La abeja

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LA ABEJA

J. JULIÁN AGUILAR M.



LA ABEJA

Laura volvió a ver aquella vieja tina junto al lavadero en el que su madre tallaba afanosamente la ropa sucia. Recordaba que aquella tina era de gruesa y pesada lámina galvanizada, no obstante, se había oxidado considerablemente por su continuo contacto con el agua, ya que en ella se almacenaba cotidianamente el preciado líquido. Era una mañana fresca, pero ya comenzaba a sentirse un delicado calorcito estival. El sol, aunque apenas levantaba un poco sobre el horizonte, prometía alzarse pleno e imponente en todo lo alto del azul cielo que escasamente contaba con algunas nubes desparramadas salpicándolo aquí y allá. Un suave viento movía las copas de los árboles que se bamboleaban arrulladoramente. Flotaba en el aire esa sui géneris mezcla de olores: el de la tierra humedecida por las lluvias de temporada, el del humo de la quema de madera y carbón en los hogares, el de la boñiga, el de la yerba… en fin, el inconfundible aroma a campo. Los pájaros hacían brotar, entre cantos, silbidos y murmullos, un bullicio cuasi sinfónico. La tranquilidad del pueblo no era alterada casi por nada, salvo por uno que otro ladrido que se escuchaba ocasionalmente a la distancia, y por unos gritos entusiastas, provenientes de una garganta infantil.


Laura, de tan sólo seis años de edad, con toda su tierna inocencia corría por el patio de su casa y, de vez en cuando, alrededor del sitio en el que su madre realizaba su arduo quehacer. —Un buen día para lavar —dijo como para sí la madre de Laura mientras fregaba, con sus manos jóvenes aún, pero curtidas por el duro trajín de la mujer que es ama de casa y trabajadora del campo a la vez, una mancha de diésel en una camisa de hombre con amplios cuadros trazados por líneas cafés sobre un blanco percudido. Laura, entre tanto, correteaba una mariposa tornasolada que pasaba revoloteando; reía y gritaba al viento su entusiasmo: era la felicidad personificada, nada turbaba su alegría pueril. Se alejaba hasta los límites del patio de tierra apisonada, demarcados por un no muy alto muro de piedra, y volvía hasta donde su madre. Ocasionalmente introducía sus pequeñas manos en la tina para juguetear con el fresco líquido. Fue en una de estas ocasiones en la que Laura, al pretender meter sus manitas en el agua, descubrió flotando en ella a un insecto. Era una abeja. No se hallaba muerta, hacía enormes esfuerzos por salir. Movía incesantemente sus tres pares de patas. Sus alas, completamente saturadas de agua, le eran inútiles en ese momento. Estaba sentenciada, en cuestión de minutos moriría ahogada. Laura contempló por unos segundos la escena y en seguida hizo un movimiento con la intención de rescatar al pequeño animal. —¡Cuidado! Laura fue paralizada en seco. Sorprendida por el repentino grito de su madre volteó a verla asustada. —Ten cuidado, ese animal podría picarte —le previno su madre desde atrás del lavadero, detenida por un instante en su labor—. Mejor sigue jugando por allá y no intentes sacarlo —sugirió. Laura se retiró un tanto desconcertada. Volvió a dar una vuelta por el patio, corriendo y saltando, aunque sin dejar de pensar en la abeja, por lo que


regresó con prontitud hacia la tina en la que el insecto luchaba por su vida. Esta vez, Laura aprovechó que su madre se había retirado un poco y estaba tendiendo la primera tanda de ropa recién lavada. Introdujo su mano izquierda en el agua y con su dedo índice pudo rescatar fácilmente a aquel animal que parecía suplicante. El insecto, asido a su pequeño dedo, intentaba mover sus alas pero aún estaban muy húmedas. Laura tuvo la intención de depositarlo en la rama de alguna planta cercana pero, compadecida porque el animal todavía parecía desvalido, decidió mantenerla en su dedo hasta que pudiera volar. Laura, sin perder su sonrisa, con su brazo y su dedo índice extendidos, con la abeja en la punta de este último, giraba y giraba, como llevando al insecto en vuelo. De pronto, sintió una quemante punzada en su dedito, un dolor se le clavó en forma de diminuta lanceta. Dio un grito, observó su mano, fijó su mirada en el extremo de su dedo, ahora enrojecido. Todavía alcanzó a ver al animal que caía, desgarrado en sus entrañas, cumpliendo su naturaleza… efectivamente, estaba sentenciado y ahora moriría irremediablemente. Laura aún podía escuchar el grito de su madre: —¿Qué pasó? ¡Te lo dije!

—¡Laura! ¡Laura! ¿Qué te pasa? ¿Te sientes bien? Laura pareció volver de muy lejos, de tiempos muy distantes. Observó ante sí, separada únicamente por su escritorio, a esa amiga suya que sostenía un papel aprensivamente. —¿Segura que te sientes bien? —volvió a preguntarle su amiga. —Sí, estoy bien. Creo que fue un pequeño mareo —dijo Laura un tanto aturdida—, pero estoy bien, no te preocupes.


—Bueno… entonces, ¿sí me vas a firmar? Laura volvió por completo. Su amiga le presentaba un documento en blanco. “Para hacer un trámite. No es nada malo. Por favor, confía en mí...”, le había dicho. Tomó aquel papel y, como lo hacen los zurdos, lo colocó frente a ella casi en posición invertida. Con la vista recorrió su escritorio hasta que encontró un bolígrafo, estiró su brazo para alcanzarlo, lo tomó firmemente entre sus dedos, como dispuesta a estampar su rúbrica en el papel vacío que tenía ante sí. En ese preciso momento percibió claramente un dolor agudo y quemante en su dedo índice izquierdo. Volvió a perturbarse. —¡Ay, Laura, te lo advertí! ¡Te dije que ese animal era peligroso! —seguía recriminándole su madre mientras dejaba a medio tender unos pantalones de mezclilla y corría hacia ella. —Yo quería ayudarla —atinó a pronunciar Laura lastimosamente. —Pues sí, pero mira cómo te pagó —sentenció la madre que revisaba el pequeño y enrojecido dedo de Laura que ya comenzaba a hincharse. —¡Ay, ay, ay! ¡Me duele mucho! —¡Estate quieta! Déjame sacarte el aguijón… ¡Pero no te muevas!

¡Laura, Laura! ¿Otra vez? ¿Segura que te sientes bien? Estás muy rara y te ves pálida —aseveró su amiga. Laura estaba pasmada, su frente se había perlado de un sudor frío, su mirada estaba como perdida. Parecía completamente confundida.


No estaba segura de qué estaba pasando, no estaba segura de su amiga, no estaba segura de querer firmar ese documento, no estaba segura de estar bien. En su mente todo era confusión. Bueno, casi todo… ya que algo sí le resultaba muy claro. Estando ahí sentada, sosteniendo el bolígrafo, percibía, sin lugar a dudas, un punzante y ardiente dolor en su dedo índice izquierdo… como hacía 18 años.

J. Julian Aguilar M.



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