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LA TRAVESURA DE KIM Abel Rabanal Gonzรกlez
É
rase una vez un niño curioso y juguetón, de ojos vivarachos y cara rechoncha, que quería descubrir a toda prisa todos los secretos del universo. Tenía escasos años y
ya quería desentrañar los enigmas que escondían los animales y los misterios fascinantes que albergaba la naturaleza. Kim, que así se llamaba el pequeño, vivía feliz en el campo con su abuelo porque estaba ilusionado con la libertad que allí disfrutaba. Le gustaba corretear por las laderas verdes de las montañas y escuchar los trinos ruidosos de los pájaros. Sus padres le habían dejado vivir en plena naturaleza conscientes de que, para la felicidad de su hijo, solo hacían falta dos cosas: la compañía protectora del abuelo y la vida natural al aire libre. El abuelo estaba contento de tener a su lado la presencia estimulante del nieto que lo ayudaba en las tareas de la casa y lo acompañaba en el pastoreo diario de su rebaño de ovejas. Al mismo tiempo el chiquillo animaba la soledad del anciano con sus divertidas ocurrencias. Juntos encendían los troncos de roble de la chimenea en los días de frío y lluvia, ·5·
a la par que mantenían limpias y aseadas las estancias de la casa. Así, aquella cabaña de troncos de madera en la que vivían, permanecía ordenada y acogedora en medio de una pradera muy verde rodeada de viejos abetos. El redil donde se recogían las ovejas se encontraba a escasos metros de la casa. Estaba rodeado de un cerco formado de gruesas estacas de madera y disponía de un cobertizo escueto, cubierto de ramas secas de brezo a modo de tejado, que lo protegían de la lluvia y de las temperaturas extremas del invierno. El niño jugaba despreocupado con los corderillos que nacían en avalancha durante los días más fríos del mes de enero. También ayudaba a su abuelito a mantener limpio el aprisco y a dar de comer a las ovejas que reclamaban su dieta de hierba y de ramas secas de hojas de chopo durante los días invernales en los que, a causa de la nieve, no podían abandonar la majada. El abuelo había advertido con frecuencia al pequeño de los riesgos que conllevaba vivir en medio del campo y el chiquillo asimilaba dócilmente la instrucción. Por eso Kim sabía que no debía alejarse de la casa para no perderse en la espesura del bosque, ni había de despistarse subiendo a los riscos peligrosos de las peñas. Juntos sacaban cada día a pastar ·6·
a los animales por las veredas que, saliendo de la explanada donde se asentaba la casa, subían en espiral hacia los picos más altos de las montañas; allí arriba, las verdes praderas ofrecían su fértil alimento a los lados de frescos riachuelos que discurrían clamorosos hacia el valle. –No te mojes los pies, pues el agua está muy fría y podrías acatarrarte –insistía el viejo–, mientras el pequeño era incapaz de resistir la tentación de hurgar con la vara de avellano en las piedras del arroyo, a la vez que no cesaba de brincar de un lado al otro de la corriente cristalina. Muchas veces el abuelo había tenido que recurrir a ungüentos e infusiones de hierbas medicinales de los montes para aliviar algún catarro o curar el dolor de barriga que padeciera el mocoso a causa de alguna de sus imprudencias. –No debes alejarte de la pradera que rodea la casa porque puedes despistarte y perderte en la maraña del sotobosque –volvía a repetir el abuelo–, cuando observaba que su nieto gustaba de saciar su curiosidad aventurera persiguiendo a una libélula o siguiendo el vuelo incitador de árbol en árbol de algún pájaro carbonero. ·7·
–Ten cuidado con las víboras y los alacranes –insistía el anciano–, al ser consciente de que a su nieto le gustaba escarbar con su palo en los agujeros del terreno donde se escondían los reptiles y los bichos más peligrosos. –Vigila la presencia del rebaño cuando se halla esparcido por las veredas y estate atento a las estampidas de las ovejas y a los ladridos de los mastines –advertía el abuelo–, para evitar que los feroces lobos se llevaran a alguno de los desamparados corderos recién nacidos, o devoraran a alguno de los animales de su ganado. El abuelo había observado la natural osadía del pequeño y su infinita curiosidad para aprender del entorno que lo rodeaba. Aquello era un reflejo de la inteligencia del nieto pero también suponía un riesgo por los peligros que lo acechaban y que el viejo pretendía evitar. De aquella manera sencilla, disfrutando de una vida apacible y natural, el abuelo y el nieto vivían felices guiando cada día a su rebaño a pastar a las montañas, portando en sus morrales una buena hogaza de pan que amasaban en un rudimentario horno fabricado con barro y cal. A aquel pan blanco lo acompañaban unas buenas dosis de cecina de oveja ·8·
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curada, chorizo picante y algunos vegetales frescos del huerto que cultivaban al lado de la cabaña con un destartalado y anticuado tractor. Por la noche, cuando las ovejas descansaban en el aprisco, el abuelo contaba al pequeño sugestivas historias que aderezaba con el flujo desbordante de su imaginación y con algunas leyendas contadas entre los pastores. El pequeño Kim escuchaba atentamente aquellos relatos hasta que acababa sumiéndose en un apacible sueño mientras el viejo lo observaba con satisfacción viéndolo dormir espatarrado en el jergón mullido de lana de oveja. Luego lo tapaba con sumo cariño y lo cubría con el vellón más fino de las pieles de los corderos añojos que utilizaba a modo de colcha. Era una noche de primavera y Kim se había dormido escuchando la narración de un cuento, acunado por los rumores cálidos del viento en la ventana y por el murmullo cadencioso del balanceo suave de los álamos. Los balidos reiterados de un cordero lechal lo despertaron. Reconoció el berrido de su corderillo preferido y el pequeño no pudo retenerse de averiguar qué era lo que le ocurría. Haciendo el menor ruido posible, el rapaz cruzó el pasillo mirando de soslayo a la habitación del abuelo. Éste permanecía dormido a pierna suelta emitiendo ligeros ronquidos. Fue · 10 ·
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