Los niños dorados

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Los niños dorados

Sonya Hartnett Traducción Juan Pablo Mojica


A mis hermanas y hermanos


Capítulo 1

Con su padre siempre hay un truco: la verdad es suficiente para hacer que Colt retroceda. Siempre hay un poco de crueldad, un túnel desagradable por el que hay que arrastrarse antes de que lo bueno comience: aquí tienes un regalo, pero primero debes adivinar el color. El primer instinto de Colt es advertirle a su hermano —Bastian, no— como si estuviera por caer a un desfiladero o a un turbio sumidero, pero al hacerlo puede dejarlo varado, solo, como alguien que ha caído fuera de borda en la noche y ve el barco alejarse lleno de juerguistas. Su madre, con una voz llena de espanto contenido, dirá que es solo por diversión. Siendo el mayor, debe adivinar primero, así que dice “Azul”. Su padre niega con la cabeza, feliz. —¡No! ¿Bas? Bastian es algo audaz, todo su mundo es una de esas cocinas plásticas donde las chicas hacen té con pétalos de flores. Duda y dice: —¿Amarilla? —Como si fuera posible que su padre les trajera a sus hijos una bicicleta amarilla. —¡No, otra vez! El padre, más que confundido, está contento con el intento. —¿Colt? Colt entonces siente que se ha quedado sin colores. —¿Verde?


8 —No es verde. Tu turno, Bas. Colt deja caer sus hombros. Mira a su madre, está parada al lado del sillón reclinable de cuero donde se sentaría su padre si no estuviera al lado de la chimenea dirigiendo el juego. Lleva un delantal, como una madre de serie de televisión, y no lo mira; aunque seguramente siente su pesada mirada. Y ocurre de nuevo, como un claro doblar de campanas, el momento espeluznante cuando la verdad surge de las viscosas profundidades hacia la luz del sol: ella podría ignorar a Colt por el resto de sus días si tuviera que elegir entre su esposo y su hijo. Su madre se aferraría con fuerza a la barandilla del bote. Mientras su hermano dice “¿Con lunares?”, Colt, ofuscado, se mira los pies. Se pregunta si esto es en realidad crecer; este desatar la fe, el aislamiento. Tiene apenas doce años, pero no tiene miedo. Tiene edad suficiente. Mira a su hermano, se ríe toscamente y pregunta: —¿Con lunares, Bas? Bastian levanta el rostro. —¿Por qué no? —¿Alguna vez has visto una bicicleta con lunares? Quiero decir, de muchos colores… Colt niega con la cabeza, su hermano es increíble. —No tiene lunares. —¿Quién sabe? —dice su padre tambaleándose—. ¿Quién sabe lo que es posible? Pero no tiene lunares. Tu turno, Colt. Colt hurga colores en su cabeza, no puede dar con ninguno que no hayan dicho, siente una indignación que, si tuviera un color, sería un escarlata espeso. —No lo sé. Me rindo.


9 —Si te rindes, quizá no obtengas la bicicleta… —¡No te rindas, Colly! —Bastian salta de puntillas. Colt toma un respiro. Quiere gritarle a su padre que no le importa, que no vale la pena tanta humillación por una bicicleta, que él no es una marioneta sin orgullo. Su madre voltea a verlo, su mirada lo busca a través del agua y lo conmina a que intente de nuevo. Colt pasa saliva, como si se tratara de aire helado y agua salada, ella ni siquiera reconoce su negativa a compartir la afrenta. “No importa”, quiere gritar. “Puedo estar solo”. Todavía no tiene el coraje, pero lo tendrá. —¿Negra? —No es negra. Bastian. —¡Ah, ya sé, papá! ¿Morada? —Morada no es. ¿Colt? —Roja —dice Colt. —No es roja. ¡Está difícil! Te toca, Bas. —¿Es marrón? —pregunta el chico. —Lo siento, Bas, no es marrón. ¿Colt? Esto no puede seguir toda la noche, pero amenaza con que así suceda. Ha llegado el momento de sacar el cuchillo. Colt clava los dedos de los pies en la alfombra y piensa en todas las bicicletas que ha visto. En su colegio —ya parece un lugar de hace eras atrás, aunque si regresara ahora sus amigos apenas lo habrían extrañado, estarían abiertos libros que le son familiares, los mismos papeles estarían fijados en las carteleras de los corredores, sería como si nunca se hubiera ido—, los chicos enganchan sus bicicletas al bicicletero metálico, colocándolas como caballos esqueléticos de carrusel con sus ruedas delanteras elevadas del suelo. Bicicletas caras, todas, y aunque no sean


10 las más costosas, serían las de moda, de ruta, con manillares curvos y ruedas tan delgadas como un plato. Colt y Bastian ya tenían, de hecho, una de esas cada uno, elegantes velocípedos que en ese momento estaban a salvo en el cobertizo y en perfecto estado, pues su padre les hacía mantenimiento. Dos chicos, dos bicicletas, no faltaba esta misteriosa tercera; pero su padre los sofocaba con regalos, no había nada que los hermanos no recibieran. Todo lo que tenían debía ser lo más grande, lo mejor, aquello que más brillara. De repente, convencido, Colt dice: —Plateada. Y aunque está seguro de que su padre debe gritar “¡Sí! ¡Plateada!”, lo que de hecho dice, sin señal alguna de cansancio, es: —No es plateada. ¿Bassy? La frustración aumenta con locura antes de que Colt pueda aplastarla. —¡Papá! ¡Ya dinos! ¡Bastian no puede adivinar más! —Claro que puede… —Yo puedo. —¡No! —aúlla Colt—. Solo dilo. —¿Es verde? Es verde… —¡Pero ya dijiste verde! —¡Era otro tipo de verde! Papá, ¿es verde? No, ¿anaranjada? ¿Es naranja? Colt golpea su rostro con sus manos. Oye a su madre reír compasiva, pero su simpatía es inútil, insultante, una hoja lanzada al océano. Siente calor en sus manos, falta aire en la sala donde el sol ha dado toda la tarde gracias a la inmensa ventana. Las paredes de la casa están recién pintadas en un tono crema arenoso, y huele como si algo


11 plástico hubiera sido sacado de una caja de cartón después de mucho tiempo. De la alfombra recién instalada se eleva un olor a químicos y pegante. El olor era distinto cuando vieron la casa por primera vez, el día que le dijeron que sería su nuevo hogar, un olor a papel, como a nido de avispas; las paredes eran azul pálido. Sobre la chimenea se había dispuesto un cercado de llaves, cada una de ellas atada a una etiqueta de cartulina. “Copia de la puerta principal, original del anjeo, puerta lateral, garaje, armario superior del lavadero”: nunca imaginó que una casa pudiera necesitar tantas llaves, como si cada rincón guardara un secreto. Su padre había deslizado las llaves y sus etiquetas en el bolsillo de su chaqueta. Colt no necesita llaves. Su madre no trabaja y cuando sus hijos llegan ella está allí; lo que sea que haya hecho ya está terminado. Ella tiene las llaves del auto y una copia de la llave de la casa. Colt no ha vuelto a ver ninguna de las otras llaves. En la chimenea, su padre se ríe. —¿No es eso sobre lo que andan los carteros, Bas? ¿Bicicletas anaranjadas? ¿Quieres ser un cartero, Bas? Bastian hace una mueca de alegría. —¡Papá! ¡No! —¡Si te diera una bicicleta anaranjada podrías ser cartero! Quizá es así como los carteros se hacen carteros. —¡No seas tonto! “Esas son bicicletas rojas”, piensa Colt con la cara entre las manos; “son bicicletas rojas so… idiota”. Porque en esta noche, cuando las verdades salen a la luz, también ve esto: su padre puede ser absurdo. Ha sido un dios y luego un hombre de milagros y como tal ha parecido un extraño por momentos para Colt, o alguien que desearía que


12 fuera un extraño, pero a lo largo de esta decadente metamorfosis su padre ha permanecido como un hombre con dignidad. Lo absurdo le parece a Colt como el rayón que hace que la aguja que toca el disco salte. Baja sus manos para ver a su padre en esta nueva y difusa luz. Le sorprende que le haya tomado tanto tiempo descubrirlo y se pregunta qué más desconoce. La noche es cálida, pero Colt siente frío. Como si su madre quisiera detener en seco lo que piensa, al fin dice: —La comida está casi lista, Rex. Y quizá incluso su padre está aburrido, como debe aburrir ser el director de circo de semejantes payasos de poco seso: —Está bien —dice retirándose de la chimenea—. Pueden darse por vencidos. Es una tarea imposible para dos chicos inteligentes. La comida está casi lista. Rápido, veamos la bicicleta. Está afuera, en el porche, cerca de la ventana de la sala. Los cuatro se reúnen allí como ovejas en el pesebre, las manos de Bastian se mueven inquietas alrededor de su boca. La bicicleta es una BMX, con anchos manillares cromados como los cuernos de un venado y almohadillas recubiertas con vinilo para proteger el manillar y el marco. Sus neumáticos negros, como alas de cuervo, están densa y profundamente estriados. El angosto sillín apenas si se nota, no fue pensado para que se sienten en él; las empuñaduras son nudosas, los pedales son dentados para mejor agarre. No tiene cambios, pero los cables de frenado se curvan para formar una intrincada antena plateada. No cualquiera tiene una máquina como esta, se trata de una joya recién traída al mundo, y al lado de ella está Colt, sintiendo


13 el calor del deseo. Huele a nuevo, y no hay en el mundo un mejor olor que ese. Pero lo que él ve es el truco escondido en el juego de su padre, las traicioneras algas bajo las olas; y en el momento en que debería estar agradeciendo a su padre, dice: —Es negra. Yo dije que era negra. —Es carbón —su padre lo corrige—. ¿Qué te parece, Bas? Bastian tiene los ojos grandes de un cervatillo, de color caramelo. Hay una especie de nerviosismo en ellos, admiran cuán buena puede ser la vida. —¡Oh, papá! —suspira. —Rex —dice su madre—, los malcrías. —¡Bueno! —exclama el padre apenado—. ¿Por qué no? Han pasado muchas cosas últimamente, casa nueva, escuela nueva, pero ustedes lo han sobrellevado bien, ¿no es así, chicos? No se han quejado. ¿Y qué va mejor con un nuevo vecindario que una nueva bicicleta para recorrerlo? Todos los chicos querrán probarla cuando la vean, ¿cierto? El vendedor de la tienda me dijo que es la que todos quieren. Y Colt, que no sabía que quejarse fuera una opción, pasa sus dedos por el marco brillante de la BMX y se da cuenta de que por eso es de él —pues será él, y no Bastian, quien maneje esta cosa salvaje—, como son de él tantas cosas buenas, y que solo debe pedir para recibir más. Su padre los llena de objetos por los que son envidiados, solo para que él pueda ser el padre de hijos envidiados. Dos chicos, una bicicleta; no es para ellos, es para él. Es oscura esta idea, le parece como algo sin encanto que cambia de posición, algo que lo ve a él, pero que él no logra ver. Deja caer su mano.


14 —¿Te gusta? —le pregunta su padre. —Me encanta —dice Bastian con sinceridad. —Es grandiosa —dice Colt mirando a su padre cuya figura contrasta con el cielo blanco y los últimos rayos del sol—. Gracias, papá. —¿Podemos ir a dar una vuelta, papá? —Daremos una vuelta para probarla después de la cena —dice Rex—. Y tienen todo el fin de semana por delante, ¿cierto? Mucho tiempo. Cena primero, luego a divertirse. Le da vueltas a su hijo menor seguidas de una palmada en el trasero. Bastian, liberado del encanto de esta cosa maravillosa, corre hacia la casa lleno de excitación. Hay un momento fugaz, mientras su padre sigue a su hermano dentro de la casa, en el que Colt atrapa la mirada de su madre. —Yo adiviné el color —dice—. El carbón es negro. —Ve a su madre admitirlo tímidamente con la cabeza. —Ya la tienes —dice—. No armes un drama.


Capítulo 2

Freya K iley ha empezado a ver cosas que no veía antes. Hasta hace poco vivía como cualquier niña: como alguien abandonado en un planeta extraño, forzada a aceptar que así es el mundo. Ser una niña, piensa a la ligera, es como estar en aguas violentas pero poco profundas que lo golpean, hunden y empujan a uno de un lado a otro. Si llega a ser a veces alarmante, también está la playa a la vista. Siempre hay arena bajo tus pies. El problema, sin embargo, es que la arena es arena. Desde donde está, casi puede sentir la manera como el agua se lleva los granos de arena de sus tobillos y sus dedos. Es estúpido confiar en la arena. Y eso es justo lo que eres cuando eres una niña: estúpida. Cuando era más chica, de nueve o diez años de edad, Freya trató de ser pura. La piedad era una de esas cosas raras que las monjas aprobaban en una niña; aún más, parecía que no había otra opción que serlo. Ciertos rasgos caracterizaban este mundo: el sol salía, los perros perseguían a los gatos y Dios permanecía bajo todo, en todos lados, como una alfombra pegajosa. Y Freya trató de amar a ese Jesús que parece un cordero y tiene una ondulante cabellera y exageró la presencia de su ángel guardián. Vivió en pos del nublado Paraíso que le aguardaba al final de su recién comenzada vida. Si esto siempre fue un esfuerzo, si sus pensamientos vagaron una y otra vez, lo asumió


16 porque sabía que la religión era horrorosa. Serpientes que hablan, plagas de ranas, cadáveres que caminan, gente que toma sangre. Un hombre mutilado clavado a unas tablas, su frente atravesada por espinas infecciosas. Y, supervisándolo todo, un espíritu irascible, un viejo demacrado y repulsivo en una bata de hospital, mirando y esperando echarle el diente a una niña al mínimo error que cometa. Un Dios que fue siempre áspero y rara vez justo, que habría arrojado al infierno incluso a un bebé. Ahora tiene más edad y es más lista, comienza a ver que el mundo es un castillo y que los niños viven en una de las habitaciones. Es solo cuando creces cuando te das cuenta de que el castillo es inmenso y tiene incontables pisos falsos, puertas ocultas y túneles subterráneos; que el castillo está embrujado, al punto que se espanta a sí mismo. Y a medida que creces, eres expulsado de la habitación, quieras irte o no. Freya, con urgencia, quiere irse. Una vez atravesada la primera puerta, descubre esto: la razón por la que los ángeles, el Paraíso y el espíritu viejo nunca se quedaron con ella no es porque sean horrorosos, sino porque no eran reales. No hubo un momento especial para esta epifanía, fue más algo que ella nació sabiendo, y este conocimiento ha ido abriéndose paso como una astilla hacia la superficie, y ahora, al fin, está a la vista. Viene acompañada por un sentimiento de vergüenza y dolor, como si hubiera escuchado la última risa a sus espaldas. Freya mira alrededor y ve rostros serios. Nadie se ríe, pero ella puede oírlos. Se sienta, porque ha llegado el momento de sentarse. Cuando el sacerdote deja de hablar, ella se pone de pie. Sus uñas tallan medialunas en la pulida madera del banco.


17 —El corazón es engañoso sobre todas las cosas y deses­perantemente malicioso —dice el sacerdote, mientras lee la Biblia, que es un mamotreto de bordes dorados, un monstruo de libro lleno de monstruosidades. Cuando Freya ve a los feligreses no le parecen maliciosos, eso sería interesante; en cambio, todos se ven aburridos, medio dormidos, un poco enojados. Sus hermanos y hermanas son niños, no son malos, solo irritantes, y si Dios estuviera aquí ella le diría que nadie tiene permiso para decir cosas malas sobre ellos. La iglesia está recién construida con ladrillo color crema y mucho vidrio, el aire es pesado y muy caliente. Tiene una alfombra resistente color marrón con bordes azules. Pretende ser moderna —el crucifijo sobre el altar está hecho de acero industrial, tan intimidante que el mismo Jesús está ausente—, pero el párroco está leyendo las mismas antiguas líneas del mismo viejo libro. Las uñas de Freya se clavan en el banco como si quisiera destruir el sitio y desecharlo. Esta es la última vez, lo jura. Nunca volverá a este lugar. No se dirá más mentiras ni aceptará las mentiras de otros. De ahora en adelante, hará las cosas como se debe. Y cuando por fin termina, el sacerdote se inclina ante el altar y se retira con su fila de niños-patitos hacia la habitación privada, donde las niñas no son bienvenidas. La mañana ha terminado como si hubiera sido guardada en el armario de una persona mayor; pero al menos ahora es libre de irse. Freya quisiera correr a toda velocidad, galopando como un poni, pero no es algo que pueda pasar. El pasillo se llena de feligreses y queda atrapada, debe colarse entre ellos mientras sus hermanos y su madre desaparecen por la puerta. La distancia se agranda como si fuera caramelo derretido, por


18 un momento piensa que nunca volverá a respirar aire fresco. En la puerta queda atrapada por un grupo de gente que se estaciona con la esperanza de ver al sacerdote, como si no lo hubieran visto minutos antes, como si tampoco lo pudieran ver en la cafetería comprando cigarrillos y con sus interiores asomándose, los cuales, si lo desean, también pueden ver colgados del tendedero en el jardín de la casa cural. Le sorprende que con todas estas señales ellos no vean que es solo un ser humano, un hombre con pantalones anchos y malos hábitos, y para el momento en que se ha colado, ha esquivado a la muchedumbre y ve la luz del sol, se siente quemada por el desprecio hacia todos los seres vivos. Todo ese esfuerzo para descubrir que su madre, quien también ha sido enganchada, está parada en el andén al lado del estacionamiento, con Marigold y Dorrie aburridas a su lado y Peter en su coche arqueando su pecho contra las correas. Está hablando, mientras sonríe incómoda, con un hombre, una mujer y dos chicos que Freya no ha visto antes. El sol está más cálido que la última vez que estuvo bajo él, el calor libera vapores del pavimento; los autos dan reversa, la gente está de pie alrededor, los bebés lloran. Trata de escurrirse sin ser vista pero su madre la atrapa —de hecho se abalanza para detenerla— y les dice a los extraños, casi gritando emocionada, como si solo el entusiasmo mantuviera su corazón palpitando: —Esta es otra de mis hijas, Freya. —¡Otra! —dice el hombre maravillado—. ¡Toda una tribu! —Oh, sí. —La mamá de Freya mueve su cabeza en un gesto de divertida resignación—. Siempre hay otro en camino.


19 Luego de diez segundos ya resulta desagradable estar en el estacionamiento a pleno sol, la gente cierra las puertas, enciende sus autos. Es vaporoso, arenoso y abrumador. Peter, luego de probar sus correas, ha llegado al límite y es solo cuestión de tiempo antes de que empiece a gritar. Freya saluda melosa: —Hola. —Freya es la mayor —les dice su madre a los extraños—. Tiene… ¿qué edad tienes, Freya? —Doce —dice—. Tú lo sabes. —Hola, Freya —dice la mujer. —Hola. —No le importa que el saludo suene como si se lo sacaran a la fuerza. —Luego de Freya vienen Declan, Sydney, pero… —Elizabeth Kiley busca entre la multitud—. No los veo. —Se han ido —dice Marigold en voz baja. —¿Y quién es este hermoso chico en el coche? —pregunta el hombre. —Peter. Es el bebé. Bueno, tiene casi dos. Peter mira hacia arriba suplicante. —Es adorable —dice la señora. —Rompe mis cosas —dice Dorrie. —Eso hacen los bebés. ¿No es así, Colt? —dice el hombre haciéndole un gesto al chico que tiene al lado. —Colt tiene doce, como tú, Freya. —Uh. —Ya ha notado la presencia del chico. Es más alto que ella y guapo, y ha mirado rápido a otro lado. —Ya casi tengo trece —aclara. —Yo tengo cinco —añade Dorrie. —Y yo siete —dice Marigold.


20 El hombre, que es alto y muy apuesto, que parece una estrella de cine de acción, y cuya presencia solo tiene sentido si el estacionamiento fuera de hecho un estudio de cine, lanza una sonrisa radiante y dice: —Bueno, nos complace conocerlos. Soy Rex Jenson, esta es mi esposa Tabby y estos son mis hijos Coltrane, o Colt, y Bastian. Nos mudamos a la casa a la vuelta de la esquina de la de ustedes. Es bueno conocer a los vecinos. Freya y su madre sonríen como si estuvieran de acuerdo; la verdad tanta amabilidad es desconcertante, como si se tratara de un repentino vendaval. Freya nunca ha sido presentada a otros adultos por su nombre de pila, y es tan alarmante como escuchar una palabrota. —Debe ser agotador cambiar de casa —dice Elizabeth siguiendo el hilo—. No creo que podría con ello. —Bueno, no es sencillo —concede el hombre—. Nada que valga la pena lo es, ¿cierto? Pero lo vale. No hace daño cambiar un poco la vida de uno. El cambio siempre es bueno. —Oh, sí —dice Elizabeth con torpeza. Esta gente es demasiado elegante, muy segura de sí misma. Freya sabe que están poniendo nerviosa a su madre; empuja el coche y lo hala de manera que Peter rebota como un pez. —Parece un barrio adorable —dice Tabby, la esposa. —Oh, lo es —señala Elizabeth y replica—: a veces unas cuantas estacas desaparecen de las cercas. Algunos chicos andan por ahí destrozando los buzones. ¿Recuerdas esa vez, Freya? ¿Cuándo fue? La gente salió de sus casas una mañana y vieron sus buzones en el suelo. —Hace eras —dice Freya. —Hace un tiempo. Un año o dos.


21 —Ese tipo de cosas ocurren en todas partes —dice Rex—. Suelen ser solo chicos. —Chicos malos —dice Dorrie. —Chicos liberando un poco de presión —responde sonriendo Rex—. Creciendo. ¿Qué es un buzón? Nada. Algo que se puede reemplazar. Freya y su familia miran boquiabiertos a este hombre, tan amable y caballeroso que puede pasar por alto un acto de vandalismo. A ella le han enseñado toda la vida a perdonar, pero nunca ha conocido a alguien que de hecho sea proclive a practicarlo. Mira a los hijos, Coltrane y Bastian, que están al lado de su madre tan plácidos como jirafas. La actitud de su padre debe recaer en ellos, se ven incapaces de cometer algún crimen. No es posible imaginarlos corriendo a la máquina de pinball, que es sin duda lo que Freya y sus hermanos harían. Los chicos Jenson se ven como si debieran grabarse en vitrales, Sebastian atravesado por flechas, el niño arrogante sermoneando al adulto. Y de repente Freya se sobrecoge, se altera e irrita. Ya es hora de irse, pero se quedan allí, paralizados por la bienhechora sonrisa del hombre. Elizabeth pregunta: —¿Usted qué hace, Rex? —Soy dentista —responde. —¡Oooh! —chilla Marigold y Freya, a su vez, se encoge. No hay nada peor que una silla reclinable y una bandeja de herramientas puntiagudas. —Nuestro dentista nos da caramelos —dice Dorrie. —Una vez me gritó por llorar —dice Marigold. —La gente debe hablarle sobre dientes todo el tiempo —dice Elizabeth. —No importa —dice Rex—, me gustan los dientes.


22 —Mamá tiene dientes falsos —le informa Dorrie. —¡Dorrie! —interrumpe la madre, pero Freya nota que la expresión del hombre no se altera en lo absoluto, que no oye nada que otra persona no quiera que oiga. Ella no puede menos que sonreír y mirar a otro lado, se topa con la mirada del chico alto, Colt. Es una versión leve de su padre-estrella de cine, con el mismo cabello grueso y castaño (una melena exuberante como de animal) que cae sobre su cara, los mismos pómulos y cejas y la nariz perfecta. El más joven también tiene los rizos color caoba, pero sus facciones son como las de la madre, una boca rosada de chica y una pequeña pero firme mandíbula. Ambos tienen los ojos claros del padre y la piel aceituna. Están bien vestidos, pero la calidad de sus prendas va más allá, como si su elegancia llegara hasta los huesos. La infidencia de Dorrie ha provocado una sonrisa en el rostro de Colt. El corazón de Freya ha comenzado a inquietarse y ahora se agita, hace que sus mejillas ardan, que su cabeza se sienta poco confiable en donde solía estar. Freya busca ayuda entre los últimos autos que pasan con sus ruedas girando con lentitud; solo el sacerdote habla al lado de las puertas de la iglesia con los feligreses que aún quedan, sin sus acólitos, que no aparecen por ninguna parte. No hay nada qué hacer excepto huir. —Me voy a casa —le dice a su madre—. ¿Quieres que lleve a Peter? —¡Voy contigo! —dice Marigold. Elizabeth dice: —Vinimos juntos y juntos nos vamos, ahora… —Me voy ahora —dice Freya. —Encantado de conocerte, Freya —dice el hombre, el dentista, Rex Jenson—. Ojalá nos veamos pronto.


23 —Eh… —dice Freya. Y sale casi corriendo. La iglesia no queda lejos de su casa, es lo único bueno de esta. Marigold se apresura para seguirle el paso a su hermana, y pasan volando mientras dejan atrás las marcas en la acera, las cercas, los postes telefónicos plantados en sardineles con gramilla. Trotando a su lado, la niña le dice a Freya: —Me cayó bien la señora con el nombre de gato. —Tabby. —Tabby —repite Marigold y maúlla. Pasan un poste, luego otro, y Freya empieza a desacelerar. Arruga la nariz y agita su pelo. —Esa gente es rara. —¿A qué te refieres? —Bueno. Hablan y hablan, pero la mujer apenas si dijo algo, y esos chicos solo… se quedaron parados. —¿Groseros? —No, no son groseros —dice Freya pensativa—, solo raros. Marigold apoya su mano en el muro de una casa, se queda pensando en lo que acaba de decir su hermana. Es joven pero muy lista. —Como esas personas en las revistas de tejido de punto de mamá. —¡Exacto! —Robots. Pasan por la casa favorita de Freya, que tiene una nutrida cantidad de repelentes gnomos de cerámica dispuestos en el porche. Un día cualquiera aligerarían el paso o se detendrían, pero esta vez Freya sigue de largo. —No como robots. Más bien… extraterrestres. Marcianos tratando de parecer humanos.


24 —Criaturas de la laguna negra —dice Marigold como buena cinéfila. —Llevan piel para parecer personas, pero no saben cómo actuar como tales. Están aprendiendo. —¡Es muy extraño! —Marigold está de acuerdo—. Tenebroso. —Son tenebrosos. Digo, ¿cómo supieron que vivimos a la vuelta de la esquina? —Nos vieron caminando a la iglesia. Eso fue lo que dijo el hombre, que caminaron detrás de nosotros. Es posible, y un poco decepcionante también. La mente de Freya atrapa la imagen de Colt caminando detrás de ella, mirándola sin que se diera cuenta. Desea poder retroceder el tiempo para flotar sobre esa chica, retocar su pelo, hacer algo. Recuerda haberle dado a Dorrie una bofetada. Saber que de seguro él vio esto la hace sentir atormentada. —Bueno, ¿y por qué terminaron aquí? —pregunta ofuscada—. Los dentistas son ricos, hacen mucho dinero. ¿Por qué están aquí? Su hermana es muy chica para conocer tanto del mundo. Marigold piensa que las personas con hambre en África viven lo suficientemente cerca como para poder enviarles sus sobrados en el mismo plato. —¿Dónde deberían estar entonces? —pregunta. —¡En algún lugar elegante! Donde vive la gente rica. No aquí. —Quizá no quieren ser elegantes. Todo el mundo quiere ser elegante. Quizá están ocultándose —supone Marigold. Freya sonríe satisfecha con la idea de extraterrestres ocultándose en un suburbio cualquiera, trazando sus planes sobre el mesón de granito de la cocina. En verdad, ella


25 admira las cosas raras y por eso le gustan los nuevos vecinos. Sigue su rumbo ignorando el esfuerzo de su hermana para seguir su paso, el aire deja una agradable fragancia mientras roza sus dedos, el sol es una corona fundida sobre su cabeza. En un minuto estarán en casa, una vez crucen este camino podrá ver la cerca blanca de su casa. Si su hermano Declan fuera amigo de Colt Jenson lo llevaría a casa algunas veces. Eso es seguro, pero Freya sabe muy poco acerca de la amistad entre niños, cómo compaginan o se repelen. Una rama verde de maleza sobresale en el camino, Freya la arranca al pasar y la hace silbar con violencia, con un movimiento de su brazo. —Bueno, a quién le importa —dice, y no responde cuando Marigold pregunta: —¿A quién le importa qué? En cambio, Freya piensa en lo que sí sabe, en los robustos hitos de su vida. El año está por terminar: pronto comenzarán las vacaciones largas del colegio, se atravesará la Navidad y luego Año Nuevo, regresará al salón de clases, comenzará la secundaria, será la bebé de secundaria pero sin ser una bebé. Tendrá trece, será una adolescente, una criatura que cambia. Ya el ateísmo se asienta en ella tan cómodo como un huevo en su nido. El siguiente domingo, cuando se niegue a ir a la iglesia, su madre se enfurecerá, y para defender su posición Freya recurrirá al ejemplo de su padre, algo que solo hará en caso de emergencia y que nunca ha hecho antes. Sentirá que traiciona a su madre usando esto en contra de ella. Será una traición. El corazón es malvado. Freya suspira. Están muy cerca de la casa. El largo y delgado pino en el porche, el sonoro buzón metálico, el bache en el césped


26 donde la camioneta corta la esquina; ningún otro paisaje la pone tan feliz como el de su propio hogar. De repente, los pensamientos sobre su madre la hacen pensar en otra cosa. Recuerda a Elizabeth diciendo: —Siempre hay otro en camino. Esas palabras están escritas en una de las innumerables puertas del castillo imaginario, una deformada y pesada puerta que requiere un fuerte empujón para abrirse; pero cuando lo hace, Freya ve lo que hay detrás, y la consternación la aturde.

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