Las Tierras de Jan
Manel E. Montoya
Manel E. Montoya nació en Manel (Barcelona), el E. Montoya 26 de nacióabril en Balsareny (Barcelona), el 26 de de Balsareny 1948, lugar en el que vivió hasta los trece años. abril de 1948, lugar en el que vijunto con toda su vióTrasladado hasta los trece años. familia a Sabadell, ingresó en la Trasladado junto con toda su Escuela Industrial de Artes y familiarealizando a Sabadell,en ingresó Oficios, ella en los estudios correspondientes a la la Escuela Industrial de Artes Oficialía y la Maestría en la rama de y Oficios, realizando en ella Delineantes. los estudios correspondientes a Toda su vida laboral ha estado la Oficialía la Maestría en la dedicada a la y delineación, y su ramapreferida de Delineantes. afición ha sido la pintura al Toda óleo, que alterna con la su vida laboral haescritura estado de varios poemas y relatos cortos. dedicada a la delineación, y su Desde siempre tuvo la ilusión afición preferida ha sido la pinde escribir un libro en el que reflejar tura al óleo, que alterna con la algunas de las historias y anécdotas conocidas de poemas su vida, la escrituraa lo delargo varios y jubilación le ha dado la oportunidad relatos cortos. y el tiempo necesario para poder Desde siempre tuvo la ilusión hacerlo, y el resultado de ello es este de escribir un libro en el que libro “Las tierras de Jan”.
reflejar algunas de las historias y anécdotas conocidas a lo largo de su vida, la jubilación le ha dado la oportunidad y el tiempo necesario para poder hacerlo, y el resultado de ello es este libro “Las tierras de Jan”.
MANEL E. MONTOYA
LAS TIERRAS DE JAN
© Manel E. Montoya 1ª edición
pasionporloslibros Edita:
pasionporloslibros www.pasionporloslibros.es
pasionporloslibros ISBN: 978-84-938822-3-5 DL: V-1169-2011
Impreso en España / Printed in Spain
A Mari, a Daniel y a Israel, mi mujer y mis hijos porque ellos me animaron a escribir este libro. A mi madre, porque es parte de esta novela. Y sobre todo a mi tía Micaela, porque sus recuerdos son la base de gran parte de lo escrito.
Capítulo 1
La casa de Jan A pesar de que a mis veinte años ya habían fallecido todos mis abuelos y en ese momento sobrepasaba la cuarentena, era el primer cadáver que contemplaba en mi vida con total tranquilidad, es decir, con calma, sin miedos ni prisas, todos los anteriores había sido tan sólo mirarlos de reojo y salir rápido. Estuve mirándole así, fijamente, como queriendo hablar con él, casi esperando que me dijera algo y poder contestarle, parecía que dormía, incluso creí por un momento que se sonreía, tal era el semblante de paz que tenía. A su alrededor, familia y conocidos charlaban como si se hubieran encontrado allí para celebrar el cumpleaños o el santo de alguien; quizás no con tanta alegría, pero sin aparente disgusto. Quizás también el hecho de tener casi los 84 años, hacía que su muerte fuera vista como lo más normal del mundo por lo esperado, al menos esa era la impresión que la mayoría de los que allí estaban daban a entender. Me alejé de la cama donde yacía y me acerqué a la ventana. Desde ella sólo se veía la fachada de las casas de enfrente, la calle era estrecha y como la casa sólo tenia tres plantas el edificio de delante tapaba cualquier posibilidad de ver el campo que se escondía tras él. El campo donde pasó sus últimos momentos cultivando la tierra, como hizo durante toda su vida. Y era una pena que así fuera, porque si desde ese campo se pudiera ver la ventana y a través de ella el lugar
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donde su cuerpo descansa, estoy seguro que las lechugas, las zanahorias, las tomateras y todas las plantas que él cuidó con tanto cariño, estarían pendientes de ese lugar para no perderse el momento en el que su fiel cuidador abandonara la casa para siempre, y entonces ellas llorarían por él, quizás mucho más que nosotros. Como la charla entre familiares y vecinos era poco atractiva para mí, opté por darme una vuelta por la casa. Y recordar en cada rincón de ella los buenos momentos que pasé, cierto es que fueron menos de lo que hubiera deseado, pero muy buenos al fin y al cabo. Así que bajé a la planta baja. Era bastante sombría, pues sólo tenia el portalón de entrada, que era una puerta doble acristalada y cerrada con porticones de madera al exterior, como casi todas las casas en el pueblo. En el interior una gran sala que se utilizaba como recibidor, sala de estar y comedor en verano, porque era el lugar más fresco de la casa. Tras ella y separada por una puerta también acristalada se encontraba la despensa o almacén, allí se guardaba de todo, desde el motocultor hasta las patatas de temporada y las hortalizas y verduras que recogían en el huerto. Nunca olvidaré el intenso olor a cebolla que invadía esa habitación, no era en absoluto un olor desagradable, sino muy particular. El mobiliario de la primera estancia era bastante simple, pero sólido. Una gran mesa de madera maciza de color natural y dos bancos también de madera, uno a cada lado de la mesa y en la pared dos estanterías repletas de tarros de cristal y cerámica llenos de conservas que ellos mismos hacían. También colgadas de las paredes había tres fotos enmarcadas, todas ellas de cuando las fotografías se hacían casi a mano y de color entre sepia y negro. La parte que más me llamó la atención desde siempre era la escalera que daba acceso a la primera planta. Era curvada y muy estrecha, tanto, que se hacía difícil de imaginar que en medio de ella se cruzaran dos personas. Y cada peldaño tenía unos 30 cm de alto.
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Eso sí, eran peldaños de piedra maciza, con una pisada en el lado interior de medio palmo y en el exterior de un palmo. A pesar de ello, nunca sentí decir que alguien cayera por ella. El solía decir que los peldaños quizás no fueran muy cómodos, pero eran muy rápidos, porque con nueve o diez zancadas ya estabas arriba. También había en el hueco formado bajo la escalera un elemento curioso, se trataba de una especie de palangana de cerámica fijada a una bancada de piedra y un grifo para el agua. En ella se lavaban las manos cuando llegaban del huerto y los platos cuando se comía en la planta baja. Este hueco se cerraba con porticones de madera a modo de armario. La escalera ventilaba a la calle mediante un ventanuco muy estrecho, por el cual no pasaba ni un niño y aunque no tenia cristal, sí una especie de tela mosquitera. Al fondo del primer piso había una habitación grande que era la que utilizaba el matrimonio y en la que en estos momentos reposaba su cuerpo y que a pesar de ser la principal ventilaba a través de la cocina, por lo que era bastante sombría. La cocina era el alma de la casa, todo se hacía en ella, excepto en los meses crudos del verano que se utilizaba la planta baja para comer y estar más fresco. En la cocina, que era a su vez el comedor de la casa, estaba el fogón de gas, un fregadero de mármol macizo de un color mezcla de gris y marrón bastante gastado, una nevera y una gran mesa con dos bancos, similar a la de la planta baja, pero más sólida y con una capacidad para doce o catorce comensales y finalmente, en un rincón elevado una televisión que aunque nadie la mirara estaba siempre encendida. En la parte más alta de la vivienda, que era una tercera planta y bajo una cubierta inclinada revestida de cañizo y yeso había dos habitaciones más pero sin paredes de separación, sino con unas cortinas para tapar las vistas, y el aseo principal, también había para casos de necesidad imperiosa una taza de
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inodoro, camuflada tras una cortina que siempre me llamó mucho la atención pues a pesar de su extraña situación justo en el último rellano de la escalera, era el más utilizado. Como me encontraba en la planta baja entré en la despensa y cogí una cerveza que tenían en un arcón de madera con trozos de hielo, y que hacían servir de nevera. Me senté en el banco con la espalda apoyada en la pared, di un largo trago y me adormilé pensando y recordando… De repente, alguien bajó por las escaleras dando saltos, era uno de los nietos, y del sobresalto volví a la realidad. Había llegado la hora del entierro. Así que subí a la habitación para despedirme de él, le di un beso en la frente, mentalmente le dije adiós y salí a la calle, donde la gente le esperaba. El entierro fue como todos: un responso en la iglesia con un cura que apenas le conocía, entre otras cosas porque Jan, que era como le llamaban desde que llegó a Francia, y el nombre por el que siempre le recordaré, no era un hombre de iglesia ni mucho menos, pero podría haber dicho o contado alguna de las vicisitudes por las que pasó hasta llegar aquí. Al fin y al cabo no era de este país y si llegó aquí fue por algo. Por suerte, antes de darle sepultura, un hombre que le conoció desde que llegó aquí, y que sufrió tanto como él la posguerra, habló en nombre del “grupo de españoles huidos durante la guerra”. Dijo, entre otras cosas, algo que me llamó la atención y que hizo despertar en mí la curiosidad por saber algo más de su vida, ya que conocía tan sólo pequeños retazos de ella. ‐ Jan, hoy por fin dejas de llorar por tu primer amor, dejas a otros amores llorando por ti y entregas tu cuerpo a tu auténtico amor: la tierra. Luego habló del hambre que compartieron, del miedo a que los repatriaran, y sobre todo, de la mala suerte que tuvieron al vivir una época en que la guerra, el odio y el amor
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se mezclaban de forma siniestra en las vidas de la gente que, como ellos, no quisieron someterse. Y me propuse recopilar su historia completa, desde el principio. Para saber y conocer mejor a quién dejaba de llorar, saber quien y quienes fueron sus amores, saber y conocer también a quienes dejaba llorando y cómo no, porqué había quien pensaba que su verdadero amor fue la tierra que trabajaba. Jan nació en la provincia de Almería, en un pequeño pueblo del interior, en pleno desierto, al cual también dio su nombre: Tabernas. Siempre vivió en un apartado cortijo, que tenía la bendición de un pozo de agua, la cual no faltaba nunca; tampoco es que la cantidad de agua fuera de lujuria, pero era suficiente para los pocos árboles frutales y las verduras que cultivaban. Todo esto compartido con algún que otro animal de granja, que al principio eran sólo para consumo familiar. Además de las bestias de carga. Al principio todo iba bien, fue a la escuela del pueblo, y en ella aprendió lo que en aquellos tiempos se consideraba esencial, es decir: escribir, leer y las cuatro reglas. El campo era su mejor escuela, en él aprendió lo que era la libertad, los ciclos del tiempo no tenían secretos para él porque los vivía, decía que los animales del cortijo eran sus mejores amigos, porque nunca le engañaron, ni le mintieron, ni le hurtaron nada, más bien al contrario, le daban todo lo que tenían y lo que sabían hacer. Pasaban los años casi plácidamente, y la familia crecía, además de su hermana Loles, que era dos años menor que él, y tras un periodo de casi diez años, llegaron dos hermanos más en apenas dos años, fueron Nacha y Toño, ya eran cuatro los hermanos, y las tierras no daban para tanto, más bien lo justo. Para colmo, poco después de nacer su último hermano, su madre murió. Fue el mayor disgusto que tuvo jamás, siempre le acompañó su recuerdo, tanto que cuando murió, alguien oyó que sus últimas palabras fueron: ‐ mamá…hola mamá.
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Para entonces, él, que era el mayor, tenía casi los trece años. Lo pasaron muy mal, tuvieron la suerte que las hermanas de su padre y algún familiar de su madre, les ayudaron durante un tiempo. Pero eran muchos y muy jóvenes para salir adelante. No pasó mucho tiempo, pues entre la necesidad, la presión de la familia y porque no le quedaba más remedio, su padre volvió a casarse. Pero resultó que el padre era muy inquieto, la mujer no supo decirle que no, y para matar el tiempo y no aburrirse, pues siguieron haciendo hijos, era la filosofía de aquellos tiempos. Por lo visto pensaban que cuantos más fueran, más manos para trabajar habría. Eso con el tiempo podía llegar a ser cierto, pero de momento lo único que conseguían eran más bocas que alimentar, siendo el pan que repartir el mismo. En total ya eran seis, tres varones y tres hembras, pero llegarían más. Siguieron pasando los años casi sin darse cuenta, pero con bastante penuria, Jan me comentó alguna vez que su segunda madre se portó muy bien con los hijos anteriores a los que quiso tanto como a los propios, y por eso él la respetaba y la quería como si fuera su madre verdadera, aunque a ésta la llamaba “mamá” y a la segunda siempre le llamó “madre”. La tercera de los hermanos, Nacha, una niña que con tan sólo nueve años, la pudieron colocar en un cortijo cercano como sirvienta, ¡con sólo nueve años!, pero al menos tenía aseguradas las dos comidas diarias, esto permitió un ligero respiro en la familia, sobre todo a la hora del reparto del alimento. Hubo un paréntesis en sus vidas, ya que la mayor de sus hermanas, Loles, se casó, no fue una boda concertada por las familias, pero con ella se pretendían conseguir además dos objetivos; uno, que a partir de ahora habría una boca menos en casa, ‐eso era cierto‐, y dos, como el nuevo miembro de la familia tenía un buen oficio, posiblemente contribuyera de alguna manera en el bienestar de todos, especialmente de los
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más pequeños, este objetivo quedó reducido al espacio de pocos meses. Este paréntesis duró el tiempo que la nueva pareja tardó en tener hijos, ya que se independizaron y al año de casarse ya eran padres de una criatura, y naturalmente primero era la propia familia y poco sobraba en la casa para repartir. Sus padres pareció que sintieran envidia de su hermana, y lo “arreglaron” a su manera, es decir, en dos años más, dos criaturas más. Y ya eran… ¡ocho! Y entonces empezaron los peores momentos, Jan siempre los recordaba como los peores meses de su juventud, ya que ni el tiempo que estuvo en el servicio militar lo pasó tan mal, porque allí al menos comía dos veces al día y aquí y ahora no solo no comía lo necesario si no que, lo que más le dolía, no podían comer los hermanos todo lo que necesitaban. Las tierras, que antes no daban para mucho, ahora no daban para casi nada. Para acabar de empeorar las cosas, a causa de una pertinaz sequía el pozo parecía que se estaba agotando. No hubo más remedio que buscar trabajo en el cercano pueblo, incluso en los pueblos del entorno, o en otros cortijos más grandes. Tanto el padre como Jan, consiguieron algún trabajo, otras veces ya lo habían logrado. Pero los trabajos ni eran productivos, ni eran regulares, ni les sacaba de las necesidades de una familia de nueve personas. Pasaron casi dos años en los que parecía que se podía superar la mala racha, pero fue un falso espejismo y de nuevo empeoraron las cosas. Entonces fue cuando comenzaron a pensar en emigrar, esto no podía continuar así, y para poner fin a todo este drama no se veía otra solución. Había en el pueblo una familia que hacía tiempo que su hijo mayor, terminado el servicio militar se enroló en la Guardia Civil, y ya casado y tras un largo periodo de servicio
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en el mismo Almería, había sido destinado a Cataluña. Esta familia y la de Jan, se conocían desde hacía años y alguna vez, sabiendo lo mal que lo estaban pasando en el cortijo, les habían comentado la posibilidad de emigrar. Según decían, trabajo allí no faltaba, ya fuera en el campo o en la industria, la prueba estaba en que eran ya varias las familias que habían salido a probar fortuna, tanto en Cataluña como en el Levante, y algunos también incluso hacia el Centro, el Norte y Galicia. No era lo que más les apetecía, ya que de emigrar, lo tendrían que hacer por separado. No podían presentarse en un lugar desconocido y sin trabajo, un matrimonio con siete hijos. Y separarse la familia, les hacía dudar o más que dudar, sólo pensarlo les daba un enorme retortijón en las tripas, ya que siempre habían permanecido juntos. Pero aún así decidieron hacer planes, porque o ellos acababan con esa forma de vida, o esa forma de vida acababa con ellos. Hablaron con esta familia, hablaron de cómo era Cataluña, de los trabajos que se podían conseguir, del tiempo que allí hacía, de cómo eran sus gentes, etc., etc., lo cierto es que casi todo lo que les había contado su hijo, les contaron a ellos, sin dejar de lado ningún detalle ni curiosidad. Una de las cosas que les contaron les llamó la atención. El padre del guardia civil, llamado Antonio, les comentó una vez: ‐ Dice mi hijo que la mayor parte de la gente que vive allí, hablan un idioma diferente, aunque también hablan como nosotros. Jan les dijo que eso no le preocupaba en absoluto, y que estaba dispuesto a ir donde fuera, con tal que su familia pudiera comer cada día y él lograr un porvenir que allí en el cortijo no tenía. ‐ A mí me da lo mismo tener que aprender una lengua nueva ‐ dijo ‐ ¡Como si son dos!. No sabía en ese momento, que así sería su destino.
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Capítulo 2
Nos vamos de casa La familia Casares, les pusieron en contacto con el hijo emigrado. Este les contó en una extensa carta los pormenores y situación en que se encontraban, y lo que se encontrarían ellos. La amistad que unía a ambas familias, era reciente y la verdad es que hacía tan sólo un par de años, tan sólo se saludaban y se hacía los típicos comentarios del tiempo y otras tonterías. Pero a partir del interés despertado por la posibilidad de emigrar, las visitas de unos al cortijo de los otros, y viceversa, se fueron haciendo más continuas, y a la vez, aumentando la amistad entre ellos. Y las conversaciones entre ellos eran monotemáticas: ‐ Hay que emigrar y salir de aquí, como sea, punto primero y único. Una tarde, cuando la primavera había puesto colores a los árboles frutales y los parterres que cercaban el cortijo habían comenzado a dar sus frutos, estando sentado en el banco de piedra que tenían bajo la higuera, al lado de la puerta de entrada del cortijo, el padre de Jan, reunió a sus hijos y su mujer. ‐ He tomado una decisión ‐ dijo. – Como sabéis, no podemos seguir así, aquí sólo conseguiremos morirnos de hambre poco a poco ‐ hizo una pequeña pausa para tomar aliento y continuó. ‐ Así que, he decidido que marcharemos Jan y yo a Cataluña, en cuanto consigamos billetes para el tren y nos pongamos de acuerdo con Pedro, el hijo de Antonio.
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Un grito de alegría salió de los más pequeños, pero no de los mayores, que entendían que aquello significaba el principio del fin de aquel pequeño cortijo, de aquellas tierras que habían sido su único paraíso y de todo lo que en ellas habían vivido, porque fuera malo o bueno, era su vida. El viaje a Almería a comprar los billetes del tren, fue una excursión que Jan guardaba en su memoria con una mezcla de alegría y tristeza; alegría por sus hermanos pequeños, ya que en muy pocas ocasiones y alguno nunca, habían salido del cortijo, pero los mayores sabían que aquello era el primer paso del último día en aquellas tierras. Aunque él en su interior se decía: ‐ Será por poco tiempo, volveremos en cuanto se solucionen los problemas y ganemos unos cuantos reales. Pero este pensamiento no lo contó ni a su padre, y es que en el fondo de su ser, temía que no fuera así. En el pueblo habían varias familias que, en diferentes momentos, había emigrado alguno de los hijos y aunque todos marchaban con el deseo de volver lo antes posible, lo cierto es que nadie lo hizo hasta ahora. Una vez los billetes en el bolsillo, el regreso al cortijo se convirtió en una retahíla de historias oídas o inventadas para entretener a los pequeños; pues al viaje del padre y Jan, se unieron la madre y los tres hermanos menores. Era el trayecto relativamente corto, pero con el burro como medio de transporte, fueron unas tres horas largas de camino. Así que Jan, tuvo tiempo de sobras para empaparse del seco i árido paisaje que tantas veces le pareció inhóspito y salvaje, y ahora que iba a perderlo, lo veía como mágico y sobre todo “suyo”. La salida más lejana y más larga que él había hecho fue sin duda cuando marchó al servicio militar, fue enviado al cuerpo de caballería y destinado a Cartagena, donde estuvo casi tres años que pasaron sin pena ni gloria, aunque eso sí, su trabajo en el cuartel consistía en limpiar las cuadras y los animales.
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Pocas veces, quizás fueron cinco, volvió a su cortijo de permiso, eso en casi tres años. Una vez fue hasta Granada y dos o tres veces a Almería, a las ferias. Ese era su mundo conocido, del resto, apenas había sentido hablar. Se preguntaba si en esa tierra a la que iba a llegar, también habría tanto esparto como en el campo de su cortijo, y tanta retama, y tantas pencas, y tanto polvo… Ahora tenía en el bolsillo, los billetes hasta Murcia, allí tomarían un tren correo que les llevaría hasta Barcelona, y luego continuaría todavía más arriba, hasta un pueblo que de momento le parecía muy difícil de nombrar, y que era donde les esperaba el hijo de los Casares. Los quince días que faltaban para el gran viaje, fueron de mucho ajetreo. La madre le hizo tres pares de pantalones nuevos aprovechando otros tantos viejos, así se hacía entonces. Otro tanto pasó con las camisas, ya que había que darle la vuelta a los cuellos, o cambiarlos por otros. Calcetines, pañuelos, ropa interior, y hasta un par de gorras para cada uno, todo bien repasado y planchado. Las dos maletas el padre las reforzó por la parte interior, a base de unas tablas de madera fina que alguien del pueblo le dio. Y también reforzó forrándolas en su interior las dos bolsas o más bien macutos de lona que completaban su equipaje. También y no menos importante era la fiambrera de lata que tenían desde hacía años, la cual llenarían de chorizos, morcilla y mollejas que habían elaborado el pasado invierno y que habían guardado para la ocasión. También llevaban un buen atillo de almendras que durante varias noches se habían dedicado entre todos a quitarles la cáscara, y cómo no algunos dulces y pastas. Por fin, y casi sin darse cuenta, llegó el día de la partida. Como llevaban equipaje y este era bastante pesado, decidieron que fuera sólo la madre y el hermano que le seguía en edad Toño, quienes les acompañaran hasta la estación del
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tren, ya que después tendrían que volver con el burro y el carro al cortijo. ‐ Piensa hijo, que no os vais solos – dijo su madre ‐ Seréis nuestros ojos y nuestras manos, y en cuanto tengáis un trabajo y un sitio para vivir, venid a buscarnos para volver a estar de nuevo todos juntos – volvió a hablar la mujer. ‐ Espero que muy pronto eso sea así, pero si por circunstancias que ni conozco ni deseo algo torciera nuestro camino, nunca olvidéis que mi único fin es reunirnos todos lo antes posible, aquí o en Barcelona o donde sea – contestó Jan. Y añadió – Pero madre, espero que nunca desconfiéis de mí y de padre, porque aunque el camino pueda hacerse muy largo, todos nos encontraremos al final. Empezaron a caminar, a través de “su” desierto, hacia Olula del Río, pues allí sería donde subirían al tren. Era un camino difícil para el pobre burro, con el carrito cargado de maletas. La hora de salida del tren les obligó a madrugar, y decidieron salir antes de que apuntara el sol, aunque eso no era nada nuevo para ellos pues solían levantarse y acostarse al ritmo del astro rey. Todo el trayecto hasta la estación del tren estuvo lleno de advertencias y consejos, pero a Jan, todos los que venían de su madre le parecieron los más cariñosos que recibió nadie nunca. No quiso comentar ni con su padre ni con su madre que, la línea de ferrocarril que iban a tomar y que tenía el nombre de Ferrocarril de Almanzora, alguien le dijo que en algunos pueblos de los alrededores, le llamaban el tren de los cobardes porque era el tren que utilizaban casi todos los que emigraban al Levante o Cataluña y que al marchar decían que volverían pronto, pero lo cierto es que nadie lo hacía. A eso de las nueve, el sol parecía esconderse entre unas cuantas nubes “borregueras”, y aprovecharon para hacer un alto y comer algo. De todas maneras, el padre tenía el carro preparado de tal forma que una “jarapa” enrollada y atada en
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el lateral del carro, se transformaba en un toldo perfecto, bajo el cual se sentaron en corro y comieron. ‐¿Comerán lo mismo que nosotros, las mismas comidas, cocido, migas, gachas? ‐ dijo la madre. ‐¿No habéis hablado de eso con Casares? ‐ Pues, no se me ocurrió ‐ contestó Jan – de todas formas, ya sabes que ni padre ni yo somos de boca fina, y a la hora de comer…todo va para dentro! ‐ Aunque recuerdo que cuando estaba haciendo el servicio militar, comíamos muy a menudo migas, pero no se parecían en nada a las que hace madre o cualquiera del pueblo, era una comida completamente diferente ‐ agregó. ‐Lo que verdaderamente importa es tener algo para meterse en el cuerpo‐ agregó el padre. Una vez comieron todos y tomaron un buen trago de agua del botijo, de nuevo al camino, que faltaba un buen trecho para llegar a la estación. De cuando en cuando, una pregunta a modo de recordatorio y advertencia. ‐ Habréis guardado bien el dinero ¿no? – Si, tranquila madre. ‐ Pensar que os lleváis todos nuestros ahorros. – Lo sabemos, madre. ‐ Y gastar sólo en lo necesario. – Sólo lo necesario madre. ‐ Sobre todo, no nos tengáis sin noticias. ‐ No te preocupes. ‐ Daría cualquier cosa por poder marcharme con vosotros ‐ susurró. – Pero no puede ser madre, alguien tiene que quedarse con mis hermanos, y tiene que cuidar del cortijo y de los animales, pero no te preocupes porque antes de lo que te imaginas, estaremos todos juntos otra vez. Sea en ese pueblo al que vamos o en otro, o de vuelta en nuestro cortijo, pero pronto.
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No eran todavía las dos de la tarde cuando, tras pasar una pequeña elevación del camino, vieron la silueta de las primeras casas de Olula, y un poco más a la derecha del camino, la estación. La aventura estaba a punto de empezar, y los retortijones de tripas y las continuas ganas de orinar, no hacían más que confirmarlo. Se acercaron hasta la estación, que era un edificio aislado encalado de color blanco con las esquinas y las ventanas de ladrillo rojo, y allí les informaron que el tren estaba a punto de llegar. ‐ Parará sólo unos cinco minutos, ya que va con retraso y apenas hay carga para subir o bajar. ‐Pues menos mal que lleva algo de retraso, porque si no, se nos escapa‐ dijo Jan a su padre. ‐¡Este no sabe lo que dice! En Almería nos dijeron que nunca pasaba antes de las tres de la tarde, y aún no son ni las dos‐ contestó el padre. Efectivamente, apenas eran las dos y diez, cuando hacía su entrada en la estación, un tren tirado por una máquina de vapor enorme, que dejó el ambiente ennegrecido por un buen rato a causa del humo que soltaba. Entró lentamente y pegando grandes soplidos de vapor, que al burro no le hacían gracia, porque a cada soplido de la máquina, le contestaba con un rebuzno y una coz. Los vagones y los asientos eran de madera, y les parecieron bastante cómodos. Cargaron las maletas y los bultos, y se acomodaron en sus asientos. Los asientos de delante estaban vacíos, si no los ocupaba nadie, podrían tumbarse en ellos hasta Murcia. Estuvieron un rato todos juntos en el vagón, sentados, sin decir nada. Casi todo se lo habían dicho en el camino. De pronto, un silbido y un grito desde el andén anunciando la inminente salida del tren, les devolvió a la realidad. Empezaron entonces los besos, los abrazos y las lágrimas.
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Bajaron del tren casi al mismo tiempo que este empezaba a caminar. Y poco a poco las figuras de la madre y del hermano se fueron haciendo pequeñas, y alejándose, hasta que un giro del camino del tren dejó a ambos tras una pequeña loma de tierra parda, pelada y con cuatro matas de esparto y otras tantas chumberas, dándole una nota de color. La tranquilidad les duró lo que tardaron en llegar a Albox, más que nada fue porque se ocuparon en su totalidad los asientos que hasta ahora estaban vacíos, y así, la idea de tumbarse en ellos se esfumó. Aunque se quedaron con las ganas de saber quienes eran y a dónde se dirigían, pues tras el saludo inicial, los dos hombres y dos mujeres que entraron, se cruzaron de brazos y se dedicaron a dormitar, soltando de cuando en cuando algún que otro ronquido. Ensimismado en sus pensamientos, Jan sonrió, y le comentó a su padre en voz baja el motivo de su sonrisa: ‐ Estaba pensando que, como al borrico de casa le asusta cualquier ruido extraño y lo demuestra dando una coz al aire, ¿Cuántas coces daría sintiendo dormitar y roncar a este hombre?‐ dijo. ‐ Supongo que sólo una, porque se despertaría si, como hace casi siempre, acompaña la coz con un rebuzno‐ contestó el padre. Y ambos rieron un rato. Conforme se acercaba el tren a Puerto Lumbreras, el paisaje se hacía muy diferente. Predominaban los colores verdes, y los cortijos estaban más cerca unos de otros que de donde venían ellos. Les llamó mucho la atención el enorme trajín que se montaba en cada estación donde el tren hacía parada, entre la gente que subía al tren y la gente que bajaba y los mozos de las estaciones que se encargaban de subir y bajar bultos y cajas continuamente. Ciertamente parecía que no hubiera orden ni control de ninguna clase, pero la cuestión es que cuando el tren volvía a
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ponerse en marcha todo el mundo parecía satisfecho de semejante trasiego. Cuando el sol empezaba a querer esconderse entre las nubes del horizonte, aunque todavía faltaba un buen rato para anochecer, llegaron a la estación de Murcia. En las taquillas compraron los billetes hasta Barcelona. El tren salía dentro de una hora, pero ya estaba estacionado en el andén. Así que sería cuestión de esperar un poco, y se sentaron en un banco de la sala de espera, impacientes. Apenas quince minutos y la voz del jefe de estación se hizo notar al llamar a los viajeros para que empezaran a subir, cargar maletas y acomodarse en sus asientos. Subieron, ayudados por un mozo del andén a cargar las maletas y las colocaron en la parte posterior del vagón, bien atadas y con un candado cuya llave les costó 50 céntimos con la advertencia que debían devolverlo en Barcelona. El hombre les pidió para él otros 20 céntimos, y se los dieron, pero quedaron con el convencimiento de que aquello no era demasiado lícito. Los asientos del tren eran de madera lisa, no de listones como el anterior y tenían el espacio previsto para dos personas en cada banco, y de momento nadie más ocupó los otros dos asientos. A ver si esta vez tenían más suerte que en el viaje a Murcia y podrían tumbarse para dormir algo, pues este sí que sería un viaje largo. La media hora que faltaba para salir pasó volando, y después del pertinente silbido acompañado del grito de – ¡Viajeros al tren!‐ un fuerte y seco golpe sacudió todo el departamento hacia atrás y hacia adelante, y lentamente empezó a moverse entre resoplidos del vapor de las dos máquinas de carbón que movían los cinco vagones que componían el convoy. En realidad de los cinco vagones, sólo tres eran de pasajeros, aunque les dijeron que en la parada de Alicante les añadirían dos o tres vagones más.
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Ambos estaban ensimismados mirando el paisaje. Los campos de labor y las huertas que pasaban ante sus ojos, les parecían una verdadera delicia, todo tan verde y tan bien cuidado, y eso que apenas se veía gran cosa a pesar de que hacía una noche totalmente despejada y con una luna tan clara que parecía una lámpara encendida, les hubiera gustado que el tren hubiera sido más lento para paladear mejor el paisaje. Si las tierras de su cortijo fueran así, no habrían tenido la necesidad de dejarlo para ir a otras tierras que no saben si serán buenas o serán malas, pensó, pero lo que tenían claro es que no eran las suyas. Jan dijo a su padre: ‐ Supongo que ya habrán llegado de vuelta al cortijo, ¿verdad? ‐ Si no lo han hecho ya, deben de estar a punto de llegar – contestó. ‐ Espero que madre pueda dormir algo esta noche – murmuró. ‐ Lo dudo mucho, y no sólo ésta sino otras muchas más ‐ dijo el padre. Y se hizo el silencio entre ellos, pero no en el interior de sus cabezas, que continuaban pensando en los que dejaron atrás sin saber cuánto tardarían en volver a verlos. Un fuerte traqueteo del vagón acompañado de un fuerte silbido de la locomotora, despertó a ambos de su sueño, pues la verdad es que sin darse cuenta se habían quedado dormidos. Miró Jan el reloj y comprobó que llevaban casi dos horas de viaje y por cierto, nadie había ocupado el resto de asientos. Así que aprovechó la ocasión y se tumbó a lo largo del banco colocando el zurrón que llevaba como cabecera, y volvió poco a poco a dormitar. Cuando volvió a despertar, el tren parecía que apenas se movía. Miró por la ventanilla y vio que estaban entrando en una estación, esperó un momento a poder leer los letreros de la pared y entonces se dio cuenta que ya estaban en Alicante.
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Esta parada fue bastante más larga, aunque tampoco podían quejarse, ya que de las anteriores (ni se acordaba de cuántas habían sido) poca cosa podía explicar, pues las pasó en un duermevelas. Pero entonces entraron una pareja y un chaval de unos doce años y ocuparon el banco de delante, con lo que se les acabó el dormir tumbados. Entraron muy educados, saludaron y se presentaron: ‐ Somos la familia Oller, mi hijo Josep y mi señora Flora, mi nombre es Santiago y vamos a Valencia en viaje de negocios, espero que no les moleste nuestra presencia ya que prometemos hablar poco y no inmiscuirnos en la vida de nadie, aunque ayudaremos en lo que sea necesario y nos pidan, siempre que esté en nuestras manos. Jan quedó perplejo por la parrafada y farfulló entre dientes. – Nosotros somos sólo una pequeña parte de la familia, los otros siete se han quedado en el pueblo, y vamos a Barcelona a buscar trabajo para poder comer. El señor Santiago aceptó la presentación con una inclinación de cabeza e hizo sentar a su lado al niño y al otro extremo del banco a la mujer. Jan y su padre se sentaron después del apretón de manos y tras mirarse ambos con disimulada cara de recochineo, se pusieron a dormitar de nuevo. Apenas se acomodaron, el tren volvió a ponerse en marcha y entre el silencio que se respiraba en el vagón y el traqueteo del mismo, fueron dejándose vencer poco a poco hasta quedar dormidos. Un sueño extraño despertó a Jan: estaba en el cobertizo del borrico, en el cortijo, y llegaba hasta él un penetrante olor a pan frito, salió a la era pero no había nada ni nadie, entró en el cortijo hasta la cocina, pero ni había nada ni nadie, y él sintiendo ese olor tan agradable llamaba a su madre y sus hermanos y no los veía, y luego vio, dentro del cobertizo, al borrico comiéndose varias hogazas de pan frito y a sus hermanos llorando viendo cómo se las comía, pero él
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intentaba correr hacia ellos pero sus pies no se movían. Entonces fue cuando se despertó de golpe, y vio lo que sin duda había provocado aquel sueño. Allí, frente a ellos, estaba el niño Josep (que con el tiempo se enteró que era lo mismo que José o Pepe), comiéndose unos buñuelos, que olían a pan frito, y que tenían que estar para chuparse los dedos, dada la cara de satisfacción que la criatura ponía relamiéndose. Sabía que ese mal sueño sólo se podía olvidar comiendo algo, así que despertó a su padre y le dijo si le apetecía comer alguna cosa, este que por lo visto también se había dado cuenta que los buñuelos del niño olían a pan frito, asintió con la cabeza y sacaron la fiambrera y la bota. Un buen trozo de morcilla hecha por ellos, un buen trozo de pan, unas almendras crudas y un par de buenos tragos de vino, hicieron el milagro. Mientras comía, Jan miraba de reojo al niño y veía cómo se había puesto de aceite las manos, la cara, los pantalones, la camisa…pensó que en su vida no había gastado para comer tanto aceite como llevaba el crío repartido en su cuerpo. Como sus padres no le decían nada, el niño se estaba dando un atracón de miedo, daba la sensación de que no pasaban muchas privaciones esta familia. Esto le llevó a pensar que si todo les iba bien en Cataluña, quizás pronto vería a sus hermanos también embadurnados de aceite de buñuelos, incluso a alguno de ellos decir: ‐ no quiero más, no tengo hambre, estoy a reventar. La familia Oller todavía dormía, hasta el niño se había quedado “frito”, y ellos de nuevo se acurrucaron el uno sobre el hombro del otro para dejar correr el tiempo hasta Barcelona, que todavía se preveía bastante largo. De nuevo, el tren silbó varias veces. Parecía que lo hacía a caso hecho para despertar a los pasajeros, pero no, era porque entraba en una gran estación, Ahora era Valencia el lugar al que habían llegado.
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Aún no había parado el tren del todo, y la familia Oller ya se encontraba completamente preparada y con los bultos en la mano para apearse del tren. Se saludaron con un. – ¡buenos días y buen viaje! ‐ Lo mismo les digo, ¡ah!, y suerte con los negocios ‐ contestaron ambos. ‐ Y a ustedes, suerte con el trabajo. ‐ ¡Gracias! ‐ dijo Jan. Y los tres desaparecieron por el estrecho pasillo arrastrando varios bultos. Ellos se asomaron por la ventanilla y vieron que a pesar de lo intempestivo de la hora (debían de ser las 2 de la madrugada), estaba la estación llena de gente y sobre todo muchos militares, que dicho sea de paso, Jan no había vuelto a ver a ninguno desde que volvió del servicio militar. Al poco rato, entraron en el departamento dos señoras solas, la mayor de unos cincuenta años y la más joven de unos treinta, más o menos. Saludaron a los dos y se sentaron, y a continuación sacaron de un maletín dos libros, cada una cogió uno y comenzaron a leer. Pero la lectura duró poco, ya que en cuanto el tren empezó a moverse, el vagón quedó en una semipenumbra que hacía imposible la lectura. Así que volvieron a guardar los libros y se dispusieron a dormitar un poco. Jan y su padre volvieron a su última ocupación, es decir: a dormir otra vez. Entre las cinco o seis de la mañana sobrepasaron Tarragona. Poco antes, Jan, que ya se había despertado, viendo medio despierto a su padre le dijo casi al oído: ‐¡Acabamos de entrar en Cataluña! A partir de aquí, el tren fue bordeando el mar casi continuamente, y como estaba amaneciendo la vista de ambos no se apartaba de la costa, de las playas y del mar. Notaron que el cielo se estaba encapotando y algunas nubes parecían más oscuras de lo habitual, como cuando allí
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en el pueblo se preparaba una buena tormenta que, aunque de tarde en tarde, también las había. Pero, igual aquí esto era lo normal, al fin y al cabo estaban en una tierra extraña para los dos incluso para esos temas. Entonces le comentó a su padre en voz baja: ‐ El cielo está muy feo, parece que se prepara una tormenta, y si no me equivoco, no hemos traído paraguas, ¿verdad? ‐ Hace más de dos años que no cojo uno, y si nos traemos el paraguas de viaje, al día siguiente lo sabe todo el pueblo, y ¡no veas el cachondeo que se armaría!‐ contestó. ‐ Además, es familiar y nosotros sólo somos dos‐ corroboró Jan. ‐ De todas formas, cuando va a llover, ya sabes que mi “callo” me lo dice, y de momento, ni respira. ‐ Tampoco sabes si tu “callo” funciona en Cataluña. ‐ También es verdad‐ dijo. Y ambos sonrieron. Las dos mujeres les miraban de reojo, pero ellos pensaban que no les habían oído. Al cabo de un buen rato, pasó el revisor pidiendo los billetes, y al oír la conversación entre las mujeres y el revisor supieron que ellas también iban a Barcelona. Y fueron ellas mismas las que iniciaron la conversación. ‐ Perdonen mi intromisión‐ dijo la más joven – he oído que viajan hasta Barcelona como nosotras, y ésta es la primera vez que lo hacemos, y les quería preguntar si, en el caso que lo supieran, qué transporte hay que utilizar para llegar a una ciudad llamada Manresa. Jan contestó ‐ Pues me parece que estamos los cuatro en el mismo caso, esta es la primera vez que venimos a Barcelona, por lo tanto no conocemos nada de aquí, y la verdad es que nunca he sentido hablar de esa ciudad que dice. Lo siento. Y continuó: ‐ A nosotros nos espera en Barcelona un amigo, al llegar le podemos preguntar a él, seguro que sí lo
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sabe puesto que es guardia civil y hace ya más de dos años que lo trasladaron aquí. ‐ Bien pues, si no les es molestia, así lo haremos‐ contestó la joven. Jan, que hacía mucho tiempo que no hablaba con ninguna mujer joven, que no fuera de la familia se decidió a preguntarle: ‐ ¿Van a Barcelona por trabajo, o a pasar unos días? ‐ Pues la verdad es que vamos en busca de un familiar, del que hace tiempo que no sabemos nada ‐ contestó la señora mayor. ‐ Mi madre y yo, hace tiempo que buscamos a esa persona ‐ continuó la joven. ‐ ¿Y el hecho de buscarlo en esa ciudad que dicen, es por que saben o sospechan que está allí? – preguntó él. ‐ Verán, se trata de mi hermano – dijo la joven – Les explicaré. ‐ Hace apenas dos meses, en el pueblo de Aznalcóllar, que es un pueblo de Sevilla, hubo unos enfrentamientos entre unos cuantos falangistas y gente del pueblo. Estos acabaron a tiros y murieron varios jóvenes, detuvieron a casi todos los implicados, pero alguno logró escapar. Según nos dijeron los mandos militares que llevan la investigación, uno de ellos era mi hermano, pero eso no es cierto, pues en esos días él estaba convaleciente en nuestra casa cerca de Valencia. Calló durante un momento y después continuó: ‐ Sabemos que frecuentaba esos grupos de falangistas, pero él no ha hecho nada, y un conocido suyo nos dijo que antes de huir por miedo a las represalias, le contó que se marchaba a Manresa con una amiga. Ese es el motivo por el que vamos allí. ‐ Malo es meterse en política y peor si por su culpa tienes que huir de tu casa, yo les diría que, cuando lleguemos a Barcelona, pregunten a mi amigo el guardia civil, cual es la mejor forma de llegar a Manresa, pero no le digan nada de porqué van allí – dijo Jan – por lo demás, espero que le
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encuentren bien y pueda demostrar su inocencia, aunque en asuntos de política, yo no me fiaría ni de mi padre ‐ concluyó ‐ ¡y perdóname padre!. La madre se dirigió al padre de Jan: ‐ Y ustedes, supongo que van en busca de trabajo a Barcelona ¿verdad? ‐ Pues la verdad es que sí, señora; pero es que ¿tanto se nota? ‐ No se ofenda, pero sí que se nota, y si además nos dicen que es la primera vez que vienen a Cataluña, la deducción es fácil ‐ contestó ella. ‐ Y perdónenme si me estoy metiendo en sus vidas, pero, como supongo que son hijo y padre, ¿no tienen más familia?, o les esperan en algún sitio a que encuentren el ansiado trabajo‐ continuó. ‐ Verá señora – dijo Jan – efectivamente, él es mi padre y yo soy su hijo mayor, venimos aquí para ver si conseguimos un trabajo que permita a mi madre y a mis otros seis hermanos, reunirnos otra vez, porque el campo, que es de donde venimos, no nos quita el hambre por completo, y no se preocupe, no nos ofendemos porque se hayan dado cuenta ni por preguntárnoslo, somos lo que somos y venimos a lo que venimos. Pasó un largo rato sin que nadie dijera nada, parecía como si algo de lo dicho no fuera del todo conveniente. Por fin la joven rompió el silencio y se dirigió a Jan. ‐ Creo que antes de hacerles estas preguntas, tendríamos que habernos presentado, pido perdón por ello y les diré que ella es mi madre, su nombre es Gloria, viuda desde la revolución carlista del 33, y yo soy Silvia, soy soltera, y solo tengo un hermano del que ya les he hablado, todos le llamamos Pep, y…ya está! ¿puedo preguntarle cuál es su nombre?. ‐ Mi nombre es Jan y el de mi padre es Juan, y no tiene porqué pedir perdón, ni mucho menos, la verdad es que yo no estoy acostumbrado a conversar con señoras y señoritas de su clase, y la cordialidad, si no se practica se va perdiendo.
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Entonces miró a través de la ventanilla y se dio cuenta de que el tren había entrado en una zona habitada, y desde la misma sólo se veían paredes, y cada vez más y más vías. La velocidad era prácticamente nula, señal de que estaban entrando en una estación. De pronto y tras una curva cerrada acompañados de varios pares de raíles que parecían que viajaban pegados al vagón, entró el convoy bajo dos grandes arcos de hierro, seguidos de otros y otros. Y entonces recordó lo que le dijo Casares: ‐ os daréis cuenta de que estáis en Barcelona, porque la estación es una estructura de hierro enorme y bellísima, formada por unos arcos muy altos que os dejarán con la boca abierta. Y era cierto, toda la estación, tanto los arcos, como los andenes, incluso la gente que corría hacia uno y otro lado, bajando o subiendo de los trenes, todo le pareció bellísimo. ¡Bien! Ya estaban en la tierra prometida, ¡por fin! Ahora había que recoger el equipaje, y devolverle las llaves al revisor, no sea que se enfade. En la plataforma donde estaban las maletas había un mozo encargado de la entrega, se acercó a él y diciéndole cuáles eran las suyas, le entregó las dichosas llaves. El mozo las cogió, abrió los candados, y a cambio de las llaves ¡le dio 50 cts.!, lo mismo que le cobraron en Alicante. Y pensar que juzgó que le timaban, mentalmente pidió perdón. Bajaron del vagón todos los bultos y los colocaron a los pies de uno de los grandes arcos metálicos, y se sentaron en uno de los bancos de madera que había al lado, y se dispusieron a esperar al amigo guardia civil. Jan se levantó de golpe, pues entonces se dio cuenta de que las dos mujeres compañeras del viaje, estaban bajando del tren, y fue hacia ellas para ayudarles. ‐ Espero que no olviden mi ofrecimiento para consultar con mi amigo dónde está esa ciudad a la que van, aunque creo que tendremos que esperar un rato, pues todavía no le hemos visto‐ dijo él.
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