Daniel No Quiere Hacerse Mayor Javier Úbeda Ibáñez
A Beatriz, mi hija
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aniel del Río tiene ocho años, muchas pecas en la cara, una angelical dulzura en sus mofletes y una piel que rezuma a todas luces bondad infinita. Sobre sus enormes y expresivos ojos marrones, lleva unas gafas azules con una guitarra de colores pintada en una de sus patillas. Hace seis meses que lleva gafas, y como Daniel toca la guitarra desde hace dos años, cuando descubrió que existían unas gafas con un dibujo como aquel, se las pidió a sus padres, aunque, finalmente, fue su tía Lolita la que se las compró sin dudarlo ni siquiera un instante. Daniel es un niño que llama la atención por su simpatía y por su gran creatividad: le encantan las palabras y cuando habla utiliza un lenguaje rico, fluido, muy variado para su edad, que sorprende a pequeños y adultos. Vive con su madre en un pequeño y bonito pueblo de la costa catalana. Pese a que sus padres están separados, Daniel tiene la suerte de disfrutar, a diario, de la compañía de ambos. Y es que la pareja está hoy por hoy separada, pero no de él, que es lo importante. A medida que va dando estirones, Daniel va estilizando cada vez más su figura, su talento, su inteligencia y su ingenio, a la par que rasgos como su despiste y su desorden se siguen manteniendo o incluso se van acentuando con el paso del tiempo. Daniel tiene una abundante mata de cabello castaño claro, que casi siempre olvida peinar. Siempre se da cuenta por las mañanas, en el momento en que está ya saliendo por la puerta camino del colegio, y su madre, cuando lo ve aparecer luciendo esos pelos arremolinados, le dice: —Daniel, ¿te has peinado?
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—¡Ah, se me ha olvidado! —murmura bajito poniendo cara de contrariedad. —¡Menuda novedad! Venga, sube y pásate el peine, que parece que tienes un nido de grillos en la cabeza. Como no te peines, cuando estés en clase se van a despertar, van a comenzar a saltar por todas partes y verás qué tremendo lío. Y ya de paso, límpiate esas gafas, que no sé ni cómo puedes ver con ellas. Si más que unos cristales parecen unas cortinas opacas. Utiliza el líquido que compramos en la óptica, no la colonia como otras veces. Daniel, entre tu pelo que parece un nido de grillos y las gafas que no pueden estar ya más sucias, ni proponiéndotelo haces una pinta de fantoche que tira de espaldas. —Je, je…, pero hay que ver qué exagerada eres, que no es para tanto, aunque me gusta tu discurso, es la mar de gracioso. —Sí, para graciosos los enredos que llevas en el pelo. Que como sigas así, vas a necesitar un rastrillo para peinarte. Mira, iremos tú y yo dentro de poco a la tienda de jardinería a comprártelo. —Pero, ¿qué dices?, ¿cómo voy a peinarme con un rastrillo? —Muy fácil, te tumbas, y te aro el pelo. —¿Aro?, ¿eso qué es?, ¿un aro de pendiente, un aro del circo?, ¿cómo me vas a peinar con eso? —No, arar es lo que hace el abuelo en sus campos. —¿Y pensabas hacerme eso en el pelo? Voy corriendo a peinarme.
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Y en un tris tras, mientras su madre se parte de la risa, Daniel sube rápidamente hasta su habitación, o más bien trepa, a peinarse y perfumarse con su colonia favorita, Azul intenso de Marug. Y, a veces, incluso, le da por ponerse gomina, sobre todo los fines de semana, que tiene más tiempo para deleitarse delante del espejo y ensayar mil peinados diferentes de pelo pincho, los que más le gustan. Estos días acostumbra a ponerse una tonelada de gomina para niños en la cabeza —la mayoría de las veces se le olvida incluso mojarse el pelo antes, y se le queda entonces superacartonado— y, a continuación, se lo estira hacia arriba, como si llevara un jardín de palillos chinos en la cabeza. Cada vez que su madre lo ve con esa pinta, se le queda mirando fijamente y le dice muy seria: —Dime hijo mío, ¿a qué hora empieza la fiesta de disfraces? —Mamá, no hay ninguna, ya lo sabes. ¿Tú no dices siempre que en mi pelo mando yo, y que tengo que llevarlo como quiera, que para eso es mío?, pues eso hago. —Sí, me declaro culpable, lo reconozco, pero una cosa es esa y otra bien distinta es que ahora mismo parezcas el sobrino chiflado de Espinete. —¡Pues, igual es que lo soy! A veces dices cosas de niña pequeña. —Me acabas de echar un gran piropo, porque cuando nos hacemos mayores, la mayoría de las personas, queremos conservar un pedacito del niño que fuimos, y no todas lo conseguimos, ya que el mundo de los mayores te acaba absorbiendo por completo. Y cuando menos lo esperas estás a punto de jubilarte, y el niño que llevas dentro ya necesita un bastón para caminar. De todas formas, muchas gracias por las flores, hijo, pero ahora, querido Daniel, quítate ese peinado, que parece que has arrancado el alambre de la valla del patio y te lo has plantado en la cabeza.
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—¡Lo ves, ves como tienes la imaginación de una niña! —Sí, sí… vale, lo que tú digas, pero hazme caso, que cada vez tienes los pinchos de la cabeza más tiesos. ¡Pues, mirándolo desde este lado, el izquierdo, tu peinado también se parece a una falla valenciana! ¡Ah, ya está, ahora mismo te hago una foto y la mando a algún casal a ver si te dan un premio o te indultan! —Sí, tú búrlate. ¿Qué es indultar? ¡Cómo sois los mayores! Se me quitan las ganas de ser mayor… Si tengo que estar todo el día renegando, renuncio a ser mayor. Ya sé lo que le voy a pedir este año a los Reyes Magos, no crecer. —¿No ves que no me puedo quedar de cartón piedra contemplando la escultura que te has hecho en la cabeza con tu propio pelo? Y Daniel, siento decírtelo, pero no se puede renunciar a ser mayor. Una vez empiezas a crecer para arriba, es un no parar. Y casi sin darte cuenta ya has crecido. El tiempo no pasa, vuela, que no se te olvide nunca. ¡Ah!, e “indultar” significa que te salvarían de la hoguera. Daniel, antes de ponerte a escribir la carta a Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, que aún te quedan unos meses por delante, no te olvides de lavarte la cabeza y quitarte los cien kilos de gomina que te has puesto. Como tardes, esos pinchos se van a poner más duros que una piedra, y solo te los podremos quitar serrándolos. —¡Hala, mamá, qué cosas tienes! Me voy a lavar la cabeza, no porque me crea lo del serrucho, sino porque ya me he cansado de este peinado, me empieza a pesar, y me duele la cabeza. Pero antes de irme, quiero que sepas que inventaré una fórmula mágica para no crecer y ser siempre un niño.
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—Vamos a ver… ¿Ahora a qué viene ese cuento? No puedes dejar de hacerte mayor, es ley de vida. —No, no quiero, los adultos os pasáis el día quejándoos por todo. Ya no jugáis a nada, y tenéis, la mayoría, cara de aburridos. Yo quiero jugar y divertirme a todas horas, siempre. —Recuerda lo que te digo con bastante frecuencia: no todos los niños tienen vidas divertidas, algunos de ellos lo pasan mal, demasiado mal, desde el primer día en que nacen. —¡Eso es injusto, mamá! ¡Ningún niño debería sufrir; nosotros no tenemos la culpa del mundo que habéis construido los adultos! ¿Por qué tenemos que pagar vuestros errores?, ¿para qué se traen niños al mundo solo para sufrir?, ¿nadie puede cambiar eso? —Daniel, se necesitan más personas como tú, con tus valores y tus ganas de mejorar el mundo. Cuando seas mayor tienes que sembrar muchos granitos de arena que ayuden a que el mundo (la casa de todos) sea un poquito mejor. —Y mientras crezco, mientras crecemos más niños como yo, con ganas de ayudar a los demás, ¿qué hacéis los mayores? ¡Pero si yo no quiero crecer, mamá, que me lías! —Te equivocas, se necesita gente como tú con ganas de ayudar. —Yo, ya sabes que hago lo que puedo. —Debería de haber más mamás como tú; mamás que no solo se preocupan por sus hijos, sino también por los demás; mamás que sufren, lloran, enferman, pasan hambre y sed. Mamá, tú tampoco deberías crecer, deberías quedarte siempre así, siendo como eres.
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Creo que inventaré una fórmula mágica también para ti, para que te quedes mamá joven y buena para siempre. Y, dicho lo dicho, con el semblante serio, Daniel se mete en su cuarto de baño, y se enjabona la cabeza con mucho mimo; sin poder resistirse a inventar un nuevo modelo de pelo pincho, eso sí, controlando la cantidad de gomina que se pone esta vez.
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El universo interior de Daniel es como un cielo claro cuajado de estrellas, luminoso. Su mente es un hervidero donde conviven multitud de ideas sorprendentes y originales. Y luego ese hervidero lo traslada a la realidad, dejando un profundo reguero de magia por todas partes. Su madre tiene que ir detrás de él, diciéndole que recoja lo que se va dejando olvidado. —¡Daniel, otra vez te has dejado las canicas esparcidas por el suelo! —¡Ahora las recojo, no te preocupes! —Pues ya que te pones, recoge también el libro que te has dejado encima del sofá de la cocina, la arcilla y la cola que te dejaste ayer olvidada en el patio, y que seguramente ya se habrá secado; pero, no te vayas todavía, que aún hay más. Espera que ahora mismo saco la interminable lista de todo lo que hay por ordenar. —¿Y lo tengo que recoger todo ahora? ¿De verdad, has hecho una lista? —Sí, claro, forma parte de tus responsabilidades hacerte cargo de tus cosas, y también respetar los espacios comunes. No puedes ir dejando por ahí todos tus chismes. —¡No son chismes! —Usted disculpe. —Hay que pensar bien las cosas antes de soltarlas; eso también lo dices tú, y es lo que me has enseñado desde que era muy pequeñito, que no se puede soltar lo primero que te venga a la mente, hay que pensar primero. —Sí, tienes razón. Hijo, no se te olvida nada. ¡Menuda memoria! ¿Y cómo quieres que los llame?
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