Opera de un angel alado

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José Perales

Ópera de un ángel alado


Crítica realizada por: Paco Melero Revista Zero, nº 102. José Perales es valenciano, escritor vocacional desde siempre, convencido de que las cosas que se saben son aquellas solas que uno aprende de forma autodidacta. La literatura le coarta las venas y le reinventa a un futuro profesional que le lleva a donde empezó, otra vez literatura. El resultado de todo esto se abre paso en nuestras manos con un volumen atrevido, convencido, como su autor, de nuestra buena acogida. Una novela engarzada en una banda sonora de superlujo, la ópera Madame Butterfly, que va concatenando los diferentes capítulos de la obra. La historia es el amor y el amor el protagonista. Una novela sentimental donde el punto de llegada se coloca en el furgón de cola de los deseos. Su autor ha acertado a la hora de elegir los momentos, puesto que la narración se va posando en caída libre natural a lo largo de toda la trama. Conforme a lo que se cuenta, asegura su autor que es realista, hay que decir que a veces es difícil seguir la línea argumental, pero desde una visión positiva, es decir, la elaboración es exacta, por lo que los recodos se echan al camino del lector impidiendo la tesitura parcial de los hechos. Sin embargo, la ambientación rodea un todo común que consigue, ya desde la tercera página, una sintonía bondadosa hacia todo lo demás. Literariamente nos encontramos ante un alumbramiento de feliz estilo. Los giros, las palabras, la estructura, los conflictos, puntos de giro y desenlace armonizan un ritmo emocionante que hacen de este libro una muy buena opción para sentarse a escuchar por los ojos lo que nos cuentan sus personajes. Si una historia entre dos ya es complicada, la tercera en discordia viene a tambalear la armonía de la farragosa rutina. Esta obra resuelve con maestría los latidos de una narración que nunca, a pesar del volumen, deja de estar viva. Sin duda esto es mérito del autor, que nos traslada un esfuerzo concienzudo y continuo para que la tensión, la sorpresa y la implicación no decaiga página tras página.




Una novela de

J. Perales

Ópera de un

Ángel Alado

Cuando te conocí, el amor acababa de ser parido en forma de hombre, y ese hombre, se me entregaba a mí.

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© José Perales

pasionporloslibros Edita:

pasionporloslibros www.pasionporloslibros.es

pasionporloslibros ISBN: 978-84-938190-2-6 Dipòsit Legal: V-2777-2010


Dedicada a: Mi madre en particular, por el apoyo y el cariño con el que me obsequia en cada instante desde el mismo principio de mi existencia. Aunque en general, Ópera de un Ángel Alado está especialmente dedicada a todas y cada una de las madres que tan incondicionalmente apoyan a sus hijos, sin que en ningún momento les llegue a preocupar cómo son, sino que valoran por encima de cualquier otra cosa, la nobleza y la sinceridad de sus sentimientos. Vaya por ellas.



Que desde lo más alto, desde la lejanía más infinita, se perdone a quien no entiende que, una forma de amar no se elige, sino que se siente.

Mi merecido reconocimiento a todos y cada uno de los que siguen haciendo posible que el amor entre personas del mismo sexo sea una de las cosas más naturales del mundo.



Mis Agradecimientos

S

oy muy consciente de la suerte que tengo, del don que se me ha otorgado para que, en un momento determinado, pueda plasmar sobre un papel, una historia, un mundo, y de esa manera, la vida de unos personajes que de alguna forma, son parte de mí. Pero al mismo tiempo, también me doy cuenta que sin la ayuda del silencio de mi despacho, de la soledad que lo envuelve, de la música que necesito en ciertos momentos y hasta incluso de mis propios duendes, nunca lo hubiera podido conseguir. Y además, sería terriblemente egoísta si no reconociera que sin la ayuda de ciertas personas que, siempre a mi alrededor, pendientes de mí, me han apoyado en todo momento para que siguiera adelante y sin las cuales, estas historias, nunca hubieran visto la luz. Así pues, en primer lugar debo dar las gracias a Ana Platas por su incesante apoyo, sus maravillosas correcciones, sus interminables lecturas del texto, sus ideas, sus esfuerzos, y sus entrañables risas, pero sobre todo, por su profesionalidad. En segundo lugar, a Pedro Cruz, por su perseverancia en hacer de mí un escritor, por ofrecerme ese aliento tan necesario en las horas de decaimiento, por su sacrificio para que consiga uno de mis más anhelados deseos, por sus interminables horas de entrega y dedicación, por leer el texto todas las veces que han sido necesarias, corrigiendo y aportando sus inestimables sugerencias, y más que nada, por su silencio y sobre todo, por su presencia. En tercer lugar, a unos amigos muy especiales que se han volcado desde un principio en la publicación de la novela, a José López y Amparo Rius, una ayuda sin límites, una ayuda


Ópera De Un Ángel Alado

sin precio, así como la prestada por mi modelo que sin duda alguna, aceptó en la primera propuesta posar para la portada del libro, para Pedro Valero, montañas de gratitud y miles de besos. En esta segunda edición, me gustaría hacer especial mención a una persona muy en concreto, por su entrega, sus ganas, su pasión y toda la ayuda que ha ofrecido en cada instante para conseguir, de nuevo, que esta obra vuelva a estar disponible, para esa persona en particular mi mayor gratitud, y todo el cariño que siento hacia ella, a Mª José Alcañiz por toda su dedicación y paciencia conmigo.

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Índice

Introducción ......................................................................................... 13 Acto Primero ........................................................................................ 15 Capítulo 1 ..................................................................................... 17 Capítulo 2 ..................................................................................... 45 Capítulo 3 ..................................................................................... 61 Capítulo 4 ..................................................................................... 77 Capítulo 5 ..................................................................................... 93 Fin del Acto Primero .................................................................... 105 Acto Segundo . ............................................................................. 107 Capítulo 6 ............................................................................. 109 Capítulo 7 ..................................................................................... 121 Capítulo 8 ..................................................................................... 131 Capítulo 9 ..................................................................................... 155 Fin del Acto Segundo ................................................................... 175 Acto Tercero ................................................................................ 177 Capítulo 10 ........................................................................... 179 Capítulo 11 ................................................................................... 197 Capítulo 12 ................................................................................... 225 11


Ópera De Un Ángel Alado

Capítulo 13 ................................................................................... 237 Capítulo 14 ................................................................................... 249 Capítulo 15 ................................................................................... 269 Fin del Acto Tercero ..................................................................... 293 Acto Cuarto . ............................................................................... 295 Capítulo 16 ........................................................................... 297 Capítulo 17 ................................................................................... 321 Capítulo 18 ................................................................................... 337 Fin del Acto Cuarto ..................................................................... 349 Acto Quinto ................................................................................. 351 Capítulo 19 ........................................................................... 353 Capítulo 20 ........................................................................... 375 Capítulo 21 ........................................................................... 391 Capítulo 22 ........................................................................... 411 Capítulo 23 ........................................................................... 423 Fin del Acto Quinto . .................................................................... 443 Acto Sexto ................................................................................... 445 Capítulo 24 ........................................................................... 447 Capítulo 25 ........................................................................... 461 Capítulo 26 ........................................................................... 469 Capítulo 27 ........................................................................... 479 Capítulo 28 ........................................................................... 491 Fin del Acto Sexto . ...................................................................... 501

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Introducción

L

as historias no se inventan o… quizás sí… Las historias no aparecen en nuestras vidas por casualidad, suelen estar escritas en alguna parte, en algún secreto lugar, seguramente se trate del mismo al que cada uno de nosotros pertenecemos, del mismo del que provenimos, y al que, después de todo, volveremos de nuevo. La historia, nuestra propia historia, escrita en cada segundo, en cada milésima del tiempo que vivimos, plasma con toda lealtad quiénes somos, aunque sobre todo, cómo seremos, a quiénes conoceremos, a quiénes amaremos u odiaremos, y por encima de cualquier otra cosa, cual será nuestro verdadero destino. Nuestra historia es tan desapercibida para el resto del universo y, sin embargo, tan importante para nosotros, sus únicos e indiscutibles protagonistas. El mundo sigue girando y con él, los millones de seres que lo poblamos, pero para conocernos mejor, es imprescindible que por un instante detengamos ese mismo mundo. Haremos un alto, y buscaremos al azar un lugar al que poder acercarnos y donde descubrir el perfil perfecto y exacto de quienes encontremos. Acercándonos de esa forma, llegaremos a comprender cómo son en realidad esos mismos seres, aunque por encima de ello, está la intención de descubrir sus verdaderos valores, sentimientos, y demás cosas que hacen que esas personas, sean especiales. 13


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Mientras el mundo permanece quieto, inmóvil, nuestra mirada se dirige hacia un país cualquiera, prestando especial atención a un lugar concreto, a un punto muy preciso elegido al azar. Se trata de uno de esos lugares donde nada abunda, aunque tampoco se carece con exageración, y en el que se nos permite aprender cómo es la autenticidad de la vida. De una vida muy común y sencilla. Nos adentraremos en una casa en particular y serán sus habitantes los encargados de desgranarnos su día a día, el minuto a minuto, el cada instante de su existencia, en resumen, su paso por la vida…

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Acto Primero

E

l profundo color rojo del telón contrasta en demasía con el dorado de sus largos y bellos flecos que brillan al reflejo de la débil luz que, desde los atriles de la orquesta, les va llegando, mientras, allí, tan cerca de ellos, esa misma orquesta da sus últimos repasos. Con esmero y dedicación afinan sus instrumentos… Todo está dispuesto, todo está a punto. Tan sólo un instante después, todo el lugar queda sumergido en la más completa oscuridad, y un abrumador silencio se apodera de cada milímetro de espacio. Cuando las delicadas notas de un violín comienzan a surcar ese mismo espacio con total libertad, acompañando en su camino al ya desaparecido telón, el corazón comienza a latir con fuerza… La función, da comienzo…

“Ya están aquí. Se oye la cháchara femenina como el viento en el follaje. ¡Cuánto cielo! ¡Cuánto mar! Sólo unos pasos más. ¡Qué lenta eres! ¡Espera! ¡Ahí está la cima! ¡Mirad cuántas flores! Sopla el mar y la tierra… una alegre brisa primaveral. Soy la mujer más feliz de Japón… e incluso del mundo”. Madame Butterfly 15



José Perales

Capítulo

1

E

l sol brillaba con toda intensidad aquella mañana y, aunque el viento azotaba con cierta fuerza los árboles que rodeaban el parque, se estaba especialmente bien en aquel hermoso lugar donde la gente se dedicaba al paseo, al pensamiento o, por qué no, a uno de los mayores placeres que la vida nos ofrece, la lectura. Es decir, al simple hecho de intentar pasar unas horas que, en la mayoría de los casos, no sabemos muy bien qué hacer con ellas… es posible que por ese motivo, se la dediquemos a una pequeña parte de nuestra naturaleza, a un pequeño pulmón de una gran ciudad y de esa manera, nos permitamos la simpleza de observar cómo revolotean alegremente los pájaros sobre nuestras ocupadas cabezas. En ese mismo lugar, en uno de los bancos más alejados y al mismo tiempo, más cercano al pequeño estanque que hay en uno de sus rincones, unos pocos patos se ocupaban de sus chapoteos. María llevaba más de media hora sentada como si de una extraña estatua se tratase. Era el lugar elegido desde hacía más de un año para reunirse cada mañana con sus amigas al término de las clases, aunque aquella mañana en especial, María se encontraba sola. Era una muchacha típicamente sencilla, a quien le gustaba reunirse con sus amigos y charlar de cualquier cosa. Aunque, en particular, a ella le gustaba mucho más escuchar y observar que participar, por supuesto, eso no quitaba que cuando decidía introducirse en el tema que les ocupaba en ese momento, lo hiciera y hasta incluso pudiera llegar a resultar divertida. Pero por desgracia, para quienes la conocían, no era la situación que más se daba cuando todos estaban reunidos. 17


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Ese día, sin llegar a estar muy segura del por qué, se sentía mucho más sola que de costumbre. No tenía la respuesta exacta como para poder decir cual era el motivo preciso que le hacía sentirse de aquella forma, pero lo cierto era, que no le apetecía lo más mínimo ver a nadie. En ese instante, al tiempo en que sentía cómo el viento parecía jugar irónico con su cabello, María apretaba con fuerza los libros contra su pecho, mientras que su mirada se perdía mucho más allá de la espesa frondosidad de los árboles, junto a sus pensamientos. Hay que decir que en una persona de las características de María, tan introvertida, resultaba verdaderamente difícil adivinar cuales eran sus verdaderos pensamientos en momentos como aquél. Aunque, conociéndola bien, se podría pensar en cierta persona de su misma facultad, en concreto, un muchacho que iba un curso por delante de ella. El mismo, al que únicamente había visto en muy contadas ocasiones, la más reciente había sido esa misma mañana cuando ambos se cruzaban por el largo pasillo de la facultad. Como siempre, cuando esto ocurría, sus miradas eran cómplices de sus más secretos deseos. Desde el primer instante en que sus ojos se fijaron en los de él, ella había experimentado una extraña punzada en la boca del estómago. ¿Una punzada de soledad, de añoranza? o… ¿se trataba de una punzada de amor? De aquel muchacho apenas sabía nada, tan sólo que, como bien se ha dicho anteriormente, iba un curso por delante de ella, que se llamaba Guillermo, y que una de sus preferencias eran los deportes. Poco más había logrado averiguar. Sería del todo posible que fuera a él, y no a nadie más, a quien María dedicara todos y cada uno de sus pensamientos en ese instante o, por qué no, debido al extraño carácter de la muchacha, bien podría ser que simplemente tuviera un mal día. Uno de esos que de vez en cuando le afectaban tanto, y en el que únicamente parecía tener cabida la tristeza, el mal humor y, sobre todo, un genio insoportable. Después de un tiempo de permanecer inmóvil, comenzó a sentirse cansada de estar en aquel lugar. Decidió que, debido al estado de ánimo en el que se encontraba, lo mejor sería no esperar a sus amigos, no se sentía con humor de soportar las tonterías cotidianas de cada uno de ellos, así que estando segura como estaba, que podían llegar en cualquier momento, se alejó de allí. 18


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María cruzó el parque a gran velocidad aún con los libros apretados con fuerza sobre su pecho. Sentía que, en verdad, tampoco le apetecía demasiado volver a su casa, pero teniendo que elegir entre soportar a sus amigas y el aburrimiento de su casa, optó por éste último. Y aunque ella vivía con sus padres y su hermano Víctor, un muchacho dos años menor que ella, estaba segura que, con un poco de suerte, solamente encontraría a su madre. María llegó mucho más temprano de lo habitual. Al entrar, y para sorpresa de ella, se encontró con su padre, quien leía tranquilamente el periódico en el salón. Había mirado con anterioridad en la cocina, pero a diferencia de muchas otras, en esta ocasión, la encontró vacía. —Hola —dijo apenas en un susurro— El padre la miró por encima del periódico. Qué duda cabe que él también se había sorprendido de ver a su hija a una hora tan temprana en casa. —No puedo creer que estés tan pronto aquí. La seguía con la mirada. —He terminado las clases antes de lo previsto —contestó al tiempo en que colgaba el abrigo en el respaldo de una de las sillas. —Ya; pero es extraño que no te hayas quedado con tus amigos como haces habitualmente. ¿Estás bien? —Desde luego que sí. Sencillamente no tenía ganas de ver a nadie— respiró profundamente—. Iré a mi habitación a estudiar un rato. —Como desees —contestó el hombre sin demasiadas ganas de seguir hablando. Fue directa hasta su habitación, entró y cerró la puerta con ganas. Aquel lugar tan especial para ella, era el único en el que sabía que podía disfrutar plenamente de su absoluta soledad y, allí se encontraba como en su santuario particular. Sin duda, aquella habitación tenía la entrada restringida a cualquier persona, nadie, a no ser que ella lo permitiera, podía traspasar aquella puerta. Dejó los libros encima del escritorio y se desplomó boca arriba sobre la cama, con los brazos extendidos a lo largo de su cuerpo y los ojos fijos en algún punto concreto del techo. Su respiración se fue acompasando poco a poco. En ese instante, sus pensamientos, como liberados de alguna imaginaria cárcel, comenzaron a volar de un lugar a otro, a su santo antojo. 19


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A pesar de tener veinte años, edad suficiente para entender lo que le estaba ocurriendo en su interior, María no tenía demasiado claro qué era lo que le estaba sucediendo, aunque algo en lo más hondo de su ser le decía que fuese lo que fuese, estaba relacionado directamente con aquel misterioso muchacho… con Guillermo. ¿Sería tal vez por ese motivo por el que no conseguía apartarlo de su mente? Pensaba en él día y noche, y hasta incluso, en multitud de ocasiones de una forma u otra, había aparecido en sus sueños. Siguió pensando en todo aquel asunto, pero sobre todo, pensaba particularmente en él. Intentaba descubrir qué era aquello que tanto la obsesionaba, la desconcertaba y no le permitía prestar atención a nada más. Al cabo de cierto tiempo, cansada de dar vueltas y más vueltas en un círculo demasiado vacío, cerró los ojos e intentó no pensar en nada, quería apartar cualquier pensamiento y disfrutar únicamente de ese momento de soledad tan deseado. Pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que se escuchasen unos suaves y tímidos golpes en la puerta, los mismos que la sacaron bruscamente de sus tan agitados pensamientos. —¿Sí? —contestó a duras penas. —María, soy mamá… ¿puedes venir un momento? —se escuchó decir al otro lado de la puerta. Aquella mujer, apoyada sobre la fría madera, había pronunciado aquellas palabras en un tono de voz excesivamente bajo, como si temiera despertar a alguien que pudiera dormir en ese momento. —Está bien mamá, ahora voy. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para levantarse de la cama, se encontraba tan bien, tan a gusto, tan relajada y tan absorta que le resultaba casi imposible mover ni uno solo de sus músculos. Pero sabía que su madre la necesitaba, y eso era mucho más importante que cualquier otra cosa. Por encima de todo, estaba aquel ser al que María adoraba. Cuando salió de la habitación no tuvo la necesidad de buscarla por muchos sitios, la encontró en el primer lugar al que fue, como de costumbre, como cada día y a cada instante, en la cocina. Al verla, María se quedó quieta. Se apoyó en el quicio de la puerta y, durante un largo tiempo, se permitió observarla detenidamente, en silencio, con los brazos cruzados y sin decir ni una sola palabra. Sólo la miraba con devoción. La vio enfrascada en sus quehaceres, como siempre solía estar, como todos los santos días, como todas las semanas, como en cada momento en 20


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que la veía… Se fijó en sus hinchadas piernas, que parecían estar a punto de estallar, en sus agotados brazos que tenían claros síntomas del exceso de trabajo diario, de ese ir y venir constante. Bernarda, así es como se llamaba la madre de María, se pasaba, desde mucho antes de que amaneciera, sin parar ni un solo instante. Solía ponerse en marcha nada más sus pies tocaban el suelo, y no descansaba hasta que muy entrada la noche, se volvía a acostar. Para aquella mujer, desde hacía demasiado tiempo, todo se había convertido en una tremenda, aburrida y desolada rutina, de la que ya era demasiado difícil escapar. En aquel tiempo, por su parte, María sabía que sobre otras muchas cosas, había una que obtenía la mayor prioridad en sus más íntimos deseos, una que en particular y, al parecer, tenía mucho más clara que ninguna otra, y se trataba, del simple hecho de que ella, nunca terminaría como aquella mujer, como su madre. Desde muy pequeña, y nada más tener uso de razón, se había jurado que nunca sería la esclava de ningún hombre, que jamás desperdiciaría su vida metida en una cocina o atendiendo a nadie como si de una sirvienta se tratase. No estaba dispuesta a dedicarse única y exclusivamente, a las tareas de una casa por muy suya que fuera. Pero, al parecer en ese momento de su vida, María desconocía cómo cambiaba el mundo y, con él, los que allí vivían. —¿Querías algo mamá? —dijo por fin después de haberse tomado su tiempo para observar a su tan querida madre. Bernarda se dio la vuelta dejando su trabajo de pelar patatas, dedicándole una amable y sincera sonrisa a su hija. —Nada hija, no quería nada en particular, sólo necesitaba saber cómo estabas, se me hace extraño que estés a estas horas ya en casa… ¿Ocurre algo María?— La miró expectante al tiempo en que le dedicaba una tierna sonrisa. —No mamá, no sucede nada y todo está bien. Únicamente he terminado un poco antes las clases, eso es todo. —Entiendo. Las dos mujeres se miraron durante un momento, seguidamente, María se acercó hasta el lugar en que se encontraba su madre y se colocó a su lado. —Te ayudaré con esas patatas. Bernarda sonrió. Se sentía verdaderamente satisfecha de la hija que le había tocado en suerte. Buena persona, inteligente, y lo que para ella pare21


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cía ser lo más importante, se trataba de una persona cargada con multitud de sentimientos nobles. —Gracias hija, no sabes cómo te lo agradezco, no puedes ni imaginar cómo me duele el brazo hoy. La muchacha miró el brazo de su madre de reojo. —Deberías visitar al médico. —No es nada, estoy segura que se pasará pronto. María se quedó por un instante quieta. Lentamente se fue volviendo hacia su madre. —Eso mismo llevas diciendo no sé el tiempo. Pero Bernarda siempre trataba de quitarle importancia a cualquier cosa que a ella le pudiera estar sucediendo. —Lo sé hija, pero ya verás como tengo razón y no es nada. Seguramente, se trate de una mala postura a la hora de dormir, nada más que eso, y cuando menos te imagines, habrá desaparecido. María dio un largo suspiro volviéndose para continuar con su tarea. Las dos mujeres siguieron con lo que estaban haciendo, cada una de ellas envuelta en sus propios pensamientos. —De vez en cuando, podrías decirle a papá que te echara una mano. No veo nada de malo en que colabore en las cosas de casa, a fin de cuentas, se supone que es tarea de todos los que vivimos aquí ¿no? —dijo de pronto. En esta ocasión, la que se volvió fue Bernarda, necesitaba saber si había entendido bien aquellas palabras o, por el contrario, su imaginación le gastaba una broma absurda. Miró fijamente a su hija. —¿¡Te estás refiriendo a tu padre!? —¿A quién otro si no? No pretenderás que esté hablando del vecino. Por supuesto que hablo de mi padre, de tu marido, claro está. —¿Lo estás diciendo en serio? Bernarda quería tener la certeza que después de conocer y vivir con aquel hombre durante los veinte años de su vida, María hablaba con total sinceridad. —Claro que hablo en serio mamá. No veo el motivo por el que, cuando termina su jornada de ocho horas, se queda tan ricamente sentado en su sillón. La mujer dejó el cuchillo con resignación, se volvió completamente y colocó ambas manos sobre los hombros de su hija. 22


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—Cariño, sé que eres aún demasiado joven, pero ha llegado el momento en que comiences a comprender, a entender que hay muchas cosas que, desde el principio, ya suelen estar establecidas, por consiguiente, esas mismas cosas son muy difíciles de cambiar… Tu padre tiene su trabajo y yo el mío, y nada puede hacer que eso sea de forma distinta. Bernarda volvió a coger el cuchillo y siguió como si tal cosa. —Estoy plenamente de acuerdo contigo, pero… en su trabajo existe un horario ¿me puedes decir cuál es el tuyo? María esperó pacientemente una contestación que nunca llegó, en su lugar, un largo y al mismo tiempo, triste suspiro, fue la respuesta que obtuvo. —Es mejor que terminemos con estas dichosas patatas de una vez por todas, de lo contrario, llegará la hora de la comida y aún andaremos pelando —susurró Bernarda sin dejar de mirar el trabajo que tenía entre manos. María la miró incrédula. —Entiendo mamá… entiendo. —sacudió la cabeza. La voz de la joven muchacha dejó bien patente lo que sentía en ese instante. Un amargo y extraño dolor se apoderó de ella. Por mucho esfuerzo que hiciera, por mucho empeño que pusiera en ello, no lograba comprender la actitud tan pasiva, tan sumisa que su madre tomaba en aquel asunto. Tanto María como Bernarda, permanecieron en absoluto silencio durante un largo rato, al cabo del cual, se escuchó cómo la puerta principal de la casa se cerraba, como era de esperar, unos segundos después el rostro de Víctor asomaba por la puerta de la cocina. —Hola a todos. Bernarda se volvió inmediatamente. —Hola hijo… ¿cómo ha ido el día? —Como siempre mamá. Y sin añadir nada más, y bajo la atenta mirada de su madre, Víctor fue hasta el frigorífico, cogió una coca-cola y se marchó dejando nuevamente a las dos mujeres a solas. De cuántos personajes habitaban aquella casa, Víctor era el más independiente de todos, llevando incluso una vida verdaderamente paralela a la de los demás. Para evitar cualquier tipo de problema, se limitaba a obe23


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decer y a hacer lo establecido sin más complicaciones. El joven muchacho, desde la más tierna infancia, se había metido por completo en su propio mundo que únicamente le pertenecía a él y que, por consiguiente, sólo él conocía. En su camino hacia la habitación, pasó por delante de la puerta del salón ignorando por completo la presencia de su padre. Siguió caminando hasta que llegó a su destino, entró y cerró la puerta disponiéndose a estudiar para el importante examen de matemáticas que tenía al día siguiente. Una vez delante de sus libros, Víctor se olvidaba de que el mundo existía a su alrededor. A la par, tanto María como su madre, se afanaban en terminar los preparativos para la comida, aunque no por ese motivo, la muchacha había olvidado lo hablado anteriormente con Bernarda. En su mente se completaba una verdadera discusión sobre lo que para ella, en particular, era el machismo existente en aquella casa. Aunque a pesar de saberse cargada de razón, era muy consciente que intentar dialogar sobre aquel asunto con su madre, era por descontado una batalla perdida de antemano. Resultaba palpable que Bernarda era una mujer demasiado chapada a la antigua, lo que hacía que cualquier intención, por parte de quien fuera, de hacerle ver las cosas de manera diferente, era verdaderamente imposible. Daba la impresión que Bernarda estaba muy segura de hacer las cosas como creía que era la forma más correcta. El teléfono comenzó a sonar con insistencia. Al cabo de un momento, seguía sonando sin que, al parecer, a nadie le importase lo más mínimo. En vista de que ninguno de los que se encontraban en casa se decidía a contestar a aquella llamada, Bernarda dejó lo que estaba haciendo y comenzó a secarse las manos. Al ver el gesto de su madre, María la tomó por el brazo impidiéndole que fuera hasta el salón. —Está papá allí, no creo que se le caiga ningún anillo por atender el teléfono. —dijo furiosa. —¡María! —intentó protestar Bernarda al tiempo en que se sorprendía de ver la actitud tan rebelde de su hija. Después de varios timbrazos más, y en vista de que nadie aparecía para coger el dichoso teléfono, Asensio dejó el periódico de mala gana y alargó la mano para descolgar el auricular. 24


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—Diga. Su voz sonó excesivamente cansada, y hasta una palabra tan corta como aquélla, resultó ser, en los labios de aquel hombre, demasiado larga. Qué duda cabe que ese gesto le había ocasionado un gran esfuerzo. —Sí —Se le escuchó decir un segundo más tarde. Asensio volvió a rescatar el periódico que había caído al suelo, y al mismo tiempo, llamó a voz en grito a su hija. —¡María, es para ti! No hizo falta que lo repitiera, después de semejante tono de voz lo había escuchado con suficiente claridad. María apareció por la puerta del salón secándose las manos con un desgastado paño de cocina. Al pasar por el lado de su padre, no pudo evitar dedicarle una mirada inquisidora, lógicamente de desaprobación ante su actitud, pero el hombre no se dio cuenta absolutamente de nada, se había vuelto a enfrascar en su lectura. —¿Sí? —Preguntó María una vez en el teléfono. —Podrías haber dicho que no acudirías al parque. Se escuchó decir al otro lado del hilo telefónico de muy malas maneras, al parecer, quien había llamado estaba un poco enfadada. —Hola Pepa… yo también te quiero —respondió María con cierto aire irónico en el tono empleado. Asensio levantó por unos instantes la mirada y observó a su hija. —Déjate de gilipolleces, he estado más de una hora esperándote en el parque. María alzó los ojos en dirección al cielo mientras escuchaba cómo su amiga gruñía. —Lo siento Pepa, tenía cosas que hacer en casa y he venido directamente—. Mintió conscientemente y, a pesar de ser una de las pocas veces en que lo hacía a su mejor amiga, se sintió mal por ello. Le hubiera encantado poder decirle que simplemente ese día no le apetecía, en absoluto, ver a nadie, pero estaba demasiado segura que de haber sido así, Pepa no la hubiera comprendido. Evitó discutir. —Me parece estupendo María, pero al menos, podías haber avisado. —Ya te he dicho que lo siento —repitió María con resignación. Se escuchó un largo suspiro al otro lado del auricular. Ambas muchachas quedaron unos segundos en silencio. —Está bien, ya da lo mismo. Pero la próxima vez, por favor, dime que te marchas… ¿vale? 25


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—De acuerdo Pepa, lo prometo, la próxima vez te avisaré. —Eso está mucho mejor, y ahora, ¿supongo que recordarás que hoy es viernes? —¿Y? —Pues que hemos estado hablando todos de ir a la discoteca mañana sábado y, al parecer, todos están de acuerdo, pero ya sabes, yo prefiero ir contigo, no resulta lo mismo para mí si no estás tú. María quedó largo tiempo pensativa, imaginaba cómo resultaría una noche en aquella discoteca, a la que solían acudir de vez en cuando, y la verdad, la idea no le entusiasmó en demasía. —No sé Pepa… No creo estar de humor para discotecas, además, el lunes a primera hora tengo clase de filología y, ya sabes, es lo que peor llevo. —Joder María, no seas aguafiestas, entiende que yo sin ti no me lo paso igual. —De verdad Pepa, no me apetece. —María por favor, hazlo por mí. No tuvo más remedio que resignarse ante la súplica de su amiga. —Está bien… iré, pero que conste que me debes una y que únicamente voy por acompañarte. Había accedido a ir a aquella discoteca sin gana alguna, simplemente por el hecho de acompañar a su mejor amiga y, por supuesto, por evitar seguir escuchando a Pepa, la cual, podía ponerse verdaderamente insoportable llegado el caso. —Eso está mucho mejor, de todas formas, mañana ultimaremos detalles, ¿de acuerdo? —¡Qué remedio! —Muy bien preciosa, te veo mañana. Un beso. —Hasta mañana Pepa. La conversación telefónica quedó interrumpida. María miró por unos instantes el silencioso auricular que aún sostenía en su mano. Pensaba que había accedido a hacer algo que en ningún momento le apetecía, pero era consciente que, de haber sido al revés, Pepa no se hubiera pensado ni un solo momento el acompañarla. Sin querer darle más vueltas a todo aquel asunto, colgó el auricular y volvió a la cocina. Antes de entrar en el recinto exclusivo de su madre, la volvió a observar viendo cómo iba de un lado a otro sin descanso, cómo se afanaba en terminar la comida para todos. En ese momento pensó que sería mucho 26


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mejor salir con sus amigas que contemplar aquel panorama durante todo el fin de semana. Bernarda se dio cuenta que su hija estaba allí de pie. —¿Quién era hija? —preguntó sin dejar quietas sus manos un momento. —Pepa, mamá… era Pepa. María se había convertido demasiado deprisa en una mujer. Un buen día, sin previo aviso, sin que nada, ni nadie, le advirtiera de lo que significaba, casi sin darse cuenta, descubrió, por casualidad, que ya era toda una mujer. Atrás quedaba una infancia que, en ningún momento, le había dejado huella alguna, ni para bien, ni para mal. De ese periodo de su vida no tenía nada en especial que recordar, nada que guardar para el mañana, ni mucho menos había en su memoria ningún hecho imborrable, un simple detalle que poder contarle a sus hijos, si es que algún día los tenía. Y ahora, tan inesperadamente, se veía allí, junto a una mujer excesivamente desgastada por la vida, que permanecía atada a un marido al que, estaba segura, no amaba, el mismo que apenas se daba cuenta que existía. Aquel pensamiento le sacudía la mente de forma violenta, y para colmo, lo hacía continuamente. Por ese motivo en especial, se había jurado una y mil veces que ella nunca caería en esa misma trampa. Que bajo ninguna circunstancia o motivo, se ataría a un hombre de la forma en que lo había hecho su madre. Se negaba de todas las formas posibles a que fuera así. Pero, al parecer, no se daba cuenta, cegada como estaba por lo que sentía, de lo inocente de sus pensamientos, porque inconscientemente, María se preparaba para jugar en el mismo equipo que su madre. Estaba, a pesar de sus promesas y de sus creencias, convirtiéndose involuntariamente en el prototipo de mujer que sólo tiene un firme propósito en la vida. El mismo deseo que alberga un porcentaje demasiado alto de mujeres, y que no es otro más que el disponer de un marido, unos hijos y, por lo tanto, poner el punto y final a cualquier otro tipo de meta. Es ahí donde terminan sus anhelos, donde acaba todo deseo y toda ilusión. Únicamente que para María, aquello quedaba demasiado alejado, por lo pronto, solamente pensaba en revelarse contra una causa que, de antemano, ya estaba muy perdida. Su más firme propósito era decir basta al machismo impuesto por su padre, y aceptado por su madre. De esa forma, apenas se daba cuenta que su manera de actuar, en ciertos momentos, correspondía, 27


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ni más ni menos, a la de una auténtica feminista. Por supuesto, ella no tenía la menor idea. Sólo el tiempo y la experiencia dejarían esa porción de su manera de actuar bien clara. Víctor escuchó en la lejanía la voz de su madre llamándolo. Levantó la mirada del libro que tenía ante él y la dirigió hasta la puerta cerrada. Estaba demasiado seguro qué sería lo siguiente que ocurriría. Esperó paciente, con los ojos fijos en aquella misma puerta, a la espera que apareciera su hermana. Lo haría sin llamar, sin molestarse en pedir permiso para entrar, y su voz resonaría como cada día, igual que el estallido de alguien que acaba de desatar su más sorprendente locura. Así fue, no tuvo que pasar más que un par de minutos para que María apareciera como poseída por el mismísimo diablo, chillando a voz en grito. —¿Acaso estás sordo? ¿No estás escuchando que mamá te llama? En honor a la verdad hay que decir que Víctor apenas había tenido el tiempo suficiente como para responder a aquella llamada, sin embargo, María parecía no darse cuenta de ese pequeño detalle. Todos los días se repetía la misma escena. El muchacho no se inmutó, ni tan siquiera le contestó, simplemente se limitó a sonreírle. Él, por su parte, nunca había logrado entender por qué su hermana tenía que gritar de aquella forma, mientras que a ella, la actitud pasiva de su hermano conseguía ponerla aún mucho más nerviosa. En vista que él no se molestaba en decir palabra alguna y que, le sonreía, cerró la puerta de muy malas formas. Un golpe ensordecedor consiguió que el muchacho cerrase los ojos por un instante, al mismo tiempo en que sacudía la cabeza sonriendo. Siempre era exactamente igual, siempre sucedía lo mismo. Unos minutos más tarde, Víctor se sentaba en la mesa del comedor y, se fijó en que su padre, hacía ya tiempo, que había comenzado a comer sin tener la delicadeza de esperar ni a su mujer, que seguía sirviendo la comida, ni a su hija que la ayudaba y, mucho menos, a él. —¡Hombre, apareció el señorito de la casa! —protestó María cuando se dio cuenta que su hermano se acababa de incorporar a la mesa. Víctor la ignoró por completo y se acomodó frente a su padre, como siempre solía hacer. —¡Esto tiene muy buena pinta! —dijo sin dejar de observar el plato que su madre colocaba frente a él. —Gracias hijo. 28


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Con aquel gesto Bernarda se sentía suficientemente satisfecha. —Pelota —se escuchó decir a María desde la cocina. Cuando por fin, todos estuvieron sentados alrededor de la mesa, y las mujeres pudieron comenzar a comer, Asensio se levantó dando por finalizada su costosa tarea de comer. Nuevamente volvió a su sillón, e ignorando por completo al resto de la familia, accionó el mando a distancia del televisor y se dispuso, tan ricamente, a ver las noticias. —Mujer, estoy esperando que traigas el café. Fueron las palabras que junto con las del presentador de las noticias de las tres, rompían aquel monótono silencio. —Enseguida te lo sirvo. Bernarda se levantó dejando su comida apenas sin tocar, lo que provocó que la ira de María se desatara por completo. —Podrías, al menos, esperar a que mamá terminase de comer. Sería todo un gesto por tu parte. Asensio se volvió y clavó la mirada en su hija. —Creo que no estoy hablando contigo. Después de unos interminables segundos en que ambos aguantaron la mirada, el hombre volvió a dedicar su atención al televisor. —Pero da la casualidad que yo sí hablo contigo. —María… por favor —intervino Bernarda en un intento de zanjar aquella conversación. —Lo siento mamá, pero creo sinceramente que no hay derecho a que te trate de esa forma, al menos, debería tenerte un poco de respeto. Pero aquella mujer lo que menos quería, bajo ningún concepto, era que hubiese un enfrentamiento entre padre e hija, uno más de los que cada día, por un motivo u otro, se desataban entre ellos. Hizo un gesto determinado con la mano obligando a que María diese por finalizado el asunto y que se callase de una vez, sólo que la muchacha había resultado ser un tanto tozuda, sobre todo, en lo que a su padre se refería, más que nada, porque se creía llena de razón. Siguió insistiendo al respecto hasta que, por fin, consiguió que su padre, harto de escucharla, se pronunciara. —Aquí jovencita, para tu información, te diré que el único derecho que existe es el que impongo yo, para eso soy el que trabaja, el único que trae dinero a esta maldita casa y, por consiguiente, el que os mantiene. Así que puesto que soy el que más respeto merece, seré eternamente yo quien dicte las leyes, hoy, mañana y siempre, y tu única obligación consistirá en obede29


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cerme y nada más que eso. Y ahora, lo mejor que puedes hacer es callarte de una puñetera vez. Estoy hasta la coronilla de escucharte. —No puedo creer que esté oyendo una cosa semejante —soltó María de la forma más irónica que encontró. Asensio se volvió desafiante hacia su hija. —¿No me digas? —Claro que te digo: ¿Acaso los demás no hacemos nuestro trabajo? Que yo sepa, tu mujer se dedica el día entero a trabajar en esta casa como una mula y, desde mi modesta opinión, trabaja mucho más que tú… Por nuestra parte, tanto mi hermano como yo estudiamos, y por consiguiente, comprendo con ello, que cada uno de nosotros hacemos lo que debemos, cumplimos con nuestras obligaciones, no sólo tú… Así que no entiendo por qué hay que atenderte exclusivamente a ti como si de un rey se tratara, siendo nosotros tus esclavos… El círculo se había cerrado demasiado para una mente como la de Asensio. Por una parte, era inevitable darse cuenta que María estaba cargada de razón, pero por la otra, el egoísmo de aquel hombre estaba muy por encima de cualquier razonamiento. Salió de la única forma en que sabía hacerlo. —Me da lo mismo lo que pienses, o lo que todos penséis, y por supuesto, me importa otro tanto de lo mismo lo mucho que trabaje tu madre, a fin de cuentas, esa es su obligación, atender esta casa y atenderme a mí, para eso se casó. En lo referente a vosotros dos, te diré que aún me importa mucho menos, que estudiéis, eso al final será beneficio para vosotros y no para mí, así que te diré una sola cosa, que será mucho mejor que no lo olvides nunca. Aquí jovencita, las normas las pongo yo y, por supuesto, el que no esté de acuerdo con ellas ya sabe lo que debe hacer, largarse de una puñetera vez por todas. María se encontraba puesta de pie, con ambas manos apoyadas encima de la mesa, mirando a su padre con todo el cólera que sentía en su interior. —Resulta prehistórico tener que escuchar todas estas barbaridades en pleno siglo XXI, parece mentira que aún siga quedando gente como tú. Asensio le respondió con rapidez. —No me cabe la menor duda, pero, por el momento, y hasta que los seres prehistóricos nos extingamos, ya sabes a qué debes atenerte. Y ahora, si me disculpas, quiero seguir escuchando, “en mi casa” las noticias con tranquilidad. 30


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Buscó con la mirada a Bernarda que se encontraba en un rincón avergonzada por lo que estaba sucediendo. —Mujer, ¿puedes traer ese maldito café de una vez por todas? Con aquellas palabras Asensio ponía punto y final a la discusión con su hija. María salió del salón como un torbellino incapaz como le resultaba a esas alturas de soportar la presencia de su padre. Por su parte, Víctor, acostumbrado como estaba a ese tipo de espectáculo, hizo el menor caso posible, siguió comiendo como si tal cosa, como si nada de todo aquello tuviera que ver con él. Muy al contrario de lo que le sucedía a su madre, a quien le hubiera encantado hacer entrar en razón a su hija, pero sabía que era demasiado testaruda y que cuando algo se le metía en su cabeza, resultaba muy difícil hacerla cambiar de opinión. Nada más servir el café a su marido, fue hasta la habitación de María, llamó y al no obtener respuesta, se atrevió a abrir la puerta y a colocarse frente a su hija —María… estoy muy cansada de todo esto. Todos los días es lo mismo, si no es por una cosa, es por la otra, pero el resultado siempre es igual, y no soporto por más tiempo esta situación, al fin y al cabo, se trata de tu padre y le debes un respeto. Lentamente la muchacha levantó los ojos y miró la figura quieta de su madre. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. —¿Cómo es posible que digas eso mamá? Bernarda respiró profundamente, miró a su hija y seguidamente se sentó en la cama junto a ella. —Hija… las cosas son así y así seguirán siendo, después de tanto tiempo, de tantos años, ya nada puedo cambiar, créeme. Pero lo que sí puedo intentar es que haya un poco de paz, un poco de sosiego en esta casa, es precisamente por ese motivo por el que te pido que cesen estas discusiones de una vez… Te lo pido por favor María… por favor hija. Bernarda acarició el cabello de su hija con mucha ternura, y de lo que María no se dio cuenta era de cómo, en ese momento, a su madre se le llenaban los ojos de lágrimas. —Sólo es un machista de mierda. —Te recuerdo que estás hablando de tu padre. —Y yo te recuerdo que es él quien no tiene respeto alguno por nosotros. —De todas formas, sois vosotros quienes le debéis un respeto por ser quien es. 31


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María se puso inesperadamente de pie y miró fijamente los ojos suplicantes de su madre. —No me importaría tenerle respeto alguno si, al menos, él tuviera un mínimo hacia ti, pero las dos sabemos que no es así, lo que hace que ese hombre únicamente recoja lo que siembra y, desde luego, no es precisamente el respeto, ni como hombre ni mucho menos como padre. —Está bien María. Bernarda comenzó a pasear por la habitación cabizbaja. —Pero quiero que entiendas una cosa… la que vive con él soy yo, la que debe soportarlo día y noche, a todas horas, sigo siendo yo, y es precisamente a mí a quien le ha pedido un maldito café, y es a mí a quien no le ha importado en absoluto servirle ese café, así que te agradecería que no te inmiscuyeras en mi vida. Te agradezco el detalle, pero será mucho mejor que, en adelante, te ocupes únicamente de tus cosas, y nunca más, entiéndelo bien María, te entrometas entre tu padre y yo. —Pero no sólo se trata del café mamá, es la comida, la cena, y cualquier otra cosa que al señor se le antoje. Bernarda sintió la necesidad de ponerse aún mucho más autoritaria para poder terminar todo aquel desagradable asunto de una vez por todas. —Eso es, y será, una cuestión que me concierne única y exclusivamente a mí. Como bien te he dicho anteriormente, no volverás a entrometerte en nada concerniente a nosotros dos. ¿Queda lo suficientemente claro? Miró el cansado rostro de su madre, y lo hizo sin poder entender aquella forma de actuar, y mucho menos, el ímpetu que acababa de poner en la defensa de aquel hombre. Aunque de todo, lo que más le revolvía las entrañas era comprobar cómo su madre se resignaba ante una situación tan humillante como resultaba ser la forma en que su padre la trataba y, para colmo, ver en qué manera defendía su comportamiento. —Mamá. Quiso añadir algo más a cuanto ya había dicho, pero Bernarda alzó una mano y cerró los ojos. Un momento más tarde, se acercó a su hija, tomó su rostro con ambas manos y depositó un muy dulce beso en su frente. Una vez fuera de la habitación y, por lo tanto, del alcance de los ojos de su hija, Bernarda se apoyó en la pared del corredor y apretó sus ojos con fuerza en un vano intento de no llorar. A pesar del esfuerzo, no pudo 32


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evitar que dos lágrimas recorrieran sus arrugadas mejillas. Indiscutible resultaba saber lo cargada de razón que estaban todas aquellas palabras que acababa de escuchar, pero ella se sentía demasiado cansada, tremendamente agotada después de tantos años. Su más ferviente y único deseo era vivir el tiempo que le quedara en paz, en la medida de lo posible. Si para ello, para conseguir aquel deseo, debía sacrificarse un poco más, estaba más que dispuesta a hacerlo, no le importaba nada con tal de conseguirlo. Únicamente debía seguir haciendo aquello que desde el principio había aceptado sin rechistar. Y, qué duda cabe, que lo hacía sin protestar, sin decir ni una sola palabra. Sin embargo, todo aquel asunto para una persona como María resultaba ser muy extremo, demasiado incomprensible. No entraba en su cabeza la posibilidad de entender cómo una mujer podía llegar a soportar una falta de respeto semejante, desde luego, estaba muy segura que ella nunca lo permitiría. Una subordinación a un hombre le parecía detestable. Al día siguiente, María se encontraba despierta mucho antes de que amaneciera, cansada de dar vueltas en la cama, se levantó y fue directa hasta la ventana. Fuera aún reinaba la oscuridad mientras que una fina lluvia caía sobre la dormida ciudad. Por un largo tiempo, se dedicó a contemplar cómo las gotas se estrellaban sobre el cristal y cómo, después de un largo recorrido, caían con total libertad al vacío. Por unos instantes, los recuerdos de lo sucedido el día anterior acudieron a su cabeza, aunque con agilidad apartó cualquier cosa que le recordara lo desagradable de todo aquel asunto. Desde el mediodía del día anterior, permanecía encerrada en su habitación. Cansada de todo, optó por repasar la asignatura que tan atascada tenía, con la clara intención de ocupar su mente en algo que no fuera lo sucedido. Abrió el libro y se preparó, pero antes de dar comienzo a la lectura, y aprovechando que todo el mundo dormía, fue hasta la cocina y se preparó un espeso y fuerte café. Con la taza humeante en su mano, sus ojos volaron con voluntad propia hacia la ventana de la cocina y, de nuevo, se fijó en aquellas pequeñas gotas de agua que golpeaban sin descanso el cristal. Dio un sorbo, y su mirada se posó en la ropa que se encontraba en el tendedero, en la parte de enfrente, la misma ropa que tendiera su vecina el día anterior. Sabía que cuando aquella mujer se diera cuenta que se había mojado se pondría de muy mal humor. Siempre que ocurría una cosa semejante 33


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lo hacía. Enfrascada en pensar cómo sería la cara de su vecina en ese momento, María escuchó un ruido que provenía del baño, miró el viejo reloj colgado en una de las paredes de la cocina y, al comprobar la hora que era, no tuvo ninguna duda de que se trataba de su padre. Se apresuró a dejar cuanto había utilizado en su sitio y, nada más, cada cosa estuvo en su lugar, salió sin perder un solo segundo. Si había algo que no deseara en ese momento, era el hecho de encontrarse cara a cara con su padre, sólo imaginar el cruzarse con él, el tener que darle los buenos días, o simplemente tener que soportar su presencia, le producía dolor de estómago. Una vez en el interior de su habitación se apresuró a cerrar la puerta sin pérdida de tiempo, con la taza sujeta en una de sus manos, y la respiración entrecortada, se apoyó en ella, fue en ese momento cuando escuchó cómo unos pasos se acercaban por el pasillo para un instante después, dirigirse hasta la cocina. Supuso que lo siguiente que escucharía serían los pasos de su madre dirigiéndose a preparar el desayuno a su marido. No quería seguir pensando en todo aquello, puesto que, al hacerlo, sentía cómo se le retorcían las tripas. Se dispuso a olvidar todo el asunto y a centrar su atención en los estudios. Dejó la taza de café encima de su escritorio, se sentó y comenzó a leer. Detrás de aquella misma pared, Víctor dormía plácidamente como si de un niño se tratase, ajeno por completo al sin vivir que estaba sufriendo su hermana, y casi, al mundo por completo. Se encontraba tapado hasta la cabeza, sólo su largo y desnudo brazo colgaba por un lateral de la cama de forma en que su mano casi rozaba el suelo. Sobre la almohada, su ondulado cabello tan negro como la misma noche, contrastaba en demasía. El muchacho, poseía unos grandes ojos del mismo color que su cabello, pero de todo su rostro, lo que más lograba llamar la atención, era la perfección de sus carnosos labios, cosa que por otra parte, solía encantar a sus compañeras de clase en el instituto. Prácticamente, desde el mismo momento en que nació, Víctor había vivido inmerso en su propio mundo, en el que a muy pocos se le había permitido la entrada. Se trataba de su pequeño universo, al que únicamente pertenecía él y, por consiguiente, aquéllos que no lograban llegar a conocerlo en verdad, no le conseguían entender. Sus escasos amigos habían sido, sin que él se hubiera dado apenas cuenta, excesivamente seleccionados. Sin embargo a Víctor lo que le gustaba por encima de cualquier cosa 34


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era la soledad, era precisamente en ese instante, cuando conseguía realizar aquello que más le fascinaba, introducirse en sus propios pensamientos y, sobre todo, permitir que la imaginación volara con total libertad. Era entonces, y sólo ahí, cuando su mente creaba momentos imaginarios muy especiales, situaciones majestuosas, y muchas cosas más que su cerebro realizaba en exclusiva para él. Así que compartía su tiempo entre sus estudios y el disfrute de aquella imaginación que le había sido otorgada. María nunca había podido entender aquel tipo de comportamiento tan extraño para ella y quizás, por esa misma incomprensión se dedicaba en cuerpo y alma a reprocharle continuamente su forma de actuar. A la mínima oportunidad, le dejaba bien claro que tenía un hermano que vivía constantemente en la parra y, al parecer, lo que ella no sabía era que Víctor no vivía en la parra como ella bien decía, sino que viajaba a un lugar muy distinto, a uno donde las cosas y las personas eran como a él le gustaban que fuesen, donde por supuesto, no tenía cabida ni la intolerancia, ni la hipocresía, ni muchas de las estupideces que continuamente cometemos los humanos. El despertador comenzó a sonar con cierta insistencia, pero con un sonido tolerable. Un momento más tarde, ese mismo sonido se había transformado en uno casi insoportable que se podía escuchar en cualquier rincón de la casa. Víctor seguía durmiendo como si tal cosa. Desde la suya, María escuchaba aquel infernal sonido poniéndose cada vez un poco más nerviosa. Debido a ello, perdió la concentración en lo que estaba leyendo, así que en ese momento, miraba la única pared que les separaba con verdadera rabia en sus ojos. Sin pensarlo, comenzó a golpearla con los puños cerrados y con todas sus fuerzas al mismo tiempo que vociferaba el nombre de Víctor. El muchacho escuchó aquellos golpes y cómo su hermana gritaba sin piedad desde la habitación contigua, sin ninguna prisa, alargó la mano y apagó el despertador. Cinco minutos más tarde, después de haberse desperezado con ganas y de haberse tomado su tiempo, se levantó como si tal cosa y, sin hacer el menor caso a la chillona de su hermana, que seguía de la misma forma aún habiendo cesado aquel infernal ruido. Sin prestarle más atención fue hasta el baño. Visto desde fuera, todo en aquella casa sucedía de forma rutinaria. Lo mismo cada día. Cabía pensar que aquello había sido el principal motivo 35


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que había obligado a Víctor a introducirse en un mundo tan distinto al que vivía. Sin embargo, no ocurría lo mismo con María, quien involuntariamente había decidido sufrir por los dos. Al escuchar que Víctor abría la puerta de su habitación, salió hecha una verdadera furia, al no encontrarlo en el pasillo, fue, segura como estaba de que se encontraba allí, hasta el baño y comenzó a aporrear la puerta. —Me tienes hasta la misma coronilla. Todos los días lo mismo. Un día de éstos cogeré ese maldito despertador y te juro que lo lanzaré por la ventana. Estoy harta de ti y de tu maldita forma de comportarte. Sus puños seguían golpeando la puerta con fuerza y su voz gritaba casi con desesperación. En el interior del baño, Víctor la escuchaba sabiendo que aquella pobre era, la única que sufría las consecuencias de pertenecer a un extraño e inhóspito mundo. Mientras pensaba en todo ello, permanecía en silencio, como si aquellos golpes o los gritos que se escuchaban en todo el edificio, nada tuvieran que ver con él. Lo que lograba que la ira de María fuera en aumento. —Estoy más que harta de tus malditos silencios, de que vayas por la vida como si únicamente existieras tú. Puedes estar seguro que, el día menos pensado, te llevarás una gran sorpresa hermanito. Al cabo de un momento, y sin que María hubiera cesado en su empeño, Víctor abrió la puerta envuelto en una toalla. Aún medio mojado y con el cabello completamente chorreando se quedó mirando a su hermana fijamente. —No deberías gritar tanto o, al menos, no hacerlo de esa forma, no es bueno para los nervios, créeme. —dijo el muchacho con mucha calma. —Eres un verdadero gilipollas. Él se limitó a sonreírle. —Sí tú lo dices —añadió. Comenzó a caminar por el pasillo. A la vez, María sin poder controlar en ningún momento sus nervios, fue tras él hasta que, cogiéndolo por el brazo, le obligó a detenerse y a mirarla. —¿Te crees muy listo verdad? Se había acercado tanto al muchacho que él pudo notar cómo el aire de sus palabras se estrellaba contra su rostro. Fue en ese preciso instante cuando apareció Bernarda. Acababa de regresar de la compra y, nada más salir del ascensor, en el mismo rellano donde se encontraba su casa, escuchó los gritos de su hija. Intentó, como 36


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en muchas ocasiones anteriores, poner un poco de calma entre los dos hermanos. —Ya está bien. Todas las mañanas la misma historia. Os advierto a los dos, que estoy empezando a cansarme de esta situación. Se acabó por hoy. Cada uno a sus cosas —su voz sonó autoritaria y firme —Tienes mucha suerte mocoso —dijo María con desprecio, pero sin quitar la mano que sujetaba el brazo del muchacho. —Tengo prisa… ¿me sueltas el brazo si no te importa? —María por favor —insistió Bernarda. Aflojó su mano, sin dejar de mirar a Víctor. Sin tiempo que perder, el muchacho desapareció de la vista de ambas mujeres. —Creo hija mía que deberías controlar un poco más esos nervios. Estoy convencida que no te hace ningún bien ir por el mundo de esa forma. Bernarda le había dado aquel consejo con toda la delicadeza del mundo, solo que obtuvo en la muchacha el efecto contrario. Tanto la forma de actuar, como las palabras que acababa de decir su madre, lejos de tranquilizarla, aún la crisparon mucho más. —Por supuesto mamá, había olvidado que Víctor es tu niño intocable. —No sé por qué tienes el don de sacar siempre las cosas de lugar y, además creo que sería muy conveniente que habláramos. María se acercó a su madre sin temor alguno. —¿Hablar? ¿Quieres decir que, después de todo, es conmigo con quien debes hablar? —Sí, María, es contigo con quien debo hablar porque, es precisamente a ti, a quien noto últimamente mucho más nerviosa y alterada que de costumbre… ¿acaso no te das cuenta hija? —Esto es el colmo. Levantó los brazos y los ojos hacia arriba, como si en aquel lugar, nadie la entendiera, de esa forma se alejó por el pasillo dejando a su madre sola, con las bolsas de la compra en el suelo, y con la palabra en la boca. Bernarda daba por sentado que a su hija le estaba sucediendo algo, aunque, por supuesto, siempre había estado al corriente de que poseía un fuerte carácter, pero desde luego, nunca había llegado a los límites en que lo estaba haciendo últimamente. Con resignación, fue cogiendo del suelo, una a una, todas las bolsas de la compra, las levantó y se las llevó a la cocina. La mujer, sin dejar de pensar ni un solo instante en cuál debía de 37


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ser el problema que pudiera estar afectando a su hija de esa manera, guardaba con sumo cuidado todo cuanto había comprado en el supermercado. Cuando estaba a punto de finalizar, apareció Víctor en la cocina. El muchacho se fijó en cómo su madre, de espaldas a él, iba de un lado a otro colocando las cosas con mucha habilidad, sin pensarlo por más tiempo, fue hacia ella y la rodeó con sus brazos apretándola con fuerza. —Hola hijo. Él la besó en la mejilla. —¿Cómo está la madre más guapa del mundo? —susurró en su oído. Bernarda, tan falta de cariño, se regocijó en aquel abrazo. —Debo de ser justa y decirte hijo, que eres único… hay momentos en que no sé lo que haría sin ti. Se volvió, infinitamente agradecida por semejante muestra de cariño, alzó las manos y cogió el rostro de su hijo dándole un sonoro beso. —¿Te preparo el desayuno? Antes de contestar, la volvió a abrazar con fuerza, tanto, que a Bernarda le costó respirar por un momento. —Por supuesto que quiero mamá, nadie me prepara el café con leche como tú. Ella le sonrió sintiéndose en ese momento la mujer más afortunada del mundo. —Está bien, siéntate, te lo prepararé en un momento. Obedeció y mientras ella se afanaba en preparar la cafetera, Víctor apoyó la cara en ambas manos y se dedicó a observarla. —Mamá… ¿puedo hacerte una pregunta? —dijo de improviso. La mujer, un tanto sorprendida por aquella novedosa actitud de su hijo, se volvió y lo miró. No era demasiado habitual aquel tipo de cosas en Víctor. Por asegurar, bien podía haber dicho que aquélla era la primera vez que le hacía una pregunta de esa manera. —¡Claro hijo, por supuesto que puedes! Mientras esperaba a que la pregunta fuera hecha, Bernarda terminó de preparar el café sirviendo dos tazas, una para su hijo y otra para ella. Le entusiasmaba la idea de poder desayunar a solas con él. —¿Cómo conociste a papá? Por una décima de segundo, todo se detuvo frente a ella, las manos de Bernarda quedaron quietas, su mirada se paró en algún punto concreto de los blancos azulejos, aunque a decir verdad, no fue únicamente eso, sino 38


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que incluso parecía que el mundo se hubiera detenido al escuchar aquellas palabras. Sin más vacilaciones, su mente voló en el tiempo. Mientras tanto, Víctor no apartaba los ojos de su madre, ella dejó dos tazas de café encima de la mesa, apartó una silla, y se sentó frente a él. Como por arte de magia, unas muy viejas imágenes que, ya creía olvidadas, comenzaron a desfilar por delante de sus ojos, y lo hicieron con una nitidez sorprendente. Bernarda se veía corriendo por aquella empinada calle de su pueblo natal, y mientras lo hacía, mientras intentaba subir a la parte más alta, sus dos largas trenzas saltaban al mismo compás en que lo hacían sus pies. Fue precisamente en ese instante, en ese justo momento de su vida, cuando apareció él. Se trataba de un vecino del pueblo, un muchacho que tenía tres años más que ella, y al que hacía mucho tiempo que no veía. Después de que sus padres emigraran a otra ciudad, ella no le había vuelto a ver, así que cuando sus ojos se posaron sobre él, sintió que toda la sangre de su cuerpo se agolpaba en su cara. Él había regresado al pueblo después de que su padre muriera en un accidente laboral, así que, a partir de ese momento ambos se vieron en muchas ocasiones más. Pero las cosas, desde el primer momento, no sucedían como a ella le hubiese gustado, Asensio, así era como se llamaba aquel muchacho, apenas dedicaba la menor atención a la joven. Sin embargo las cosas cambiaron inesperadamente un par de años más tarde. Asensio solía salir con su grupo de amigos a los que conocía desde la más tierna infancia, mientras que Bernarda, lo poco que sus padres le permitían salir, lo hacía con sus amigas de siempre. Ambos grupos comenzaron a reunirse muy de vez en cuando, y fue precisamente en esas reuniones, cuando Asensio y Bernarda se dieron cuenta que estaban hechos el uno para el otro. Un par de años más tarde, cuando ella tan sólo contaba con veinte años, y él con veintitrés, se casaron. Esa fue la forma en que, más o menos, Bernarda le relató a su hijo cómo había conocido, enamorado y casado con su padre. —¿Estabas muy enamorada cuando te casaste mamá? —Desde luego que sí. En ese momento, tu padre era mi verdadero príncipe azul. Una chispa de emoción saltó de sus ojos al recordarlo. Sin embargo, la pregunta más difícil para aquella buena mujer vino a continuación. —Y ahora… ¿sigues igual de enamorada que entonces? 39


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Esta pregunta era demasiado inesperada para Bernarda, tanto que, por un momento la dejó sin palabras. Se frotó las sienes con cierto nerviosismo, e intentó buscar la respuesta más correcta, aunque sobre todo, acertada. Intentando hacer tiempo, cogió su taza y dio un largo sorbo de café. Sabía que si decidía ser del todo franca con su hijo, si se atrevía a contar la auténtica verdad sobre lo que sentía hacia su marido, debería indagar en lo más profundo de su corazón, y no sólo ahí, sino que además debería hacerlo en su alma. En un intento apresurado de encontrar la respuesta, sus ojos fueron directos a la ventana de la cocina, pero en ese instante, aquellos mismos ojos no veían los innumerables balcones que había frente a ella, o cómo la vecina, sin dejar de protestar ni un solo instante, intentaba retirar la ropa del tendedero antes de que se mojara aún mucho más de lo que ya estaba en ese momento. No, desde luego que no veía nada de todo aquello, puesto que Bernarda, lo que estaba haciendo en ese instante, era indagar en sus más íntimos sentimientos, lo que logró que tuviera una desagradable sorpresa para ella… Después de aquel examen, después de remover lo que sentía, se dio cuenta de lo vacío que se encontraba su interior y, lo que aún parecía mucho peor, de los pocos sentimientos que quedaban de aquéllos que un día llegó a tener por el hombre que en ese momento era su marido. —Siento haberte hecho una pregunta tan estúpida, no te preocupes, no tienes por qué responder—. Víctor se había percatado del cambio ocurrido en el rostro de su madre. Bernarda apartó la mirada de la ventana y la colocó en su hijo, lo vio tan sumamente joven, tan inexperto, que supo que aún le quedaban muchas cosas por aprender, y sobre todo mucho camino por recorrer, muchas cosas que sufrir y, lo mejor, muchas experiencias por descubrir. —No te preocupes hijo… por supuesto que voy a contestar a tu pregunta, debo hacerlo, y no por nada en particular, sino porque estoy convencida que hay algo muy importante que debes comprender. Tomó un respiro, dejó la taza sobre su plato, lo miró y siguió hablando. —Creo, en mi modesta opinión, que el amor, o al menos el flechazo o la pasión, como bien quieras llamarlo, con el que toda relación da comienzo, es algo que, indiscutiblemente, con el tiempo, se va terminando. Si no así, de una forma tan literal, sí al menos va disminuyendo y, en su lugar, sólo 40


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queda un cariño muy especial que muy bien se podría denominar, otro tipo de amor. Es el sentimiento que más perdura a través del tiempo y de los años, y está basado en el respeto, la complicidad, la sinceridad, la amistad y la comprensión. De no existir estos sentimientos, de no haber la unión de todos ellos, resultaría verdaderamente difícil poder convivir durante tantos años con una misma persona. Aunque de todas ellas, debo decirte la que para mí, es esencialmente importante, el respeto que ambas personas deben profesarse en todo momento, en cualquier situación, y frente a cuanto pueda suceder… Temo desilusionarte si te digo que el amor, de la forma en que tú lo has preguntado, es como una llama que lentamente se va consumiendo y, en su lugar, únicamente, queda un eterno rescoldo. Bernarda cogió una de las manos de Víctor, que miraba a su madre sin pestañear, y la apretó con delicadeza. —El consejo que te doy y que siempre debes recordar, mi querido niño, es que, siempre y, pase lo que pase, mantengas esa pequeña ascua de fuego permanentemente encendida. No lo olvides. Aquella escueta reflexión, o como bien se podría haber titulado, “La apología del amor por Bernarda”, impactó mucho más de cuanto ella pudiera suponer en aquel muchacho. Tal fue la repercusión que causó en Víctor que durante el resto del día, estuvo dándole vueltas y más vueltas a todas las palabras que su madre había dicho en aquel improvisado desayuno, consiguiendo que un auténtico debate se instalara en la joven cabeza del muchacho. No entendía, si las cosas eran tal y como su madre le había contado, ¿por qué se le atribuía tanta importancia al tema del amor, si siempre era de esa manera? No lograba entenderlo. Posiblemente, la inexperiencia, el hecho en sí de no haberse enamorado nunca, de no conocer los verdaderos estragos que puede incluso ocasionar el verdadero amor, era lo que hacían que él no lograra entender la verdadera fuerza que ese sentimiento puede llegar a alcanzar. Y mucho menos, lo que es capaz de hacer sentir a una persona cuando está completamente enamorada, pero lo que es peor aún, las consecuencias que de ello se derivan en muchos de los casos. Ese sábado, ni Víctor ni María se presentaron a la hora de comer. Élla había llamado a eso de la una y media avisando a su madre que se quedaría a comer en casa de su amiga Pepa y, por su parte, Víctor, lo haría con un compañero del instituto ya que, según parecía, necesitaba repasar unas 41


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notas para el próximo lunes, así que aprovecharía ese día para hacerlo con su compañero. Sobre las dos y diez de la tarde, Bernarda terminaba de servir la comida a su marido y se sentaba a la mesa. Uno frente al otro, cada uno de ellos con un plato de sopa delante, sin que se oyera otra cosa más que la voz de la presentadora que contaba algún tipo de sucesos en televisión. Asensio se afanaba en su tarea de tomar aquella sopa mirando fijamente el plato, sólo, muy de vez en cuando, observaba de reojo la pantalla del televisor. En ningún momento preguntó por sus hijos, ni siquiera se interesó por saber si vendrían a comer más tarde, o si había sucedido algo que les impidiese llegar a la hora prevista, o… si se habían muerto de repente, ¿qué más daba? A Bernarda todo aquéllo no le parecía nada extraño, estaba demasiado acostumbrada a aquel tipo de situaciones, así que no le dio ninguna importancia al largo e interminable silencio, o al hecho importante de que su marido no preguntase ni por María ni por Víctor. Ella, para evitar maltratar sus propios sentimientos, aprovechaba aquellos momentos de tremenda soledad para introducirse en sus propios pensamientos, de esa forma, repasaba mentalmente las tareas que aún le quedaban por hacer, y cuando después de todo, le sobraba algo de tiempo, pensaba en sus hijos, en cómo habían crecido tan rápidamente, en la independencia que estaban cogiendo poco a poco. Cada vez que Bernarda pensaba en esa misma independencia, terminaba admitiendo que, muy pronto, quizás mucho antes de lo que ella incluso pudiera imaginar, la dejarían completamente sola, aún mucho más de lo que ya se sentía y… estaba. Pero volviendo a ese día en especial, a esa mesa que compartía con su marido, Bernarda no pensó como solía hacerlo habitualmente en todo lo narrado anteriormente, sino que su pensamiento se dedicó exclusivamente a la conversación que esa misma mañana había mantenido con su hijo. Qué duda cabe que Bernarda, en aquel momento, y sin que se diera cuenta, se había sincerado como jamás pensó hacerlo, tanto, que llegó a sorprenderse a sí misma. Nunca anteriormente, había hecho un examen tan exhaustivo de sus propios sentimientos, de lo que verdaderamente sentía y, ni que decir tiene, nunca había hablado con persona alguna de ellos. Sin poder evitarlo, y seguramente por estar pensando en todo aquéllo, Bernarda levantó los ojos del plato y observó a su marido. Seguía en su 42


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afanada tarea de seguir comiendo, ajeno por completo a cualquier otra cosa que no fuera ese hecho concreto y, por supuesto, ignorando a Bernarda, y a lo que le pudiera estar o no sucediendo. Siguió mirando cómo levantaba la cuchara una y otra vez, como si no se diera cuenta que ella lo observaba. Tuvo que ser precisamente en ese instante, cuando Bernarda comprendió que estaba sentada frente a un extraño, frente a un hombre que apenas conocía al que, de alguna forma, y en algún momento de su vida, había llegado a querer, pero ya demasiado segura, que no a amar. No había nada en aquel hombre que moviera ese sentimiento, y supo que jamás lo había habido. Lentamente, con la desilusión encajada en su rostro, bajó los ojos y miró su plato de sopa apenas sin tocar…

R “Amor… ¿Dónde estás? ¿Dónde os encontráis? ¿Acaso existís? Amor, dulce y amarga palabra que, al mismo tiempo, tan penetrante huella dejáis… Amor, dícese de aquellos que lo sienten, que no suelen estar cuerdos… Amor, bendita palabra para quien en realidad logra encontrarla…”

R

43



Capítulo

2

H

abrían habido muchas posibilidades que, a pesar de la importancia que para María tenía su independencia, si en ese momento su amiga Pepa le hubiera propuesto vivir en su casa, ella hubiera aceptado sin pensarlo, por lo que bien se podría deducir la grave repercusión que había tenido lo ocurrido el día anterior con su padre. —Desde luego María, hay momentos en que no puedo entenderte, tengo la impresión que únicamente te importa aquello que tú quieres, nada más. Es como si cuanto deseáramos o necesitáramos los demás careciera de importancia para ti, como si dijéramos que… ¿pasas? Mientras Pepa decía todo eso, María la miraba con expresión de verdadero aburrimiento en su rostro. Todo lo contrario que sucedía con Pepa, quien por su parte, estaba bien segura que cuanto acababa de decirle era del todo cierto. Por un momento se fijó en cómo María la estaba mirando. —No bonita, no hace falta que me mires de esa forma. Puedes estar tranquila, si no quieres venir con nosotros, da lo mismo, iré con los demás, no quiero que por mi culpa te veas forzada a hacer algo de lo que luego te puedas arrepentir. —Está bien Pepa, pero que no sirva de precedente, únicamente lo hago por acompañarte y porque sé lo feliz que te hace ir a esa dichosa discoteca. Por otra parte, María estaba muy segura que el interés que tenía Pepa por ir a aquel lugar, no era otro más que intentar ver a un chaval de la universidad que, al parecer, la traía de cabeza y que solía ser asiduo de la mencionada discoteca. 45


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Las dos amigas escuchaban música encerradas en la habitación, a la vez que ultimaban los detalles para salir esa noche, y como siempre solía ocurrir, sobre todo por parte de Pepa, existía la evidente preocupación por la ropa que debían ponerse para la ocasión. —María, ¿piensas ponerte los vaqueros que te compraste la semana pasada? Levantó los ojos de la revista que estaba leyendo y miró a su amiga que estaba con medio cuerpo metido dentro del armario. —¿Cuáles? —Esos tan monos, que no estoy muy segura, pero creo que llevan algo brillante en los bolsillos traseros. —No —contestó rotundamente—. Y sin dar más explicaciones volvió a dirigir la mirada a la revista que seguía sujetando en sus manos. En contrapartida, y después de saber que su amiga no se pondría aquellos pantalones, Pepa se lanzó en picado sobre su amiga. —¿Me los prestarás para esta noche? —Está bien, pero por favor, podrías estarte un momento quietecita, me estás poniendo muy nerviosa. Pepa no pudo evitar quedarse mirándola. No conseguía averiguar por qué tenía que ser, en algunos momentos, tan desagradable y aguafiestas. —Tengo que decirte mi querida amiga, que últimamente estás de lo más insoportable. Hay momentos que de verdad, resulta muy difícil estar a tu lado. —Joder, no es que yo esté insoportable, es que tú aún no has parado ni un solo instante. Posiblemente fuera del todo cierto y era lo más probable que Pepa no hubiera estado quieta, que no cesara de ir de aquí para allá, de un lugar a otro, o de hablar, pero María debía de estar muy acostumbrada a la forma de ser de su mejor amiga. Las dos se conocían desde que iban a párvulos. Después de unos instantes de calma, se dio cuenta de su actitud. —Mira— dijo María poniéndose en pie y mirando fijamente a Pepa— Creo que será mucho mejor que me vaya. Después de cenar pasaré a recogerte ¿vale? Pepa estuvo segura que algo estaba sucediendo, aquella forma tan intempestiva de actuar, o mejor sería decir, de huir, no era nada habitual en su amiga. Intentó quitar importancia al hecho. 46


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—No creo que sea así. Deberé ir yo si quiero que me prestes esos pantalones, así que si no te importa, pasaré a eso de las ocho por tu casa, ¿de acuerdo? —Como quieras, te estaré esperando. —No te preocupes, seré puntual. María salió a la calle de la misma manera en que puede llegar a hacerlo alguien que ha pasado mucho tiempo encerrado. Sentía que le faltaba el aire para respirar, así que una vez fuera de aquella casa, tomó todo el que podía caber en sus pulmones y, a continuación, lo soltó lentamente. Comenzó a caminar sin rumbo fijo, sin saber a dónde ir, pero con la imperiosa necesidad de caminar sola. Después de mucho andar, seguía sintiendo aquel agobio que parecía ahogarla, poco a poco, además se sentía cansada y sin ganas de hacer absolutamente nada. Siguió caminando hasta que sin saber cómo, llegó a la parada del autobús. María se sentó, cruzó las piernas y se dispuso a esperar a que llegara el que debería llevarla hasta su casa. En ese momento, apareció en la misma parada, una mujer que más o menos, debía tener la edad de su madre. —Buenas tardes —dijo la mujer educadamente y, a continuación, dirigió su mirada en la dirección por la que debía aparecer el autobús. —Buenas tardes —contestó María. Sin darse cuenta, sus ojos se dedicaron a observarla con detenimiento, al mismo tiempo que su mente se afanaba, sin poder evitarlo, en analizarla minuciosamente. Por ese mismo motivo, se dio cuenta que aquella mujer bien podría ser una réplica de su madre. Por unos instantes, tuvo la extraña sensación que toda aquella generación había sido cortada por el mismo patrón, o que las hubieran hecho con el mismo molde. Inmediatamente se hizo unas preguntas: ¿tendría un marido de las mismas características del que tenía su madre? ¿sería uno de esos que también tienen a su mujer como una sirvienta? ¿sería aquella mujer otra víctima del machismo? Observando a la señora, pensó que lo más probable era que fuera de esa forma, y que ese marido en ese preciso momento, estaría impacientándose por la tardanza de su mujer. La buena señora, como percibiendo cuales eran los pensamientos de María, se volvió y le sonrió amablemente. En ese instante llegó el autobús. Las dos se acercaron al mismo tiempo, María permitió que la mujer subiera en primer lugar, seguidamente lo hizo ella y, en ese momento, y sin 47


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prestar la mínima atención a ninguna de las dos, el chofer salió de aquel lugar dando un brusco giro. La muchacha se sentó en uno de los últimos asientos y no volvió a mirar en ningún momento a aquella mujer, ni tan siquiera, por unos segundos. Debía de ser así porque aquella buena señora, al igual que su madre, le recordaban un tipo de mujer que María tenía lo suficientemente claro, nunca sería. La ciudad comenzó a pasar por delante de los ojos de la joven como si de un fantasma se tratase. No veía absolutamente nada de aquel paisaje, de cuanto ocurría más allá de las grandes cristaleras del autobús. De pronto, se acordó de las últimas palabras dichas por su amiga un momento antes de salir de su casa. Tenía la sensación que habían aparecido en su memoria como por arte de magia y, para colmo, se asemejaban mucho a las que su madre le dijera aquella misma mañana. Se obligó a analizarlas con un poco más de tranquilidad, con un poco más de sensatez, con más detenimiento… ¿Sería verdad que estaba mucho más nerviosa que de costumbre? ¿tal vez alterada? o… ¿distinta? Estaba muy claro que, si por cualquier circunstancia, en alguna de aquellas preguntas obtenía un sí, por pequeño e insignificante que resultara, se formularía una pregunta más… ¿Cuál era la verdadera causa de que algo así pudiera suceder? Necesitaba dar contestación a todas aquellas preguntas, así que empezó por la primera, a la que no tuvo más remedio que colocarle un sí, pero no uno pequeño como había pretendido, sino todo lo contrario, un firme y rotundo sí. Reconocía estar en la última semana mucho más nerviosa que de costumbre. Por consiguiente las restantes quedaban con la misma respuesta. Llegados a ese punto, María debía buscar la raíz del verdadero problema, encontrar de cualquier forma la respuesta más importante a la siguiente pregunta… ¿Cuál era el motivo que le hacía sentirse y actuar de esa manera?, quizás ¿su madre? Desde luego que no, era del todo imposible que una mujer como Bernarda crispara los nervios a nadie, aunque había que reconocer, que la forma en que vivía le hacía sentirse especialmente mal, pero aquello no era motivo suficiente. De todas formas, la vida de su madre no era ninguna novedad, siempre, desde mucho antes que ella naciera había sido así. El tema quedó descartado. ¿Sus estudios?, desde luego que tampoco iba a ser la respuesta. No es que fuera una niña pro48


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digio, pero siempre había conseguido cuanto se había propuesto, no con matrículas de honor, aunque sí con buenas notas. De esa forma, habiendo descartado aquellas dos hipótesis, llegaba a un punto en que se podría decir, que las cosas más importantes en la vida de María no habían tenido nada que ver en todo aquel asunto, ninguna de las dos tenía relación con el cambio sufrido en las últimas semanas, o con la evidente alteración de sus nervios. Siendo así… ¿qué estaba ocurriendo? ¿cuál era entonces el verdadero motivo? Para encontrar lo que buscaba, debería haber ahondado más en su interior, quizás, allí donde las cosas se dejan olvidadas. En ese mismo lugar donde en multitud de ocasiones, solemos guardar lo que, por algún motivo, no queremos recordar, o creemos que no nos interesa. Todo había comenzado aproximadamente un año atrás, justo en el momento en que Guillermo ingresó en la universidad. Desde aquel primer instante en que sus ojos lo descubrieron, María sintió que algo se rompía dentro de ella. Al muchacho se le conocía por aquel entonces como “el nuevo” y, según la propia versión de las amigas de María, aquel muchacho estaba para mojar pan. Se trataba de un chico moreno, de considerable altura, pues rondaba el metro noventa, con grandes ojos verdes, tan intensos que lograban hechizar a quienes le miraban. Su gran pasión, las motos y cualquier deporte. El primer encuentro tuvo lugar una calurosa mañana de verano, Guillermo acababa de jugar un partido de baloncesto y caminaba en dirección a los vestuarios. María se dirigía al gimnasio en busca de una compañera que le tenía que prestar un libro de forma urgente. Guillermo seguía andando por aquel corredor tranquilamente, con la camiseta completamente empapada en sudor. Poco a poco, se iba acercando de manera que lograba captar toda la atención de aquella muchacha que caminaba en dirección a él. Ambos se cruzaron en mitad de aquel gran corredor de la universidad, y fue en el preciso segundo en que ambas miradas se encontraron, cuando María tuvo la extraña sensación de que todo se ralentizaba a su alrededor, como si su vida hubiera pasado a formar parte de una película y en ese momento estuvieran utilizando la cámara lenta . 49


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Los ojos de María se introdujeron en la profundidad de aquel verde que poseían los de Guillermo. Hasta tal punto quedó hipnotizada que por mucho que lo intentase, no podía apartar la mirada de él. Ambos se habían quedado quietos, sin parpadear, si mover ni un solo músculo, al parecer, tanto el uno como el otro, lo único que deseaban era mirarse a los ojos y, sobre todo, descubrirse. Guillermo le ofreció una amable sonrisa. —Hola —escuchó decir María. Aunque aquello no había sido más que un saludo por parte del muchacho, a ella, le había parecido como si de una voz celestial se tratase. —Hola —respondió ella tan desconcertada, tan avergonzada, que apenas sí se pudo escuchar. Ambos comenzaron a caminar de nuevo. María no se volvió para mirar hacia atrás, aunque reconocía que se moría de ganas de hacerlo, por saber si él la seguía mirando, pero el pudor y la vergüenza que sentía pudieron más que cualquier deseo, por ese mismo motivo, no pudo darse cuenta de la forma en que Guillermo la estaba mirando. Después de este primer encuentro, la casualidad quiso que María y Guillermo se volvieran a encontrar en otras ocasiones y, en todos ellas, esas intensas miradas se volvieron a producir. Aunque, a decir verdad, era Guillermo quien aguantaba mucho más la mirada, porque María, debido a lo introvertido de su carácter, siempre terminaba bajando los ojos mucho antes que él. Durante el transcurso de todo aquel año, en ningún momento, María hizo comentario alguno sobre lo que estaba ocurriendo con aquel muchacho, y fue así porque conocía sobradamente a sus amigas, lo chismosas que podían llegar a ser con un tema como aquél. Aunque para ser sincera del todo, debía confesar que en multitud de ocasiones estuvo tentada de contarle aquel secreto, por llamarlo de alguna forma, a su amiga Pepa. Pero siempre, a última hora, decidía que era mucho mejor no contar nada. Siguió como siempre, tremendamente reservada para sus cosas, y solamente pronunció el nombre de Guillermo en sus pensamientos, pero nunca en voz alta. Por fin había llegado al corazón de su problema, aquél y no otro, era el verdadero motivo por el que María actuaba de la forma que lo hacía. Por temor a un posible rechazo, no había tenido las suficientes agallas para acercarse a él, de haberlo hecho hubiera conseguido salir de aquel mar de dudas en el que nadaba sin rumbo en ese momento. 50


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Así pues no tuvo más remedio que reconocer que de seguir por aquel estúpido camino, lo único que lograría sería perder cualquier oportunidad que pudiera tener con el muchacho que tanto le gustaba. Absorta como se encontraba en sus propios pensamientos, apenas se percató de que había llegado a su destino. Tan rápido como pudo se bajó del autobús. De nuevo se encontraba en su barrio, Marchalenes, el mismo en que vivía desde el primer instante de su vida, puesto que su madre, por no poder encontrar a su padre a tiempo, tuvo que parir en su propia casa. Aquel lugar se encontraba repleto de bloques de pisos que parecían colmenas, además estaba siempre atestado de coches, de gente y sobre todo, de niños. Por todo esto María detestaba aquel barrio y, aún más cuando, descubrió en unas vacaciones la tranquila vida del pueblo donde su padre y su madre habían nacido, Alborache. Después de echar un rápido vistazo a su alrededor, y de comprobar que todo seguía igual que siempre, comenzó a caminar con ligereza con la intención de llegar cuanto antes a su casa. Bernarda se encontraba planchando en mitad del salón, frente a la única fotografía de su boda que existía, y de la que hacía mucho más tiempo del que ella pudiera imaginar, no había dedicado ni una sola mirada. Estaba sola en toda la casa, afanada en su tarea y envuelta en sus pensamientos cuando escuchó que la puerta de entrada se cerraba. Consultó la hora y se dio cuenta que no se trataba de su marido, todavía faltaba un buen rato para que él apareciese, así que supuso que se trataría de alguno de sus hijos, no estaba demasiado segura de cual de los dos podría ser, y esperó a que fuese quien fuese, apareciera por el salón. María, un segundo después, entraba por la puerta y se quedó mirando a su madre y a su ajetreado trabajo de plancha. —Hola mamá. —el saludo no sonó demasiado efusivo. —Hola hija, qué pronto has vuelto hoy ¿no? —Sí. —¿No estabas en casa de tu amiga Pepa? —Sí. Bernarda, después de escuchar aquellas escuetas contestaciones se volvió y miró a María fijamente. Ante aquella actitud por parte de su hija, decidió que lo mejor sería no hacer ninguna pregunta más. Vio cómo se 51


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acercaba para darle un beso y, un segundo más tarde se marchaba en dirección a su habitación. Sin llegar a comprender qué sería lo que le podía estar sucediendo a la muchacha, apretó por un momento los ojos con fuerza y un segundo más tarde siguió con su trabajo. María entró en su habitación y cerró cuidadosamente la puerta. Desde el momento en que había descubierto sus verdaderos sentimientos hacia Guillermo, un tremendo malestar se había apoderado de ella. Sin molestarse en encender la luz, colocó un CD en su aparato de música y se dejó caer encima de la cama con los ojos completamente inundados de lágrimas. Las notas de aquella música comenzaron a invadir por completo el silencio que albergaban aquellas cuatro paredes y María comprendió lo duro que es sentir un intenso amor por alguien. Se acurrucó en posición fetal y permitió que cuanto sentía se extendiera por todo su cuerpo, así fue cómo un torrente de lágrimas, y unos delicados quejidos acompañaban en su afán incansable, a la música que seguía sonando. Quizás fuera en ese momento cuando decidió que, a pesar de lo que su buena amiga pudiera pensar sobre ella, lo mejor sería no salir aquella noche. El lamentable estado en el que se encontraba dejaba bien patente que la decisión era la correcta. Unos minutos más tarde Víctor entraba en casa, María escuchó, en un intervalo de la música, cómo hablaba con su madre, después, cómo entraba en su habitación y cerraba la puerta. Apretó los ojos con fuerza y con rabia, no quería pensar en nada, no quería saber nada, así que prestó toda su atención a la música. Tuvo que pasar al menos media hora más para que aquella muchacha saliera de su letargo, escuchó que la puerta de entrada a la casa se cerraba con un sonoro golpe, no hizo falta que se esforzara demasiado en adivinar de quién se trataba. Lo que consiguió que un punzante dolor se dejase sentir en su estómago. Ese detalle fue el motivo de que María cambiase de opinión, y decidiese, por unanimidad en su cerebro, salir con Pepa esa noche. Por nada del mundo la pasaría en casa, teniendo que soportar la presencia de su padre, y mucho menos, tener que cenar con él, aquella sola idea le provocaba mucho más malestar que cualquier otra cosa. Desde ese momento, no hubo más debate en su cabeza, la situación estaba de pronto resuelta, se marchaba de allí cuánto antes. Se levantó de un salto y comenzó a preparar la ropa que debía ponerse, a continuación, se dirigió al baño asegurándose que su padre estuviera 52


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en el salón. Unos diez minutos más tarde se encontraba maquillándose cuando escuchó que sonaba un móvil. Prestó atención porque no estaba del todo segura que fuera el suyo ya que el de Víctor sonaba de forma muy parecida, pero no era así, el teléfono que estaba sonando era el suyo, así que corrió en su busca. —¿Sí? —Atiende bonita, hay cambio de planes. —era la voz de Pepa. —¿Cómo que hay cambio de planes? No entendía, después de todo lo que le había costado decidirse, y cuando por fin estaba plenamente convencida que no le apetecía en absoluto quedarse en su casa, sólo faltaba que por algún motivo tonto, se tuviera que quedar allí encerrada. —¿No irás a decirme que después del martirio que me has dado, no salimos? —por el tono de voz de María su mal humor no podía pasar desapercibido. —No, desde luego que no. Así que no hace falta que protestes tanto antes de tiempo… Lo que sucede es que Marta acaba de llamarme, me ha propuesto, siempre que tú estés de acuerdo por supuesto, invitarnos a una hamburguesa en el centro. Le he contestado que ahora le llamaría con una respuesta, primero debía consultarlo contigo puesto que ya habíamos quedado. —¿Y…? —¡Joder María…! ¡Qué si te parece bien! —De todas formas, da lo mismo que vaya yo, podemos quedar más tarde. —Sí, pero lo lógico es que vayamos juntas ¿no crees? —Bernarda —gritó su padre con fuerza desde el comedor. Esta actitud consiguió que María se decidiera definitivamente. —Está bien, ¿dónde quedamos? —En la hamburguesería que hay en la plaza de Cánovas, nos encontraremos allí con Marta dentro de una hora. —De acuerdo. —Sí, pero querida, no olvides que dentro de un minuto paso a recogerte y a por mis vaqueros. —En ese caso, te ruego que no tardes ni un solo segundo más, estoy loca por salir de aquí cuánto antes. —No te preocupes, estoy ya de camino. 53


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Se cortó la comunicación y María volvió al baño para proseguir con el dificultoso trabajo que para ella significaba aquel día tener que maquillarse. Antes de lo que imaginó y de hasta incluso haber terminado de vestirse, escuchó el timbre de la puerta. Como era habitual, fue Bernarda la que secándose las manos salió de la cocina y abrió la puerta. —¡Pepa, vaya sorpresa! No me ha dicho nada mi hija de que venías. La muchacha saludó con un par de besos a la madre de su amiga. —Bueno, qué se le va a hacer, ya sabemos cómo es tu hija… ¿Cómo estás Bernarda? —Podría decir que he estado mejor, pero no me quejo, voy tirando. Después que entrase la joven, la mujer cerró la puerta y se colocó aquel paño de cocina con el que se había secado las manos un momento antes, sujeto al delantal. —Puedes pasar hija, creo que María está en su habitación. —Gracias Bernarda, iré a ver si ya está lista. Pepa comenzó a caminar por el pasillo y, justo en el momento en que pasó por delante del salón, se dio cuenta que el padre de su amiga se encontraba en él. Y así era, allí sentado tan cómodo como tranquilo, se encontraba Asensio, como corresponde a una muchacha bien educada, Pepa se detuvo y le saludó. —Buenas noches señor Asensio. Él se volvió, la miró sin demasiado entusiasmo, sin casi expresión alguna en su rostro. —Hola. —se limitó a decir. Tras aquel escueto saludo, Pepa siguió caminando por el pasillo hasta que pasó por delante de la habitación de Víctor. Le llamó la atención la música que salía de aquel lugar así que prestó atención. Acto seguido, hizo un gesto de aprobación, al parecer, le gustaba lo que escuchaba, después de ese pequeño inciso, fue hasta la habitación de su amiga. Las dos amigas se encontraban sentadas en la hamburguesería en la que habían quedado con Marta. Pepa estaba en ese momento enfrascada en alguna amena conversación mientras que María la miraba sin prestarle demasiada atención. Al cabo de un momento, la amiga que faltaba aparecía por la puerta, al verla acercarse, las dos le sonrieron. Especialmente Pepa le dedicó un efusivo saludo con ambas manos. 54


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—Hola chicas… ¿qué tal? —dijo Marta al tiempo en que tomaba asiento junto a ellas. —Muy bien. Cuánto tiempo sin que saliéramos las tres solas —comentó alegremente Pepa. —Es verdad, ahora que lo mencionas, hace ya demasiado tiempo que no salíamos a divertirnos. En ese mismo instante, cuatro atractivos chicos entraban por la puerta del restaurante. Vaqueros de talle muy bajo, cinturas de bóxer al descubierto, camisas medio desabrochadas que dejaban a la vista torsos perfectamente depilados, cabellos pulcramente despeinados y un perfume a su paso, que muy bien podían haber dejado como loca a la mujer más serena del mundo. Todo este conjunto, como era de esperar, no pasó desapercibido para las tres muchachas que, muy observadoras, miraron a los cuatro chicos cuando pasaron por su lado. —Chicas, por mí, podemos salir siempre que queráis, eso sí, únicamente pongo como condición que deberá haber donde vayamos, cosas como ésas —típico comentario de Pepa que, a su vez, señalaba a los muchachos con un gesto de cabeza. —No sé qué pensar Pepa… últimamente deberíamos decir lo mismo que en el famoso anuncio de televisión —añadió Marta con un toque de melancolía en su voz. Después de escuchar lo que acababa de decir su amiga, Pepa dejó de observar a los muchachos para atender a lo que se comentaba en su mesa. Al volverse se dio cuenta del gesto de aburrimiento que había aparecido en el rostro de Marta. —¿A qué te refieres? ¿De qué anuncio hablas? —preguntó María que no entendía a lo que su amiga se refería. —Sí mujer, ese que dice que… todos los hombres guapos o están casados o son gays. —Pues éstos no tienen pinta de estar casados —contestó Pepa al tiempo en que señalaba nuevamente, un tanto, indiscreta a los cuatro chicos que se habían sentado muy cerca de ellas. —Pues entonces, si es verdad lo que dicen, serán gays —apuntó Marta. —¡No jodas! —se le escapó a María. Después de aquella conversación tan “trascendental”, las tres se rieron con ganas, mientras que ninguno de los chicos parecía haberse dado 55


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cuenta de la presencia de ellas, al menos, no de la forma en que ellas sí lo habían hecho. —Sinceramente yo opino lo mismo, porque lo que se dice guapos, guapos, hay muy pocos y, la verdad, los pocos que hay no se pueden mirar, o bien están pillados, o no les interesamos lo más mínimo. En definitiva, es una verdadera pena. Justo en ese momento, el camarero se acercó hasta la mesa en la que estaban sentadas para atenderlas. —Buenas noches —dijo nada más llegar. —Será mucho mejor que dejemos esta conversación tan amena y pidamos algo para comer, no sé vosotras, pero yo tengo un hambre que sería capaz de comerme un toro, además, el chico está esperando a que nos decidamos de una vez. Un chaval de unos veinticinco años aproximadamente permanecía allí de pie, junto a ellas, libreta en mano y sin hacerles demasiado caso. —¿Qué os apetece? María fue la primera que se decidió y pidió su cena sin entretenerse demasiado, y sin prestar atención alguna al muchacho. Por su parte, Pepa sí que aprovechó el momento y mientras realizaba su pedido, le dio un rápido repaso visual al camarero. Pero de todas, la que más se entretuvo en ese pequeño trabajo fue Marta, quien aprovechó el tiempo que sus amigas ocupaban en pedir, para observarlo en profundidad, así que lo miró desde la cabeza a los pies. Una vez terminado, el camarero se alejó en dirección a la barra, tiempo que las tres aprovecharon para hacer unos comentarios que no se hicieron de esperar. —Joder… ¡vaya culo! Los ojos de Marta se abrían de par en par para poder captar con toda clase de detalle los glúteos bien formados del muchacho, lo que ocasionó que Pepa se volviera como un rayo con la intención de no perderse ningún detalle. —Sí hija, eso es un culo, lo demás… puras imitaciones —masculló ésta casi con pena. —La verdad es que con esa actitud vuestra parecéis un par de salidas. Protestó María molesta por el comportamiento que, hasta ese momento, estaban teniendo sus amigas. Comenzó a pensar que si el resto de la noche 56


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iba a ser igual, seguramente, lo más acertado, hubiese sido quedarse encerrada en su habitación, al menos allí, no oiría tanta barbaridad. Tanto la una como la otra se miraron, al parecer, en aquella mirada hubo tal complicidad que ninguna de las dos dijo nada al respecto, así que actuaron como si no hubieran escuchado nada. —Y bien Pepa… ¿qué piensas hacer el fin de semana? —No sé Marta, lo cierto es que va a depender un poco de lo que suceda esta noche. Marta se acercó aún mucho más a su amiga y habló en voz baja. —Con que esas tenemos… veamos, ¿eso quiere decir que tienes “algo” a la vista y que, todo depende de si consigues ese “algo” o no? Pepa le sonrió al tiempo en que notaba cómo se ponía en cierta manera colorada. —Más o menos. Estaban tan enfrascadas en todo aquel interesante asunto que ninguna de ellas se dio cuenta que uno de los muchachos que habían sido un momento antes, motivo de conversación, se acercaba a la mesa. —Perdonad que os moleste ¿tenéis fuego? —preguntó sin mirar a ninguna de ellas en particular. —Sí, desde luego que sí. Contestaron Marta y Pepa al mismo tiempo, lo que originó que María después de ver aquello, alzase los ojos en dirección al techo no pudiendo dar crédito a lo que veía. Una muy clara evidencia de lo mucho que le fastidiaba ver cómo aquellas dos babeaban. —Gracias —dijo el chaval y se marchó sin más. —¡Ostras! ¿te has dado cuenta Marta? —Sí hija sí, me he dado perfecta cuenta de todo —respondió sin poder apartar los ojos del muchacho. —No pretendo aguaros la fiesta, pero debo deciros lo patéticas que me parecéis cuando os comportáis de esa forma. Las dos la miraron, pero se abstuvieron nuevamente de hacer comentarios. Marta, al igual que Pepa, se había propuesto no hacer el más mínimo caso a María, sabían que de darle algún tipo de importancia a sus palabras, lo más probable es que les amargara la noche. Siguieron como si tal cosa. —Por cierto preciosa —Pepa se volvió y miró a Marta—, volviendo a lo de antes ¿puedo saber de quién se trata? —¿Te refieres al que ha venido a pedirnos fuego? 57


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—No guapa no, y será mejor que no juegues al despiste conmigo. Me estoy refiriendo al que pretendes dar caza esta noche —le sonrió suspicaz. Pepa se pensó un poco si debía o no contestar a aquella pregunta. Antes que nada, se acomodó en su silla y, sin poder evitarlo, buscó los ojos de María, los mismos que en ese momento le advertían que lo más sensato era permanecer calladita. —No sé si fiarme de ti, sé que eres muy capaz de ir contándolo por ahí y la verdad mi querida amiga, no me apetece en absoluto que se sepa y, mucho menos, que nadie vaya hablando sobre lo que pretendo o no, al menos, no por el momento. —No seas tonta, ¿cómo crees que puedo ser capaz de una cosa semejante? ¿cómo puedes pensar que puedo ir por ahí publicando el secreto de una amiga? sabes de sobra que puedes confiar en mí. Nada de todo aquello era cierto y tanto Pepa como María lo sabían demasiado bien. Uno de los principales problemas que siempre había tenido Marta era la facilidad para tener la lengua un tanto suelta. De nuevo, la mirada de María y la de Pepa se encontraron. —Si no te importa, prefiero contarlo cuando haya algo más concreto, más firme. Por el momento, prefiero guardarlo para mí. —Vamos tía, no seas borde, dime al menos si le conozco —siguió insistiendo. María atendía aquella conversación como si estuviera viendo un partido de tenis, sus ojos iban de una a la otra y viceversa. Con todo aquel asunto, lo único que habían conseguido aquellas dos era que aún le parecieran mucho más absurdas, pero aún así, decidió echar una mano a la que sin duda alguna, era su verdadera amiga. —Marta, dicen que para que una cosa salga como deseas, es decir, se cumpla, no se debe contar antes de que haya sucedido, por ese motivo, y no por otro, Pepa no quiere decirnos nada sobre ese tema en particular, así que lo mejor que podemos hacer, como amigas suyas que somos, es respetar esa decisión ¿no te parece? No tuvo más remedio que mentir en cierta manera, porque si de algo estaba más que harta, era de que su queridísima amiga Pepa se pasase las veinticuatro horas del día hablando de aquel muchacho, y de lo mucho que le gustaba, y de las veces en que lo había visto ese día, o el anterior, o si lo vería el día siguiente. Pero claro, era la única forma de conseguir 58


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que Marta no siguiera con preguntas. Por supuesto, Pepa supo agradecerle aquella intervención tan oportuna. Consiguió el resultado deseado, Marta se resignó, aunque fuera por el momento, a no saber de quién se trataba. —En ese caso, no tendré más remedio que esperar a que suceda algo, pero no olvides contármelo de inmediato. —No te preocupes, sin discusión posible, tú serás la primera en saberlo. El camarero llegó y sirvió la bebida que habían pedido, refrescos para las tres, un segundo más tarde volvía a desaparecer. —Iré un momento al baño. En cuanto Marta desapareció de su vista, Pepa se acercó a María y la cogió del brazo. —Gracias preciosa, has estado de muerte —le susurró al oído. —Como siempre… ¿no? Pepa le sonrió amablemente.

59



Capítulo

3

L

a habitación se encontraba envuelta en una deliciosa penumbra. En un rincón, encima de un destartalado escritorio completamente cubierto por libros, folios, notas y demás, una lamparita iluminaba tenuemente el lugar, consiguiendo ofrecer un ambiente un tanto enigmático. Encima de la silla que se encontraba frente a ese mismo escritorio colgaban de cualquier manera unos desgastados vaqueros y, a su lado, en el suelo, una camiseta arrugada que se asemejaba más a una pelota que a lo que en realidad era. A muy poca distancia de todo aquel caótico desorden, Víctor se encontraba tumbado encima de la cama. En ese instante, lo hacía con los ojos completamente cerrados, con un brazo cruzado por detrás de su cabeza, y el otro apoyado encima de su estómago, de esa forma se entregaba al inmenso placer de escuchar una de sus piezas musicales preferidas. Cualquiera, al verlo de aquella forma, podría haber pensado que aquel muchacho estaba completamente dormido, pero nada más lejos de la realidad. Víctor saboreaba cada nota, cada acorde, cada melodía y lo hacía transportado por aquella música a un mundo muy diferente al que vivía, e incluso bailando en aquel único lugar al compás de esa misma música. El teléfono comenzó a sonar inesperadamente y lo hacía con mucha insistencia, o al menos, eso era lo que le pareció a él en ese momento. Víctor entornó los ojos y miró al inoportuno aparato de reojo. Se encontraba demasiado a gusto, demasiado bien, y lo que más le apetecía en ese momento era seguir de esa manera, metido en su mundo, aislado por completo del resto de los mortales. Pero al parecer, quien llamaba por teléfono no opinaba lo mismo, y el sonido intermitente del aparato seguía ignorando los verdaderos deseos del muchacho. Lo que consiguió que la conexión que 61


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existía en ese instante con su alter ego, quedara definitivamente cortada por el momento. Lo volvió a mirar con desconcierto y hasta con aburrimiento. Aquel sonido se estaba convirtiendo en algo verdaderamente pesado, y era inevitable darse cuenta de lo mucho que contrastaban con las notas musicales que, ajenas por completo a lo que estaba sucediendo, seguían su curso como si nada les importase. Al final, sin más remedio, pero con un tremendo gesto de cansancio, se decidió a atender aquella inoportuna llamada. —¿Sí? —pronunció en un pequeño susurro. —¿Víctor? Inmediatamente reconoció la voz de su interlocutor. No tuvo la menor duda de quién se trataba. —Dime Manuel. Puesto que sabía quién era la persona que le llamaba, adivinó el contenido de la conversación que vendría a continuación. La misma que ambos iban a mantener, y de la que difícilmente conseguiría escapar, quizás por ese motivo en concreto, los ojos de Víctor fueron directamente hasta un punto determinado del techo, seguramente, en espera que algún milagro lo librase de lo que parecía inminente, pero esa noche, no hubo suerte, la petición milagrosa de Víctor no fue atendida. —¿Qué vas a hacer esta noche tío? —fue lo siguiente que dijo Manuel. —No pensaba hacer nada en absoluto, sólo me apetece quedarme en casa tranquilamente escuchando música. Se limitó a decir la más pura verdad, aunque no le quedaba la menor duda que su buen amigo Manuel no estaría por la labor y mucho menos por dejarlo en paz. —Vamos tío, ¿no irás a decirme que un sábado por la noche pensabas quedarte encerrado en casa? —Eso es precisamente lo que acabo de decirte —insistió. —¡Pero hoy es sábado! Y ya sabes lo que sucede los sábados por la noche. No entendía nada de lo que su amigo estaba diciéndole, era como si alguien le estuviese hablando en ese momento en un idioma desconocido. —¿Puedo preguntarte qué es lo que sucede los sábados por la noche? Tuvo que hacer aquella pregunta porque en verdad, no tenía la menor idea de a qué se estaba refiriendo Manuel. 62


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—¡Tío…! es la noche en que salen todas las tías en busca de marcha. —¡Ah! entiendo. Después de tener por fin claro lo que sucedía los sábados por la noche, Víctor respiró profundamente maldiciendo no haber apagado el teléfono cuando llegó a casa. Como solía suceder en estos casos, se preguntó por qué motivo seguía manteniendo aquella amistad, era mucho más que obvio que entre ellos no había la menor similitud, que nada existía en común entre Manuel y él. Intentó no pensar por el momento más en ello, y centrar toda su atención en buscar la forma de deshacerse de él. Necesitaba urgentemente encontrar el pretexto perfecto. —¿Y? —preguntó inocentemente. —¡Joder macho!, tenemos la obligación de salir, debemos ir a ver qué pillamos esta noche, lo más probable es que encontremos alguna de esas tías dispuesta a pasar un buen rato. Por unos segundos Víctor se quedó en silencio, en su mente se veía junto a Manuel de copas, visitando un “pafeto” tras otro, un bar, para más tarde ir a otro, aquella idea no le gustó lo más mínimo. —¡Eh…! ¿estás ahí? —insistió Manuel comenzando a impacientarse. —Sí, sigo aquí. —Bueno qué tío… ¿te animas o piensas dejarme colgado? Por más que buscó, no encontró la forma de deshacerse de Manuel, así que fue incapaz de negarse, mucho más sabiendo que si no salía con él lo dejaría en la estacada. Sin otro remedio, se resignó. —Está bien… ¿dónde quedamos? —No te preocupes, sobre las once pasaré por tu casa a recogerte. La voz de Manuel, a diferencia de la de Víctor, se notaba pletórica. —De acuerdo, estaré esperándote. —Así me gusta. Manuel tenía un año más que Víctor, por lo que iba un curso por delante. Aquellos dos muchachos eran las personas más distintas que nadie pudiera imaginar jamás, cuando estaban juntos era como ver el cielo y la tierra, o el día y la noche, pero aún así, y a pesar de sus tremendas diferencias, eran amigos. Así era desde que se conocieron en el instituto unos cinco años atrás. En aquella relación de amistad, siempre le tocaba a Víctor la parte en que más debía ceder, seguramente por este pequeño detalle era 63


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por lo que ambos se llevaban relativamente bien, mucho mejor que con el resto del grupo de amigos. Aunque Víctor sabía muy bien que salir por las noches con Manuel, significaba un auténtico desenfreno, una caza sin fin de mujeres, un ir constante tras ellas, pero aún no habían logrado, en especial Manuel, que era sin duda el más interesado, que ninguna de aquellas mujeres se fijaran en él. Víctor, con la resignación escrita en su rostro, observaba su habitación notando cómo le hubiera gustado poderse quedar en aquel lugar. Sin otro remedio, sacudió la cabeza en un intento de apartar cualquier pensamiento sobre lo bien que estaría en aquel sitio, y se dirigió al baño para darse una ducha. Abrió el grifo y dejó que el agua comenzase a salir mientras que sus ojos, sin saber muy bien el por qué, buscaron su cuerpo en el espejo que tenía justo delante. Por alguna extraña razón, y debido a que únicamente llevaba puesta la ropa interior, comenzó a analizar cada una de las partes de su cuerpo. Sus ojos recorrían cada milímetro de piel, mientras que sus manos lo acariciaban sin entender por qué lo hacía. Un par de minutos más tarde se encontraba bajo el grifo permitiendo que aquel agua tan deliciosa, resbalase con total libertad por su rostro, por sus hombros y hasta por sus pies. Después de secarse a medias, se envolvió en una toalla y, de nuevo, se miró en el espejo y contempló su todavía mojado rostro, y cómo de su cabello caían unas cuantas gotas de agua que tenían como único fin, estrellarse en el suelo. Se acercó aún más. En particular, le gustó la forma de su pelo cuando estaba mojado, así que no vaciló y después de aplicarse una buena capa de gel, intentó que cada uno de sus cabellos quedara de la misma forma, despeinados por completo. Satisfecho, salió del baño y se dirigió a su habitación. La música había cesado, así que volvió a accionar el botón en el que se leía la palabra play y, de nuevo, la música se encargó de acariciar los oídos del muchacho quien, por un segundo, se había sentado en el borde de la cama y, con los ojos cerrados, escuchaba aquella música con verdadera devoción. Recordó que debía vestirse si quería estar a punto para cuando llegara Manuel. Se levantó de un salto y fue hasta el armario, extrajo unos vaqueros bastante rotos y una camisa sin cuello de color blanco. Dejó todo sobre la cama y miró el reloj, eran las once menos cinco, así que lo más probable es que Manuel estuviera a punto de llegar. Debía darse prisa. Sin pérdida de tiempo comenzó a vestirse mientras seguía escuchando su música favorita. Víctor sabía que lo más acertado sería que bajase al portal antes que llegase 64


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su amigo, de lo contrario, lo más probable es que quemara el timbre, como siempre, consiguiendo la inevitable irritación de su padre. Un momento más tarde, y cuando ya se encontraba totalmente vestido, Víctor caminaba por el corredor de su casa, al pasar frente al salón, vio que su padre se había quedado dormido delante del televisor que aún seguía encendido, lo miró durante un momento sin pensar en nada especial. Seguidamente, se dirigió a la cocina donde estaba seguro, encontraría a su madre. Dejó la cazadora que llevaba en la mano encima de una de las sillas y se dirigió hasta el fregadero donde su madre terminaba de recoger los platos de la cena. La abrazó con fuerza por detrás y la besó en el cuello. —Oh… que bien hueles… ¿vas a salir? A Bernarda no le hizo falta volverse, le bastó permanecer inmóvil para disfrutar de aquel abrazo y de aquel olor tan característico de su hijo. —Sí, voy a salir a dar una vuelta con Manuel. Por unos instantes, pareció que ella pensaba en algo en especial. —¿Vais en moto? —pregunta lógica de una madre preocupada. —Creo que sí. Entonces sí se volvió para poder mirar a su hijo a los ojos. Víctor tuvo que deshacer el abrazo. —¿Puedo pedirte un favor…? —No te preocupes mamá, no correremos, no haremos el gamberro y prometo que me pondré el casco. —Una amplia sonrisa se dibujó en el joven rostro. —¿Y que no beberás? —Lo prometo. Alzó la mano derecha y sonrió más aún a su madre. Bernarda no tuvo más remedio que fundirse en un abrazo con su hijo, aspirando con todas sus ganas aquel olor, el mismo que indudablemente, seducía. En ese mismo instante, y como Víctor predijo, el timbre de la puerta comenzó a sonar como si se terminase el mundo. Tanto la madre como el hijo se sobresaltaron. —Tengo que irme antes que se despierte papá. Víctor cogió su cazadora y salió a toda prisa. Ya era demasiado tarde, aquel timbrazo logró despertar a Asensio y lo hizo de muy mal humor. —¿Quién llama de esa maldita forma a estas horas de la noche? ¿acaso 65


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