Ante el final de la vida Mis vivencias en el hospital Santa Marina de Bilbao
Joseba Bakaikoa Escala
Ante el final de la vida Mis vivencias en el hospital Santa Marina de Bilbao
© Joseba Bakaikoa Escala ISBN: 978-84-92413-83-6 Depósito legal: Diseño, maquetación y producción: Joseba Berriotxoa - www.erroteta.com Printed in EU. Ninguna parte de esta publicación podrá reproducirse, grabarse o transmitirse en forma alguna, cualquiera que sea el método utilizado, sin autorización expresa por escrito de los titulares del Copyright.
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Mis vivencias en el hospital Santa Marina de Bilbao
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PRÓLOGO - HITZAURREA Cuando mi buen amigo y tocayo Joseba me pidió que escribiera unas letras de introducción, lo primero que pensé fue: “Tengo que conocer esa quinta planta del hospital Santa Marina”. Llevaba tiempo leyendo poco a poco estos escritos que me enviaba dosificadamente y luego publicaban en la revista ALANDAR. Y siempre me rondaba en la cabeza la idea de visitarlo algún día en su lugar de trabajo, en esa privilegiada atalaya de la vida, en esa quinta planta con tan buenas vistas, en todos los sentidos. Y llegó el día. Joseba y yo hemos compartido muchos kilómetros en bicicleta, pero ese día subimos en coche al hospital. Y en una visita vespertina pude vivir mucho de lo que escribe en sus relatos: mucha humanidad, mucho humor en medio de la tensión, mucho sufrimiento en familiares, mucha necesidad de ayuda y otra vez mucho humor y cordialidad. Y comprobé, como compruebo en el día a día, que en esta sociedad supuestamente desarrollada nos estamos alejando de la realidad de la muerte. La alejamos a los hospitales, a los tanatorios, a manos de los profesionales, a algún lugar donde creemos que nos podremos olvidar de ella. Pero no, ahí está, llamando a la puerta constantemente, y eso lo saben bien Joseba, Carmen y todos los de la quinta planta... Lo saben bien los que con fe, en tiempos de crisis de
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creencias, apuestan por seguir abiertos al misterio, a esa otra dimensión que la ciencia no termina de desvelar, de explicar, pero que ahí está, como un soplo de vida que alienta, que anima, que ayuda. Y que nos impulsa a ser más humanos, más solidarios, más cercanos con el que sufre, es decir, con nosotros mismos, porque todos sufrimos, todos somos necesitados y todos estamos envueltos en ese misterio que nos rodea y nos acoge. “Está claro que cada vez estamos más llenos de cosas y más vacíos de nosotros mismos, de nuestra propia realidad” escribe Joseba en uno de los capítulos. “Y qué gran verdad” pensé yo cuando lo leí... Y qué error querer vivir la vida olvidándonos de la muerte, qué error intentar cerrar los ojos, qué error abandonar a nuestros ancianos, como si fueran desechos... Cuánto tenemos que aprender de culturas supuestamente menos desarrolladas que la nuestra en cuanto al respeto y valoración por las personas mayores. Me ha impresionado la entrevista final, donde una mujer que estuvo en Bizitegi habla de lo que le ha regalado el cáncer: “Qué normal es respirar, qué normal es beber un sorbo de agua fresca... todo eso que hago al cabo del día es un regalo. Entonces, fíjate si estoy contenta, tengo la sonrisa a flor de piel”. Sí, efectivamente la enfermedad que nos planta cara a cara con la muerte nos puede regalar enseñanzas valiosas, mucho más valiosas que todo lo que podamos comprar en las tiendas: aprender a valorar lo importante, porque como diría aquel pequeño sabio, “lo esencial es invisible a los ojos”. Eskerrik asko, Joseba, zure liburu hunkigarri honi hitzaurrea egiteko ohoreagatik. Eskerrik asko hainbeste jenderen bizitzan itxaropen pixka bat jartzeagatik eta nire bizitzaren une garrantzitsuetan hor egoteagatik. Joseba Ossa, 2011ko udaberri egun eguzkitsu batean
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PREFACIO DEL LIBRO En este librito quiero hacerte partícipe de mis vivencias y experiencia. Quiero que llegues a gozar con lo que deseo compartir contigo. La lectura de este libro puede llegar a ser muy gratificante para ti, algo hermoso y edificante. Son historias entrañables, destellos de humanidad de personas que se saben enfermas y agradecen nuestra cercanía. Ella saben recibir cariño, quizá es lo único que necesitan en esta situación límite de sus vidas. El cuidado de estas personas se realiza desde diferentes ángulos: médico, social, cuidados diversos, pastoral también. De alguna manera, puedes llegar a revivir tus vivencias personales. Para mí es un regalo el hacer la relectura de cada situación, porque me siento en comunión con esas personas, que percibo desde el acercarme a ellas, a sus necesidades y a sus miedos e incertidumbres, en esas etapas tan susceptibles, como la enfermedad. Quiero también que sea un regalo para ti. Es algo que no tiene desperdicio y que en verdad nos lleva a estar felices.
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Es todo un espacio de humanización, este en el que yo me muevo; no dudo que me está haciendo mucho bien. A mí, todo ese mundo y espacio de implicación desde mi fe, me motiva, y me parece que hay mucho por hacer todavía, en la escucha y cercanía a las personas más vulnerables, y yo quiero moverme en esta perspectiva Es muy humano que esas personas, enfermas y cerca de la muerte, un momento tan desconocido y temido en nuestra cultura occidental, nos tengan a su lado para que el viaje sea más cálido y sereno, y quién sabe, igual también más consciente, enriquecedor y libre. Podrá parecer algo extraño, pero en el fondo surge la alegría, que nos hace disfrutar por sentirnos así, ¡tan vivos! Puede que te emociones tanto, que no puedas evitar las lágrimas. Puede que llegues a ver como algo muy lindo lo que vas leyendo. Esto solo confirma la grandeza de tu corazón. Es expresión del Dios que te bendice cada segundo de tu bella vida. Tú también, seas quien seas, eres un gran ser humano Dios te bendice por ser así. Siempre es bueno el recibir formación de otros, porque en ocasiones, puedes tener muy buena voluntad, pero es mejor tener criterios adecuados para desenvolverse ante las situaciones de la mejor manera. Pienso que da igual el motivo, la causa o el movimiento, pero nos toca estar abiertos y sensibles a la realidad con la que nos encontramos en nuestra vida. Nos toca ser “misioneros del asfalto”. ¡Qué bueno que nos animásemos a caminar por estos caminos del amor! ¿Hay algo tan bonito como escuchar cosa como “¡qué contenta estoy de haberte conocido! Besos desde el corazón”. Dejando de lado lo que te haya podido costar económicamente este librito, acógelo como un regalo, puedes leerlo en poco tiempo, quizá te guste y hasta llegues a emocionarte, pero esto es fruto de una labor; mejor dicho, una misión, en la que yo me vivo contento y me llena muchísimo. ¡Qué pena
que no haya en todos los sitios esta relación con los mayores y los enfermos! Ellos están muy necesitados, como lo estamos y más, lo estaremos, conforme vayamos avanzando en edad y en limitaciones. ¡Cuesta tan poco hacer este camino! y además, ¡te ves compensado! ¡Que no nos alejemos nunca de vivir esa postura hacia los más necesitados! La verdad es que es una gran labor. Espero y deseo que disfrutes con estas vivencias. Intentan recoger una sensibilidad, la mía, para el acompañamiento a las personas que están atravesando situaciones duras y en las que creo que Dios está presente. Gracias. Una pequeña nota para seguir el guión de los artículos: Ningún nombre de los que aparecen en ellos es real. Todos son nombres ficticios, lo único real son las personas que en ellos aparecen.
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SUBIDA AL HOSPITAL
¿QUÉ TE TRAIGO?
Subo al hospital, en bici. Plato pequeño, piñón grande. Los 1.800 primeros metros me cuestan 15 minutos. ¡Cuesta! Los 1.350 metros siguientes, los hago en 7 minutos. Esta vez, al ser la resistencia de la pendiente más leve, el plato es el mediano. Al final, los 670 metros finales, pendiente final en bajada, plato grande y piñón pequeño, los hago en dos minutos. ¡24 minutos para 3.820 metros! ¿A dónde voy así? ¡Al hospital! Llego sudoroso. ¡Me sobran muchos kilos! Al llegar me puedo encontrar en recepción con Miguel, Modesta, Inda, Salva, Ainhoa, Mari, Myriam o Ana y tantas otras personas. Todas son entrañables. Gente de buena pasta, que me reciben siempre de buenas maneras y con mucho cariño. Recibo de ellas la lista de las personas internas en el Hospital y subo a la sacristía –mi despacho–. Allí pongo en orden el estadillo de las personas internas en el hospital y tras una media hora de trabajo, estoy dispuesto a recorrer las diversas plantas del hospital. ¡Es un reto y un gozo profundo el que siento cada vez que me dispongo a comenzar mi misión!
La tarde está un poco cargada de calor en el hospital. Quizá la calefacción se ha puesto a una temperatura un poco elevada y los enfermos se encuentran en estos momentos echando la típica siesta; pues no hay nada mejor que hacer. Al entrar en la habitación me doy cuenta de que la penumbra domina la situación. Intento ir sigilosamente a ver cómo se encuentran las personas encamadas; todas ellas, dormidas. Como me queda poco tiempo para seguir en el hospital, pues la misión parroquial en mi barrio de Otxarkoaga demanda ya mi presencia, me acerco a Antonia, una mujer de 87 años que diariamente recibe la Comunión. Le toco ligeramente en la pituitaria de la nariz y al poco tiempo se despereza. En esa situación adormilada le pregunto si me conoce y le cuesta un poco el contestarme. Al rato me dirá: “Sí eres el cura”. Bueno, ya hemos contactado. A continuación le pregunto: “¿y qué te traigo yo?” Esperaba que me dijera que le llevaba la comunión o al Señor. Pero la respuesta que me da, “mucho cariño” me deja sorprendido y hace que me alegre en el ánimo de que vamos por el camino adecuado. Y es que creo que la presencia del Señor entre nuestros hermanos enfermos no se da sólo en la Comunión, sino en estas otras formas que son tan humanas y humanizadoras. Aquí, en el hospital, me encuentro en mi salsa y con el ánimo de seguir aquí, en el acercamiento a las personas de nuestros hermanos y hermanas enfermas, que tanto se lo merecen.
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EN LA CAPILLA DEL HOSPITAL
cana. Aparece Francisco de rodillas y al fondo, una población que pudiera muy bien ser la de Asís. Francisco está arrodillado ante Jesús, que aparece con la Cruz apoyada en su pierna izquierda. Al lado de Jesús se encuentra Santa Marina, rodeada de ángeles –mujeres e infantes alados–. La pintura de referencia está bastante deteriorada porque no hay recursos para repararla, pero ¡vendrán tiempos mejores! A finales del año pasado –2009– acordamos, con mi compañera Carmen, poner música de fondo desde la sacristía mientras estamos en el Hospital. Esta novedad va resultando, pues hay más gente que se acerca a la capilla. Cada una de las personas que acuden a la capilla sabrá lo que le lleva a este lugar, pero nuestro deseo es seguir haciendo lo mejor posible las cosas para que este lugar sea el más acogedor del Hospital.
En nuestro hospital tenemos, quizá porque es uno de los más antiguos, la capilla más hermosa de todos los hospitales de Bizkaia. Es un lugar amplio, con bastante luz, que le llega de ambos costados. Como todo está terminado en madera, da una sensación de acogida y bienestar, como para estar a gusto un buen rato. En la entrada de la capilla, nos encontramos con un buen panel de fotos y una leyenda en las paredes, fotos y leyenda que rezuman historia. Fueron realizadas nada menos que hace 50 años. Hacen referencia a la fiesta que se realizó en aquella época con motivo de la recepción en Lourdes de una imagen de la Virgen de esta advocación y su posterior traída hasta el hospital desde la Basílica de Nuestra Señora de Begoña, patrona de la Villa. Un poco más adelante, y situada sobre la pared izquierda, se encuentra la imagen de Cristo en la Cruz. Una preciosa talla de madera de más de 2 metros de altura y que impresiona al mirarle fijamente a los ojos. Ojos de Jesús que te llaman a acogerle con respeto y adoración. Frente a esta imagen se encuentra un banco con su reclinatorio que, unas veces de rodillas y otras sentadas, acoge en sí a un buen número de personas que se van sucediendo por intervalos con actitudes de oración expresada unas veces con calma, otras con lloros contenidos, otras con un silencio de acogida ¡Es un lugar de oración! La pared del fondo, situada tras el altar, muestra una pintura muy curiosa. Data de 1948 y está elaborada por un pintor famoso de aquella época: Urrutia. A mí me resulta muy entrañable, pues en ella aparece San Francisco de Asís, el que dio a luz a nuestra familia francis-
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ELLA CUMPLE 97 AÑOS
¡QUÉ BIEN BESA VD. PADRE!
En una de mis visitas a las habitaciones del hospital, que realizo todos los días que subo, me encuentro con una viejecita acurrucada en el sillón. Su figura destaca en el lugar en el que se encuentra. Me acerco a ella y me expresa que se encuentra muy sorda y que apenas me escucha. Entre otras cosas me dice que el próximo domingo, día en que normalmente no subo al hospital, cumplirá 97 años. Me despido de ella con la intención de llamarle por teléfono ese día. Llegado el domingo, le llamo y su sorpresa es enorme; no sabe cómo agradecerme el que me haya acordado de ella. Me dice que le van a llevar unas pastas para celebrar su cumpleaños y que me invita a subir al hospital, para celebrar con ella su cumpleaños. Le agradezco el detalle, pero no subo porque hay otras cosas a las que atender –Domingo de Pascua de Resurrección en la comunidad parroquial–. Cuando subo el martes y voy a visitarla, nos damos un beso precioso de una ternura entrañable. Ella es una mujer que con su pequeñez física, pero con su gran corazón, se hace querer. En la habitación me hacen saber que me estuvo esperando todo el domingo con una pasta en espera de mi llegada. Oyendo esto uno ya va sabiendo, por experiencia, por dónde va eso de la ternura. Me despido de ella, pues hoy le dan de alta, y prometo ir a visitarle a la residencia donde desde hoy estará. Me gustaría tener tiempo para encontrarme con ella con una cierta frecuencia, ¡pero las posibilidades son tan escasas!
Otra mujer entrañable. Me encuentro con ella en el descansillo del piso donde lleva ya unos cuantos días. Hablamos y me recita, con la ayuda de su hija, una poesía preciosa. ¡Lástima que no tenga un aparato para grabarla! Como premio le doy un beso y cuando ya me voy marchando, me agarra con fuerza de la mano y me dice: “Para ser usted cura, ¡qué bien besa, padre!” A una compañera, que se encuentra al lado, le doy también otro beso y se queda contenta de hacerle ese detalle. ¡Cómo no voy a desear ir al hospital con tanta deferencia! Subo otro día al hospital y me encuentro de nuevo con esta viejecita, que es llevada por su hija en un carrito de ruedas. ¡Qué alegría la mía, al recibir un precioso regalo de su parte! Es un libro de poesías escritas por ella y cuya publicación la han costeado sus hijas. Rescoldo de amor es el título del libro escrito por Delfina, ese es su nombre, y la dedicatoria “Para Joseba, capellán de Santa Marina, que con dulzura y bondad alimentas nuestras almas, con gran generosidad. Con mucho cariño, Delfina”. Este es un regalo que me llena de gozo y de agradecimiento. ¡Qué bonita es la vida cuando la basamos en la sencillez y el cariño!
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DOMINGO DE RAMOS
LA SIESTA QUE NO FUE TAL
Subo al hospital en taxi. Hoy es día de fiesta y quiero estar presente en la celebración. Me encuentro con Carmen, mi compañera de equipo, y sus hermanas de comunidad –unas mujeres muy entrañables, sobre todo Carmen, a la que más conozco–. Ellas se encargan de la preparación de todo lo relacionado con la celebración y yo voy recorriendo los pisos y habitaciones, para dar la comunión a las personas que, estando imposibilitadas para salir de la habitación, desean recibir al Señor. Aprovecho para saludar también a las personas que se encuentran en las mismas habitaciones, aunque no deseen comulgar. Quiero acercarme a todos los enfermos y enfermas y mostrarles así que son queridos también para el Señor. Me siento muy a gusto en esta misión, pues creo que el compartir su situación, en la medida de lo posible, es profundamente humano y por lo tanto cristiano. Aquí me siento en mi lugar.
Me dispongo a descansar un rato, es algo que me encanta. Cuando estoy entrando en la cama, recibo una llamada en “ese “maravilloso aparato” que siempre debo tener abierto, el móvil. “¡Invento del diablo!” ¿Quién será la persona que me llama justo en este momento? Intuyo que la llamada viene del hospital y así es. Myriam, la simpática recepcionista, me avisa de que una familia necesita mi presencia. En un momento me visto y voy veloz a coger un taxi ¡es lo más adecuado en estos momentos! Tras llegar al hospital, subo a la sacristía y después de coger el libro del ritual de la Unción y el óleo de los enfermos, me dirijo a la habitación en la que se encuentra la señora cuyos familiares me han llamado. La señora enferma, que está más allá que acá, se llama Cunegunda, ¡vaya nombrecito! Me recibe un señor, que puede ser su marido, lleno de nervios y de miedo, pidiéndome que haga lo que sea pero sin que ella se entere. Mi respuesta es que me deje actuar a mí, que ya tengo una pequeña experiencia de cómo se hacen estas cosas. Voy recitando las oraciones y el señor en cuestión va respondiendo, también lo hace una señora que anteriormente había intentado calmarle a este señor. En fin, aquí hay criterios muy diferentes.. Cuando concluyo las oraciones, la señora enferma emite un suspiro –es lo único que ha hecho hasta ahora–. ¿Qué querrá decir? Al marcharme, el señor me pregunta que si la señora vuelve en sí, se podría volver a “dar” el sacramento. Le animo a que se calme un poco y que confíe en Dios. La muerte y el miedo ante ella plantea cuestiones que dejan como un flan a los familiares. Así es este país y sus habitantes.
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ACOGIENDO LOS ÚLTIMOS MOMENTOS DE LA VIDA
cibe. Y yo soy testigo de esa unión. ¡Qué precioso es todo esto, Señor! A continuación le doy la Comunión y recito la bendición de San Francisco: “El Señor te bendiga y te guarde, te muestre su rostro y te conceda su favor, te mire con bondad y te de la paz” . Todo es entrañable y queda como grabado en mi interior. Para despedirme de esta hermana, la beso en la frente y siento como si estuviese besando a una santa. Quizá no la vuelva a ver más y esto lo vivo como mi despedida de ella. ¡Hasta siempre Margarita!
Una enfermera de la planta me llama y me dice que una persona desea que acuda a estar con ella. Voy en seguida a la habitación a la que me envían y me encuentro con una ancianita preciosa. Ella me recibe sentada en la cama, con la parte delantera levantada y llena de almohadas, que sostienen un cuerpo ya gastado por los años –95– y con muy escaso peso ya. Con su voz, tierna y acogedora, me dice con ternura: “Joseba, cada vez respiro peor y sé que mi vida ya va a ser breve. Me van a dar el alta, pero el barrio al que voy todavía no tiene parroquia y yo quiero recibir la unción de los enfermos y la comunión. Quiero quedarme tranquila y acogiendo la voluntad del Señor”. Oir estas palabras, pronunciadas en calma, con una gran tranquilidad, y con el poso que dan los años, me enternece y me emociono. ¡Qué grande eres, Dios, en los débiles y estrujados por los años y la enfermedad! Vuelvo al momento, con el librito y el óleo de los enfermos, y me siento al lado de esta hermana a quien he conocido hace poco en este hospital. Ella me dice que recita 24 oraciones diariamente y me enseña el cuaderno en el que las tiene recogidas ¡Una oración tras otra, hasta 24, oradas diariamente durante tantos años! Señor, ¡qué confianza y entrega a Ti! ¡Precioso! Su atención a las distintas oraciones que voy desgranando, contenidas en el Ritual de la Unción de los Enfermos, es completa. No hay nada que desvíe su atención; ella está en una profunda actitud de acogida y de atención a lo que voy expresando ¡No hay nada más! Cuando hago la señal de la cruz en su frente y su mano izquierda, siento que un gran misterio me acompaña, que se establece una comunión entre ella y el Espíritu de Jesús que re-
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ESTÁ COMO DORMIDO
HAY QUE PEDIR PERMISO
Recorriendo las habitaciones del hospital, me encuentro con una cortina de color verde, que colgando desde el techo hasta el suelo, aísla una cama del resto de las de la dependencia donde me encuentro. Puede ser la señal de que alguien ha fallecido. Paso a este lugar así apartado del resto de la habitación y me encuentro con una mujer joven que está como petrificada. Su padre ha fallecido, su rostro de color pardo expresa que ya ha acabado su caminar entre nosotros. Acompaño a esta mujer en el dolor y cuando voy a plantearle el orar por su padre, el tropel de familiares que entran en el lugar me indica que allí estoy de sobra. Si ellos lo desean, pueden pedir mi presencia pero allí yo veo que no soy nadie; sobro claramente. Una de las chicas allí presentes sale al pasillo, a encontrarse con nuevos familiares que van llegando, y le dice a una mujer que llega en ese momento que “está como dormido, igual que si estuviera dormido”. El tema de la muerte nos sobrepasa, y por eso se usan frases de este tipo, que no llegan a calmar nada, en un intento de aclarar aguas oscuras que nada puede aclarar.
Entro en una habitación y me encuentro con una señora de unos 40 años. Ella, al darse cuenta de que soy el capellán, me expresa su deseo de que su suegro, a quien atiende con mucho cariño, reciba la “extrema unción”. Le respondo que podemos hacerlo en ese mismo momento, pero ella necesita llamar a su marido para que éste dé su consentimiento. La respuesta de su marido, a quien ella llama desde el teléfono móvil, es clara: “Podemos hacerlo, pero sin que ella se dé cuenta”. ¡A qué tipo de planteamientos llegamos por el miedo que tenemos a la muerte! ¡Que no se entere la persona que agoniza de lo que estamos celebrando! Si no se entera, ¿quién se abre entonces al poder sanador del Espíritu? Está claro que cada vez estamos más llenos de cosas y más vacíos de nosotros mismos, de nuestra propia realidad.
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LA TERNURA TIENE NOMBE DE MUJER
LA MUJER DE LA SONRISA
En estos días de vuelta de vacaciones he conocido a una mujer maravillosa. Desde el primer momento en que la vi, me quedé atrapado en lo que en ella encontraba. Es una mujer joven todavía, 61 años, y está en el ocaso de su vida. Ella sabe que sus días están contados y esta realidad la vive con una entrega total. Se la ve con una paz interior profunda y con una enorme tranquilidad ante el paso que va a dar. Deseo quedarme enganchado en esa aureola de paz que ella, sin moverse para nada de su lecho, es capaz de dar. Todos los días, Carmen o yo, le damos la Comunión. Es prácticamente lo único de lo que se puede alimentar, junto con alguna natilla. Pero comulga con una actitud tan recogida, tan profundamente abierta al Señor, ¡expresa tanto! que no me queda otra actitud que la de quedarme contemplando el misterio profundo de amor del que soy testigo ocular. Mi deseo es llenarla de besos, pero con uno que de ella recibo, basta para acoger toda su bondad. Señor, ¡qué grande te muestras en los humildes, los limpios de corazón, los que nada tienen que guardar! Gracias por darme hermanos y hermanas como Loli, la mujer entregada, la que crea paz y ternura sin fin ¡Qué hermosos es esto Señor y qué intenso al mismo tiempo! Hoy me he despedido de Loli, ella ya ha perdido su vitalidad, sus ojos cerrados me hablan de su final. Me embarga la emoción y al mismo tiempo, Señor, la felicidad que me da esta hermana que permanecerá en Ti para siempre.
Entrar en una habitación es casi siempre un misterio. Cada vez que lo hago no sé con quién me voy a encontrar y en qué situación va a estar, pero siempre lo hago decidido. Las personas que se encuentran dentro merecen que yo me acerque a ellas, porque están normalmente en momentos decisivos de sus vidas. Me encuentro con una mujer ya avanzada en años –la lista me dice que tiene 93– y que conozco desde hace muchos años. Ella ha formado parte de un grupo de mujeres ya mayores, que hace algunos años se reunían y divertían en los locales de nuestra parroquia. Entonces y ahora encuentro en ella un rostro cariñoso, sonriente; todavía me conoce y eso me trae recuerdos agradables vividos con ellas, aquellas partidas de cartas mientras hablábamos de tantas cosas de la vida de cada día. ¡Es bonito que todavía me siga mostrando cariño! No sé cuánto tiempo estará entre nosotros en el hospital, pero seguro que la vendré a visitar mientras sea posible. Es una mujer que me trae bonitos recuerdos y momentos felices pasados con ella. Eso es algo que de ninguna manera se puede pagar, solo acoger. Voy visitándola algunos días, cada vez la veo más limitada pero me sigue sonriendo y yo me siento muy a gusto a su lado. ¡Qué importantes son las cosas sencillas, Señor! Me encuentro con una nieta de ella y me quedo un rato a su lado. Está viendo cómo se le va yendo su abuela y ¡esto es muy triste! Le conozco desde hace algunos años y me parece una joven ¡tan preciosa! Seguro Señor que esta situación que ella vive le va a ayudar mucho para llegar a madurar en su vida. ¡Gracias, Señor, porque de formas que no logramos entender, nos vas ayudando a ser cada vez más nosotros mismos y a realizar con sentido nuestro caminar aquí!
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LA MUER QUE VEIA CON LOS OJOS DEL INTERIOR
ELLA SI DESEA RECIBIR LA UNCIÓN
Me dispongo a echar una cabezadita y recibo una llamada en mi móvil. El asunto es claro, me toca subir al hospital y celebrar la Unción de Enfermos con una mujer que se encuentra ya en una situación de enfermedad avanzada. ¿Quién es esta mujer? La conozco desde hace unos meses y siempre me ha parecido profundamente entrañable. Ella no ve, por su ceguera física, además está bastante sorda. Al verla, me surge desde muy dentro el besarla en la frente y rostro, que me parecen tan acogedores. Ella no sabe quién soy yo y pregunta por ello a su hija allí presente. Al responderle ésta que soy Joseba, el cura, le surge en la comisura de sus labios una profunda sonrisa. Desde el primer momento en que nos conocimos, nos sentimos muy cercanos. Y ahora se despide de este mundo. Cuando le digo que vamos a celebrar la Unción, si así le parece bien, ella asiente con fuerza. A lo largo de la recitación de las distintas oraciones, su atención es clara y su vivencia del sacramento, patente. Se nos va con paz y serenidad. Se nos va una hermana de la que me despido: “Hasta mañana, Puri”.
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Se llama Marta. Tiene 43 años y se encuentra en el Hospital desde hace dos meses. Es una mujer guapa, atractiva, pero la muerte la va visitando poco a poco, se acerca y se aleja y no sabemos cuándo, pero llegará el momento del abrazo final. Su padre muestra una fidelidad entrañable con ella. Todos los días pasa muchas horas a su lado. Su tristeza es grande. Es su única hija y se le va marchando. Es una continuada separación la que van viviendo padre e hija, pero hay un acoger la realidad en ambos. Saben que se van a despedir para siempre y eso les va marcando en un rictus de dolor acompañado de serenidad. Hay algo que me habla de miedo a no alterar las cosas. El padre se me acerca dubitativo y me plantea que desea que su hija reciba la unción de los enfermos, pero que no quiere alterarla. Procuro tranquilizarle, lo cual es harto difícil, pero al final accede a que celebremos el sacramento. Cuando me acerco a Marta y le pregunto si desea recibir la Unción, su respuesta es rápida: sí. Es un sí sincero, sin miedos, concluyente. Mientras vamos recitando las diversas oraciones, su rostro expresa tranquilidad. El padre llora contenido y nervioso, pero acogiendo también la realidad. Cuando concluimos la celebración, le doy un beso entrañable –porque me surge de las entrañas– y me fundo en un abrazo con él. El hombre está agradecido, todos sus miedos han desaparecido y se muestra en una clara actitud de acogida de la realidad. Yo me siento con gozo. Así es y así lo vivimos. La vida aquí no la podemos retener, la del mas allá se nos concederá porque Dios así lo ha querido.
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EL HOMBRE QUE AMABA Y ERA AMADO
sibilidad de un milagro; sería el clavo ardiente al que agarrarse. Dice que reza poco, las oraciones de siempre –Padre Nuestro, Ave María,…– Yo le digo que todo lo que expresa, sus deseos de vivir y de gozar de la vida con Antonia, sus enfados con Dios y sus preguntas sin respuesta de “¿por qué?” son expresadas desde su propia fe y que son por tanto, profunda oración. Creo llegado el momento de despedirme de este matrimonio y me voy cogido también por un sentimiento de impotencia, pero al mismo tiempo –eso lo vivo con fuerza–, por eso doy gracias a Dios; siento que esto es mantener viva la memoria del Cristo entregado y el futuro esperanzado de la vida sin final. Nos iremos viendo en futuras ocasiones. Las citas serán casi diarias. Es claro que entre nosotros ha surgido una cercanía, un importarnos el uno al otro y vamos haciendo el camino juntos. Nos hemos ido viendo día tras día. Siempre saludándonos con un fuerte apretón de manos. Pocas palabras, ¡no hacen falta! Un día vienen a llamarme a la sacristía Antonia y su hijo. Se aproxima el final del caminar de Pedro a nuestro lado. Antonia me dice que desean que Pedro reciba el sacramento de la Unción. ¡Es curioso! Nos hemos ido viendo durante unos cuantos días, pero en ningún momento me han expresado este deseo. Ahora que ya va perdiendo el sentido, quiere que Pedro lo reciba. El momento tiene mucha fuerza. Así pues, celebramos el sacramento con Pedro postrado, Antonia, el hijo de ambos y un hermano de Antonia. Todo se ha consumado y Pedro será pronto abrazado.
El se llama Pedro y tiene 58 años. Es un hombre en cuyo rostro se ve nítidamente que el cáncer está avanzado en su cuerpo. Me dice que él ya creía y sigue creyendo, pero no tanto como antes. Se le ve con una sonrisa a medias, pero expresando al mismo tiempo que ya no puede más. En este encuentro inicial me ofrezco a hablar con él cuando lo desee y sobre lo que crea oportuno hacerlo. A su lado, su mujer, Antonia, un caudal de amor entregado, humilde pero muy cercana, entrañable. Carmen, mi compañera, me dice una mañana que Pedro desea hablar conmigo. Aprovecho que subo por la tarde de ese mismo día con un amigo, en su coche, para encontrarme con Pedro y su mujer. En un primer momento, a mi pregunta de cómo se encuentra, me responde que bien, pero esta expresión queda pronto ocultada por otra más sincera en la que me dice que el día de hoy no lo ha vivido bien y que desea hablar conmigo. Antonia plantea si se va o se queda, mi respuesta es que me da lo mismo, aunque en el fondo deseo que se quede, pues creo que es importante que estén los dos; pero es bueno saber qué opina Pedro de ello. Rápidamente expresa que su deseo es que se quede. Pedro me invita a sentarme en una silla a su lado. En seguida va expresando que no es justo, que por qué Dios no le escucha cuando él siempre se ha portado bien y ha ido a misa todos los domingos con su compañera inseparable. Yo le dejo hablar y escucho con un enorme deseo de no perder ninguna de las palabras que va expresando. ¡Es tan profundamente humano todo esto! Las lágrimas surgen tímidamente al principio, y con más fuerza después, de los ojos de marido y mujer. Ambos saben que la realidad se va imponiendo cada vez con más nitidez y experimentan la impotencia. Pedro sigue creyendo en la po-
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¡ELLA HA DADO TANTO Y ESTA TAN SOLA!
No entiendo nada de lo que puede estar sucediendo en la mentalidad de la etnia gitana. Pero algo sí que voy intuyendo: si hay una persona de esta etnia en una sala de hospital, puedo saber paseando por el pasillo colindante y sin temor a equivocarme, si es un hombre o una mujer la persona con la que me voy a encontrar. Si es un hombre, el pasillo estará lleno de gente; si es mujer, es raro que encuentre a nadie, apenas nadie se acuerda de una mujer hospitalizada. Esto me deja perplejo y sin poder desde mí, entender ni acoger esta realidad. Mercedes va a recibir el alta en el hospital hoy mismo. Ya ha preparado sus cosas en una bolsa de plástico y me pregunto: ¿Qué será de esta mujer de ahora en adelante?
Ella se llama Mercedes. Es una mujer entrañable, muy reducida en sus carnes y con el rostro surcado por pliegues ya profundos, que indican que ya lleva muchos años de vida –87– entre nosotros. Para poder verla, tengo que ponerme una mascarilla en la cara, que me tapa boca y nariz, de tal manera que pueda estar a su lado sin ningún problema de contagio. Una vida entregada la suya, desde su más tierna juventud. Quedó viuda a los 30 años y ya para entonces había traído 8 churumbeles –un chico y siete chicas– a este mundo nuestro. Sus siete hijas le han dado más de 100 nietos y biznietos. ¡Todo un pueblo o una dinastía! Voy visitándola durante unos cuantos días, pues cada vez que subo al hospital, voy a visitarla. Siempre en la misma habitación, sentada en la misma silla y siempre sola, ¡totalmente sola! ¡Nadie a su lado! No quiero hacerle preguntas acerca de su familia, pues ella tiene todo el derecho del mundo de expresar lo que desee. Lo aprendí en Traperos de Emaús y considero una regla sagrada el no preguntar a nadie sobre su pasado, toda persona es sagrada y tiene derecho a expresar lo que desee, sin que nadie tenga que hurgar en lo que ha sido su vida anterior. La soledad de Mercedes me habla de indefensión, dolor, tristeza y abandono. Y ella, cada vez que nos encontramos, siempre expresa lo mismo: su pena, su dolor, su no entender nada del motivo de su soledad. Cada cierto tiempo hace referencia de su hijo; por lo que ella dice, debe ser enfermo mental y con una gran dificultad para defenderse por sí mismo. Su deseo más grande es que Dios le cure antes de que ella se vaya para siempre de entre nosotros.
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Mis vivencias en el hospital Santa Marina de Bilbao
LA MUJER QUE DESEA SABER EL PADRE NUESTRO
BEGO, TODAVIA JOVEN
Me encuentro con Felipe, un navarro de Tierra Estella, con muchos años en Bilbao, pero con el espíritu originario a flor de piel. Felipe se encuentra en una situación delicada y ya, oteando el final de su vida entre nosotros. Tras un rato de estar con él, ya me voy yendo y una joven que se encuentra a su lado, me detiene un momento. Quiere hacerme una consulta. Ella, movida por el amor a su padre, le acompaña en todo momento y en tanto tiempo que permanece a su lado, descubre que a su padre se le han olvidado algunas palabras del Padre Nuestro y cuando se dispone a orarlo, no se siente bien cada vez que el hilo de la oración se corta; su deseo sería recitarlo de corrido, pero no hay posibilidad ya de hacerlo. Aunque ella ya no es creyente, quiere que yo le enseñe el Padre Nuestro y el Ave María. Su deseo es el de poder, en el momento oportuno, ayudar a su padre a orar. Nos sentamos en una salita cercana a la habitación y le voy dictando el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria. De repente le surge de dentro una expresión: “¡Si mi madre me viera hacer esto! ¿Qué diría?” Es curiosa la escena. ¡Qué bonita! A mí este momento de estar con ella me supone perder el autobús, que puntualmente, a las horas y diez minutos, parte para Bilbao. Me dispongo a hacer auto stop para que no se me haga muy tarde la hora de llegar a casa. Estando en ello, pasa a mi lado la hija de Felipe y muy amablemente, me lleva hasta el barrio. Esto es algo tan curioso que me acerca a sentirme en el camino de lo real y lo precioso de la vida. Voy, en los días sucesivos, viendo a hija y padre en la capilla. Ella le va leyendo el evangelio del día y el padre permanece en una atención muy delicada, como deseando entrar en lo que Dios le vaya mostrando día a día.
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Ella es una chica, de 45 años, de mi barrio de Otxarkoaga. La conozco desde hace ya unos cuantos años. Fue compañera de un chico que vivió con nosotros y que falleció hace ya dos años. Me dicen que está en el hospital y cuando llego a verla, me resulta difícil reconocerle. En unos pocos meses ha bajado unos cuantos kilos de peso. Tiene la cara demacrada, que expresa que ya le queda muy poco tiempo de vida. Cuando la veo no tengo otro deseo sino el de besarle su rostro que va perdiendo su original figura. Es la expresión de alguien que “ya va de vencida”. Nada más darle el primer beso, comienza a llorar; un lloro profundo, que sale de muy dentro y que merece mi respuesta de ánimo. Aunque ya no le queda mucha vida, que no se deje vencer por la amargura. La verdad es que no logro entender el sentido de ese lloro, que se expresa con tanta fuerza y que es tan real. Cada vez que subo al hospital y la veo, mi actitud es la misma y su respuesta vuelve a repetirse. Nunca hay una palabra por su parte, sólo el lloro. Uno de los días en que voy a verla, me doy cuenta de que ha experimentado una ligera mejoría. Pero no me quiero dejar engañar. Sé seguro que es la ligera ascensión de quien en breves días volverá a caer y esta vez será la última recaída. Así ha sido y a mí me ha tocado celebrar su funeral. Mi deseo es claro: “Padre, acógela en ti. Que en tu regazo sea para siempre feliz”.
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Mis vivencias en el hospital Santa Marina de Bilbao
CALOR HUMANO
FIESTA DE LOS FIELES DIFUNTOS EN EL HOSPITAL
Entro en una habitación de las individuales. En ella se encuentra un señor andaluz, con 82 años de vida ya; es un hombre muy salao, con esa gracia que caracteriza a los nacidos más allá de Despeñaperros y que nos vendría muy bien, siquiera en pequeñas dosis a los nacidos más arriba del Ebro; ¡somos tan diferentes! En frente de la puerta hay una gran ventana y a través de ella va expresándose, con mucha luz y al mismo tiempo calor, este sol de otoño que nos acompaña. Calor encuentro también, y del bueno, en el centro de la habitación. El enfermo que se encuentra aquí ya ha comido y está en el sopor que produce una estupenda comida, de la cual se ha dado buena cuenta ya. A su lado se encuentra su mujer, descansando su diminuta figura a lo largo del sillón que adecuadamente ha extendido, para poder descansar. Lo precioso de la escena se encuentra en esas manos unidas de marido y mujer ¡Expresan tanto! ¡Qué bello Señor que a sus años sigan queriéndose así hombre y mujer! Me atrevo a darles un saludo que no rompa su intimidad y casi como sintiéndome de sobra, pero gozoso por haber contemplado esta preciosa escena de amor, salgo de la sala, sintiendo que hay algo que me hace más feliz: el amor expresado así.
Hoy, 2 de noviembre, domingo, celebramos la eucaristía, como todos los domingos, en el hospital. La capilla en la que se celebra es un lugar muy acogedor, expresa una vetustez que invita a orar. Todo está construido en madera y el Cristo negro que se encuentra en el lateral izquierdo, es una imagen que impresiona y a la que mucha gente ha expresado tantos temores, deseos, esperanzas, miedos y gozos. A lo largo del año hemos ido tomando datos sobre los familiares de aquellos difuntos con los cuales, mientras vivían entre nosotros, hemos tenido un contacto mayor en cuestiones de fe y desde ella celebramos la unción de los enfermos –unos 40–. Pocos días antes hemos enviado una carta a estas familias, invitándoles a celebrar la eucaristía, en recuerdo de sus seres queridos, con nosotros. Nuestra capilla, que normalmente los domingos no presenta una presencia mayor de 30 personas, hoy se encuentra llena de gente. Rostros conocidos y personas con las que hemos estado y seguimos en cierta manera, tan cercanos y compartiendo tanto. Presido la eucaristía, pues Eduardo –que normalmente lo suele hacer– está enfermo. Conforme va transcurriendo la celebración me voy fijando en los presentes y encuentro en sus rostros lágrimas de amor a los que ya se fueron. Hay mucho cariño expresado así. Realmente, la vida y la muerte, paso que todos tendremos que atravesar antes de llegar a la plenitud, nos dice con fuerza que nuestra vida tiene sentido. El Padre Nuestro lo oramos con nuestras manos unidas. Así expresamos nuestro sabernos hermanos y hermanas, unidos en confianza a nuestro Padre y Madre.
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EL HOMBRE SERENO Y SENSIBLE
LA MUJER QUE DESEABA DORMIR
Nos conocemos desde hace ya más de un año. El va subiendo al hospital y bajando a su casa a lo largo de este tiempo, un buen número de veces. Es algo que sucede en muchos de los casos de las personas internas en el hospital y que sufren de problemas respiratorios. Con sus 80 años cumplidos hace ya bastante tiempo, es un hombre sereno, calmado, muy inteligente y con un interés muy claro de querer saber cada día más. La forma de saludarnos es muy curiosa y entrañable. Un día, sin darme cuenta de ello, le puse la mano en la suya y se la fui pasando suavemente durante unos segundos. Sin esperarlo, él pronunció mi nombre. Era evidente que me había reconocido y ya habían pasado varios meses desde el día en que nos despedimos. Este ha pasado a ser nuestro saludo, el pasarle la mano por la suya, con el cariño que se tienen unos amigos que se sienten cercanos y con ánimo de seguir estrechando nuestros lazos de amistad. Sus ojos no le responden, pues no ve nada. Pero ¡es tan precioso lo que llega a ver en su profundidad! Hace unos días pasó una fuerte crisis, pues sus posibilidades de respirar se estaban quedando cada vez más limitadas. Era la primera vez que le veía pesimista, sin ánimos de vivir. Yo me quedaba a su lado en el deseo de expresarle mi ánimo y esperanza. Afortunadamente ahora se encuentra bien y hoy volverá a su casa. ¿Hasta cuándo? ¿Llegará el día en que volvamos a saludarnos con este saludo tan entrañable? Deseo que disfrute del cariño de su mujer, pues es lo más entrañable que pueden vivir ambos. ¡Precioso el amor a sus años!
Es una mujer entrañable, muy limitada por su edad –89 años– y por lo que a lo largo de ella ha vivido. A su lado se encuentra su sobrina, una joven alegre y animada a estar todos los días junto a su tía, a la que da muestras de mucho cariño. De ello he sido testigo durante varios días en los que me he acercado al lecho de esta mujer. Hoy Carmen tiene mucho sueño y sus ojos se niegan a abrirse. La sobrina me anima a pasarle a su tía, como otras veces lo he hecho, el dedo por la nariz. Es una acción que produce sus resultados y al poco tiempo, Carmen se despierta enfadada y diciendo “dejarme dormir”. Al darse cuenta de que soy yo, su rostro expresa una emergente alegría. Yo le animo a que se duerma de nuevo y le susurro al oído una canción de cuna que sé que no es la primera vez que la ha oído. Es expresión de nuestra alma vasca: “Haurtxoa sehaskan” (El bebé en la cuna). La sobrina me acompaña en el canto y la escena es de una ternura entrañable. Cuando terminamos de cantar y me despido con un beso en la frente de Carmen, oigo de sus labios una expresión que me llega muy dentro: “Eskerrik asko” –Muchas gracias–. Hoy no le he dado la comunión a Carmen, pues no estaba con ánimos para ello; pero esto que hemos vivido también es comunión. Sí, con el Cristo que se expresa en una mujer tan digna de cariño.
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LA MUJER DE LA SONRISA
EL MATRIMONIO UNIDO EN LA UNCIÓN
Recibo una llamada de una amiga. Me expresa su deseo de que hable con su hermana Juli, que sufre un cáncer galopante desde hace dos años, con el objetivo de animarle a subir al hospital. Hablo pues con Juli, hospitalizada en otro centro, en el cual no puede permanecer mucho más tiempo. Yo le animo, hablándole de la atención exquisita que va a tener en el hospital en el que yo me encuentro, desde el equipo de médicos, enfermeras y auxiliares. Además, le hablo del precioso paisaje que va a poder contemplar desde la ventana del cuarto que le den. A los dos días de esta conversación, subiendo a la planta de cuidados paliativos, me encuentro con mi amiga. Con ella voy a ver a Juli. Me encuentro con una mujer joven –43 años–, sabedora de su situación y que me acoge con una sonrisa preciosa. Me quedo contemplando un misterio. Una mujer castigada tan duramente por el cáncer, que va a acabar en un corto plazo de tiempo con su vida y que muestra una sonrisa tan entrañable, es un gozo, algo que no quiero, y creo que tampoco podré, olvidar. Cuantas veces vaya a verla, en días posteriores, me seguiré encontrando con el mismo rostro. Es la serenidad de quien ya ha aprendido, a pesar de su corta vida, a acogerse a sí misma en la mayor serenidad. A los pocos días, ya la situación ha cambiado. Juli ya no abre apenas sus ojos, su vida se va apagando y me quedo contemplándola. Me parece la misma presencia del Cristo entregado la que ella me muestra. A su lado, su hermana, mi amiga, tratando de hacer lo más suave posible el último adiós de su hermana. También ella se muestra serena ¡Esto es la vida a borbotones en su límite humano, ya próximo el encuentro definitivo con el Padre! Gracias, Juli, por ser así, tan tú misma. Adiós. Hasta siempre, amiga.
Tras visitar a un enfermo, que se encuentra acompañado por varios familiares, me dispongo a abandonar la habitación. En ese momento, hacen su entrada en ella la esposa y una joven que se presenta como la ahijada del enfermo. A la esposa ya la conozco de veces anteriores y ella me saluda con una sonrisa cálida y acogedora. La ahijada del matrimonio me expresa, con clara convicción, su deseo de que sus padrinos reciban el sacramento de la Unción de los Enfermos. Es una de las pocas veces que veo una convicción tan clara de lo que es este sacramento, de la distinción tan clara entre su celebración y el tema tan temido de la muerte. Celebramos el sacramento y las respuestas claras que todos los presentes, incluso el enfermo, dan en las oraciones que vamos recitando, me hablan de una religiosidad convencida. ¡Esto es un gozo! Salgo alegre de la habitación, con deseos de comunicar lo vivido. Se lo digo a un celador, cristiano convencido, y a Mari Jose, la gerente, cristiana convencida también, y sobre todo, amiga. Encuentro que a ellos también les agrada lo vivido hace unos momentos. Siento que los de pastoral –Carmen, Eduardo y yo– tenemos un lugar en la realidad de este hospital y que hay aquí un largo camino por delante. Señor, gracias por haberme llamado a vivir una experiencia tan preciosa en mi vida.
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ELLA SE LLAMA SOLEDAD
BODAS DE ORO
Ella se llama Soledad. Es una mujer de mi barrio, Otxarkoaga, y de etnia gitana. Ha llegado a ser para mí una mujer muy entrañable. Con su cuerpo delgadito –35 kilos– y unos ojos tan metidos en sus cuencas, con unas manos tan largas y menudas, con un rostro tan sonriente, es alguien que atrae hacia sí. Es la expresión de la ternura y mi gozo al estar a su lado es algo difícil de explicar. Siempre que entro en su habitación, en la que se encuentra aislada –“algún bicho que se me ha metido” dice ella– la saludo con el estribillo “Soledad, es criatura primorosa, que no sabe que es hermosa”. Es una canción que le sienta como anillo al dedo. A veces la veo ensimismada, con una capacidad limitada de reacción a lo que le va llegando desde fuera de ella misma y me da pena verla en esa situación. Le pregunto, para saber si me reconoce, “¿quién soy yo?” y unas veces muy pronto, otras no tanto, dice “el curica de mi barrio”. Este diminutivo, pronunciado mientras esboza una sonrisa tan entrañable, me entra muy adentro. ¡Soy feliz a su lado! Al mismo tiempo, descubro una entrega total y con un amor expresado tan claramente en su hija Antonia, que entiendo que el amor entregado, sin ningún alarde de nada, es lo más precioso que me es dado contemplar. Es la vida hecha entrega y expresión nítida del amor de una hija a su madre. En una de mis visitas descubro que Antonia pertenece a la Iglesia de Filadelfia y entiendo que por encima de la Iglesia a la que pertenezcamos, está el amor nítidamente expresado.
Alguien me toca por detrás mientras voy recorriendo el pasillo del cuarto piso del hospital. Es una chica que ya conozco, hija de un matrimonio de aquí que hace ya mucho tiempo viajó a tierras venezolanas. Allí tuvieron su única hija, Micaela; después volvieron definitivamente a nuestra tierra. Micaela me dice que sus padres celebrarían en abril sus bodas de oro y que ella ha mandado elaborar unos anillos y me pide que los bendiga. Le planteo que sería precioso, aunque no haga todavía 50 años justos que se casaron sus padres, adelantar unos meses la celebración de las bodas de oro. El motivo de este adelanto se debe a que el doctor que atiende a su padre no ve posible que pueda durar en vida hasta el mes de abril. Micaela ve muy bien lo que yo le planteo y quedamos en celebrar en otro próximo día las bodas de oro de sus padres. Aviso a Carmen del feliz acontecimiento, diciéndole que me gustaría verle en el momento de la celebración, a pesar de no ser su día en el hospital. Llegado el día, nos encontramos en la habitación el matrimonio, Micaela con su marido, Carmen y yo. En nuestro interior nos encontramos todos con un hervor de fiesta grande y previendo que todo va a ser bonito. Con una sencilla oración y el diálogo mantenido con los esposos sobre sus 50 años de matrimonio, en los que como dice el marido “todo ha sido positivo”, la bendición y el intercambio de los anillos, la oración dirigida a nuestro padre y el abrazo de la paz, concluimos la celebración con la bendición de San Francisco. Estamos todos felices y disfrutando de lo precioso que es vivir estas realidades de amor entregado en 50 años de vida compartida. Carmen, como prueba de que las mujeres tienen el maravilloso don del detalle en su momento adecuado, les regala un precioso plato con la inscripción de “50 aniversario”.
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ENTREGARTE EN LOS BRAZOS DEL PADRE
EL ULTIMO ADIÓS
Jaime, todavía podías haber seguido entregándote, pero… Eras un hombre de mi barrio y entregado a él. Has ido viviendo estos años la experiencia, desesperanzadora en sí, de ir subiendo y cada vez más frecuentemente al hospital; subidas y bajadas que te iban diciendo, más claramente conforme iban siendo más frecuentes, que tu vida entre nosotros se iba acabando. Y a pesar de tanto trajín, yo siempre te encontraba sereno, tranquilo, rodeado de tu mujer y tus hijas e hijo, siempre a tu lado. Eras bajito de estatura, pero un gran hombre. En los 40 años que te entregaste a la Mutua, –esa asociación tan querida en nuestro barrio– implicado en llevar adelante los temas económicos, sin ningún beneficio económico y siempre dejando las cosas claras, diste la talla que mantuviste hasta el final de tus días. Eras un asiduo de nuestra Parroquia, siempre dispuesto a echar una mano. Por todo esto, te mostraste como una persona entrañable y en tus entrañas te fuiste despidiendo. Es la vida de aquí la que se nos escapa; o mejor, la entregamos en los brazos del Padre. Descansa en paz de todos tus trabajos y sudores, Jaime.
Desde hace unos días se encuentra hospitalizado entre nosotros un hermano franciscano, Felipe. Es un hombre alto y fuerte, entrado ya en la década de los 80, pero que a pesar de encontrarse muy limitado, no expresa en su cuerpo la edad que tiene. Me acerco a él en el momento en que hace su entrada en la habitación, acompañado de su hermano y superior de la comunidad, Biktoriano. Se encuentra en tal situación que no me reconoce y yo me quedo un poco apenado por ello. Le voy visitando en días sucesivos y ya desde el día siguiente, recuerda quién soy yo. Eso me ayuda a sentirme cercano a él. Nunca hemos tenido una relación muy estrecha, pero es un hermano de nuestra familia franciscana y me siento unido a él. Cada día que le visito le doy la comunión. El Señor de la Vida es recibido por Felipe con una acogida profunda; se va haciendo uno con Él en su propia pasión. Un día, después de darle la comunión y estrecharle la mano, descubro que por su parte hay un apretón fuerte y continuado. ¿Será la despedida final? Con ese sentimiento salgo de la habitación y sigo visitando otras habitaciones y a los enfermos que en ellas se encuentran. A los pocos días de esto, recibo una llamada por teléfono de mi amigo y hermano de la fraternidad de Felipe, Antonio, y me expresa lo que ya temía: aquel había sido el último adiós de Felipe. Ese mismo día celebramos su funeral en la parroquia de su comunidad. ¡Que el Señor te reciba en sí para siempre, a ti que fuiste su ministro en esta Tierra nuestra!
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HAS ENTRADO DENTRO DE MÍ
Cuando termino la celebración con la bendición de San Francisco, Antonio vuelve a cerrar sus ojos y quedarse, así lo creo, en una profunda paz. Vuelvo otro día a ver a Antonio y la escena que se desarrolla en ese pequeño entorno alrededor de la cama en la que se encuentra es de una ternura entrañable. Me acerco a él y le cojo de la mano, dándole ánimos al mismo tiempo. Llega un momento en que dejo de estar a su lado, para acercarme a su compañera, que no puede contener las lágrimas. Una persona que sigue al lado de Antonio nos hace ver que él está alargando la mano hacia el lugar en el que yo, hasta hace un momento, me encontraba. Cuando ella nos expresa la acción que Antonio ha realizado, la emoción me embarga. ¡Qué precioso es todo esto! ¡Entre tanta limitación, la vida se derrama en ternura! ¡Gracias, Antonio, gracias! ¡Has entrado dentro de mí!
Es un hombre todavía joven, 55 años. Lleva entre nosotros 2 meses. Cuando llegó, externamente parecía que se iba a comer el mundo, no porque se manifestase en un plan fanfarrón u orgulloso; no, nada de eso. Era por su cuerpo fuerte, alto (rondará por el 1,80) y con una cara y unos gestos que denotaban una presencia abierta y acogedora. Desde el primer momento, nos sentimos muy cercanos y nos tomábamos el pelo. Era una relación muy bonita la que íbamos estableciendo en el transcurrir de los días. Tanto él como yo sabíamos lo que ese cuerpo albergaba en su interior: un cáncer galopante que le iría consumiendo y apagando. Lo que nos temíamos ha ido llegando y lleva ya varios días en los que apenas abre los ojos y le cuesta Dios y ayuda mover un solo dedo de ese cuerpo tan grande y tan débil al mismo tiempo. Ya lleva varios días en los que ya no recibe la comunión, pues es tal su debilidad que apenas si puede tomar cosas tan livianas como un poco de yogurt o de natilla. Viendo cercano su fin, le ha expresado a su compañera, que apenas se separa de su lado, que desea recibir el sacramento de la Unción de los enfermos. Cuando me acerco a su lado para cerciorarme de su deseo, él abre los ojos y con ellos, ya con muy poca vitalidad, me expresa su confirmación: sí, quiere. A lo largo de los minutos que dura la celebración, se le ve atento, viviendo desde muy dentro lo que estamos celebrando. El momento es emocionante. A nuestro lado están su compañera y una sobrina llegada de una provincia cercana, con el objetivo de despedirse de su tío. Se vive con el corazón abierto y las lágrimas visibles, lo que todos sabemos.
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LA VIZCAÍNA DE CORAZÓN CATALÁN Entro en una de las habitaciones del quinto piso, el dedicado especialmente a los enfermos de cuidados paliativos. El lugar es coqueto, tiene un espacio para dos camas y un pasillo amplio, como para poder estar sentado tranquilamente en un sillón que se encuentra al fondo. Al otro lado de la habitación, un gran ventanal permite que penetre la potente luz del mes de julio en el que nos encontramos. En la cama más cercana a la puerta de entrada me encuentro con una mujer cariñosa, acogedora, de rostro apacible, con algo entrañable en su mirar, que se me queda registrado inmediatamente. Estrecho mi mano con la suya y a una con ello, nos saludamos por el hermoso día que ahora comenzamos. Ella se llama Felisa y cuenta ya sus años por lustros, 17; con una voz entrecortada, me va diciendo que se encuentra débil y con pocas ganas de nada. Intento acercarme a su realidad, tan limitada. En un momento, y con gran calma, empieza a relatarme que su vida ha sido muy dura, llena de desengaños, lo que le llevó a trasladarse, hace ya más de 50 años, lejos de Bilbao, a Barcelona, y que allí se hizo una catalana más. Al oír que ha vivido en Barcelona, tras dejarle que se exprese tranquilamente, se me ocurre cantarle una canción que se me metió hasta lo más profundo del corazón en aquellas Trobadas de Joves (encuentros de jóvenes), que realizábamos en Montserrat en los tiempos en que Franco todavía vivía y yo era muy joven ¡todavía! La canción es un canon que me trae al recuerdo momentos tan preciosos vividos entonces y que nunca olvidaré. Dice así: Cada día surt el sol i tot recomença i la fosca de la nit amb força hem de vencer. Tots volem un mon millor, on i brilli la claror Res non pot fer por.
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Que traducido al castellano viene a decir: Cada día sale el sol y todo vuelve a comenzar Y la oscuridad de la noche con fuerza hemos de vencer Todos queremos un mundo mejor, donde brille la claridad Nada puede causarnos temor. Me quedo callado tras terminar el canto y veo que Felisa abre unos ojos grandes, azul claro, hermosos y con una voz entrecortada no cesa de darme gracias. También para ella, esta canción guarda preciosas resonancias de su vida. No puedo por menos de darle un beso en la frente y sentirme así, unido a alguien a quien acabo de conocer y que pronto dejaré de ver para siempre. En días sucesivos voy haciendo lo mismo cada vez que me acerco a Felisa. Le cojo de la mano y le canto la canción. Voy viendo que conforme pasan los días, los gestos que Felisa me dirige van teniendo menos fuerza. Al final, ya ni abre los ojos. Pero yo no dejo de cantarle esta canción y de darle mi beso de amistad y de unidad con ella, que ya se nos va. Un viernes descubro que ya no está, ya nos ha dicho adiós para siempre, porque se nos ha ido a “un mundo mejor donde brilla la claridad”.
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PADRE NUESTRO…
¡EN EL HOSPITAL NO SE TRABAJA!
Entro en una habitación de cuatro camas. Las cuatro están ocupadas por sendas mujeres de edad avanzada. Todas ellas, en situación bastante límite y mirando más hacia allá que hacia aquí. Saludo a una señora que se entrega con todo su cariño a hacer posible que su madre absorba, por la senda naso gástrica colocada en el orificio derecho de su nariz, la comida que corresponde tomar a esta hora del mediodía. La verdad es que es un poco costoso el asunto y la madre parece que estuviera dejándose hacer, sin oponer ningún obstáculo a lo que hacen con ella. Pienso que es bueno dejarles a madre e hija empeñada en esta misión realizada con tanta entrega y amor de hija. Así que, me despido de ambas. La hija, al despedirse, lo hace con un “adiós, padre”. Voy dejando la habitación, reflexionando sobre la escena que he contemplado, cuando oigo “Padre Nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre…” Es la madre la que va desglosando esta oración dirigida al Padre. En mí, ante esta circunstancia no esperada de que una despedida haya llevado a abrirse en oración, surge una sonrisa y descubrir que Tú, Señor, eres grande. ¡Es grande lo que en la mayor limitación podemos llegar a expresar! Gracias, Señor.
Es importante, y en eso creo que tenemos que desarrollar una buena línea imaginativa, que le demos un poco de ruptura de tensión a la realidad que se vive en el hospital por muchas de los familiares que ven apagarse a sus seres queridos. Y eso, a veces, supone hacer surgir escenas esperpénticas de lo más variadas. La escena que ha ocurrido hoy ha ido por esta línea. Una mujer está sentada en un banco de una de las terrazas del último piso. Entre sus manos tiene una tela en la que, luego veré, está realizando un precioso bordado. Está acompañada de su hija y frente a uno de los paisajes más bonitos que se pueden contemplar desde el hospital. El día, con una buena temperatura y el cielo sin nubes, anima a estar relajado. Me fijo en la escena y desde la puerta que da paso a la terraza y con la voz más grave que puedo, le digo: “Chisss. Está prohibido trabajar en el hospital”. El susto que se lleva la señora es tal, que deja inmediatamente la labor que venía realizando y ni se atreve a mirarme. Mi sorpresa, por la situación que he creado, es tal que me acerco a ella con una gran carcajada y haciéndole ver que era una broma. Esto hace que mi carcajada se vea acompañada por las risas de madre e hija, que se sienten liberadas de la tensión producida. Horas más tarde veo a ambas acompañando a marido y padre en la habitación donde éste se encuentra. La señora sigue con su bordado y se me ocurre decirle “¿para qué son las normas? La hija, con la rapidez de un rayo, contesta: “para saltárselas”. Bueno, hemos establecido una relación cercana de una manera curiosa, que producirá sus frutos cuando lleguen los momentos difíciles, que llegarán. Estaremos juntos y al lado de quien se encuentra postrado en cama.
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VIEJOS AMIGOS
Cada vez que voy a verle, su sonrisa me deja contento, pues veo que aunque la enfermedad está presente en él, no es lo suficientemente dura como para acabar con la alegría de este amigo mío. El dolor de cabeza que tiene, producido por el tumor que alberga en ella, le dura mañana, tarde y noche, pero él se encuentra contento y agradecido al equipo médico y auxiliar que con tanto cariño y profesionalidad le atienden.
Hace mucho calor en este último día de verano en Bilbao. Hasta las faldas del monte donde está situado nuestro hospital se ven fuertemente iluminadas por la luz que ya ha roto la niebla de la mañana. Pero este calor trae consigo un inconveniente y es el referente a la ubicación de las habitaciones; casi todas ellas emplazadas en dirección Sur. El calor que se siente en las habitaciones hoy es excesivo y eso lo notamos todos. Pero a quienes más afecta es a las personas que se encuentran enfermas. El estar más o menos sano supone el tener arrestos para afrontar esta situación, que en algunos momentos se hace difícil de soportar. El 5º piso es el que más calor soporta y eso hace que muchas de las habitaciones tengan las persianas bajadas hasta su límite y las ventanas abiertas, con el fin de conseguir un poco de aire en este entorno. Entro en una de las habitaciones, que se encuentra prácticamente a oscuras y en ella me encuentro con Antonio, un viejo amigo; viejo, porque estuvo con nosotros hace ya dos años, aunque por edad es todavía joven, 51 años. Irene, la psicóloga y amiga que siempre me pone al tanto de la situación en que se encuentran los enfermos y familiares de la planta, ya me había puesto al corriente de la llegada de Antonio. A partir de ese momento de la información he empezado a albergar un sentimiento de duda de si este amigo se acordará de mí. ¡Cuál ha sido mi alegría al observar que todavía me recuerda y me sonríe, saludándome como un viejo amigo que es! Empezamos a recordar lugares comunes, su pueblo, Melide (allí en la dulce Coruña) de donde es él y en el que he recalado en mis peregrinaciones en bici a Santiago; su barrio de Masustegi (un pequeño enclave de Galicia en Bilbao, en donde hasta el cura es gallego y ejerce como tal).
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¿PARA QUÉ SIRVE UN CAPELLÁN DE HOSPITAL?
necesario llegar a cuestiones transcendentales. Lo decisivo es que vamos haciendo un camino juntos enfermos y familiares, los distintos profesionales del hospital y nosotros, los que nos expresamos desde nuestro ser el equipo de pastoral de este lugar. Pero cuando el miedo nos atenaza y nos impide acercarnos a la realidad y lo que consigo trae, algo me dice que nos tenemos que poner las pilas para avanzar. Decía antes que “no hay nada que hacer”. Pues no, hay algo muy importante y que yo me dispongo a realizar. Y es que hay unas cuantas personas que se encuentran rotas y necesitan apoyo y cercanía. Como tengo el número de teléfono de la familia, les llamo y les envío mi más sentido y cercano abrazo, ofreciéndome al mismo tiempo a estar dispuesto a compartir un momento con ellos, si así lo desean. Quizá algún día nos encontremos y será bonito estar a su lado; bonito porque no hay nada tan precioso como compartir la realidad, sea ésta cual sea; escuchar y acoger. ¡Merece la pena!
El ambiente ha cambiando hoy. Llueve con el xirimiri tradicional de Bilbao en tiempos otoñales. La calma reina en el hospital y parece como si nada especial estuviese ocurriendo hoy. Ayer me llamó intensamente Carmen, mi compañera de fatigas, para que subiese al hospital. Mis compromisos pastorales, en los barrios de Otxarkoaga y Txurdinaga, me lo impidieron y dejé lo de subir al hospital para hoy por la mañana. En el entre tanto, la persona con la que tenía que haber celebrado el sacramento de la Unción, ha fallecido. ¡Ya no hay nada que hacer!, pero no es cuestión de darle vueltas a este asunto. Y es que, muy a menudo, sucede lo mismo: al capellán del hospital le llaman cuando la persona enferma se encuentra en una situación clara de inconsciencia. ¡El miedo a la muerte! Asumo el no poder estar en todo, pero por dentro me queda una sensación de malestar por la forma en que asumimos la realidad de la muerte entre nosotros. ¡Es curioso lo nuestro! Un capellán de hospital es una persona, normalmente sacerdote o, como me llaman muchas veces los enfermos, padre. Una persona que puede caer más o menos simpática a los enfermos y sus familiares, con la que éstos pueden sentirse más o menos acogidos y por lo tanto, en mayor o menor cercanía. Una persona a la que normalmente no se plantean cuestiones que tienen que ver con temas de tipo religioso, aunque es más fácil la incursión en temas de espiritualidad o de sentido de la vida, lo cual es precioso muchas veces. Creo, recogiendo mi experiencia de tres años y medio como capellán de este hospital de Santa Marina, que no es
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CELEBRAMOS LA UNCIÓN EN FAMILIA
que expresan sus hijos –hijo e hija respectivamente– debe ser mucho y bueno. Y es de buenos hijos el reconocerlo. Robus fallece a las dos horas de haber celebrado nuestro encuentro y Antonio lo hará al día siguiente. No olvidaré nunca la expresión de fraternidad que en esa habitación hemos vivido con ellos cuando todavía estaban entre nosotros. Gracias, Señor, por todo lo que nos invitas a vivir en el encuentro contigo. Eskerrik asko, benetan!
Me avisan al busca que me requieren en una habitación de cuidados paliativos. Me imagino que, como casi siempre, alguien requiere mi presencia para celebrar la unción de los enfermos con algún familiar al que le queda muy poco tiempo para despedirse de este mundo nuestro. Llego a la habitación y me viene a saludar un joven cuyo padre se está muriendo y que desea que su padre reciba el sacramento de la unción. Cuando voy a comenzar a realizar la celebración, una joven que atiende a su padre, me pide que realice este sacramento también con el suyo. Me entero en ese momento del diálogo que han mantenido ambos jóvenes antes de llegar yo a la habitación. El tema es que la joven mostraba reticencias a que su padre recibiese la unción, sentimientos motivados por el miedo que trae consigo la que Francisco de Asís llamaba hermana –en cuanto que nos posibilita el pasar al encuentro definitivo con el Padre–. Ambos padres, Robus (92 años) y Antonio (80) se encuentran ya en una situación de semiinconsciencia, pero es algo muy importante y que sólo Dios sabe el sentido profundo de lo que vamos a realizar con estas dos personas enfermas y agonizantes. En el momento en que vamos a orar al Padre con la oración de los hermanos, unimos nuestras manos y las colocamos sobre los hombros de Robus y Antonio. El momento es especialmente emocionante y alcanza una elevada intensidad. ¡Esto sí que es algo realmente entrañable! Damos gracias a Dios porque Él, no importa cuál sea la situación que vivamos, nos sigue expresando su amor y damos también gracias a Robus y Antonio por todo lo que ellos han sabido amar, construir, entregarse. Por los rostros
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EL NACIMIENTO EN EL HOSPITAL
ENTRE EL HOSPITAL Y LA ATENCION A MI MADRE
Hemos entrado ya en el mes de Diciembre. Como todos los años, Carmen, la infatigable compañera con la que tan feliz me encuentro en esta misión en el Hospital, ha dispuesto todo para montar el Belén. Durante unos días –hasta después de la fiesta de la Epifanía o de los Reyes– en el lugar donde tenemos los libros para disfrute del personal que acude al Hospital, estará presente el Nacimiento o Belén del Hospital. Sin recurrir a la ayuda de nadie, y con esa maestría que ella tiene para todo lo manual, ha dispuesto un fondo precioso y tomando como base la misma tabla de todos los años, ha ido colocando, sobre una base de musgo muy verde y bonito, las diversas figuras que completan el cuadro navideño. En el rincón izquierdo de este conjunto, Carmen ha colocado una cueva, hecha con cortezas de alcornoque. Allí están María y José, el buey y la mula, así como una pequeña cuna. En ella no está el Niño. Hasta el día 24 no aparecerá en escena. Un buen número de personas van pasando a contemplar el Belén. Algunas de ellas se extrañan de que no aparezca el Niño –no saben que el primer Belén, en Greccio (Italia), y que Francisco de Asís lo representó, no tenía Niño, sino un desnudo altar–. Hay quien se enfada, pensando que alguien se ha llevado la imagen del Niño. La verdad es que no sería la primera vez. Pero no, Carmen lo pondrá cuando sea el momento adecuado, el día 24.
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Me encuentro pasando unos días en Pamplona, lugar del que soy originario y donde habitan mi madre y mi hermano. Mi madre empieza a sentir molestias a la hora de sentarse y empezamos a preocuparnos, pues la situación no es nada normal. Tras la correspondiente visita a la doctora de oncología del hospital, se nos comunica lo que temíamos: nuestra amatxo tiene un cáncer muy avanzado y le queda un máximo de cuatro meses. Parece como si algo grande y profundo se derrumbase y la lágrima surge con rabia y desplome del cuerpo. Mi hermana, que vive en La Palma, toma una seria determinación: abandonar la isla y permanecer al lado de mi madre hasta el final. Los hermanos, reunidos en Pamplona, decidimos que vamos a hacer todo lo que esté de nuestra parte para que nuestra madre tenga una calidad de vida inmejorable hasta el final de sus días y que su despedida definitiva la vamos a realizar en casa. A lo largo de estos cuatro meses, hemos ido haciendo, día a día, lo que correspondía. Hemos contado con el apoyo impagable de los dos hermanos de mi madre que viven en el mismo barrio, Errotxapea. Ha habido muchos momentos de lloros y de gozos compartidos. Día a día experimentábamos que Petra se iba debilitando cada vez más, se alimentaba a base de verduras enriquecidas con proteínas de carne de caballo. La intervención de la médico y la enfermera de cabecera, así como del cuadro médico y psicológico, mi buen amigo Iosu Cabodevilla, ha sido a pedir de boca, inmejorable. Voy dos días a la semana a Pamplona, las Navidades las paso casi enteras al lado de mi madre, pero el día 4 de enero vuelvo a Bilbao, a encontrarme con los compañeros y compañeras del Hospital, así como con los internos y sus familiares. Intento realizar mis encuentros con los internos, como
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siempre lo he hecho, con cercanía y cariño, pero mi mente y mi corazón están en un continuo viaje a Pamplona. Ni puedo ni quiero dejar a mi madre alejada del cuadro de mi atención. El 9 de enero, domingo, a las 11,40 de la mañana, recibo una llamada telefónica de mi hermano. La amatxo ha emprendido el viaje definitivo de su vida. Todo se ha consumado. Ese día me toca celebrar la eucaristía 20 minutos más tarde. En ella van a bautizarse dos hermanos de 16 y 28 años y yo les he prometido que presidiré la celebración. Así lo hago. Pensaba ser fuerte y no tener interrupciones a lo largo de la celebración. Pero no ha sido así. ¡Es mucho el amor que he recibido de mi madre a lo largo de mi vida, de 60 años casi cumplidos! Por la tarde, con una familia amiga, voy a Pamplona, la vieja Iruña. Allí, en un tanatorio, se encuentra el cuerpo ya sin vida de la persona que más me ha querido y a la que más he querido. Pero la vida sigue y yo volveré a Bilbao, a seguir encintrándome con personas de uno y otro sexo, con las que seguiré compartiendo lo más hermoso que tenemos, la vida.
ENTREVISTA A UNA INTERNA EN EL HOSPITAL DE SANTA MARINA DE BILBAO Esta entrevista la realicé el 25 de junio, viernes, a las 16 horas, en una sala ad hoc. La sala de encuentros personales que utilizamos en la planta de cuidados paliativos del hospital. Nos sentamos en sendas sillas, alrededor de una mesa camilla. El encuentro duró 20 minutos. Conocí hace 10 años a la persona entrevistada, pues fue “cliente externa” de una asociación de respuesta a necesidades sociales de tipo muy diverso que se encuentra en Bilbao y que tiene por nombre Bizitegi (Lugar de vida). Tiene 50 años. Su problema social más destacado es que ha tenido relaciones muy difíciles con su madre y su hija –a la que abandonó, recién nacida, en brazos de su abuela–. El problema médico que presenta es un cáncer avanzado que le ha producido una grave protuberancia en el bajo vientre; con lo cual, su aspecto físico es un poco difícil de asumir, en un primer momento, por la persona que la observa. La relación que hasta ahora hemos mantenido es de breves visitas, pero muy cercanas entre los dos, por el conocimiento mutuo anterior. La iniciativa del encuentro es mía. Desde el momento en que se lo planteé, lo acogió con mucho agrado y como por diversas razones lo iba atrasando, en muchas ocasiones me preguntó cuándo íbamos a tener el “dichoso encuentro”, según sus palabras. El objetivo concreto es llegar a conocer mejor a esta mujer, porque a pesar de nuestra larga relación, todavía no la conozco realmente. No creo que la persona haya tenido ninguna expectativa concreta, definida o clara. Está abierta, desde un primer momento, a lo que vaya surgiendo en la conversación.
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El ambiente es en todo momento cercano, relajado, sin sobresaltos o interrupciones, su comportamiento es de relajación –desde el principio hasta el final fueron pocos los movimientos que realizó, debido sobre todo, a la postura que no puede mantener durante mucho tiempo. Las expresiones no verbales –en el desarrollo de la conversación las hago notar– fueron de risas y bienestar. La conversación la realizamos sin ningún reparo por parte de la persona entrevistada. E: ¿Qué me puedes decir de esos 50 años que puedas decir algo así como “yo, con mis 50 años, puede decir de mí...”? H: Pues mira, yo con mis 50 años, puede decir de mí que he hecho de todo lo que se ha podido hacer durante mi vida. Me he casado, he tenido pareja, he tenido novio, he estudiado, he bailado. He hecho absolutamente de todo. Y sin embargo, al final de todo, sólo doy valor a una de las cosas que he hecho; que ha sido tener una hija, sacarle lo más decentemente posible, dentro de mis medios, a la calle y saber de su continuidad. Es lo único que, hoy por hoy, valoro de lo que he hecho. Es mi perpetuidad, digamos. Es mi modo humano de ser inmortal. Mi continuidad. El resto, todo lo que he podido hacer, todo lo que he podido tener o todo lo que he podido vivir es aparte. Es lo único que a mí me llena y me dice que ahí está algo que merece la pena que siga. El resto no importa. E: ¿Tú te sientes tranquila contigo misma? H: (tras un momento de silencio dice): Sí. E: O sea, el nerviosismo que puedas tener en algunos momentos, ¿no elimina el que tú te sientas tranquila básicamente contigo misma? H: Yo me siento absolutamente tranquila conmigo misma. No creo que dejara de hacer nada de lo que he hecho si volviera atrás; en las mismas circunstancias, me refiero.
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E: ¿Cuánto tiempo llevas en el hospital, entre idas y venidas? H: Cuatro meses (tres en Santa Marina y uno en Basurto). E: (Al darme cuenta de que va diciendo los días y los meses con absoluta nitidez, le pregunto) ¿Y ese control? H: Es parte de mí: Lo mismo que me gustan los ordenadores, porque ponen orden (dedica mucho tiempo a lo largo del día al ordenador portátil que tiene en su habitación), pues intento a veces ordenarme en las ideas, en lo que me rodea, mi entorno. E: ¿Escribes algo de ti misma? H: No. No suelo escribir porque normalmente, cuando escribes de ti misma, tiendes a darte un poco de ficción y soy demasiado realista para contarme películas. Entonces, hablo mucho, eso sí. Normalmente, cuando hablo, intento ser lo más clara y sincera posible, pero no es para escribirlo; son sólo ideas que me pasan por la mente, pero que no creo que sean dignas tampoco de ser escritas; son muy corrientes, no es nada especial; no soy ninguna filósofa, ni ninguna homo sapiens mujer como para decir nada importante. E: En este tiempo que llevas aquí, ¿qué puedes decir de los profesionales en todas las categorías de este hospital? H: ¿De este hospital? Estoy enamorada de esta residencia. La verdad es que a mí me han ayudado en todos los aspectos, desde que llegué hecha un pequeño montón de carne no doliente, porque dolores no tenía, pero medio inútil, era muy semi válida y ellas me han ido poco a poco alentando a ser un día a día, minuto a minuto, cada vez un poco más válida, más autosuficiente. Hoy es el momento en que aún dependo.
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Hay un montón de cosas que no puedo hacer, pero siempre me han apoyado en todos los aspectos. Incluso me han intentado coartar, decirme “no vayas tan rápido”, “no te lances tanto”, “ve más lenta”, “ve más segura”, “afiánzate antes de avanzar más”, pero la experiencia con ellas es positiva cien por cien. Siempre han tenido una sonrisa, una simpatía, una profesionalidad, una comprensión fuera de serie. Aun no puedo nombrar una sola persona de este centro de quien pueda decir “¡vaya mal que lo hace!”, “¡qué meteduras de pata tiene!” y mira que he conocido a montones y montones de personas, porque se han ido rotando, han cogido vacaciones; pero hoy por hoy puedo decir que no tengo a ninguna persona de las que he tratado a la que tenga absolutamente nada que reprocharle. Porque hasta en los fallos que han tenido, como seres humanos que son, son absolutamente comprensibles y ellas mismas los han asumido y reconocido y nunca ha habido secuelas ni problemas, para nada. ¡Todo genial! E: En este hospital mismo, ¿tú ves que tiene sentido lo que podemos estar haciendo Carmen (mi compañera del equipo de pastoral) y yo (el capellán)? H: Sí. Sí, sí, sí. Creo que sois una de las visitas más esperadas. Lo sé no sólo por mí, que os veo cuando venís y nos saludáis, y nos dais una mano. Por mis propias compañeras de habitación. ¡Cuánto peguntan por Sor Carmen o por Joseba! Muchísimo. No, no. Sí, sí, sí. Y cuando salgo por el pasillo os oigo mencionar: “Sí, Joseba ha estado aquí”, “¿Hoy no ha pasado Joseba?”. Se os tiene en cuenta. Yo creo que sí es importante que vayáis. Y el trabajo, la labor que vais haciendo. Por ejemplo, Carmen entró al principio de estar yo aquí y le dio la comunión a la compañera de habitación y ¡con qué serenidad quedó aquella mujer tras la visita de Carmen! Creo que es muy útil lo que hacéis.
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E: (emocionado) Bueno, pues seguiremos en ello. H: Pues yo creo que se os agradecerá mucho. E: Otra cosa, H. ¿Tú sabes, eres consciente y conocedora de tu situación de enfermedad? H: Sí. Sé que tengo cáncer, sé que estoy luchando contra ello y sé que puede salir bien o salir mal. Es un tú o yo, pero eso es lo de menos. Lo que me preocupa no es eso. Es una enfermedad más. El miedo a la gran C que existía en algún momento en el ser humano, en mí… Mira, en mi familia soy el sexto caso de cáncer. Así que se es un “o tú o yo”; “o sales o no”. Pero no hay más. E: (Haciendo notar que todo el tiempo del encuentro está sonriendo le pregunto) ¿De dónde crees que te sale esa sonrisa tan a flor de piel? H: Pues de que estoy muy tranquila, de que estoy bien conmigo misma. Y entonces, si estoy bien, ¿por qué no demostrárselo al mundo? ¿Estoy en un hospital? Sí. ¿Estoy enferma? Sí. ¿Estoy viva? Sí. Entonces, ¿por qué no voy a sonreír si estoy con personas con las que me llevo bien, estoy disfrutando de un día bonito y tengo un montón de regalos que me ha hecho el día, desde que me he levantado hasta ahora? Esto es algo que me ha regalado el cáncer, tonterías a las que no daba valor. ¡Qué normal es respirar!, ¡qué normal es beber un sorbo de agua fresca!, ¡qué normal es levantarte de la cama y refrescarte la cara! Bueno, pues todo eso que hago al cabo del día es un regalo. Entonces, fíjate si estoy contenta, si tengo la sonrisa a flor de piel.
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E: Y tú crees que en el mundo en que vivimos, este saber apreciar tanto estas cosas tan sencillas, ¿es algo natural? H: Pues no sé si es natural o no, pero es lo que siento y es como soy. Nunca he sido de dar importancia al qué dirán y no creo que vaya a empezar a hacerlo ahora. Tampoco creo que perjudique a nadie el que yo disfrute por respirar, o de beber agua o de sonreír. Y que por lo tanto me exprese ante los demás con un poco de alegría. Hay personas que se sorprenden un poco cuando te acercas a ellas socialmente asertiva y les cuentas cosas, expresan “¡qué chica más abierta! ¡qué raro, ¿no?”. Pero bueno, si te tratan un poco más, si te dan una oportunidad, ven que no eres un bicho tan raro. Si no, pues bueno, ellos se lo pierden. No hay mayor problema. E: Tú, entonces, contigo misma te sientes realizada, degustando la vida, abierta a lo que pueda surgir, porque ahora te vas a una residencia. ¿Por qué lo de ir a una residencia? H: Quiero probarme a mí misma, que puedo llevar una vida normal en esa residencia. Lo que quiero ante todo es no ser una carga para nadie, mientras me sea posible. Entonces, si en esa residencia voy a ser un poco más válida de lo que soy ahora, lo que no voy a hacer es permitir, por ejemplo, que me lleven ahora a casa de mi madre, que tiene ochenta años, que está para que la cuiden a ella, a cargarla, que sería mi caso, con una hija a la que si se le cae algo al suelo, tiene que hacer 3.000 equilibrios y agarrarse a 40 sitios para recogerla; o que para asearse necesita tener un entorno adecuado para agarrarse. Mi madre necesitaría una ayuda que supondría un gran desembolso económico que ella, en este momento, no se puede permitir. Entonces voy a habilitarme un poco más, a hacerme un poco más útil, si puedo, y luego, pues ya hablaremos de ir con ama a casa y ser yo quien la ayude.
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E: Para ti, ¿cuáles son los valores más importantes de tu vida? H: La familia, la familia y la familia; por ese orden (nos echamos los dos una tremenda carcajada). E: ¿Hay otro posible orden? H: Sí, la familia, la familia y la familia (nueva carcajada de los dos). E: Y los amigos ¿dónde están? H: Los amigos son familia también. Cuando una persona es tu amiga, es tu familia. Los amigos son tan familia tuya como si llevaran tu sangre. Todo es familia. Hasta tu médico es tu familia, cuando viene y me dice con una sonrisa “Herminia. Todo ha salido bien, estamos mejorando mucho y estoy muy contenta contigo”. Y tú eres mi familia (me empiezo a emocionar). E: ¡Qué bonito! ¡Sigue siendo así! A los pocos días de realizar esta entrevista se le daba el alta a nuestra amiga, que feliz se trasladaba a una residencia en la que pensaba seguir adelante hasta... Había pasado un mes y me dicen que estaba en otro hospital. Cuando me encuentro con ella me dice “¿Qué pasó con nuestra entrevista?” Ella ya no lo sabrá, porque ya dejó de estar a nuestro lado, pero aquí está, como el mejor homenaje en su recuerdo.