Con el rabillo del ojo

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Cuentos de Rabioli



Rabillo Ojo Con el del


© Cuentos de Rabioli 1ª edición, julio de 2017 Edita:

ISBN: 978-84-17068-27-1

Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.


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Rabillo Ojo Con el del



A lxs que llevรกndoselos el tiempo, silenciosamente a otro lado se fueron. Por dejarnos tan extenso conocimiento. A quienes sonriendo conscientes, disfruten leyendo esta narraciรณn.

Rabioli



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ese a que todavía eran imperceptibles para la gran mayoría de los humanos, el otoño, además de filtrar sus colores por la naturaleza, con sus primeros aires, también descendió la temperatura a los últimos anocheceres que por deshacer le quedaron al mes de agosto. Metidos en su cuadra y separados por un muro que solo permitía ver y rozar sus caras cuando por cualquier motivo sentimental lo necesitaran, “Diablo” y “María” se dispusieron a descansar después de pasar muchas horas por la calle. Ahí residían desde que por primera vez entrasen por su puerta siendo muy pequeños. En aquel reducido y coqueto establo, atados o sueltos, querían hacerse viejos, eran felices teniendo forraje y agua fresca para beber delante. No conocían otro habitáculo donde estar mejor al resguardo de la intemperie en días fríos de invierno, o madrugadas cayendo el relente. La borrica “María”, además de ser respetuosa con todo, en la intimidad era besucona, y si


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lo pareciese, no era muda. Por los conflictos de su mente oía voces que le recordaban que pese al tiempo y la dificultad de sus días, debía tener siempre buen comportamiento. Dichosa de pertenecer a su dueño, conocía de este entre otras muchas cosas, que en cuanto le enseñara una sabrosa zanahoria o un espléndido rábano, ya estaría rendida a sus pies. “Taciturno”, dueño de “María”, ni era sombrío y ni mucho menos a cada momento estaba profundamente triste como podrían pensar algunos. Organizaba su vida dependiendo de la velocidad de los meses, si estos venían largos, cerraba la puerta de su casa para que no se le colara el pesimismo con su desgana. Si llegaban breves, confiaba en ellos porque rápido se iban y en la mente eran ignorados. En las estaciones del año, se hallaran estas cerca o lejanas, veía el espejo donde a solas le gustaba mirarse sin soltar de su rostro una expresión que su estado de ánimo desvelara. “Taciturno”, a la hora de dormir casi nunca tenía pizca de sueño, pero acostado tiraba con las noches dándole al pensamiento despierto. Al día siguiente no le importaba si habría dormido mucho, poco o nada, su levantar diario iba unido a


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la voz ronca de un gallo que fue poderoso con su canto, y que por tanto discutir con otros que se encontraban lejos, ya no cacareaba con bravuconería y genio. Odiaba tener la garganta fastidiada porque con su cantar, quería seguir sacando pecho e imponer respeto ante los de su especie. Por nada del mundo dejaría entrar a su corral a ningún animal con talle galliforme, porque de “Juana” y “Lola”, las dos gallinas de “Taciturno”, segurísimo que querrían enamorarse. Luciendo cresta, agitando sus alas creyéndose un gran pájaro, con ellas convivía dándole al pico de todo lo que pasaba por el vecindario. Una mañana encontró “Taciturno” al gallo con depresión, poco le importó ya que le rajaran el gaznate, que se desangrara, que desplumado se lo comieran en pepitoria. Sumido en la tristeza, quiso desaparecer, y todo vino porque desde que “Juana” y “Lola” le comunicaran que entre ellas querían casarse, nada podría hacer ya por evitar esa boda. Apartado en un rincón, afónico, o espabilaba para conquistar con galantería a otras pitas, o un fin cruel tendría como en las películas. “Diablo”, salvo por lucir en el centro de su cara una mancha blanca con forma de lucero, podría


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haber sido un caballo totalmente negro. Alto con buen parecido, ojos cristalinos, músculos valiosos y de movimientos presumidos, en cuanto escuchaba los pasos de su dueña acercarse, relinchaba alegre. Por ella sentía amor verdadero, disfrutaba cuando esta le hacía caricias con las yemas de los dedos, cuando peinándolo deshacía los nudos que se le formaban del pelo. No tenía raza propia, pero un porte caballar que iluminaba por su buen estado de forma, su piel brillaba como la de los caballitos de un tiovivo, que elegantes suben y bajan girando este. “Diablo” iba con su dueña a donde lo quisiera llevar, por mucho que estuviese cansado, la montaría para llevarla al ritmo que ella deseara imponerle. Si hubiese tenido alas, juntos habrían surcado los cielos. En su habitación, tumbada en su cama, Maribel, la dueña de “Diablo”, antes de dormirse, cumplía con el deseo de observar a través de la ventana el paso de la luna. Si esta no asomaba porque no tocaba, dándose media vuelta, caía rápidamente en un dormir profundo. Su despertar estaba ligado a la ilusión de querer a los suyos tanto, de sentir a quien con buena fe sabía tratarle, de no irse a desayunar sin primeramente pasar con una sonrisa a dar los buenos días a “Taciturno”, “María” y “Diablo”. De la vida, a pesar de que le quedaba


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mucho por vivir, había aprendido que solo hay un camino, y ese camino tenía nombre y dirección, aventura y hacia adelante. Desvaneciéndose los amores de verano, quedando presos tras los barrotes de la melancolía, del almanaque fueron cayendo días hasta que el otoño, inculcando filosofía con sus métodos didácticos, se aposentó rotundo por pueblos y campos. Un periodo empapado con imágenes de añoranza, contagiado de mensajes y lágrimas, cargado de la curiosa belleza que al poeta abre grietas por las lindes del alma. Por eso, esta época representaba para “Taciturno” buena cosecha de inspiración, a todo lo que echaba un vistazo con el rabillo del ojo, le inspiraba más pena que alegría. Los cielos, con sus nubes grises, ayudaban a que tuviera una actitud compungida por dentro, plagada de sueños que en el paso de los años no pudo cumplir. Pensaba que en este mundo que lo vio nacer, donde constantemente batallan por sus ideas sentimentalismos y resentimientos, era excesivamente difícil llevarlos a cabo. Y pese a que ya se había topado con personas de mala condición, violentas, desagradables, de mucho cuidado, no perdía la esperanza. En su imaginar siempre llevaba algún proyecto austero,


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porque de la felicidad, aprendió que contaba con demasiados amigos. A Maribel también le encantaba el otoño, pero a la hora de sobrellevar sus propias nostalgias, no las dramatizaba tanto como su amigo “Taciturno”, ella era más de que le contaran historias de amor, ya fueran hermosas o dolorosas. Luego, en letras las interpretaba y componía bellos poemas que calaban incluso los huesos más duros de roer. Aparte de escribir, con “Taciturno” también compartía otras muchas cosas que en común tenían, una de ellas “Piquito de pan”, un perrote de linaje no específico y salvado de quienes por las calles cometen las más atroces barbaridades. “Piquito de pan”, como “María” y “Diablo”, al lado de ellos quería vivir para siempre, dichoso se sentía por ser acogido en tan buena familia. Travieso como ninguno, lo mismo jugueteaba con una bola de papel dándole con los pies, que corría detrás de cualquier objeto que una y otra vez se le lanzara. Cuando intuía que habría paseo, poco le importaba si le apretaban el collar muy fuerte, poseía fuerza para tirar hasta que lo soltasen. Rabicorto, paticorto, y excepto por una mancha negra a modo de antifaz que su cara portaba, podría haber sido un perro enteramente blanco.


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A “Piquito de pan” le chiflaban los piquitos de pan, tostados, crujientes. A la hora de comerlos de las manos de sus dueños no ponía freno. Y un día, con las calles aún desocupadas, estando “Taciturno” metido en el cobertizo, llegó Maribel para dar los buenos días. Con su bienvenida asomó el alboroto porque relinchó “Diablo”, ladró “Piquito de pan”, y cacarearon “Juana” y “Lola” contagiadas de ese clamoroso recibimiento sin control, y de paso, por si les abrían la puerta del gallinero. “María” fue más discreta, meneando sus labios, dio a entender que tiraba besitos. Así que tras comprobar ambos que sus mascotas se encontraban en buena disposición para salir a dar una vuelta por los arrabales del pueblo, Maribel fue a meterse entre pecho y espalda un delicioso desayuno que le había preparado su madre. A su regreso de almorzar, con botas de montar, sombrero, y un pañuelo rojo rodeándole el cuello para cabalgar con estilo, llegó complementada de auténtica amazona. “Taciturno”, por entonces tenía ya ataviada con poca cosa a “María”, una manta y un serón sobre su lomo como prendas a las que estaba acostumbrada. No entraba en los planes de


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“Taciturno” vestirla distinta, nunca se había visto una burra ir vestida a la moda de arriba abajo. No existía falda corta o ropa interior para cintura tan ancha. Bastante hacía “Taciturno” con el proceder diario de limpiarle sus excrementos, para también tener que entintarla, colocarle un collar de perlas y pintarle los labios. Diligentemente preparó Maribel a “Diablo” antes de sacarlo de entre aquellas cuatro paredes. Con el sonido que provocaban las pisadas de aquellos animales con sus herraduras, puestas bajo sus cascos como suelas de la suerte, comenzaron a salir todos hacia la calle. Callejeando, arropados con el regodeo que da partir en dirección a un lugar donde pasar una jornada lejos de sabores amargos, fueron atravesando la mayor parte de los barrios del pueblo. A su paso, los más madrugadores, levantaron persianas para escondidos detrás de las cortinas, verlos marcharse. “Piquito de pan” fue a lo suyo, olisqueando esquinas, farolas y troncos de árboles, ladrando a diferentes perros que ante su presencia ladraron desde ventanas y balcones. Pronto, unos a pie, y otros a cuatro patas, pusieron distancia de por medio. Solo cuando el


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pueblo fue quedándoseles a la vista pequeño, encajonado entre descomunales rocas y rodeado de un bosque inmenso, supieron que en su periferia estaban ya inmersos. Desafiando al frío por darse una galopada, puso Maribel uno de sus pies sobre un estribo, y a continuación, tomando ágilmente impulso, se colocó erguida sobre la silla de montar que puesta llevaba “Diablo” en su espinazo. De inmediato, relinchando al oír a Maribel decirle con firmeza la palabra adelante, arrancó a correr dejando tras de sí un reguero de salpicaduras de barro. Imparables, sorteando impedimentos, subieron una empinada colina para luego, a toda velocidad desde aquella altura, lanzarse hacia abajo. Posteriormente, entre carrera va y viene, se dedicaron a trotar por lo más llano sin descanso. “María” los miró como si fueran una sola figura divirtiéndose a lo loco, perdiéndolos de vista cuando más allá del relieve del horizonte se alejaron. A ella, a su grupa, solamente “Taciturno” en contadas ocasiones se le había subido. En una ocasión se le subió a traición por la espalda un borrico, pero de una coz lo bajó enseguida, y para dejarle claro que no tendría relaciones sexuales, porque


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