El viaje de camila

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EL VIAJE DE CAMILA

Consuelo Domínguez



EL VIAJE DE CAMILA Consuelo Domínguez


© Consuelo Domínguez

Edita:

ISBN: 978-84-16174-17-1 Impreso en España Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito de la autora.


No vives para que tu presencia se note, pero tu ausencia se siente. A mi hermana



Índice

Capítulo 1 .................................................................................................................. 9 Capítulo 2. DORITA ....................................................................................... 15 Capítulo 3. TERESA ........................................................................................ 21 Capítulo 4. EL CAMPO ............................................................................... 27 Capítulo 5. MALENA .................................................................................... 37 Capítulo 6. LA VUELTA ............................................................................. 47 Capítulo 7. LA ESCUELA .......................................................................... 51 Capítulo 8. EL TREN ...................................................................................... 59 Capítulo 9. FRANCIA ................................................................................... 73

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Capítulo 1

Camila odiaba la hora de la siesta, en verano y en su pueblo todo tenía que estar en silencio, no estaba bien considerada aquella vecina que dejaba a los chiquillos salir a la calle a esas horas, y las madres huyendo de ser el blanco de las críticas del vencidario, ponían mucho celo en que sus hijos no fuesen los causantes de privar a los vecinos del sosiego en esas primeras horas de la tarde. El comentario podía ser tan despiadado cómo: “Echó a los críos a la calle y el sol estaba cayendo a capazos y se puso a recoger la cocina y por el ruido se ve que los ponía en la pila de fregar sin levantarse de la mesa”, pero son cosas de pueblo en donde todo tiene un “tempo”, del mismo modo que si a las cinco de la tarde no se daban señales de estar todo el mundo en pie levantado, repeinado y con la –9–


merienda preparada, se les tachaba de dejados, que en esas familias no tenían ni orden ni concierto, lo que tampoco era buena cosa.

Camila chantajeaba a su madre para que hiciese

la siesta con ella, para que entre susurros le contase cuentos o romances que eran historias de bellas doncellas maltratadas por madrastras infames y rescata-

das por caballeros desinteresados y su madre accedía para conseguir sosiego y que la chiquilla durmiera al-

gún rato, ya que en las noches de verano se solían

acostar más tarde, pero las más de las veces la que se dormía era ella, agotada por las labores de la casa, y al despertar encontraba a la niña sentada en la estera

del porche jugando con las muñecas recortables de papel que tanto le gustaban.

Aquella tarde de los primeros días de agosto, su

madre la había peinado y aseado y tenía la merienda preparada y tras aceptar la firme promesa que se aca-

baría toda la merienda, salió de casa con el pan y el chocolate en las manos, para ver si encontraba a algún amigo con el que jugar, aunque quizás fuese tem-

prano y estuviesen durmiendo la siesta, pues la calle estaba desierta, al menos hasta donde le alcanzaba la

vista, pero al volver la esquina vio a dos chicas senta-

das a la sombra, en el portal de la casa de la Señora – 10 –


Asunción, que tenía varios escalones para acceder a la vivienda, pues era de las pocas casas que tenían en el sótano una bodega, ahora en desuso, pero por los respiraderos dejaba escapar del interior un fresco agradable, lo que hacía que fuese un lugar de encuentro habitual para la chiquillería del barrio. Le pareció que se estaban haciendo confidencias de chicas mayores, y no se habría aproximado si Anica, la más mayor, no se hubiese interesado por lo que llevaba de merienda, e hizo un comentario sobre el chocolate con almendras que a Camila se le derretía en la mano por el calor, y siguieron con su conversación dando a entender que se podía unir a ellas. Hablaban de vacaciones y de gente que se dedicaba a viajar y se iba a lugares lejanos, tanto como la playa. Dorita, que siempre conocía más que los demás dijo que en el mar había tanta agua que las casas de estar en el mar quedarían sumergidas de forma que apenas se les vería la chimenea, Anica dijo que ella no se bañaría en semejante lugar ni aunque se lo mandase su madre. Camila escuchaba y en la menor ocasión dijo que ella sí había ido a la playa, pues un tío suyo vivía en Alicante y cuando iban de visita se bañaban en el mar, pero que fue muy pequeña y no se acordaba, y que hacía menos de dos semanas se había ido – 11 –


con su padre a un pueblo vecino para hacerle un pasaporte, pues en el próximo septiembre cuando ellos fuesen a la vendimia a Francia, iría con ellos. –¿A Francia tú? –preguntaron incrédulas– y agregaron: –eres muy pequeña y te dejarán como el año pasado, te han dicho que vas para que no te quedes llorando. –No es cierto, porque yo no me quedo llorando y esta vez voy a ir, y mi hermana me ha contado que está tan lejos que se tarda tres días en tren para llegar y en el trayecto se ve el mar, y se pasa por Barcelona que es una ciudad muy grande, en donde hay una estatua de Colón apuntando con el dedo donde está América, y el tren pasa por debajo y yo la veré. La observaron con cierto estupor y ante la envidia que les producía la posibilidad que pudiese ser verdad y aquella pequeñaja viviera aquella experiencia optaron por negarlo más rotundamente, sabiendo que la harían enfadar. Camila era muy imaginativa, y tendía a crearse un mundo propio cuando el que le rodeaba no le gustaba, pero rara vez mentía y le humillaba que los demás le mintieran, no necesitaba ser mayor para aceptar lo que fuese; en su familia eran todos adultos, y ni sus padres ni sus hermanos evitaban que ella viese la realidad tal como era. – 12 –


Las dos niñas se levantaron del portal con intención de marcharse, para evitar que les diera nuevos argumentos, dejando a la niña con sus razones en los labios y la indiferencia de su desprecio en los ojos, por su mejilla derecha resbaló una lágrima, que de un manotazo lanzó al aire, la rabia había humedecido sus ojos. La mayor dijo a su amiga en tono confidencial, pero lo suficientemente alto para que Camila lo oyese: –se va ha echar a llorar–. Y se alejaron riendo y dando por sentado que no la habían creído.

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Capítulo 2

DORITA La familia de Dorita tenía una panadería, hecho

que les daba una ascendencia en el barrio, tener nego-

cio propio y no tener que buscar trabajo, ni ver caras extrañas era un privilegio, significaba tener lo indispensable casi asegurado, cosa que no tenían la mayo-

ría de los vecinos. Con tres varones mayores que ella, nunca llevaba vestidos heredados, pues no tenía her-

manas, poseía una larga y abundante cabellera y unos preciosos ojos grises. Su voz dulzona perdía cadencia al pronunciar las erres a causa del frenillo.

Por la panadería pasaban a diario toda la vecin-

dad y daba lugar al chismorreo, a llevar y traer los asuntos que ocurrían en el barrio, y Dorita tenía la – 15 –


facilidad de utilizar toda esa información para herir a cualquier chiquillo que le hiciera o dijese alguna grosería, aireando algo relacionado con su familia o con él mismo delante de todos los presentes.

Camila se sonrojó cuando un día por San Juan,

ella fue la víctima de su agudeza. Su madre decidió hacer sequillos, un dulce tradicional de la zona y la acompañó al horno, que estaba en ese momento muy

concurrido y se hablaba animadamente de los últimos

cotilleos y noticias: “Que si el marido de Fulana no se puede ir a la siega porque tiene una piedra en el ri-

ñón”. “Que el padre de Mengano lo ha desheredado

porque la nuera no quiere ir a servir a la suegra que

tiene un genio que para qué contar”, y cosas por el estilo. La madre de Camila comentó que su hija había terminado el curso con matrícula de honor, y todas las

mujeres felicitaron y elogiaron lo admirable que era eso y siendo una niña. Acaparó toda la atención de la

clientela y pareció que la hermosa melena que era la envidia de todas las niñas del barrio había dejado de ser centro y causa de elogio.

Camila estaba sentada en el banco donde su ma-

dre había puesto las bandejas con las pastas, y no valoraba mucho aquellos elogios, sólo esperaba con im-

paciencia que su madre terminase de decorar los – 16 –


sequillos con el merengue, pues le había prometido que los restos serían para ella. La melodiosa voz de Dorita atrajo para sí toda la atención y comenzó a relatar que el último día de colegio, al venir para casa, a Camila se le había roto la goma de las bragas y andando andando se le habían desplomado, con la consiguiente risa y mofa de las compañeras, que en vez de disimular escandalizaron para que los transeúntes se percataran del incidente. Camila se quedó petrificada en la acera, sin ánimo de dar un paso o reaccionar de algún modo. Roja por el sofoco, la señorita Paquita conmovida por el apuro de la niña las recogió y las puso en su cartera y recriminó la actitud y les dijo que era un accidente que le podía pasar a cualquiera. Las clientas de la panadería incluida la madre de Camila, también hicieron bromas sobre el incidente, considerándolo una anécdota graciosa, en cambio ella sintió la misma angustia y dejó de importarle el ansiado resto de merengue. Bajó de un salto del banco y se marchó corriendo a la calle, al salir apreció en Dorita la sonrisa socarrona de quien no tolera que se le robe ni un ápice de protagonismo. Dorita era amiga de Anica, tenían edades similares, dos y tres años respectivamente más que Camila, y rara vez compartían juegos con niñas más peque– 17 –


ñas, porque tenían asignadas tareas domésticas. Dorita, ayudaba a su madre en la panadería y Anica tenía que cuidar de sus hermanos, era la hija mayor de

cinco de los que varios eran muy pequeños y habían

perdido a su padre recientemente, lo que les dejaba poco tiempo para juegos. A veces estaban aburridas y encontraban un modo de ser protagonistas entre los pequeños, que accedían encantados porque aprendían

nuevos juegos o más complicados. Eran las organizadoras y decidían quién y cómo podía participar.

Camila recordaba cuando vino una revista de

variedades al pueblo, y que fue muy comentada por los adultos que utilizaban palabras con doble sentido

en presencia de los niños. Organizaron una función en la cámara que rodeaba al horno, a algunos les de-

jaron intervenir como a ella, que se consideró dichosa en el papel de fregona que le dieron, porque a la mayor parte de la chiquillería sólo les dijeron que podían

participar como público y que para ver tan fantástica función sólo tendrían que pagar una perra gorda.

Todos disponían de diez céntimos, unas monedas

de aluminio que los chicos sobre todo utilizaban para

jugar con las canicas. Otra ocasión fue después de la semana de feria, Dorita y sus hermanos con sacos va-

cíos de harina y otros deshechos hicieron una barraca – 18 –


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