Dolly y otros cuentos africanos

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Laidi Fernรกndez de Juan

Dolly y otros cuentos africanos


A JosĂŠ Manuel Valladares, por los tantos aĂąos que lleva de estar pendiente de mis labios, auscultando mis historias.


Dolly y otros cuentos africanos, quince años después En febrero de mil novecientos noventa y cuatro, mi hijo Robin no había cumplido tres años de edad y Rubén respiraba todavía a través de mí, cómodamente instalado en mi vientre. Habían transcurrido veinticinco meses desde el regreso definitivo del viaje que cambiaría mi visión del mundo y Cuba estaba sumergida en la peor de sus crisis económicas. En la Feria del Libro de La Habana se presentaban los primeros títulos del proyecto Pinos Nuevos, en el cual se incluía el primer libro que escribí, evocando vidas y sucesos africanos. En otras palabras: Todos vivíamos en medio de incertidumbres como en el ojo de una tormenta, mientras yo intentaba aliviar las intensísimas experiencias por las que había pasado durante mi colaboración como médica en la República de Zambia. No supe hasta muchos años después que nunca volvería a ser la misma persona que partió, que jamás recuperaríamos el país que fuimos, que mis dos hijos se convertirían para siempre


en el centro de la razón de mi existencia, y que yo me transformaría en la escritora que soy. Volver a leer Dolly y otros cuentos africanos quince años después me obliga a viajar en el tiempo, me regresa al lugar conocido como Copperbelt, a donde pertenecen las ciudades Ndola y Kitwe, sitios en los cuales dejé parte del espíritu que se suele tener antes de cumplir treinta años, y, sobre todo, me recuerda cuán vulnerables somos ante la ferocidad de lo desconocido. Evoco el momento en que tuve en mis manos el primer ejemplar del libro, vuelvo a sentir mi emoción de entonces, como si fueran tres y no dos las criaturas a quienes debía consagrarme a partir de ese día. Aunque parezca un lugar común, a cada libro, y sobre todo al primero, dedico afectos y cuidados, como si en lugar de haberlos escrito, se hubieran escapado de mis entrañas. Este libro representa para mí mucho más que un inicio. Es el final de un momento y el comienzo de otra época. Es un instante, una vida, y es, tal vez, la mejor manera de demostrarme que es muy bueno seguir viviendo con la aguda espina dorada de la que hablara Antonio Machado, para continuar sintiendo el corazón. Laidi Fernández de Juan


Prólogo Conoces a una niña que juega con sus muñecas. Interrumpe sus juegos de mala gana para presentártelas. “Esta se llama Elena”, te dice, “y esta otra es Alicia”. Alicia es de trapo y le falta el ojito derecho, pero es sin duda la preferida, porque la niña la acuesta con cuidado en una cuna de cartón. “Mucho gusto señorita”, dices con lo que consideras una arcaica, admirable cortesía. La niña te mira renuente de reojo. Lo has hecho lo mejor que podías, después de todo. Aún retienes una de sus menudas manos en la tuya enorme, grosera. Ahora conoces a una muchacha, en la que adivinas la niña de antes. Lleva a su bebito acunado en el brazo izquierdo. Con un gracioso ademán de la mano derecha te lo señala “Este es Robin”, dice. Tú sabes muy bien que el nombre “serio” del bebé es Jorge Roberto, pero Ella ha decidido que por ahora se llame Robin. Estabas a punto de inclinarte y decir gravemente: “Mucho gusto, señor”, cuando recuerdas a la niña que sin duda está


adentro de la joven y a punto de mirarte de reojo. Decides callarte y te limitas a una silenciosa reverencia. La misma muchacha te presenta a otra no tan linda como Ella. Esta es frágil y tiene un aire entre triste y amargo. “Mira”, te dice, “ésta es Dolly”. Pasa un águila por donde tú sabes y un día Ella te cuenta la Historia de Dolly. Se te saltan las lágrimas, sin poder remediarlo. Ahora se trata de un aristócrata, de todo un señor. Es dueño de casas y de cosas. Es el señor Muvate. Sólo le falta ser dueño de algo que por desdicha no está en venta. Sólo le falta ser dueño de sí mismo. Y ahora estamos en una fiesta donde muchachas y muchachos beben ron y fuman cigarrillos, y de pronto es un Pabellón de Infecciosos y luego una comida cubana justo en el medio de ninguna parte. Cuantos hemos encontrado, a excepción de nuestros compatriotas, que están como transfondo, son hombres y mujeres de África. La muchacha no se ha molestado en aclararlo: ¿para qué? Ahí están, para que tú los veas. El desdichadito a quien internan por error en un manicomio, el gran señor a quien sorprende su impotencia para salvar aquello que ama, la leve mancha escarlata de la suicida, son otros tantos mosaicos africanos que componen un sobrecogedor mural ante el que sentimos sin remedio que vivir es duro y cruel y trágico, pero bien vale la pena todas las penas de este enigmático universo. Por eso es que la muchacha les sonríe a todos, y a ti mismo, a medida que te los va presentando. La muchacha, en fin, que se llama Adelaida.


Adelaida Fernández de Juan. No creo que vayas a olvidarla fácilmente ni a la niña que desde adentro de su corazón te mira con azoro. Eliseo Diego 1994


Dolly


P

erdona que no te escriba en inglés, y que tampoco te salude en bemba ni en tonga, pero ya desde donde vives seguramente me entenderás, y te imagino riendo a carcajadas recordando las malas palabras en español que te enseñaron los muchachos de la brigada, y que tú repetías con picardía, muchas veces sin venir al caso, como aquel día en que nos visitó el embajador nuestro y casi tuve que esconderte, porque te empeñabas en decirle asere y puta como si fuera un saludo, ¿recuerdas? Ay, Dolly, cuántas veces hicimos pan juntas, o más bien, cuántas veces intentaste que yo lo hiciera, porque mi torpeza habitual crecía ante la destreza de tus pequeñas manos, ágiles y acostumbradas a amasar bolitas de nshima, como ustedes llaman a la harina blanca que a nosotros los cubanos nunca llegó a gustarnos. Si vieras las fotos de aquellos días, cómo te divertirías: hay una en colores donde estamos juntas, y al fondo adivina quién salió: Pepita, la gata malcriada que tanto te gustaba. Claro que lo mejor de las fotos son los panes acabaditos de salir del horno, y los estás mirando con orgullo, porque nadie como tú los hizo tan dorados y redondos.


Ahora me pregunto cuándo decidí llamarte Dolly, pero los recuerdos se me confunden, son tantos y tan gratos. Ya no sé si fue en una de mis primeras guardias en el hospital cuando aún yo no entendía ninguno de los idiomas de ustedes, y en vano trataba de preguntarle a un paciente desde cuándo tenía fiebre, y tú te acercaste y me dijiste: “Fever is mpepo”, y yo te miré y te dije: “¿What´s your name?”, y mi confusión fue peor, porque dijiste: “Lufungulu”, y entonces creí tener fiebre yo, y tú te reíste, como burlándote. O si fue tal vez cuando una tarde me asustaste dando tremendos golpes en la puerta de la casita donde vivíamos Jorge y yo, y cuando abrí me encontré tu figurita, casi oculta detrás de tu increíble sonrisa, y no sabías cómo decirme que había llegado una carta de Cuba, que tú la habías visto en el Post Office, que habías visto un sobre dirigido a mí, y yo te decía: “¿Estás segura?”, y tú, que sí, que vaya corriendo, doctora, que es de Cuba, Cuba´s letter, y salimos las dos, ¿recuerdas?, y el tramo era largo, pero yo quería volar, Dios mío, carta de Cuba, y ni te sentí a mi lado en la carrera hasta que llegamos, y yo cogí el sobre, y llorando te abracé. Habías ido conmigo, y estabas allí para disfrutar mi alegría, y yo quería agradecerte, y de pronto no supe quién eras, ¿habrá sido aquel día?, y me dijiste: “Lufungulu”, y yo, qué va, ni una sola palabra extraña más, te llamaré Dolly, porque eres como una muñequita, y pensé: una muñeca negra, de esas que las niñas como yo siempre quisimos tener, por tradición o por novedad o vaya a saber por qué. Lo cierto es que todos te empezaron a llamar así, y hasta la insoportable Mrs. Bukoka, tu jefa, o Mrs. Muludyang, la jefa de las jefas, te llamaban así; a ella no les pusimos ningún nombre


bonito, porque tú las odiabas. Ahora que te escribo, si supieras, me doy cuenta de que nunca te preguntamos si realmente te parecía bonito Dolly... Perdón, Lufungulu, al menos me queda el consuelo de saber que te acostumbraste. En cierta forma, eso te salvó alguna vez de pasar un buen susto, y eso también me tranquiliza, como aquella noche en que tu prometido, que tanto te desagradaba, fue buscándote como un loco a tu albergue, y allí le dijeron que tú estabas en casa de unos médicos cubanos, y Jorge le dijo que no conocía a nadie con ese nombre, que en casa quien estaba de visita era Dolly, y aquel pobre diablo se fue, y así pudimos conversar y cantar los tres hasta tarde. Y qué trabajo nos dio que pronunciaras "guantanamera". Aquella noche empezamos, pero pasaron varias semanas, hasta que casi la cantas completa, y ¿recuerdas?, después Jorge quería esconder la guitarra cada vez que tú llegabas, porque te encantaba oírlo cantar, y dale que te dale con la “Guantanamera”. Hasta que te pusimos como condición que nos enseñaras alguna canción de ustedes, y te encaramaste en la mesita de comer, la única mesa que había en nuestra casa, porque el teléfono mal dormía en una banqueta, y cantaste “Malaika”, y nosotros te dijimos: “No se vale, eso es suajili”, y que tú que no te sabías ninguna en bemba ni en tonga ni en ñaña, así que nos aprendimos “Malaika”: bueno, la repetíamos hasta la mitad, porque tú te burlabas tanto de cómo pronunciábamos que no podíamos seguir adelante. Como estoy mirando las fotos, pues sigo contándote. Hay dos o tres de aquellas noches, y estamos comiquísimos, a ti se te ven los ojos de medio lado, y es que en el suelo, claro está, hay una botella a medio vaciar de chibuco, del que preparaba Kwasimoto,


el que repartía las jeringuillas en el hospital y siempre andaba tambaleándose y ofreciendo botellas a cambio de cigarros y cápsulas de ampicillín. Jorge está en short y tal parece que la guitarra se le está resbalando, y yo tengo la cara seria como diciéndole a Jorge que se cubra las piernas para que no lo pique ningún mosquito. Total, que el día que menos esperábamos nos dio paludismo a Jorge y a mí, a los dos juntos, y menos mal que tú nos llevaste un cacharro con tu dichosa nshima, “para que nos diera calor y se fuera la fiebre”; ay, que no sabíamos ni qué decirte, porque esa fue la única vez que la comimos, y entre las pastillas de cloroquina que también nos diste, y la amenaza de un próximo cacharro, nos recuperamos enseguida. Y mira que te gustaba retratarte, casi no hay ninguna foto nuestra de allá en que no salgas tú. Mira esta misma, qué seria te ves con el uniforme de enfermera completo, y eso que te falta el cinto azul porque aún no te habías graduado. Recuerdo que fue ese día cuando te dijeron la fecha exacta del acto de graduación, y como no tenías ningún familiar, nos pediste a Jorge y a mí que fuéramos contigo, y que por favor te fotografiáramos en el momento en que dieran el diploma. Qué lindo prepararon el jardín del hospital para ese acto, todo estaba con flores, y las mesas llenas de regalos para las mejores, y las sillas en hileras, un grupo para las recién graduadas de ese día y otro para los familiares, y tú estabas tan nerviosa que no podías quedarte sentada, y nos mirabas y nos saludabas con la mano, y nosotros de pronto nos sentimos como si fuéramos tus padres, y Jorge te enseñaba la cámara de lejos, para que estuvieras tranquila, que sí, que sí te vamos a retratar, porque tú nos


preguntabas con la mirada si cumpliríamos nuestra promesa, pero claro, Dolly, si te hemos retratado miles de veces, atiende, atiende al audio, que ya mencionan los nombres. La foto de ese momento, como tú querías, es preciosa, se ve el doctor Ngubai, el Director, y a ti, por fin con el cinto azul, y con tu sonrisa, mirándonos, o mejor mirando a la cámara, y el diploma, que parece que sostienes como a una flor, porque, claro, era muy importante, aunque no tanto como quedar bien en la foto. Y qué triste cuando nos despedimos, como tú no querías bajar de la sala del hospital, y yo llamándote para dejarte algunas cosas, algo para intentar lo imposible, que aliviara un poco tu pobreza, y tú no querías. Yo te comprendí, porque allí éramos pobres todos y tú te quedabas sin nosotros para compartir la escasez, ¿y qué harías entonces tú sola con tanta miseria? Las blusas, mi cartera, unos aretes, nada querías, y te los dejé allí, al lado de tu jabita. Sólo te animaste un poco cuando te recordamos esperar el correo, que en cuanto llegáramos a Cuba sacaríamos las fotos y te las mandaríamos, y entonces sí te alegraste, y nos repetías por quincuagésima vez la dirección del hospital para que no hubiera error, y así te dejamos, diciéndonos adiós por la ventana de la sala, que parecía más rota y abandonada que nunca. Dime entonces, Dolly, qué pasó, Dios mío, pero qué pudo haber pasado que apagó tu risa, por qué no esperaste nuestras cartas, tus fotos, Dolly, que tanto querías, por qué cuando te las envié todas juntas envueltas en una carta de Jorge y mía, me llegaron de regreso, y yo dije: “Pero Dolly se equivocó y me devuelve las fotos creyendo que ella las ha conservado”, hasta que


vi un papelito dentro del sobre, escrito en inglés, que mandaba Akakanda, tu compañera de albergue, y me decía que tú, no podía creerlo, te habías quitado la vida hacía un mes, justo dos días antes de tu boda. Lloramos mucho, Dolly, todavía te estamos llorando, Lufungulu, y aquí tenemos todas tus fotografías, y tus recuerdos, y tu nshima, y tu canción en suajili, y el collar de cuentas que me diste para la buena suerte, y todavía hoy, después de dos años, me imagino cuánto te gustaría verte con el uniforme nuevo, cómo te vas a reír cuando veas esta otra foto de aquella boda a la que fuimos juntas, y, bueno, que como te decía, aquí te lo guardamos todo, Lufungulu, querida Dolly.


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