Relatos Inesperados

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RELATOS INESPERADOS

O. Henry Selecciรณn, traducciรณn y prรณlogo Felipe Escobar


1. La derrota de la ciudad La llegada de Robert Walmsley a la ciudad resultó ser parecida a esas peleas de gatos que, según la fábula irlandesa, se devoran los unos a los otros hasta no quedar de ellos más que la cola. De la pelea salió victorioso, con fortuna y con reputación, pero la ciudad se lo tragó. Le dio lo que pedía y luego lo marcó con su sello. Lo cortó, lo cepilló, lo remodeló, le abrió sus puertas y lo recluyó en el encierro donde pasta el rebaño selecto de los rumiantes. Y gracias a su manera de vestirse, a sus hábitos, a su comportamiento, a su provincianismo, a su rutina y a su estrechez mental, adquirió esa insolencia encantadora, esa irritante plenitud, esa sofisticada estupidez y ese aplomo sobrevalorado que distinguen a los caballeros de Manhattan, tan deliciosamente pequeños en su grandeza. Uno de los condados rurales del norte de Nueva York se enorgullecía de haber sido el lugar de nacimiento del joven y exitoso jurisconsulto metropolitano. Seis años atrás, los vecinos del condado habían removido la paja que colgaba de sus dientes manchados de arándano y habían emitido una burlona carcajada cuando se enteraron de que Bob, el hijo pecoso del viejo Walmsley, cambiaba las tres comidas diarias de la granja paterna, donde no había sino un caballo, por los esporádicos almuerzos de mostrador que come la gente en la metrópoli. Al final del sexto año, sin embargo, no había juicio por asesinato, celebración promocional, accidente automovilístico o baile

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de importancia que estuvieran completos si no figuraba en ellos el nombre de Robert Walmsley. Los sastres lo abordaban en la calle para ver si encontraban una arruga en sus impecables pantalones. Los socios de los clubes elegantes y los miembros de las viejas familias con problemas legales se alegraban de poderIe dar palmadas en la espalda para luego saludarIo con las tres letras de su nombre: Bob. Pero su Matterhorn, la montaña más alta del éxito de Robert Walmsley, solo fue escalada cuando se casó con Alicia Van Der Pool. Hablo del Matterhorn, la famosa cumbre que se alza en la frontera entre Suiza e Italia, porque así de alta, fría y blanca, además de inaccesible, era esta hija de una renombrada familia neoyorquina. Los Alpes sociales que se elevaban a su alrededor, cuyos riscos habían tratado de escalar decenas de admiradores, apenas le llegaban a la rodilla. Ella presidía su propia atmósfera: serena, casta, orgullosa, no se preocupaba por cuidar las fuentes, no comía micos y no criaba perros para llevar a exposiciones caninas. Ella era una Van Der Pool. Las fuentes se habían hecho con el propósito de que el agua jugara para ella; los micos se habían hecho para que les sirvieran de ancestros a otras personas, y los perros, según tenía entendido, habían sido creados por Dios para ser los compañeros de los ciegos y de ciertos personajes, no muy recomendables, que fumaban pipa. Este era el Matterhorn que Robert Walmsley había logrado conquistar. Si se había dado cuenta, como el poeta de genio juguetón y pelo artificialmente rizado, de que aquel que asciende a la cima de la montaña encuentra que los picos más lejanos están envueltos en nubes y cubiertos de nieve, ocultaba sus escalofríos debajo de un valeroso y sonriente exterior. Era un hombre con suerte y lo sabía, aunque estuviera imitando al muchacho espartano que guarda bajo su camisa un refrigerador que le hiela la región del corazón.


Después de un breve viaje de luna de miel por algunos países extranjeros, la pareja regresó para suscitar una decidida ondulación en la cisterna tranquila (tan plácida, tan fría y tan sin sol) de la mejor sociedad de Nueva York. Entretenían a sus amistades en un mausoleo de ladrillo que yergue su antigua grandeza en una vieja plaza que parece un cementerio de glorias marchitas. Robert Walmsley se sentía orgulloso de su esposa, y mientras saludaba a sus invitados con una mano, con la otra se aferraba a quien era al mismo tiempo su mujer, su bastón alpino y su termómetro. Un día Alicia encontró una carta que le había escrito a Robert su señora madre. Se trataba de una carta poco erudita, llena de amor maternal y de noticias acerca de la granja y sus cosechas. Hablaba de la salud del cerdo y del ternero pardo que acababa de nacer, y le preguntaba a su hijo cuándo iba a regresar a casa. Era una carta que venía directamente de la tierra, del calor del hogar, plagada de biografías de abejas, de cuentos acerca de los nabos, de himnos de alegría por los huevos recién puestos, de padres desairados y de cómo caían de los manzanos las manzanas secas. —¿Por qué no me mostraste la carta de tu madre? —preguntó Alicia. En su voz había siempre algo que hacía pensar en los prismáticos que se utilizan en la ópera, en las cuentas que llegan de Tiffany’s, en los trineos que se deslizan suavemente por el camino que va de Dawson a Forty Mile, en el tintineo de los prismas colgantes de los candelabros heredados de la abuela, en la nieve que yace sobre el techo de un convento, en el sargento de la policía que se niega a otorgar una fianza. —Tu madre —continuó diciendo Alicia— nos invita a que la visitemos en la granja. Yo nunca he visto una granja. Iremos por una o dos semanas, Robert. ¿Te parece? —Así lo haremos —respondió su marido—, con el aire del miembro de la Corte Suprema de Justicia que

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de pronto se muestra de acuerdo con la opinión de un colega. No te había mencionado la carta de mi madre porque pensé que no te interesaba ir. Me complace mucho que hayas decidido hacerlo. —Se la contestaré yo misma —respondió Alicia con un leve presagio de entusiasmo—, y le diré a Félice que empaque mis maletas de inmediato. Siete, creo, serán suficientes. Supongo que tu madre no recibe mucho. ¿Hace con frecuencia fiestas en su casa? Robert se levantó y, como buen abogado de asuntos rurales, profirió un fallo negativo contra seis de las siete maletas. Trató de definir, enunciar, representar, elucidar y describir lo que era una granja. Sus propias palabras sonaron extrañas ante sus oídos, ya que no se había dado cuenta de lo profundamente urbanizado que se había vuelto. Al cabo de una semana se bajaron del tren en una pequeña estación rural situada a cinco horas de la ciudad. Un joven sonriente, estentóreo y sarcástico, que conducía una carreta tirada por una mula, saludó a Robert de manera bastante ruidosa. —¡Hola, señor Walmley! Al fin encontró el camino de regreso, ¿no? Siento no haber traído el automóvil, pero papá lo está utilizando para pasarle la lengua a la parcela de los tréboles. Espero que me disculpes por no haberme puesto el vestido apropiado para venir a recibirte. Todavía no son las seis, ¿sabes? —Quiero que sepas que me alegra verte, Tom —dijo Robert mientras estrechaba la mano de su hermano—. Y sí, al fin encontré el camino de regreso. La última vez que vine fue hace dos años, pero de ahora en adelante vendré con más frecuencia, muchacho. Alicia, tan fría como un fantasma ártico y tan blanca como una doncella escandinava, apareció en la esquina de la estación bajo el parasol de endebles y ondulantes encajes de muselina que llevaba en la mano, y


Tom fue despojado de su seguridad en sí mismo. Sus raídos bluyines se volvieron el blanco de las miradas de ella, y en el camino hacia la granja solo le confió a la mula la intimidad de sus pensamientos. Hicieron el trayecto sin afán. El sol derrochaba sus rayos de oro sobre los afortunados campos de trigo. La ciudad había quedado lejos, muy lejos. El sendero serpenteaba por el bosque, el valle y la colina como si fuera una cinta que se hubiera caído del traje del verano. El viento los seguía como un potro quejumbroso que corriera tras las huellas de los corceles de Febo. Al rato se asomó la casa de la granja por entre las ramas de su fiel arboleda. Vieron el largo camino bordeado de nogales que iba desde la carretera hasta el pórtico. Aspiraron el olor de las rosas salvajes y el aliento de los sauces húmedos a orillas del riachuelo. Y entonces, al unísono, todas las voces de la tierra comenzaron a cantar una canción que iba dirigida al alma de Robert Walmsley. Las que provenían de los parajes entoldados del bosque le llegaban huecas; otras golpeaban y zumbaban por entre la hierba seca; otras trinaban desde el chapoteo del agua en los bajos del riachuelo; otras traían sus claras notas de gaita desde las praderas lejanas; el chotacabras se unía al concierto mientras perseguía en las alturas a las moscas enanas; las pesadas campanas de las vacas emitían un acompañamiento familiar, y todas y cada una de las voces parecían querer decirle lo mismo: “Al fin encontraste el camino de regreso, ¿no?”. Las hojas, los capullos y las flores le hablaban en el antiguo vocabulario de su indolente juventud. Las cosas inanimadas, las piedras y las vallas familiares, las puertas y los surcos, los techos y las curvas del camino tenían su elocuencia, también, y su poder de transformación. El pueblo le había sonreído y él había sentido

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su aliento, y su corazón lo había transportado hasta los tiempos idos de su viejo amor. La ciudad estaba lejos, muy lejos. Este atavismo rural se apoderó de Robert Walmsley y lo poseyó. Algo raro que notó en relación con ello fue que Alicia, sentada a su lado, le pareció de pronto una persona extraña, que no pertenecía a esta fase recurrente de sus sentimientos. Nunca antes le había parecido tan remota, tan falta de color y tan ausente, tan intangible y tan irreal. Y sin embargo, nunca antes la había admirado más que cuando se sentó a su lado en la desvencijada carreta, concordando con su estado de ánimo y con el medio ambiente que la rodeaba casi tanto como el Matterhorn concuerda con el jardín de coles de un campesino. Aquella noche, cuando terminaron los saludos y la cena, la familia entera, incluido Buff, el perro amarillo, se reunió en el pórtico. Alicia, no altiva pero sí silenciosa, se sentó al lado de su esposo, envuelta en un exquisito vestido del color del té verde, mientras su suegra la aleccionaba alegremente acerca de cómo había que preparar la mermelada de naranja amarga para que ayudara a calmar los dolores del lumbago. Tom se acurrucó en la parte de arriba de las escaleras. Las hermanas Millie y Pam ocuparon los escalones de abajo, para estar más cerca de las luciérnagas. La madre acomodó su humanidad en la mecedora. El padre se dejó caer en el gran sillón, al que por desgracia le faltaba un brazo, y Buff se echó en la mitad del pórtico, en donde incomodaba a todo el mundo. Los invisibles duendes y demonios de la noche clavaban afiladas flechas en la memoria y en el corazón de Robert, y una especie de locura silvestre le impregnó el alma. La ciudad estaba lejos, muy lejos. El padre no tenía su pipa y retorcía los pies en sus pesadas botas, que se había puesto en calidad de sacrificio a las normas de la cortesía. Robert le lanzó una


mirada de desaprobación, como diciéndole “¡No, no tienes que hacerlo, viejo!”. Le alcanzó la pipa, se arrodilló para quitarle las botas y, al agarrarlas por los talones, se resbaló, tropezó con Buff, que aulló asustado, y cayó de espaldas escaleras abajo. Tom no pudo reprimir un apunte sarcástico, y Robert se quitó la chaqueta y la tiró al suelo. —¡Ven aquí, maldito marinero de agua dulce —le gritó a Tom—, y ya verás cómo te hago morder el polvo! Creo recordar que hace un rato me llamaste “petimetre”. ¡Ven aquí y prepárate! Tom entendió la invitación y la aceptó con gusto. Tres veces se trenzaron en una rabiosa lucha sobre el pasto, hombro contra hombro, como un par de gigantes encima de una colchoneta, y en dos ocasiones fue Tom, debido a la fuerza del distinguido abogado, el que tuvo que morder el polvo. Con el pelo revuelto, jadeantes y cada cual alardeando de su propia habilidad, reanudaron la pelea y cayeron sobre las escaleras del pórtico. Millie se permitió una reflexión impertinente acerca de las cualidades de su hermano citadino. En un instante, Robert capturó a un horrible saltamontes y lo arrojó sobre ella, quien gritó despavorida y huyó por el camino de la portada, perseguida por la sombra vengadora de su hermano. Después de corretear un rato regresaron, ella llena de palabras elogiosas para el victorioso “petimetre”, al que la manía rústica parecia no darle tregua. —¡De ustedes dos, lentos provincianos, no se hace un buen vaquero! —proclamó vanagloriándose—. ¡Traigan a sus perros, a sus peones y a sus escuderos! Parándose en las manos, ejecutó sobre la hierba una serie de volteretas que empujaron a Tom a proferir varios comentarios irónicos. Y luego, con un ¡hurra! que se oyó bien lejos, se dirigió a la parte de atrás de la casa, donde continuó la algarabía, y al rato regresó con el Tío Ike, un criado negro y ya bastante avejentado

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que vivía con la familia y que además tocaba el banjo. Esparció arena sobre el piso del porche, bailó una canción titulada “El pollo en la bandeja del pan”, y durante más de media hora protagonizó distintos brincos y otras maravillas aladas. Hizo cosas increíblemente bulliciosas y poco comedidas. Cantó canciones de amor, contó historias que hicieron reír a todo el mundo a carcajadas, con la notoria excepción de Alicia, y luego comenzó a imitar a los palurdos y a los bromistas destripaterrones. Estaba loco, loco con el revivir de la vieja vida en su sangre. Se volvió tan extravagante que su madre tuvo que llamarle gentilmente la atención. Alicia intentó decirle algo, pero se contuvo. Durante todo el espectáculo había permanecido inmóvil, sentada en la oscuridad como un esbelto espíritu blanco cuyos pensamientos ningún hombre podía cuestionar o siquiera leer. Con la disculpa de que se sentía cansada, al cabo de unos minutos pidió permiso para retirarse a su habitación. En el camino se cruzó con Robert, quien estaba parado en el umbral de la puerta con su figura de vulgar comediante, el pelo ensortijado, la cara rojiza y la ropa deshecha. No había trazo en el del inmaculado Robert Walmsley, socio de varios clubes y ornamento de los círculos selectos. Se encontraba ejecutando un truco de prestidigitador con unos cuantos utensilios domésticos, y la familia, que lo rodeaba embelesada, le agradecía su presencia con devota admiración. Al pasar Alicia junto a él, Robert comenzó a ejecutar el truco, olvidándose de su presencia, y ella subió las escaleras sin mirarlo. La diversión se hizo más tranquila, y luego de una hora de conversaciones desperdigadas, sobre esto y sobre aquello, Robert también se retiró a descansar. Su esposa se hallaba junto a la ventana cuando entró a la habitación. Vestía la misma ropa que tenía cuando estaba en el porche, y afuera, acaparando casi


toda la visión de la ventana, se extendían las ramas de un gigantesco manzano florecido. Robert suspiró y se acercó a la ventana. Se sentía preparado para encontrarse con su destino. “Nunca dejarás de ser un grosero exponente del vulgo”, adivinó el veredicto de la justicia que le trazarían las rígidas líneas de una Van Der Pool. Él no era más que un campesino juguetón y rústico que se divertía indecorosamente en el valle, y la cumbre pura, blanca y congelada del Matterhorn no podía sino fruncirle el ceño. Sus propias acciones lo habían desenmascarado. El pulimento, el porte y la forma que le había impreso la ciudad habían caído de él como caen los manteles mal puestos al primer embate de la brisa campestre. Y como era su deber, esperó la condena que se aproximaba. Robert --dijo la voz calmada y fría de su mujer, pensé que me había casado con un caballero. Sí, ya venía la condena. Y sin embargo, enfrentado a ella, Robert Walmsley miraba ansiosamente una cierta rama del manzano a la cual solía saltar de niño desde aquella misma ventana. Creyó que lo podía hacer ahora. Se preguntó cuántas manzanas florecidas habría en el árbol. ¿Diez millones? Y entonces oyó que le hablaban de nuevo: —Pensé que me había casado con un caballero —repitió la voz de su esposa. ¿Pero por qué se le acercaba y se paraba a su lado? —No obstante, descubrí que me he casado —¿era Alicia la que estaba hablando?— con algo mucho mejor que un caballero. Descubrí que me he casado con un hombre, Bob. ¿Podrías darme un beso? Y sí, la ciudad estaba lejos, muy lejos. (Tomado del libro The Voice of the City, 1908)

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