DISCERNIMIENTOS ARANDA

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Discernimiento en Amoris laetitia. Juan Pablo Aranda.

I El cristianismo emergió, desde sus orígenes, como una religión que encuentra la unidad en la diversidad. Lejos de temer la diversidad, la naciente iglesia se entendió siempre como un caleidoscopio de funciones, talentos, ministerios y carismas distribuidos gratuitamente (Jn 3:8). Siguiendo a Pablo, entendemos a la iglesia como cuerpo antes que como monolito, es decir, como el producto de la riqueza de encuentros individuales1 con la persona de Jesucristo, de forma que la unidad conseguida en Cristo no supone una disolución de la individualidad: “el ojo no puede decirle a la mano: ‘No te necesito’; ni tampoco la cabeza a los pies: ‘No los necesito’” (1 Cor 12:21). La idea de unidad a través de la diversidad encuentra su origen en el misterio fundacional del catolicismo, esto es, en “la autocomunicación de Dios—en su más genuina realidad y magnificencia— a la criatura”2 como Trinidad. La noción de persona (del griego prósōpon) debe entenderse en términos de relación, que implica “una tercera categoría específica y fundamental entre la sustancia y el accidente, las dos grandes formas categóricas de pensamiento en la antigüedad”.3 Así, podemos intuir las estructuras de ser-para, ser-desde y ser-con como estructuras relacionales fundamentales que se derivan de la revelación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.4 Por ello es que Francisco afirma que “[e]l Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente” (§11).5 El Dios cristiano, en tanto Dios de amor, en nada se parece al motor inmóvil aristotélico;6 Dios ama al ser humano, lo atrae hacia sí, comunicándose a través de Jesucristo, gobernando la historia por medio de su providencia hasta la Parusía, donde Cristo vendrá “con las nubes, y todo ojo Lo verá, aun los que Lo traspasaron; y todas las tribus (linajes y razas) de la tierra harán lamentación por Él” (Ap 1:7). La diversidad ha habitado desde siempre en el corazón de la Iglesia. Lo mismo sucede en el plano teológico, donde un colorido abanico de perspectivas y aproximaciones imposibilitan cualquier intento de reducir la experiencia de lo cristiano a una sola perspectiva. Y, sin embargo, en fechas recientes parece que el catolicismo está asumiendo la radicalización ideológica que domina el mundo, partiéndose entre ultraconservadurismo y progresismo radical. En forma simétrica al rechazo que experimentó Benedicto XVI de parte de los reformistas y progresistas, hoy Francisco sufre los ataques que el conservadurismo de línea intolerante lanza en su contra. El presente trabajo reflexiona sobre las dubia que los cardenales Walter Brandmüller, Raymond L. Burke, Carlo Caffarra y Joachim Meisner dirigieron a Francisco en septiembre de 2016, a unos

“El cristianismo vive desde el individuo [einzelne] y para el individuo, porque solo a través de la acción individual puede la historia ser transformada, solo así puede acaecer la destrucción de la dictadura del entorno” (Joseph Ratzinger [2004]. Introduction to Christianity. San Francisco: Ignatius Press, 249-250). Por supuesto, Ratzinger asume que la persona necesita, para alcanzar la felicidad, salir de sí misma e ir al encuentro del otro. La comunidad de creyentes es el correlato necesario de toda individualidad que no se encierra en sí misma. 2 Karl Rahner (2013). Sobre la Infalibilidad de Dios. Barcelona: Herder, 23. 3 Joseph Ratzinger (2013). Joseph Ratzinger in Communio, Vol. II. Michigan: Eerdmans Publishing Group, 108. 4 Ibid., 159-160. 5 Todas las referencias a la encíclica Amoris Laetitia en este documento se citan dentro del texto, por parágrafo. 6 Benedicto XVI (2005). Deus Caritas Est. Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, §9. 1


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meses de la publicación de Amoris laetitia, exigiendo al pontífice dar respuesta a algunos cuestionamientos que, en su opinión, surgen de la lectura del capítulo octavo de la exhortación apostólica. Propongo que las dubia son muestra de este ambiente de radicalización ideológica, que pretende encontrar desviaciones donde hay riqueza de enfoques. Los cardenales de las dubia, en mi opinión, buscan imponer un escolasticismo exacerbado que pierde de vista los matices que el propio Tomás de Aquino reconociera. Contra esta visión, sugiero que los orígenes del conflicto actual pueden encontrarse en el Concilio Vaticano II, cuya radicalización por pate de conservadores y reformistas ha producido caricaturas de la iglesia que en nada reflejan el espíritu conciliar. Bajo esta lógica, los pontificados postconciliares deben entenderse como una diversidad de enfoques que encuentran unidad en la persona de Cristo, misma que hace eco de las palabras con que Pablo reprende a la comunidad de Corinto: “Me refiero a que uno de ustedes está diciendo: ‘Yo soy de Pablo’, otro ‘yo de Apolos’, otro ‘yo de Pedro’ y otro ‘yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue crucificado Pablo por ustedes? ¿O han sido bautizados en el nombre de Pablo?” (1 Cor 1:12-13). II El 19 de septiembre de 2016, los cardenales de las dubia exigieron al papa Francisco dar respuesta a una serie de preguntas relacionadas con la continuidad del magisterio, específicamente en materia del acceso de divorciados a la eucaristía. Los cardenales preguntaron si, luego de la publicación de Amoris laetitia, seguía siendo posible hablar de la existencia de normas morales absolutas, como estableciera Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor; si las circunstancias atenuantes de las que habla Francisco pueden invalidar la idea, sostenida por el papa polaco, de que las circunstancias nunca pueden transformar un acto intrínsecamente perverso en uno subjetivamente bueno; y si, después de Amoris laetitia, podemos todavía considerar como válida la enseñanza en Veritatis splendor que rechaza una interpretación creativa del rol de la conciencia.7 A primera vista, podría pensarse que los cardenales se encuentran auténticamente confundidos con lo que parece una contradicción entre las doctrinas enseñadas, respectivamente, por Juan Pablo II y Francisco. Sin embargo, tal contradicción no existe, como los cardenales sugieren. Lo que encontramos, por el contrario, es una lectura perniciosamente incompleta de Amoris laetitia, combinada con una interpretación radical que desborda la encíclica Veritatis splendor. Analizaré aquí solamente dos de las dubia (2 y 4), esperando que sea suficiente para ilustrar mi argumento. Las dos dubia se preguntan si Amoris laetitia (AL) niega la doctrina sobre las verdades morales universales, así como la prohibición de que un acto intrínsecamente malo pueda convertirse en subjetivamente bueno por las circunstancias atenuantes, establecida en Veritatis splendor (VS). Analicemos los pasajes en cuestión: AL §302: “Con respecto a estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia Católica se expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales». En otro párrafo se refiere nuevamente a circunstancias que atenúan la responsabilidad moral, y menciona, con gran amplitud, «la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos 7

La carta está disponible en https://sspx.org/en/letter-four-cardinals-pope-francis


El presente documento es un borrador en proceso de publicación. Se ruega no distribuirlo ni publicarlo en medios electrónicos. contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales». Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada…” AL §304: “Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo en el discernimiento pastoral: «Aunque en los principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es igualmente conocida por todos [...] Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación». Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares…” VS §79: “Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas”. VS §81: “…Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección”.

En el fondo, las dubia sugieren que Amoris Laetitia renuncia a la distinción entre el bien y el mal como términos absolutos, introduciendo una doctrina extraña a la iglesia según la cual la objetividad se disuelve en el abismo de la casuística, imposibilitando cualquier juicio cierto sobre la moralidad de los actos. Sin embargo, a primera vista es claro que Francisco no camina en sentido del relativismo o la inconmensurabilidad de los actos morales. En primer lugar, las dubia toman como blanco el capítulo octavo, que explícitamente se refiere a situaciones “irregulares” en las cuales se impone el discernimiento como camino de conversión. Se trata de un capítulo que busca la misericordia antes que la condena, el abrazo antes que el rechazo, el acompañamiento antes que el abandono, en estricto seguimiento al ministerio de Cristo, quien vino a llamar a los pecadores y no a los justos (Lc 5:32). Este enfoque exclusivo en el capítulo octavo olvida su carácter de excepción, ignorando que el documento insiste en la estricta observancia de la enseñanza del magisterio. En segundo lugar, y de manera más preocupante, los cardenales de las dubia pretenden imponer una lectura radicalizada de Tomás de Aquino, ignorando los límites que el doctor de la iglesia estableció a la doctrina del derecho natural. La existencia de la verdad es un postulado irrenunciable para los cristianos, pues su negación implicaría ignorar la axiomática identificación de Jesús con la verdad (Jn 14:6; 18:37). Ahora bien, la existencia de la verdad no implica, necesariamente, que el ser humano sea siempre y en todo momento capaz de reconocerla (Lc 24:13-16). En efecto, lo contrario parece ser cierto: la historia de la humanidad puede ser vista como historia de ignorancia, donde tomamos por


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verdad la mentira y la mentira por verdad (cf. Jn 1:11; Mt 16:23), con excepciones extraordinarias donde la verdad se cuela e ilumina las realidades sociales (cf. Mt 16:17). Nos topamos de frente, aquí, con el problema de la verdad y su reconocimiento e internalización en la conciencia recta. Es a ello a lo que se refiere Tomás de Aquino cuando define la verdad como adaequatio rei et intellectus, como la adecuación entre el objeto y el entendimiento.8 Antes de evaluar la crítica de las dubia, por ende, vale la pena explicar con claridad la noción de “conciencia”, que es precisamente donde se desarrolla el drama de la verdad y su comprensión. Joseph Ratzinger distingue dos niveles en la conciencia humana.9 En primer lugar, lo que llama anamnesis, tomado del pensamiento platónico, que se refiere a esa voz, esa reminiscencia natural que habla dentro de nosotros, que muestra repulsión hacia el mal y atracción hacia el bien: “[E]s, por así decirlo, un sentido interior, una capacidad para recordar, de forma que aquel que es interpelado, si no da su espalda a sí mismo, escucha su eco desde el interior”.10 A ello se refiere Pablo cuando afirma que “cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por instinto los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos” (Rom 2:14), y Tomás de Aquino cuando afirma que “pertenece a la ley natural todo aquello a lo cual el hombre se encuentra naturalmente inclinado”.11 Sin embargo, el segundo nivel de la conciencia, que Ratzinger llama propiamente conscientia, se refiere al momento de la decisión personal, el juicio y la decisión que inevitablemente tenemos que dar a una circunstancia determinada. Aquí, la conciencia “no es habitus, esto es, una cualidad ontológica del ser humano, sino actus, un evento en ejecución”.12 En el nivel de la decisión, el ser humano es siempre susceptible de errar, pues el camino para la aplicación de principios morales generales a situaciones particulares es sinuoso e irregular, impidiendo ver en ocasiones el horizonte y presentando caminos sin salida, trampas e ilusiones que entorpecen el juicio. Por ello alerta Tomás, en el mismo artículo antes citado, que “la verdad es la misma para todos los hombres, pero no todos la conocen igualmente”, lo que en nada cambia el estatus ontológico de la verdad, pero sí que lo hace respecto de la comprensión personal de la misma. A partir de estos breves comentarios podemos decir, primero, que la verdad es siempre una y la misma. Hablamos, por supuesto, de la verdad última de la existencia. La característica fundamental de ella es su condición de pura receptividad, o de pura gracia, es decir, que la verdad última no puede ser descubierta o deducida, sino que es una verdad que hemos recibido13 como comunicación iniciada por Dios mismo (Jn 1:14; Heb 1:1). Ahora bien, esa misma verdad debe ser interiorizada, juzgada y aplicada a situaciones particulares por una razón humana siempre falible y contingente. Cuando el principio general desciende a la casuística—tal como menciona Francisco en §304—las excepciones comienzan a emerger, lo cual no implica una negación de la verdad que se aloja en las profundidades del espíritu humano (anamnesis) sino la falibilidad del juicio personal (conscientia). Es debido a la posibilidad de errores en la aplicación de principios generales a situaciones particulares que Tomás de Aquino achaca Summa Theologiae Ia, q.16, a.2. Joseph Ratzinger (2007). On Conscience. San Francisco: Ignatius Press, 30-37. 10 Ibid., 32. 11 Summa Theologiae I-IIa, q.94, a.4. 12 Ratzinger, On Conscience, 37. 13 Joseph Ratzinger (1988). “Theology and the Church’s political stance.” Church, Ecumenism, and Politics. San Francisco: Ignatius Press, 160. En el mismo sentido, Henri de Lubac (1987, Paradoxes of Faith. San Francisco: Ignatius Press, 48) afirma: “La verdad no es un bien que yo posea, que yo manipulo y distribuyo a placer. Es tal que, al darla, debo yo mismo recibirla; al descubrirla, debo asimismo seguir buscándola; al adaptarla, debo yo mismo seguir adaptándome a ella”. 8 9


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la inevitable diversidad de leyes humanas: “Los principios generales de la ley humana no pueden ser aplicados a todos los pueblos en la misma forma, en razón de la gran variedad de asuntos humanos. Y, por ello es que existen diferentes leyes positivas para diferentes pueblos”.14 De manera análoga, Gabriel Marcel se opone al rigorismo moral que encontraremos en los cardenales de las dubia, cuando asevera que “un formalismo moral rigorista, un intento de subsumir todos los actos humanos en reglas muy generales, termina siendo inaceptable, casi por completo, tan pronto uno se vuelve consciente de aquel elemento de la unicidad e inconmensurabilidad que es parte de cada ser concreto, confrontado con una situación concreta”.15 ¿Quiere decir esto que Aquino y Marcel se oponen a la existencia de verdades universales, o que consideran que la conciencia debe ser abandonada a un libertarismo relativista donde todo se vale? De ninguna manera. Aquí encontramos, con toda claridad, el exceso de los cardenales de la dubia, quienes, pretendiendo cobijarse con la sana doctrina del magisterio, atacan otro documento del mismo magisterio, acusándolo de un relativismo que no es tal. La propuesta de Francisco, alojada en la rica tradición del discernimiento ignaciano, no pretende vestir el pecado con la túnica de la piedad, ni disfrazar la mentira de verdad. Lo que sí pretende es, por el contrario, promover un acompañamiento caritativo que vea en cada ser humano a un sufriente, a un exiliado maltrecho. La invitación de Francisco es a ser prójimo antes que jueces,16 abrazar antes que condenar. En el mismo sentido camina la exigencia que hiciera el papa a los confesores en su primera exhortación apostólica, Evangelii gaudium: “el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades”.17 El papa nos recuerda que Jesús es un abismo de amor y misericordia que no condena, sino que salva (Jn 3:17; 8:11; 12:47). Esta caridad no implica, empero, ser transigente frente al mal: “este discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia” (§300). El discernimiento busca comprender la situación del pecador para así acompañarlo en un ejercicio por el que la persona descubre la verdad gradualmente y responder a ella, ajustando su comportamiento al ideal moral que es intuido poco a poco, recordado a través de la anamnesis. Este es, precisamente, el camino de la conversión (metanoia) anunciado por el mismo Cristo (Mt 4:17). El seguimiento de Cristo no implica perfección, sino anhelo de perfeccionamiento (Mt 5:48, cf. Fil 3:12; Rom 3:23). Este arduo camino en pos de Cristo es bellamente ilustrado por las palabras del papa, quien afirma que la conciencia “puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (§303, énfasis mío). La exhortación apostólica Amoris laetitia, por ende, no vulnera la tradición magisterial de la iglesia, sino que, por el contrario, la abraza y continúa con seriedad pero, más aún, con el espíritu de Summa Theologiae I-IIa q.95, a.2. Marcel 2008. Man Against Mass Society. South Bend: St. Augustine’s Press, 18. 16 Francisco (2020). Fratelli tutti §30-31. 17 Francisco (2013). Evangelii gaudium §44. 14 15


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caridad que caracteriza al cristianismo (Jn 13:35). En línea con el catecismo de la iglesia, Francisco llama la atención a las dificultades y límites que los creyentes enfrentan en el discernimiento moral y en la adecuada aplicación de los principios morales universales a su situación particular (§302).18 III ¿Por qué, entonces, los cardenales de las dubia parecen empecinados en encontrar desviaciones donde no hay otra cosa que un desarrollo auténtico de la doctrina cristiana? La respuesta, en mi opinión, puede encontrarse en las reacciones que siguieron al Concilio Vaticano II. El Vaticano II, celebrado entre 1962 y 1965, fue descrito desde el principio en términos de apertura. Contrario al Vaticano I, dominado por el ultramonanismo,19 el concilio convocado por Juan XXIII buscó comunicar las verdades doctrinales en un lenguaje fresco, que abandonara la confrontación con el mundo y buscara, en cambio, la reconciliación y el entendimiento mutuo. Tal fue la importancia de este viraje que Ratzinger no duda en calificar la constitución Gaudium et spes como el anti-Syllabus,20 refiriéndose al catálogo de errores doctrinales y su correspondiente condena, publicado por Pío IX en 1864. El historiador de los concilios, John O’Malley, explica que el Vaticano II implicó una apertura a las fuentes.21 Los padres conciliares fueron más allá del neoescolasticismo que había dominado el lenguaje de la iglesia durante siglos; Henri de Lubac, Jean Daniélou y el propio Ratzinger, por ejemplo, retomaron la patrística como el punto de partida para hacer teología. Figuras que, años antes del concilio, habían sido silenciadas y separadas de la enseñanza—como el propio de Lubac, Yves Congar y Karl Rahner—se convirtieron en protagonistas de los debates en el concilio, promoviendo una reflexión teológica original y atractiva.22 Los resultados del concilio supusieron una revolución en varios frentes. En la liturgia, el concilio abrió la puerta a las lenguas vernáculas y al reconocimiento de elementos culturales en la celebración eucarística;23 en cuanto al gobierno de la iglesia, se especificó el concepto de infalibilidad papal desarrollado por el Vaticano I, estableciendo una compleja relación entre el colegio episcopal y el sumo pontífice;24 y en cuanto a las relaciones con otras religiones, la iglesia abandonó la doctrina del pueblo deicida25 y reconoció la libertad religiosa como un derecho fundamental.26 Las reacciones al concilio no tardaron. Durante las reuniones conciliares, el obispo Marcel Lefebvre lanzaría su famoso J’accuse contra el concilio, acusándolo de modernismo, protestantismo y liberalismo. Después del concilio, la Sociedad Pío X de Lefebvre sería excomulgada por ordenar obispos sin consentimiento papal. Lefebvre fue un nostálgico de los buenos tiempos de la Cristiandad, con una iglesia fuertemente anclada en la sociedad, políticamente influyente y rabiosamente agresiva Cf. Evangelii gaudium §44. John O’Malley (2018). Vatican I. The Council and the Making of the Ultramontane Church. Cambridge: Harvard University Press; cf. Joseph Ratzinger (1972). El Nuevo Pueblo de Dios. Barcelona: Herder, 157 para una visión moderada. 20 Joseph Ratzinger (1985). Teoría de los Principios Teológicos. Materiales para una Teología Fundamental. Barcelona: Herder, 458. 21 John O’Malley (2010). What Happened at Vatican II. Cambridge: Harvard University Press, 40ff. 22 Ibid., 87. 23 CVII, Sacrosanctum concilium §36, 54. 24 CVII, Lumen gentium §25. 25 CVII, Nostra aetate §4. 26 CVII, Dignitatis humanae §1. 18 19


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contra la mínima desviación de lo que él consideraba sana doctrina. En el fondo, su nostalgia iba más allá del “pueblo de Dios”, entendido teológica y eclesialmente; Lefevre extrañaba la iglesia poderosa, un modelo que, en su peor versión, se acerca peligrosamente al Gran Inquisidor de Dostoyevski. Del lado contrario, la teología de la liberación sacudió a la iglesia europea desde la izquierda. Denunciando como prematuro el jubiloso abrazo con que la modernidad y la iglesia se estrechaban, los liberacionistas denunciaron el olvido de la periferia. La iglesia seguía siendo eurocéntrica, y poco o nada entendía de la situación de pobreza, opresión y marginación social vivida en los extremos del planeta. Haciendo suyo el enfoque marxista, los liberacionistas se colocaron del lado del pobre, exigiendo a la iglesia toda ponerse del lado de la liberación de los cautivos (Is 61:1-2). El liberacionismo adoptó, asimismo, una lectura política del libro del Éxodo,27 considerando que la liberación no es solamente un asunto de la vida futura, sino que se refiere al aquí ahora. Aunque, a diferencia del lefebvrismo, el liberacionismo nunca ha sido condenado, la Congregación para la Doctrina de la Fe, entonces encabezada por Joseph Ratzinger, emitió un par de documentos puntualizando posibles errores en la postura liberacionista.28 En mi opinión, el principal problema del liberacionismo es su excesiva inmanentización de la noción del “pobre”, olvidando que, esencialmente, el cristianismo propone una ruptura con las categorías humanas y su reconfiguración en el nivel mesiánico.29 Este inmanentismo puede conducir, de manera análoga a la crítica de Lefebvre, a una teología política que colapsa erróneamente la dimensión temporal, soñando con un mesianismo terrenal que olvide que, aunque el reino ya está entre nosotros (Lc 17:21), su consumación está todavía por venir (Jn 18:36). La iglesia postconciliar parece hoy estar dominada por bandos radicalizados en líneas similares a las presentadas anteriormente. Por un lado, el ultraconservadurismo ve en Francisco una amenaza a los “buenos tiempos”, acusándole de un progresismo que desdibuja la sana doctrina cristiana. Por citar un ejemplo: Carlo Maria Viganò, actual vocero de la derecha radical católica en Estados Unidos (a la que pertenecen los cardenales de las dubia), llegó al absurdo de sugerir que Fratelli tutti pudo haber sido escrito por un masón, ignorando torpemente la trayectoria que el concepto de fraternidad tiene en la historia de la iglesia.30 Contra este radicalismo, que quiere encontrar su paladín en Benedicto XVI, el papa emérito rechazó a aquellos fanáticos que quieren usarlo para confrontar a su sucesor.31 En el campo contrario, los progresistas quieren ver en Francisco a un reformador radical, el héroe que llevará a puerto la reconciliación final de la iglesia con el mundo—que, en estricto sentido, implicaría la mundanización de la iglesia. Se le exige todo reformismo y, cuando el papa sugiere prudencia, reflexión y gradualismo, el fanatismo reformista denuncia a un papa timorato o débil. Un ejemplo reciente fueron las reacciones a la exhortación postsinodal Querida Amazonia, donde—al tiempo que el ultraconservadurismo veía nada más que culto a la madre tierra y coqueteo con el new age—los ultraprogresistas se sintieron desilusionados al no ver sus deseos de reforma completamente satisfechos. Contra la tendencia al radicalismo, debemos reconocer, con Joseph Ratzinger, que la iglesia no es arcilla lista para ser transformada por las manos humanas. La iglesia es comunión con Cristo y, Ver Michael Walzer (1986). Exodus and Revolution. New York: Basic Books. Libertatis nuntius (1984) y Libertatis conscientia (1986). 29 Juan Pablo Aranda (2020). “Catolicismo y teología de la liberación: una visión desde Giorgio Agamben”. Revista A&H 7(12): 15-31. 30 https://lavsdeo.eu/?p=25205 31 https://bit.ly/3nTIcXM 27 28


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más allá de cualquier reforma—que puede ser necesaria, pero que nunca es un fin en sí mismo— Ratzinger nos invita a recordar que “hoy como ayer, e independientemente de nosotros, detrás de ‘nuestra Iglesia’ vive ‘Su Iglesia’”.32 La Iglesia no es de Francisco ni de Benedicto, es de Cristo, y sólo en la escucha de su palabra y el ejercicio de la caridad nos será posible responder adecuadamente a nuestra vocación.

Joseph Ratzinger y Hans Urs von Balthasar (2005). ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia? Salamanca: Sígueme, 103. 32


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