Mixtura J.P. Weling
J.P. WELING (Zaragoza, 1966). En Pasionporloslibros se ha publicado su novela «La vida es dura para las amebas» de género absurdo, como la vida misma, donde el protagonista, entre reflexión y reflexión, descubre los entresijos del amor. También tiene una colección de cuentos titulada «12 cuentos de muerte». Aficionado a la música, estudia flauta travesera en el conservatorio municipal de su ciudad.
Mixtura J.P. Weling
ÍNDICE
LA HUELGA ....................................................................................... 5 LOS NIÑOS ......................................................................................... 11 EL PÁJARO ......................................................................................... 17 CUBO ................................................................................................. 21 LA MOSCA .......................................................................................... 25 ADICTO................................................................................................. 29 ÁNGEL ................................................................................................. 33 APRENDIENDO A MORIR ................................................................. 45 CUESTIÓN DE TIEMPO .................................................................... 47 EL FANTASMA DEL VÁTER ............................................................. 51 EL LIBRO SOY YO ............................................................................... 57 EL TENEDOR ..................................................................................... 61 EN BUSCA DEL ARTE PERDIDO ....................................................... 63 LA HORA DE MARTÍNEZ ................................................................. 69 OTRA FORMA DE ENTENDER LA VIDA ......................................... 73 MÚSICA INTERIOR ............................................................................ 77 PANORAMA JUBILACIÓN ................................................................. 81 VIDENCIA AL CUBO ........................................................................... 83 MIXTURA ........................................................................................... 91
LA HUELGA
Nunca había dado tantos pasos seguidos, ni a tanta velocidad. Y nunca, ni muchísimo menos, me había imaginado sumergido en circunstancia parecida. La razón de mis apresurados pasos era la necesidad de escapar. Abordado por una gran masa, nada recomendable, de recibos acumulados sin alternativa a la vista, con mi desesperación desmesurada de siempre, producida en parte por el pesimismo anclado en mi ADN, salí de casa sin ninguna pretensión, cuando un brote de esperanza surgió de un aureolado fajo de billetes, al parecer, perdidos en la insípida ciudad que me ha tocado vivir. Una conmiseración absurda apareció, anulada en breves al poder comprobar que los billetes no andaban solos. Triste y presumible realidad; nunca hay que asegurar nada. El dinero empezó a moverse, transportado por una persona que a simple vista parecía fraudulenta. Quién iba a pensar que aparecería un dueño. El fajo de billetes se había asomado a mí como un conato de milagro, de manera que eran casi míos. Al menos mi instinto pretendía que así fuera, y el resto de mí también, para qué lo vamos a negar. No podía dejar pasar una oportunidad así. Muchas cosas que no podían ser estaban siendo; asimilarlo en un día no entraba en mis planes. Los nervios me estiraban de los pelos y me estrujaban las orejas; qué curioso, en el colegio me hacían lo mismo dos chicos del equipo de baloncesto a los que envidiaba por su ostensible zona cerebral sin usar. Soñaba con el pasado y la realidad no es cosa de sueños, estaba siendo despiadada, y no puedes salir de ella, no puedes despertar y decir uf, ya está. Ni siquiera el suicidio sirve porque nadie te asegura una mejora; no hay experiencia anterior. No hay escapatoria.
6
J.P. Weling
No encontraba trabajo y la gente que me dirigía la palabra lo hacía para reclamarme dinero prestado o para averiguar mi posible solvencia eventual. Intenté hacer acopio de un poco de paciencia, pensar en una solución, pero ya no podía recurrir a nadie ni a nada, legalmente hablando; hablando de cualquier otra manera tampoco. Pero volvamos a los billetes que es lo que realmente importa, como de costumbre. Desde el momento en que se puso en movimiento el dinero decidí seguirlo de cerca, clavando los ojos en él como si fuera un único e infinito panorama, esperando, sin duda, una falta de reflejos, un despiste o algo por el estilo. Esa persona no parecía tener ninguna prisa ni ningún tipo de inteligencia; su cara era estúpida, sus movimientos, incomprensibles, y ese único rictus, que repetía hasta la saciedad, como un tic nervioso, delataba su falta de personalidad y la incoherencia de su existencia o me lo parecía. El nerviosismo iba tomando tamaño espectacular en mí y, a pesar del frío reinante, el sudor saltaba a la vista, gruesas gotas por toda mi cara ayudando a crear un gesto patético. El sudor humedeció mi cerebro dejándolo tan atontado como el actual gobierno. No podía pensar con la claridad y fluidez a la que estoy acostumbrado. Atascado por una momentánea enfermedad gubernamental actué en el instante menos propicio. Tenía un aire de vulgar comisión investigadora: sin ninguna utilidad aparente y todos cuestionando la forma y hora de actuar. Metí la pata; creo que nunca lo había hecho a tal profundidad. La fatalidad parecía formar parte de mi vestuario. La masa humana con cara de estúpido estaba parada en un escaparate bastante concurrido; cualquier tontería, como la simple presencia de mirones, le atrajo hasta allí. Nunca podré especificar que vendían en esa tienda, una idea fija en la cabeza me hacía invisible el resto de las cosas. Se sucedían los rozamientos sin que llegasen a ser empujones. Sin pensarlo arremetí contra el símil de hombre y le arranqué la bolsa de su mano derecha. No era dueño de mis actos; no estaba acostumbrado a ser dueño de
MIXTURA
7
algo. Parte del público me lanzó miradas cuestionando mi comportamiento, pero, curiosamente, nadie intentó ayudarle. Mientras el ofendido gritó, como escupiéndolo: ¿Pero qué hace? ¡Traiga la bolsa ahora mismo o llamo a la policía! Varios de los presentes repetían a coro con cierto tono burlesco y alargando las sílabas “o llamo a la policía”, acompañándolo de carcajadas contenidas, expulsando el aire por la nariz a trompicones y mostrando la blancura artificial de sus dientes. Hubo unos segundos de alucinación por mi parte en los que pasaron por mi cabeza centenares de imágenes, algunas de ellas inclasificables, como las que tiene un moribundo antes de dejar de serlo, en las que ves pasar tu vida sin ninguna piedad y piensas: ¡por Dios, otra vez no! Bajé de la nube en la que me hallaba sumido y me puse a correr como un loco, como de costumbre, sin saber a dónde me dirigía. Giraba a la izquierda, giraba a la derecha, volvía a girar a la izquierda, y así sucesivamente hasta que llegó un momento en que pensé que podría estar dando vueltas como un imbécil sin haberme alejado lo suficiente del escaparate; seguido de otro momento que certificó mi pensamiento. No podía parar, y no paré, pero esta vez en línea recta. Durante la carrera me convencí de que había hecho bien, me arrepentí tres o cuatro veces, dejé de pensar, me preguntaba por qué lo había hecho, y después disfrutaba convenciéndome de que mi actitud no era normal sino buena y ejemplar. Me mentí a mí mismo y me lo creí. Asombroso pero a la vez facilísimo. Sin saber cómo llegué a una plaza que estaba en plena ebullición, atestada de gente que aparentaba no tener otra cosa mejor que hacer. Cuando estuve cerca pude comprobar que no se trataba de apariencias. No tenía ningunas ganas de retroceder y buscar otro camino; dar vueltas otra vez tampoco me pareció apropiado. Tenía que seguir corriendo, pero me resulta totalmente imposible. No era por la gente que me obstaculizaba sino porque no me quedaba una pizca de aliento. Todos gritaban al unísono “¡Por fin, tenía que llegar, una huelga general!” Sonó en mis oídos como auténtica música celestial, y sólo
8
J.P. Weling
era el estribillo. Quedé embelesado por el gentío y su extraordinaria canción que, por cierto, no llegué a entender en su totalidad. La multitud coreaba frases: ¡Felipe lombriz, trabaja de aprendiz! ¡Llegó la hora, hay que pararlos! Algún otro decía joderlos en vez de pararlos, pero no sé exactamente por qué razón. El tono que utilizaban no era muy sensual, era agresivo, pero a muchos les hacía gracia. Parecía ser uno de los pocos instantes que tiene la gente para desahogarse, como cuando insultas al arbitro en el fútbol. Me infiltré por donde pude y fui arrastrado por la masa que acababa de ponerse en movimiento. No era muy consciente de que estuviese dando pasos por mi propia voluntad, pero me movía. Estaba descubriendo un nuevo medio de transporte; no pude remediarlo, pero pensé ¿estará patentado? Pasé varios minutos escuchando canciones que eran totalmente ajenas a las listas de éxitos, pero que todos conocían excepto yo, mientras recorría las calles subido en esta alfombra humana que me iba atolondrando progresivamente. Aproveché esos instantes para fisgonear en el interior de la bolsa. Se veía el fajo de billetes maravilloso y reluciente, era una nueva experiencia, no había recuerdo en mi memoria que escondiese tan poco espacio con tanto dinero, ni siquiera un espacio grande. Sin solicitud previa fui interrumpido por uno de los singulares transportistas que tenía a mi alrededor, estampándome una pegatina sindical en la solapa; sin embargo, él la llevaba en la frente. Mientras tanto otro me preguntaba sobre mi situación actual y las causas de mi presencia en tan inmensa manifestación popular, a lo que contesté con media sonrisa y un ligero movimiento de hombros, diplomáticamente. Antes de que pudiese espetar alguna palabra con un mínimo de coherencia ya me estaba contando su vida en penas y gloria. Me dijo que tenía cerca de cincuenta años, que, por supuesto, había trabajado durante toda su vida, que nadie le había regalado nada. Al contrario, le habían echado del trabajo sin ningún motivo aparente, que no tuvo lo que se puede llamar una remuneración digna por su despido, recalcando sobre todo eso de “y después de tantos años”. Tenía cuatro hijos: uno subnormal, dos parados y uno enganchado; este último no sé
MIXTURA
9
exactamente dónde lo tenía. Por supuesto, la gloria la dejó para otro día. No sé lo que pasó, pero mi mano fue directamente a la bolsa, saqué el dinero y se lo entregué de forma mecánica. Más tarde, tampoco mucho, notaría algo de arrepentimiento; correr tanto riesgo para después dar el dinero al primero que aparece lloriqueando era un poco absurdo, pero no era momento de quejarse de lo absurdo porque a veces todo lo es en cierta medida. Continuaba aturdido por lo sucedido, pero pude ver que la bolsa contenía un paquete mal envuelto en hojas de periódico. Fui sacando el envoltorio con cuidado y hoja por hoja; de paso, eché un vistazo a los deportes. Entre los periódicos hallé dos guantes de goma como los que usan los cirujanos, unas llaves extrañísimas que, con el tiempo, averigüé que servían para abrir toda clase de cerraduras; dos castañas mordidas y un condón caducado con el escudo del Real Madrid. Y lo más improbable estaba en el fondo, muy bien escondido, entre una pelota de papeles: dos fajos de billetes como el que había entregado al manifestante. Estalló la locura; mi corazón dejó de palpitar para bombardear en estéreo. Mi conciencia había encontrado la paz, era un santo protagonizando la segunda parte de un milagro urbano. Había hecho feliz a una extraña familia, pero aún conservaba ciertas dudas. Entré en el primer bar que vi abierto para celebrarlo mientras intentaba responderme a unas preguntas: ¿Quién era Felipe? ¿Sería el personaje de algún libro de Kafka que desconocía? ¿A quién hay que parar o joder? ¿Por qué había huelga? ¿Por qué se engancha a los hijos como si fueran cuadros? ¿Cuántos meses llevo sin pagar el alquiler? ¿Tendrán setas rebozadas? Bebí con regocijo olvidándome de todas las preguntas, mientras el camarero enchufaba el televisor. Apareció en pantalla un alto dirigente político, medía casi dos metros, y dijo: “Podemos decir con entera seguridad que hoy ha sido un día perfectamente normal, normalidad absoluta en todas las calles”. Pagué las setas rebozadas y me fui.
LOS NIÑOS
Creí lo más apropiado darle una moneda a unos niños de la calle, pero me equivoqué. No había pensado en las consecuencias porque no le daba ninguna importancia a un hecho tan cotidiano. De nuevo me volví a equivocar. Supongo que cualquiera en mi lugar hubiera actuado igual, pero eso no importa. No puedo pretender crear excusas vanas para engañarme a mí mismo porque sería rebajarme a algo degradante, estafarme. Aunque el autoengaño se ha puesto de moda, sólo empeoraría las cosas. Varios días después, me disponía a realizar uno de mis rutinarios actos para subsistir: ir al cajero automático. Nunca me había gustado llevar mucho dinero encima, ni guardarlo debajo del colchón, ni en un cerdo de porcelana rosa, ni en el congelador envuelto en una bolsa de plástico. Por raro que parezca, prefería tenerlo en un banco, y no por seguridad sino por costumbre. Una sensación extraña aparcó en mi cuerpo y empezó a expandirse mientras tecleaba las cifras del número secreto. La verdad es que muchas veces tengo sensaciones extrañas que vienen a resumirse en una: todo sigue igual. La puerta de acceso quedaba a mis espaldas y sentía un hormigueo inexplicable recorriendo mi columna vertebral, subiendo y bajando como un ascensor desbocado. Me giré, no pude remediarlo, la curiosidad me obligó. No había nadie, pero juraría que me habían estado observando. Apareció un repelús junto a un pequeño escalofrío. Intenté tranquilizarme y pensar que sólo eran las ganas de salirme de la rutina imperante. Cogí mi libreta de ahorros y el dinero y los guardé con la poca calma que adquirí, toda fingida. Me dispuse a salir y pude comprobar que había dos niños sentados en un banco al otro lado de la calle. Seguí
12
J.P. Weling
andando. La calle parecía tranquila, casi tanto como la noche. Las apariencias engañan a veces, pero nunca lo habían hecho tan bien como entonces. Ayudadas por un incipiente terror, tan infundado como espontáneo, envolvieron la realidad nublando lo poco que quedaba de razonable en mí. Unos pocos metros recorridos en la noche y empecé a oír pasos que se acercaban. Giré la cabeza con rapidez hacia la izquierda, y seguidamente le siguió todo mi cuerpo. Eran tres niños que se podía decir ya que los tenía encima, rodeándome con una actitud nada amistosa. Y, qué casualidad, eran los mismos niños de hacía unos días. Me instaron familiarmente a que les diese unas monedas, “dame algo”, con esa tonadilla especial que flota en las palabras en forma de súplica fingida que, de no cumplirse, se torna en insulto vorazmente. Intenté disuadirles, pero además de hacer caso omiso a mis sutiles sugerencias, insistieron con una tozudez molesta, picante. Estuve a punto de apartarlos con un ligero empujón, incluso de darles varias bofetadas, pero mi cerebro no acababa de asimilar la situación dejando a mi cuerpo como un espantapájaros sin viento. En la acera de enfrente una pareja de ancianos paseaba lentamente, no tenían más remedio, pegados al suelo, arrastrándose, intentando despegarse sin conseguirlo nunca. Los viejos levantaron sus cabezas al unísono muy lentamente y cuando se cruzó mi mirada la esquivaron con sutileza senil y siguieron adelante como si nada ocurriera. No había pasado nada anormal hasta el momento. Los niños también se percataron de la presencia de otros seres, pero su sabiduría callejera les hizo ver más. Vieron una pizca de pánico tiritando en mis pupilas durante unos instantes imperceptibles y, sobre todo, vieron indecisión. Su visión les hizo crecer y actuar con rapidez y decisión sobrehumana y criminal. Mi mano derecha fue a parar al bolsillo del pantalón y les ofrecí unas monedas. Sonrieron, mostrando sus dientes de caries, con una malicia implícita suspendida en su mirada que me insufló el suficiente temor por esas personillas a las que doblaba en tamaño, cuando empezaron a dictar órdenes en tono militar. “No queremos monedas imbécil”, soltaron estas palabras como
MIXTURA
13
escupiéndolas, “los papelitos, los papelitos nos gustan más”. “Suelta la pasta mamón”, dijo uno, “vamos, no nos hagas perder el tiempo”, soltó el otro, “¡que la suelte ya, hace frío!”, esta vez era el tercero. Su compenetración y seguridad me dejó pasmado de pies a cabeza. Si les daba los papelitos, como ellos decían, me quedaba sin comer tres o cuatro días, o tendría que volver al cajero y ver como mis ahorros se teñían de rojo, y eso no me hacía ninguna gracia. Paralizado, mis ojos parecían extraviados en un horizonte invisible. Uno de los niños dijo “este tío es un drogata”, pero otro negó con rotundidad “que va, lo que pasa es que está colgao”. Aproveché el conato de discusión para actuar. Había que hacer algo y corrí. Corrí desesperadamente durante unos minutos, pero los niños venían detrás profiriendo insultos horribles, no propios para su corta edad. Eran perros rabiosos y hambrientos de venganza, de una venganza generalizada que, no sé por qué avatares del destino, tenía que confluir en mí. Espeluznante. Dejaron a mi familia desperdiciada totalmente, incluso a los muertos. Se cagaron en todos. Tenía cerca de treinta años y durante toda mi vida había amado a los niños. Me gustaba relacionarme y jugar con ellos. Muchas veces me decían que yo era el más niño de todos. Amigos, vecinos, familiares, todo el mundo opinaba que si me gustaban tanto debería decidirme a tener alguno. Pero me separé, gracias a Dios, y no tuve tiempo de tenerlos. El incierto destino me salvó de un peligro en crecimiento. Ahora siento pavor por los niños, me inspiran una desconfianza tremenda que raya en lo obsesivo. Los mayores criminales adultos me dan risa al lado de un niño. Hacía frío, pero el sudor comenzaba a deslizarse por mi frente. Mi temperatura había ascendido terroríficamente y mis piernas ya no podían seguir la velocidad del sudor, habiendo producido éste un aura alrededor del cuerpo. Jadeante, notaba la salinidad del sudor en la boca como un claro signo de mal agüero. Y todavía estaba corriendo para escapar de tres niños. No podía almacenar más miedo, me había desbordado y además era un auténtico lastre.
14
J.P. Weling
Hacía tiempo que estaba acostumbrado a correr varios kilómetros diarios. Era una de mis tácticas para estar en forma y también una advertencia del médico de cabecera, junto a la supresión del tabaco. Escasas semanas atrás pude comprobar que ya no corría cinco o seis kilómetros sino alrededor de veinte. Al principio era simple ejercicio, pero más tarde se transformó en costumbre que muchos días me divertía. Hoy, correr me provoca efectos eméticos por los que me estoy medicando además de traer malos recuerdos. No llevaba ni dos kilómetros recorridos y comenzaba a desfallecer. Desde luego, las condiciones de carrera no eran óptimas. Tenía tres pequeños monstruos persiguiéndome mientras vociferaban blasfemias contra mí. Paré. No podía más. Antes de que me dieran alcance tuve unos instantes para recuperarme un poco, necesitaba bajar mi ritmo cardiaco. Tenía que pensar con rapidez y para eso tenía que calmarme también con rapidez. Hurgué en el bolsillo para poder hacer dos partes con el dinero. Saqué una parte, desdoblé los billetes y se los mostré como pude para que fueran testigos de mi rendición, antes de que utilizaran la violencia, a la que eran propensos. Imaginé que pegarían un zarpazo a los billetes y me dejarían en paz. Uno de los niños contaba el dinero que me habían arrebatado. Cuando terminó, se miraron entre ellos. Se intercambiaron unas palabras para después mirarme con una mezcla de odio y asco aterradora. “Aquí falta dinero”, soltó con desparpajo el niño contable. “¡Todo, lo queremos todo!”, sonaban las palabras en estéreo. ¿Cómo podían saber si faltaba o no dinero? Me estaban sacando de quicio y no sabía qué hacer. Les dije que no tenía más y se abalanzaron sobre mí. En esos momentos de confusión y con un estado de nervios bastante alterado no podía pensar en cómo sabían lo que sabían. Ahora que el paso del tiempo me ha devuelto la calma puedo precisarlo todo mucho mejor y ser un poco más objetivo. Cuando salí del cajero sólo vi a dos niños y después parió la abuela o algo por el estilo y eran tres los que me intimidaban. Antes de abandonar el cajero noté la presencia de alguien, de una mirada incisiva que no pude ver, que erizó todo el bello de mi piel dejándolo