La mancha de la mora

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Dolores Soler-Espiauba

La mancha de la mora


T

razó un círculo rojo alrededor de las cuatro líneas del anuncio y se lo tendió a Dominique, que apuraba en el mismo instante su taza de café. —Lee esto. Dominique depositó la taza en el plato, se secó cuidadosamente los labios con la servilleta de papel y se concentró en la lectura. —Ajá —murmuró por fin. —¿Qué te parece? —preguntó Mariana con el bolígrafo aún en ristre. —Insólito. Realmente hay gente para todo en este mundo. —No, pero… ¿De verdad no te das cuenta? —¿Cuenta de qué? —Pues de que es exactamente lo que necesitamos, ni más ni menos lo que necesitamos tú y yo. —Estás loca. Mariana, no nos metamos en más líos. —Más líos… O sea que tú prefieres pasarte el fin de semana subrayando teléfonos para que luego nos den con la puerta en las narices nada más presentarnos.


—El único problema son los alquileres, pero acabaremos encontrando, ya verás. —Ya, los alquileres. Y las sonrisitas, y las miradas de arriba abajo: “¿Para quién? Ah, para ustedes dos… ¿Y el contrato a nombre de quién, son belgas, de qué viven, tienen un trabajo estable, permiso de residencia?” Y al final, la excusa de siempre: “bueno, en realidad ya está casi apalabrado… han dejado una señal, no saben cuánto lo siento…” ¿Cuántas veces nos ha pasado ya, di, cuántas? En el fondo, un emigrante lo tiene más fácil que nosotras, porque sólo con oírle el acento por teléfono, le dicen que no, que ya está alquilado o que “sólo para belgas”, así de claro. A ti y a mí nos hacen ir, y cuando nos ven, pues la ducha fría. Estoy harta. —Yo también. Volvió a servir el café negro y humeante en las dos tazas. —Debe estar chalao el tío este del anuncio: “…para regularizar su situación”… ¿Y a cambio de qué, quién hace regalos hoy en día? Mariana sonrió y le cogió la mano libre. —Dominique, a veces me pregunto si te haces la ingenua adrede o si es que has nacido así. Pues a cambio de dinero, mujer, de mucho dinero, del que nos está haciendo falta a ti y a mí… —Yo a ti sí que no te comprendo. Mejor dicho, lo que me cuesta comprender es tu osadía. ¿Estarías dispuesta a…? —Pues claro que estaría dispuesta. Y tú también, que por algo eres tú la belga.


Y Mariana soltó una de aquellas carcajadas que tanto le gustaban a Dominique, un poco ronca a pesar de lo frágil y femenino de su aspecto y con la cabeza echada hacia atrás, poniendo de relieve la belleza su cuello. —O sea, que estás pensando que… —Exacto. Te lo voy a leer en voz alta, por si te ha quedado alguna duda: “Joven polaco de treinta y dos años, homosexual, buen conocimiento del francés, desea matrimonio con lesbiana belga para regularizar su situación…”. —Alucinante. ¿Da el teléfono? —Qué pregunta. Sería ponérsele en bandeja a la policía de inmigración, ¿no crees? La busca y captura de clandestinos se ha convertido en el deporte favorito de este país. —Mariana se levanta y saca sobre y papel de una carpeta, cambia el bolígrafo rojo por uno negro. —¿Qué vas a hacer? —Pues escribir. Nuestro provenir depende exclusivamente de este número de clave. Y de que no haya demasiadas candidatas, claro está. Ahora es Dominique la que se ríe. —No las habrá. La gente aquí se muere de miedo. Es el país más conservador de Europa, el más timorato, el más convencional, el más… Mariana se levanta y le tapa la boca con su mano, que huele a pan tostado y a mermelada de naranja. —¿El más, el más qué? ¿Y por qué me habré quedado yo aquí, entonces?, ¿quién me lo habrá pedido?


—Por mí te has quedado; demasiado lo sabes. Y no te lo ha pedido nadie, ni yo siquiera, que también tenía miedo de que te quedaras. Y ya ves, te quedaste. Dominique la abraza, es un poco más alta que ella y bastante más joven. Tiene una nuca larga y despejada que se curva ligeramente al inclinarse hacia la melena oscura y rizada de Mariana. Permanecen así, abrazadas, sin decir nada. La radio transmite el programa del domingo para la colonia latinoamericana, hay música de salsa y noticias sobre un golpe militar en un país andino, lectura de poemas de Borges e información sobre la próxima manifestación contra el racismo y la exclusión. El café se va enfriando en la cafetera y fuera escurre una lluvia tenaz sobre las aceras. —Si no te hubieras quedado, no sé qué habría hecho; aunque es también un poco como si yo me hubiera ido. Todo este mundo que estoy descubriendo a través de ti es como un viaje, como un emigrar de esta ciudad donde siempre he vivido y que ya no es la misma, porque ya no la mira con los mismos ojos. Mis amigos ya no son los de antes, ahora son tus españoles, tus sudacas, como tú dices, tus marroquíes y hasta… a partir de hoy, tus polacos. —Tu polaco, no lo olvides. Eres tú quien se va a casar con él. —Mariana, ¿y mi familia? —Les encantará. Así podrás salir de este gueto nuestro, como ellos dicen. Tú también regularizarás tu situación: “Se casaron y fueron muy felices y comieron perdices”, como en los cuentos. Por cierto, ¿sabes lo que significa eso de las perdices?


—Ni idea. —Pues por lo visto la perdiz era un símbolo de fecundidad en la Edad Media. Los guisos de perdiz eran afrodisíacos o la gente se lo creía, que viene a ser lo mismo. Era el plato típico de los banquetes de boda. —Cuánto sabes. —Ni te lo imaginas. Menos mal que el saber no ocupa lugar… —Me hubiera encantado estudiar y leer todos los libros que tú has leído. —A cada cual lo suyo, mi niña. Tu riqueza está en tus manos. ¿Qué sé hacer yo con las mías? Tus manos de masajista bruja — y las mira—, blancas y finas, casi transparentes. Tus manos que saben calmar, relajar, modelar, dar placer… Se sienta en un taburete bajo, lejos de ella y la contempla: —Y tus ojos también, con ese azul de Flandes casi gris, como el mar del Norte y tus cabellos de paja dorada y tu silueta fina, como una modelo de Delvaux, y tus silencios, y tus risas que me turban… Todo eso vale por todos los libros del mundo. Además, si tú quieres, te los puedo ir contando poco a poco, mis libros. Tenemos… Y se calle. —¿Tenemos qué? —Bueno, iba a decir que tenemos toda la vida por delante, pero este tipo de cosas no se deben decir nunca, traen mala suerte. —De momento tenemos todo un domingo por delante. —Que ya es mucho. —Que ya es mucho.


—Y vamos a intentar escribir esta cartita, además, y echarla al buzón y marcharnos luego al mercado del Midi a dar una vuelta para ver gente rara y para comprar naranjas y yerbabuena para el té, y mozzarella para la ensalada de tomate, y sardinas para que toda la casa y la escalera apesten al freírlas y madame Van Roest nos mire con más odio que nunca al pasar frente a su puerta. —Asquerosas, dirá. —Asquerosas. Y añadirá en voz alta: “¿Ya han encontrado algo? Necesito el estudio para mi nieta que se viene a vivir a Bruselas. Se casa”. Esto lo dirá con retintín y nosotras nos cogeremos por la cintura y le diremos con nuestra mejor sonrisa: “Pues sí, ya hemos encontrado. Nos vamos a comprar un pisito maravilloso con terraza soleada y vistas al mar”. —¿A qué mar?, ¿te has vuelto loca? —Bueno, pues a un parque, igual da. Y añadiremos: “Qué gusto, ya nunca más tendremos que mirar su cara de rata de alcantarilla. Ah, y además nos vamos a casar”. — No pluralices, te casas tú. Pobre, igual le da un síncope. —No te preocupes, se consolará con el horrible Bouboule que nunca más nos meterá el hocico en la entrepierna cuando subamos la escalera. —Qué alivio. Sólo por eso merece la pena casarse. Y ella le dirá, estrechándolo contra sus tetas: “Menos mal que te tengo a ti, mon chéri…, qué asco algunas personas…”. —Y lo besará en la boca, que para eso lo lleva al dentista de perros dos veces al año.


—Y cerrará la puerta, porque si no, la matamos. —Escucha. ¿Es Juan Luis Guerra? —Es Juan Luis Guerra. ¿Bailamos? Y de repente el cielo ya no es gris y las aceras e la calle desierta parecen menos desesperadas.

Suena la campanilla en las profundidades de la vieja casa y la anciana que abre la puerta parece venir de otros tiempos, de otros mundos. El perrillo faldero, viejo también, se le enzarza entre las piernas. —Buenos días —le sonríe—. Pase, pase. El señor Wisniewsky está abajo, tiene mucho trabajo estos últimos días. —¿Cuándo sale el próximo camión? —Pasado mañana, el sábado podrá estar en Varsovia. La mujer cierra la puerta y Marek baja la escalerilla el sótano, con la cuerda del pesado paquete hiriéndole las articulaciones de los dedos. El viejo perrillo salta, precediendo su llegada. En el sótano, casi oculto por montañas de cajas y bultos, el anciano se levanta con una pequeña reverencia. —Buenos días. —Buenos días, señor Wisniewsky. —Y pone el paquete en la balanza, mientras va leyendo en otros bultos nombres de ciudades de su país: Gdansk, Wroclaw, Cracovia, Drozdowo… Y también nombres de calles de Varsovia que le recuerdan una escuela, un bar de estudiantes, la salida de un cine… Rutkowskiego, Jerosolimskie Alleje, Bracka.


Rellenan entre los dos el impreso de la aduana: dos pijamas de niño, dos jerseys de lana, unos vaqueros, dos cochecitos de pilas, un lego, cacao en polvo, libros de cuentos y chocolate, mucho chocolate. —Ya estará hecho un hombrecito. —Y que lo diga. Cinco años en marzo. —Un hombrecito. Se va a volver loco con todo esto. —Me imagino. Pero aún no sabe escribir, así que no me lo puede contar. El anciano lo mira por encima de las gafas de vista cansada. Parece tan triste… —¿Hace mucho que no lo ha visto? —Va para dos años. —Y firma el impreso de la aduana sin levantar los ojos. Las paredes están tapizadas con viejos pósters de Solidarnosc y junto a la puerta hay una gran fotografía de la Virgen de Czenstochowa, morena y doliente con su mejilla herida, tan triste también. Y Marek vuelve a sonreír como cada vez, al descubrir en un rincón de la pieza la fotografía del gobierno polaco en su exilio de Londres desde la última guerra.


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