Parra - La reina de las mariposas

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Simón Parra

LA REINA DE LAS MARIPOSAS

Para Doménica Francke Arjel

El furioso golpetear de la lluvia sobre el tejado despertó a Olimpia. Aún no podía creer que había logrado conciliar el sueño. Quizá su cuerpo se había rendido, abatido por la preocupación y el nerviosismo. Sus manos sostenían el boleto sólo de ida. En la casa gobernaba el repicar de la lluvia, los últimos clientes hacía rato que se habían marchado. La atmósfera estaba cargada del penetrante olor a juerga, mezcla del humo a tabaco y cerveza. Hacía dos años, más o menos, que Olimpia había llegado; pendejita, muy ingenua ella. Creía que la vida de las putas era fácil, como le


habían contado en el pueblo: “harta plata y bien fácil”. Y ella se creía una diosa, una maravilla, tan exótica, que los clientes caerían rapidito rendidos a sus pies. Llevaba puesto su mejor vestido, el mismo con el que había llegado ese primer día a la ciudad; para ser admirada, para volver loco a todo el mundo. El vestidito ese se lo había comprado piolita, una vez que habían ido, ella y su viejita, a la ciudad. Apenas lo vio, quiso comprarlo al tiro. “Es para mi hermana mayor” le dijo a la vendedora, como excusa ante su cara de sorpresa. Y es que era tan lindo, tan atrevido el vestido este que lo escondió al tiro de su madre. Y cada vez que podía, en la intimidad de su casa, se lo probaba a escondidas frente al espejo modelando como esta pelirroja actriz… Sharon Tate que tanto admiraba. Y aunque se moría de ganas nunca se atrevió a salir —por obvias razones—, por el pueblo con él. Pero ese día triunfal cuando decidió escapar de aquella vida “provinciana”, para mostrarse sin rollos, sin prejuicios, tal cual era a ese nuevo mundo. Se arregló muy topísima y adornada por su vestido se marchó del pueblo, dejando atrás una vida plebeya.


Ahora, debía escapar una vez más. La ciudad, el prostíbulo y su glamour carretero habían perdido su embriagante magia. Si bien a su llegada Olimpia, por su condición y edad, había sido el principal atractivo para los gañanes y viejos huachacas que habituaban el local; hacía rato que ella no sentía lo mismo. Las mismas cosquillitas previas al show, ni la ovación que impregnaba a tufo de aguardiente el saloncito de bailes, parecían llenar su exigente corazoncito. Por otra parte, el regente era un verdadero abusador, gustaba de maltratar a las putas; más parecía gallo y señor de un gallinero. De hecho, cuando Olimpia le planteó, como quien no quería la cosa, la idea de ausentarse del prostíbulo una temporada; éste se enfureció y en tono amenazante le respondió —Puta que entra en mi casa de remolienda, la única forma de que salga es en un ataúd—. Así que es mejor que se dejara de pensar en güevadas… y que no se le subieran los humos a la cabeza ya que la fama era efímera y que llegando una mina más joven se iba a la cresta su reputación. Todas estas cuestiones llevaron a Olimpia a querer fugarse, su nobleza se había visto mancillada. Estuvo toda la semana planeándolo dándose ánimo, se decía para sí: — ...el culo es mío


y se lo presto a quien quiero; que se joda este cafiche de mierda. Pasada la semana ya tenía todo bien preparado. Había empacado lo justo, y se iba casi con lo puesto y durante toda esa semana repasó una y otra vez el plan. Se miró al espejo para ver si tenía todo bien puesto, comprobando lo regia que se veía. Se puso sus tacones, tomó su maleta y se dispuso a partir. Abrió la puerta que daba al pasillo y la cerró suavemente tras de sí. Miró para todos lados, cerciorándose de que nadie estuviese despierto, o al menos cerca. Tomó aire y se dispuso a bajar sigilosamente la escalera. Esta era una de las partes más difíciles de su escape ya que la casa era toda de madera y su construcción de data muy antigua, resultando muy difícil bajar la escalera sin emitir ruido alguno. Cada peldaño resultaba un martirio y durante la semana trató inútilmente de idear alguna forma para bajar. No obstante, lo que le preocupaba es que la pieza contigua a la escalera era la de la China tuerta. Luego de un rato logró bajar al salón, había superado aquel penoso obstáculo. Miró la hora, aún le quedaba tiempo para llegar a la estación. Caminó sigilosamente hacia la puerta, tan cerca de su libertad, se repetía a sí misma: —El poto es mío y se


lo presto a quien quiero…— Ya estando cerca de la puerta pensó en que por fin podría iniciar su viaje; pasando de pupa, de larvaria a ser reina de las mariposas, ¡por fin! Sin embargo, de pronto fue interrumpida por una voz familiar que provenía de un rincón del ahora lúgubre salón de bailes: — Dije… ¿quién chucha anda ahí? —Era la China tuerta. —Este… soy yo, la Olimpia. —¡Ah!, eras tú… ¿y qué se supone que estás haciendo? —Nada po` güeas mías no más; quiero salir a tomar aire. La China tuerta se acercó, la pregunta fue inevitable… —¿Qué haces con esa maleta? —Te dije que son güeas mías. —Sabí que si el patrón se entera, vay a cagar. —Déjame en paz, ¿quieres? —No, te voy a sapear


—Tú siempre me has tenido envidia, tuerta de mierda. Vas a arrepentirte si me hociconeas. —¿Ah, sí? ¡Patrón, patrón... mire está maraca desleal! La reacción de Olimpia no se hizo esperar, cerrándole de un puñetazo el hocico a la China tuerta. Estaba todo perdido y debía salir más que rápido de allí. Velozmente tomó su maleta y corrió hacia la puerta, sacó el pestillo, la abrió. Corrió, corrió y corrió calle abajo, miró hacia atrás y vio que la perseguía no sólo el regente sino que varias putas más. Mientras corría les lanzó la maleta, que dio a parar en plena cara de una de las putas. Siguió corriendo, mientras se repetía: “Debo continuar mi viaje… no quiero ser larva… la reina de las mariposas, ¡¡la reina de las mariposas!!” De pronto… se le rompió un tacón, cayéndose al suelo; se reincorporó de inmediato, no había tiempo para evaluar los daños, se sacó los tacones y se los lanzó a sus captoras. Continuó corriendo, mientras se repetía: “Debo continuar mi viaje… quiero ser… ¡¡la reina de las mariposas!! ¡¡la reina de las mariposas!!”, mientras corría se sacó la chasconeada peluca pelirroja y la tiró al suelo; miró hacia atrás, sus captoras chillaban de furia, como sabuesos rabiosos. Entonces, tomó sus tetas


postizas, entre los chillidos distinguía claramente la voz del regente que le gritaba: —A mí nadie me deja… te voy a matar transexual de mierda—. Olimpia, sólo se limitó a pensar: “¡Cafiche de mierda, que se joda! Soy una reina y mañana seré la reina de las mariposas y nadie mancilla a una reina”. Sin embargo justo al llegar a la esquina, de improviso, apareció un coche cuyo ebrio conductor no vio venir a Olimpia; despojándola de sus alas, mas no de su corona.


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