Voces y sonidos de la ciudad

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Voces y sonidos de la ciudad

Jorge Grueso Arboleda

Ustedes, los lectores de estas palabras, probablemente viven en una ciudad, puede ser Bogotá o cualquier otra en el mundo. De seguro la conocen bastante bien porque han estado en ella desde que nacieron, o tal vez llegaron siendo niños o en su juventud en busca de un mejor destino. Pero, desde que la empezaron a transitar, aprendieron a reconocer la ubicación de cada sitio de su interés, creando vínculos y relaciones para hacer referencia a ellos cuando hablan con otros. Cada sitio de su ciudad tiene una arquitectura con formas propias a las épocas en que se ha ido construyendo. Ustedes se desplazan por su ciudad según los medios de transporte que posean. En las calles la gente se mueve de un lugar a otro, cruzándose con más gente, con vehículos, con edificaciones y almacenes, con diversos sonidos y ruidos que

tensionan y desesperan al más tranquilo.

Quizá no sea su caso, pero las palabras y los gritos de la gente, los sonidos y los ruidos de Bogotá –la ciudad en la que habito–, el ritmo de cada una de sus zonas y de sus muchas calles me dicen dónde estoy, ellos constituyen mis referentes, son la forma como he conocido y como reconozco la ciudad. Bogotá es para mí sonido, canciones, ruidos. Sin ese mundo sonoro Bogotá no existiría para mí, pues soy ciego. La capital del país no siempre fue así: hubo un tiempo durante el cual me habría perdido en sus pocas calles ya que el silencio lo envolvía todo y sus gentes apenas cruzaban palabras en la calle. A lo mejor las campanas de las iglesias me


habrían orientado en esos tiempos, aunque debo admitir que no sonaban todo el tiempo. Ningún sonido o ruido rompía la paz de la pequeña ciudad.

Del tiempo del ruido La antigua ciudad era bastante silenciosa, pero, en la noche del 9 de marzo de 1687, la pequeña y silenciosa aldea que era Santafé de Bogotá fue asaltada por un terrible sonido que estremeció a sus pocos y tranquilos habitantes, quienes ya dormían. Nadie supo exactamente lo que pasó, ni siquiera el origen de semejante estruendo. Todos

salieron

despavoridos

en

busca

de

una

razón

ante

semejante

acontecimiento. Joseph Cassiani, cronista de la época, relata de esta manera el acontecimiento: No es fácil referir la turbación y conmoción de aquella noche; sólo aquella prosopopeya, con que nos representan los predicadores el día del Juicio, puede presentarnos alguna explicación de lo que físicamente sucedió la noche del espanto: la gente toda fuera de sus casas, unos medio vestidos, como estaban ya acostados; como estaban en sus posadas; otros enteramente desnudos porque estaban ya acostados; y todos gimiendo y clamando misericordia, discurrían sin tino por las calles. Nadie sabía dónde iba, porque nadie sabía donde estaba. Todos clamaban al cielo, porque veían que les faltaba tierra.

El acontecimiento de esa noche, sin ninguna explicación, se llenó de fantasías y temores ante lo sobrenatural. Muchos de los testigos, al contar su experiencia, agregaron al estruendo y la confusión un olor a azufre, añadiendo que “el diablo” era el responsable de tal suceso. Estos relatos aumentaron la preocupación de la


población, sin quedarles otro camino que no fuera el de la oración y la expiación. Mucho tiempo ha pasado en Bogotá desde la leyenda de los tiempos del ruido y sus asustados habitantes. Pero esta anécdota nos da cuenta de algo trascendental para la constitución de la ciudad: su historia se ha desarrollado con sonidos y ruidos. Sonidos como los expresados durante los días del grito de la Independencia, los disparos de los fusiles en los paredones de la época de la Reconquista y los vítores por los triunfos en los campos de Boyacá.

La historia de las palabras, de los sonidos y los ruidos en Bogotá tiene sus momentos especiales, va llenando sus propias páginas: se trata de una ciudad donde los grandes sonidos más recurrentes eran los que producían las campanas de sus incontables iglesias, los de los interminables rosarios en el seno de estas edificaciones, los de las oraciones en todas las festividades religiosas. Durante muchos años Bogotá fue una ciudad donde la voz era queda y el corre, ve y dile apenas era audible. Sin duda, la voz de la iglesia era la más escuchada, aunque pocos entendieran las prédicas de los curas en los altares y en las procesiones. Tal vez por esa historia aún escuchamos hoy en día un sonido bastante característico de las festividades religiosas; se trata de las matracas de madera, ruido que resulta molesto para el oído, pero que marca definitivamente el tiempo de la Semana Santa. Pero la ciudad ha cambiado. Por ejemplo, antes las iglesias debían contar con construcciones monumentales, ahora es posible encontrar un templo en cualquier casa, en grandes bodegas acondicionadas cuando la comunidad es numerosa. El Evangelio no sólo se encuentra presente en el catolicismo, sino que se encuentra en una gran diversidad de cultos esparcidos por toda la ciudad, inundando las calles


con sus cánticos y prédicas, sonidos que muchas veces generan quejas por parte del vecindario.

Entonces, podemos hablar de unos sonidos que se han mantenido en la ciudad de Bogotá a través de los siglos: los de su fervor religioso. Desde las conversaciones suscitadas por el gran estruendo de 1687, hasta los conflictos que las iglesias generan con sus vecinos, pasando por el ruido de las matracas y por el sonido de las campanas, la ciudad ha llenado el ambiente sonoro de sus calles con expresiones propias a su fe. Son expresiones que aún perviven. Si tomásemos el caso de las campanas, nos encontraríamos con la sorpresa de que, a pesar de que ya las campanas de metal han sido reemplazadas por grabaciones, y aunque ya no doblen las campanas a cada hora sino solamente cuando va a oficiarse una misa, el ambiente sonoro bogotano no se ha separado en gran parte de sus raíces. Tal vez en unos cien años el número de campanas y de matracas se reduzca considerablemente, pero aunque sólo una de ellas resuene, se estará manifestando una tradición que se remonta a la época de la Colonia.

No hable mal en la ‘Atenas suramericana’ También la historia de Bogotá se emparenta con sus formas de hablar. En una ciudad donde se iba gestando una diferencia de clases, debía existir un fundamento no sólo económico –que no era muy visible– para marcar las distancias. Por ello se implantó una diferencia especial: el denominado ‘buen uso’ de la lengua, tanto en la escritura como en su uso oral. Al hablar se fueron marcando las diferencias entre los “bien hablados” y los demás, los “incultos e ignorantes”. Las gentes con algún poder político o económico tomaron la cultura como signo de diferenciación con respecto a


otros grupos sociales. Fabio Zambrano, en su texto “De la Atenas suramericana a la Bogotá Moderna”, señala que en Bogotá “…se consolidó una tendencia a crear una realidad propia mediante la integración de un contexto cultural más amplio que instrumentalizaba la cultura como herramienta para dirigir el rumbo de la sociedad hacia lo que esta élite consideraba como la civilización y con ello dejar atrás lo que se consideraba la barbarie: hablar mal, vestirse mal, comportarse mal por fuera de las reglas dictadas por los manuales de urbanidad” (Zambrano, : ).

Entonces el hablar bien y el escribir bien se constituyeron en las más importantes formas de presentarse ante el mundo. Antes que unas cualidades morales, se mostraban unas cualidades lingüísticas y estilísticas. En este ambiente surgió el mote de la ‘Atenas suramericana’ para Bogotá, como signo de distinción de la gente poderosa ante las fuerzas de las nuevas gentes que iban llegando a la ciudad con sus propias costumbres y su aportes económicos al progreso de la ciudad. Sin embargo, más allá de la discusión sobre las “buenas maneras y el bien hablar” se agitaba el mundo de la gente “inculta”, de las personas que se emborrachaban en las chicherías, que armaban escándalos callejeros o que jugaba al tejo con el respectivo ruido de la mechas al explotar.

Por lo tanto, se constituyó un doble mundo de sonoridades en las calles bogotanas: de un lado se encontraba la prefiguración de las clases dominantes, quienes, por medio del lenguaje, buscaban distinguirse de todos los demás pobladores; de otro lado, se encontraban aquellos de quienes querían alejarse los primeros. El pueblo raso, motor de los grandes acontecimientos pero anónimo en el momento de los reconocimientos, se consolidó en torno a una visión de la barbarie. Sus vidas,


transcurridas en las calles, rodeadas de infinitos sonidos y estruendos, de un lenguaje ‘mal hablado’, sin duda contribuyeron a constituir la identidad sonora de la ciudad. Entre ellos deben contarse a los individuos que llegaron desde otras regiones del país, en busca de oportunidades económicas. Portadores de patrones culturales diferentes a los estrictamente capitalinos, generaron tensiones y confrontaciones de las cuales resulta el panorama sonoro actual. Cada vez que transito por las calles escucho un sinnúmero de dialectos, de acentos que varían de latitudes y que nutren el mapa sonoro por el cual transito mis días. De manera que podemos ver en las voces de las calles el sustrato de un largo proceso de construcción de la ciudad: la llegada de diferentes visiones de mundo manifestadas por medio de las expresiones lingüísticas. El conflicto del siglo XIX en torno al lenguaje no consiguió borrar de la memoria de la ciudad el aporte que las ‘invasiones bárbaras’ realizaron a la consolidación de la identidad citadina. Éste, por el contrario, sobrevivió, y se actualiza diariamente, cada vez que un forastero viene con su cultura a buscar su lugar en esta gran urbe.

Suba el volumen El siglo XX inicia con la llegada de nuevas costumbres en todos los campos: cambios en el vestir, el comer, la forma de edificar las casas de habitación, la movilidad, así como en otros campos. Las primeras décadas de esta centuria ven, aunque con poca difusión, la llegada del teléfono: el sonido que interrumpía de cuando en vez la rutina de la vida de las pocas casas que lo tenían. Los nuevos inventos llegaban a cuentagotas. Cualquier día el ruido del tren se hizo cotidiano y luego los pitos de los automóviles comenzaron a sorprender y a cambiar las rutinas de los habitantes de la ciudad. El avance técnico del siglo XX se hizo más notorio


con los años veinte y treinta. La radio le dio a Bogotá sonidos llegados desde lejos. Se trataba de la música, de relatos sobre sucesos que ocurrían en el mismo instante en sitios distantes; podía escucharse, o bien un discurso político de algún dirigente o bien las canciones de Gardel antes de partir para Medellín.

Años más adelante llegaría el cine, que se hizo más popular; entonces las voces de los artistas se escuchaban en los teatros y la gente se agolpaba en éstos auditorios cuando los personajes del cine mexicano hablaban como cualquier vecino, narrando historias de gente del campo, como aquellos que llegaban a la ciudad y no sabían leer los títulos de las películas norteamericanas. No obstante la gran revolución que significaría el cine, los sonidos de la radio imperaron en la ciudad, entregándole a los oyentes una gran variedad de ritmos: bolero, mambo, cumbias, temas del Caribe y de otras regiones de Colombia se toman a Bogotá. Muchas voces se hacen familiares aunque se desconozcan las imágenes de esas voces. Por ejemplo, a Lucho Bermúdez, un ídolo de la música popular, pocos lo veían en persona. Los grandes boleristas como Pedro Vargas, María Luisa Landín, Javier Solís, Agustín Lara, Leo Marini, Daniel Santos, Celio González, Orlando Contreras, Celia Cruz; Toña la Negra, Carmen Delia Dipini, Jhonny Albino y su trío San Juan, Los Tres Ases, los Panchos, el trío Martino, los colombianos Víctor Hugo Ayala, Alcibíades Acosta, Tito Cortés, Alberto Osorio, y muchos otros como ellos, produjeron melodías que eran muy escuchadas. Aún en la actualidad la radio acompaña, entretiene y nos permite movernos para realizar algún oficio mientras la escuchamos.

A través de los años, la radio en Bogotá nos sumergió en un mundo lleno de imaginación y fantasía, con la trasmisión de cientos de historias como las radio


novelas, series como la de Kaliman y la de Arandú, con la radio teatro en vivo y a diario, y numerosos programas humorísticos. Así se dieron a conocer Los Chaparrines, La escuela de doña Rita, Ever Castro, Montecristo, Los Tolimenses, La Nena Jiménez, y otros personajes que crearon fantasías y trascendieron en el tiempo. También por medio de la radio se ha escuchado el mundo deportivo: el Mundial de fútbol de 1970, todas las competencias ciclísticas desde la época de “Cochise” y Álvaro Pachón hasta el gran Lucho Herrera, la participación de colombianos en atletismo –como Víctor Mora y Domingo Tibaduiza en San Silvestre–, las corridas de Toros –desde Pepe Cáceres hasta César Rincón–, las competencias automovilísticas –con Roberto José Guerrero y Juan Pablo Montoya–. De otra parte, la radio ha sido el medio por el cual se han conocido los acontecimientos de trascendencia para la ciudad, como el 9 de abril de 1948, que marco un momento vital al narrarles a los oyentes de la ciudad y del país esta macabra catástrofe.

Junto a este panorama debe resaltarse que la radio ha permitido acercar a la gente de Bogotá y a quienes hemos llegado a ella. La radio en la ciudad ha permitido transmitir, en todo el sentido de la palabra, nuestra identidad. Allí se han forjado los momentos del esparcimiento y del ocio, así como también los de la opinión. La transmisión de las voces bogotanas generó una importante cohesión que aún las fuerzas de la televisión y del internet no han podido borrar por completo. Sin ver el rostro tras las voces, los sonidos han generado vínculos que nos remontan a recuerdos, a los lazos que hemos tejido con otras personas. Cada vez que la radio transmite una canción no podemos evitar recordar algo de nuestra vida, aunque sea solamente una sensación de inexplicable gozo. La radio, aunque se enfrente a otros


medios de difusión de la información y de la cultura, aún sigue siendo el medio ambiente sonoro de las calles. Los buses y los negocios que tratan de llamar la atención recurren a sus ondas para hacer más ameno el día, para llamar la atención de los transeúntes. La radio, por lo tanto, da cuenta de unos lazos sonoros que nos unen a todos quienes habitamos la ciudad, lazos que sólo un extenso paso del tiempo podría llegar a afectar de manera contundente.

Todas las voces de la calle La radio nos contó cómo era el mundo, y nuestra imaginación hizo el resto. En las lejanas tierras del Litoral Pacífico colombiano escuchaba de niño lo que en Bogotá y en el mundo ocurría. Me imaginaba cómo podía ser la capital. Sólo en los tiempos de mi accidente visual la pude ver, y luego la conocí por medio de los sonidos. Salir a la calle en la actualidad implica que se cree un panorama sonoro único que me guía y me acompaña en mi día a día. Llegan hasta mi los recuerdos de los sonidos del ‘paisa culebrero’ que oí al llegar a Bogotá. “¡Quieta Margarita!”, le decía a su compañera, una serpiente que permanecía siempre con su modorra en un cajón de madera. Esta Margarita de tres metros acompañaba siempre al culebrero. Éste le sacaba el veneno, según él, para preparar brebajes, pócimas y bebedizos para curar toda clase de males. Para llamar la atención este personaje se vestía extravagantemente: utilizaba plumas de colores en su cabeza, collares de todo tipo de piedras, se pintaba el rostro y vestía de manera llamativa. Formaba tribuna en los mercados de cualquier plaza. Haciendo alarde de su labia lograba conseguir el sustento diario. Su discurso llegaba a mis oídos y sus ¡cientos!, ¡cientos! de palabras se fueron quedando para siempre en mi memoria.


También recuerdo las palabras del llamado “artista colombiano”, un personaje callejero que convocaba la gente para que escuchara sus estrafalarias historias, el sonido de sus destartalados instrumentos musicales y las canciones de sus ayudantes. Recuerdo al doctor Goyeneche, otro personaje muy anciano que pregonaba distintos discursos para llegar a la presidencia.

Mi nombre es Pedro Salahonda. Perdí la visión hace treinta años y, desde entonces, el mundo es para mí sonidos y sonidos, a veces ruidos que llegan a ser molestos, ruidos que, en medio de la oscuridad por donde me muevo, pueden llegar a producirme un verdadero temor. Aunque debo admitir que siento algo similar cuando no escucho un sonido en la ciudad; entonces parece que estuviera sólo en éste mundo. El silencio también me altera, me provoca miedo y hasta pánico. Sólo cuando escucho a alguien que me dice “¿le puedo ayudar?”, vuelvo a la realidad.

En mi trasegar por la ciudad resulta ineludible percibir los sonidos de los vendedores, estas personas dedicadas a la caza del cliente ocasional, ya sea porque son los representantes de una empresa o porque son sus propios jefes. Les escucho prorrumpir a mitad de la mañana con sus pregones: “¡El Tiempooooooo…! ¡El Espectadooooorrr...! ¡El Tiempooo…! ¡El espectador…!”; “Minutos… Minutos… Llamadas… ¡Llamadas!”; “¡Almuerzos…! ¡Almuerzos! Sí hay almuercito corriente, almuerzo especial, platos a la carta, mariscos, carne a la plancha, hígado encebollado… ¡Siga!, ¡siga…!”.

De igual manera está el que se sube al transporte público, siempre ofreciendo disculpas: “Permítame quitarle cinco minutos de su preciado tiempo; le ofrezco


disculpas a quienes estaban durmiendo, hablando o meditando”. Y comienza su saludo: “¡Muy buenos días, (tardes o noches)…!”. Cuando no contestan su saludo dice: “¡Gracias por su educación!”; cuando sólo le responde una persona hace énfasis en quien respondió diciendo: “¡Gracias señorita, caballero, señora, joven o niña!”.

Y luego sigue: “Gracias por su atención: los saludo a nombre de la

‘Fundación de salvación del Mundo’, les estamos ofreciendo estas deliciosas galletas brasileñas, la unidad a trescientos, dos por quinientos, y cinco por mil”. Todos dicen lo mismo. Al pasar de puesto en puesto, entregando el producto de turno, nos cuenta la historia del momento, luego se bajan del bus dando las gracias, y en la siguiente parada se sube otro y ¡luego otro! Está el que se enfrenta al conductor cuando trata de bajarlo. “¡Bájese hermano!, ¡bájese ya!, ¡bájese!, ¡bájese! ¡Que se baje, le dije!”, dice el conductor, a veces éste amenaza con una golpiza diciendo: “¡Se baja, o me va tocar bajarlo!”. Y si el que se sube no tiene nada para vender, responde: “¡Todo bien hermano! ¡Déjeme trabajar! ¡Ya me bajo! Una vez superada la dificultad, y comienza con su discurso: “Soy desplazado, tengo 8 hijos, tengo a mi mujer enferma. Uno de mis hijos está hospitalizado y no tengo cómo comprarle la medicina”. O dice: “Ayer me detuvieron y apenas salgo. Me quitaron toda la mercancía y no tengo qué llevarle a mi familia para comer”. Y así surgen muchas historias, algunas de ellas triviales, como la mujer que busca apoyo porque estuvo seis meses en la cárcel acusada de medio homicidio. Algunos muestran sellos en los brazos con los cuales certifican haber estado cuatro años en la cárcel; están

quienes

muestran

sucias

gasas

asegurando

haber

sido

operados

recientemente; están los que van de paso y requieren apoyo para un pasaje, a un lejano pueblo, o el que simula ser “obrero”, presentándose manchado de sangre y asegurando que acaba de caer de un piso de la construcción, con la mala fortuna de


no hallarse asegurado, y que necesita ir urgentemente al servicio médico a que le cojan puntos. Hay también los que andan de corbata y señalan un auto estacionado y pide dinero porque se ha quedado sin gasolina, dejó la billetera en la casa y tiene una junta en la empresa y remata su solicitud preguntando de manera retórica “¿Cómo lo voy a dejar en éste sitio?”. Así se les escucha, semana tras semana. Son historias que pueden ser ciertas, dolorosas o inverosímiles, pero todas expresan la situación difícil por la que atraviesan las familias en nuestro territorio patrio.

En un recorrido por Bogotá, rumbo a mi hogar, se pueden subir al menos cuatro personas que ofrecen su repertorio de música y poesía, asegurando ser personas con carreras universitarias pero que, a causa de la droga, terminaron en la denominada calle del “Bronx”. Están también los que buscan financiar sus carreras universitarias a ritmo de canciones, esperando llenar sus expectativas y ser mejores personas. Están los declamadores de la poesía universal o vernácula: “que cómo fue señora, como son las cosas cuando son del alma…”. Dice uno y luego hace circular CD con grabaciones propias o de Juan Harvey Caicedo: “El Ánima de Santa Helena: Era un 16 de Enero con la brisa mañanera, cuando escuchaba yo el canto de la pava montañera. En los copos de un almendro lamentaba la tragedia sucedida en El Parrando, casa de Ramón Herrera…”. Se escucha de todo: baladistas con repertorio de los años setentas, dúos de rap con pista en una gigantesca grabadora o con pequeños trucos sonoros, y no pueden faltar las reflexiones religiosas que dan testimonio de vidas salvadas por la palabra divina. Los pitos de los carros en los trancones se vuelven insoportables. Escucho el silbato de un policía de tránsito tratando de desatar el nudo que se ha formado. A veces no sé


si es la caravana del alcalde o del presidente la que alcanza mi transporte y nos detiene para dar paso a su jefe.

En un día normal, al llegar a mi casa, luego de cuarenta y cinco minutos de viaje, llega la tarde y con ella la salida de los muchachos de sus estudios. Se produce una gran algarabía: las carreras, los gritos, el susto, las madres que gritan “¡Esperen, no vayan a pasar la calle solos!”. Se escucha la frenada de un carro; escucho el vendedor de envueltos de Mazorca diciendo “¡los envueltosss… de mazorca… con queso, con uvas pasas…! ¡Calientes los envueltos! Cuatro en mil”. Repite su pregón una y otra vez; creo que los vende toditos. En casa comienzo a escuchar los gritos de mis nietas y nietos que me indican que ya están de vuelta de la escuela. Los sonidos de la vida del hogar me envuelven durante un par de horas más; luego esos sonidos van disminuyendo. Entonces puedo escuchar la radio y algo de música, más tarde sólo se oyen los pasos apresurados en la calle, porque la noche se hace más fuerte. Entonces, el sueño reparador me va ganando la partida. Escucho frente a la casa a una pareja que pasa bastante alterada; suben suficiente el tono como para que todo el vecindario se entere de que “no sacó la cita del médico para el niño, que se encuentra con bastante tos y no ha dejado dormir ya por dos noches seguidas”. A veces los escucho discutiendo por cosas cotidianas.

Amanece. Son las seis y quince de la mañana. Oigo nuevamente a la vendedora del periódico: “¡El Tiempoo…! ¡El Espectadooooorrr...!”. Y se une el vendedor de tamales: “¡Los tamalessss… calientes los tamalessss…!”. Y hace sonar la corneta de la bicicleta y repite: “¡Los tamalessss... calientes los tamalessss…!”. Los niños se dirigen a sus escuelas y colegios mientras sus madres preguntan: “¿Hiciste todas las


tareas? ¿Cuántas tareas tenías que hacer? ¿Por qué no hizo la tarea? ¿Sí ve? ¡Se lo dije! ¡Apúrele, apúrele, acabe de hacer la tarea, se baña y se desayuna! ¡No se demore tanto porque lo deja la ruta! ¿Cómo se va a ir en ayunas?”.

Debo alistarme y prepararme para salir. Es un día con muchas diligencias. Son las 8:30 de la mañana. Salgo a la avenida más próxima a casa, voy en busca de un transporte que me lleve al centro de la ciudad; es mi primera lucha del día: no es fácil encontrar una persona que esté dispuesta a acompañarme a tomar la buseta; muchas veces mientras espero mi transporte pasa el bus de la persona que me está colaborando y me toca conseguir un nuevo voluntario. Hay toda clase de personas: algunas con muy buena voluntad de colaborar y ayudar, otras que sacan fácilmente el cuerpo. A veces los buses no tienen entre sus propósitos recogerme. Ven a la persona invidente y le niegan el servicio. Piensan que soy limosnero, que me voy a subir a pedir. En algunos casos escucho a algún conductor, luego de cerrar la puerta, gritar: “¡Él no paga el pasaje!”. Siempre puedo tomar asiento aunque esté lleno el transporte, pues algún voluntario me brinda su silla. En algunas ocasiones una persona se ofrece a colaborarme para decirme en dónde me debo quedar, pero en muchas otras me hacen bajar en un sitio diferente al que necesito; creo que no lo hacen de mala fe: quieren ayudar tanto que no saben cómo hacerlo bien. Me bajo en el centro y escucho: “¡El forro para el celular…! Para toda clase de celulares…”; “¡Tinto… perico… aromática… Chocolisto!”; “¿Busca ropa interior? ¡Conozco la bodega en donde la encuentra a precio de fábrica!”. Pitan los buses pidiendo espacio en la congestionada carrera Décima; se oye el grito de una persona que acaban de robar; atravieso la carrera Décima en compañía de una agente de la policía que me ve y me ofrece ayuda, la tomo del brazo y con la otra mano utilizo mi


bastón, me acompaña por dos cuadras y me deja donde le pido. Escucho vender la pomada para los dolores, la novena de Santa Marta o de San Judas Tadeo, el veneno para los ratones, la rifa de los bomberos voluntarios de Tuluá y las venta de veladoras de todos los tamaños y para todos los santos; me ofrecen el ungüento Merey y la pomada verde, junto al sahumerio, el riego de la siete yerbas y continúo mi marcha hacia el oriente por la Trece. En esta calle me abordan varios vendedores: “¿Busca vestido el caballero…? ¡Siga! Tenemos de muchos estilos y precios”. Avanzo y me dicen: “¿Qué está buscando el señor? ¡Tenemos mucho surtido y a los mejores precios!”.

Alcanzo la carrera Octava, escucho al frente a una persona que se encuentra dando un discurso, llamando la atención sobre la situación que vivimos. Realizo mis diligencias, hago mis averiguaciones, luego termino y salgo. Es ya mediodía. Me ofrecen almuerzo de dos mil quinientos pesos a cuadra y media de donde me encuentro. Luego tomo rumbo hacia el norte, camino hasta el eje ambiental y me ofrecen “¡chicharrones calientes! ¿Lo quiere carnudito o crocante?”. De nuevo, minutos a celular, y percibo al vendedor de frutas ofreciendo ensaladas, jugo de naranja o mandarina natural, también está el que vende chontaduros, adjudicándole poderes afrodisíacos. Antes de llegar a la siguiente cuadra me preguntan si soy pensionado, me ofrecen préstamos de dinero por libranza para pensionados. Avanzo más y escucho varios títulos de libros, libros nuevos y usados, formularios para presentar impuestos. Cruzo por una nueva cuadra y ofrecen “¡linternas, linternas…! ¡Navajas, destapadores!”; en otra parte, por el mismo sector, pregonan “¡zapatos en cuero…! Zapatos dama en punta, botas altas y a media pierna… Tenis, zapatos chatos, de tacón punta o grueso… ¡Siga adelante sin ningún compromiso…! Al lado


del almacén escucho la voz del vendedor informal que me dice “zapatos en puro cuero para hombre“; la diferencia de precios es enorme.

Paso por donde un paisano, esto lo sé por su voz; ofrece aguacates. En la próxima esquina escucho al vendedor de relojes: “¡Relojes, relojes…! Desde cinco mil, baraticos y de calidad”. Paso por la Avenida 19 y se ofrecen “¡CD! ¡Películas a $ 2.000! ¡Las películas de cartelera…! ¡Láminas de Panini…! Láminas del Mundial y de Coca-Cola. ¡Se vende el álbum lleno!”. Avanzo al norte y se escucha: “Chicas… Chicas… Show… Show… Siga, siga… Show en vivo… Chicas, show”. Es una venta de placer sin una gota de amor. Me dirijo a la ETB, y en la Plazoleta de las Nieves se escucha una pelea de borrachos que se insultan a grito herido: “Este grandísimo chiquitico otra vez por aquí”; y le responden: “Ya me retiro hermano”. Escucho el sonido de botellas que se rompen, entonces me alejo y encuentro a una señora que imita a Celia Cruz, es aplaudida por su público con mucho fervor. Escucho que se ofrece a todo pulmón: “¡Picada…picada!”. Alcanzo la carrera Séptima y escucho al vendedor de: “¡Mazamorra paisa, con leche y panela…! ¡Calientica la mazamorra!”. El sol es abrasador; busco un restaurante y tomo mi almuerzo.

Me espera la entrega de cuatro documentos que llevan la esperanza para otra persona con discapacidad, de Adelita (Adelaida). Ella tiene cincuenta y un años, apenas mide un metro con diez centímetros de estatura, es invidente, de piel negra. El 14 de abril del año 2000 experimentó los peores maltratos físicos de su vida, al ser golpeada por un comandante de policía en la plaza de la parroquia del barrio Veinte de Julio; dijo ella con su voz de niña: “¡Me dio golpes por todo el cuerpo! Casi me desmayo. Se ensañó conmigo de manera brutal; pensé que me iba a matar ese


cobarde, sólo porque estaba pidiendo limosna”. Aunque ya han transcurrido diez años, ésta sombra sigue retumbándome en la cabeza; es la narración de uno de los testimonios más desgarradores de mi vida. Continúo mi marcha para entregar los documentos. Debo entregarlos personalmente; se trata de conseguir ayuda para Adelita, pues su protectora está muriendo de cáncer. Salgo nuevamente a la avenida Calle 19 buscando de nuevo un transporte que me sirva.

Me encuentro con la vendedora de cocadas, también con la de cucas; pasa el vendedor de los chontaduros nuevamente. Después de aproximadamente quince minutos logro tomar una buseta. Me bajo en la carrera Treinta con la avenida de las Américas. Escucho voces que anuncian que se elaboran declaraciones de renta, certificados de ingresos, o balances, todo por contador público graduado. Ofrecen simcards de diferentes operadores, se escucha el silbato del policía tratando de agilizar el paso de los carros. Empieza a lloviznar; alcanzo a entrar al Centro Administrativo Distrital, rápidamente me orientan hacia el lugar donde debo realizar mi trámite. Realmente no me he demorado más de media hora. Alcanzo la puerta principal y se escucha al vendedor de sombrillas y paraguas. Espero sin salir. Escucho que está escampando, espero un momento más, oigo el movimiento y comentarios de las personas que me rodean: “Imagínese cómo me subieron ese impuesto predial; no le pude hacer bajar más”; “Venir a perder todo este tiempo, mire dónde vivo yo; vine a gastarme lo del bus que no tengo y no me solucionaron nada”. Del otro lado escucho: “Hacer todo este colononón para decirme que es en otra ventanilla, no le informan a uno bien”.


Aventurándome nuevamente a salir, a continuar con la cotidianidad, me apuro a bajar las escaleras y avanzo hacia la avenida Calle Veintiséis. Hay ventas de avena con empanadas, sándwiches de diferentes tipos, formularios de impuestos y retenciones, frutica picada, sombrillas, paraguas, es un mercado persa, ésa es la ciudad. Tomo un bus que me lleva por los lados de San Andresito. Encuentro de nuevo los vendedores de buñuelos con avena, el de cauchos para la olla exprés, el que vende el sifón ahorrador de agua para el lavaplatos, la crema de concha de nácar para quitar las cicatrices; mas allá le pulen los CD para que vuelva a escuchar sus canciones preferidas, o le quitan los rayones a la pantalla del celular. Si es de mañana, se encuentra en cualquier esquina de éste sector una parrilla que le ofrece desayuno: arepa con huevos, con queso, con mantequilla. En otra parte escuchas, si es en día sábado, la gaseosa o cerveza helada, o cualquier bebida energética bien fría para que desenguayabe, todo esto está junto con la venta de tenis o zapatillas que se ofrecen al paso. “¿Qué está buscando el caballero?; ¡Le tengo el radio para el carro!; ¡La lechona tolimense! Fresquita, calientica”. Encuentro más escenarios con diferentes tipos de vendedores, que dependen del día y del clima de mi ciudad.

En la noche, por ejemplo, es común encontrar en los sitios de mayor movimiento, puestos de comida que se instalan en cualquier esquina, en donde puede conseguir una picada, un tamal, la butifarra o una presa de gallina criolla, en un improvisado comedor, o cualquier sancocho acompañado de arroz casero, o el vendedor que lleva una chaza a cuestas y ofrece dulces, cigarrillos, galletas, chicles, el lustrabotas que ofrece dejarle resplandeciente el calzado, o la persona que vocifera el nombre de un barrio y todavía tiene cupo en un taxi que hace de transporte colectivo, aparece por el mismo sitio quien vende cinco kiwis por mil pesos, o tres libras de


mango por el mismo valor, los puestos o carros de perros, hamburguesas o chorizos calientes. “¿A cómo…? ¿A cómo…? A

mil”. Siento que la noche avanza y se

escucha nuevamente una pareja enfrascada en una pelea, en donde hay hasta golpes; un hombre se acerca a defender la mujer que está siendo golpeada y le grita al tipo: “Pégueme a mí si es tan varón”. El implicado responde: “No se meta gran h.p., es mi mujer”; al momento ésta también golpea a quien la quiso defender diciendo: “¿Qué le pasa? ¿Por qué se mete? Él es mi marido, métase en sus problemas”. Entonces pienso que por meterse a redentor se fue con la cruz a cuestas.

En este día a día de la ciudad, se encuentra de todo. El sonido que seduce para comprar y el sonido que aturde generando miedo o hastío. Sonidos que provienen de objetos o de las gargantas de las personas. Son, como lo he dicho, el ambiente por el cual transito en Bogotá. Pero, más allá de lo agradables o comunes que puedan resultar, son sonidos en los cuales se cifran las vidas de las personas. En estos sonidos se encuentra representada la historia personal de innumerables habitantes de la urbe que se entregan a sus vidas diarias tratando de ganarse la vida o sorteando las circunstancias de la cotidianidad. Mi propia voz contribuye a este ambiente. Cuando converso, cuando hago alguna averiguación en una oficina, se pone de manifiesto que esta ciudad no es un conglomerado de edificios vacíos: es el lugar en el cual las historias de millones de personas se entrecruzan, dibujando o desdibujando fronteras. Y para mí, es por medio del sonido que estas vidas se manifiestan. Probablemente puedan verse y palparse, mas el impacto de los sonidos es abrumador, porque a pesar del perturbador ruido que puede acumularse en el


aire, siempre alcanzan a sobresalir las voces de las personas, dando cuenta de su existencia, de su aporte a la constitución de lo que es esta ciudad.

Sonidos de y para todo el mundo Se puede ver que cada zona en la ciudad tiene su gente y sus sonidos, así como sus olores. Uno puede identificar en el centro la calle Veinte con Octava y Novena por el olor a pescado: se consigue crudo y cocido. Se escuchan los promotores de los restaurantes donde su especialidad es el pescado. Cada zona con su gente: la gente del parque Simón Bolívar, por ejemplo, vive en paz y en frenéticos conciertos. Allí se encuentran quienes se ofrecen acomodarlo a uno en una mejor posición para vivir el concierto más cerca, se encuentra el vendedor de boletas, con su sobrecosto, el de bolsas de agua, los que venden licor y drogas camufladas. Cada quien opina cómo le fue en el concierto: “Eso estuvo feo”, “los artistas nos hicieron esperar”. Están a quienes no les gustó nada, quienes creen haber perdido el dinero, que la gente no se sabe comportar. Hay quienes salen con sueño, con hambre, con pereza, aburridos, pensando que hubiese sido mejor quedarse en casa. Se quejan porque el artista no cumplió, porque el artista está viejo y barrigón, que no canta bien. Aseguran que “la gente debería invertir la plata en otra cosa, es que la gente no sabe en qué gastar la plata: hubiera salido mejor echar esa plata a la basura, y con esas boletas tan caras”, o que “esos músicos son muy lindos pero poco inteligentes, y la cabeza la deberían utilizar para algo diferente a ponerse una gorra”, incluso que “la organización estuvo mala, no respetaron la fila”, “hay gente muy sucia, todo olía a sobaquina”. Como para volverse loco, pues en los mismos conciertos se escuchan a los que todo les pareció bien: “son muy buenos artistas, se mueven muy bien, y cantan como los dioses”; “ése sí es un verdadero artista”, “debe ser ateo(a) porque


no está como Dios manda sino como él (ella) quiere”, “papito, capullo, yo quiero un hijo tuyo”, “quién fuera agua para calmarte la sed”, “qué envidia me da esa camiseta que puede estar pegadita a ti”. Y muchos que piensan que fue una buena inversión, que deberían traer más artistas como ellos al país, que nunca habían estado tan felices en su vida.

Si se trata de actividades recreativas y deportivas, se encuentran a los vendedores de frutas, ensaladas y jugos, de algodones de azúcar, el vendedor de sorpresas, inflables y juguetes, las obleas y el quiosco que tiene variedad de sándwiches y hasta almuerzos. Se puede buscar el postre dentro del Parque, o salir por la carrera Sesenta en donde hay una gran variedad de locales cuya especialidad son los postres. Cada día festivo se encuentra un trancón monumental; se oye a la policía tratando de evitar el estacionamiento de vehículos y haciendo movilizar los autos. Esos días se instala en el parque una tarima, que al igual que en el Parque Nacional o en cualquier otro parque de la ciudad, es ubicada para adelantar jornadas de ejercicios aeróbicos, acompañados de una música seleccionada para la ocasión que incita a unirse a ésta jornada. También se puede encontrar en los alrededores del Parque Simón Bolívar, el vendedor de arte ofreciendo sus bodegones o cuadros de caballos, un vendedor de piscinas inflables y también el que vende sillas en lona y forradas en bonitos colores. Aunque, si de la noche se trata, también se organizan, al igual que en la Torre Colpatria, espectáculos de juegos pirotécnicos manejados por manos expertas y que producen explosiones que dibujan en el cielo diversas figuras en esplendorosos y llamativos colores.


También están las voces de los deportes en los barrios y viene a mi memoria un barrio en particular: el barrio Potosí, de la localidad 19 de Ciudad Bolívar. Como en muchos otros barrios de Bogotá el deporte es una actividad que algunas personas realizan día a día, otras los fines de semana (sábados y domingos) y algunos sólo en festivos. Sin embargo, nunca falta un grupo de personas que, inclusive en las noches, realiza una actividad deportiva. Y conversan: - “El deporte es bueno para la salud”. - “Hacer deporte me mantiene bien”. - “No, parce, yo llego del trabajo y salgo a echarme un partidito de micro para desestresarme”. - “No, compa, yo no salgo en las noches porque hay muchos muchachos que no sólo vienen al parque a jugar sino a meter vicio”. - “Hay grupitos que antes de jugar se meten su cachito. La policía debería cogerlos y llevárselos”. - “Qué va, esos chinos son abejas, apenas ven que viene la moto, se van o esconden esa vaina y aunque a veces los requisan nunca les encuentran nada”.

Se les escuchan sus opiniones sobre los lazos y circunstancias que surgen en torno al deporte: “Oiga, pero eso de los campeonatos sí es bueno, porque de esa manera los niños, niñas, jóvenes e inclusive adultos, utilizaríamos mejor el tiempo libre. Claro, y tan delicioso que es echarse una pola después del partido”. - “Venga hagamos el picao y apostemos la gaseosa; no, vamos de a mil cada uno”. - “Ah, no sea garulla, pongamos de a quini y si es el caso pues jugamos la doble”. - “Listo, vamos. Sí, pero casemos porque ustedes son severos faltones; cuando pierden no pagan y lo dejan a uno metido”.


- “Ah, no sea marica, usted sabe que yo le respondo. Todo bien, loco, nosotros le respondemos”. - “No, ñero, mejor casémosla para que no tengamos problemas, dejemos que alguien tenga la plata y se la entregue al que gane”. - “Ya, está bien, démosle la plata a estas garbimbas. Listo, juguemos a cuatro goles, no, a dos porque hay más equipos”. - “No, qué va, juguémosla a cuatro sin alargue. Bueno, sale, a cuatro muere”.

Jugando el partido gritan: “¡Échala pues, que no estás jugando solo!”; “No, ¡éste man se come ese gol con el arco a su disposición, era más fácil meterla que botarla!”; “No, va tocar cambiarlo”; “¡Usted sí es tronco!”, “Corre más un marica en chanclas”. Las barras en un partido oficial alientan: “¡Hágale, hágale…mijo! No se la deje quitar”; “¡Péguele, péguele…péguele de ahí!”, “¡Huy, se lo tapó!”; “Ese arquero es bueno, voló de palo a palo”; “No, qué va, lo que pasa es que está de buenas”; “¡No! Yo creo que rezó ese arco. Ya ha tapado varios tiros de gol”.

Entonces se escuchan las voces masculinas: “Oiga, aquí es bueno cuando juegan las viejas. Eso se ve de todo. Buenas piernas, buenos alimentadores, unos culi… ricos. Pero dan más pata que un paquete de menudencias. Sin embargo, es gracioso ver cómo juegan las mujeres”. Y las voces de padres de familia: “A veces dejo salir a los muchachos pero con el temor de que se dejen influenciar de alguien y se pongan a consumir vicio o se desvíen del camino correcto. ¡No!, pero sí es bueno que lo deje hacer deporte, ¡para que juegue en Millonarios! No en esa chucha, si va a jugar que juegue para Santa Fe o para la Equidad, pero no para esa chucha, o si no por lo menos cuando usted venga, lo trae, con eso le pone cuidado”.


En el Estadio Nemesio Camacho “El Campin”, y en medio del fanatismo, se encuentran los uniformes con las camisetas del equipo de preferencia, los gorros y las bufandas, la venta de boletas revendidas para el partido, el puesto para que parqueé el automóvil, la moto o la bicicleta en plena calle, o el alquiler de parqueaderos de las casas vecinas al estadio para motos y bicicletas, la venta de banderas, los refrescos helados y las paletas. Cuando termina el partido aparecen las grandes filas para la compra de pasajes para el TransMilenio, los pinchos, las mazorcas, y no puede faltar el licor para celebrar; si se trata de un clásico, es ineludible la gran cantidad de policía en todas las presentaciones tratando de organizar el tránsito y evitando que ocurran enfrentamientos entre barras las bravas.

Otro escenario se encuentra en la Central de Abastos. Allí, los gritos de los coteros, los camioneros que hacen sonar pitos y cornetas para pedir paso, los comerciantes que hacen transacciones a todo pulmón, los vendedores de comida que ofrecen el desayuno bien trancado, los de las rifas, todos ellos recorren a diario la Central con megáfonos repitiendo una y otra vez sus pregones. Los de las rifas pasan anunciando que “el número ganador fue el 32, vendido en la bodega 14, al comerciante de plátanos y pagado a su representante; hoy el premio es de diez millones de pesos que se sortearán en presencia de todos a las diez de la mañana frente a la entrada de la bodega 3”. También se encuentra quien va ofreciendo los overoles de puesto en puesto, la cadena que se encuentra haciendo entre propietarios de puestos o entre coteros, hay quienes ofrecen ropa o zapatillas supuestamente de marca y para que se la vayan pagando semanalmente. Los sonidos más cercanos a la Central de Abastos quizá se encuentren en la Plaza de


Mercado de Paloquemao, en donde también lo llaman por altoparlante al propietario del vehículo de placas APJ 5…, porque su vehículo presenta novedad.

Pero en la Séptima se pueden encontrar las más grandes concentraciones de personas de Bogotá, gritando “¡Libérenlos…libérenlos….Libérenlos ya!”, o están los empleados oficiales pidiendo que deroguen tal Decreto o a los maestros pidiendo que les paguen sus salarios atrasados; también encontramos marchas de desplazados, de personas con discapacidad, de ahorradores de DMG, de las centrales obreras de trabajadores o de la población LGBT haciéndose visibilizar y mostrando sus coloridos vestuarios y pidiendo que se les reconozcan sus derechos y se les respete. La Séptima ha sido escenario de muchos eventos deportivos como la media maratón, la etapa de la vuelta a Colombia, la exhibición de carros Fórmula 1; en ella se han hecho exposiciones de carros antiguos y de motociclistas. Los domingos se convierte en ciclovía y una vez al año acoge la Caminata de la Solidaridad. Es uno de los lugares en los cuales se realizan las presentaciones del Festival Iberoamericano de Teatro, los desfiles de comparsas en la celebración del cumpleaños de Bogotá. Todos los imponentes sonidos producidos por tambores, cornetas y quienes marchan erguidos, nos hacen brotar el patriotismo hasta hacernos vibrar de alegría el corazón en los desfiles organizados para conmemorar un aniversario más del grito de Independencia cada 20 de julio por las Fuerzas Armadas, siempre acompañadas por el sonido de la flotilla de aviones y helicópteros que pasan raudos y estratégicamente. Aunque a diario podemos encontrarnos en la

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hora del cambio de guardia en la Casa de Nariño por parte del Batallón Guardia Presidencial, o cuando algún personaje internacional se encuentra de visita en nuestro país.


También se encuentran todos los sonidos de un Séptimazo al finalizar cada viernes, con una gran cantidad de presentaciones musicales a lo largo y ancho de la carrera Séptima, en donde tienen cabida toda clase de grupos que no tienen un gran nombre en la capital y de recreadores que organizan toda clase de recreación que incita hasta las personas mayores a saltar lazo o jugar un partido con globos cargados de agua, o se realiza una representación teatral con el tema que se encuentre trabajando la administración distrital. Es posible encontrar los viernes en que no hay una programación especial, una invasión de vendedores ambulantes, que hasta riñas y escándalos producen porque se creen dueños del pedazo de vía que han colonizado, en donde se consiguen armas de colección, gafas deportivas a tres mil pesos, cauchos y hebillas para el cabello, celulares de segunda y libres para cualquier operador. Se ven los indígenas de países vecinos vendiendo suéteres, ruanas y toda clase de tejidos, seguramente elaborados manualmente por ellos mismos. Se encuentran los vendedores de reliquias, de cachivaches viejos, de discos de la época de upa y de colección en general, que ahora ya no se encuentra donde escucharlos; cada cuadra tiene sus propios vendedores y un mercado especializado. Todos con sus voces y todos con sus sonidos.

Bogotá, la ciudad de los sonidos, alberga una multiplicidad de expresiones en las cuales se puede reconocer la conformidad o la inconformidad con la realidad que se vive, así como también la expresión del jolgorio. Las voces de las personas dan cuenta de su relación con la ciudad: la aprecian y la desprecian, la disfrutan y la hacen disfrutar. Los sonidos que la ciudad alberga en sus momentos de celebración tienen su sustrato en las personas que buscan expresar su alegría de vivir, su gusto por la tierra en que nacieron, por la tierra en la cual habitan.


El tiempo del ruido y de la muerte Lo primero que percibí cuando llegue al aeropuerto Eldorado fueron los elevados decibeles producidos por los aviones. El aeropuerto era una barahúnda de palabras, algunas de ellas en idiomas extraños, pero que me indicaban que era gente feliz por muchos motivos. Había muchas personas tristes también, porque habían llegado a recoger los restos de un familiar, amigo, conocido, o venían a visitarlos puesto que se encontraban detenidos. Mis primeros meses en Bogotá fueron los últimos para mi residuo visual. Un médico de turno quiso obligarme para que me dejara inyectar una medicina de la cual nunca supe su nombre; luego me exigió que desocupara la cama en la que estaba. El resultado fue que el médico tratante, después de leer el informe pasado por el médico que me inyectó, me llamó a descargos, me evaluó y me cambió totalmente los medicamentos que me producían muchas molestias.

Los sonidos de Bogotá de esa época, los puedo definir como grises, a diferencia de estos tiempos que tienen en mi imaginación muchos matices. Fue en esos años cuando los ruidos de la ciudad me recordaron lo que cuentan las crónicas del tiempo del ruido. El 6 de diciembre de 1989 estaba en la clínica; era la hora del desayuno cuando se sintió un pavoroso estruendo, cundió el miedo, el pánico y el nerviosismo. Todos nos preguntábamos por lo que había pasado. Tal vez de manera jocosa, pero en medio de su miedo, uno de los compañeros expresó: “Parece que se cayó Monserrate!”. Otro de ellos dijo: “¡Nooo, qué va! ¿Cómo se le ocurre?”.

Acto seguido escuché la voz de la hermana Laura, la enfermera de turno, quien preguntaba si nos encontrábamos bien. En medio de mi oscuridad, suponía, que


entre videntes se cruzaban miradas de interrogación sobre lo que estaba sucediendo. La hermana Laura se me acercó, me puso su mano en el hombro, ya que yo era la única persona que no veía en éste cuarto y me preguntó: “¿Cómo estás…? ¿Te encuentras bien?”. La noté muy preocupada. Le respondí que estaba bien y ella continuó su marcha procediendo a visitar el resto de habitaciones. “Por la radio dicen que estalló una bomba en el edificio del DAS”, dijo ella antes de continuar su inspección por todos los cuartos. El más silencioso de los pacientes dijo: “Esos hp de la droga, con toda su plata van a acabar con la gente y con todo”. Entonces, dije: “Los carros bomba. Los malditos carros bomba. Conseguir todo el dinero del mundo para dejar tanta gente muerte o lisiada”.

El estruendo por el carro bomba del DAS fue el preludio de muchos carros bomba que se escucharon en Bogotá los siguiente tres años, dejando toda una secuela de muertos y heridos. Pero no era solo el ruido de los carros bomba. También estaba el ruido de toda clase de armas muy sofisticadas, de motos de alto cilindraje, de lujosas camionetas 4X4 con las que se segó la vida de gente importante como Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán Sarmiento, Enrique Low Murtra, Carlos Pizarro Leongómez, Bernardo Jaramillo Ossa, Guillermo Cano Isaza, Jorge Enrique Pulido, y muchos otros que fueron silenciados por culpa del ruido de las balas asesinas en una ciudad que, al igual que en “los tiempos del ruido”, andaba temerosa de los estruendos que podían acabar con la vida de muchos inocentes, como en efecto ocurrió en centros comerciales, puentes y calles céntricas.

No es posible olvidar esos fatídicos días del 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando ocurrió la toma al Palacio de Justicia. Se escuchó el estallido de cañones, fusiles y


metrallas contra el edificio. Quienes se encontraban en su interior y en sus alrededores escucharon continuamente las sirenas de patrullas de las autoridades, bomberos y ambulancias, y no fueron sino ochos días los que separaron éste evento de una gran transmisión que se pudo escuchar en cualquier radio o estación de televisión: fue la noticia que nos hizo quedar grabada en la memoria la figura de una indefensa criatura, la niña Omaira en la avalancha del Nevado del Ruíz, en esa tragedia en Armero, imagen que recorrió el mundo entero. Así, la tristeza también se encuentra en los sonidos de la ciudad. Existe el riesgo del dolor y de la tragedia, muy probablemente porque no sabemos escucharnos. Esos ruidos que a veces pueden causar temor deberían cesar para que los sonidos de la alegría y del jolgorio pudieran retumbar con mayor fuerza, llevando consuelo a todos los que puedan necesitarlo.

La ciudad de los sonidos La cuidad de los sonidos, esto es para mí Bogotá: sonidos de vida, sonidos de la gente que busca sobrevivir. Escucho sus alegrías, sus angustias, sus llantos, sus disgustos; puedo distinguir las palabras amables de las que son el preludio a una agresión. Aprendí a moverme por la ciudad, entre sus gentes y con sus gentes, con todos sus sonidos y ruidos; aquí escuche los llantos de mis nietos, las voces de muchos amigos, algunas voces que se han ido y otras que son nuevas. Son sonidos que hablan de la espera y de la esperanza, de la tristeza y el jolgorio, del presente y de la historia. Voces y sonidos que constituyen a la ciudad, que la tejen y la destejen, que la hacen habitable y atemorizante. Son el mundo por el cual transito, y por el cual muchos otros transitan mientras dejan sus huellas. Cuando llegué, vi y escuche a un acordeonista ciego, en la carrera Séptima; y durante todos estos años


le escuché de cuando en cuando sus melodías: canciones mexicanas y su himno “La Canción del Barrilito”; él ya no está en su lugar de la carrera Séptima. Sirvan estas palabras de homenaje para él y su acordeón.

Bibliografía. AA.VV. 2007. Bogotá años 40. Bogotá: Revista Número. AA.VV. 2007. Bogotá años 50. Bogotá: Revista Número. Castro, Beatriz. 1996. Historia de la vida cotidiana en Colombia. Bogotá: Norma. Claver Téllez, Pedro. 1988. Biografía del disparate. Bogotá: Planeta. Ibáñez, Pedro. 1991. Crónicas de Bogotá. Bogotá: Tercer Mundo. Londoño, Santiago. 1989. “Vida diaria de las ciudades colombianas”. En: Nueva Historia de Colombia. Bogotá: Planeta. Pérez P. Marpia Cristina. 2009. Historia de la vida privada de Colombia. 2 volúmenes. Bogotá: Taurus. Zambrano, Fabio. 2002. “De la Atenas suramericana a la Bogotá moderna”. En: Revista de Estudios Sociales. Febrero 2002. Bogotá: Universidad de los Andes. 1989. Nueva historia de Colombia. Editorial Planeta.


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