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Cuentos de
muerte
Selección de Guido L. Tamayo S. Ilustraciones Gonzalo Rodríguez V.
COLECCIÓN
El pozo y el péndulo
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Un suceso en el puente sobre el r Ăo Owl
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Ambrose Bierce Escritor y periodista estadounidense. Nació en Meigs County (Ohio, 1842) y murió, probablemente, en 1914 en México (en ese año se adentró en dicho país, en plena revolución, y no se volvió a saber de él). Toda la instrucción que recibiera se redujo a la lectura de los libros de su padre, campesino de Connecticut. Luchó como voluntario en la Guerra de Secesión, y posteriormente trabajó como periodista en varias ciudades de EE.UU. y de 1872 a 1876 en Londres. Regresa a San Francisco, donde reanuda su colaboración en periódicos, y muy pronto llega a ser el escritor más importante del litoral oeste. Por su estilo irónico, sardónico y mordaz fue llamado bitter Bierce (Bierce “el amargo”). Mientras ejercía esa función, trabajaba en sus relatos, que publica por primera vez en 1891 en el volumen Cuentos de soldados y civiles. Trabajó posteriormente en Washington y en esa época publica el resto de su producción, enmarcada en algunos casos por lo sobrenatural y lo fantástico, y en otros, por su humor negro, que llega a ser corrosivo en extremo. Algunas de sus obras: El valle encantado, ¿Puede ocurrir esto?, Fábulas fantásticas, El diccionario del diablo (publicado inicialmente como Libro de las palabras cínicas). *
“Un suceso en el puente sobre el río Owl” (An ocurrence at Owl Creek Bridge) pertenece al volumen Tales of Soldiers and Civilians, y ha sido traducido para esta edición por Juliana Borrero.
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I Sobre un puente ferroviario en el norte de Alabama, un hombre miraba la rápida corriente, seis metros abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas atadas con un cordel. Una soga rodeaba estrechamente su cuello. Estaba sujeta a una viga maciza sobre su cabeza, y el bucle que formaba pendía al nivel de sus rodillas. Algunas tablas sueltas reposaban sobre los travesaños que sostenían los rieles del ferrocarril, haciendo de piso para el hombre y sus verdugos: dos soldados rasos del ejército federal, al mando de un sargento que en su vida civil podría haber sido suplente de sheriff. A una corta dis tancia sobre esta misma plataforma provisional estaba un oficial armado, en el uniforme de su rango. Era capitán. Un centinela se encontraba a cada extremo del puente, con su rifle en la posición conocida como “apoyo”, es decir, vertical frente al hombro izquierdo, con el martillo descansando sobre el antebrazo atravesado rígidamente de un lado a otro del pecho; una posición formal y nada natural, que obliga ba a mantener el cuerpo erguido. No parecía ser asunto de Un suceso en el puente sobre el río Owl • 11
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estos dos hombres enterarse de lo que ocurría en el centro del puente; simplemente bloqueaban los dos extremos del camino entablado que lo cruzaba. Más allá de uno de los dos centinelas no había nadie a la vista; el ferrocarril se internaba en un bosque por cien metros, y luego, haciendo una curva, se perdía del panorama. Debía existir, sin duda, un puesto de avanzada más adelante. La otra orilla del río era campo abierto: una pendiente suave coronada por una empalizada de troncos verticales, con troneras para los rifles y una sola cañonera, por la que asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. En medio de la pendiente entre el puente y el fortín se hallaban los especta dores: una sola compañía de infantería enfilada, en posición de descanso, con las culatas de los rifles sobre el suelo, los cañones recostados contra el hombro derecho, y las manos cruzadas sobre el guardamanos. Un teniente estaba parado a la derecha de la fila, con la punta de la espada sobre el suelo, la mano izquierda descansando sobre la derecha. A excepción del grupo de cuatro en el centro del puente, ningún hombre se movía. La compañía encaraba el puente, inmóvil y con la mirada de piedra. Los centinelas, cada uno mirando hacia su orilla respectiva, parecían estatuas puestas para adornar el puente. De pie, con los brazos cruzados, el capitán obser vaba en silencio el trabajo de sus subalternos sin dar señal alguna. La muerte es una dignataria que al llegar anunciada debe ser recibida con manifestaciones formales de respeto, incluso por quienes están más familiarizados con ella. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son formas de deferencia. El hombre que iba a ser ahorcado aparentaba unos treinta y cinco años de edad. Era un civil, a juzgar por su atuendo de hacendado. Tenía facciones de hombre noble:
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nariz recta, boca firme, frente amplia, desde la cual peinaba hacia atrás su larga y oscura cabellera, que caía por detrás de las orejas hasta tocar el cuello de la levita fabricada a su medida. Usaba mostacho y barba terminada en punta, pero no tenía patillas; sus ojos eran grandes y gris oscuro, y tenía una expresión afable que a duras penas se esperaría en alguien con el dogal al cuello. Evidentemente, este no era un criminal cualquiera. El liberal código militar permite pasar por la horca a los más variados tipos de personas, y los caballeros no están excluidos. Una vez terminados los preparativos, los dos soldados rasos dieron un paso a un lado, y cada uno retiró la tabla sobre la cual había estado de pie. El sargento se volvió hacia el capitán, saludó y se ubicó inmediatamente detrás del mencionado oficial, quien a su vez dio un paso a un costado. Estos movimientos dejaron al hombre condenado y al sargento parados sobre los dos extremos de la misma tabla, que cubría tres de los travesaños del puente. El ex tremo sobre el que estaba parado el civil casi alcanzaba a tocar un cuarto travesaño, pero no del todo. Esta tabla se había mantenido en su lugar por el peso del capitán; ahora era sostenida por el del sargento. Ante la señal del primero, el segundo daría un paso a un lado, la tabla se inclinaría y el condenado caería por entre dos travesaños. A su juicio, esta disposición ostentaba sencillez y eficacia. Su rostro no había sido cubierto ni vendados sus ojos. Observó por un momento el “inestable piso” sobre el que estaba parado y luego dejó que su mirada vagara hacia el agua arremo linada del río, que se desataba locamente bajo sus pies. Un madero danzando a la deriva llamó su atención, y sus ojos lo siguieron corriente abajo. ¡Qué lentamente parecía moverse, qué aletargado río! Un suceso en el puente sobre el río Owl • 13
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Cerró los ojos para fijar sus últimos pensamientos en su esposa y sus hijos. El agua, convertida en oro por los primeros rayos del sol, la bruma suspendida sobre el río como un picaflor a cierta distancia corriente abajo, el fortín, los soldados, el madero a la deriva: todo esto lo había distraído. Y ahora, se hizo consciente de un nuevo distractor. Tañía a través del recuerdo de sus queridos un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión punzante, definida, metálica, como el golpe del martillo del herrero sobre el yunque; tenía la misma resonancia. Se preguntó qué era y si estaría inconmensurablemente distante o cercano; parecía estar tanto acá como allá. Su reincidencia era regular, pero tan pausada como el tañido del doble de difuntos. Esperaba cada golpe con impacien cia y —no sabía por qué— con aprensión. Los intervalos de silencio se hacían progresivamente más largos; las es peras entre golpe y golpe se volvían enloquecedoras. Con una frecuencia cada vez menor, los sonidos aumentaban en fuerza y agudeza. Herían su oído como una cuchillada; temió que comenzaría a gritar. Lo que escuchaba era el tictac de su reloj. Abrió los ojos y vio de nuevo el agua debajo de él. «Si lograra soltar mis manos —pensó—, podría arrancar el dogal de mi cuello y saltar al río. Si me lanzase de cabeza podría evadir las balas y, nadando vigorosamente, llegaría a la ori lla, me internaría en el bosque y escaparía a casa. Gracias a Dios mi casa aún está por fuera de su territorio; mi esposa y mis pequeños aún están más allá del más lejano avance del invasor». A medida que estos pensamientos, que aquí deben ser fijados en palabras, fueron proyectados con la velocidad del relámpago en el cerebro del condenado, más que germina
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dos allí por cuenta propia, el capitán asintió en dirección al sargento. El sargento dio un paso a un lado.
II Peyton Farquhar era un hacendado poderoso de una antigua y muy honorable familia de Alabama. Teniendo esclavos a su nombre y estando, al igual que otros dueños de esclavos, involucrado en política, era, naturalmente, uno de los secesionistas originales, y ardiente devoto de la causa sureña. Ciertas circunstancias de naturaleza imperiosa, que sería innecesario relatar aquí, le habían impedido prestar servicio al gallardo ejército que combatió en las desastrosas campañas que terminaron con la caída de Corinth, y ofuscado por esa ignominiosa restricción, ansiaba la liberación de sus energías, la vida más noble del soldado, la oportunidad de destacarse. No obstante, sentía que tal oportunidad vendría a su debido tiempo, como le llega a todos en época de guerra. Mientras tanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde si había de realizarlo a favor del Sur, ninguna aventura de masiado peligrosa para llevar a cabo si era compatible con su temperamento de civil que en el corazón era soldado, y que con buena fe y sin demasiada reserva aprobaba al menos una parte del dictamen francamente villano de que todo vale en el amor y en la guerra. Una tarde, Farquhar y su esposa se hallaban sentados en una banca rústica cercana a la entrada de sus tierras, cuando un soldado vestido de gris cabalgó hasta el portal y pidió un trago de agua. La señora Farquhar saltó a sus pies cual bailarina, gustosa de poder servirle con sus propias manos blancas. Mientras traía el agua, su esposo se dirigió Un suceso en el puente sobre el río Owl • 15
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al caballero polvoriento e inquirió ansiosamente sobre las novedades del frente. —Los yanquis están reparando los ferrocarriles —dijo el hombre—, y se preparan para un nuevo avance. Han llegado hasta el puente del río Owl, lo han arreglado, y construyeron una empalizada sobre la orilla norte. El comandante ha dado una orden, que ha sido fijada en todas partes, declarando que cualquier civil que sea encontrado interfiriendo con el ferrocarril, sus puentes, túneles o trenes, será ahorcado sumariamente. Yo vi la orden. —¿A qué distancia queda el puente del río Owl? —pre guntó Farquhar. —A unos cincuenta kilómetros. —¿Hay tropas a este lado del río? —Únicamente un puesto de guardia a unos ochocientos metros, sobre el ferrocarril, y un solo centinela a este lado del puente. —Suponiendo que un hombre, un civil aspirante a la horca, lograra eludir el puesto de guardia y tal vez, hacer de las suyas con el centinela —dijo Farquhar, sonriendo—, ¿qué lograría? El soldado reflexionó: —Yo estuve allí hace un mes —replicó—. Observé que la creciente del invierno pasado apiló una gran cantidad de troncos contra el soporte de madera a este lado del puente. Ya se han secado y quemarían como estopa. La dama trajo el agua, que bebió el soldado. Le dio las gracias ceremoniosamente, hizo una inclinación hacia el
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esposo y se marchó. Una hora más tarde, después de la caída de la noche, volvió a pasar por el lado de la plantación, con destino hacia el norte, dirección desde la cual había venido. Era un explorador del ejército federal.
III A medida que Peyton Farquhar caía en picada a través del puente, perdió la conciencia, quedando como un hombre ya muerto. De esta condición fue despertado —siglos enteros más tarde, le pareció— por el dolor de una presión cortante en la garganta, seguida de una sensación de asfixia. Ago nías punzantes, desgarradoras, parecían dispararse cuello abajo por cada fibra de su cuerpo y sus extremidades. Estos dolores relampagueaban por líneas de ramificación bien definidas y palpitaban con una periodicidad inconcebible mente rápida. Parecían corrientes de fuego pulsante, que lo escaldaban hasta una temperatura intolerable. En cuanto a su cabeza, no era consciente de nada más que de un sen timiento de llenura, de congestión. Estas sensaciones no venían acompañadas del pensamiento. La parte intelectual de su naturaleza ya había sido borrada; solo podía sentir, y sentir era un tormento. Tenía conciencia del movimiento. Sumido en una nube luminosa, de la cual él era ahora el corazón candente apenas, sin sustancia material, se mecía como un amplio péndulo, entre impensables arcos de os cilación. Entonces, de repente, con terrible brusquedad, la luz en torno suyo se disparó hacia arriba con el sonido de un fuerte chapoteo; un rugido pavoroso llenó sus oídos, y todo fue frío y oscuridad. Recobró el poder del pensamiento; sabía que la soga se había roto y que él había caído al río. No hubo estrangulación adicional; el dogal alrededor de su
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cuello ya lo estaba asfixiando, y mantenía el agua por fuera de sus pulmones. ¡Morir por la horca en el fondo de un río! La idea le pareció risible. Abrió los ojos en la oscuridad y vio sobre su cabeza un resplandor de luz, ¡pero qué distante, qué inalcanzable! Seguía hundiéndose, pues la luz se hizo más y más tenue, hasta que no fue más que un vislumbre trémulo. Luego el resplandor comenzó a crecer y avivarse, y entonces supo que su cuerpo ascendía hacia la superficie; lo supo con reticencia, pues comenzaba a estar muy cómodo. «Ser ahorcado y ahogado —pensó—. No está tan mal, pero no quisiera que me dispararan. No; no permitiré que me disparen; eso no es justo». o fue consciente del esfuerzo, pero un dolor lancinante N en sus muñecas le informó que intentaba liberar sus manos. Dirigió su atención hacia el forcejeo, como un paseante podría observar la hazaña de un malabarista, sin interés por el resultado de la acción. ¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué magnífica, qué sobrehumana fuerza! ¡Ah, fue un acto inolvidable! ¡Bravo! El cordel se perdió de vista; sus brazos se abrieron y flotaron hacia arriba, con las manos apenas tenuemente visibles a lado y lado de la luz creciente. Las observó con renovado interés a medida que la primera, y luego la segunda, se abalanzaron sobre el dogal, rasgándo lo y lanzándolo salvajemente a un lado; sus ondulaciones semejaban las de una culebra de agua. «¡Devuélvanlo, de vuélvanlo!», pensó que gritaba estas palabras a sus manos, pues al despojamiento del dogal le había seguido la punza da de dolor más escalofriante que hubiese experimentado hasta el momento. Su cuello ardía con un dolor horrible; su cerebro estaba en llamas; su corazón, que hasta entonces revoloteaba débilmente, dio un gran salto, en un intento de salirse a la fuerza por la boca. ¡Una angustia insoportable lo Un suceso en el puente sobre el río Owl • 19
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atormentaba, agarrotando su cuerpo entero! Pero sus manos desobedientes hicieron caso omiso de la orden. Golpeaban el agua vigorosamente con rápidos movimientos descendentes, que lo empujaban hacia la superficie. Sintió que su cabeza emergía; la luz del sol cegó sus ojos; su pecho se expandió convulsivamente, y con suprema y soberana agonía sus pul mones tragaron una gran bocanada de aire, ¡que él expulsó de inmediato con un alarido! Ahora estaba en completo dominio de sus sentidos. De hecho, estos eran de una agudeza y atención sobrenatural. Algo en la espantosa perturbación de su sistema orgánico los había exaltado y refinado a tal grado que registraban cosas nunca antes percibidas. Sentía las ondas del agua sobre su rostro y escuchaba sus sonidos individuales a medida que le golpeaban. Miró el bosque a la orilla de la quebrada; uno a uno, vio los árboles, las hojas y las venas de cada hoja. Vio los insectos posados encima: langostas, moscas de cuerpo brillante, arañas grises que extendían sus telas de rama en rama. Advirtió los colores prismáticos de todas las gotas de rocío sobre un millón de hojas de hierba. El zumbido del jején danzando sobre el río arremolinado, el batir de alas de las libélulas, los golpes de pata de las arañas de agua como remos que hubieran levantado su barca: todo ello producía música audible. Un pez se deslizó bajo sus ojos, y escuchó el filo de su cuerpo partiendo el agua. Había ascendido a la superficie mirando corriente abajo; de un momento a otro el mundo visible pareció rotar lenta mente a su alrededor —él mismo era el eje—, y vio el puente, el fortín, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos. Eran siluetas contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalando hacia él. El
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capitán había desenfundado su pistola, pero no disparó; los demás estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horrendos; sus formas gigantescas. Súbitamente escuchó una detonación aguda y algo gol peó pulcramente el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicando su rostro de espuma. Escuchó una segunda de tonación y vio a uno de los centinelas con su rifle a la altura del hombro; una nube ligera de humo azul se elevaba de la boca del arma. El hombre en el agua vio el ojo del hombre en el puente, mirándolo fijamente por entre la mira del rifle. Observó que era un ojo gris y recordó haber leído que los ojos grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos los tenían de ese color. Este, sin embargo, falló. Un remolino en dirección contraria atrapó a Farquhar y le dio media vuelta; de nuevo pudo ver el bosque en la orilla opuesta al fortín. Ahora, el sonido de una voz clara y cortante en monótono sonsonete resonó a sus espaldas, atravesando el agua con tal nitidez que penetró y subyugó todos los demás sonidos, incluso el batir de las ondas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, había frecuentado suficientes campamentos como para conocer el horripilan te significado de aquel sonsonete deliberado, arrastrado, aspirado; en la orilla, el teniente se incorporaba al trabajo matinal. Qué fría y despiadadamente —con qué regulada y pausada entonación que auguraba y obligaba serenidad en los hombres—, con qué intervalos perfectamente medidos caían aquellas crueles palabras: —¡Atención compañía! … ¡Armas al hombro! … ¡Prepa ren! … ¡Apunten! … ¡Fuego! Farquhar se zambulló, se zambulló tan profundo como pudo. El agua rugió en sus oídos como la voz del Niágara Un suceso en el puente sobre el río Owl • 21
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y sin embargo escuchó el trueno atenuado de la descarga; luego, regresando hacia la superficie, encontró brillantes partículas de metal, singularmente aplastadas, que oscilaban hacia el fondo lentamente. Algunas le rozaban el rostro y las manos, para luego caer, continuando su descenso. Una de estas se alojó entre su cuello y el de su camisa; sintió su tibieza molesta y se la sacudió rápidamente. Al asomarse a la superficie, luchando por respirar, se dio cuenta del largo tiempo que había permanecido bajo el agua; sin duda había avanzado corriente abajo y estaba más cerca de estar a salvo. Los soldados ya terminaban de recargar sus armas. Las baquetas metálicas relampaguearon a un mismo tiempo bajo la luz del sol a medida que fueron retiradas de los cañones, viradas en el aire e introducidas con fuerza en sus vainas. Los dos centinelas dispararon de nuevo, por separado y de manera infructuosa. El fugitivo vio todo esto por encima del hombro; ahora nadaba vigorosamente con la corriente. Su mente estaba tan enérgica como sus brazos y sus piernas; pensaba con la velocidad del rayo. «El oficial no cometerá el mismo error de rigorista dos veces —razonó—. Es tan fácil esquivar una descarga como un tiro solitario. Lo más seguro es que ya haya dado la orden de disparar a discreción. ¡Dios me ayude, pues no podré esquivarlos todos!». Un chapoteo atronador a dos metros de él, fue seguido por un sonido fuerte y raudo, en diminuendo, que pareció retornar por el aire hasta el fortín, y murió en una explosión que sacudió hasta las profundidades del mismo río. ¡Una lámina de agua ascendente se dobló sobre él, cayéndole encima, cegándolo, estrangulándolo! El cañón había en
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trado en el juego. A medida que sacudía su cabeza para liberarla de la conmoción causada por el latigazo del agua, escuchó zumbar el tiro desviado por el aire al frente, y en un instante, este rajaba y despedazaba las ramas del bosque más allá. «No volverán a hacer eso —pensó—; la próxima vez, usarán una descarga de metralla. Debo vigilar el cañón; el humo me avisará. La detonación llega demasiado tarde, se rezaga tras el proyectil. Es un buen cañón». Súbitamente sintió que daba vueltas y más vueltas; giraba como un trompo. El agua, las orillas, los bosques —el puen te, el fortín, el pelotón, ya distantes—: todo se confundía y desdibujaba. Los objetos eran representados únicamente por sus colores; trazos circulares y horizontales de color, eso era todo lo que veía. Había sido atrapado por un remolino y viraba con una velocidad de avance y de rotación que le producía mareo y náuseas. Unos instantes más tarde, fue arrojado sobre la grava, al pie de la orilla izquierda del río —la orilla sur—, detrás de una saliente de tierra que lo ocultaba de sus enemigos. La repentina detención de su movimiento, la raspadura de una de sus manos contra la grava, lo hicieron volver en sí, y lloró de felicidad. Hundió los dedos en la arena, la arrojó sobre sí mismo a manotadas y la bendijo en voz alta. Parecía estar conformada por diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en alguna cosa bella a la que no se pareciera. Los árboles sobre la orilla eran gigantescas plantas de jardín; advirtió un orden definido en su disposición, aspiró la fragan cia de sus capullos. Una extraña luz rosácea irradiaba por los espacios entre los troncos, y el viento producía en las ramas la música de arpas eólicas. No sintió deseos de ultimar su fuga; estaba satisfecho de permanecer en aquel sitio encantador hasta que lo volvieran a capturar. Un suceso en el puente sobre el río Owl • 23
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Un silbido y traqueteo de metralla entre las ramas más altas sobre su cabeza lo sacudieron de su ensueño. El des concertado artillero le disparó una despedida arbitraria. Él se levantó de un salto, arrancó a correr pendiente arriba y se internó en el bosque. Anduvo todo ese día, siguiendo el curso del sol. El bosque parecía interminable; no encontraba un claro, ni siquiera un camino de leñador. No sabía que viviera en una región tan salvaje. Aquella revelación tenía algo de sobrenatural. Llegada la noche estaba agotado, con los pies doloridos, muerto de hambre. El recuerdo de su esposa y sus hijos lo instaba a seguir. Al fin encontró un sendero que lo condujo en la que sabía era la dirección correcta. Era ancho y recto como una calle de ciudad, y sin embargo, parecía intransi tado. No estaba bordeado por sembrados; no se veían casas por ningún lado. Ni siquiera el ladrido de un perro sugería presencia humana en la zona. Los cuerpos negros de los árboles formaban muros rectos a lado y lado, que en el hori zonte se unían en un solo punto, como un diagrama de una lección de perspectiva. Sobre su cabeza, mientras alzaba la mirada a través de la abertura en el bosque, brillaban enor mes estrellas doradas; se veían desconocidas y agrupadas en extrañas constelaciones. Estaba seguro de que habían sido dispuestas en un orden cuyo significado era secreto y maligno. A lado y lado, el bosque estaba lleno de sonidos singulares, entre los cuales —una, dos, y más veces— oyó claramente susurros en una lengua desconocida. El cuello le dolía, y al acercar la mano, lo encontró terri blemente hinchado. Sabía que tenía un círculo negro donde lo había magullado la soga. Sentía los ojos congestionados; ya no los podía cerrar. Su lengua estaba hinchada de sed; la
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alivió de su fiebre lanzándola por entre los dientes al aire frío. ¡Qué suave césped había tapizado la avenida intransitada! ¡Ya no podía sentir el camino bajo sus pies! Sin lugar a dudas, a pesar del sufrimiento, se había que dado dormido mientras andaba, pues ahora ve otra escena. Quizá solo se ha recuperado de un delirio. Está parado ante el portón de su propia casa. Todo está como él lo dejó, y todo es brillante y hermoso bajo la luz del sol de la mañana. Debe haber viajado la noche entera. A medida que abre el portón, y avanza por el camino amplio, blanco, ve el revoloteo de prendas femeninas; su esposa, fresca y dulce y serena, baja los escalones de la veranda para recibirlo. Al pie de los escalones lo espera con una sonrisa de alegría inefable, con una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Ah, qué bella es! Él salta hacia ella con los brazos extendidos. Cuando está a punto de estrecharla siente un golpe aturdidor en la nuca; una luz blanca, enceguecedora, destella en torno suyo con un sonido como el fragor de un cañón. ¡Luego, todo es oscuridad y silencio! Peyton Farquhar estaba muerto; su cuerpo, desnucado, se mecía suavemente de lado a lado bajo las vigas del puente del río Owl.
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