Los sonidos que resisten: Identidad y patrimonio en los paisajes sonoros de las plazas de mercado

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Los sonidos que resisten: Identidad y patrimonio en los paisajes sonoros de las Plazas de Mercado en Bogotá

Camilo Andrés Moreno Hernández

“¿TE SUENA BOGOTÁ?” Premio de ensayos críticos sobre los sonidos de la Capital 2010 Te suenan sus lugares

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Una ciudad no se constituye únicamente por sus límites: los espacios en los cuales se entretejen su cotidianidad y sus relaciones culturales más elevadas fundamentan el devenir de su historia y su identidad. Los paisajes sensitivos en los cuales sus habitantes son espectadores, actores y fundamento, se nutren de un sinnúmero de elementos que hace único al paisaje citadino. El sonido es un elemento olvidado en los espacios de una urbe, sin embargo está presente en cada uno de ellos. Este elemento al igual que otros componentes de la cultura y la vida social sufre de omisión, olvido y de una inconsciente transformación. La unidad cultural que pueden representar se diluye por el afanoso pasar de los días. Por ello hablar de patrimonio sonoro en Bogotá, una ciudad cuya historia se ha matizado por sus raíces indígenas, los tiempos de la colonia y sus constantes procesos de modernización, resulta una tarea interesante para quienes tratan de conceptualizar la identidad de una urbe insertada en dinámicas globales de transformación y transculturación. Bogotá hoy en día se ha convertido en una de las ciudades más importantes de Latinoamérica, por sus múltiples posibilidades turísticas, comerciales, gastronómicas, entre otras, además, su diversidad étnica y cultural la posiciona como un punto en el que convergen diferentes elementos culturales de la nación. No obstante esta ciudad debe ser reconocida también por su legado histórico reflejado en espacios concretos que se constituyen también como lugares simbólicos, en vista de las percepciones culturales que se entretejen entorno a los mismos. Dichos espacios no solo nos hablan de las transformaciones arquitectónicas o del concepto de “antigüedad” que se manejaba en la primera mitad del siglo XX para referirse al patrimonio; estos se establecen como documentos vivos que dan cuenta de manifestaciones, prácticas, valores, formas de relacionarse con el medio natural y cultural. Entre ellos, y en la actualidad, algunos se han visto relegados por los cambios en las formas de ordenación tradicional debido al intenso proceso de globalización que enfrentan las ciudades catalogadas como del tercer mundo, ocasionando un desarraigo de los modos tradicionales de comunicación, de las relaciones económicas, así como de los paisajes


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culturales propios, las percepciones y representaciones del mundo o de la realidad local. Algunos de los sitios que han acompañado la historia de Bogotá, que han consolidado formas propias de relacionarse entre los ciudadanos, con el medio natural, con lo espiritual, y que ha definido espacios sonoros particulares generadores de un sinnúmero de formas de interacción afectiva, de aprendizaje, económicas, políticas y de género, son justamente las plazas de mercado tradicionales de la ciudad. Éstas han acompañado a la capital desde antes de su fundación, propiciando un lugar en el cual se construyeron valores simbólicos a través de las relaciones allí establecidas. A lo largo del tiempo han sufrido diversas transformaciones en su aspecto físico y en la interacción que mantienen con la sociedad. Sin embargo, en la actualidad recobran una gran importancia por sus dinámicas comerciales y por la carga histórica que aún hoy en día configuran a la ciudad. A pesar de que las actuales plazas de mercado no son en su totalidad las plazas de la colonia y del siglo XIX, hay algunas que sí conservan sus ubicaciones o sus estructuras. Además, las primeras se configuran como espacios tradicionales del comercio capitalino, ya que, desde un punto de vista histórico, habría que resaltar su antigüedad y con ello las marcas que han impactado en las costumbres y las relaciones de la sociedad bogotana. Por ello encontramos en estas plazas la posibilidad de rescatar y construir la identidad colectiva de la ciudad, así como de realizar una lectura consciente de lo que significan estos espacios como paisajes sonoros propios del desarrollo histórico de la urbe. De esta manera, presentaremos una descripción de las plazas de mercado tradicionales de la ciudad de Bogotá, con el fin de resaltar el paisaje sonoro que éstas constituyen. Luego, abordaremos algunas nociones entorno al patrimonio cultural, y algunas de sus sub-categorías, para develar los elementos culturales que presentan estos ambientes sonoros poco explorados, dignos de ser preservados.


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Inexplorados paisajes sonoros: Las Plazas de Mercado en Bogotá

La ciudad es un conjunto de sonidos, de ruidos, vibraciones y músicas que provienen de su espacio natural, sus habitantes y de los objetos que con ellos interactúan. Cada espacio de Bogotá agrupa diversos elementos que permitirían hablar de la existencia de múltiples paisajes sonoros. Estos últimos pueden ser entendidos como la expresión acústica de un lugar determinado, en el cual se entretejen significados y significantes de los espacios, a través de las sonoridades particulares de estos. Según Andrea Polli, el paisaje sonoro es: “la manifestación acústica del lugar, los sonidos dan a los habitantes un sentido del sitio y la calidad acústica del área [sic] toma la forma de las actividades y el comportamiento de los habitantes. Los significados del lugar se crean a través de la interacción entre el Paisaje Sonoro y los oyentes. Es una clase de improvisación” (2009, pp. 47). Es importante resaltar que los paisajes sonoros interactúan con las personas que confluyen en estos y por ende se modifica con las acciones y comprensiones del medio ambiente auditivo. En el cúmulo de diversos contextos sonoros que se pueden engendrar en la urbe, sin duda, algunos se hacen más representativos que otros. La forma de discernir su relevancia para la ciudad se puede tomar desde diferentes puntos de vista. En un primer momento, existen espacios que por su intensidad sonora, alcanzan decibeles tan altos que opacan la presencia de otros ambientes existentes simultáneamente, como es el caso del tráfico en las calles. Luego, podríamos considerar algunos lugares a los cuales la cotidianidad y las costumbres de la nueva ciudad (que siempre está cambiando), les otorga un lugar privilegiado en la escucha y los imaginarios de sus habitantes; aquí podríamos ubicar sitios como los bares, las iglesias, los espacios deportivos, los centros comerciales, entre otros. Sin embargo, habría un tercer grupo de ambientes sonoros que revisten una importancia que no siempre se resalta, estos poseen un carácter histórico y patrimonial que pocas veces es considerado. La construcción sonora de estos últimos se ha dado en torno a procesos de formación de la identidad citadina, en medio de las reelaboraciones de su cotidianidad a lo largo de su historia.


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Como hemos dicho, las plazas de mercado han acompañado a la ciudad desde antes de su fundación. La comunidad indígena que habitó estos territorios, conocida como los Muiscas, se reunía entorno a mercados para realizar intercambios de diferentes recursos necesarios para la supervivencia. María Mercedes Ortiz y Marcela Quiroga, nos cuentan que “[d]istitntas crónicas documentaron la existencia de mercados entre los muiscas, en el sentido de encuentros públicos donde se llevaba a cabo intercambios de productos que reflejaban la existencia en la sociedad de especializaciones regionales y locales […]. Impresionó a los cronistas su capacidad de comerciar, el número de sitios de mercado, así como la frecuencia con que estos se llevaban a cabo en algunas localidades, atestiguan la importancia del comercio entre este pueblo” (1997, pp. 9). Justamente, estas prácticas son el legado de una estructura comercial que se puede evidenciar en la actualidad en nuestra ciudad y que se ha consolidado a través de los años, como lo veremos a lo largo de este primer apartado. Con la llegada de los españoles dos grandes plazas regularon el comercio en la época de la colonia; la primera fue la plaza conocida como “de las yerbas” ubicada en el actual parque Santander. El texto Historia de Bogotá. Conquista y Colonia, nos cuenta que allí se realizaban mercados de manera periódica y con bastante actividad. La segunda, la plaza Mayor de Santafé, se convirtió en la más importante del período colonial. Allí se llevo a cabo los días viernes el mercado más grande de la ciudad. El mismo texto afirma: “Eran días de gran agitación y movimiento en los que llegaba a triplicarse la población de la ciudad. El primer acto era la misa, y luego empezaba el vértigo de las transacciones, compra y venta y negocios de toda índole” (2007, pp. 177). Esto nos permite pensar en la gran importancia de dichos espacios como lugares de socialización y su relación con las creencias religiosas, además de acercarnos al contexto sonoro de la época. Bayona Posada en el texto El alma de Bogotá afirma que en la plaza de mercado asistían “los criollos de tez blanca y sonrosada, los mestizos de color moreno, los indios amarillentos, los mulatos de tez oscura y los negros” (Páramo, 2006, pp.121). Esta diversidad racial nos indica la presencia de diferentes formas culturales al interior de estos importantes centros de comercio, de la cual se puede intuir la generación de una


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hibridación social que permearía el ambiente y las expresiones que estos espacios encerraban, y sin duda el paisaje sonoro. También, es importante aclarar que en la Colonia tardía, plazas como la de Las Nieves y la de San Victorino sirvieron como lugares en los cuales se establecieron mercados periódicos. Otro elemento importante que permitiría analizar la construcción de un contexto sonoro propio de estos sitios es la disposición física de sus partes. En el texto Historia social situada en el espacio público de Bogotá desde su fundación hasta el siglo XIX, los autores nos ofrecen una descripción de las plazas de mercado en esta centuria: Los puestos de ventas se distribuían en cierto orden en la Plaza Mayor, sin ser esto absoluto en forma alguna. Este hecho era facilitado por la forma en que estaba empedrada la plaza: cuatro diagonales, formadas por piedras, salían de la fuente o de la estatua de Bolívar hacia las esquinas, formando así cuatro triángulos. Sobre cada uno de ellos se colocaban los puestos de acuerdo con las características de los productos. En el uno estaban los matarifes: vendedores de carne, tocino, manteca y una especie de salchichas que llaman longanizas; en otro los campesinos con sus diversos artículos como arroz, maíz, trigo, batatas, cebada, yuca, plátanos, carbón, limones, manzanas, zanahorias, piñas, melones, etc. Aquí se ofrecían también flores. Se veían en la tercera sección gallinas, pavos, palomas, y aves de caza. La cuarta estaba llena de productos ya nombrados de la industria nacional, entre los cuales figuraban, en primer término, unas telas ordinarias de lana o algodón fabricadas en las provincias cercanas y que se empleaban para ropa de las clases inferiores (2006, pp.122). La disposición de estos elementos condicionaba el ambiente de la plaza: la arquitectura, hasta cierto punto, establecía la ubicación de los comerciantes y de sus productos; la ubicación de estos últimos, configuraba los sonidos que en los días de mercado se producían en el ambiente. Un breve ejercicio de imaginación nos ofrece un panorama único: las voces de personas venidas de distintos lugares y de distintas clases sociales, los sonidos de los animales, los gallinazos merodeando por los alrededores, los niños jugueteando, las voces del constante regateo entre vendedores y comerciantes. Y si la imaginación no alcanza a cruzar las barreras que el tiempo ha


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trazado, bastará con acudir a una plaza de esta época para apreciar un ambiente muy cercano. Karl August Gosserman, nos permite sustentar esta idea: “[T]odos los días se vive el jolgorio del mercado en la plaza, que en general no se diferencia de los ya conocidos, aunque sobrepasa en tamaño, mercancías y personas a los que he visto. Se dice que en él se venden más de diez mil piastras al día” (Escovar, 2004, pp. 368). Al contrastar la descripción que Gosserman hace de las plazas en la primera mitad del siglo XIX con las actuales, se puede ver una semblanza que perdura. Hacia 1864 ocurre un suceso trascendental en la historia de las plazas de mercado y de la ciudad: se inaugura la plaza de La Concepción. Su apertura marcó la desaparición definitiva del mercado cada viernes en la Plaza de Bolívar, imponiendo nuevas reglamentaciones en torno a la salubridad. Otro de los cambios fundamentales que implica la apertura de la plaza es el paso de las estructuras al aire libre a una edificación techada, cerrada y condicionada únicamente para las actividades que estos tipos de mercado producían. Un testimonio de esta transformación nos es dado por el suizo Ernst Röthlisberger en su texto El Dorado: “El mercado se halla establecido bajo grandes cobertizos y está en bastante buen estado de limpieza, pero se echa en falta a los gallinazos, que se encargarían de acabar con todas las sobras y desperdicios” (1993, pp.136). Estas nuevas estructuras generan una transformación en las condiciones acústicas de los espacios, agudizando la percepción de los sonidos en estos paisajes sonoros. Si antes los sonidos se dispersaban por el aire y compartían su espacio con otras melodías citadinas que los soslayaban –los gritos de los voceadores, las conversaciones, los pasos de los transeúntes y el ruido de los coches–, ahora las risas, las ofertas y las conversaciones de comerciantes y compradores, se encontraban encerradas en un espacio que las hacía más intensas. Durante el siglo XX las transformaciones continuaron. Las dinámicas comerciales de la ciudad engendraron diversos cambios en las plazas de mercado. De un lado, la gran expansión de la urbe hacia el occidente, el sur y el norte –en períodos escalonados de tiempo–, generó una descentralización de los espacios de abastecimiento de alimentos. Además, los procesos económicos a nivel mundial crearon nuevas formas de comercio


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que se han instalado en la ciudad de manera progresiva; esto, generó que las plazas de mercado hayan cedido algunos de sus espacios a los almacenes de cadena. Sin embargo, estos procesos no han podido acabar con la existencia de las plazas. En la actualidad hay 44 plazas de mercado en la ciudad, de las cuales 19 se encuentran bajo el control del Distrito. No obstante, algunas, como la plaza de Las Nieves y la de Paloquemao, siguen en funcionamiento sin este control, sin que por ello no tengan la misma importancia patrimonial para la ciudad. En las plazas de Bogotá reposa un paisaje sonoro propio, que se ha construido a lo largo de la historia y con un sinnúmero de procesos sociales que facilitan su pervivencia. Por ello, éstas pueden ser catalogadas como tradicionales. Esta característica también debe ser entendida en dos sentidos: el primero, en cuanto a la antigüedad de sus espacios físicos, y el segundo, en tanto que conservan y transmiten unas prácticas culturales establecidas. Sobre el aspecto arquitectónico, es importante señalar que si bien no todas han sido declaradas como patrimonio material de la nación, conservan estructuras que tratan de ser usuales para este tipo de comercio. Por otra parte, las prácticas culturales que en estos sitios se establecen, se ven reflejadas en dinámicas mercantiles tradicionales que abarcan el comercio de productos específicos y una forma particular de agremiación. En las plazas de mercado se da la venta de productos alimenticios de primera necesidad (granos y otros frutos agrícolas provenientes de diferentes lugares del país, carnes y lácteos), la oferta de elementos artesanales (como canastos, tinajas de barro, entre otros), espacios de restaurante que funcionan para el desayuno y el almuerzo con sazones particulares de la comida colombiana, y la congregación de diferentes comerciantes, propietarios de los diferentes puestos. Estas condiciones se hacen habituales de estos espacios y no se conservan en otros puntos de comercio como los almacenes de cadena o supermercados de víveres en los barrios, ya que en estos ocurre que se excluye la venta de algunos productos alimenticios, el comercio de artículos artesanales, o bien, no se conservan las dinámicas de agremiación y asociación propias de estos lugares tradicionales de comercio.


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Ahora bien, estos elementos tradicionales ayudan a configurar las relaciones y dinámicas que se establecen al interior de estos lugares. La organización espacial, las relaciones mercantiles y la vida cotidiana se ven impregnadas por estas características. Así, no sólo el espectro de lo visible en las plazas de mercado se sustenta en unas dinámicas culturales que le son propias, sino que también, los paisajes sonoros de estos sitios se ven condicionados, influenciados y propiciados por éstas. A continuación, realizaremos un abordaje de algunos elementos en cinco de estos espacios de comercio, con el fin de establecer el panorama del ambiente sonoro que en ellos se genera, y corroborar que dichos ambientes pueden agruparse bajo una categoría que permita hablar de un paisaje sonoro de las Plazas de Mercado de Bogotá, patrimonio cultural inmaterial de la ciudad. La plaza de Las Cruces, creada en 1928 para agrupar a los comerciantes del sector, se ubica en lo que en un tiempo fue una iglesia. Frases como “ ‘Caballero lleve el hartón para el sartén de la señora’, ‘Señorita coja su papaya y sáquele jugo’… O que lanzan el ‘¿Y hoy qué me va a llevar?’ como si los productos fueran algo de sí, ese sí mismo profundo vestido de pañolones y delantales” (Morales, 2006, pp. 77), son usuales en este mercado. Son voces que expresan alegría y jolgorio, voces características del trabajador bogotano, voces que muestran la disposición al servicio, al regateo, a que todos ganen. Dichas voces se elevan en el aire en medio de las ventas de pescado, frutas, hierbas, legumbres, retumban contra las paredes y los altos techos de esta vieja catedral que ahora alberga los asuntos de un tipo de negocios menos religiosos, pero no por ello menos espirituales. En la calle 42 S N° 81 A – 50, se ubica la plaza de mercado distrital de Kennedy, inaugurada en 1971 por Misael Pastrana Borrero: “al ingresar a esta plaza de mercado, nos encontramos una familia de comerciantes, personas amables y buenos anfitriones, que en su mayoría se conocen desde hace más de 30 años, tiempo de existencia de esta galería comercial[…] hoy, todavía son vistos los restaurantes del lugar y los locales donde se consiguen hierbas curativas, las raíces necesarias para la preparación de un « cocido boyacense »” (Info15, Nº 6, 2002, pp. 11). Por doquier, y a la par que el consumidor o el visitante va avanzando, saltan a un mismo tiempo las voces que dicen


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“A la orden, a la orden”, que invitan a comprar los productos más frescos, los alimentos tradicionales de la cocina colombiana. En el occidente de la ciudad, la plaza de mercado de Paloquemao aparece entre los aromas de hierbas y flores. Desde las seis de la mañana es usual escuchar el sonido de las emisoras que dan la bienvenida a un nuevo día, y a los transeúntes que vienen hasta allí para aprovisionarse de los diferentes productos que en el lugar se ofrecen. En uno y otro punto se escuchan las voces de quienes preguntan: “¿Qué puedo tomar para la gastritis?”, “¿A cómo el tomillo?”, “Vecina, ¿tiene hinojo?”. El paisaje sonoro de la plaza se llena de las voces que preguntan y recomiendan hierbas medicinales. Allí, el movimiento del sonido se hace evidente: en el suelo se sienten las vibraciones de los novecientos puestos que exhiben gran parte de los productos agrícolas que el país ofrece. En el trasegar del día se escuchan las voces que relatan sus vidas en la plaza y los acontecimientos más importantes, como los bautizos, los matrimonios, las primeras comuniones. El ambiente sonoro se llena de voces que conversan. Hacia el sur de la ciudad, se erige la plaza de mercado del Restrepo, construida en la década de los años 70. En sus dos plantas y sus 14000 metros cuadrados conviven los sonidos que se producen por los coteros que entran en las mañanas apresurados por las labores cotidianas, las puertas corredizas que se suben y se bajan en los momentos de la apertura o del cierre, los sonidos de las voces que se confunden en un amasijo de ofertas y preguntas, de comentarios y de risas. El ambiente se encuentra poblado de emisiones radiales, de voces de niños, del aceite hirviente en las ollas de fritanguería en una de sus entradas. Y sobre todo, el controvertido sonido de los “pájaros y pajarracos de Bogotá: Todas las aves de corral, la gallina saraviada, el ganso, los patos, la pava, las codornices, cacatúas y perdices, pericos, loros y los más pequeños alados, los bengalíes que no son de la India sino del Tolima. A su lado toda suerte de peces ornamentales, y entre los mamíferos, cuyes, conejos, perros y gatos” (Morales, 2006, pp. 89). El 7 de Agosto, con sus calles llenas de comercio, acoge una plaza de mercado que cuenta con una historia de más de cincuenta años. Tras el incendio de los años 70, la plaza recibió una modernización que la hace un tanto similar a la mayor parte de las


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plazas distritales de la ciudad. El paisaje sonoro se llena de voces amables que ofrecen los productos: “¡A la orden!”, que preguntan: “¿Qué busca señora?”, “¿Qué va a llevar sardino?”, “¿Cómo quiere la ensalada?”. Sus cuatro fachadas presentan dos escenarios diferentes. Las del norte y oriente reciben los camiones cargados de alimentos. Allí el sonido de los frenos de aire marcan los ritmos de abastecimiento; el agua corre para lavar los bultos de papa criolla, confundiéndose su ruido con las voces de los que negocian en los almacenes de quesos y embutidos que cercan estas partes de la plaza. Por su parte, la sección del sur y el occidente, colinda con la carrera 24; el ruido del tráfico oculta, sólo por un momento, las voces y los ruidos que provienen del interior de la plaza. Entre las personas que comercian, se escuchan los granos al ser revueltos y al caer en las bolsas de la compra, los molinos de café y los platos de los restaurantes en el segundo piso de la plaza, el cual alcanza la extensión de un cuarto de la primera planta. Cada una de estas plazas cuenta con particularidades en sus sonidos. Sin embargo, podemos hablar de un paisaje sonoro que las integra a todas las plazas de la ciudad y que puede considerarse como patrimonio sonoro de la misma. En estos lugares se agolpan voces, ruidos, vibraciones y músicas que se integran y configuran un espacio de significaciones particulares de Bogotá, que los convierten en un ambiente sonoro único digno de ser preservado por sus habitantes. Desde las personas que se instalan en sus negocios para comerciar sus productos, se elevan las voces que ofertan, que invitan al consumidor, que tratan de persuadirlo, que le hacen brotar sonrisas: “Cuatro aguacates por dos mil”, “Siga, a la orden”, “Pescado fresco”, “Esta vecina tiene más plata que un cucho”. Son voces que cuentan historias, que hablan de sus días, de su vida en la ciudad y de la ciudad misma, de los sucesos que han marcado la historia de ésta. Voces que en medio del cansancio o del jolgorio cantan las canciones de moda, o que traen, con nostalgia, risas y lágrimas, las que fueron memorables en otros tiempos. Voces de mujeres que se escuchan en cada rincón del lugar: tonos particulares, recurrentes y mayoritarios en estos espacios. Acompañan e impregnan el ambiente con los timbres característicos de sus voces, con su amabilidad expresada en las frases que ofertan sus productos, que ofrecen su ayuda. “¿Qué le empaco, caballero?”, preguntan


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mientras los niños que llevan a sus trabajos se ríen, cantan o conversan en los intersticios de sus juegos. El aire se llena de diferentes textos sonoros que cambian: son las palabras habladas que se revisten de suma importancia. La oralidad se convierte en el fundamento de la interacción con los otros. Son ambientes en los cuales las emisoras radiales se escuchan desde muy temprano. El amanecer se da al calor de las noticias, de las voces usuales con acentos reconocidos: “¡Aleeerta, Bogoootá!”. El día avanza y la música de Radio Uno, Candela Estéreo, Tropicana, Radiorecuerdos, La Cariñosa, y otras, se convierte en el sonido de fondo en estos espacios. Suscitan la alegría, las ganas de cantar o de escuchar, la nostalgia, el recuerdo de las circunstancias presentes. Son la compañía de quienes esperan solos en sus locales la llegada de un comprador, y se quedan en los oídos y en los labios de los que entran aunque sea unos segundos. Suscitan sus conversaciones, las nutren de palabras, de adjetivos, de situaciones que hacen más ameno su oficio. Los animales en algunas de las plazas contribuyen a la formación de la acústica propia de estos sitios. Las aves de corral encerradas en algunos locales, junto con las mascotas para la venta, durante todo el día emiten sus sonidos entre los pregones. Los perros que merodean por los negocios, que pelean entre sí, cuando es el caso, profieren sin falta sus ladridos. Se encuentran las palomas migrantes que van picando el suelo entre sus arrullos, que baten sus sonoras alas cuando son expulsadas o al asustarse. Entre estos sonidos se intercalan los que producen los automóviles, que frenan o que inician sus recorridos en las entradas de abastecimiento, los bultos que se topan entre sí o contra el suelo (y las señales sonoras de los cargueros para pedir espacio en los senderos entre local y local), los guacales, el agua corriendo, los platos y los cubiertos que se chocan en los restaurantes, las ollas a presión, las sillas que se mueven, los cuchillos que cortan los productos o que le quitan las escamas a los pescados, las partes metálicas de las balanzas y el sonido de sus pesos al caer, los granos revolviéndose, el papel periódico arrugándose para conservar una hierba que se compra, el eco que se produce por la distancia que existe entre el suelo y el techo de muchas de estas edificaciones: ruidos, sonidos, vibraciones, señales que conforman un ambiente acústico particular.


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Marcas auditivas que se le presentan a quien ingresa a estos sitios. Cada elemento (la voz, la música, el sonido o las vibraciones de todas las cosas), se constituye como objeto sonoro 1, en tanto que en éste confluyen una huella sonora física, la impresión de quien la percibe, el surgimiento de una interrelación, de una interpretación de lo que se escucha y que permite reconocer la particularidad de cada sonido. Fragmentos que al unirse de súbito, en circunstancias y tiempos específicos, pueden ser tomados como ruido, un sonido que ha perdido su significación aparente. No obstante, este ruido, conglomeración de objetos sonoros simultáneos, no deja de comunicar ideas y percepciones. Basta con discriminar las fuentes sonoras y percibir las ondas vibratorias que a través del tacto (ubicado en toda la piel) se internan en la conciencia de los receptores que convergen en estos espacios, para imbuirse de las sensaciones y significados que viven en las plazas de mercado, los cuales dan cuenta de un enorme legado cultural preservado a través de los tiempos.

Identidad en las plazas: Patrimonio sonoro de la ciudad

Para Alberto Saldarriaga “el patrimonio de una ciudad es aquello que representa algo en la mentalidad ciudadana, sea por la memoria que alberga, por su representatividad histórica, o por el papel que cumple en la vida cotidiana” (2003, pp. 13). Dicha definición abarca no sólo el patrimonio en sus manifestaciones tangibles, sino que permite la reflexión en torno a las prácticas, costumbres, ritos y demás acciones que constituyen el patrimonio cultural inmaterial. La UNESCO en la “Convención para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial”, lo define como “los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas –junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes– que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural” (UNESCO, 2003). Este concepto nos permite centrarnos en un campo poco explorado en la ciudad

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Ver: www.archivosonoro.org, Definiciones en torno al patrimonio sonoro.


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pero que está íntimamente relacionado con las construcciones sociales y simbólicas de los ciudadanos. Cada sociedad construye relaciones y formas de entender el mundo propias de sus territorios; esto se evidencia en una serie de prácticas y costumbres que configuran sus identidades. Para Ramón Gutiérrez “[i]dentidad implica algunos conceptos esenciales, el primero de ellos, el de la pertenencia. La forma de relación de las comunidades con su propia cultura marcan claramente el eje de esa identidad, y si la identidad pretende ser abarcante y si la identidad busca en definitiva, comprender a todo el conjunto de la sociedad debe ser pluralista” (2002, pp. 23). La defensa del patrimonio cultural implica la defensa de la identidad de las comunidades humanas. Cuando nos referimos a las expresiones intangibles de las sociedades que se pueden considerar como patrimoniales, hablamos de las relaciones que se forjan entre los ciudadanos y los objetos o espacios que se consideran como significantes de su identidad. Estas relaciones se dan de una forma bidireccional ya que se condicionan mutuamente: “Es cierto que la sociedad da sentido al patrimonio, pero también el patrimonio configura, en su naturaleza más íntima, a las sociedades” (Zabala, 2006, pp. 12). Un ejemplo de esta recíproca relación lo encontramos en las plazas de mercado de Bogotá, en las que su legado cultural modifica a las personas que interactúan con éste, así como las manifestaciones individuales de los sujetos nutren la herencia de usos, costumbres y acciones que le pertenecen a estos espacios. Dentro de las manifestaciones intangibles de la urbe, unas de las menos atendidas parecen ser las que se relacionan con el sonido. Éste “es, bajo sus múltiples expresiones, la manifestación primera de todo espacio habitado. Medio esencial de comunicación, de vinculación social y de integración territorial, el sonido es igualmente origen de innumerables litigios y, en respuesta, objeto de diversas iniciativas en el ámbito normativo. Y sin embargo, la dimensión sonora sigue siendo tratada desde una perspectiva de negación, reducida a dispositivos de absorción y/o aislamiento acústico, o a la restricción de usos en función de ciertos niveles de ruido” (Atienza, 2008, pp. 4). Las expresiones auditivas que en el ámbito citadino se presentan, constituyen gran parte de la identidad de la sociedad pues dotan de sentido su quehacer cotidiano. Lo


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anterior nos permite pensar en el concepto de ‘identidad sonora’, que puede definirse como “el conjunto de rasgos sonoros característicos de un lugar que permiten a quien lo habita, reconocerlo, nombrarlo, pero también identificarse con dicho lugar, es decir, sentirse parte de él al tiempo que es capaz de hacerlo propio” (Atienza, 2008, pp. 4). En este orden de ideas, la conservación de ciertas expresiones o relaciones sociales que se manifiestan por medio de elementos sonoros (como es el caso del ambiente sonoro de las Plazas de Mercado en Bogotá), es una labor que debe adelantarse con el fin de preservar la memoria cultural de una sociedad y construir su identidad colectiva. Es por ello que la noción de ‘patrimonio sonoro’ nace como resultado de las luchas por la preservación de las manifestaciones intangibles de las sociedades, que traen consigo una visión del mundo y dan cuenta de costumbres forjadas en largos procesos históricos. Dichas construcciones históricas no sólo adquieren relevancia a nivel local, sino que consolidan la diversidad cultural en el contexto mundial. En el caso de los paisajes sonoros de las plazas de mercado en Bogotá esta circunstancia es evidente. A través del sonido de estos espacios se reconocen y consolidan nociones identitarias sobre la cuidad; su música, las voces de su gente, los ruidos, las vibraciones y demás elementos sonoros dan cuenta de una parte de ésta, de su historia, de sus prácticas, de las formas de relacionarse. De esta manera, un patrimonio sonoro puede constituirse como el conjunto de los sonidos, vibraciones, ruidos, melodías y músicas de una cultura o de una sociedad que muestran en gran parte su identidad. Son rasgos que nos conducen a tiempos pasados que aún perduran, nos hacen pensar en las relaciones que mantenemos con nuestro presente y en la posibilidad de discernir unos sonidos propios a la convergencia de diferentes tiempos en un mismo espacio. Al considerar el carácter patrimonial de los paisajes sonoros que hemos abordado en el pasaje anterior, es preciso analizar algunas cuestiones que se suscitan a partir de los conceptos ya expuestos. La primera relación que encontramos es la estrecha interdependencia que se observa entre las nociones de patrimonio cultural inmaterial y el patrimonio cultural material. En la convención que mencionamos anteriormente, se contempla esta interdependencia que se hace evidente a la hora de abordar las plazas de mercado y su paisaje sonoro. En éstas juega un papel fundamental el espacio físico


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que en muchas ocasiones se puede constituir como patrimonio material (tal es el caso de la plaza de Las Cruces) y que condiciona las características acústicas de los sonidos que en estos lugares pueden albergarse; también todas aquellas prácticas, costumbres, saberes, pregones y demás acciones configuran los elementos inmateriales que constituyen el paisaje sonoro propio de estos espacios, digno de ser considerados como patrimonio cultural. Es decir que, en las plazas de mercado de la ciudad, en lo referente a su ambiente sonoro, el patrimonio material e inmaterial en ciertos casos puede coexistir en una misma expresión, y por ello desdibujar los límites conceptuales definidos desde la UNESCO. De otro lado, y a pesar de los cambios en las dinámicas culturales y comerciales de Bogotá (enmarcados en una serie de etapas históricas que cuentan con valores y condiciones materiales particulares a cada una), las plazas de mercado se establecen aún hoy como importantes espacios económicos y culturales de la ciudad. En el Artículo Tercero del acuerdo 96 de 2003, la Alcaldía Mayor de la capital colombiana, estipula que “[e]l desarrollo y el fortalecimiento del Sistema de Plazas de Mercado” tiene, entre sus finalidades, la de “[p]ropender por la recuperación de la vocación de las Plazas de Mercado como reguladores de la oferta y la demanda de los productos alimenticios de primera necesidad; al igual como sitios de encuentro y de representación de tradiciones culturales de la ciudad y de la región”. Desde este ente gubernamental, se expresa la alta importancia que estos lugares han tenido y deben tener para las dinámicas sociales de la ciudad. Estos son lugares que albergan la memoria de una ciudad; a pesar de que ésta se encuentra sujeta a múltiples transformaciones, las voces y sonidos de las plazas de mercado narran esta memoria: Los plazunos, absortos, viajan al pasado y afloran las imágenes de la plaza, de cómo era en sus inicios, de cómo ha ido siendo con el tiempo, pero su memoria no para ahí, se amplia hasta abarcar la ciudad que ellos han vivido desde la perspectiva de su oficio. Provenientes del campo, los más viejos, llegados a temprana edad a la ciudad o nacidos en ella, sus palabras nos lanzan las imágenes de una Bogotá que fue creciendo y que ellos contribuyen a crear en el anonimato y el silencio. Y entendemos que la plaza forma parte de la ciudad, es


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un microcosmos que la contiene y que a su vez es contenida y dimensionada en ella (Ortiz, M., Quiroga, M., 1997, pp. 22) El establecimiento de almacenes de cadena, centros comerciales y otras formas de comercio que se distancian de los modos tradicionales albergados en las plazas de mercado, parecen opacar la importancia que estos espacios han tenido en la historia bogotana. Sin embargo, la riqueza cultural e histórica que éstas albergan, debe ser protegida desde las dinámicas institucionales de los gobiernos, así como desde los habitantes de la ciudad. Las dinámicas culturales a nivel global dan cuenta de una serie de transformaciones que las sociedades humanas han venido experimentando. El espacio para la oralidad se ha reducido ante el avance de los medios visuales de comunicación y de relación; la televisión, el chat y otros espacios virtuales han reducido la expresión de la palabra oral (fundamento de la interacción humana), conllevando a una restricción y desaparición de los mecanismos tradicionales de transmisión del saber y de la información local o nacional. En las plazas de mercado se da el lugar para la comunicación y el debate de lo cotidiano, de los sucesos del barrio, de la ciudad, de la nación. Allí se transmiten los saberes populares que se generan en torno a los alimentos, la medicina y otros tipos de aprendizaje significativo. Se muestran como lugares de resistencia ante las dinámicas de comunicación global que en algunos casos se constituyen en torno a un carácter de exclusión. Es precisamente en la sonoridad de estos espacios (en sus voces, vibraciones, sus melodías, sus ruidos) que se configura y se mantienen las dinámicas culturales que en muchas ocasiones se dejan al margen de la historia por los cambios en las formas culturales de las que ya se ha hecho mención. No son espacios que nos hablan de un pasado estático, sino de uno vivo que convive con las dinámicas de nuestro presente, siendo el presente mismo; en ellos se configuran elementos que se van modificando para sobrevivir, pero que expresan características de una identidad cultural urbana que se han transformado a lo largo de los siglos de existencia de la ciudad.


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Hacia una conciencia sonora de las Plazas de Mercado en Bogotá

Cada lugar configura un espacio sensorial constituido de particularidades que pueden ser apreciadas por los sentidos. Una de las características fundamentales de estos lugares son sus sonidos, sonidos que no sólo se escuchan sino que se sienten a través de sus vibraciones. El campo perceptivo de lo sonoro ha sido soslayado en las elaboraciones identitarias de la ciudad, sin que por esto deje de contribuir a la formación de éstas, de un legado cultural propio de la urbe. En medio del afán de los días en la capital, el sonido es constante. Actualmente el paisaje sonoro parece volverse uniforme por la preeminencia de las huellas acústicas que surgen con el tráfico. Además, las dinámicas globales pretenden hacer que las ciudades se homogeneícen en cuanto a sus espacios públicos, sus dinámicas comerciales, las formas de relacionarse con los otros, e incluso la estructuración misma de los sujetos. No obstante, existen elementos sonoros identitarios que se mantienen como formas de resistencia ante esta creciente uniformidad. En las ciudades persisten sonidos que se han constituido como marcas inconscientes de identidad y de historia que no deben ser perdidas. El concepto de patrimonio viene de la palabra latina patrimonium, que “hace referencia a los bienes recibidos de nuestros antepasados. Según eso, el patrimonio cultural no es otra cosa que un patrimonio público recibido del pasado” (Limón Delgado, 1999, pp.8). Por esto, es importante el desarrollo de estrategias de reconocimiento y conservación de la herencia cultural de una comunidad, ya sea por parte de sus instituciones de gobierno, o por sus propios habitantes, que partan de un reconocimiento y una interacción con los espacios y bienes que dicha herencia cultural ha creado. La constitución de un patrimonio cultural se da en una comunidad con el paso del tiempo; las acciones del presente se transforman en un legado heredado a los tiempos futuros. Cuando el presente se omite a sí mismo se pierden de vista elementos que dan cuenta de la constitución cultural de una sociedad, de allí que la importancia de conservar un patrimonio es una labor que parte de acciones presentes movidas de hondas preocupaciones históricas identitarias.


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En el caso de las plazas de mercado de la ciudad de Bogotá, hemos visto cómo en ellas se conservan importantes rasgos tradicionales de la capital colombiana y de la nación en general. Un campo tan olvidado y tan omnipresente como el sonido adquiere unos importantes y definitivos rasgos en estos históricos espacios del comercio urbano. A pesar de que en otros países de Latinoamérica estas manifestaciones sonoras, económicas y culturales, se pueden presentar de formas similares, en nuestra ciudad han adquirido una serie de matices que le son propios, ya sea por el legado indígena del pueblo Muisca, por la hibridación cultural de la cual es testimonio, o por la importancia que consolidó en sus dinámicas para la Santafé colonial y republicana. Estos lugares de comercio se han constituido a lo largo de las transformaciones económicas y culturales, con el incesante paso de individuos venidos de diferentes regiones del país, cada uno con particulares visiones de mundo y elementos étnicos consolidados por una serie de dinámicas sociales que han atravesado diversas épocas. Antonio Morales Rivera, al hablar de las plazas de mercado de nuestra ciudad nos dice lo siguiente: “Los miles de vendedores, distribuidores, cargueros, cocineros, son un alma viva que trasiega los laberintos de estos miles de metros cuadrados, que cantan y gritan sus ofertas, que le regalan una chirimoya o un bocadillo y le sirven un tamal monumento de origen indígena como ellos, construidos con el material genético del mestizaje y el sincretismo. Puro pueblo bogotano, los mismos de hace tres siglos con su cariño, su lenguaje de diminutivos y la voluptuosidad de esa diversidad nuestra que no sólo es de frutos y productos, sino de gestos, de espontánea dexteriedad para manejar los quesos, los pollos, el pescado traído de donde crece la palma, de eficiencia en el desgranar de lentejas o el picar de habichuelas para la sopa del día” (Morales, 2006, pp. 81). De igual forma, las voces femeninas de estos paisajes, sustentan y vivifican el ambiente sonoro y simbólico que se constituye en torno a ellos. Las plazas de mercado se han constituido como uno de los pocos espacios en los que la voz y la acción de las mujeres adquieren importancia y autonomía: “estas mujeres que conforman la mayoría de la población de la plaza, comparten algunos rasgos que se encuentran sustentados en su origen y en la forma en que arribaron a la ciudad. En su mayoría son mujeres solas,


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cabezas de familia, quienes deben velar por el sostenimiento de sus hijos, ya sea porque se han separado de sus esposos, estos han muerto o se encuentran enfermos […] Aún en los casos en que las mujeres mantienen una relación estable con sus compañeros, la plaza ha sido una oferta laboral para ellas, para así acceder a recursos económicos y contribuir al sostenimiento de sus hogares” (Ortiz, M, Quiroga, M., 1997, pp. 89). Con todo lo anterior, podemos hablar de la forma cómo se ha hecho habitual que los habitantes de la ciudad recorran sus espacios colmados de una peculiar e inconsciente ‘acusmática’, es decir, trasegan sus senderos y sus lugares (físicos o simbólicos) oyendo sin atención, sin ver específicamente qué produce los sonidos, cuál es su causa, cuál su significado, generando un abismo entre los sonidos de la ciudad y el devenir de ésta, de su historia, de sus formas particulares de existencia. Para no seguir consolidando esta actitud de vida, es preciso volver a aquellos espacios de encuentro que, con sus sonidos, nos envuelven, nos revisten, nos significan. Es necesario acercarse a las Plazas de Mercado de Bogotá con el fin de seguir interactuando con ellas, en una mutua transformación que se ligue a la historia y a las condiciones del presente. Por ello ante los incesantes procesos de homogeneización que se dan a nivel global, ante el silencio que nos imponen los nuevos espacios comerciales, esa incómoda amnesia que vela las palabras que somos, debemos resistir con los sonidos de nuestra historia.


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