que ya nos estamos pasando.

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Jimena Antoniello

SUBORDINADA CIRCUNSTANCIAL

¿T

e acordás de aquella frase, más bien pregunta, que me hiciste hace años, mientras duró mi exilio voluntario en esos dominios solitarios y flamantes, sí, era en una de esas varias cartas con sellos baratos que nos enviamos cada mes, a modo de tertulia tímida y prudente pero con colores íntimos y subjetivos (aunque nunca te atreviste a tanto ni yo tampoco), donde me preguntaste en la posdata, como rogando una confesión, si estaba enamorada de alguien; ahora te cuento ya que el tiempo me lavó la frente y los ojos, te cuento que me dio mucha risa leer esa frase impresa con tinta vieja, donde tu duda simulaba una confidencialidad inocente que me llagaba la piel; una inconciencia de tu parte porque de haberte dicho la verdad, de haber emergido de mi traje ridículo para referirte mi dolencia, mi desazón y mis ganas locas de un contacto con las manos tuyas, o tu boca, o lo que fuera, me daba lo mismo un pañuelo que una corbata, pero algo tuyo que fuera manifiesto, entonces hubieras huido sin decir nada, deslizándote entre tus años y tu trabajo, la responsabilidad de un esposo y la incapacidad de mi juventud; pero en ese entonces te hubiese vociferado desde lejos, hubiera arañado el velo que oscurecía tus ojos con tal de sentirme redimida y feliz de extirparte de mis venas de una vez para siempre y suprimir (porque ya te comenté que no creo en el olvido) tu apellido de mis días al decirte que esa respuesta era tan obvia y tan tonta como la misma pregunta tuya, era un círculo cerrado, si serás bobo nunca te diste cuenta de nada, si serás bobo te lo respondí mil veces en versos torcidos y enunciados célebres a base de subordinadas circunstanciales y objetos indirectos; ahora con los años se me ocurre pensar, mirá que estupidez la mía, pensar que tal vez la pregunta era insinuante

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y en realidad lo que pretendías era corroborar una idea que ya habías intuido, o incluso saciar tu ego masculino y longevo con un si bajito e inexperiente de alguien que nunca tuvo el valor de confesar lo que sintió con tanto ímpetu, con tal de hacer un bien y ocultar la verdad de toda una juventud junto al deseo truncado de sexo contigo o muestra de coste aproximado; pero esto vino a cuento en esta tarde caliente de un verano escéptico nuevamente lejos de mi casa y de vos, ya sin rencores y sin ansias, solamente con una tenue reminiscencia pasajera de una existencia que dejo atrás y una postal que no contestaste jamás, y entonces la duda me atravesó la sien como una aguja caliente para devolverte la misma, esta vez con tono jocoso y melancólico, y saber si en realidad vos querías que mi respuesta fuese afirmativa y coincidiera mi nombre con el tuyo; te acordás de la frase, más bien de la pregunta?...: —¿Estás enamorada? —indagaste. ... Fue de vos.

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Ramiro Sanchiz

PISADAS Hacia las afueras de Punta de Piedra hay un bar, allá lejos, en la extensión agreste que separa al pueblo de la carretera que va a Castillos. Se trata del único lugar que conozco ubicado a la vez en más de un universo; allí iba mi abuelo a tomar grappa con yuyos acompañado casi siempre por uno de nuestros vecinos, un dentista cincuentón y viudo por el que yo tenía un gran cariño y al que llamaba Tío Pepe. Una vez les pregunté si podía acompañarlos y mi abuelo se negó. Cuando seas más grande, dijo, y yo asumí que lo decía por las bebidas alcohólicas, los juegos de cartas por dinero o, también, por los chistes subidos de tono que mi abuela no le dejaba hacer cuando yo estaba cerca. Al día siguiente convencí a mi amigo Marcos de que aquel lugar guardaba secretos fascinantes (no recuerdo de dónde saqué semejante convicción). Salimos pedaleando hasta el final del pueblo y un poco más allá, para encontrar que el bar era un prisma gris rodeado por nada excepto malezas y el camino de tierra. Estaba cerrado, así que no sirvió de nada acercarse y mirar la puerta, mirar las ventanas (en las que alguien había pegado adhesivos de mundiales de futbol, España 82, México 86 y otros que me parecieron absurdos pero que fascinaron a mi amigo) y sentarnos al borde del camino esperando que alguien apareciera y abriera el bar. Cosa que no sucedió; cuando se hizo evidente que sus padres y mis abuelos estarían preocupándose, regresamos. Estábamos a fines de febrero, en la última bajada del verano, esos días un poco frescos que anuncian el calor del otoño con dos semanas mediando entre el ocio en la playa y el comienzo de las clases. En Punta de Piedra nos quedamos apenas tres días más; al año siguiente no se habló del bar y yo empezaba a preocuparme por otras

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cosas; mi abuelo seguía yendo, aunque, me parece, bastante menos seguido que antes. Y quince años después regresé a Punta de Piedra. Llevaba demasiado tiempo sin poder escribir, pero algo sucedió en medio de la gira con Space Glitter que terminó por abrir una brecha para que escaparan esas palabras guardadas a presión. Sé que suena demasiado ingenuo o simple, pero no vale la pena indagar más, no ahora al menos; sí quiero detenerme en que aquel rebrote de mi escritura sirvió para que terminara de decidirme a dejar la gira y a Space Glitter. Sumado a que Perséfone también estaba resuelta a no tocar más con la banda y a que Guillermo, nuestro batero (¿quién dijo que los bateristas son el mejor amigo del músico?, repetía un Rex enfurecido), le pareció la oportunidad perfecta para huir hacia una vida más ordenada y apacible, Jon y Rex se vieron abandonados de la noche a la mañana, literalmente, con tormenta y todo. De vuelta al principio, dijeron, tratando de mantenerse de pie en el terremoto. Yo me sentía culpable, por supuesto, y la mejor idea que se me ocurrió fue organizar un toque, un último toque. Ellos estaban rondando el plan de seguir la gira, así fuese sin tocar, viajando de pueblo en pueblo del interior del país, de Brasil, de Argentina, de Paraguay, buscando… lo que fuese que buscaban, el alma de Sal Paradise por ejemplo. Yo sabía que no llegarían lejos, o al menos muy lejos, que de hecho ni siquiera iban a intentarlo, pero les seguí la corriente. Entonces recordé el bar y la inexplicable aura de encanto que tenía en mis recuerdos. El regreso a Punta de Piedra me había activado la memoria de aquellos años, casi saturándome, y por momentos parecía que eran demasiados recuerdos para una sola vida,

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especialmente en relación al bar, que, creía recordar por detalles arrancados aquí y allá a mi abuelo –de esos que muchas veces inventamos en nuestras memorias como si pintáramos un personaje más en un cuadro antiguo y luego otro y otro y al final, por acumulación o cansancio o por fallas en la vista, empezamos a creer que los primeros que pintamos en realidad estuvieron siempre allí—, guardaba un secreto o algún elemento maravilloso. Pero no sabía cuál o qué; sólo tenía esa intuición, como si en realidad lo supiera y fuera un conocimiento reprimido, como si fuese incapaz de contármelo a mí mismo aunque pudiera ser más fácil convencer a otros. —¿Este bar de mala muerte? –dijo Rex parado ante el prisma gris, con Jon resaqueado y yo tratando de sonreír— ¿Este bolichón? ¿Este pozo para veteranos juegatruco, comemaní y tomacaña? —¿No es genial? –les dije—, ¿terminar de verdad la gira, acá, con plena conciencia de que es el final? ¿Justo acá? ¿No le ven el lado decadente? La parafernalia glam de la banda versus el veteranaje y sus copitas de grappa con limón; la conciencia del final, la sobrevida. Hasta les hablé de Philip K Dick y Ubik, con sus cápsulas receptoras de la mínima energía de los muertos. No estaba funcionando. Jon se recostó en la arena que rodeaba al camino y suspiró. Rex fingía reírse de mi propuesta, pero sé que en el fondo se moría de ganas de un toque final en plan Baudelaire hablando a las sillas vacías. Necesitaba un empujón, una chispa, un asteroide estrellándose en su océano pacífico que le llenara de iridio radioactivo las barreras entre los estratos de su mente. —Aparte –le dije—, sería de alguna manera un triunfo

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para ustedes… para ustedes dos. Implicaría volver a los viejos tiempos. Vos y Jon… con una batería programada, contigo cantando… yo me limitaría a ser un músico invitado, como el otro pibe que toca en el unplugged de Alice in Chains. Asi queda claro que lo central de la banda son ustedes, que todos los demás fuimos siempre… accesorios… Rex me miró como diciéndome que no pensaba desperdiciar un sarcasmo en responder. Sin embargo también estaba pensándolo, considerándolo. Lo había visto antes; Rex era un volcán de ideas absurdas, pero cuando escuchaba una originada en una mente distinta a la suya (o la de Jon, que era un reflejo, un sistema nervioso extra que llevaba a todas partes), se volvía un escéptico impenetrable. —Vamos, Rex, es una buena idea y lo sabés –le dije, sin argumento alguno. —Hagamos esto… venimos esta noche, ¿qué te parece, Jon? Nos tomamos la grappa de estos veteranos y sondeamos el lugar. ¿Tienen rockola? La pregunta me sorprendió. —Sí –mentí—, hasta donde yo recuerdo… y no te olvides que hace más de diez años que no entro a este lugar, pero… sí, creo que había una rockola, una de las viejas, las clásicas… —Mejor entonces. Old school. Entramos y ponemos “Giving the dog a bone”, de AC DC. Eso para espesar el ambiente. Y después al divino Marc, “The slider” y “Ballrooms of mars”, ¿qué te parece? By the jukebox, baby! Ese nivel de detalle repentino en un plan ni siquiera considerable dos segundos atrás era típico del mejor Rex, del Rex entusiasta. Pensé que el punto más bajo había sido superado y solo quedaba no descuidar el ascenso. Jon ponía

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cara de no entender. —Veremos qué sale de todo esto –dijo Rex acercándose a la puerta cerrada, pasando la mano por las paredes—, por alguna razón tengo un buen presentimiento… Esa noche nos aparecimos en el bar pasadas las once. Había unos siete veteranos del pueblo, incluso un vecino de la casa donde estábamos quedándonos, que nos saludó con cierta amabilidad. Rex paneó el lugar. —¿Y la rockola? –dijo, frunciendo el ceño. Jon la había encontrado. —Está aca, Rexy Music, vení nomás… —¡Bingo! –gritó el aludido mientras yo me acercaba a la barra y pedía tres grappas con limón. —Che, Fede, de old school nada, esto es lo que podría mos llamar un modelo reciente… Era una rockola nueva, flamante, de una tecnología que por alguna razón creía ajena al circuito de los bares para veteranos, donde me parecía necesario que al pasar de un disco a otro hubiera realmente algo que se moviera, que hiciera clack, algo gastado por el tiempo y las manchas de humedad, algo grasiento. Pasamos las tapas digitales de los CDs con curiosidad; música tropical, cantantes melódicos latinos, basura, basura. De repente apareció la cara de Joan Jett seguida por Madonna, un Greatest hits de The Police, Octubre de los Redondos y Let’s dance de Bowie. Rex asintió con la cabeza y golpeó el plástico transparente que cubría la pantalla de selección. —Empezaremos por acá. Un disco nocturno, a veces subvalorado.

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Jon regresó de la barra con fichas. —“Cat people”. La voz de Bowie se expandió en la penumbra del bar, en la luz sucia de tierra. Nos sentamos en una mesa de otro rincón; Rex vació su vasito de un trago; Jon, más prudente, se humedeció los labios como buscando los quarks de sabor. Yo dejé esperar a mi bebida. Rex hizo una mueca. —Puaj… decime que por lo menos tienen whisky. —50 el nacional, 80 el importado –leí el enorme pizarrón con precios que iban desde la grappamiel hasta el revuelto gramajo. Levantó una mano para llamar la atención del barman. —Un Johnny, ¿puede ser? Jon terminó su trago sin muecas. Cantó unas líneas de la canción (“see this tears so blue / an ageless heart / that can never mend / these tears can never dry / a judgement made / can never bend…”) y propuso pedir una cerveza de litro. Asentí. El barman nos trajo el whisky, la cerveza y dos copas altas con escarcha. —Qué nivel, ¿eh? –comentó Jon. Rex seguía escrutando el lugar. —¿Y vos qué decís? ¿Tocar en un rincón, sentados, en plan unplugged? —No sería mala idea, ¿qué opinás? Jon asintió. —Hace tiempo que ando con ganas de tocar acústico… tengo el set perfecto anotado por ahí… covers, algún arreglo de temas nuestros…

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—Temas viejos –le dijo Rex—, del principio. “Andromeda”, ese tipo de material. Le damos una revisada y los dejamos mejor que nunca… Me gusta la idea. Entonces entró el primer extraño de la noche y sentí que yo estaba esperándolo, que lo entendía un acontecimiento inevitable. Jon y Rex se lo quedaron mirando. Era una mujer de unos cuarenta y largos, con una abundante cabellera enrulada en plan Robert Plant canoso; tenía la piel de alguien que vive ante el mar y era oportunamente delgada. Saludó al barman y se sentó cerca de la barra. Uno de los veteranos la saludó con una inclinación de cabeza acompañada de media sonrisa, para regresar de inmediato al Truco. La mujer nos miró un instante y también nos saludó. —Listo –dijo Jon—, Rex, es tuya. ¿Cómo estás para una veterana de postre? Se la ve flexible. Rex, con su sonrisa de Gato de Cheshire, se levantó y dio cuatro zancadas hacia la mujer. Poco más de un minuto después los cuatro compartíamos la mesa. Se llamaba Raquel y estaba esperando a unos amigos de la zona. No era de por aquí, dijo, y me pareció que miraba todo con extrañeza o maravilla. Rex jugaba bien sus cartas; supuse que sería cuestión de tiempo para que la presunta flexibilidad fuera puesta a prueba. Me pareció, sin embargo, que ella miraba también con cierto interés a Jon y que, a la vez, eludía encontrarse con mis ojos. Creyendo que por alguna razón la ponía incómoda me ocupé de levantarme a cada rato para atender la rockola. Era increíble la variedad de música que guardaba, bandas que no conocía, cantantes que jamás había oído nombrar. Me había internado en el área rockística, por llamarla de

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alguna manera, y la cantidad increíble de nombres y rostros me hizo sentir que había desembarcado en un continente nuevo en el que podía reconocer unas pocas tortugas, manzanas y palomas entre una fauna y flora inmensa, desconocida pero, a la vez, análoga o equiparable, coherente. No sin paciencia llegué a Dirt, de Alice in chains, y elegí “Down in a hole”. —¿Querés que nos peguemos un tiro acá mismo? –protestó Jon, vaciando su vaso de cerveza. —No, no, dejalo, dejalo –dijo Raquel—, me encanta esta canción… no había escuchado esta versión, pero… —¿Versión? –dije, sentándome; Bowie siempre fue un tema capaz de hacerme erizar todas las antenas como un Transformer atento a la última transmisión desde Cybertron—, pero si es la del álbum original… Ella sonrío y me miró a los ojos por primera vez en la noche. —Bueno, es que… —y se detuvo. Habían llegado sus amigos, una mujer bastante más joven, pelirroja y pechugona, acompañada de un hombre de mi edad que me pareció muy familiar. Ambos me quedaron mirando por un instante y sonrieron. —Sí, sí –dijo Raquel— se va a poner divertido. —¿Pero cuáles son las posibilidades? –dijo el hombre. Jon, en su fase hipersocial de la borrachera cervecera, estaba uniendo dos mesas y moviendo sillas. La pelirroja alargó una mano y me tocó el cabello. —Siempre me gustó su pelo –me pareció que estaba un poco borracha—; acá lo tiene bastante más largo, ¿te das cuenta?

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—Perdón –comencé—, ¿nos conocemos? —Nosotros no –respondió el hombre acomodándole el asiento a la pelirroja y después sentándose también—, pero sí nos conoce otra versión de tu persona, que está en nuestro universo. Federico Stahl. Escritor, crítico. Los ojos de Rex le hicieron señales a un par de barcos cerca de Sudáfrica. —Say what!? —Ellos no lo saben –dijo Raquel—, se ve que nunca habían venido acá… —¿Un Federico Stahl que no conoce este bar? O sea, un Federico Stahl que no viene a Punta de Piedra… La pelirroja me miraba, creí entender, con cierto desafío. —¿Cómo se llaman ustedes? –pregunté. —Cecilia –respondió ella—, y él es Marcos, Marcos Boimfeld… no puede ser que no lo conozcas… —¡Claro que lo conozco! –alguien encendió la lamparita colgante en mi archivo de viejos rollos de película— éramos amigos en los ochenta, cuando veraneábamos acá en Punta de Piedra… pero hace… quince años… más de quince años que no nos vemos… Con razón me pareciste familiar cuando entraste… ¡claro! —Bueno, pero en realidad no soy el que conocés, ¿verdad? Soy el Marcos Boimfeld de un universo distinto al tuyo, que difiere en algún punto del tiempo… —En nuestro mundo –comenzó la pelirroja— Federico vive en Punta de Piedra desde el 2003, es escritor y conoce unos… veinte, veinticinco universos diferentes. ¿Vos a qué te dedicas?

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—Era músico –respondió Rex—, y ahora dice que se va a dedicar a escribir. Y no conoce ningún otro universo, salvo que… —y se calló con una sonrisa que quería ser de misterio. —Soy escritor –dije, tratando de cubrir, avergonzado, las palabras de Rex—, y no vengo a Punta de Piedra desde el 97, cuando pasé unos días con un amiga; antes de eso… creo que fue en el 94 la última vez que pasé el verano acá con mis abuelos… ¿pero por qué dijiste que esto se iba a poner divertido? Cecilia sonrió. —Porque en un rato viene Federico... y siempre es di vertido cuando se encuentra uno con su versión de otro universo, te puedo asegurar… Así fue como me enteré que en Punta de Piedra hay un bar que está en todos los universos posibles, o al menos en muchos, ya que nadie sabe exactamente cuánto. —¿Pero no es exagerado hablar de universos? —recuerdo que preguntó Rex en algún momento de la previsible lucha contra la incredulidad y el sentido común (mínima en el caso de Rex y de Jon, y yo me convencí del todo sólo cuando entró el otro por la puerta del bar)— ¿es posible que por cada pavada que hacemos o que no hacemos surja todo un universo con miles y millones de galaxias incambiadas? —No se sabe —respondió Marcos—; algunos creen que todo lo que es idéntico converge, y que cada universo alternativo en el fondo no es más que un fenómeno local; pero ¿quién sabe de estas cosas? Es la vieja cuestión del mapa, además…

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Cecilia y Marcos se habían enterado por Federico –por ese Federico— hacía cuatro años, más o menos, y visitaban el bar todos los meses. Por mi parte –supongo que la culpa habrá sido de la cerveza— consideraba más extraño imaginar mi vida viviendo en Punta de Piedra que el hecho de estar sentado en una silla de plástico ante una mesita un poco desvencijada que estaba en la intersección de todos los universos posibles. Empecé a entender la cantidad de discos que había en la rockola y recordé los adhesivos (calcomanías, habría dicho en los 80) de mundiales de futbol improbables, como Alemania Occidental ’82 o Canadá ’86; bastante borracho (el Stahl alternativo se hacía esperar) empecé a discurrir sobre “El aleph” y “El jardín de los senderos que se bifurcan”, mientras hacía planes para el toque final de Space Glitter, que tenía ahora ribetes cósmicos. —Fijate que podríamos conseguir a otro Rex, y a otro Jon, y armar una banda interuniversal… ¿no te interesa a vos saber la historia de otros Space Glitter? Jon aplaudía con los ojos entrecerrados, haciendo equilibrio con el cigarrillo en los labios. —Con otro Jon en el bajo yo me dedicaría a tocar la batería… a la mierda el unplugged, tocamos un show incandescente, como corresponde… ¡rrrrrrock and roll! —¿Y todos los mundos paralelos están sincronizados? –preguntó Rex—, o sea… ¿todos los Rex y los Jon y los Federico que veamos acá pertenecen a este mismo tiempo, o puede venir alguno del futuro o del pasado, aunque fuesen de un pasado y un futuro alternativos?

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Marcos (a quien yo no le creía la pose de experto en universos alternativos) le explicó que los viajes en el tiempo eran líneas diagonales en una pauta de tiempos paralelos; Rex asentía, convencido. Entonces entró Federico Stahl. Era bastante evidente, en realidad, pero solo entendí por qué había dejado de escribir cuando me lo preguntó Ligeia, en mis tiempos de primera guitarra de su banda Santuario. Quiero decir… en ese momento lo supe, pero al otro día lo guardé como sólo otra hipótesis, que ahora se destaca quizá por cierto relieve del que carecen la mayoría de las otras (y son muchas). El hecho de que había dejado de escribir al mismo tiempo que se rompió mi relación con Agustina era quizá la pista principal; la segunda, aunque no necesariamente mirase en la misma dirección, que había logrado escribir (es decir, con confianza, con ganas, con ímpetu, sin tropezar con las palabras, sin quedarme con la mente en blanco) al llegar a Punta de Piedra con Rex y Jon. Agustina había dado formato a mi vida a partir del 99, cancelando toda una época dominada ante todo por la poesía y un impulso neobeatnik; pero Punta de Piedra era un suelo más sólido que esos arrecifes de coral o cristal, un yacimiento profundo e intocado. Mis pies debieron atravesar metros y metros de selva tropical en descomposición, ruinas y viejas ánforas, hasta llegar a posarse en la roca. Quizás era allí donde se podía detectar el magma que me llevaba a escribir, aunque suene demasiado romántico decirlo así, pero pese a todo esto no estaba preparado para ver entrar a Agustina de la mano de un Federico de pelo más corto y remera con el logo de Batman, un Federico bien afeitado y ojeroso, de lentes elegantes, un

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Federico que parecía sonreír. Y al ver a Agustina lo primero que noté fueron los otros años que lucían en su rostro, todo el tiempo que mediaba entre el 2002 y el presente, con tantos signos tramados en su piel. Años en los que ella había estado conmigo, en esa otra versión, en ese otro universo. Me miraron con curiosidad, como si fuera un extraterrestre exhibido en un zoológico o un homínido extinguido hace un millón de años que, para sorpresa de los antropólogos, es capaz del habla articulada y el uso de herramientas. No lo soporté y salí del bar casi de un salto. El primero en comenzar el rollo de ¿estás bien? ¿qué te pasa? fue Rex. Iba por el quinto o sexto Johnny (Marcos, Cecilia y Raquel estaban invitándolo, supuse) pero todavía conservaba el equilibrio y el acento artificial con que bañaba sus palabras (lo perdía siempre al séptimo whisky, al cuarto vodka o de inmediato con cualquier cosa más fuerte que el ácido). —Estuve hablando de música con tu otro yo… es simpático el tipo, más simpático que vos, por supuesto. Lo miré con cara de qué mierda me estás diciendo. Rex se rió. —O sea que es un gil; te prefiero a vos millones de veces más. Aparte no toca la guitarra… o sea, toca una acústica para pasar el rato. Su última banda la tuvo en el 98 y se llamaba, atendete qué ridículo… —…se llamaba Valhalla. —¡Exacto! ¿No me digas que vos también tocaste en una banda con ese nombre? —Sí, Rex. Hacíamos covers de Led Zeppelin. Se ve que

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hasta ese punto compartimos la misma historia… se ve que diferimos, no sé, en algún momento entre 2001 y 2002, que fue cuando yo me separé de Agustina… cosa que él claramente no hizo. Asintió. —Si querés escuchar algo gracioso… hace un rato Jon me llevó a un rincón y me dijo qué hijo de puta el Fede, mirá el bomboncito que se estaba comiendo… No parece tu estilo, la mina… pero que está buenísima es indudable. Me encogí de hombros. —¿No estarás quemado… triste…? ¿Por haber…? —No sé Rex –le dije, y era verdad—; puede ser por mu chas cosas; no sé por qué es, si se debe a Agustina, si se debe a que no me interesa saber ciertas cosas, si es por su vida o si es por mi vida… —Pero es raro, ¿no? Que vos no quieras hablar con otro yo de un mundo alternativo… o sea, ¿vos sos el mismo Federico Stahl que dijo que tendría más temas en común con un extraterrestre que con la vecina de al lado? Bueno, ese Federico Stahl es, para vos, para mí y para Jon, todo un extraterrestre… —Puede ser. La verdad no sé por qué no quise, por qué no… quiero. A lo mejor es común en estos casos. —Bueno, y hay algo más interesante. Este Federico conoce a otro Federico –la voz de Rex se comprimió en cursivas— que toca en Space Glitter… o sea, en un Space Glitter que sigue funcionando, que no se acaba de disolver como nosotros acá en Punta de Piedra y que… y esto es lo mejor, ¡no tienen a Perséfone de cantante! ¡Nunca la tuvieron!

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¿Te imaginás lo que podría ser Space Glitter con un buen vocalista y no la flaca de mierda? ¿Un Vedder, un Maynard, un Yorke? El asunto es que estamos viendo cómo contactarlos… parece que hay todo un sistema medio complicado de traslado entre universos. Este Federico conoce muchos otros, pero, aparentemente, para moverte entre uno y otro tenés que… uuuh! We’re going off the rails on a crazy train!!! Y Rex siguió hablando, que Space Glitter esto, que Federico aquello. Sentí que su voz se convertía en el murmullo que percibiría alguien separado del hablante por un quilómetro cúbico de agua, un enorme detector de neutrinos, mientras Rex se alejaba, despacio al principio y luego acelerando, como en una especie de curva exponencial, sobre uno de esos carritos sobre las vías de las minas de carbón. Al principio sus gestos (ya que no oía sus palabras) parecían significativos; minutos después eran indescifrables. El siguiente en salir fue Jon. Se detuvo ante la puerta del bar y se tambaleó, posando una mano en el marco de la puerta. Entonces se dejó caer y soltó una risita. Tenía un vaso de cerveza en la mano. —¿Cuántas vas? –le pregunté. —No sé –dijo—, perdí la cuenta. ¿Me dijo Rex que estás depresivo, idiota? Suspiré. —Estaba por entrar justo cuando saliste vos. Ya se… me vas a contar algo que te dijo el otro Federico Stahl… —No, no te iba a contar nada –vació el vaso y bajó un par de tonos en la voz, haciéndose el locutor de FM— sólo

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quería saber qué te pasa y por qué no te estás cagando de risa adentro con nosotros… —Ya te dije. Estaba por entrar cuando saliste vos. —A mí me vendría bien un poco de aire… ¿me acompañas a caminar? Me levanté y lo ayudé a pararse. —No, para –dijo—, en realidad yo tenía que… esperar a Rex… a ver si… —y en el momento en que se acercó a la puerta aparecieron Rex y el otro Federico. Me aparté con la mirada en el piso. Jon me palmeó el hombro; el otro no dijo nada, pero supuse que estaba mirándome. —¿Venís? –me preguntó Rex—; vamos a Punta de Piedra… a su Punta de Piedra. El otro Federico tenía que saber que iba a negarme, asi que no dije nada y me senté. Los tres partieron de inmediato. Al rato salió Cecilia. Se sentó a mi lado y empezó con las preguntas esperables. Quiso convencerme de que esta era una situación usual, que mucha gente experimenta cierta tristeza o incluso angustia al encontrarse con uno de sus otros yo. El saber de repente, dijo, que había otros caminos, caminos incluso que nunca imaginamos, a veces nos pone así, tristes. —Pero no es eso –casi le digo, y le pregunté: —¿A vos te pasó? —Sí, más de una vez. Me sentí lúcido, en ese momento en que el alcohol lleva ya un buen rato retrocediendo y, habiéndose llevado toda fuerza y energía, deja solamente esa aguda inteligencia independiente de la obligación de hacer cosas. Ella me miraba

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con ternura y también con tristeza, con una tristeza creciente. En ese momento entendí. Me acerqué más y posé una mano en su nuca, jugando con el cabello espeso, casi encrespado y pelirrojo. Parecía una de las novias de Connor McLeod. Pensé que con universos paralelos todos vivíamos para siempre, pero no para adelante sino para los costados; ella hizo una rápida aspiración, como si quisiera paladearme el alma a través de alguna teoría antiquísima del aliento o si necesitara un gramo más de aire para mantener andando las maquinarias de la alegría y la tristeza. Retuvo el aliento. La besé en los labios, apenas un beso rápido. Entonces, sólo entonces, cerró los ojos. Iba a besarla de nuevo cuando me paralizó la presencia de Agustina. Ella, entendí, estaba ahí adentro, rodeada por todas las figuras que se trazan en el aire con la cara de una flor que siempre está siendo mirada, y aunque ella misma no estuviera mirándome, aunque no saliera a irrumpir, como en las telenovelas, en la escena que Cecilia y yo empezábamos a representar, bastaba con su simple presencia para inhibirme, para hacerme pensar que si quería darle un beso a Cecilia era por un tonto impulso de jugar con los celos o no sé cuántas tonterías más. Siempre he sido un imbécil. —Quizá en otro momento –susurró. —Podría buscarte en mi mundo –dije, y nos reímos de la cursilería. —Puede ser, quién sabe… Federico… el Federico que se fue recién con tus amigos, está haciendo un mapa de los universos que conoce. Es una locura, en realidad, pero así le funciona la cabeza. Les puso nombres, creo que les inventó un código.

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—¿Tierra uno, Tierra dos, Tierra X? —Algo así, pero con líneas que las unen, una cosa medio tridimensional –se levantó— ¿no me acompañás? Pensé que no estaría mal entrar, seguir la charla, escuchar algo de música de otros universos, compartir historias, determinar puntos de separación de nuestros mundos… charlas que debían ser, después de todo, de las más comunes en el bar. Pero preferí quedarme. Cecilia habrá entendido que se debía a la presencia de Agustina; era una de las razones, supongo, pero había otras. De hecho, pensé que si me quedaba allí a lo mejor lograría definir un espacio, mi espacio, en el que ella podría ingresar, sentarse a mi lado ahí afuera y dejar que las historias que nos separaban fluyeran entre los dos. Eso no lograría acercarnos –en rigor lo que nos separaba era la distancia más enorme imaginable—, pero al menos convocaría dos fantasmas, mi yo de ese momento y el de ella, que podrían creer en la ilusión del diálogo. Asi que me quedé ahí, mirando hacia el camino por el que se habían alejado Jon, Rex y el otro Federico, tratando de discernir si las luces que veía a lo lejos eran las de mi Punta de Piedra o si pertenecían a la suya. ¿Habría manera de saberlo? ¿En todos los universos existía Punta de Piedra? Supuse que en infinitos universos sí y en infinitos universos no, y me pareció que yo también haría un mapa como el del otro Federico, con sus códigos y líneas, sus intentos de entender por qué había una historia aquí y otra allá, dejando de lado el hecho evidente de que todas las historias debían suceder, en alguna parte. Era el momento en que alguien habría pensado en variaciones del somos tan insignificantes, el pascaliano

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punto perdido entre dos (o más) infinitos, o también la automática pero somos únicos en nuestra singularidad irrepetible, lo cual es una tontería ya que si hay infinitas historias diferentes debe también haber infinitas historias idénticas… Salvo que exista, pensé, algún tipo de corrección de re dundancias, alguna forma de control, alguna ley, norma o pauta en el caos aparente. Quizá el otro Federico buscaba, con esos mapas que mencionó Cecilia, patrones en las formas de todos esos destinos… Porque de haberlos, de existir un diseño final, por decirlo de alguna manera, sería acaso más fácil; una garantía de destino único, de verdaderas razones por las que sobrellevar el universo que nos tocó, que elegimos, que deseamos, que merecemos. Precisamente ese infinito, en lugar de volvernos una partícula mínima, infinitesimal, lograría justificarnos; allí afuera –o adentro, en la penumbra del bar— estaba todo. En todos los órdenes posibles. Y pensé, ¿qué hago entonces yo sentado acá? Me levanté para entrar y justo en ese momento, quizá repetido infinitas veces, tramando ecos infinitos como el rastro fractálico de la espuma del mar, en ese exacto momento salió Agustina. Después me negaría a contarle a Jon y a Rex de qué hablamos. Fueron cinco minutos, nada más. Ella estaba bastante borracha y yo empecé a sentir el cansancio del día subiendo a mis espaldas como un equipo de futbol compuesto exclusivamente por enanos a la Blancanieves, el cansancio de la gira, de los años sin escribir, de los años sin ella, de los meses de pesadilla en que la busqué. O eso quise imaginar, o eso fingí para entender por qué ya no quería hablarle.

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Y contó historias de Cecilia y de Raquel, de los mapas de su Federico, de sus planes para el futuro. Sentí que no era capaz de interrumpirse, que necesitaba que yo escuchara todas las historias que no podía contarle al otro o que, si se las contaba, recibirían otro significado. Y sonrió, al final, me besó en la mejilla y entró al bar. Yo me quedé afuera, otra vez cuenta cero, la espalda contra la pared, una mano en la arena. A la hora más o menos aparecieron Rex, Jon y el otro Federico en el camino. Rex y Jon por partida doble, moviéndose en el aire vibrante. Pensé en pararme y hacer el chiste clásico de la visión alcoholizada, pero no tenía ganas. Noté que traían dos guitarras acústicas. Los Rex me sonrieron en perfecta sincronía, como gemelos idénticos (bueno, después de todo, eran más que gemelos idénticos), y los Jon, pasados de alcohol, se apoyaban el uno en el otro, haciéndose tropezar y deteniéndose para reírse. Entraron los cuatro; mi otro yo se quedó afuera. Lo miré por primera vez a los ojos. En la luz del farol colgando sobre la puerta sus facciones me parecieron las de un desconocido. —Esto se parece demasiado a aquel cuento –dijo. Era lo mismo que iba a decir yo. —Nunca fuimos originales, ni vos ni yo, en ningún momento –dije, y añadí—, sentate, me parece que podríamos hablar, ¿no? estaba yo. Noté que tenía tres libros bajo el brazo. —¿Y esos libros? —Bueno… además de a Jon y a Rex, es lo que fui a buscar. Son un regalo para vos…

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—Para incrementar nuestra biblioteca interuniversal, ¿no? Entendí que él debía asumir que era apenas un chiste, que no había sarcasmo en las palabras. —Exacto. Me los tendió y los agarré sin mirar los títulos. —¿Esos Jon y Rex son de tu realidad? —No, son de otra, de la de otro Federico que no quiso venir… —Tres son demasiado, ¿no? Parece que te movés libre mente entre universos… —No es difícil. Sólo hay que saber dónde están los caminos… si querés te puedo enseñar. —Por ahora no… dejémoslo ahí. Quizá en un tiempo, pero ahora no. —Sos el único Federico Stahl que no quiso saberlo; yo quise, y otros a los que les enseñé, también… —¿Entonces soy una especie de espécimen singular en tu colección? —No sé. Veremos –sonrió, ahora sí respondiendo a la amargura en mis palabras. Miré los libros. —¿Historia de la ciencia ficción uruguaya? —Es una novela, de un Federico que tampoco es el del universo de los Jon y Rex que entraron con tus Jon y Rex… leela, estoy seguro que te vas a divertir. Te va a traer recuerdos. —Y esto es… —repasé el título como si palpara con mis ojos sus letras en braille— Las tardes repetidas… ¿Una novela de Borges?

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—Publicada en 1978, justamente, y abarca todo, los laberintos, los cuchillos, el tigre de las noches, las batallas, la nave hecha con las uñas de los muertos… Esa edición tiene un prólogo de Roberto Bolaño. Abrí la boca, asombrado. —Lo sé –dijo—; en el 95 hubiésemos dado un riñón por ese libro. Si querés más tarde te cuento dónde lo encontré… —¿Esta es tuya? Es una novela, parece… En la luz amarillenta del farol descifré el título: Lineal. Y más abajo mi nombre. El suyo. —Mi segunda novela, hasta la fecha. Estoy escribiendo otra, que espero terminar en un par de meses. —La primera será Desintegración, supongo. —Sí. Ese pasado lo compartimos, entonces. Asentí, y seguimos hablando un rato más de esos años que eran nuestros, evitando el momento en que él seguía con Agustina y yo dejaba de verla. A medida que se agrandaba la conversación empezó a volvérseme difícil distinguir su voz de mis pensamientos; respondía preguntas que dudaba quién había formulado. Pero a él le pasaba lo mismo. Habría que acostumbrarse, pensé. Entonces le pregunté por la novela que estaba escribiendo y por el trazado de su mapa. —La novela y el mapa son uno y el mismo –respondió—; podríamos trabajar juntos, si estás de acuerdo. No se me ocurre un colaborador mejor. Podríamos turnarnos para preparar bebidas, consultar algunos libros y discutir con el fantasma cada día más vivo de T’sui Pên. Ah, y es una ucronía, también –dijo, y reí. Él entendió por qué y también rió. —My words echo, thus, in your mind –dije.

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—¿Eliot? ¿Y qué tal si entramos? ¿Shall we follow the deception of the thrush? –propuse, o propuso. —Sabés que estaba esperando esa invitación –respondimos, al unísono. —Esto puede ser el principio de una hermosa amistad… Adentro dos Jon y dos Rex, potenciadísimos y en fase casi perfecta, estaban delirando/arruinando un tema de King Crimson, de la época de The Projeckts, en mash—up –me pareció— con “Dislocated day”, de Porcupine Tree. Cuando terminaron (todos los parroquianos aplaudieron a rabiar) me acerqué al rincón donde habían improvisado un escenario a la Unplugged in NY, de Nirvana, con todas las velas disponibles en el bar; Jon, el de mi universo, me tendió la guitarra. Arrimé una silla y me uní al grupo. Miré al otro Federico, que se separaba de nuestra órbita y se acomodaba ante la barra. Me sentí solo y lleno de energía, como si hubiese entendido en ese preciso momento por qué debía partir hacia la batalla en la que moriría combatiendo a cientos de orcos de Isengard. Y miré después a Agustina, que me saludó con su gesto de siempre, con esa mano que recordaba a la perfección, y también a Cecilia y por último a Rex, para transmitirle en mi mirada la canción que íbamos a tocar. Algo que, sí, sería realmente mío. Armé un acorde de sol, conté hasta cuatro y empezamos “Ziggy Stardust”, como no podía ser de otra manera, como en todos los universos posibles.

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Santiago Exímeno

LITERATURA INFANTIL Dicen que en los rincones más oscuros del bosque, donde la luz del sol agoniza sepultada entre la maraña de hojas quebradas y ramas torcidas, brotan espontáneamente de la tierra húmeda sonrosados bebés que no cesan de llorar. Dicen también que los árboles más ancianos -los de ramas engarfiadas ancladas a sus troncos calcinados- cuidan de los bebés como si fueran sus propios retoños, alimentándolos y ofreciéndoles todo su cariño para que crezcan fuertes y sanos. Después, cuando las diminutas criaturas cumplen su primer año de vida, los árboles les arrancan la piel con suma delicadeza. Ignoran sus gritos, sus innecesarias súplicas. Ignoran sus cuerpos desnudos cuando sostienen entre sus ramas la preciada piel. Con ella confeccionan las hojas y las cubiertas de sus oscuros grimorios, aquéllos que escriben con su propia savia. Dicen que en los últimos años se aprecia un descenso en los índices de lectura entre los árboles más jóvenes. Sin embargo, tras los últimos incendios provocados, ha rebrotado con fuerza la afición por la escritura y la autoedición.

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Magnus Dagon

HOAX Little_15 llegó al piso que compartía y encendió, como de costumbre, el ordenador portátil de su cuarto. Era una acción que solía llevar a cabo antes incluso de descalzarse, una costumbre que estaba arraigada en ella prácticamente desde sus días de instituto. Y como todas las costumbres, resultaba difícil luchar contra ella. Hacía mucho que Little_15 había elegido ese nick para navegar por Internet. No era casual ni aleatorio. Tenía quince años cuando se lo puso, la primera vez que navegó por Internet, y reflejaba bien cómo se sentía. Pequeña frente al mundo, frente a las adversidades. Pequeña frente a las dosis de tristeza y aflicción que se iban colando en su vida diaria. Little_15 se planteó, mientras se iniciaba su sesión, si alguna vez en su vida se había sentido feliz sin reservas. No tuvo tiempo de seguir pensando más en ello, pero en su fuero interno ya sabía la respuesta. Lo primero que hizo fue meterse en la cuenta de correo electrónico que más actividad poseía de las seis que tenía activas. No tenía necesidad alguna de imaginar si tendría o no mensajes nuevos, sabía que los tendría. Ese momento suponía la pequeña ilusión de todos los días, mirar la bandeja de entrada, encontrarse con veinte, tal vez treinta mensajes nuevos. Muchos eran verificaciones del foro en el que era moderadora, boletines de revistas virtuales a las que estaba suscrita, y no faltaban los mensajes de correo no deseado que la ayudaban con su inexistente hipoteca o la ofrecían un imposible tratamiento de alargamiento de pene.

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Lo malo era que a veces, después de cribar todos esos mensajes, no había ninguno que realmente la sorprendiera. No había nadie que la hubiera escrito, ni ningún conocido de un foro que hubiera respondido a uno de sus posts o mensajes privados. Y era entonces cuando el momento de ilusión pasaba a convertirse en el momento de desilusión. Porque Little_15 se sentía sola. Horrorosamente sola, como sólo puede sentirse uno después de haber estado rodeado de cientos de desconocidos. Como en un día de Agosto en las afueras de la ciudad, caminando entre edificios muertos de algún abandonado polígono industrial. Pero aun así, no lo hubiera cambiado por lo que tenía antes. No lo hubiera cambiado por la convivencia con sus padres. No fue fácil para Little_15 marcharse de casa. No era una chica de acciones impulsivas. Tampoco es que la sobrara el dinero. No era pobre, ni mucho menos, pero ni en broma podía pagarse las desorbitadas sumas de dinero que eran necesarias para pasar un tiempo en el extranjero. Su salud tampoco fue el mejor de los alicientes. Cuando era una niña, mientras peinaba a su muñeca favorita, sufrió una grave parada cardiorrespiratoria que estuvo a punto de matarla. Afortunadamente para ella su tío, que era médico, había ido de visita ese día y pudo reanimarla a tiempo. Cuando logró recuperar el conocimiento, resultaba irónico verla tumbada en el suelo, con el pelo enmarañado y las manos dobladas en una posición extraña, del mismo modo en que estaba la muñeca, junto a ella, olvidada por todo el mundo con las prisas. Little_15 se deshizo de muchas cosas al marcharse,

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como si destruyera su pasado, pero nunca tocó aquella muñeca. Aunque tuviera la pintura descascarillada, aunque la diera vergüenza mostrarla a alguien, no se deshizo de ella ni lo haría jamás. Sus padres la llevaron al médico y éste, tras efectuar gran cantidad de pruebas de todo tipo y pedirla cita para otros tantos especialistas, concluyó que, posiblemente debido a la alta contaminación de la ciudad, padecía neumoarritmia, una enfermedad que estaba debilitando progresivamente sus pulmones y debía ser tratada cuando antes, ya que esos órganos cada vez funcionaban a menor velocidad, y podría llegar el momento en que necesitara aparatos mecánicos o sería incapaz de respirar por sí sola. También podía ocurrir que si, en uno de esos ataques, no llegaba suficiente oxigeno al cerebro, se quedara en estado vegetativo, pero eso no lo supo hasta que fue mucho más mayor y sus padres se lo dijeron. El mundo se hundió para Little_15. No podía correr, no podía jugar a la rayuela, no podía saltar a la comba. No podía subir a un tobogán, ni siquiera volar una cometa sin supervisión. Para cuando se hizo adolescente, y dado que en su caso era más que patente que su existencia podía acabarse de un momento a otro, quería vivir la vida con toda la intensidad de la que fuera capaz. Pero su cuerpo no seguía su ritmo, y esa etapa de su crecimiento se vio igualmente truncada. Una discoteca era un ambiente demasiado enrarecido para ella; besar a un chico, y mucho menos tener relaciones sexuales con él, suponía una utopía imposible, utopía que por otro lado, y gracias al estigma de ser la chica rara del respirador, tampoco tuvo ocasión de intentar obtener.

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Pero a pesar de eso los médicos hicieron grandes avances con ella. Tuvo la inmensa suerte de caer en manos de personas que se preocupaban por ella de una manera especial. En concreto su médico de cabecera hizo lo imposible por ayudarla. Era un hombre cuya vida no consistía en mucho más que curar resfriados y gripes ocasionales, y un caso como el de Little_15 le conmovió, ya que nunca había tenido la necesidad de ocultarse en el estéril caparazón profesional de los doctores de los hospitales. Podía vivir ese caso como un caso singular, no como uno más de muchos que se le presentaban, y eso posiblemente le salvó la vida a Little_15. Cuando tenía dieciocho años, y ya había perdido toda esperanza, la ofrecieron una operación que tal vez, sólo tal vez, podía frenar el avance de la enfermedad. Al principio ella pensó mucho si hacerlo o no, ya que a partir de ese momento, al ser mayor de edad, la decisión era suya y nada más que suya, pero finalmente aceptó. No pudo estar más acertada al hacerlo, porque no sólo se frenó la neumoarritmia, sino que además ya no tuvo necesidad de volver a usar respirador. No podría correr, ni hacer mucho ejercicio físico, pero podía llevar una vida normal. En todos los sentidos. Little_15 pensó que ya era tarde para esas cosas. Llevaba años recluida en el mundo virtual, sólo conociendo a las personas a partir de la red. Por otro lado su capacidad de relacionarse con los demás no hizo más que empeorar. Era una buena chica, que caía bien y no era marginada, pero nadie la quería en realidad. Tenía algunos conocidos, pero poco más que eso. En cuanto a tener una pareja, el asunto no había mejorado ni mucho ni poco. Ella no sabía hacerse querer, ni

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tampoco, llegado el caso, dar a entender que estaba interesada en otra persona. Dicen que una chica que se declara a un chico lo tiene más fácil para ser aceptada que un chico que se declara a una chica. Ella no obedecía a esa norma. De modo que los años pasaron y Little_15 decidió marcharse de casa. Consiguió un empleo de dependienta en una zapatería y con eso, malamente, logró alquilar un piso. Al cabo de un tiempo el casero la dejó subalquilar una habitación y su situación económica mejoró. Con las horas extras de aquel año, y renunciando a vacaciones, se compró un nuevo ordenador y contrató una tarifa de banda ancha. No tenía mucho más, pero ¿para qué lo quería? Lo tenía todo en el ordenador: televisión, música, libros. Amigos. Era una vida mutilada, y ella lo sabía, pero era su vida, y eso la hacía hermosa e insustituible para Little_15. Un día, tras volver del trabajo a altas horas de la noche —el sector servicios era un negocio durísimo— conectó el ordenador para disfrutar de su momento del día revisando los correos, y mientras hacía la criba de mensajes, se dio cuenta de que había uno que se había colado en la bandeja de entrada. Teóricamente eso quería decir que el mensaje era de un remitente que conocía, aunque algunas veces le había pasado con mensajes que no quería en absoluto. Sin embargo el remite era lo bastante ambiguo como para que no tuviera claro si realmente conocía a la persona o no. Dudó mucho si borrarlo, y estuvo un buen rato con el mensaje preseleccionado y el dedo sobre la tecla de suprimir, pero finalmente se decidió a abrirlo. Pensar que podía estar rechazando un mensaje de alguna persona de su pasado era algo que la

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atemorizaba más que el riesgo de que se pudiera colar un virus en el ordenador. Clarisa Betancourt <cbetancourt@yahoo.es> Para: Little_15 <little_15@ yahoo.es> --imágenes adjuntas en el mensaje-Envía este mensaje a una persona y siempre llegarás a tiempo de tomar el autobús. De lo contrario, no volverás a llegar puntual en tu vida.

Little_15 miró el mensaje con desagrado. Era uno de esos estúpidos hoax, un mensaje en cadena destinado a captar direcciones de correo electrónico de montones de usuarios para que, cuando regresara al que lo había diseñado, dispusiera de una lista enorme de gente a la que mandar correo basura. Lo seleccionó y lo borró. Acto seguido escaneó el ordenador con su antivirus, para asegurarse que no había entrado nada en él, y se olvidó del asunto. En el pasado solían llegar muchos de esos mensajes, pero cada vez le llegaban menos. Ése poseía la típica estructura que les caracterizaba: un conjunto de fotos raras y desenfocadas y una amenaza o petición al final del mismo. La tal Clarisa Betancourt, pensó, era una ingenua o tal vez una cría que estaba empezando a conocer el correo electrónico. Al menos, se admitió a sí misma, había sido prudente y había borrado todos los destinatarios previos antes de mandar el mensaje. También había quitado del asunto las siglas Rv, que indicaban que el mensaje era reenviado y hacían que muchos internautas ni se molestaran en leerlos.

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Por un momento Little_15 pensó si no podía ser que Clarisa Betancourt fuera la creadora del hoax, pero concluyó que, al fin y al cabo, eso no la importaba en lo más mínimo. Al día siguiente Little_15 salió de casa temprano para ir a trabajar y justo al torcer la esquina vio cómo el autobús estaba llegando. Si no hubiera sido por las secuelas de la enfermedad podía haber echado una carrera y lo hubiera alcanzado —además ese día llevaba vaqueros—, pero ni intentó hacerlo, ya que podía resultar peligroso para su salud, aunque no por ello se sintió menos frustrada. Tuvo que esperar casi diez minutos a que llegara otro autobús, lo que hizo que no llegara a la hora habitual. A la vuelta del trabajo, vio al autobús marcharse también, aunque le importó menos en aquel momento. Le gustaba el rato correspondiente a regresar a casa, ya que podía ponerse a pensar con calma. En casa no la esperaba más que la soledad, puesto que por aquel entonces la última inquilina acababa de dejar la habitación y no había llegado aún nadie que se interesara por ella. El segundo día volvió a suceder lo mismo con el autobús, y Little_15 empezó a impacientarse por ello. Parecía que habían cambiado el horario de su autobús, que tenía tan bien controlado, pero decidió esperar un par de días más para asegurarse. En efecto parecía que pasaba un poco antes, de modo que se decidió a bajar con cinco minutos de adelanto para cogerle a tiempo. Al día siguiente, cuando bajó, el autobús igualmente se estaba marchando.

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Dado que se trataba de sólo diez minutos de retraso, le contó la situación al jefe, retocándola para convencerle de que no podía bajar antes de la hora usual, y éste fue benevolente y la concedió diez minutos de retraso diarios. Para cuando regresó a casa, tenía otro hoax en el correo electrónico. Fue, al verlo en la bandeja de entrada, cuando Little_15 recordó lo referente a la amenaza de la impuntualidad, y, sabiendo que su contenido era inofensivo para su disco duro, lo abrió por curiosidad. Todo era igual, fotos incluidas, pero la advertencia había cambiado. Envía este mensaje a cien personas y el amor llamará a tu puerta. De lo contrario, no tendrás pareja en tu vida.

En aquella ocasión Little_15 se fijó un poco más en las fotos. Eran unas fotos bastante raras, y quizás fuera por lo tarde que era, quizás fuera por la música gótica que estaba escuchando, la resultaron vagamente inquietantes. Estaban hechas desde ángulos muertos, con tonos muy contrastados de luz y sombras, y eran muy borrosas, como si el objetivo estuviera mal enfocado. No sabía de dónde habían salido, pero eran buenas si es que pretendían provocar inquietud con lo abstracto. Seguramente, pensó, serían de alguna película de miedo. Era todo un clásico de esos mensajes. Sin embargo, Little_15 tenía curiosidad por saber si el mensaje había sido difundido, si alguien más lo conocía. Se metió en un foro en el que era administradora y envió el mensaje a todos sus usuarios, avisando de que era un hoax que no debía ser reenviado, por muy supersticiosos que fueran, y solicitando que si alguien lo había visto ya antes se lo

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dijera. Tras mandarlo, estuvo un rato más metida en el mismo foro, respondiendo a las solicitudes de ingreso y charlando con varios usuarios activos. En especial estuvo un buen rato hablando por el chat del correo con Sister_of_Night, una chica de la costa con la que tenía mucha confianza pero que estaba un poco chiflada. Little_15: ¿Has leído el mensaje que he enviado a todo el mundo? Sister_of_Night: si es un hoax Little_15: Ya lo sé, pero me llamaba la atención ¿Lo habías visto antes? Sister_of_Night: No creia que lo habías hecho tu ay una cosa que te delata Little_15: No es mío Sister_of_Night: entonces porque pone que no tendras pareja en tu vida deberia poner algo en plan de que no volveras a tener pareja pero no que no tendras nunca Little_15: Yo no lo he escrito, en serio No estoy de broma Sister_of_Night: si tu lo dices te creere Siguieron hablando de otros temas, y en aquel momento Little_15 comprendió que a través del ordenador era muy fácil hacer confidencias a los demás, sobre todo si se era una

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persona tímida, como era su caso. Era verdad que parecía como si ella hubiera escrito eso, porque llevaba implícito que el destinatario no había tenido novio o novia nunca antes. Pero ella no lo había escrito. Sólo esperaba que la observación de Sister_of_Night no fuera hecha por muchas otras personas. Al día siguiente, tras volver del trabajo, Little_15 se conectó a toda prisa, de manera compulsiva —había sido un día muy largo y muy agotador— y comprobó que no tenía ninguna respuesta de nadie que dijera haber leído ese hoax antes. Un par de usuarios, como The_Sinner_in_Me y Easy_ Tiger, pensaban también que lo había creado ella, pero nadie lo conocía de antes. Aquello la hizo pensar que debía tratarse de algo muy nuevo y que, quizás, sí que era ella la primera destinataria. Pero aquello no tenía sentido, y lo sabía. ¿Por qué mandárselo sólo a ella en el primer envío? Lo suyo sería mandarlo a muchas personas. Y no creía tampoco que si la tal Clarisa Betancourt —¿sería su nombre de verdad?— era la primera destinataria, se lo hubiera mandado sólo a ella. De repente llamaron a la puerta. Extrañada por las horas que eran, Little_15 abrió. Era una chica cuyo rostro le sonaba de algo, pero no sabía a ciencia cierta de qué. Tras mucho pensarlo, recordó que se trataba de una de sus compañeras del instituto, con quien nunca había tenido mucho trato pero que al menos no se reía de ella debido a su respirador manual. Buscaba piso y sabía que se alquilaba una habitación.

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Los siguientes días fueron muy agradables para Little_15. Tenía a alguien con quien charlar al regresar a casa, y también a quien ver por las mañanas, ya que se levantaba a las mismas horas que ella. Era, además, distinto que con otros inquilinos, ya que la relación que la unía a ella era más personal. Al cabo de una semana, Little_15 comprendió que sentía por ella algo extraño que no lograba discernir, y finalmente, una noche, sin que ella hiciera nada por provocarlo porque no sabía jugar a ese juego, las dos durmieron juntas en la misma habitación. Y antes de quedarse dormida, abrazada junto a su amiga de adolescencia, Little_15 sonrió pensando las extrañas vueltas que daba a veces la vida. Cuando despertó, estaba sola en la cama. Se vistió y entró en el salón. Su amiga ya no estaba, y había una nota agradeciendo todo, diciendo que ya tenía que irse y lamentando no poder despedirse. Little_15 no imaginaba que fuera a pasar algo así. Había pensado que por fin tenía una pareja, y sorprendentemente para ella, no se sintió mal al comprobar lo contrario. Al menos, pensó, había tenido algo, un efímero momento de felicidad. Prefiero el dolor a la nada, recordó parafraseando a William Faulkner. Al día siguiente, llegó un nuevo hoax. Todo era igual, salvo, como en el caso anterior, el mensaje final. Envía este mensaje a diez mil personas y tus enfermedades se curarán. De lo contrario, perderás uno de tus dedos.

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Little_15 se sintió repugnada. Aquello ya no era un hoax, era una broma de mal gusto. Además, diez mil destinatarios. Una barbaridad de gente que no creía ni conocer. De repente una lucecita de alarma se encendió en su cabeza. Conocía mucha gente. Por ejemplo, los usuarios del foro en que era moderadora. Se metió en las estadísticas del foro y comprobó cuántos usuarios tenía. Era un foro de aficionados a la música de la Dark Wave, no es que fuera lo más concurrido del mundo. En total, había ciento treinta y dos usuarios. Por lo tanto, teóricamente había cumplido con la advertencia del mensaje anterior. Little_15 no era una persona supersticiosa, pero era capaz de admitirse que tenía algo de miedo. Era lógico, en absoluto una reacción irracional. Recordó a un conocido del foro, Pimpf, que le dijo que una vez estaba viendo en el ordenador el escabroso vídeo que aparece en la película La Señal y justo después de hacerlo, igual que en el filme, llamaron por teléfono. Se asustó bastante y tardó en cogerlo, y para cuando fue, del mismo modo que pasaba en el argumento, colgaron. En aquel momento no pudo razonar que si colgaron fue, sencillamente, porque tardó en cogerlo. No porque ninguna chalada en pijama y con el pelo hacia delante le estuviera dando siete días de plazo para morir. Además, Pimpf siempre fue un tipo bastante crédulo. No hacía más que hablar de extrañas páginas web, como sessenkrad.com, creadas precisamente para que gente como él dejara volar la imaginación.

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Todo aquello tranquilizó a Little_15. Al menos en parte. Tenía sentido que si se envía un mensaje de ese estilo a miles de personas, por motivos de estadística —la única parte que se le daba bien de las matemáticas— alguna llegaría a padecer las vivencias narradas en ella. Pero ¿y si ocurriera una tercera vez? ¿Seguiría siendo eso azar? ¿Y si era cierto que se curaría? ¿No valía la pena intentarlo? Era una tontería, pensó al fin. Casualidad. Además, no conocería a diez mil personas ni aunque creara un hoax ella misma. No al menos a la velocidad a la que parecía solicitarlas el mensaje. Sí, eran argumentos sólidos y coherentes. Pero no podían aliviarla las veinticuatro horas del día. No podían hacerlo en los días de cansancio, ni cuando tenía pesadillas que no eran más que avisos de su subconsciente de que aquello no le resultaba tan tonto como aparentaba. Ni tampoco cuando tenía un cuchillo entre las manos, o apoyaba la mano en la bisagra de una puerta. El compañero de piso que no tardó en sustituir a su amiga llegó a pensar que Little_15 era una loca paranoica, ya que siempre que estaba cerca de algo afilado se echaba hacia atrás como si fuera un psicópata. Un día Little_15 estaba cortando una zanahoria, nerviosa mientras efectuaba cada corte seco, cuando su compañero entró en la cocina. Tenía una tremenda borrachera, y se movía dando tumbos. En ese momento Little_15 tuvo miedo.

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Muchísimo miedo. Era muy fácil que la golpeara sin querer, o la empujara, y entonces el cuchillo se deslizaría y haría un corte limpio —estaba bastante bien afilado—. Es por eso que automáticamente dejó de cortar y pidió a su compañero que se marchara de la cocina. Su compañero fingió no oírla entre risas, y al avanzar tropezó y se abalanzó hacia ella. El cuchillo cayó al suelo de punta, y chocó con el suelo. Rebotó y cayó finalmente de canto. Little_15 se intentó agarrar a lo primero que encontró para no perder el equilibrio y metió por accidente el pulgar derecho en la sartén rebosante de aceite hirviendo. Sacó corriendo el dedo y por poco la sartén cayó sobre su compañero, pero afortunadamente mantuvo el equilibrio. Llamaron corriendo al hospital y, ante la tardanza y los gritos de dolor de Little_15, fueron ellos mismos a urgencias. Su compañero estaba pálido, y la borrachera había pasado a un completo segundo plano en su cabeza. Cuando salían del piso, el autobús que les llevaba al hospital se estaba marchando en ese mismo momento. Little_15 no perdió el dedo pulgar como consecuencia de aquel suceso, pero a efectos prácticos era como si así hubiera ocurrido. Se había convertido en un apéndice deformado que solía esconder metiéndose el pulgar en el bolsillo, lo que por otro lado sabía que la hacía aparentar un altivo aire de superioridad frente al cliente. Antes de entrar a trabajar en la zapatería, había recibido un par de cursos de técnicas de venta. Su compañero quiso marcharse después del incidente. A veces Little_15 le odiaba con todas sus fuerzas, otras veces se lamentaba por él, ya que se sentía muy culpable.

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Pero había llegado a la conclusión de que no era culpa suya. La culpa la tenía sólo ella, por desoír la amenaza. Por aquel entonces tenía muchas pesadillas, pero temía más a los sueños agradables. Porque en ellos soñaba que sí mandaba el mensaje a diez mil personas, y por tanto se curaba de su enfermedad. Aquello la privaba del sueño cada día más. Ya sólo vivía pendiente del correo electrónico. Había lle gado a la determinación de que tenía que averiguar qué era lo que estaba pasando, por qué le estaba sucediendo aquello a ella. Lo primero que hizo fue pedir una excedencia en el trabajo, algo insólito en ella que sin embargo le fue concedido, ya que encontró a una sustituta para esos días. Después de aquello intentó ponerse en contacto con Clarisa Betancourt, o quien quiera que fuese la persona que le enviaba esos mensajes. Mandó un correo electrónico a su dirección, pero el servidor le mandó un mensaje de respuesta notificándola que no se había podido contactar. Podía ser que la dirección estuviera colapsada, o que se hubiera confundido al escribirla. Podía ocurrir también que no existiera o que hubiera dejado de estar ocupada. Pero Little_15 sabía que no era así. Lo sabía. Empleó los buscadores, se metió en foros, preguntó a los usuarios. Y al fin, un día, Fly_on_the_Windscreen, un usuario del foro que ella misma administraba, la dijo que ese nombre la sonaba vagamente, y al fin lo había recordado. Tenía que ver con un hoax que había recibido en el pasado, pero por desgracia no podía concretar más. Eran de esa clase de datos que se saben con total nitidez porque están almacenados en un resquicio oculto de la memoria, como el nombre

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del protagonista de tu serie favorita de la infancia. Little_15 sabía que estaba cerca. Sentía que estaba cerca de saber la verdad. Pero la investigación fue abruptamente concluida con un hecho que sabía que tenía que ocurrir. Recibió otro hoax de la misma dirección. Envía este mensaje a un millón de personas y todo acabará. De lo contrario, muy pronto iré a buscarte.

A partir de ese momento, Little_15 se olvidó por completo de intentar averiguar las intenciones de los mensajes y trató de concentrarse en realizar el envío. Acumuló todos los contactos que tenía, todos los foros que conocía, pero era inútil. No tenía acceso a tal cantidad de gente, y el remitente del mensaje era consciente de ello. Ante la imposibilidad de lo inevitable, Little_15 rogó a su nuevo compañero, que había sustituido al anterior, incapaz de vivir con ella sin soportar la culpa, que no la abandonara ni un momento. Al principio él hizo lo que ella pidió. Salían juntos a hacer las compras, pasaban juntos las mañanas y las tardes, pero llegó el momento en que se impacientó y, malinterpretando lo que ella quería, intentó efectuar un avance. En otras circunstancias Little_15 hubiera rogado para que la ocurriera algo así, pero en aquel momento no pudo ni supo responder ante ello. Su compañero, entonces, se hartó y dijo que saldría a la calle a dar una vuelta. Solo. Aquella palabra retumbó en los oídos de Little_15 como una losa de piedra. Quiso detenerle, le rogó que no se fuera, le suplicó que no se fuera, pero él no hizo caso. Cogió su abrigo, pues ya era de noche y hacía frío fuera, y se marchó.

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Little_15 se quedó sola en el piso vacío, inmovilizada del miedo. Trató de sobreponerse y decidió llenar su mente de ocupaciones. Fue a darse una ducha, más que por otra cosa, porque tenía fatal el pelo y estaba muerta de frío. Calibró el agua caliente y para cuando terminó, aunque la sensación de calidez había sido muy agradable, había dejado un ligero olor a quemado que no pudo evitar oler en todo ese rato. Se sentó en la silla de su cuarto y miró al ordenador. Estiró temblorosa la mano mutilada, con un ligero estremecimiento, con la intención de ponerlo en marcha, de deslizar el botón lateral de encendido, pero finalmente se detuvo. No quería meterse en Internet. Allí estaban los mensajes, allí estaban las amenazas. Aunque, recordó, todo lo malo —y bueno— que la había pasado no había sucedido en Internet, sino fuera de él. Se llevó la mano a la cara y cerró los ojos. Había dormido muy mal esos últimos días, tan mal que a veces no lograba ni enfocar bien. Cuando abrió los ojos, con mucho esfuerzo, el pánico la recorrió de arriba abajo. Miró hacia otro lado, y volvió a sentir el mismo temor. Poco a poco, a medida que giraba la cabeza de un lado para otro, su terror aumentaba, hasta que hubo un momento en que cerró los ojos por completo. A tientas, sin mirar más que el teclado, encendió el ordenador y entró en su sesión de correo electrónico. Con miedo, poco a poco, fue deslizando uno a uno los mensajes, ignorando los nuevos, apenas mirando de reojo, hasta que llegó al último hoax que había recibido. Movió la rueda del ratón hasta ver la primera de las fotos y se llevó las manos al rostro, aterrorizada.

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Al fin había reconocido lo que era la foto. Era aquello mismo que acababa de ver: una esquina de su propia habitación. Estaba igual de borrosa, tal cual como se veía cuando ella estaba demasiado cansada hasta para fijar la mirada. Fue bajando con la rueda y vio que todas las fotos se correspondían con lo que acababa de ver, de un lado para otro. Era como si hubieran sacado instantáneas de su cabeza, incluso en términos de luz y contrastes. Sin embargo la última foto no la reconocía, al menos no a simple vista. De repente se dio cuenta de que la luz de uno de los usuarios del chat acababa de pasar del color gris al verde, lo que indicaba que esa persona había ingresado en el mismo. Little_15 la miró petrificada. Se trataba de Clarisa Betancourt, que había sido incluida en la lista en el momento en que ella trató de enviarla un mensaje desde su dirección. La pantalla de diálogo se activó. Clarisa_Betancourt: Hola. Ya estoy aquí. —Ya estoy aquí —escuchó Little_15 a su espalda. Antes de emitir un grito ahogado que no lograba salir de su garganta, Little_15 reconoció en la última foto borrosa a ella misma, en su asiento, y una figura esquelética de pie, detrás de donde estaba sentada. Tres o cuatro horas después, el compañero de piso de Little_15 regresó a casa luego de haber tomado una cerveza con sus amigos, a los que hacía semanas que no veía. Les dijo que pensaba que la chica con la que vivía quería ligar con él, y que al final se había hecho la estrecha. Durante el camino

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de vuelta, al bajar del autobús, estuvo un rato riéndose por lo bajo, pensando en lo idiota que había sido. Su risa se detuvo cuando vio las llamas cubrir el edifi cio. Como pudo saber más tarde, el fuego había inundado el inmueble, y se había originado posiblemente en su propio número. Antes que en ninguna otra cosa, lo primero en lo que pensó fue en Little_15, pero por la mirada de los bomberos comprendió que era inútil preguntar. Sabía que, aparte de sus conocidos de Internet, Little_15 apenas tenía amigos, y por tanto decidió comprobar una sospecha que tenía. Fue a la zapatería donde ella trabajaba y, además de comunicar la noticia al dueño, le pidió comprobar un momento el ordenador interno. Allí, como esperaba, Little_15 no tenía contraseña para el correo electrónico, ya que era la única que usaba el ordenador. Intuyendo que ella realmente había estado en peligro y lo sucedido no se trataba de un accidente, se registró en el foro con el nombre de Personal_Jesus, comunicó la noticia y comenzó a hablar con los usuarios con los que ella entablaba más conversación, como Sister_of_Night. Allí le hablaron de lo de Clarisa Betancourt y los hoax; Personal_Jesus trató de buscar mensajes o conversaciones de chat de esa persona en el correo electrónico de Little_15, pero no encontró nada de nada. Así quedó todo en su cabeza, como un extraño misterio sin resolver que mencionaba a todo el que conocía, hasta que un día un experimentado hacker, conocido de uno de sus amigos, le dijo que le sonaba un hoax que tenía por protagonista a una persona llamada Clarisa Betancourt. Era

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una chica que sufrió un incendio en su casa, y aunque sobrevivió, perdiendo un dedo en la huida, desarrolló una extraña enfermedad llamada neumoarritmia. Se suponía que el correo era de sus padres, que pedían ayuda a todo aquel que supiera cómo combatir la enfermedad, pues los médicos de Clarisa no tenían idea de cómo hacerlo. Como en todos esos mensajes en cadena, suplicaban para que se reenviara a las máximas personas posibles, y apelaban a la bondad de los que lo leían con frases como que su novio esperaba su recuperación o que estaba cada día más débil, tanto que ya no podía ni coger el transporte público. Personal_Jesus meditó acerca de lo que le habían conta do, y se preguntó si sería la misma enfermedad que Little_15 padecía, ya que ella nunca había dicho el nombre. Se preguntó también, por otro lado, si esa petición de ayuda habría llegado a ella en el pasado. Pero como ocurre con todas las pistas que no acaban por encajar del todo, se quedó para siempre con la incógnita rondando en su cabeza.

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Simón Parra

LA REINA DE LAS MARIPOSAS

Para Doménica Francke Arjel

El furioso golpetear de la lluvia sobre el tejado despertó a Olimpia. Aún no podía creer que había logrado conciliar el sueño. Quizá su cuerpo se había rendido, abatido por la preocupación y el nerviosismo. Sus manos sostenían el boleto sólo de ida. En la casa gobernaba el repicar de la lluvia, los últimos clientes hacía rato que se habían marchado. La atmósfera estaba cargada del penetrante olor a juerga, mezcla del humo a tabaco y cerveza. Hacía dos años, más o menos, que Olimpia había llegado; pendejita, muy ingenua ella. Creía que la vida de las putas era fácil, como le habían contado en el pueblo: “harta plata y bien fácil”. Y ella se creía una diosa, una maravilla, tan exótica, que los clientes caerían rapidito rendidos a sus pies. Llevaba puesto su mejor vestido, el mismo con el que había llegado ese primer día a la ciudad; para ser admirada, para volver loco a todo el mundo. El vestidito ese se lo había comprado piolita, una vez que habían ido, ella y su viejita, a la ciudad. Apenas lo vio, quiso comprarlo al tiro. “Es para mi hermana mayor” le dijo a la vendedora, como excusa ante su cara de sorpresa. Y es que era tan lindo, tan atrevido el vestido este que lo escondió al tiro de su madre. Y cada vez que podía, en la intimidad de su casa, se lo probaba a escondidas frente al espejo modelando como esta pelirroja actriz… Sharon Tate que tanto admiraba. Y aunque se moría de

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ganas nunca se atrevió a salir —por obvias razones—, por el pueblo con él. Pero ese día triunfal cuando decidió escapar de aquella vida “provinciana”, para mostrarse sin rollos, sin prejuicios, tal cual era a ese nuevo mundo. Se arregló muy topísima y adornada por su vestido se marchó del pueblo, dejando atrás una vida plebeya. Ahora, debía escapar una vez más. La ciudad, el prostíbulo y su glamour carretero habían perdido su embriagante magia. Si bien a su llegada Olimpia, por su condición y edad, había sido el principal atractivo para los gañanes y viejos huachacas que habituaban el local; hacía rato que ella no sentía lo mismo. Las mismas cosquillitas previas al show, ni la ovación que impregnaba a tufo de aguardiente el saloncito de bailes, parecían llenar su exigente corazoncito. Por otra parte, el regente era un verdadero abusador, gustaba de maltratar a las putas; más parecía gallo y señor de un gallinero. De hecho, cuando Olimpia le planteó, como quien no quería la cosa, la idea de ausentarse del prostíbulo una temporada; éste se enfureció y en tono amenazante le respondió —Puta que entra en mi casa de remolienda, la única forma de que salga es en un ataúd—. Así que es mejor que se dejara de pensar en güevadas… y que no se le subieran los humos a la cabeza ya que la fama era efímera y que llegando una mina más joven se iba a la cresta su reputación. Todas estas cuestiones llevaron a Olimpia a querer fugarse, su nobleza se había visto mancillada. Estuvo toda la semana planeándolo dándose ánimo, se decía para sí: — ...el culo es mío y se lo presto a quien quiero; que se joda este cafiche de mierda.

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Pasada la semana ya tenía todo bien preparado. Había empacado lo justo, y se iba casi con lo puesto y durante toda esa semana repasó una y otra vez el plan. Se miró al espejo para ver si tenía todo bien puesto, comprobando lo regia que se veía. Se puso sus tacones, tomó su maleta y se dispuso a partir. Abrió la puerta que daba al pasillo y la cerró suavemente tras de sí. Miró para todos lados, cerciorándose de que nadie estuviese despierto, o al menos cerca. Tomó aire y se dispuso a bajar sigilosamente la escalera. Esta era una de las partes más difíciles de su escape ya que la casa era toda de madera y su construcción de data muy antigua, resultando muy difícil bajar la escalera sin emitir ruido alguno. Cada peldaño resultaba un martirio y durante la semana trató inútilmente de idear alguna forma para bajar. No obstante, lo que le preocupaba es que la pieza contigua a la escalera era la de la China tuerta. Luego de un rato logró bajar al salón, había superado aquel penoso obstáculo. Miró la hora, aún le quedaba tiempo para llegar a la estación. Caminó sigilosamente hacia la puerta, tan cerca de su libertad, se repetía a sí misma: —El poto es mío y se lo presto a quien quiero…— Ya estando cerca de la puerta pensó en que por fin podría iniciar su viaje; pasando de pupa, de larvaria a ser reina de las mariposas, ¡por fin! Sin embargo, de pronto fue interrumpida por una voz familiar que provenía de un rincón del ahora lúgubre salón de bailes: — Dije… ¿quién chucha anda ahí? —Era la China tuerta. —Este… soy yo, la Olimpia. —¡Ah!, eras tú… ¿y qué se supone que estás haciendo? —Nada po` güeas mías no más; quiero salir a tomar aire.

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La China tuerta se acercó, la pregunta fue inevitable… —¿Qué haces con esa maleta? —Te dije que son güeas mías. —Sabí que si el patrón se entera, vay a cagar. —Déjame en paz, ¿quieres? —No, te voy a sapear —Tú siempre me has tenido envidia, tuerta de mierda. Vas a arrepentirte si me hociconeas. —¿Ah, sí? ¡Patrón, patrón... mire está maraca desleal! La reacción de Olimpia no se hizo esperar, cerrándole de un puñetazo el hocico a la China tuerta. Estaba todo perdido y debía salir más que rápido de allí. Velozmente tomó su maleta y corrió hacia la puerta, sacó el pestillo, la abrió. Corrió, corrió y corrió calle abajo, miró hacia atrás y vio que la perseguía no sólo el regente sino que varias putas más. Mientras corría les lanzó la maleta, que dio a parar en plena cara de una de las putas. Siguió corriendo, mientras se repetía: “Debo continuar mi viaje… no quiero ser larva… la reina de las mariposas, ¡¡la reina de las mariposas!!” De pronto… se le rompió un tacón, cayéndose al suelo; se reincorporó de inmediato, no había tiempo para evaluar los daños, se sacó los tacones y se los lanzó a sus captoras. Continuó corriendo, mientras se repetía: “Debo continuar mi viaje… quiero ser… ¡¡la reina de las mariposas!! ¡¡la reina de las mariposas!!”, mientras corría se sacó la chasconeada peluca pelirroja y la tiró al suelo; miró hacia atrás, sus captoras chillaban de furia, como sabuesos rabiosos. Entonces, tomó sus tetas postizas, entre los chillidos distinguía claramente la voz del regente que le gritaba: —A mí nadie me deja… te voy a matar transexual de mierda—. Olimpia, sólo se limitó a pensar: “¡Cafiche de mierda, que

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se joda! Soy una reina y mañana seré la reina de las mariposas y nadie mancilla a una reina”. Sin embargo justo al llegar a la esquina, de improviso, apareció un coche cuyo ebrio conductor no vio venir a Olimpia; despojándola de sus alas, mas no de su corona.

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AnaCrónica

Elige elige un sexo elige un nombre elige gatear elige andar elige decir papá o mamá primero elige una guarderia elige tu bloque de plastelina preferido elige muñecas o pistolas elige dejar de mearte encima elige colegio elige escribir elige escribir “mimamamemima” 100 veces elige mote elige suspender elige aprobar elige hacer pellas elige instituto elige granos elige pajas elige más granos elige más pajas elige ciencias elige letras elige tabaco elige porros elige alcohol elige tu primera pota elige tu primer polvo elige potar en tu primer polvo elige amigos elige muchos conocidos elige musica elige tu primera mentira elige novio elige novia elige que se follen ambos elige más mentiras elige más alcohol elige votar elige potar en tu primer voto elige carnet de conducir elige L de lerdo de lelo

de limite de limitar de limitados elige carrera elige masters elige un primer contrato basura elige irte de casa elige volver a casa elige miedo incipiente elige curriculums elige callar elige transigir elige tu mentira 2000000 elige el sexo elige vender tu nombre elige andar de rodillas elige agacharte elige apenas hablar con tus padres elige una guarderia para tu mascota elige tu bloque de pisos preferido elige tarjetas de credito elige lluvia dorada elige no aprender elige firmar facturas elige firmar más facturas elige nick elige hipoteca elige hacer pullas elige comunidad de vecinos elige cremas antiedad elige perfumes elige perder peso elige ganar estupidez elige inseminacion artificial elige bonos del tesoro elige tele elige mucha tele elige mucha más tele

elige toda la tele elige cibersexo elige solo cibersexo elige familia politica elige presidente de la comunidad elige ipod de ultima generacion elige callar tu primera verdad elige divorcio elige separacion elige egocentrismo elige más egocentrismo elige cestas de navidad elige no votar elige no votar en tu enesimo voto elige carnet de socio elige S de seguro de satisfactoriamente seguro de supersatisfactoriamente seguro de salon amueblado de sillon de cuero de sofa acolchado elige correa elige hacer tú los contratos basura elige irte a casa elige no salir de casa elige MIEDO Y entonces: calla, transige y miente.............

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Literatura

El cutis patrio, de Eduardo Espina Mansalva, 192 págs. El poeta uruguayo nacionalizado estadounidense, Eduardo Espina (Montevideo, 1954), acaba de publicar a través del sello independiente argentino Mansalva, su obra más ambiciosa, El cutis patrio, poemario que en 2007 obtuvo el Latino Literary Award otorgado por el Instituto de Escritores Latinoamericanos. Radicado en Estados Unidos desde 1980 donde actualmente ejerce el profesorado sobre estudios hispanoamericanos y literatura latinoamericana en la Texas A&M, la principal Universidad de Texas, Espina también profesa el periodismo y el género ensayístico; además de co-dirigir la revista Hispanic Poetry Review, única publicación en el mundo dedicada exclusivamente a la crítica y reseña de poesía escrita en español. Traducido casi a tantos idiomas como antologías integra (más de treinta), Espina es considerado como uno de los más importantes poetas del idioma y exploradores del lenguaje. Sus poemarios desde Valores Personales (1982), La caza nupcial (1993), El oro y la liviandad del brillo (1994), hasta Mínimo de mundo visible, (2003); cifran un camino profuso en indagaciones estéticas, abriendo una intensa búsqueda formal a través de la originalidad expresiva y distintiva que sólo la sonoridad de sus versos pueden ofrecer. Con una obra maciza, saturada de claves, enigmas, alusiones, parábolas y alegorías; el autor va proporcionando, con su propia estructura y su estilo aglutinado, un método de lectura. Su poesía instaura una forma nueva de significar y estetizar la realidad verbal, a través de un tono inimitable. Con El cutis patrio, su obra cumbre, texto ondulante, dinámico; propone una poética que proclama un lector activo que execre el gusto por la poesía chata y aletargada de nuestra época. En las antípodas del entumecido ritmo ramplón de los lugares comunes y el vano experimentalismo, los poemas que conforman este libro definen la insólita capacidad de devolverle a la poesía, su carga subversiva: la poesía comprendida como pura experiencia del lenguaje. Así, lejos de la praxis cotidiana el texto parece intentar monumentalizar con su torrente de enrarecidas palabras e imágenes, nuevas zonas en el campo semántico poético. Regiones fértiles, plagadas de frases contraídas, de giros elípticos y atrevidos tropos; que en ocasiones, crea ilusiones auditivas, deparando una culta y extraña delectación. Hay algo de excesivo y subyugante en este libro. Su monstruoso fluir, que hipnotiza al lector hasta mucho más allá de su última página, da a entender que tras esta desmesura Espina ha delineado la fisonomía del lenguaje en todo su esplendor imaginativo. Augusto Munaro

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Música

El evangelio musical del Sr. Tow Patty Boyd jamás tocó un instrumento musical, lo que no le impidió ser una de las más notables musas inspiradoras del rock de los sesenta en Londres, destinataria de algunas de las más románticas baladas que el mundo haya apreciado. Patty obtuvo un papel en la primera película de Los Beatles,”A Hard Day’s Night”, donde conoció a los cuatro chicos de Liverpool aunque fuera Harrison en quien se fijó. Luego de un breve noviazgo la pareja se casó en 1966. Ambos comenzaron a frecuentar el mundo de la espiritualidad y las drogas. Incluso fue Boyd la que sugirió a los “fab four” ir a la India a conocer al Maharishi Mahesh Yogi, desatando el rush espiritual de Harrison como el caso más emblemático de todos. Años después Harrison cayó en el abuso de drogas y alcohol brindándose de lleno al sexo libre, cosa propia de la época causando que Patty se vengara las infidelidades con John Lennon y Mick Jagger como los protagonistas más reconocidos. Eric Clapton —amigo de Harrison entonces— conoció a Patty en una fiesta en el año 1968, y quedó obsesionado con ella. Se impuso conquistarla, pero Patty rechazó todos los intentos. Ella quería todavía salvar su matrimonio, a pesar de que George saltaba de una cama a otra (incluso en la de la mujer de Ringo Starr). En el año 69, George compone la canción “Something”, inspirado en su mujer, como un reflejo de la estabilidad que había retomado la pareja. Clapton desahogó su frustración componiendo “Layla”, una de sus mejores canciones, tributo a la mujer de sus sueños. Y fue tal la insistencia que, al final, Eric logró una relación clandestina con Patty, favorecida por el desinterés de Harrison, quien al enterarse de la historia, le dijo: “Es toda tuya amigo, tómala”. El decadente matrimonio se disolvió finalmente en 1974, luego de que Harrison la engañara con la mujer de Ronnie Wood (futuro guitarrista de Los Rolling Stones), y de que ella se vengara de la misma manera con Ronnie. Amigos son los amigos. Clapton compuso en 1976, “Wonderful Tonight” y “Bell Bottom Blues” inspirado en ella e intentó acercarse nuevamente, esta vez con éxito y sin tener que esconderse. Finalmente se casaron en 1979, pero la historia vuelve a repetirse. La dependencia del guitarrista al alcohol y a la cocaína, y la infertilidad de ella hacen tormentosa su relación. Ante la negativa de Clapton de rehabilitarse, la pareja llega a su fin 10 años después. Quedan las canciones, testamento de que los amores se perdieron pero las guitarras siguieron llorando.

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GPS

El Hombre Ardiente de Nevada En este número el G (Global) P (Positioning) S (System) nos lleva a Black Rock, en el desierto de Nevada, cuyo interés especial es el “que” más que el “donde”. El Festival del hombre ardiente (en inglés, Burning Man) es un evento anual de seis días de duración que se desarrolla la ciudad de Black Rock, Nevada, Estados Unidos. Concluye justo en el Día del Trabajo, en el mes de septiembre. Burning Man: es una semana de fiesta en el desierto, en el medio de la nada. El vacio arenoso y sin vida de repente se convierte en un bastidor gigante, cuando en el horizonte empiezan a asomar las caravanas. Autos, camionetas, gente, colores, música y objetos de todo tipo. Miles de personas confluyen para convivir durante una semana en el desierto con sus propias reglas, una comunidad con fecha de vencimiento, un festival neohippie, algo casi imposible de definir. Dicen que es imposible describir el Burning Man sin haberlo visto, sin estar allí, que es imposible etiquetarlo y mucho menos definirlo porque este evento son muchas cosas a la vez. En primer lugar es un proyecto muy original que comenzó a realizarse desde el verano de 1986, cuando un grupo de 20 personas se reunió en una playa de San Francisco, California. El encuentro fue una verdadera celebración y se convirtió rápidamente en una tradición de la que cada vez más gente quiso formar parte. Quizás por la necesidad de encontrar un lugar donde uno puede mostrarse como la persona que quiere ser, por vivir en un espacio de absoluta libertad o por simple curiosidad, la gente comenzó a llegar año tras año y la plaza quedó chica, fue entonces cuando los organizadores tuvieron que trasladar el Burning Man a un lugar ideal, sin testigos cercanos, y ese lugar fue el desierto. La experiencia tan difícil de definir es una ciudad temporaria llamada Black Rock, o Piedra Negra, que se crea de la nada en el desierto de Nevada en Estados Unidos. La gente que llega en masas al evento conforma Black Rock: una comunidad experimental que tiene como principal objetivo desarrollar todo tipo de expresiones artísticas en el marco de un tema preestablecido por los organizadores del Burning Man. Durante la semana que dura el evento no se permite vender ni comprar nada, por lo que cualquier persona que quiera participar, debe llegar todo lo imprescindible para subsistir, desde comida hasta papel higiénico, agua, jabón, ropa, lo que crea necesario para pasar una semana en el desierto.

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Es una excusa para vivir en un entorno completamente distinto del que pueden encontrar en su vida cotidiana. Y esto sin lugar a dudas, despierta la inspiración de muchos que de una u otra forma, sienten la necesidad de expresarse a través del arte, la música. También hay otros que ven la oportunidad de ponerse sus vestidos más extraños, y ser actores en el gran escenario del desierto. Es un evento fascinante que demuestra la fuerza de la creatividad de redes sociales auto-organizadas y desafía cada año, al menos durante una semana, muchas de las teorías habituales sobre el funcionamiento de las comunidades humanas y de las agregaciones urbanas. Desde sus comienzos, el Burning Man se ideó en torno a consignas que cambian todos los años. Temas como “El tiempo”, “Infierno”, “El mundo flotante” y “Fertilidad” fueron abordados en años anteriores, generando instalaciones de lo más variadas y diferentes unas de otras. Imagínense el poder de una consigna en una ciudad que es arte…. Todo comienza y termina en la semana que dura el encuentro. Así se producen las más diversas obras , expresiones artísticas, ya sean instalaciones, esculturas innovadoras, campamentos temáticos o disfraces y performances.

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Pocas reglas y muchos resultados – “Crear para destruir” Resulta impresionante la capacidad de desarrollo de una ciudad desde cero en pocos días, con escasas reglas y autoridades muy limitadas. Una de las razones para conocer este evento, es asistir a “uno de los mejores cursos en planificación urbana y diseño de comunidades”, en el que se puede observar el espectacular nacimiento y desarrollo de una ciudad efímera “siguiendo unas pocas reglas fundamentales y permitiendo que el desorden auto-ensamble el resto”. Burning man es más que llamativo porque permite observar el espectacular nacimiento y desarrollo de una ciudad efímera “siguiendo unas pocas reglas fundamentales y permitiendo que el desorden auto-ensamble el resto”. Todo un ejemplo para el diseño y planificación urbana en otras ciudades más convencionales. En todo caso, la arquitectura si marca aquí la diferencia, de un modo paradójico, por su propia destrucción: “Burning Man has a delete button” que se oprime una vez al año.

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Se trata de una comunidad libertaria. No es que no haya reglas. Las hay y muy pocas pero las hay. El mínimo compatible con la expresividad, la creación y la riqueza comunicativa, la inversa precisa de la burocracia. No menos interesante es recordar que Burning Man ya tiene 20 años de vida y que paso de su localización original a partir de una decena de fanáticos en San Francisco a una enorme ciudad efímera en el desierto de Nevada ha ido evolucionando sus reglas. Cuando los concurrentes no sobrepasaban los 2000 todos podían ayudar a montar al Hombre a quemar con sogas. Tampoco hacían falta las calles ni los señalamientos. La basura que se generaba a lo largo de una semana se iba con quienes la habían producido. Casi no había patrullaje policial Con las 40.000 personas que asisten actualmente hace falta un ejército de gente solo para que se ocupe de los baños. Se ha prohibido la circulación en la ciudad principal donde solo pueden transitan peatones y bicicletas. Dormir se ha convertido en una costumbre saludable ya que no se corre el riesgo de que alguien aprovechando la inexistencia de calles pise las bolsas de dormir. También se prohibió que la gente detentara armas con lo cual muchos problemas menores también fueron desvaneciéndose. En el 2007 hubo solo una decena de incidentes menores, la mayoría ligados a la venta (no a al consumo) de droga y a una par de ataques entre conocidos, no desconocidos.

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Cada vez que se enactua una nueva ley se la resiste violentamente. Pero lo cierto es que aunque la fiesta solo dura una semana (sería imposible que la gente pudiera operar exclusivamente en una economía del don como ocurre aquí, mucho mas radical que la del trueque, y a años luz de las economías de mercado que conocemos nosotros) queda al descubierto en ese ejemplo que debería ser más conocido y analizado, lo que se puede lograr con muy pocas reglas y que el desorden se ocupe del resto. Si hasta ahora la experiencia ha sido tan exitosa (hay quienes imaginan que la ciudad podría crecer hasta llegar a tener 1 millón o 2 millones de habitantes circunstanciales) es porque se trata de una ciudad a plazo fijo, con suicidio (apoptosis urbana) incluido. Black Rock es una ciudad eternamente en fase beta, un centro urbano que es manejado gracias a su permanente evolución. Porque así como se la construye la ciudad es destruida hasta los cimientos cada año. Y se crea una nueva desde cero. Lo que sirve para que esta ciudad tenga una tasa de aprendizaje que ninguna otra en el mundo puede aspirar a tener ni mucho menos ejercitar. Y así como el Ave Fénix, la civilización Black Rock vuelve a nacer de sus cenizas cada año, con un sueño nuevo, inmaculado…esperando a ser destruido, pero con la esperanza de siempre volver.

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Anecdotario

Confesiones

de un

librero

amargado Por Ramiro Sanchiz

¿Existen los libreros vocacionales? ¿Gente que adora vender libros, recomendar novedades, adivinar por algún don paranormal la novela o autor perfectos para ese desconocido que entra a la librería y empieza a mirar los estantes medio perdido? Supongo que, de haberlos, son personas más cercanas a Almotásim que yo, aunque, como en uno de los tantos Mortal Kombat, las series de evolución espiritual deben ser muchas, con diversos grados de dificultad y enemigos a enfrentar. Además, citando al insigne Robert Plant, “yes there are two paths you can go by, but in the long run there’s still time to change the road you’re on (I hope so)”, lo cual me parece que nos permite imaginar a los posibles libreros (vocacionales o de los otros, también los amargados) pasando de camino a camino (y si insisto con Mortal Kombat los imagino como pilares decorados con las caritas de los enemigos) un poco a la Tarzán, sirviéndose de lianas estrictamente colocadas. Es decir: está bien, puede haber libreros vocacionales, pero dudo que esas vocaciones se sostengan con los años. Yo, de todas formas –creo que está más que claro-, nunca fui un librero vocacional. Fui un librero acorralado, en todo caso, un librero que no quería vender, que cruzaba los dedos para que no entrara nadie a la librería, que arrastraba los pies para entrar al shopping. Razones sobradas para haber renunciado apenas me fue posible… cosa que hice de hecho dos veces. ¿Pruebas de aquel viejo cliché sobre tropezar con la misma piedra? Indudablemente. Y agravadas: después de mi primera experiencia librera en un shopping juré por las aguas de la Estigia, por Crom, por Cthulhu y la madre de Jacob que no reincidiría. Me tomo menos de un año la recaída, y debo admitir que mi segunda incursión la comencé con mejores expectativas, con poderío renovado, como también es cliché decir. Pero duró poco la energía, como era esperable, y la sustituyó eso que vengo llamando “amargura” y que quizá no se corresponde exactamente a la denotación usual de la palabra, amalgamando rencor, odio hacia la humanidad (al menos hacia esa parte de la humanidad que viene a la librería, claro) y el difícil equilibrio espiritual entre ceder al sea of troubles hamletiano que nos asedia y aportar de alguna manera las reservas interiores repasando argumentos como “peor sería trabajar de…” o “al menos aquí estoy entre libros”. En realidad ambas son falaces, claro. O, en todo caso, un librero vocacional no las necesita. Solo los libreros amargados, que teorizan y teorizan sobre si todas las razones por las que sería muchísimo mejor estar en cualquier trabajo que no implique lidiar con la tontería de los que te preguntan “¿y qué libro está en onda?” o “¿qué libro me recomendás para un veterano que no lee?”. En un mal día, créanme, ese tipo de preguntas puede llevar al librero amargado al borde de la desesperación, y estando en el shopping uno se imagina que se agarrará a golpes con un cliente (o, idealmente, que saltarán de golpe esas garras de adamantium que dos segundos antes no sabíamos que teníamos) y será después arrastrado hacia la calle por los guardias de seguridad, una sonrisa hebefrénica en los labios y las manos levantadas en el signo de la victoria. Además, dudo que exista un librero vocacional en el sentido pleno del término, es decir uno capaz de soportarlo todo. Está el problema de los vendedores de las editoriales, por ejemplo. Pueden ser

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un factor desequilibrante en un día ocupado; vienen, saludan (siempre haciéndose los amables y amistosos) y, al detectar que uno está ocupado o bien en la caja o bien atendiendo clientes, empiezan enseguida a mirar qué tan exhibidos están los libros de su editorial, si está representado lo que ellos llaman “el fondo” (es decir el conjunto más atroz imaginable de libros prescindibles), si la última atrocidad infringida por sus imprentas está en vidriera, si su poster horripilante está pegado en el mínimo espacio disponible… y, por supuesto, al vernos ocupados, lo primero que se les ocurre es poner manos en los libros y deshacer ese orden que tanto nos cuesta mantener, porque el librero amargado suele destinar sus momentos vacíos a la ordenación maniática del material, sabiendo –como buen masoquista- que bastará con tres o cuatro clientes para que se desintegre por completo toda ilusión de criterio, y uno empieza a gritar axaxaxas mlö!, axaxaxas mlö!, como otros en su momento gritaron tekeli li! tekeli li!. En mi primer trabajo de librería recuerdo que me pasé dos tardes completas ordenando todos los libros, en subgéneros, literaturas, etc. Esa misma semana llegó la encargada del sector libros, miró todo sin mayor interés y comentó “están demasiado ordenados”. No supe qué responderle; de hecho, era el comentario que menos me esperaba, dispuesto a que me discutiera la pertenencia de tal o cual libro a este género o aquel. En fin, totalmente ingenuo de mi parte, sobre todo teniendo en cuenta que en la entrevista que tuve con esta personilla –para ingresar a la empresa- le comenté que uno de mis autores latinoamericanos favoritos era Lezama Lima, y su única reacción fue poner cara de ah, claro, jugó en la Selección de Camerún, ¿no?. Pero volviendo a los vendedores de editoriales (o “proveedores”, como terminamos diciéndoles, y de hecho a la mayoría les da lo mismo promocionar libros que desodorantes, pantalones o chocolate light con almendras que colaboran a la regulación intestinal), cuando llegamos al punto en que no queda más remedio que cambiar el tono de voz y decirles “eeh, dejame los libros como están, ¿puede ser?” todo cambia. Otra expresión, otras maneras… se acercan y como diciendo al grano empiezan a hablar de sus objeciones a la vidriera y la distribución; después mencionan las novedades y esperan pedidos y comentarios de qué tanto vendemos sus tonterías. Pasado el pedido de reposición vuelven a sonreír y, haciendo acopio de todos los recuerdos que tengan de diálogos pasa-

Anecdotario

dos, buscan un tema en común (“a vos te gustaban los Beatles, no?”), murmuran tres o cuatro comentarios, miran el reloj y parten hacia la próxima librería. Cabría imaginarlos como pequeños hombres-topo, buscando madrigueras para recorrer con su libreta y lapicera, abandonados y derrotados, como los Purificadores de la Biblioteca de Babel (y saberlo es la dulce victoria sobre ellos del librero amargado). Quizá permitan a una imaginación más kafkiana tramar un buen cuento; yo terminé detestándolos, salvo, por supuesto, un par de excepciones que no viene al caso nombrar. Pero hay algo en su manera de moverse, de hablar, de argumentar, de negociar, que los convierte en algo infame por principio, casi tanto como los encargados de marketing de sus editoriales (esos, al menos, no necesariamente posan de saber de libros); por eso me imagino que cualquier librero vocacional tarde o temprano chocará con el modo de ser de estos mercaderes del papel barato. ¿Hay algún cuerpo inamovible de librería que pueda con la fuerza irresistible pro amargura de los vendedores de las editoriales? Porque la victoria decisiva de ellos frente al librero amargado es saberse esenciales en su génesis, en el pasaje del librero novato optimista -feliz de la vida, sonriente con los clientes, tan propenso al irritante “pero claaaro… ¿qué mejor trabajo que estar entre libros?”- al pobre librero amargado. Y en cuanto al cuerpo inamovible, entonces: no lo hay. Yo no lo fui; de hecho me amargué aun más, que es la única respuesta viable. Pero, sin embargo, les encontré una utilidad: con las palabras correctas a veces aceptan venderte libros con el descuento que hace la editorial a la librería. Y eso es muy útil con esos libros que sabés que no te podés llevar, por motivos de stock, exhibición, demanda o lo que fuese. Claro que, a la vez, esa relación de “uso” los envilece aun más. A la librería iban todos los lunes por la mañana, horario que siempre me tocaba ocupar. Ahora que soy libre mis comienzos de semana tienen otro sabor, en parte porque no tengo que soportarlos… aunque, sin embargo, el deporte de tratarlos llegó a ser algo tan ejercitado que, a veces, extraño el sarcasmo perpetuo y el duelo hipócrita. Una vez más: trabajar en una librería saca lo peor de cada persona, y eso queda adherido. Pero pronto –espero- lograré desprenderme esas cascaras.

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Biblioteca Amiga

Otro Cielo Julio / 2010

Cuento y entrevista

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