El manuscrito de la Catedral

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EL MANUSCRITO DE LA CATEDRAL

Alberto Alonso Poncela



El Manuscrito de la Catedral

A mi mujer, cuya dedicaci贸n, esfuerzo y 谩nimo empleados en que esta obra vea la luz, me han proporcionado un nuevo hijo producto de su amor.

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El Manuscrito de la Catedral

El Manuscrito de la Catedral Prólogo

En ésta su segunda novela, “El Manuscrito de la Catedral”, Alberto Alonso Poncela construye un apasionante relato de intriga policíaca en torno al fascinante y oscuro mundo de las llamadas sociedades secretas y su implicación en los poderes reales. A partir de unos sorprendentes pergaminos descubiertos por el Padre Venancio en la Catedral Vieja de Cartagena, como resultado de su infatigable labor de investigación sobre la expansión del cristianismo por Occidente, posiblemente a través de la Carthaginense -la provincia más importante de la Hispania romana-, el autor va dando forma a la trama de este verdadero “thriller” en el que, al hilo de las indagaciones policiales, iniciadas como consecuencia de una serie de misteriosas muertes relacionadas con el descubrimiento de la Catedral, va desgranando las claves sobre la implantación de determinadas sociedades de carácter oculto y de su arraigo como auténticos grupos de poder, tanto político como religioso, en el entramado social de la España del final de la década de los años cincuenta. Alberto Alonso Poncela tiene la virtud de aunar su experiencia como procurador de los tribunales en ejercicio con la de estudioso de las sociedades de naturaleza hermética en un hermoso y sobrio estilo literario, capaz de transmitir al lector las costumbres y la psicología de sus personajes con la fidelidad propia de la mejor de las novelas realistas. Resulta obligado, en este sentido, hacer mención especial de aquellos pasajes en los que describe magistralmente los escenarios sobre los que la acción transcurre: Cartagena, Murcia, Cabo de Palos, La Manga del Mar Menor..., donde se alcanzan momentos de sorprendente realismo y belleza plástica. Asimismo, no es baladí resaltar el acierto de la ubicación de la trama en un contexto social y político que va a resultar próximo, incluso familiar, para la gran mayoría de los lectores. Son los años de la dictadura posteriores a la guerra civil española y previos al desarrollo industrial. Los años en los que se inicia una profunda transformación de las estructuras sociales y económicas de España, pero en los que persisten arraigados y

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profundos recelos sobre impensables conspiraciones contra el régimen político, circunstancia nada ajena a la línea argumental de la obra. “El Manuscrito de la Catedral” no es una novela policíaca al uso. Con marcados matices costumbristas y cargada de trepidante “suspense”, imparte una auténtica lección de cátedra sobre los orígenes y la difusión de la llamada Filosofía del Conocimiento, patrimonio de determinados grupos, en muchos casos antagónicos, con objetivos dispares en otros, pero con el denominador común de estar iniciados en la Verdad Revelada, incluso en el caso de aquéllos que son catalogados como intérpretes heréticos y demoníacos de la Misma. Desde su génesis, supuestamente en Mesopotamia, en el seno del pueblo esenio, entre los ríos Tigris y Eúfrates, donde se sitúa el Paraíso Terrenal, la Filosofía del Conocimiento, cumpliendo uno de sus principios fundamentales, fue extendiéndose con el devenir del tiempo por todo el planeta. Primero al antiguo Egipto y, desde allí, al pueblo hebreo que la difundió por Occidente, siempre a través de sus Elegidos, es decir, de sus Iniciados: los auténticos conocedores y guardianes de la senda de la Verdad y de la Luz por la que debían conducir al resto de los mortales. Estos últimos jamás alcanzarían por sí mismos el verdadero Conocimiento ni su Poder asociado que, oculto en su Legado como patrimonio de unas minorías elegidas, sería transmitido para controlar el mundo, utilizando para ello misteriosos métodos de naturaleza esotérica y cabalística encerrados en los lugares más insospechados: las pirámides, las catedrales góticas o, quizás, en “El Manuscrito de la Catedral”… Pedro Sánchez Ferrero Profesor de la Universidad de Sevilla


El Manuscrito de la Catedral

INICIO

Mateo “El Loco” no podía conciliar el sueño aquella calurosa noche de riguroso verano cartagenero. Echado sobre el camastro sin apenas ropa alguna, literalmente se asfixiaba sintiendo una desagradable sensación de claustrofobia, aún a pesar de tener la puerta y la ventana de la habitación abiertas sin que se estableciera por ello corriente de aire alguna. El escaso viento reinante provenía de tierra adentro, lo que motivaba que en las inmediaciones del puerto, normalmente refrescadas por la brisa marina, hiciese aquella noche un calor verdaderamente insoportable. -

Joé(1) con el Lebechico – masculló “El Loco” en una popular alusión al Lebeche, viento

escasamente dominante. A continuación, saltó de la cama, se vistió únicamente con unos pantalones cortos, pasando al cuarto de estar y cogiendo una mecedora plegada y un botijo para dirigirse a la puerta de entrada. Salió al exterior, desplegando la silla y colocando al lado el botijo, no sin antes echarse al coleto un agradable chorro de agua fresca que posteriormente hizo resbalar voluntariamente sobre su tórax para después esparcirlo con las manos por todo su sudoroso cuerpo, mientras gustosamente resoplaba agradeciendo el momentáneo refresco. Sin molestarse en encender siquiera la luz de la entrada para no atraer a los abundantes mosquitos, se sentó en la mecedora, conformándose con la semioscuridad provocada por la penumbrosa iluminación procedente de un viejo farol situado a unos cuantos metros de su vivienda. Encendió un cigarro, inhalando el humo con evidente placer, y se hallaba entretenido en hacer aros poniendo la boca en forma de “o” cuando sintió un ligero crujido proveniente de la vecina Cuesta de la Baronesa, por lo que puso todos sus sentidos alerta y en aquel preciso instante, los vio. -

¡Ahí están otra vez! – murmuró casi para sí. Eran tres y subían directamente por la cuesta en dirección a la Catedral Vieja. “El

Loco” se quedó quieto, tapando con su mano la brasa del cigarrillo para evitar que aquélla le delatara en la oscuridad de la noche de manera que tan sólo el maullido de un solitario gato

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asustado por el cercano paso de las figuras encapuchadas le hizo dar un respingo que casi le tira de la silla. Todavía latiéndole el corazón con violencia, Mateo pudo observar cómo el escaso resplandor del farol callejero iluminaba las claras túnicas de los desconocidos personajes que pasaban por la vía adyacente a la que él se encontraba para enseguida perderse de vista continuando su camino hacia el antiguo templo. “El Loco” quedó como petrificado, sujetando con fuerza la mecedora para impedir que ésta produjese el más mínimo ruido y evitando asimismo mover cualquier músculo de su cuerpo a fin de no ser descubierto. Pero al mismo tiempo su eufórico cerebro no dejaba de dar vueltas ni un solo instante: los había visto, los había visto una vez más; por tanto los encapuchaos(2) existían, nadie lo podía negar, y él, Mateo, no estaba loco, aunque lo dijese todo el barrio. Ya su padre afirmaba haberlos visto en varias ocasiones, coincidía con cada vez… con cada vez que moría alguien del vecindario, pero él no iba a morir, él no iba a morir porque no le habían visto y sólo morían los que eran descubiertos por ellos…Sin embargo no diría nada, no diría nada porque una vez más nadie le creería…y con ello únicamente pondría en peligro su existencia. Callaría…callaría…callaría y observaría…


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CAPITULO 1

El padre Venancio salió aquella tarde a dar su acostumbrado paseo por el centro de la ciudad, haciéndolo por la puertecilla lateral de la iglesia de Santa María de Gracia, la cual daba acceso a la vivienda de los sacerdotes adscritos a este emblemático templo cartagenero. Sin saber muy bien donde dirigirse, torció a la izquierda al final de la calle, subiendo por la empinada Cuesta de la Baronesa y divisando al final de la misma la Catedral Vieja, o, más propiamente, la catedral de Santa María la Vieja, llamada popularmente así para distinguirla de la iglesia de Santa María de Gracia a la que hemos hecho referencia anteriormente. La Catedral Vieja estaba prácticamente en ruinas desde que un obús cayese sobre su nave principal durante el transcurso de la guerra civil, en uno de los numerosos bombardeos aéreos a que fue sometida la ciudad cartagenera mientras duró el conflicto bélico. El padre Venancio, sin embargo, fue capaz de apreciar, mientras se aproximaba a ella, la dignidad y la antigüedad de la fortificada construcción del siglo XIII que constituyera la sede del Obispado hasta su traslado, junto con la capitalidad, a la localidad de Murcia. La posterior edificación de la iglesia de Santa María de Gracia en el siglo XVIII, con el consiguiente desplazamiento del culto, significó el abandono definitivo de la Catedral Antigua, que olvidando el pasado romano de sus catacumbas de que dan fe las columnas Pretoriana y de los Mártires, se sumió en un ostracismo que solo los nostálgicos como el padre Venancio fueron capaces de romper. Éste penetró en el templo abriendo la verja coronada por un arco sobreviviente de claro recuerdo bizantino en contraste con el estilo gótico medieval de su interior, con sus características bóvedas de crucería, o, mejor dicho, lo que quedaba de ellas, pues la bomba que destruyó su nave mayor permitía contemplar, desde el interior, el cielorraso. El sacerdote fijó su atención en la bellísima pila bautismal donde fueran bautizados los hijos del duque Severiano, los famosos Cuatro Santos cartageneros y, posteriormente, se dirigió al Osario, donde eran enterrados en tiempos antiguos venerables personajes pertenecientes al clero y a la nobleza local. Una vez allí, un detalle captó su atención: una de las piedras talladas utilizadas en la edificación de la pared correspondiente a la llamada Puerta del

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Osario contrastaba ligeramente en su coloración con el resto de los bloques circundantes, teniendo un tinte algo más claro que el de la piedra ordinaria usada normalmente en la construcción, siendo su tamaño también mayor que el de los demás bloques. El padre Venancio se acercó a ella y la tocó, extendiendo posteriormente su mano por los alrededores de la misma para comparar su textura con las de su entorno. Su tacto parecía, asimismo, más suave, recordando la configuración del mármol o del alabastro, si bien, el ennegrecimiento del bloque por el transcurso del tiempo no permitía asegurarlo. Cansado el sacerdote debido al esfuerzo de la subida por la empinada cuesta hasta acceder a la catedral, apoyó su espalda contra el bloque en cuestión, sorprendiéndose ligeramente cuando éste pareció ceder suavemente bajo el peso de su cuerpo. Rápidamente se volvió y comenzó a empujar, esta vez ayudado de sus manos, el intrigante bloque. La estupefacción del padre Venancio fue tremenda cuando comprobó que éste se desplazó totalmente hacia el interior, dejando al descubierto una pequeña cripta. Sin pensárselo dos veces, penetró agachándose en ella, encendiendo al mismo tiempo una pequeña linterna de bolsillo que llevaba siempre consigo para deambular de noche por la iglesia, con el fin de alumbrar su interior: se trataba de un pequeño habitáculo que parecía destinado al escondite de los tesoros de la catedral en tiempos pasados, cuando la rapiña y el saqueo eran típicos en el momento en que una plaza era tomada por las tropas enemigas tras una batalla. Quizá por ello la Catedral Antigua había quedado unida al amurallamiento del Castillo de la Concepción, en una pretensión de mejor defensa de la plaza. El olor a humedad en el interior de la cripta era intenso y las telarañas se extendían profusamente por su techo y paredes. En estas últimas existían cavidades destinadas a la colocación de los objetos preciosos apilados de una manera ordenada. El padre Venancio descubrió, recorriendo con el haz luminoso de su linterna estas oquedades, que un objeto sobresalía ligeramente de una de ellas situada a la altura, aproximadamente, del brazo extendido de un hombre. Se pasó la linterna a la mano izquierda y tanteó en su interior, descubriendo que el mencionado objeto consistía en un cofre de medianas proporciones. Dejando la linterna apoyada en la parte inferior de la cavidad, utilizó las dos manos para bajar el cofre hasta el suelo. Una vez conseguido, tras golpear su cerradura con una piedra, abrió la tapa del mismo, descubriendo en su interior lo que parecían ser pergaminos enrollados y envueltos en cubiertas de arpillera perfectamente ordenadas y clasificadas. A continuación, sacó uno de los pergaminos del cofre y lo


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desenfundó de su cubierta. A la escasa luz de la linterna pudo leer parte de su contenido, cambiando la expresión de su rostro a medida que lo hacía, hasta que éste adquirió el tinte de la cera. -

¡Dios mío! ... ¡No puede ser! ... – exclamó-. Una especie de sudor frío recorrió todo su cuerpo, haciéndole estremecerse

convulsivamente. De pronto, deseó salir de allí a toda prisa, pero, haciendo un gran esfuerzo para serenarse, cerró el cofre, volviendo a colocarlo en su sitio, guardando a continuación el cilindro de arpillera, en cuyo interior había colocado previamente el pergamino que parcialmente leyera, en el bolsillo interior de su sotana, actividad que sirvió para devolverle a la realidad. Tanteó nervioso en la oquedad para recuperar la linterna, dándole en ese momento un golpe involuntario que hizo que aquélla se estrellase contra el suelo en medio de lo que le pareció un gran estrépito. Entonces intentó salir a oscuras de la cripta, pero, presa del pánico, no pudo conseguirlo. Tropezó en varias ocasiones, llevándole su desesperación a comenzar a dar golpes con los puños contra las paredes del escondite... A continuación, un ruido estremecedor le obligó instintivamente a mirar hacia arriba, a pesar de que la oscuridad era total, llenándosele entonces los ojos de polvo mientras multitud de cascotes caían sobre su cabeza produciéndole gran cantidad de golpes, heridas y magulladuras que le hicieron caer al suelo al mismo tiempo que la cripta se derrumbaba sobre él. A gatas y como pudo, logró finalmente escapar de la lluvia de piedras de gran tamaño, pero los daños sufridos por el padre Venancio en todo su cuerpo eran considerables, por lo que no consiguió, a pesar de emplear todo su empeño en ello, ponerse en pie. Las piernas se negaban a responderle; se sentía destrozado y conmocionado, teniendo que usar totalmente su voluntad para mantenerse lúcido. Unas voces adolescentes asombradas llamaron su atención y, concentrándose en la visión, el padre Venancio pudo observar borrosamente cómo unos golfillos, intrigados por causa del derrumbamiento, corrían en dirección a donde él se encontraba. El que parecía mayor de los icues(3), llegó primero hasta él, sorprendiéndose claramente al descubrir al sacerdote gravemente malherido y totalmente cubierto de polvo. -

¿Se encuentra usté(4) bien, padre?

-

No mucho... hijo... mío – respondió aquél sangrando visiblemente por la boca al

hablar – Y a continuación, haciendo un enorme esfuerzo, sacó el pergamino enrollado del interior de su sotana y se lo entregó, diciéndole:

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Llévaselo... a... don Fulgencio Alcaraz... profesor del Instituto... Es... muy... muy...

importante... -

Descuide, padre, descuide – le tranquilizó el golfillo.

-

Vete ya... ¡vamos! – le increpó. Y, tras este esfuerzo final, el padre Venancio

falleció.


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CAPITULO 2

El comisario don Federico Conesa no se encontraba de buen humor aquella mañana. El hecho de la muerte de un sacerdote, coadjutor de la iglesia de Santa María de Gracia por más señas, en extrañas circunstancias, cuyo cuerpo apareció ensangrentado en medio de las ruinas de la Catedral Vieja tras un inesperado derrumbamiento, había determinado que, nada más conocer la noticia asumiese directamente la investigación para descubrir las causas del siniestro suceso. La ciudad de Cartagena constituía a mediados de los años cincuenta una tranquila plaza militar donde las riñas y altercados, que por otra parte se producían casi exclusivamente en el barrio chino del Molinete, lugar donde confluían las dotaciones de todos los barcos mercantes que cargaban o descargaban en su puerto, aprovechando las horas de ocio para tomar unas copas y echar una cana al aire, eran los únicos acontecimientos que turbaban la paz de sus habitantes, estando, por tanto, perfectamente controlados por las autoridades encargadas de mantener el orden público. La extraña muerte del padre Venancio Marcos constituía un insólito caso no resuelto y había que ponerse manos a la obra con celeridad para aclarar las causas que produjeran el fallecimiento del sacerdote. Por eso el comisario Conesa se había desplazado hasta la iglesia de Santa María de Gracia a fin de tener una conversación con el padre Anselmo Fuertes, párroco de la misma, y de esta manera obtener información de primera mano acerca de las circunstancias personales, así como de lugar, modo y tiempo que podrían haber tenido influencia en el caso que le ocupaba. -

¿A qué hora salió el padre Venancio de la iglesia, padre?

-

No le vi salir, pero supongo que entre las seis y las seis y media de la tarde. El

padre Venancio acostumbraba a dar un paseo por la ciudad todos los días sobre esa hora. -

Y, ¿sabe usted por qué fue ayer tarde precisamente a la Catedral Vieja?

-

Lo ignoro, comisario, pero lo que sí puedo decirle es que el padre Venancio era un

enamorado de esta su ciudad natal, siendo un perfecto conocedor de su historia, monumentos artísticos y costumbres locales de todo tipo, por lo que no es de extrañar que se acercara a la Catedral Antigua, como seguro que había hecho otras veces, pues a mí mismo me había hecho comentarios en alguna ocasión sobre la belleza de su localización y

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de su entorno, sobre su dignidad histórica, así como acerca del halo de misterio en que aparecía envuelto todo lo relacionado con ella. -

Así que el padre Venancio era lo que podríamos llamar un intelectual, ¿no? – dijo

en tono despectivo el comisario, quién, de acuerdo con el régimen político reinante, se burlaba de todo aquello a lo que él mismo no era capaz de acceder. -

Si prefiere llamarlo así...

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No sería rojo, ¿verdad?

-

Por favor, comisario, estamos hablando de una persona recientemente fallecida a

la que yo apreciaba extraordinariamente, por lo que le ruego modere su lenguaje. No voy a permitir que en mi presencia, en mi propia iglesia y estando el padre Venancio de cuerpo presente, se veje o injurie su memoria. – estalló el padre Anselmo, harto de las insinuaciones del comisario y recordándole al mismo tiempo quién mandaba en el salón parroquial que ocupaban. -

Perdone, padre, no he querido ofenderle, ni a usted ni a la dignidad del padre

Venancio, pero comprenda que..., en fin, que he de realizar mi trabajo. -

Está bien, prosiga, pero, por favor, cuide sus palabras.

-

Lo diré de otra manera: usted sabe que la autoridad eclesiástica había amonestado

en alguna ocasión al padre Venancio por razón de determinadas opiniones y comentarios vertidos en sus sermones durante la celebración de la santa misa, los cuales habían sido denunciados por algunos de sus feligreses. -

Es cierto; el padre Venancio tenía algunas ideas particulares sobre ciertos temas

que, en sentido pastoral, entran dentro de la conciencia privada de cada sacerdote, por lo que el Obispado, a través de un servidor, le recomendó tener una mayor sensibilidad, prudencia y cautela hacia sus posibles oyentes en sus sermones parroquiales y cualesquiera otros actos propios de su ministerio, dejando, claro está, a salvo sus propias ideas personales, que naturalmente forman parte del patrimonio espiritual de cada persona. La respuesta satisfizo, al parecer, al comisario Conesa, que no hizo mayor hincapié en el asunto, limitándose a cambiar de tema diciendo: -

¿Qué tal era como persona el padre Venancio?

-

Pues era una persona muy querida por todos los que le rodeaban; era afable,

cariñoso, deseoso de ayudar a los demás en sus problemas y dificultades. Constituía un trabajador incansable que no cesaba en su esfuerzo hasta culminar cualquier tarea que se hubiese propuesto. Su punto débil lo integraban las personas más


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desfavorecidas de la sociedad, a cuyas necesidades atendía a cualquier hora del día o de la noche. Su principal afición, como le he dicho antes, era la cultura, en particular la de su tierra natal. El comisario se pellizcó pensativo el labio inferior antes de continuar con su interrogatorio: -

Una última pregunta, padre. ¿Sabe usted si el padre Venancio había salido a

comprar algo en particular la tarde del desgraciado suceso o bien iba a recoger alguna cosa en concreto? El padre Anselmo acogió la pregunta con una expresión de gran extrañeza, por lo que el comisario se sintió obligado a explicar: -

Se lo pregunto porque unos testigos observaron cómo el padre Venancio entregó

antes de morir un envoltorio a un chiquillo que se había acercado a socorrerle, tras lo cual el muchacho echó a correr en dirección desconocida. Estamos tratando de localizar al chaval, pero hasta el momento nuestras pesquisas han sido infructuosas. -

Lo siento, comisario, pero no tengo ni la menor idea acerca de lo que me está

preguntando. -

Esta bien, padre, está bien; en ese caso no le molesto más. - El policía pronunció

estas palabras mientras se levantaba, y el padre Anselmo hizo lo propio para acompañarle hasta la puerta.

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CAPITULO 3

El profesor Fulgencio Alcaraz se hallaba en su domicilio particular aquella tarde reflexionando sobre los sucesos acaecidos por la mañana en el Instituto. El se encontraba dando su acostumbrada clase de filosofía a sus alumnos, cuando un bedel irrumpió en el aula comunicándole que un muchacho insistía en verle urgentemente. Al mostrar indiferencia ante el asunto, el ujier le advirtió que el muchacho venía de parte del padre Venancio, el cual había sufrido un grave accidente la tarde anterior en la Catedral Antigua, haciéndole un encargo para don Fulgencio en el momento en que aquél se había acercado a socorrerle. En ese instante fue cuando Fulgencio Alcaraz, conocido por sus íntimos por “Pencho”, había tomado conciencia de la importancia del asunto. En primer lugar, no había tenido conocimiento hasta ese momento del percance sufrido por su gran amigo el padre Venancio, ni mucho menos de las consecuencias que le hubieran podido acarrear el mismo; y en segundo lugar, solamente debido a una urgencia grave, hubiera el padre Venancio actuado de esa manera tan poco peculiar en su forma de proceder, pues lo normal hubiera sido que se pusiera en contacto con él, a través de alguno de sus conocidos comunes para comunicarle el accidente padecido. Preocupado, pues, por el estado de salud del padre Venancio, Pencho había abandonado el aula para entrevistarse con el curioso personaje que actuaba de mensajero de aquél. Lo encontró en la puerta de entrada del Instituto, un tanto cohibido, pero decidido al mismo tiempo a cumplir con el encargo que le había sido encomendado. La profundidad de sus ojos así lo delataba. Pencho tuvo ocasión de preguntarle qué le había ocurrido al padre Venancio. El muchacho le relató el suceso de la catedral, entregándole a continuación el envoltorio que le había confiado aquél, y que llevaba escondido en el interior de su ajada chaqueta. El profesor le dio las gracias, pretendiendo pagarle unas monedas que el chaval se apresuró a rechazar, alegando que se trataba de un favor personal que le hacía “al cura de Santa María, que era colega suyo”. Tras despedir al muchacho, Pencho se había acercado al quiosco de la esquina a fin de comprar el periódico y comprobar si traía alguna noticia relacionada con el siniestro

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padecido por el padre Venancio, descubriendo prontamente que así era. Quedó conmocionado por el suceso, pues el diario recogía el derrumbamiento ocurrido en Santa María la Vieja, anunciando al mismo tiempo la muerte del sacerdote. Esta serie de acontecimientos matutinos había dejado a Fulgencio Alcaraz en un estado de conmoción y bloqueo mental, tales que, no había vuelto a acordarse del cilindro envuelto en una cubierta de arpillera que le entregara el icue en el Instituto. Aquella tarde, en la tranquilidad de su domicilio y una vez asumidos los hechos, se disponía a descubrir qué contenía en su interior el cuidado envoltorio. Con gran delicadeza extrajo el pergamino del cilindro y lo desenrolló, procediendo a leer su contenido con gran interés:

“ Del Génesis se deduce que Dios creó el llamado huerto del Edén al Oriente, junto a los ríos Tigris y Eufrates, es decir, que la Tierra Prometida por aquél a Moisés para conducir al pueblo hebreo, una vez liberado éste de la esclavitud por parte de Egipto, coincide con la descripción que, respecto de sus límites, hace el libro sagrado del llamado Paraíso Terrenal. En el centro del jardín del Edén colocó Dios el Árbol de la Vida, así como el Árbol del Conocimiento, prohibiendo a nuestros primeros padres acercarse a ellos, al no estar preparados para tal evento. El Árbol de la Vida simboliza el elixir de la eterna vida, que se convirtió en una verdadera prioridad entre los alquimistas de la Edad Media al considerar éstos que quién dominase el secreto de la vida dominaría el mundo, pues junto a la transformación de la materia sería posible también la creación del espíritu. Asimismo, el Génesis hace referencia a la región de Evilá, donde había oro puro, segunda obsesión de los alquimistas medievales al tratar de descubrir con todo su empeño la denominada “piedra filosofal”, que todo lo que tocare lo convirtiera en el precioso metal, consiguiendo así el máximo exponente de la transformación de la materia. De esta manera, controlando la materia y el espíritu, de que están compuestos todos los seres, se convertirían en creadores y dueños supremos de todo cuanto puebla la superficie terrestre, y su poder sería inmenso, poseyendo una capacidad total y absoluta de dominar la naturaleza y, por consiguiente, el mundo entero.


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Pero para ello era preciso haber comido antes la fruta del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, esto es, penetrar en los misterios del Conocimiento, para lo que se hacía completamente necesaria una preparación especial de tipo místico, acompañada de años de estudio y meditación de carácter trascendental. Por esa razón expulsó el Señor a Adán y Eva del Paraíso Terrenal, por acceder al fruto prohibido sin haber pasado antes por los niveles necesarios de los llamados conocimiento natural o científico y conocimiento filosófico o esotérico. El Génesis expone de esta forma todo un simbolismo de lo que debe significar una preparación de carácter iniciático, imprescindible para la pertenencia a cualquier Orden de naturaleza esotérica, hermética u ocultista. Por eso Jehová tuvo buen cuidado de tener siempre un Elegido dentro del pueblo hebreo a quién poder transmitir la Verdad Revelada, esto es, aquella parte del Conocimiento o de sus aplicaciones prácticas que consideró necesario comunicarle en cada momento determinado de su evolución histórica. Así, a Noé le dio a conocer la proximidad del Diluvio Universal, a Abraham, la destrucción de Sodoma y Gomorra, asegurándose así, en ambos casos, la continuidad de la línea dinástica de sus Elegidos; a José lo situó en un importante cargo de la Corte Faraónica y, en cuanto a Moisés, hizo que fuera adoptado por la hermana del Faraón para que de esta forma pudieran ambos personajes acceder, gracias a su elevada posición, a los secretos de la Gran Hermandad Blanca, verdadera primera Orden esotérica conocida del Antiguo Egipto. De esta manera, el pueblo judío, o, mejor dicho, sus dirigentes, empezaron a tener contacto con los misterios iniciáticos que era preciso conocer antes de volver a la Tierra Prometida, es decir, junto al jardín del Edén, simbolismo bíblico del estado del Iniciado. Desde allí, esto es, desde el Oriente, el Conocimiento esotérico, irradiaría a todos los lugares del mundo”. Al principio, tras leer este texto, Pencho quedó estupefacto. En medio de su confusión, no fue capaz de adivinar las implicaciones que el mismo podía tener. Pero

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pronto se recuperó de su perplejidad y empezó a pensar con claridad: El manuscrito hacía referencia a la libre interpretación de los textos bíblicos que preconizan las órdenes esotéricas al anteponer el pensamiento humano a cualquier interpretación de carácter ortodoxo o dogmático. Estaba claro que los pergaminos habían sido escondidos allí por alguna secta secreta de carácter ocultista debido a la persecución que sufría este tipo de asociaciones en el régimen de la Dictadura. El lugar elegido era perfecto, pues la vieja catedral, que quedó prácticamente en ruinas como consecuencia de la guerra civil, había sido totalmente abandonada, tapiándose los accesos a sus cercanías por el peligro de derrumbamiento y respetándose una única puerta para entrar en su interior, la cual aparecía permanentemente cerrada e, incluso, se había adosado una pequeña vivienda junto a esta puerta destinada a los guardeses que se encargasen de la vigilancia y cuidado de los restos del templo; por lo que era sumamente improbable que alguien pudiera hacerse con los documentos. Solamente la casualidad quiso que un entusiasta de los monumentos cartageneros, cual era el padre Venancio, diese con el manuscrito y, al darse cuenta de la importancia, unida a la peligrosidad del hallazgo, resolvió seguramente esconder una muestra del mismo para, posteriormente, comentarlo con su amigo Pencho, compañero de confidencias y discusiones sobre temas filosóficos y esotéricos en general, con el que había compartido tantos y tantos momentos departiendo sobre este tipo de materias. Pero el destino quiso que el padre Venancio accediese a un lugar ruinoso del templo, y los muros debieron derrumbarse al dar aquél algún paso en falso o cometer cualquier imprudencia inadvertida, debido al estado de euforia causado por su reciente descubrimiento. Entonces, dándose cuenta aquél de la gravedad de las lesiones que le causara el accidente, decidió hacerle llegar la prueba que constituía el pergamino de la única manera que se ocurrió en aquellos momentos, es decir, a través del chiquillo que en aquellos momentos se acercó a auxiliarle y que le había visitado aquella mañana en el Instituto, con el fin de que él, Fulgencio Alcaraz, prosiguiera las investigaciones que el infortunio no había permitido que realizaran juntos. Pero, ¿existían más documentos aparte de aquél que en estos momentos tenía delante de sí? – continuó Pencho con su línea de pensamiento - ¿No habría querido indicarle el padre Venancio con su gesto que en la antigua catedral había escondido un auténtico filón de aquellos documentos y que él era la persona indicada para rescatarlos y sacarlos a la luz? ¿O, por el contrario, el pergamino que se hallaba en su poder era el único superviviente de toda una serie de ellos que la guerra civil se había encargado de destruir?


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Cualquier respuesta a estas cuestiones no constituiría más que una pura y simple conjetura, por lo que Pencho las desechó de su mente, considerando que, en cualquier caso, su primer paso debería consistir en asegurarse de si existían más documentos, y para ello debería comprobar “in situ”, es decir, en el interior de la Catedral Vieja, que esto era así. Pero podría darse también la circunstancia de que el volumen del número de pergaminos fuera abultado, por lo que debería ir provisto de un vehículo en que poder cargarlos a tal fin. Inmediatamente pensó en su amigo Ramón como la persona idónea para este menester: poseía una flota de camiones en su negocio de transporte que le sería de gran utilidad en este caso y, además, podía contar indiscutiblemente con su discreción. Inmediatamente decidió ir a visitarlo.

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CAPITULO 4

Ramón Aguilar era un joven empresario dueño de un negocio de transporte en las cercanías de la Lonja, que había compartido con Pencho su niñez estudiando el bachillerato conjuntamente en el colegio de “La Sagrada Familia”, conocido popularmente como “Los Hermanos Maristas”. Pronto se había dado cuenta de que la vida colegial no se había hecho para él, puesto que dotado de un carácter activo y emprendedor lo que realmente deseaba era hacerse cargo cuanto antes de la empresa de su padre, así que, enseguida, abandonó sus estudios para dedicarse de lleno al negocio familiar. Su amistad con Pencho, sin embargo, continuó, pues a pesar de ser muy distintos en sus preferencias de ocupación en la vida, ambos eran acreedores de un carácter alegre y jovial que los había convertido en compañeros inseparables de fiestas y diversiones en su temprana juventud. Posteriormente, Ramón se había casado con Laura, con la que ya había hecho buenas migas en la pandilla de la que todos ellos antaño formaran parte, mientras que Pencho permanecía soltero, a pesar de su noviazgo con María José, hija del comisario Federico Conesa del que ya hemos hablado anteriormente, y a la que aquél había conocido más tarde, cursando sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Murcia, facultad en la que Pencho había obtenido el doctorado “cum laude” y en la que María José continuaba todavía su cuarto curso de licenciatura. Fulgencio Alcaraz entró en el local de la empresa admirando el ritmo de trabajo que en ella se advertía, pues mientras unos camiones entraban por una de las puertas de la misma a fin de organizar los bultos que portaban, otros ya salían por otra para repartir los paquetes y enseres que un grupo de trabajadores se ocupaba en cargar. Aunque la actividad era febril, no faltaba el buen humor entre el personal del negocio, pues no en vano casi todo estaba constituido por familiares de Ramón Aguilar que éste había ido contratando a medida que la empresa prosperaba, dándole así al negocio un aire y estilo peculiares, muy similares a la personalidad de su dueño, jovial pero responsable al mismo tiempo. Pencho no pudo evitar comparar este ambiente con el que recordaba de su época de colegial,

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cuando al salir de clase acompañaba a Ramón a visitar al padre de éste, el cual, bastante desocupado, les ofrecía siempre alguna cosilla para merendar. No cabía la menor duda de que el negocio había crecido, pasando de ser una mera actividad para subsistir, propia de la posguerra, a constituir todo un modelo de empresa moderna y dinámica. Y es que España estaba empezando a salir a flote después de los años de miseria y privaciones que recientemente había padecido. Pencho saludaba aquí y allá, ora con el brazo ora a base de palmaditas en el hombro a tal o cual trabajador a medida que iba cruzando el local de negocio hasta llegar a las escaleras metálicas que conducían a las oficinas administrativas, que estaban construidas en lo alto de la nave. Una vez arriba, observó que tras una puerta de cristal, inmersos en papeles, se encontraban Ramón Aguilar y, frente a él, su mujer, Laura, la cual desempeñaba las funciones de contable y secretaria al mismo tiempo, pues era una persona bastante celosa de las intimidades del negocio común, no permitiendo en manera alguna que una tercera persona tuviera acceso a las interioridades de la empresa, a pesar de que podría seguramente permitírselo, desde el punto de vista económico. La expresión de Ramón cambió cuando vio llegar a su amigo, levantándose inmediatamente de su asiento para recibirle: -

Pero bueno, ¡qué sorpresa! Si es el mismísimo don Pencho Alcaraz.

-

¡Sí señor! El mismo que viste y calza. Ambos amigos se fundieron en un abrazo mientras Laura les observaba

sonriendo. -

Y, ¿qué le trae por aquí al profesor más juerguista de Cartagena?

-

Cuidado, que las paredes oyen.- Pencho hizo un gesto significativo de silencio

llevándose el dedo índice a los labios y los dos prorrumpieron simultáneamente en una sonora carcajada, que poco a poco fue apagándose a medida que la expresión del rostro de aquél iba cambiando pensando en la manera de exponerle a su amigo el verdadero motivo de su visita, pues no quería inmiscuirle más de lo necesario en el oscuro asunto que tenía entre manos. -

Vengo a pedirte un favor, Ramón.- confesó Pencho, yendo al final directamente al

grano en lealtad a la gran amistad que les unía. -

Eso está hecho.- dijo el otro correspondiendo a la sinceridad de su amigo, quién

sonrió al conocer de antemano la respuesta de Ramón.- Y bien, tú dirás...


El Manuscrito de la Catedral

-

Necesito una camioneta para hacer un transporte...

-

Dime dónde y cuándo, y allí estaré. Pencho admiró de nuevo la camaradería de Ramón, quién sin hacer una sola

pregunta estaba dispuesto a ayudarle en lo que fuese. Sin duda no se había equivocado de persona. -

Debe de ser esta misma noche.- aclaró.

-

A las diez, paso por tu casa a recogerte. – acordó Ramón, dando por concluido el

tema. Y a continuación pasaron a hablar de otras cosas, siempre referidas a los viejos tiempos, conversando ambos amigos durante un buen rato antes de despedirse hasta la noche.

- 26 -



El Manuscrito de la Catedral

CAPITULO 5

El comisario Conesa tenía ante sí a Antoñito Guzmán, más conocido como “Antoñico(5) El Seco(6)”, sobrenombre que, continuando la saga, había heredado de su padre, y éste de su abuelo, haciendo aquél clara alusión a la figura enjuta y alargada desprovista del mínimo atisbo de carnes que les caracterizaba. Quizá por esta razón, la fisonomía de Antoñico no le era totalmente desconocida al comisario, pues seguramente habría visto en más de una ocasión a alguno de los miembros de la familia por los pasillos de la comisaría, al dedicar todos ellos gran parte de su desocupada existencia a realizar pequeños hurtos entre el vecindario de la “Cuesta de la Baronesa” y aledaños, territorio en que tenían aquellos su base de operaciones y donde acudía a detenerlos con cierta frecuencia la policía municipal, para realizar pesquisas relacionadas con las denuncias normalmente interpuestas por los comerciantes de la zona. El comisario Conesa miró a los ojos al muchacho desaliñado, sucio y despeinado que tenía delante y le dijo: -

Ahora mismo me vas a contar todo lo que sepas sobre la muerte del padre

Venancio. El muchacho no se arredró, pues, acostumbrado a estas lides, aquel hombre gordo del bigote no iba a asustarle ahora a él, a “Antoñico El Seco” por muy cominsario que fuese, y mucho menos en aquella ocasión en que él no había hecho absolutamente nada, salvo ofrecerle su ayuda al cura de Santa María. Por eso le mantuvo, desafiante, la mirada al comisario, limitándose a responder: -

Yo no he hecho ná.

-

No querrás tener problemas, ¿verdad?

-

Le digo que yo no he hecho ná.

-

Eso lo tendré que juzgar yo. Tú ocúpate de contestar a lo que te pregunto.

- 28 -


El muchacho sopesó la situación: Estaba claro que el cominsario(7) no le dejaría marchar si no le proporcionaba algún tipo de información; en cambio, si le contaba la verdad, con toda seguridad perdería su interés en él y simplemente se contentaría con volver a llamarle en alguna otra ocasión para tratar de sonsacarle algún determinado dato que hubiera podido olvidar incluir en su primera declaración. Lo que nunca debería hacer él sería soltarlo todo a las primeras de cambio; cada palabra suya tendría materialmente que arrancársela el cominsario, y solamente de esta forma le creería éste, aun cuando fuera con reservas. En virtud de esta reflexión, decidió hablar: -

Yo estaba allí por(8) un casual.

-

¿Te refieres a la Catedral Vieja?

-

No; me renfiero(9) a los bloques del muelle de San Pedro los domingos en verano. El comisario Conesa largó un bofetón por encima de la mesa al chaval, el cual al

estarlo esperando, lo esquivó fácilmente, hecho que encolerizó, todavía más a aquél. -

¡No te hagas el gracioso conmigo, gilipollas! ¿Tú sabes quién soy yo?

-

Sí; el cominsario de polisía(10).

-

¡El señor comisario! ¡Estúpido!

-

Bueno, eso...

-

¿Qué quieres? ¿Qué te mande al calabozo tres días? “Antoñico El Seco” negó con la

cabeza. -

Pues entonces, desembucha, hijo puta.

-

Estábamos comprando tabaco en el carrillo de (11) “Cari La Siega”...

-

Estabais, ¿quiénes?

-

Pos yo, El Ginesico y El Mariano.

-

Continúa.

-

Entonses oímos un ruido acojonante y echemos a correr...

-

¿Hacia dónde?

-

¡Pos hasia donde va a ser! ¡Hasia la catedral, pijo! El comisario dejó pasar la impertinencia del muchacho al estar mayormente

interesado en la continuación de su relato. -

Y entonces, ¿qué visteis?

-

Pos(12) al cura hecho porvo.


El Manuscrito de la Catedral

-

¿Os cruzasteis con alguien que saliera corriendo de allí? El chaval movió

negativamente la cabeza. -

¿Qué más?

-

El cura me dio unos papeles...

-

¿Qué clase de papeles? – quiso saber el comisario, arrepintiéndose de su pregunta

tan pronto como la planteó al caer en la cuenta de que el chico apenas sabía leer. -

Pos unos papeles...

-

Está bien. ¿Te dijo algo el padre Venancio?

-

Que se los llevara al maestro ese...

-

¿A quién?

-

Al maestro del Istituto.

-

¿Cuál es su nombre?

-

El Furgensio Arcarás ese... Por fin había obtenido un dato importante. El comisario respiró aliviado.

-

Espero, por tu bien, que no me hayas mentido. ¡Lárgate! El Seco salió corriendo del local de la comisaría, no tanto por si el comisario se

arrepentía de su decisión como por el hecho de contar lo sucedido a los miembros de su peña. La jugada le había salido bordá(13); no en vano él era el líder de su grupo y su relato contribuiría a reforzar su preeminente posición en el mismo.

- 30 -



El Manuscrito de la Catedral

CAPITULO 6

Ramón Aguilar pasó por el domicilio de Pencho a la hora acordada con éste en una pequeña camioneta utilizada para el reparto de paquetes. Una vez instalados ambos en su interior, aquél se dirigió a éste con una sonrisa, diciéndole: -

¿Adónde vamos?

-

A la Catedral Vieja.

-

¿Quééé...? Pencho no pudo reprimir una carcajada ante la actitud de perplejidad de su amigo.

No olvidemos que el antiguo templo era un lugar totalmente abandonado. -

Sí hombre, confía en mí.

-

A ver si después de tantos años de conocernos me vas a salir rana. - bromeó

Ramón. -

Tú prepárate por si acaso... –le coreó Pencho.

-

¿Es que no me vas a decir para qué demonios vamos allí?

-

Es mejor que no lo sepas.

-

En serio que me estás intrigando con tanto misterio. Pencho se puso a mirar por la ventanilla del coche a fin de cortar la conversación,

por lo que Ramón se concentró en la conducción del vehículo. Las calles de la ciudad aparecían vacías a esa hora de la noche en que las familias se encontraban recogidas en sus casas gozando del merecido descanso después de una prolongada jornada laboral. Tan solo excepcionalmente observaban algún viandante con el cuello del abrigo levantado y caminando a paso rápido para combatir la sensación de humedad que flotaba en el ambiente. Al ser la hora en que los empleados municipales regaban las calles contribuía a fomentar la incomodidad del paseo. Pasaron junto a Capitanía General, donde las enormes puertas de hierro con adornos dorados aparecían ya cerradas a pesar de continuarse la vigilancia del edificio desde

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su interior, siguieron por la calle del Aire dejando de lado la ya mencionada iglesia de Santa María de Gracia a la que perteneciera el malogrado padre Venancio y, por fin, subieron por la Cuesta de la Baronesa donde se encontraba emplazada la iglesia de Santa María la Vieja, indicándole Pencho a su amigo que aparcase el vehículo. -

Espérame dentro del coche.- le dijo – Y para evitar cualquier protesta por parte de

aquél, rápidamente bajó de la cabina, dirigiéndose al lateral de la catedral y recogiendo varias piedras por el camino a fin de formar un pequeño montículo que le ayudase a escalar la tapia que se había levantado después de la guerra, para proteger a los posibles paseantes de probables derrumbamientos de los muros de la catedral. Una vez salvado el obstáculo, Pencho encendió una linterna, ascendiendo por la empinada cuesta que bordeaba las partes lateral y trasera del templo hasta llegar a la Puerta del Osario. Una vez allí, pudo observar, junto a ella, los restos del derrumbamiento que había causado la muerte del pobre padre Venancio. Un montón de cascotes aparecía amontonado de forma desordenada justo al lado de la indicada puerta. Inmediatamente, Pencho colocó la linterna en un saliente de la pared enfocando directamente el montículo de escombros, que pronto quedó dentro del círculo formado por su haz luminoso. Con ambas manos se puso a escarbar, maldiciéndose al mismo tiempo por no haber reparado en traerse una pala. El trabajo era agotador, pues algunos cascotes eran de un tamaño considerable, teniendo que utilizar aquél todas sus fuerzas para poder levantarlos y apartarlos a un lado y esto unido a la gran cantidad de los mismos, es lo que determinó que su frente no tardara en perlarse en sudor a pesar de la frescura del medioambiente que le rodeaba. Sus manos comenzaban a despellejarse y a sangrar; razón por la que Pencho estaba a punto de desistir de su empeño, pensando en volver al camión para pedir ayuda a Ramón, cuando su mano derecha tropezó con algo que no tenía la apariencia de ser un cascote o un ladrillo. Rápidamente empleó las dos manos en desenterrar el objeto, al parecer de madera, que estaba fuertemente hundido en la pila de escombros. Junto a aquél había una gran piedra que afortunadamente parecía no haber dañado la cubierta, teniéndose Pencho que emplear a fondo para poder separar aquélla a fin de rescatar el preciado objeto. Por fin, aunque sus manos se encontraran cubiertas totalmente de una mezcla de sangre, polvo y tierra y su cuerpo se hallase totalmente bañado en sudor, Pencho consiguió


El Manuscrito de la Catedral

desenterrar lo que resultó ser un cofre de medianas proporciones. Mientras se alzaba para reponerse momentáneamente del enorme esfuerzo desarrollado, aquél tuvo ocasión de observar que la madera de su cubierta estaba seriamente castigada como consecuencia del derrumbe; aparecía arañada y hasta astillada en algunos puntos, hallándose asimismo totalmente cubierta de una espesa capa de polvo. Pero al ser aquélla de naturaleza maciza, había sido capaz de soportar los golpes causados como consecuencia del desplome, protegiendo de esta manera la totalidad de su contenido. Pencho sacó un pequeño cortaplumas que llevaba siempre consigo como abrecartas y hurgó en la cerradura del cofre, que sorprendentemente se abrió con suma facilidad, seguramente deteriorada como consecuencia de algún impacto - pensó. Rápidamente abrió la tapa y de un vistazo comprobó que el pequeño baúl estaba lleno de cilindros de arpillera idénticos a la cubierta del pergamino que le entregara el muchacho en el Instituto. Felicitándose por su suerte, Pencho alzó el cofre entre sus brazos, comprobando que su peso no era excesivo al estar exclusivamente lleno de pergaminos, por lo que podía cargar con él con relativa facilidad. El regreso al coche suponía una bajada en cuesta hasta llegar al muro que tuviera que escalar a la venida, por lo que hubo de pararse en varias ocasiones para tomar aliento y reponer fuerzas, encontrando la recompensa a su esfuerzo cuando finalmente topó con aquél. Dejando con alivio el cofre en el suelo, se subió rápidamente encima de él y se disponía a llamar a su amigo para que le ayudase cuando, lo que vio en el momento que alzó su cabeza por encima del muro, le obligó a tomar posiciones para observar cautelosamente la situación: un policía se encontraba, a cierta distancia y de espaldas a él, junto a la camioneta, pidiéndole a Ramón toda clase de papeles, que éste sacaba sucesivamente de la guantera del coche. Pencho a duras penas oía lo que decía aquél, pero le pareció por el movimiento enérgico de sus brazos que conminaba a su amigo a marcharse de allí inmediatamente, por lo que, tras alguna protesta vacilante por parte de Ramón, éste no tuvo más remedio que accionar el arranque y comenzar a andar con el vehículo, permaneciendo el policía en el lugar hasta comprobar que aquél desaparecía de su vista.

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“Ahora sí que la hemos hecho buena”. – pensó Pencho parapetado detrás del muro.- “No me queda más remedio que confiar en que el poli se vaya y esperar a que Ramón vuelva”. En ese momento, el agente se volvió hacia donde él se encontraba, teniendo que esconderse bajando rápidamente la cabeza para que aquél no le descubriera. A continuación, se obligó a contar hasta quinientos antes de volver a asomarse por encima del muro, mientras el agente se acercaba peligrosamente a él como si hubiera observado alguna alteración anómala. Al fin, el policía descubrió las piedras amontonadas para escalar el muro, dudando entonces entre subir o quedarse a escuchar detrás de éste. Finalmente, optó por lo segundo, pensando que la escalada no sería fácil, y que el montículo de piedras podía ser obra de cualquier muchacho de los que jugaban a diario por allí. Pasados unos segundos, al no escucharse nada anormal tras la tapia, el agente se enderezó y, después de bostezar abiertamente, comenzó lentamente a bajar la “Cuesta de la Baronesa” en dirección a la calle del Aire. En ese momento, Pencho asomó la cabeza, felicitándose interiormente, pues estaba seguro de que Ramón no tardaría en aparecer de nuevo. Efectivamente, pasados unos minutos aquél pudo observar desde su escondite la luz de los faros de un coche que subía lentamente por la cuesta. Enseguida pudo comprobar que se trataba de la camioneta de Ramón, la cual maniobraba para situarse lo más cerca posible de donde él se encontraba. A continuación, Ramón bajó del vehículo y se acercó hasta él. Pencho, haciendo un último esfuerzo, alzó el cofre por encima del muro, que Ramón recogió rápidamente, ayudando a continuación a su amigo a escalar la tapia. Entre ambos cargaron el cofre en la camioneta, con la constante sensación de ser vigilados por alguien. A Pencho le pareció incluso observar con el rabillo del ojo una sombra que se interponía en el claro de luz que partía del mirador de una casa situada al final de la cuesta, pero rápidamente desechó estos pensamientos considerándolos producto de su imaginación calenturienta del momento, subiendo a continuación a la cabina. Cansado y sudoroso, Pencho inició un suspiro de tranquilidad al sentirse seguro en el interior del vehículo pero pronto se vio interrumpido en su alivio por la aparición, a la luz de los faros del coche, del mismo policía que estuviera anteriormente, el cual daba la vuelta a la esquina proveniente de la calle del Cañón. Sin duda estaba de ronda por la zona. Instintivamente, Ramón aceleró la marcha de la camioneta, pasando casi rozando al agente, que tuvo que ponerse de lado para evitar ser atropellado. A continuación,


El Manuscrito de la Catedral

continuó como una exhalación por la calle del Cañón, desviándose hacia la cuesta de la Muralla del Mar y evitando así pasar por la plaza del Ayuntamiento, donde existía un retén de la Policía Municipal. Ya a la altura del Hospital de Marina, sintiéndose a salvo, los dos amigos prorrumpieron simultáneamente en una sonora carcajada.

- 36 -



El Manuscrito de la Catedral

CAPITULO 7

Maria José Conesa, hija del comisario del mismo nombre y novia de Pencho, se encontraba aquella tarde de un radiante buen humor. Por fin acababa la semana laboral y podía pasar el fin de semana en casa con su familia y su novio. Sentada en el autobús de línea regular Murcia - Cartagena, dejaba la capital universitaria para dirigirse a su ciudad natal. Por la ventanilla del coche observaba el Parque de Floridablanca, en cuyo interior y alrededores aparecían en diferentes actitudes multitud de estudiantes disfrutando, como ella misma, de la relajación que lleva aparejado el conocimiento del cercano ocio que necesariamente acompaña a la finalización de la semana lectiva. Maria José había conocido a Pencho dos años atrás, mientras éste preparaba el Doctorado en la Facultad de Filosofía y ella misma cursaba segundo año en la misma facultad. Desde el principio le gustó el carácter alegre y divertido de aquel chico moreno, alto, que con frecuencia se tropezaba en los bares de estudiantes de la Plaza de Santo Domingo y del barrio del Carmen y que, sin poseer una gran belleza física, era capaz sin embargo de atraer inmediatamente su atención con interesantes temas de conversación, casi siempre referidos a la cultura y la filosofía, de las que era un auténtico entusiasta. Recordaba con añoranza sus interminables conversaciones sobre los autores clásicos mientras paseaban por la Gran Vía cogidos de la mano, observándose ambos al mismo tiempo con admiración mutua, como dos auténticos enamorados. Desde allí atravesaban la Plaza de las Flores, donde tantas veces adquiriera él un ramillete de claveles para a continuación ofrecérselo con verdadera devoción. Más tarde pasaban a la calle Santa Teresa, lo cual significaba el triste final de su trayecto, pues ella se alojaba junto a una compañera en un antiguo edificio de esta vía. Ya en el portal, apoyados en el viejo portón con llamador en forma de mano, se besaban apasionadamente como si cada noche fuera la última de su existencia... Maria José emitió un suspiro de placer moviendo ligeramente la cabeza hacia los lados para borrar estos felices recuerdos y volver a la realidad, dándose cuenta sorprendida

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de que su trayecto había finalizado casi, pues en ese momento cruzaban el puente de Los Dolores, primer barrio de la localidad cartagenera del itinerario que realizaban. Tras atravesar San Antón, llegaron a la parada de la Plaza de España, donde aquélla pudo observar que se encontraba ya Pencho esperándola. Maria José sonrió observando los esfuerzos de él, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras la buscaba entre las ventanillas del coche. Levantó la mano agitando los dedos a modo de saludo y entonces él la descubrió, sonriendo abiertamente mientras mostraba su impecable dentadura. A continuación, Pencho se colocó junto a la puerta de bajada de los viajeros, cambiando su expresión en cuanto la vio aparecer entre la multitud: Maria José era de estatura media, pero la perfección de su cuerpo de mujer la convertía en extraordinariamente atractiva. Sus formas redondeadas no pasaban nunca desapercibidas y este hecho unido a la increíble belleza de sus facciones de entre las que destacaban unos enormes ojos color verde esmeralda contrastando con el negro azabache de sus cabellos, conseguían un efecto realmente cautivador entre los que la observaban. Pencho se aprestó a coger la bolsa de viaje de mano que ella portaba mientras bajaba las escalerillas del coche y después, pasándole el brazo por el hombro, le dio un ligero beso en la mejilla, que ella agradeció acurrucándose en su pecho. Ambos se miraron con cara de radiante felicidad mientras se dirigían hacia el centro de la ciudad a través de la calle del Carmen, popularmente llamada “El Barrio”. Al final de esta calle, Maria José subió a su casa para dejar el ligero equipaje y saludar a su familia y después, por fin libres de cualquier obligación, se encaminaron a la “Bodega Amorós” con la finalidad de tomar los conocidos minchironicos(14) acompañados de unos vinicos del campo. Mientras se encontraban saboreando estos productos de la tierra, acomodados entre dos grandes toneles de vino junto a un cartel que anunciaba una corrida de toros, Pencho se dirigió a ella, diciéndole: -

Bueno, ¿qué tal la semana?

-

Bien, lo normal: las clases por la mañana, estudiando por la tarde... en fin, nada

nuevo. -

Pues la mía ha sido apasionante. Estaba deseando que llegaras para contártelo.

-

¿Ah, sí? Pues cuenta, cuenta, que esa referencia tuya a la pasión no me ha gustado

nada – bromeó Maria José. Pencho le refirió todo lo relativo a la muerte del padre Venancio, la visita del icue al Instituto para entregarle el documento que le había confiado aquél y, por fin, la


El Manuscrito de la Catedral

recuperación del resto del manuscrito que llevara a cabo junto a Ramón Aguilar, dejándola boquiabierta con su relato. -

Y, ¿qué clase de documentos son esos? – preguntó ella cuando se hubo repuesto

de su asombro. -

Es un manuscrito de contenido esotérico perteneciente, sin duda, a una secta de

carácter secreto. -

Pero, ¿qué pretendía el pobre padre Venancio al hacerte partícipe de la existencia

del mismo? -

Pues intentó, al darse cuenta de la importancia de su contenido al mismo tiempo

que de la peligrosidad de éste, que me hiciera cargo de él para que no cayera en manos extrañas que, bien prohibirían su revelación, o bien procederían a su destrucción inmediata. -

Pencho, me quedo preocupada por lo que me acabas de contar. Ya sabes como

están políticamente las cosas en el tema de las asociaciones y las propagandas ilegales. -

Desde luego que lo sé, aunque mi padre no sea el comisario de policía local -

ironizó él. -

Ya te he dicho muchas veces que no me gustan las referencias a la profesión de mi

padre; es una ocupación la suya que no he elegido yo, por lo que no me considero culpable en absoluto de que pertenezca a las fuerzas represivas del régimen. -

Bueno, bueno, bueno...- Pencho alzó una mano en son de paz - Es una manera de

hablar, mujer, no te enfades. -

Al fin y al cabo, conoces perfectamente mis ideas y sabes que no estoy de acuerdo

en absoluto con la manera de proceder de la policía en estas situaciones, - machaconeó ella - si bien, no puedo hacer nada para evitarlo. En cualquier caso, si en algo te puedo servir de ayuda, no dudes en pedírmelo. -

De sobra lo sé, tontita. – respondió él, comprensivo, mientras la atraía hacia sí

para acariciarle el pelo. Y pasados unos instantes, añadió - ¿Quieres que nos acerquemos a mi casa para enseñarte el manuscrito? -

Lo estoy deseando; ya sabes lo curiosa que soy en todo lo relacionado con estos

temas. Pagaron, pues, las consumiciones al camarero y se dirigieron a la calle Jabonerías, donde Pencho habitaba un antiguo piso de baja renta que le proporcionaba mayor independencia y comodidad al mismo tiempo, puesto que su familia vivía en una pequeña casita en el antes mencionado barrio de Los Dolores. Una vez allí, en la habitación que

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hacía las veces de estudio, fue descubriendo detrás de los numerosos libros que llenaban toda una estantería los diversos pergaminos que antes se hubiera entretenido en camuflar, sacándolos del maltrecho cofre que los contenía y colocándolos ordenadamente en filas detrás de los volúmenes. Entretanto, Maria José se había apoderado de uno de ellos y miraba curiosamente por todos lados la cubierta de arpillera que lo contenía. Pencho lo cogió de sus manos y delicadamente retiró el envoltorio para descubrir el pergamino enrollado, que volvió a entregar a Maria José, quién rápidamente lo desplegó a fin de leer su contenido:

“ La serpiente del jardín del Edén hace clara referencia a la fuerza electromagnética que se encuentra en estado de letargo en todos los seres humanos y que, desarrollada convenientemente con la ayuda de determinados ejercicios corporales acompasados con una respiración rítmica, como el Yoga hindú, permite convertir la fuerza física en potencia espiritual. Es el llamado Kundalini, en sánscrito, que en todos los tiempos a lo largo de la historia ha sido conocido por las diversas culturas y civilizaciones y representado siempre como una serpiente enrollada sobre sí misma. Son necesarios años de estudio y preparación para lograr desarrollar esta fuerza latente que, sin embargo, se encuentra impresa en la naturaleza humana. El mal uso o la utilización indebida de esta facultad puede acarrear consecuencias nefastas para el hombre y su entorno, por eso el Señor en el texto bíblico maldice a la serpiente diciéndole: “...te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo...”, en clara alusión alegórica al estado letárgico del Kundalini, que es necesario potenciar debidamente para su correcta utilización en la práctica mística o iniciática. Nuestros primeros padres no estaban iniciados en el normal uso de sus facultades psíquicas, totalmente desconocidas para ellos por otra parte; por esa razón, el Génesis manifiesta que “sintieron vergüenza de estar desnudos”, haciendo referencia de esta manera simbólica a su ausencia de Conocimiento, que el Señor trató de paliar expulsándolos del Paraíso, vistiéndolos con unas “túnicas de piel”, en


El Manuscrito de la Catedral

abierta mención a su composición animal, y enfrentándolos con la naturaleza, diciéndole a la mujer: “Multiplicaré los dolores de tu preñez...”, y al hombre: “...Con el sudor de tu frente comerás el pan...” “...porque eres polvo y al polvo volverás”. De esta manera, indicó Jehová el primer paso del camino a seguir a Adán y Eva: el conocimiento natural, esto es, el dominio de la naturaleza y el conocimiento de la propia materia de la que estaban formados, expulsándolos del jardín del Edén por el Oriente, donde se hallaba el Árbol de la Vida, es decir, guiándolos hacia la Luz para poder obtener la Vida a través del Conocimiento”. -

¡Es sorprendente, Pencho! – comentó Maria José, entusiasmada.

-

¿Verdad que sí? – replicó aquél con una sonrisa, al confirmar su hipótesis de que

su novia quedaría encantada con el descubrimiento. -

¿Y qué piensas hacer con los pergaminos?

-

De momento estoy haciendo copias de todos ellos por si se diera el caso de que

tuviera que esconderlos en sitios diferentes. Por otra parte, sospecho que estos documentos confirman una teoría que sostenía el padre Venancio, la cual me voy a encargar de demostrar, una vez obtenidas las pruebas que acreditan su exactitud, en cumplimiento póstumo de los deseos del padre. -

¿Y cuál es esa teoría? Pencho adoptó una actitud interesante antes de proceder a explicar a su novia:

-

El padre Venancio afirmaba que el conocimiento esotérico parte en la historia del

Antiguo Egipto, concretamente con la Gran Hermandad Blanca, cuyos miembros vestían hábito blanco en señal de pureza de conocimiento, estando sometidos a una dura disciplina y guardando celosamente sus prácticas y conocimientos secretos. Posteriormente, el pueblo hebreo accedió a esos misterios esotéricos durante su esclavitud bajo el yugo egipcio a través de alguno de sus destacados miembros como José, que ocupó un alto cargo en la Corte Faraónica, o Moisés, que fue adoptado por la hermana del Faraón, recibiendo de esta manera instrucción iniciática durante su juventud como correspondía a su elevado rango. Más tarde, el conocimiento esotérico fue asumido por el pueblo hebreo como una característica más identificativa de su cultura y de su raza, pasando a formar parte de su ideario místico y siendo guardado de una manera secreta, para evitar su manipulación o

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tergiversación, en forma de extraños signos cuyo conjunto llegó a formar una disciplina de carácter hermético denominada “Cábala”. De todas las sociedades secretas a que dieron origen estas prácticas místicas, la más conocida y que al mismo tiempo sirvió de base a todas las órdenes de carácter esotérico fue la de los Esenios, los cuales practicaban la vida en común bajo la forma de comunidad de bienes, vivían de una manera ascética alimentándose exclusivamente de lo que ellos mismos se proveían, dedicando su existencia a la meditación trascendente y celebrando entre ellos misteriosos ritos y ceremonias acompañados de signos y señales secretas que les servían para reconocerse entre sí. Era realmente difícil acceder a su organización, y a los pocos neófitos que lo conseguían después de someterlos a duras pruebas, les entregaban un mandil blanco representativo de la pureza de su misticismo y un martillo que simbolizaba la necesidad de realizar obras donde plasmasen sus conocimientos esotéricos. -

Pues bien, - continuó diciendo Pencho en tono magistral - el padre Venancio

sostenía la tesis de que el ideario místico de los Esenios fue traído a Hispania por los discípulos del apóstol Santiago en el año 36 d.C., los cuales desembarcaron en el puerto de Cartago - Nova a fin de propagar su doctrina, extendiéndose luego por el resto de la península, especialmente por el norte de Hispania y sur de las Galias, enterrándose después de su muerte los restos del apóstol y dando lugar con ello a la aparición de la localidad de Santiago de Compostela, inicialmente denominada simplemente Compostela (campo de estrellas). Tal fue el éxito de las enseñanzas del apóstol que los fieles establecieron a partir del siglo IX el culto a sus restos, convirtiéndose posteriormente la ciudad de Santiago en la meta de la ruta de peregrinación más importante de Europa. Santiago el Mayor era hermano de San Juan Evangelista, y ambos eran llamados por Jesucristo “Hijos del Trueno”. Pues bien, la orden esotérica que se formó a raíz de las enseñanzas del apóstol recibió el nombre de “Hijos de la Luz”, cuya misión inicial fue recopilar la doctrina de Santiago el Mayor, escribiéndola en papiros en forma de signos cabalísticos, a fin de que no pudiera ser manipulada, permitiendo al mismo tiempo de esta manera que solamente pudieran acceder a ella los adeptos a la Orden. El padre Venancio estaba convencido – terminó al fin Pencho su razonamientode que esos papiros se encontraban escondidos en algún sitio oculto, seguramente en una catedral o basílica, siendo los lugares que tenían más posibilidades de constituir su sede la propia ciudad de Santiago de Compostela, la de Zaragoza, donde según la tradición se apareció la Virgen al apóstol Santiago o la ciudad de Cartagena, donde desembarcó éste a


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su llegada a España. Finalmente, se ha demostrado que el padre Venancio tenía razón en sus conclusiones, y que los “Hijos de la Luz” debieron descartar las otras dos localidades candidatas a albergar tan precioso tesoro, al convertirse ambas en lugar de peregrinación donde la afluencia de fieles era abrumadora (no olvidemos que tanto la Virgen del Pilar como el apóstol Santiago son patrones de España), siendo, por tanto, mucho más difícil mantener en ellas oculto el manuscrito. -

Pero estos pergaminos no están escritos en lenguaje cabalístico - razonó Maria

José - ¿Qué te hace entonces sospechar que se trata de los mismos a los que se refería el padre Venancio? -

Por supuesto que no se trata de los documentos originales, los cuales con toda

seguridad fueron sacados de España a fin de ocultarlos en algún lugar seguro mientras duró la guerra civil. Actualmente los “Hijos de la Luz” se hallan extendidos por todo el mundo civilizado, por lo que no supondría ningún problema para ellos esconder los pergaminos originarios en la caja fuerte reservada de un banco, por ejemplo, en Suiza, para así también preservarlos de su destrucción en cualquiera de los países europeos mientras duró el conflicto de la segunda guerra mundial, quedando simplemente en su sede primitiva de la ciudad de Cartagena una copia simbólica de los mismos, como me imagino existe también en cualquier otra localidad importante donde se halle asentada la Orden. -

¿Crees que son muy valiosos, a pesar de no ser los auténticos?

-

Por supuesto; lo que realmente interesa de ellos es su contenido,

independientemente de que su antigüedad daría sin duda un valor añadido a esos documentos. Pero ten en cuenta que hacen referencia a la interpretación esotérica de la Biblia realizada por los discípulos de Santiago apóstol, lo que les da unos mayores visos de credibilidad exegética, puesto que al ser practicada aquélla por una orden hermética dependiente directamente del apóstol de Jesucristo implicaría ello una puridad extrema en la tarea de glosar y comentar los textos originarios; labor que, por otra parte, ha sido llevada a cabo durante siglos. La autenticidad y pureza de la obra llevada a cabo por traductores, intérpretes, pensadores…etc, está plenamente asegurada. Por eso el valor histórico de la obra es incalculable, aparte de la riqueza indubitada de su contenido. Maria José quedó encandilada durante unos instantes admirando la profundidad de conocimientos, así como la suma facilidad para exponerlos por parte de su novio Pencho, añadiendo, pragmática, al fin: -

Tenemos, entonces, que esconderlos en un lugar seguro.

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-

Así es, desde luego – estuvo de acuerdo él.


El Manuscrito de la Catedral

CAPITULO 8

El comisario Conesa se hallaba en su despacho mordisqueando distraídamente el extremo de un lápiz, mientras estaba sumido en profundas reflexiones acerca del caso que más le preocupaba en los últimos tiempos: el de la muerte del padre Venancio. Varios aspectos de la investigación le hacían descartar que se hubiese tratado de un simple derrumbamiento producido en la Catedral Vieja lo que hubiere causado la muerte del sacerdote: En primer lugar, el padre Venancio conocía perfectamente el recinto de la antigua catedral, la cual visitaba con frecuencia, lo que hacía sumamente improbable que hubiera podido cometer cualquier imprudencia que motivase el desplome de una parte de la misma. Incluso aunque el sacerdote se hubiese encontrado en ella a oscuras o con luz deficiente, a ojos cerrados habría podido recorrer todo el interior del templo, dada la asiduidad con que lo frecuentaba, puesto que, en cuanto coadjutor de la iglesia de Santa María, era el encargado de velar por la conservación de los restos de la vieja catedral, labor que además realizaba de una manera realmente entusiasta, al ser un verdadero enamorado de los monumentos de su ciudad natal. Además, en el reconocimiento del lugar de los hechos durante la investigación, se habían encontrado dos clases de elementos de construcción perfectamente diferenciados: en el montículo de escombros que habían quedado amontonados tras el derrumbe, aparecían restos de ladrillo que contrastaban claramente con las grandes piedras que se habían utilizado en su construcción originaria, lo que indicaba a las claras que en alguna obra de reforzamiento o remodelación posterior de la catedral se habían utilizado estos nuevos elementos de construcción realizados a base de ladrillo cocido. La pared original correspondiente a la Puerta del Osario, donde se había producido el derrumbamiento, estaba prácticamente intacta, y absolutamente todas y cada una de las piedras utilizadas en su construcción se encontraban en su sitio, lo cual quería decir que en una fecha indeterminada posterior a la edificación de la catedral, había sido construida, adosada a aquella pared y de manera simulada, otra pared, ésta de ladrillo, dejando entre ambas una

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cámara que serviría seguramente, dadas sus características, para esconder tesoros, joyas o documentos valiosos. Por otra parte, si todos los bloques de construcción primitivos aparecían en su sitio correspondiente en la pared de la Puerta del Osario, ¿cómo era posible que junto al montón de escombros hubiera caído una gran piedra idéntica a las utilizadas en la construcción de la catedral? ¿De dónde provenía aquélla?... Por otro lado, estaba la cuestión de que el padre Venancio era lo que se denominaba un “cura rojo”, un intelectual de izquierdas al que se le había llamado la atención por sus superiores en más de una ocasión por razón de los sermones que pronunciase durante sus homilías, y que habían causado algún que otro conflicto local de carácter político, habiendo tenido que mediar el Ordinario de la Diócesis en las controversias que se produjesen, en cumplimiento del Concordato del Estado Español con la Santa Sede firmado en el cercano año de 1.953. Por tanto, aquel documento... el que le entregare el padre Venancio antes de morir al muchacho ése... ¿cómo se llamaba? ...¡ah, sí!, el hijo de El Seco, Antoñico... ¿no tendría un contenido político? Se lo había confiado envuelto en una cubierta de arpillera y a sabiendas de que aquél apenas sabía leer, por lo que su texto no debía ser del todo inocente...Y además le hizo el encargo urgente de que se lo entregase a ... ¡Fulgencio Alcaraz!... ¡el chico del que su hija estaba encaprichada!... Hasta la fecha no había recibido queja alguna de este muchacho, le parecía una buena persona y, por otra parte, ya era hora de que su hija sentase la cabeza... Debía tratar, pues, esta cuestión con la máxima delicadeza; no soportaba tener más discusiones con su hija, ni disgustos en relación con ella que, por otra parte, era la única que tenía y, por tanto, no quería perderla ahora, en su mayoría de edad. Ya habían chocado bastante durante su pubertad debido al carácter endiabladamente rebelde que tenía aquélla y que, sin duda, había heredado de su madre. Después teníamos el parte del policía aquél que estaba de ronda por los alrededores de la Catedral Vieja, el cual había visto un vehículo en actitud sospechosa aparcado en sus inmediaciones, y que más tarde casi lo arrolló aumentando ostensiblemente su velocidad mientras bajaba por la Cuesta de la Baronesa al tiempo que él subía... Con los datos suministrados por el agente habían podido averiguar que la pequeña camioneta pertenecía a Ramón Aguilar, el dueño de la empresa de transportes ubicada junto a la Lonja. La personalidad de este individuo era intachable: estaba considerado como un empresario responsable y trabajador, y todo el mundo hablaba bien de él en la ciudad, pero, sin


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embargo, no cabía la menor duda de que se encontraba allí aquella noche, pues él mismo se había identificado ante el agente. Empezaría por dirigir hacia aquél sus investigaciones y, decididamente, dejaría la cuestión del documento entregado a Fulgencio Alcaraz para más tarde, al ser esta una diligencia personal mucho más espinosa.

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CAPITULO 9

Ramón Aguilar se encontraba en la oficina de la empresa de transportes que constituía su negocio, organizando, ya de noche, los numerosos pedidos que debería atender al día siguiente a fin de que el ritmo de trabajo fuera eficiente y no se produjesen errores ni dilaciones durante el desarrollo de la jornada laboral. En la parte de abajo, perfectamente apilados y clasificados a un lado de la gran nave que constituía la sede de la empresa, se encontraban los bultos que deberían ser repartidos a la mañana siguiente tras ser cargados en los camiones que se encontraban preparados junto a ellos a tal fin. La misión de Ramón en esos momentos consistía en disponer de una manera ordenada de los vehículos que quedasen libres para que recogieran los paquetes y enseres de los domicilios de los respectivos clientes que habían solicitado sus servicios durante la jornada vigente. Era ésta una parte de su trabajo cotidiano que en numerosas ocasiones tenía que realizar de noche en la empresa, a puerta cerrada, pues durante el desarrollo del día le era de todo punto imposible atender a tal menester. Su papel de director, que incluía las relaciones públicas de la empresa, le absorbían todo el tiempo disponible, no permitiéndole atender a esas funciones que, por otra parte, eran más propias de la competencia de una secretaria. Pero aquí topaba con su mujer, Laura, que no quería ni oír hablar de contratar a una chica que se encontrase prácticamente las veinticuatro horas del día al lado de su marido, por lo que ella misma trabajaba en la oficina haciendo las funciones de secretaria y contable todo el tiempo de que disponía libre, después de atender a su casa y a sus hijos. La atención diaria de los pedidos era, pues, llevada a cabo simultáneamente por ambos durante la jornada laboral, faltando, de esta manera, una tercera persona que ordenara y encauzase tal actividad. Este hecho motivaba las horas extraordinarias que, con bastante asiduidad, tenía que completar Ramón una vez cesaba el frenético ritmo de trabajo de la empresa. “¡En fin!, eran gajes del oficio – pensaba aquél mientras disponía sobre su escritorio las numerosas hojas de pedidos, tratando de establecer el número de bultos de cada uno de ellos para combinarlos con los horarios a medida que iban quedando vehículos en disposición. – Al fin y al cabo, no se podía quejar; el negocio funcionaba a las mil

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maravillas, a pesar de que ello supusiese que no le quedara ni un minuto libre siquiera para disfrutar de su familia. ¡Era el precio que había que pagar por llevar una existencia desahogada!” – se consoló. En ese momento le pareció oír un ruido extraño procedente de abajo, de la nave, por lo que cesó momentáneamente en su actividad aguzando el oído para escuchar más intensamente. Nada se oía, el silencio más absoluto imperaba en el local, por lo que reanudó su trabajo pensando que seguramente algún animal callejero había quedado atrapado en la nave al penetrar en ella mientras ésta había permanecido abierta, hecho que, por otra parte, no tenía nada de insólito. Enfrascado de nuevo en la tarea organizativa, de pronto cesó bruscamente en ella al escuchar un crujido, esta vez procedente de la escalera. Ramón se levantó de su asiento, dirigiéndose a la puerta de salida de la oficina y accionando el interruptor que proporcionaba luces a la nave, las cuales había mantenido apagadas hasta ese momento. Miró a su alrededor desde lo alto de la escalera, descubriendo únicamente en su inspección, en el lateral del local, un paquete que había resbalado desde la pila que coronaba, yendo a estrellarse al suelo. Descubierta, pues, la razón de su inquietud, Ramón volvió a apagar las luces de la nave, manteniendo únicamente encendido el flexo de su oficina, y sentándose de nuevo a fin de continuar con su tarea. Concentrado en la misma, no reparó en la sombra que subía cuidadosamente los escalones metálicos a fin de no producir el más mínimo ruido y se introducía rápida y subrepticiamente en su despacho. Pasados unos instantes, Ramón sintió una presencia extraña, como si alguien le estuviera observando insistentemente, pero fue demasiado tarde, pues casi en el mismo momento notó que algo aprisionaba con fuerza su garganta antes de que un objeto pesado y compacto cayera sobre su cabeza, sumiéndole de inmediato en las tinieblas.


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CAPITULO 10

Al comisario Conesa no le gustaba absolutamente nada el cariz que estaban tomando los acontecimientos. A las cinco de la mañana, varios familiares de Ramón Aguilar se habían personado en la comisaría a fin de denunciar la muerte violenta de éste, ocurrida en el transcurso de la noche. Inmediatamente, una patrulla de policía había localizado al comisario, trasladándose todos ellos al lugar de los hechos. Tras observar que la puerta de la empresa de transportes había sido forzada, penetraron en el interior del local, y una vez arriba, en la oficina, el espectáculo que habían tenido que soportar había sido dantesco: Ramón Aguilar yacía, fuertemente atado a una silla, con la cabeza echada hacia atrás, teniendo el rostro totalmente ensangrentado. Su ropa aparecía hecha jirones, como si le hubiese sido arrancada a pedazos, a lo largo de todo su cuerpo, habiendo quedado pegada la restante a las múltiples heridas que le habían sido causadas profusamente. La sangre encharcaba totalmente el suelo alrededor de la silla en la que se encontraba sentado Ramón, cubriendo una superficie considerable de aquél. La caja fuerte de la oficina se encontraba abierta de par en par, y su contenido consistente en escrituras, contratos, cheques, pagarés y dinero en efectivo se hallaba desparramado desordenadamente por el suelo. Avisados inmediatamente el juez de guardia y el forense, éste había certificado la muerte, producida por un paro cardíaco, situándola entre la medianoche y las tres de la madrugada. En un examen más exhaustivo del cadáver, se habían descubierto multitud de traumatismos producidos por golpes con un objeto contundente, similar a una porra, así como gran cantidad de heridas causadas por un objeto de cuero parecido a un látigo. No obstante, dado el carácter violento de la muerte, el cadáver había sido trasladado a las dependencias del Instituto Anatómico Forense a fin de practicarle la autopsia. Personado, asimismo, en el lugar de los hechos, el equipo de huellas de la comisaría de policía, estos habían tomado varias muestras de ellas en los objetos que con

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mayor probabilidad habían tocado los agresores; a pesar de que todo parecía indicar que se trataba de auténticos profesionales que necesariamente habrían usado guantes para cometer el hecho delictivo. En el interrogatorio posterior realizado entre los familiares de la víctima, excluyendo a su esposa que se hallaba presa de un ataque de histeria, poco había podido dilucidar también el comisario. Aquellos se limitaron a exponer que el cadáver había sido descubierto por su esposa sobre las cuatro de la madrugada, al haber bajado aquélla del domicilio familiar al local de la empresa, que se hallaba anejo a ésta, preocupada por la tardanza de su marido en volver a casa, a pesar de constituir un hecho corriente el que el difunto bajase a la oficina de la empresa, ya de noche, a fin de adelantar trabajo para el día siguiente. Aquélla había avisado al resto de los familiares y, posteriormente, había caído en un ataque de nervios. Ellos habían procurado no tocar nada del escenario del crimen, limitándose únicamente a constatar que Ramón Aguilar había fallecido, en su intento de reanimarle si se hubiere hallado con vida. La muerte del dueño de la empresa de transportes se había producido casualmente durante la madrugada del mismo día que el comisario Conesa se proponía interrogarle en relación con los hechos ocurridos en las inmediaciones de la Catedral Vieja, cuando un agente dio parte de un vehículo sospechoso que se hallaba merodeando, de noche, por los alrededores de aquélla. ¿Casualmente?... Demasiada coincidencia. La enorme experiencia del comisario le aconsejaba no dar crédito a las casualidades, que más bien constituían siempre causalidades, es decir, consecuencias del conocido principio de que todo efecto sigue a una causa. Es decir, que a alguien le interesaba que el expresado interrogatorio policial no se produjese. Pero, ¿a quién?... Por otra parte, el cuerpo de Ramón Aguilar aparecía visiblemente torturado y maltratado, como si su agresor, o agresores, hubieran pretendido arrancarle una información determinada. La caja fuerte de la empresa había sido violentada, sin que pareciera, en principio, que faltase nada importante, habiendo despreciado los criminales incluso el dinero en efectivo que se encontraba guardado en ella. Por consiguiente, aquellos buscaban algo en concreto, algo que no habían hallado en la caja acorazada y por eso habían procedido a torturar a Ramón de una manera sistemática y cruel, golpeándole en el


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cuerpo y en el rostro, ora con una porra, ora con un látigo, hasta que aquél no había podido aguantar más, falleciendo tras la intensa paliza. ¿Estaría la información que buscaban los asesinos relacionada con el documento que hiciera llegar el padre Venancio a Fulgencio Alcaraz? El comisario no lo sabía, pero se proponía averiguarlo muy pronto.

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CAPITULO 11

Pencho trataba de rememorar, refugiado en la tranquilidad de su estudio, las conversaciones que otrora mantuviera con el padre Venancio acerca de su particular teoría con respecto al manuscrito que habían encontrado en la Catedral Vieja. Según aquél, el dominio por parte del Imperio romano del mar Mediterráneo, favoreció el acercamiento de civilizaciones que hasta el momento habían nacido y permanecido totalmente independientes, produciéndose, gracias al respeto por parte de los romanos de gran parte de las culturas de los pueblos vencidos, un fenómeno de ósmosis por el que las respectivas idiosincrasias de aquellos se fueron permeabilizando entre sí, permitiendo de esta manera que los conocimientos de unas pasasen a las otras, creándose así una nueva civilización que si bien no podía ser tachada de original, sí podría en cambio ser calificada de pragmática con todo merecimiento, en cuanto trató de aprovechar lo más significativo e interesante de cada una de aquéllas, y que se denominó cultura romana. Esta había sido precisamente una de las causas más importantes que determinaron que el Imperio romano perdurase en el tiempo: la progresiva construcción de una supercultura que abarcase los conocimientos más avanzados de los pueblos conquistados, la cual, unida a la estructura organizativa del Imperio, convertiría a aquél en prácticamente indestructible, respetándose al mismo tiempo los aspectos más esenciales de las culturas de los pueblos conquistados, que de esta forma se sometían con mayor docilidad al yugo romano, adaptándose progresivamente a él. Es el fenómeno que en la historia se conoce como la “romanización del Imperio”. De esta manera, - había razonado el padre Venancio - la cultura helénica (que a su vez había absorbido las civilizaciones cretense, persa, mesopotámica y egipcia), auténtica cuna del saber del Mediterráneo, pasó a ser patrimonio común de los dominios romanos, imbuyéndoles de los profundos, variados y riquísimos conocimientos de que estaba dotada. El mismo Cristianismo se vio influenciado por esta supercultura acumulada por el transcurso de siglos que llegó a constituir la civilización en la que todavía se asientan las bases de nuestro actual desarrollo.

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Pues bien, en el siglo I

a. C. – había continuado el padre Venancio su

razonamiento - apareció una secta judaica de carácter esotérico denominada de los Esenios que supo asimilar toda esa amalgama de conocimientos suministrados por las diversas culturas del Mediterráneo, encauzándola en un sentido propio muy desarrollado y transmitiéndola únicamente a sus adeptos con un carácter privado y secreto. Considerándose herederos de la Revelación universal, los Esenios se erigieron en depositarios de los conocimientos secretos de los Antiguos Sabios y Maestros de la Humanidad que desde un primer momento se comprometieron no sólo en guardar o conservar, sino también en ampliar, interpretar, comentar y desarrollar, utilizando para ello el lenguaje simbólico. Aprovechando los conocimientos secretos que el pueblo hebreo había adquirido durante su esclavitud bajo el dominio del imperio egipcio, y posteriormente bajo los imperios babilónico y persa, los Esenios se convirtieron en el baluarte del esoterismo de su época, constituyendo la secta hermética más conocida de su tiempo, abriéndose, sin embargo, y a pesar de ello, a los nuevos datos ocultistas que les llegaban procedentes de los confines del Imperio romano, los cuales utilizaban para acrecentar su ya enriquecido patrimonio místico. De los Esenios derivó - había concluido finalmente el padre Venancio - la secta secreta conocida como los “Hijos de la Luz”, la cual se propuso desde su inicio recopilar la doctrina de Santiago apóstol, siguiendo para conseguir su objetivo los patrones establecidos por sus maestros, los Esenios. Utilizaban la Cábala para mantener el ocultismo en sus escritos, al mismo tiempo que se mostraban permeables a los nuevos conocimientos esotéricos que les llegaban desde los diferentes puntos del Imperio. Así pues, de esta manera, en el manuscrito encontrado en la catedral deberían encontrarse influencias externas procedentes de otras culturas totalmente diferentes de la civilización hebrea, que él, Fulgencio Alcaraz - reflexionaba Pencho - debería esforzarse en hallar, para así poder demostrar la absoluta autenticidad del documento allí donde fuere necesario. Levantándose de su asiento, apartó un volumen de su biblioteca perteneciente a la filosofía socrática y rescató uno de los pergaminos del manuscrito, sacándolo de su cubierta y disponiéndose a leerlo:

“Los hijos de nuestros primeros padres, Caín y Abel, constituyen la simbología en el Génesis de la distinción entre el Bien y el Mal. Una vez que Adán y Eva alcanzan la consciencia sobre sí mismos,


El Manuscrito de la Catedral

diferenciando de esta manera la naturaleza animal o material del hombre de su aspecto espiritual o esotérico, el siguiente paso consiste en el establecimiento de una conciencia que permita distinguir lo justo de lo injusto, destacando la capacidad del ser humano para optar en cada caso por el camino correcto. Por eso el Señor dice a Caín: “Si obraras bien llevarías bien alta la cabeza; pero si obras mal, el pecado acecha a tu puerta y te acosa, aunque tú puedes dominarlo”. Este principio dualista no es exclusivo del Cristianismo. El mazdeísmo, religión que se instaló en Persia entre los siglos VII y VI a. de C., establecía la división del mundo entre dos principios: el bueno, representado por Ormuz y el malo, personalizado en Ahriman. La vida del hombre es una perpetua lucha por el dominio de uno u otro principio, debiendo aquél, desde su libertad, optar entre la aplicación de uno u otro, siendo en consecuencia premiado o castigado al final de su vida según su comportamiento. Pero el paraíso o el infierno no son eternos; al final de los tiempos ocurrirá la conflagración universal, con la resurrección de los muertos, cuyos cuerpos se unirán a sus almas, consiguiendo todos unidos y ya purificados por el fuego que invadirá el mundo, establecer la victoria definitiva del Bien sobre el Mal. La doctrina mazdeísta fue revelada por Ahura-Mazda (Ormuz) a Zarathustra, quién la propagó por todo el país persa, siendo recogida en el Libro Sagrado denominado Avesta. Su influencia sobre el Cristianismo es evidente, dando lugar también, posteriormente con sus ideas al maniqueísmo, que se extendió por todo el Mediterráneo y, más tarde, al albigensismo de los cátaros en el sur de Francia. Siguiendo el dictado de todas estas doctrinas, el principio del bien se instala en el espíritu del hombre, mientras que la materia, el cuerpo del hombre, es dominado por el mal. Es preciso, pues, que renunciemos a la materia, siguiendo una vida ascética e inclinándonos siempre a favor del bien a fin de que de esta manera podamos pretender convertirnos en espíritus puros, consiguiendo la liberación de las

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cárceles de nuestros cuerpos y aspirando a la felicidad visualizando la luz”.

Pencho quedó pensativo unos instantes con el pergamino en la mano reflexionando sobre lo anteriormente leído, pero el timbre de la puerta le sacó de su abstracción devolviéndole a la realidad. Presto acudió a abrir, descubriendo en el umbral de la puerta a María José, con el rostro totalmente descompuesto. -

¿Qué te ocurre? – preguntó preocupado. Ella hizo un gesto significativo colocando la mano derecha en su frente mientras

movía lentamente la cabeza de un lado a otro. Pencho le echó el brazo por encima del hombro, en ademán cariñoso, mientras la acompañaba hasta el estudio. -

¿Quieres un vaso de agua? – le ofreció al tiempo que ella se sentaba junto a la

mesa en la que Pencho había estado trabajando. María José movió negativamente la cabeza, permaneciendo en silencio, y Pencho, no queriendo atosigarla, hizo lo propio, sentándose a su lado. -

Pencho... es horrible... espantoso. – estalló ella entre sollozos.

-

¿El qué?... ¿qué pasa? – farfulló él, procurando mantener la calma.

-

Tu amigo Ramón Aguilar ha muerto... Ha muerto... asesinado. – soltó María José

de pronto al fin. Pencho quedó tan conmocionado como si hubiera recibido un mazazo. Nerviosamente se puso en pie, con el rostro del color de la cera, y el sudor frío que comenzó a invadirle determinó que mecánicamente sacase un pañuelo del bolsillo y comenzara a enjugarse primero el cuello, y después, la cara y la frente con movimientos lentos y crispados, mientras su mirada permanecía perdida en el vacío. María José se abrazó a él y ambos permanecieron de esta manera durante unos instantes, hasta que Pencho le preguntó con voz nasal, desfigurada por el dolor, cómo había ocurrido el suceso. Ella le refirió todo lo que le había comunicado su padre, desde el descubrimiento del cadáver por la esposa de Ramón, pasando por el martirio del que aquél había sido objeto y terminando con el significativo hecho de que los asesinos no se habían llevado nada, ni siquiera el dinero que guardaba, del despacho de Ramón, lo que a todas luces quería decir que aquellos


El Manuscrito de la Catedral

buscaban algo concreto y determinado que, al parecer, no habían podido encontrar. Continuó contándole el asunto que le refiriera el comisario acerca del informe de aquel agente que había descubierto a Ramón husmeando en los alrededores de la Catedral Vieja, lo que había llevado a pensar a su padre que existieran ocultos en aquel lugar documentos constitutivos de propaganda ilegal de cualquier tipo, dados los antecedentes del padre Venancio sobre el particular; cuestión, por fin, que él mismo, Fulgencio Alcaraz, debía conocer con toda exactitud, puesto que había sido depositario del documento que el padre rescatara de la catedral antes de morir. Pencho, todavía fuertemente afectado por el relato de la muerte de su amigo Ramón, no era capaz de dilucidar la situación de peligro en que se encontraba al poseer, escondido en su domicilio, el manuscrito de la catedral. En esos momentos de grave confusión emocional no podía vislumbrar que por un lado, ciertas misteriosas personas lo buscaban, siendo capaces incluso de matar para conseguirlo y que, por otro, la policía intuía que las muertes del padre Venancio y de Ramón Aguilar estaban directamente relacionadas con dichos documentos. Era, pues, absolutamente ineludible, esconder el manuscrito en lugar seguro, y ello, con la mayor brevedad. Pero el ánimo de Pencho se encontraba en baja guardia debido al tremendo disgusto que acababa de recibir, al mismo tiempo que un dolor punzante le agudizaba las entrañas al pensar que él mismo había sido causante, aún de manera involuntaria y sin pretenderlo en absoluto, de la muerte de su amigo, al hacerle partícipe, si bien sin revelación alguna por su parte, del rescate de los documentos de la catedral. Precisamente por ello había sido aquél salvajemente torturado: por negarse a desvelar el paradero del manuscrito, proporcionando a los asesinos su propio nombre. En cierto modo, había dado su vida por él. Este pensamiento roía las vísceras de Ramón, produciéndole un intenso sabor amargo en la boca, al mismo tiempo que ocupaba de manera obsesiva su cerebro, impidiéndole pensar en ninguna otra cosa, por perentoria que ésta fuese. Por el contrario, María José había dispuesto de más tiempo para madurar todos los aspectos del problema, analizándolos con detenimiento después de que su padre la interrogase al respecto tras contarle los sucesos ocurridos, pero ella, naturalmente, había negado conocer absolutamente nada acerca del manuscrito. Por ello, más serena y preparada para afrontar los acontecimientos, se dirigió a Pencho, al observar su abatimiento, con una mezcla de comprensión y autoridad, diciéndole:

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-

Cariño, voy a esconder el manuscrito en mi casa. Creo que es el lugar más

indicado para ocultarlo. A nadie se le ocurriría sospechar del comisario de policía de la ciudad, y su domicilio es, al mismo tiempo, un lugar completamente seguro. He traído esta bolsa de mano para llevármelo. Pencho no dijo nada, limitándose a comenzar a retirar los libros de las lejas de su biblioteca a fin de dejar al descubierto los pergaminos, para a continuación irlos introduciendo en la bolsa de viaje que María José había dejado abierta en el suelo a su lado.


El Manuscrito de la Catedral

CAPITULO 12

Lo primero que hizo Pencho tras reponerse del golpe de la muerte de Ramón Aguilar, después de haber asistido a sus funerales, asegurándole a su viuda, Laura, que no descansaría hasta dar con los asesinos de su amigo, fue visitar al padre Anselmo Fuertes, párroco de la iglesia de Santa María la Nueva, donde el padre Venancio prestara sus servicios como sacerdote. La razón fundamental de esta visita era la de conseguir documentación que avalase la teoría del padre Venancio de que el manuscrito de la catedral constituía el compendio de la doctrina del apóstol Santiago elaborada por sus sucesores agrupados en la secta secreta conocida como los “Hijos de la Luz”. Puesto que los pergaminos encontrados en la catedral habían sido la causa de la muerte de dos de sus mejores amigos, Pencho había resuelto llegar hasta el final en sus investigaciones a fin de determinar cuales habían sido las razones que habían movido a unos desconocidos sujetos a llegar a asesinar a… ¿una, o dos personas?... las cuales se habían visto involucradas, de una u otra manera, en el hallazgo de los documentos. Porque Pencho ya no tenía tan claro, a raíz de los acontecimientos que acompañaron a la muerte de Ramón Aguilar, que el fallecimiento del padre Venancio hubiera obedecido a motivos casuales. Su instinto así se lo advertía. Había que seguir indagando en el origen del manuscrito secreto para de esta manera poder llegar a conclusiones claramente ciertas. Llegando a la causa se podría clarificar el origen del mal causado. Así pues, Fulgencio Alcaraz, después de mantener estas reflexiones, había decidido visitar al padre Anselmo el cual, en cuanto superior del padre Venancio, podría aclararle algunos aspectos relacionados con la conducta y muerte del sacerdote, aparte de que Pencho era conocedor de que el padre Venancio poseía una abundante documentación, basada en fuentes de información fidedignas, que acreditaban la veracidad de todas sus afirmaciones; documentación que en otros tiempos había manifestado el sacerdote haberle dejado a él mismo en forma de legado en su testamento y ante cuya afirmación, Pencho no había sabido si tomarla en serio o echarse a reír en aquel momento. Pues bien, ahora había llegado la hora de conocer la exactitud de las manifestaciones del

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padre Venancio, pues el padre Anselmo tenía que saber, por fuerza, si aquél había o no otorgado testamento antes de su fallecimiento. Pencho se encaminó, pues, hacia la iglesia de Santa María de Gracia hacia la media tarde, hora en que estaban establecidas las visitas parroquiales. En alguna ocasión, el padre Venancio había presentado a aquél al padre Anselmo, razón por la que éste le hizo pasar sin preámbulos al salón parroquial tan pronto le reconoció. Tras pasar unos minutos haciendo referencia a la figura del padre Venancio y la lamentable pérdida que había supuesto su muerte, Pencho pasó a tratar el tema principal objeto de su visita: -

Como sabe usted, padre, el padre Venancio y yo, éramos buenos amigos, pues

teníamos muchas aficiones comunes referidas principalmente al mundo de la filosofía y la cultura en general. -

Lo sé, don Fulgencio, lo sé. El padre Venancio me comentó en más de una

ocasión que usted era su principal contertulio en los temas relativos a las actividades a las que aquél se dedicaba en sus horas libres. -

Pues bien, don Anselmo, por esta razón el padre Venancio me hizo saber la gran

estima en que a usted le tenía por haberle ayudado más de una vez en los problemas que le había ocasionado su fogosidad de exposición en sus pláticas parroquiales y que habían sido motivo de quejas por parte de algunos feligreses, causándole al padre algún que otro quebradero de cabeza por motivos de carácter político, y que fue resuelto favorablemente gracias a la intervención suya ante el Obispado. -

Efectivamente, así fue. Pero mi defensa del padre Venancio fue auténtica en

aquellas ocasiones, se lo puedo asegurar, pues yo creía en su bondad de corazón. -

Yo también, don Anselmo, por eso precisamente quería hacerle una consulta

sobre una cuestión que en determinada ocasión me hizo saber el padre Venancio. -

Muy bien, pues usted dirá, don Fulgencio. Pencho carraspeó levemente antes de entrar a tratar el verdadero motivo de su

visita. -

Pues bien, padre, el padre Venancio me hizo saber que yo era beneficiario de su

testamento a través de un legado referido a los documentos que aquél conservaba relativos a cuestiones filosóficas que apoyaban las tesis que mantenía el padre acerca de determinados temas. -

¿Y bien?


El Manuscrito de la Catedral

-

Intuyo que el padre Venancio le instituyó como albacea testamentario, dada la

extraordinaria confianza que tenía depositada en usted. El padre Anselmo mantuvo silencio durante unos instantes, hecho que hizo pensar a Pencho que el tiro que había disparado al aire había dado de lleno en la diana, quedando plenamente confirmadas sus sospechas cuando aquél dijo gravemente: -

Efectivamente, yo fui el albacea designado por el padre para hacer que se

cumpliesen sus disposiciones testamentarias. -

Entonces, ¿qué me dice del legado al que he hecho mención anteriormente y del

que yo era beneficiario? -

Pues... en fin... que es cierto que el padre Venancio le instituyó legatario de los

documentos a los que usted ha hecho referencia. -

¿Cómo, entonces, no me lo ha hecho saber, don Anselmo? El padre Anselmo se tomó cierto tiempo antes de proceder a explicar:

-

El padre Venancio otorgó testamento ológrafo, es decir, realizado de su puño y

letra en presencia de dos testigos, a través del cual dejaba todos sus bienes a la iglesia de Santa María de Gracia, a excepción de los documentos a los que usted ha hecho referencia, de los que expresamente le nombraba legatario. Mi primera intención como administrador de la herencia fue proceder a cumplir las disposiciones testamentarias, a cuyo fin deseaba hacerle la notificación oportuna para que viniese usted a recoger la expresada documentación, pero entonces se presentó en esta parroquia el comisario Conesa con un mandamiento judicial por el que, además de proceder al registro de las pertenencias del padre Venancio, quedaron los documentos objeto de su legado bajo comiso, al constituir éstos, según el comisario, pruebas concluyentes conducentes a determinar la presunta existencia de un delito de propaganda ilegal, además de que esos documentos contribuirían a esclarecer los hechos causantes de la muerte del padre Venancio, acciones todas ellas que se encuentran encausadas bajo secreto del sumario en la investigación policial correspondiente a las diligencias judiciales que se siguen por tales motivos. Al decretarse el secreto sumarial, el comisario me prohibió que le hiciera a usted manifestación alguna al respecto, pero mi conciencia me impide mantener oculto por más tiempo el deseo de nuestro común amigo el padre Venancio, así que, contando con su discreción por supuesto, he decidido hacerle partícipe de la existencia de estas circunstancias excepcionales que impiden que se cumpla la ultima voluntad del padre.

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-

Entonces, ¿nunca podré recuperar los documentos?

-

Eso no depende de mí don Fulgencio, sino de la justicia.

-

Está bien, padre, en cualquier caso le agradezco su información así como la

demostración de su confianza en mí. -

Estoy completamente seguro de que no la defraudará.

-

Así será, don Anselmo, no lo dude. Una vez hubo despedido a Pencho, el padre Anselmo regresó al salón parroquial

con una enigmática sonrisa en el rostro.


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