El corazón de la fe gabino uribarri (ed )

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Breve explicaciรณn del credo

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Prólogo 1. La fe como conversión del corazón a Dios PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO 1. Eclesialidad y unión de confesión y dogma 2. Conversión del corazón 3. Algunos ejemplos de la Escritura 4. Los ojos de la fe 5. Los credos apostólico y niceno-constantinopolitano II. Creo en Dios ÁNGEL CORDOVILLA PÉREZ Introducción 1. Creo en Dios Padre a) Dios, en el origen de todo b) Un Dios personal: libertad, amor y sentido c) La paternidad de Dios: entre el malestar y la nostalgia 2. Teología de la primera persona a) Dios es misterio: incomprensibilidad b) Dios es fuente: don inagotable c) Dios es creador: amor omnipotente 3. Padre - Hijo - Espíritu Santo a) Dios Padre desde jesús b) Abba, el Dios de jesús 11


c) Abba, desde al entera vida y persona de jesús d) La paternidad de Dios y la resurrección de Cristo e) Dios Padre, Alfa y Omega de la historia humana III. Creo en jesucristo GABINO URÍBARRI BILBAO, SJ Introducción a) El cristocentrismo de la fe cristiana se refleja en el credo b) Enfoque y propósito: conocer la génesis del credo para gustarlo 1. La fe cristológica en sus orígenes a) El kerygma primitivo b) La importancia de la historia: un anclaje irrenunciable de los credos c) La imbricación entre la historia y los títulos cristológicos d) La original y temprana devoción a jesús como Dios e) Primitivos himnos cristológicos f) Fórmulas bimembresy trimembres g) Resumen de los aspectos sustanciales mencionados mirando al credo 2. Breves acotaciones desde las controversias cristológicas 3. Conclusión y visión de conjunto W.Creo en el Espíritu Santo en la Iglesia NURYA MARTÍNEZ-GAYOL, ACI Introducción: Necesidad del Espíritu para la confesión de fe en el Padre y en el Hijo 1. El Espíritu Santo: misterio y persona a) El misterio del Espíritu Santo 12


b) La persona del Espíritu Santo 2. La confesión de fe en el Espíritu Santo 3. La acción del Espíritu a) Crear. Pues es el Espíritu Creador b) Unir. Espíritu de unidad c) Inhabita en nuestros corazones. La vida en el Espíritu d) El Espíritu Santifica porque es Santo e) Libera y Guía. Libertad de la vida en el Espíritu f) El «Espíritu de la Verdad» testimonia y revela la Verdad g) Consuma. El Espíritu Consumador 4. «Creo en el Espíritu Santo en la Iglesia...»

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EN la tradición de la Iglesia se le ha dado una importancia extraordinaria al credo, y con razón, pues en él se refleja el cogollo de lo que consideramos más importante, más sustantivo y más preciado de nuestra fe en cuanto al contenido doctrinal de la misma: su corazón. El credo es el resumen más solemne y autorizado de los contenidos de la fe de la Iglesia, que se recita de pie en los momentos solemnes de la liturgia, como son el bautismo y la celebración de la eucaristía. Es una pena no conocer el credo y no saberlo explicar. Como un elemento fundamental de robustecimiento de nuestra fe, para luego poder proclamarla, este año de la fe convocado por el papa Benedicto XVI nos invita de modo explícito a conocerlo mejor y a comprender y asimilar su contenido, para enriquecimiento personal y para poder presentarlo y explicarlo a otras personas. «Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo» (BENEDICTO XVI, Porta fidei, 8). «Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza» (¡bid., 9). Este libro pretende responder explícitamente a los deseos del Papa. Con motivo del año de la fe, varios profesores de la Facultad de Teología de Comillas (Madrid) recibimos invitaciones para pronunciar conferencias dirigidas al público en general en torno al Credo. De ahí surgió la idea de reunirlas en un libro, para facilitar a un auditorio más amplio una aproximación sencilla y bien fundada a los contenidos principales de dicho Credo. Nos dirigimos, pues, a un cristiano medio que quiere mejorar su formación religiosa. El texto final es fruto de la lectura conjunta por cada uno de los cuatro coautores de las demás aportaciones. Nos hemos puesto de acuerdo para completar lagunas y evitar repeticiones. Cada uno es responsable primero de su parte. El lector atento advertirá una armonía de fondo a lo largo de los diferentes movimientos de la sinfonía. La estructura es muy clara: se comienza por clarificar en qué consiste creer, para, a continuación, desplegar el contenido fundamental de cada uno de los artículos del Credo: creo en Dios Padre, creo en jesucristo, creo en el Espíritu Santo en la Iglesia. El especialista echará de menos muchas cuestiones. Nuestra intención ha sido esbozar los aspectos más relevantes, acompañados de una somera explicación. No me resta sino agradecer a mis colegas la disposición para revisar sus intervenciones para una publicación y adaptarlas para su ubicación en un conjunto más amplio, así como al 15


director de la Editorial Sal Terrae y a su equipo la acogida de esta iniciativa al servicio de la «propagación de la fe». Gabino Uríbarri, sl 15 de noviembre de 2012 Festividad de San Alberto Magno

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PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO EL título de este capítulo introductorio traduce la feliz fórmula latina de san Bernardo: «cordis ad Deum conversionem»'. Al reflexionar sobre ella, aceptamos con gratitud el llamamiento de Benedicto XVI en La Carta Apostólica Porta Fidei (La puerta de la fe), a «redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada» y a «reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree», dado que es «un compromiso que todo creyente debe de hacer propio» (n. 9). Se trata nada más y nada menos que de la experiencia humana más plena, profunda y personalizadora que pueda imaginarse, de aquel acto «con el que decidimos entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios» (n. 10) como término de nuestra preocupación última en el que nos va, literalmente, el ser. Bastan los pasajes citados de la Porta Fidei para percibir ya la complejidad de dimensiones y niveles que comporta la fe: profesar, confesar, vivir, orar, reflexionar (contemplativa y teológicamente); y también, ¿por qué no? - aunque no se diga expresamente-, componer, pintar, esculpir, construir, dramatizar... y hasta filmar; todo ello puesto en marcha y sostenido por esa fuerza (dynamis, virtus), por ese verdadero motor de la existencia que hace decir al profeta Habacuc: «el justo vivirá por la fe» (Hab 2,4; cf. Rm 1,17 y Gal 3,11). En este sentido, la fe es, como dice Salmann del cristianismo, «tanto una suerte de tonalidad o motivo musical capaz de tocar el ánima, cuanto una incitación o motivo ético-práctico que espolea hacia el compromiso a la voluntad. Es también una invitación al pensamiento, o un motivo intelectual y simbólico que exhorta al estudio y a la investigación»2. Pero nada de todo ese inmenso y hermoso paisaje se comprendería si se desatiende al fundamento, aquello sin lo cual ninguna de esas expresiones y quehaceres podría comprenderse del todo. Permítaseme una breve consideración antes de desentrañar la magnífica fórmula de Bernardo de Claraval. 1. Eclesialidad y unión de confesión y dogma Dice Pablo en Rm 10,9-10: «Si confiesas/proclamas (ho7nologueses) con tu boca que Jesús es el Señor y crees (pisteueses) con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás. En efecto, cuando se cree (pisteuetai) con el corazón, actúa la fuerza salvadora de Dios; y cuando se confiesa/proclama (horologueitai), se alcanza la salvación» 3. Un creer (pisteúein) y un confesar (horologein) que van de la mano y de los que se indica el contenido de cada uno: que Jesús es Señor (Kyrios Iesous), por un lado; y el contenido de esa confesión, por otro: lo que Dios ha hecho en Él y con Él: 18


resucitarlo de entre los muertos. Los símbolos de la boca y del corazón en feliz ayuntamiento, de modo que se confiesa la fe y se cree la confesión, que tiene dos formas: la confesión (homología) y el dogma verbal, nada menos que una acción de Dios concerniente a Jesús y que afecta a toda la humanidad y a la creación entera. Ambos aspectos los ha solido definir la tradición teológica con las conocidas expresiones fides qua (el acto por el que se cree) y fieles quae (el contenido de lo que se cree). El genio de Agustín se hace eco de esta distinción tan fructífera: «Pero una cosa es lo que se cree, y otra la fe por la cual se cree»4. O, según la conocida tríada: contenido u «objeto» que se cree (en acusativo sin preposición: credere Deum), fundamento (en dativo: credere Deo), y meta o índole escatológica del creer hacia Dios (en acusativo con preposición: credere in Deum). Al señalar la unidad de estos aspectos, Hans Waldenfels ha imitando la conocida sentencia kantiana en este sentido: «lafides quae sin lafides qua es una fe muerta; lafides qua sin lafides quae es una fe ciega» 5, de modo que la fe solo es viva y lúcida en la unión de ambas. La fe cristiana es una fe confesante, cuya profesión se encuentra en el Credo recitado en la liturgia eucarística y que recuerda el diálogo bautismal de incorporación a la Iglesia. F.Kattenbusch señalaba a principios del siglo pasado que la expresión «yo creo» podría traducirse como «yo paso a...; yo acepto», lo que lleva a J.Ratzinger - quien recoge la refe rencia - a decir que «el contexto de la fe es el acto de conversión, el cambio de ser, que pasa de la adoración de lo visible y factible a la confianza en lo invisible»6. Tanto el Símbolo de los Apóstoles como el Niceno-constantinopolitano son símbolos bautismales o profesiones de fe que se recitaban en la recepción de este sacramento. La fórmula «creo», en primera persona del singular, indica el carácter eminentemente personal del acto de fe que va dirigido a Dios y del que la fórmula es expresión, pues nadie cree por procuración, sino entregándose personalísimamente al Dios Trino, que se ha revelado primero, de modo que la confesión pública en la Iglesia supone que el creyente ha dicho en lo profundo de su corazón, con toda su alma y con todo su ser: «creo en Ti, Señor». De otro modo, se podría repetir hasta el infinito la fórmula sin que se conmovieran los cimientos del ser del creyente y sin que se supiera realmente - desde dentro - lo que Dios ha revelado. Como dice Pablo en 2 Co 4,13: «como tenemos aquel mismo espíritu de fe del que dice la Escritura: Creí y por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos». La fe dirigida a Dios se expresa también hacia el exterior de los demás miembros de la Iglesia en donde se cree y, como testimonio de vida, ante todos los seres humanos entre los que vive y le piden razón de ella. Por otra parte, y al mismo tiempo, el acto de fe confesado en el Credo se hace en la Iglesia, comunidad de fe, esperanza y amor, del que aquel es símbolo (symbolon), signo de reconocimiento que reúne a los llamados y convocados por el Dios Trino en la misma 19


Iglesia. Con ello se libera al acto personal y libre de la fe de cada creyente de caer en cualquier forma de individualismo, o aislada privacidad, que se quedara tan solo en el santuario de lo más íntimo del cristiano. Al no ser la fe un asunto privado, sino que compromete con la comunidad de hermanos en la que se ha recibido para el servicio a los demás, el «nosotros» eclesial la estructura y es la clave de su contenido. El bautismo se hace en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, como de igual modo comienza la celebración de la eucaristía, significando con ello cómo la Iglesia debe ser el lugar de máxima personalización y reconocimiento del ser humano que está en ella, no por lo que hace y tiene, sino por lo que es: Hijo de Dios y hermano de los hombres. La confesión personal de la fe se hace en unión con todos los miembros de la comunidad creyente, de modo que, como dice el n. 10 de Porta Fidei, «profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este "estar con él" nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree», como se ve claramente en el relato de Pentecostés, donde el anuncio y la dimensión pública de la fe se hacen sin temor y con alegría. Resumiendo: «la misma profesión de fe es un acto personal y, al mismo tiempo, comunitario. [...] el primer sujeto de la fe es la Iglesia» (ibid.). 2. Conversión del corazón Pero volvamos a la fórmula de san Bernardo: «conversión del corazón a Dios». Metdnoia, poenitentia, tesuvd (en el judaísmo rabínico), súb (en hebreo bíblico): «volver», «regre sar», «cambio de manera de pensar». La conversión es posible porque desde siempre Dios está vuelto hacia el hombre; porque antes nos precede su «conversión» a nosotros (si se nos permite hablar así): «El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen. No dejaré correr el ardor de mi ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no me complazco en destruir» (Os 11,8-9). Él nos busca primero, como el Padre del hijo pródigo, como la oveja perdida; en el acto exagerado de poner toda la casa «patas arriba», hasta encontrar una insignificante moneda, como la mujer de esa otra maravillosa parábola de la misericordia. La esencia de la conversión es, pues, teológica, por más que tenga consecuencias éticas, como se ve tanto en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7) como en el del Llano (Lc 6,20-49). Al principio de dichos sermones están las bienaventuranzas, que enmarcan la ética de jesús; la dicha y la gracia del nuevo rostro de Dios, que genera un nuevo rostro de hombre. Lo ha expresado de manera insuperable Jacques Schlosser: «Jesús no hace de la conversión un paso previo indispensable para que los pecadores entren en la gracia, sino una consecuencia de su acogida»7; y lo 20


recoge el resumen de la predicación del Reino en la versión de Marcos: «El tiempo se ha cumplido; el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Por eso, en el inicio de su Encíclica Deus caritas est, afirma Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1). La fe es siempre la voz a Dios debida, la respuesta agradecida a quien nos ha en contrado primero: «Abre, Señor, mis labios, y mi boca proclamará tu alabanza» (Sal 51 [50], 17). Conversión del corazón. Los exegetas nos enseñan que el término bíblico leb (corazón) se refiere al centro del hombre, a la unidad viviente de razón, voluntad y sentimiento; el centro originario de la persona corpóreo-espiritual; la totalidad del ser humano. Rahner decía por ello que es un concepto simbólico real, como cuando afirmamos que el cuerpo es el símbolo real del espíritu humano, o que revela el alma. Muchos siglos antes que él, don Quijote mandó a Sancho a buscar a Dulcinea, «al sol de la hermosura y a todo el cielo junto», pidiéndole encarecidamente que no olvidase nada de lo que viera, que tuviera memoria «y no se te pase de ella cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si se muda de blanda en áspera, de aceda [= seca, hosca] en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado... Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos, porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca: que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes las acciones y movimientos exteriores que muestran cuándo de sus amores se trata son certísmos correos que traen de lo que allá en lo interior del alma pasa»8. Se trata, pues, del centro ínti mo de la persona, por el que esta se encuentra abierta a Dios y al prójimo. Así, dice de nuevo Rahner: «Siempre que salga de sí mismo, dirá: te doy mi corazón. Siempre que se arroje al abismo oscuro de su existencia, será para él como si quedase cautivo en la mazmorra de su corazón vacío y muerto. Siempre alabará el perdón que se le otorgó como infusión del Espíritu Santo en su corazón (la gracia). El injuriado y censurado se consolará con que Dios ve su corazón»9, lo que la Escritura llama kardiognosis. Dios es kardiognóstés, el que conoce y penetra el corazón humano, porque sabe de qué barro nos ha plasmado. Pero el realismo de la Escritura sabe que el corazón no es solo el lugar en que Dios despierta la fe: también hay de nuestra parte sklérokardía, dureza de corazón, pecado, egoísmo que centra al hombre en sí mismo y lo lleva a rechazar la gracia de Dios y el llamamiento del prójimo necesitado. El corazón de piedra del que habla Ezequiel tiene que ser transformado, convertido en un corazón de carne, en un corazón nuevo: 21


«dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Por este motivo, los mejores representantes del llamado «socratismo cristiano» no se han conformado con llamar a la introspección, al conocimiento de uno mismo - ahí podrían estar los que Scheler llamaba «ídolos del autoconocimiento»-, sino a trans(as)cendernos U. Wahl), a subir sobre sí mismo (supra semetipsum), a salir de nuestro propio amor, querer e interés, de modo que creer es una radical desapropiación de uno mismo (Enteignung, dice la mística alemana), una partida (Aufbruch) y un tránsito: un transferir toda la existencia desde su más profundo centro (corazón), para no pertenecerse ya a sí mismo, sino a Dios. Semejante desinstalación, propia de un nómada, supone la respuesta de la persona entera: corazón y cabeza, pensamiento y acción, vida interior y testimonio público; lo cual no es una titánica conquista humana que estuviera en poder de su voluntad, sino un don de la gracia de Dios que abre el corazón como el de Lidia en Hch 16,14, «pues el Dios que ha dicho: Brille la luz de entre las tinieblas, es el que ha encendido esa luz en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo» (2 Co 4,6). De modo que, si su Espíritu habita en el corazón nuevo (Rm 5,5), el hombre dejará de ser esclavo del pecado. Una llama encendida en el norte del corazón, como dice el imponente verso de René Char, que el hombre debe cultivar y evitar que se apague, pues todo don (Gabe) es siempre una tarea (Aufgabe). El n. 5 de la Constitución Dogmática Dei Verbun sobre la revelación, del Concilio Vaticano II, lo ha sintetizado con una fórmula brillante del cardenal DÓpfner: «horno se totum libere Deo cornrnittit» (el hombre se entrega entera y libremente a Dios). El verbo cornrnitto, cornrnisi, cornrnisurn es muy significativo. No pone el acento en el aspecto negativo de la entrega, como si esta fuera una pérdida o alienación del hombre, cuanto en su dimensión de valor positivo y estimable de donación confiada, porque el creyente pone su vida libremente en las manos fiables de Dios, al que confía plenamente su salvación en un acto personal de amor y de humilde correspondencia, hecho de obediencia (ob-audire), en el sentido bíblico de escucha, que transforma en una relación de alianza, y de confianza, que lo estructura como un ser capaz de confiar en quien es confiable y confía en nosotros. Además, Dei Verbum 5 señala también un aspecto muy importante del análisis de la fe (analysis fidei): las relaciones entre la gracia y la fe. En efecto, la fe es un acto plenamente humano y libre y, a la vez, don de Dios que hace posible esa libertad. La gracia está en el inicio (initium fidei), pero también - como ayuda constante - en el ejercicio del creer, lo cual no le quita nada de su condición de acto humano libre; antes bien, lo potencia infinitamente al tener como término al Dios siempre mayor (Deus semper 7maior). La acción interior del Espíritu Santo consiste, según el pasaje comentado, en mover el corazón para dirigirlo a Dios, abrir los ojos del espíritu y, con la cita del Arausicano II, conceder la suavidad (suavitatem) para aceptar y creer la verdad, 22


de modo que se incluye aquí también el tema de la credibilidad de la fe, sintetizando siglos de reflexión en una formulación renovada como consecuencia del concepto autocomunicativo, sacramental e histórico-salvífico de revelación. Además, es muy profunda la referencia del pasaje a la doctrina de los dones del Espíritu Santo en el proceso de comprensión de la revelación y de perfeccionamiento de la fe. Dichos dones son capacidades o disposiciones que se le dan gratuitamente al hombre para escuchar con atención y acoger y recibir con suavidad las inspiraciones de Dios, y responder a ellas de la manera estrictamente personal que pide su acción en cada ser humano, a quien Dios guía de manera personalísima según su planes concretos, fortaleciendo el temple vital de la voluntad, iluminando la razón y despertando su profundidad, afinando la capacidad de discernimiento y el gusto de su presencia. 3. Algunos ejemplos de la Escritura La tradición bíblica presenta relatos de grandes figuras de la historia de la salvación como verdaderos modelos de fe. Pablo, en Rm 4 y en Gal 3, así como la Carta a los Hebreos, en el capítulo 11, hablan de Abrahán como aquel que salió sin saber adónde iba y murió sin ver cumplidas sus promesas. Quien ha pasado una temporada larga en otro país, por cuestiones de estudio, sabe que - cuando estos terminen- volverá de nuevo a su tierra. A Abrahán se le pide que salga en un éxodo sin retorno, que se arranque de su suelo nutricio, en una desinstalación de raíz, y se ponga en marcha fiado de la promesa del Dios Fiel. Cuando esa promesa cristaliza en el hijo de ella, también se le pide que confíe y espere contra toda esperanza, y que lo haga renunciando a la prueba misma de la fe, como nos señalan tan vivamente los análisis kierkegaardianos de Temor y temblor. Moisés aparece como otro modelo de fe. Su éxodo geográfico ha sido leído por la tradición mística patrística como la parábola de todo éxtasis hacia Dios, como la cualidad excéntrica o autotrascendente de la fe. Entregado a la voluntad de Dios frente a la del faraón, el rey de la por entonces potencia más poderosa del Próximo Oriente saca a su pueblo de la esclavitud y lo conduce, a través del inmenso desierto, hacia la tierra de promisión, en la que él no entra, puesto que, «teniendo siempre ante los ojos la recompensa, estimaba los sufrimientos de aquel pueblo consagrado como riqueza mayor que todos los tesoros de Egipto» (Heb 11,26). Y es que no se trata tanto de salir de Ur o de Egipto, cuanto de sí mismo, del miedo atenazante a perder la vida, para vivir de esperanza, amor y fe en Dios. En Rm 4,23-25, Pablo recuerda a los cristianos de esa comunidad y a los creyentes de todos los tiempos que «estas palabras de la Escritura no se refieren solamente a Abrahán. Se refieren también a nosotros, que alcanzaremos la salvación si creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a jesús nuestro Señor, entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación». La figura del profeta Elías ofrece, en 1 Re 19,9-14, nuevos elementos de interés para 23


este aspecto de la fe que se viene analizando. El profeta va huyendo de la reina Jezabel, que quiere matarlo por su altercado con los profetas de Baal. Lleno de miedo, cansado del largo camino por el desierto, Elías deja de andar y se desea la muerte; pero un alimento misterioso le permite caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios: el Horeb. En realidad, el profeta va sin saberlo hacia sus propias raíces, a la montaña de la revelación, donde se esconde en una roca para pasar la noche. Pero recibe esta orden: «Sal y quédate en pie ante mí en la montaña. ¡El Señor va a pasar!» (v. 11). Es muy conocido el recurso utilizado, típico de la literatura profética, de presentar tres elementos seguidos: el viento fuerte e impetuoso, el terremoto y el fuego, para mostrar que el elemento determinante es el cuarto'°. Los tres primeros parecen revelar a Dios, pero no lo hacen. Dios no este en el viento ni en el terremoto ni en el fuego. «Al fuego siguió un ligero susurro. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con su manto y, saliendo afuera, se quedó de pie a la entrada de la gruta» (v. 12-13). El texto no dice que esté en la suave brisa, en una especie de teología apofática que prefiere dejarlo en suspenso y evocar más por lo que no se dice que por el exceso de lo que pudiera decirse. Elías reconoce su Presencia, la conciencia de cuyo paso cataliza el ligero susurro. «Qól demdmdh ddggdh», dice con un oxímoron el texto hebreo, lo que le permite afirmar a Sergio Gaburro que el silencio no es lo opuesto a la voz, sino la morada en que habita; es más, está esperando ser escuchado. Esa «sutil voz de silencio» (Viterbi) se hace elocuente y habla cuando, a su vez, se le da el espacio de la escucha, en pie; es decir, tensando todas las dimensiones y niveles de la persona. Y es precisamente en ese espacio aparentemente debilísimo donde se revela la fuerza de Dios: «el profeta, que deseaba la muerte, abre el oído a esta "sutil voz de silencio" y cumple así el paso de la muerte a la vida»". Por otra parte, según el testimonio neotestamentario, María aparece como la creyente por antonomasia, más que cualquier otro personaje del Primer Testamento, pues pudiéndolo hacer - ni siquiera pide un signo, como Gedeón en Jc 6,17, sino que vive pendiente de la Palabra de Dios (cf. Lc 1,38), fiándose totalmente de Él. La señal de credibilidad se le da sin pedirla, y hace referencia a la estéril Isabel, que, sin embargo, va a dar a luz a un hijo, resonando en su persona todas las mujeres bíblicas que, siendo estériles como ella (recuérdese cómo llora su virginidad, durante dos meses, la hija de Jefté en Jc 1 1,29-40), han dado a luz: Sara (Gn 18,9-15), Rebeca (Gn 25,21-22), Raquel (Gn 29,31; 30,22-24) o Ana (1 Sin 1,11-20), en una suerte de preparación (praeparatio) del momento oportuno y central de la historia de la salvación. Al finalizar el repaso por «tal nube de testigos» (Heb 12,1), la Carta a los Hebreos se concentra en jesús, «iniciador (arjegón) y consumador (teleiotén) de la fe (pistis)» (Heb 12,2), quien se entregó al Padre hasta el extremo y ha abierto la senda como guía de nuestra fe. Los términos empleados sugieren que no se trata solo de un ejemplo moral, de un genio religioso, sino del Hijo capaz de ser el fundamento de nuestra fe y el que la 24


lleva a su cumplimiento, a su plenitud. Por eso, el cristiano sabe perfectamente de quién se ha fiado (cf. 2 Tim 1,12). Como iniciador de la fe, el Señor Jesús va delante de los creyentes, de modo que aquella es perseverancia en su seguimiento sin desanimarse. 4. Los ojos de la fe Los medievales decían: «ubi amor ibi oculus», donde hay amor hay ojos, pues ese no es ciego, sino que ve más porque no es pupila, sino foco de luz que se proyecta sobre la realidad, desvelando gracias de ella que no se verían sin él (Ortega). Lo mismo podría decirse de la fe, y de la esperanza: tienen «ojos». Ya Agustín hablaba en estos términos: oculata fides12. Y Tomás de Aquino dice de los encuentros con el Resucitado que los discípulos lo vieron con los «ojos de la fe»13, expresión que casi todo el mundo identifica con la obra de Pierre Rousselot, pero que tiene raíces tan antiguas. El Salmista pide a Dios un corazón puro que le renueve por dentro con espíritu firme, que le haga volver a Él, porque un «corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51 [501,12.15.19). Si no hay humildad, si no deja de prestarse oído a la vanagloria y al orgullo, será imposible que se despierte nuestro centro más íntimo y per sonal como tendente o «yente» a Dios. San Bernardo sabía por experiencia («creed al experto», decía) que la sabiduría verdadera del amor está en no escuchar la voz del orgullo y la prepotencia, ni la voz de la pusilanimidad; que en el terreno de la fe Dios no nos trata como esclavos ni como asalariados, sino como hijos; y que, por tanto, somos también libres ante Él. Cuando el hombre consiente en no ser el ridículo sol de un pequeño sistema planetario alrededor del cual girasen los demás, la realidad entera y hasta el mismo Dios, sino que se entrega personalísimamente, consintiendo girar en torno al verdadero Sol que nace de lo alto, entonces la conversión no es solo un cambio de manera de pensar, un cambio de mentalidad (metdnoia, meta-nous), sino también un verdadero cambio del mundo (metakosmeia). De nuevo don Quijote se revela como un profundo filósofo y teólogo. En el capítulo décimo de la segunda parte, Sancho, que tradicionalmente intenta despertarlo de la ilusión, y para una vez que don Quijote ve con realismo, pretende que tres aldeanas de no muy buen ver, montadas sobre sendas borricas, sean tres princesas a lomos de tres corceles: «despabile esos ojos y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya llega cerca». Suspenso y admirado, e hincado de hinojos, don Quijote tiene este parlamento: «Levántate, Sancho, [...] que ya veo que la fortuna de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta anima mezquina que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh extremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio de este afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para solo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura 25


y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestigio [= monstruo fantástico horrible], para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha figura hago la humildad con que mi alma te adora»"`. Ver a una princesa en una aldeana, a un rey en un mendigo, a un hijo de Dios y hermano nuestro en el pecador más recalcitrante; a la creación entera viendo cómo todo desciende de arriba y cómo las criaturas son huellas que nos llevan a Dios, porque creadas en, por y para Cristo, y en él consistentes, apuntan hacia el Padre con la fuerza del Espíritu, es estar ya en esa promesa de experiencia que es la fe; en su ejercicio más profundo y pleno, que llamamos «mística». Como si Dios nos dijera, como Sancho a don Quijote: «ensanche vuestra merced [...] ese corazoncillo, que le debe de tener ahora no mayor que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala ventura»; es decir, que la virtud - la fe, la esperanza y el amor- supera todos los infortunios. Quizá hoy día, en una época de extrañamiento de Dios, sea la figura de la contemplación la más propia de la fe. En una página espléndida de Rousselot se dice a este respecto: «Cuanto más sensible es el alma a las llamadas del Espíritu Santo, tanto más fácil le será, por medio de los signos ordinarios y cotidianos - ya no "extraordinarios" ni "milagrosos"-, llegar al asentimiento de la fe cristiana. Por esta razón, una tradición indiscutible que se remonta al Evangelio mismo dedica alabanzas a aquellos que para creer no han necesitado prodigios. No son alabados por haber creído sin razón: ello no sería sino criticable. Pero se ven en ellos almas verdaderamente iluminadas y capaces, a partir de un mínimo indicio, de captar una gran verdad. La experiencia, por otra parte, ¿no muestra que, cuando el Espíritu Santo visita el alma con su consolación, esta ya no puede dudar, por así decirlo, y ve en todas las cosas signos manifiestos de la verdad? "Piensa en no importa qué - dice el autor del Stimulus amoris (texto atribuido mucho tiempo a san Buenaventura, pero que es de Giaccomo da Milano) - y encontrarás materia abundante para amar a tu creador". Santos ha habido que entraron en éxtasis a la vista de un tallo de hierba. Igualmente en la fe: cuando la luz divina es sensible a un alma, toda la historia del mundo le parece probar la misión de la Iglesia; la palabra o el hecho más corriente la llena de certeza o de paz. Estas cosas no se pueden expresar con palabras. Pero la Iglesia, al definir que hay motivos sacados de signos externos, no ha definido nunca que solo los hubiera expresables. Expresados, estos de que hablamos, al que no posea el Espíritu le podrán parecer despreciables. Pero el que ama, ese reconcomerá a la Esposa "por uno solo de los cabellos de su cabeza'»15 5. Los credos apostólico y niceno-constantinopolitano 26


En el primer apartado de este capítulo se hizo referencia a la condición personal y eclesial de la fe expresada en el credo de la Iglesia y al contexto litúrgico y bautismal en que nacieron los Símbolos de la fe'6. Como ha señalado Bernard Sesboüé en la obra citada en la nota anterior, estos explicitan el contenido de los elementos formales del orden de la Tradición (sucesión apostólica y canon de las Escrituras), típicos de la regla de fe. En sus artículos se encuentra el corazón del dogma cristiano, que, al expresarse, creará el nuevo género llamado Símbolo. La fidelidad a la Tradición apostólica se hace posible con ellos, pues no perteneciendo a la Escritura, sintetizan lo fundamental de ella y son normativos. Las fórmulas eclesiales, tanto de Oriente como de Occidente, desempeñaron a la vez las funciones confesante y doctrinal, convirtiéndose en una referencia importantísima para la identidad eclesial y el reconocimiento mutuo de los cristianos. El aspecto confesante expresa el compromiso del creyente con el Dios Trino, en una relación filial de libertad y alianza, fruto de la conversión, así como la incorporación del yo personal («creo») al nosotros eclesial, sin que se menoscabe lo más mínimo la unicidad del acto personal de fe; antes bien, personalizándose en grado sumo al ser sostenido y animado por el gran sujeto de la comunidad eclesial, tomando conciencia de la verdadera identidad de hijos de Dios que nos constituye en el servicio del reconocimiento mutuo. La función doctrinal se refiere al contenido esencial de la fe que se expresa en los credos, en una especie de «palabra abreviada» (Orígenes) y que, según Sesboüé, es «la "célula madre" de la tradición eclesial»" que culmina y recapitula las Escrituras, posibilitando la reflexión dogmática y teológica posterior de su logos interno. Como podrá comprobar el lector en los siguientes capítulos de este libro, lo que estructura el contenido de los diversos artículos del credo es la Trinidad económica; es decir, la dispensación amorosa y libre del Padre realizada en el envío del Hijo en la plenitud de los tiempos y en el don del Espíritu actualizado en la vida eclesial. En la liturgia eucarística actual se proclaman tanto el llamado «credo Apostólico» como el «Niceno-constantinopolitano». El antepasado más antiguo del que llamamos «Símbolo de los Apóstoles» se encuentra en la tradición del santo bautismo que recoge Hipólito de Roma'8, y es un diálogo que el neófito mantiene con el sacerdote, acompañado de una triple inmersión. Este tipo dialogal de credo, pasado a su forma declarativa en una frase muy larga regida por el verbo «creo», constituye la denominada forma «R» (romana), más antigua, que se transmitió en griego y en latín. La más reciente, del siglo VII, se conoce como forma «T» y apareció en la Galia meridional, para después introducirse en Roma. El resto de la Iglesia latina aceptó también la forma «T». Una tradición piadosa atribuye el credo apostólico a los propios apóstoles, quienes, antes de separarse, el día de Pentecostés, redactaron el Símbolo. Aunque la atribución sea apócrifa, se encierra en ella una gran verdad: aunque es un documento postapostólico y no pertenece a las Escrituras, tiene una autoridad apostólica, pues la mayor parte de sus expresiones provienen del Nuevo Testamento, y es una buena prueba de que 27


«la regla viva de fe que transmite el Símbolo es la herencia directa de las confesiones de fe de la Iglesia de los apóstoles»'9. El Símbolo Niceno-constantinopolitano fue atribuido por el Concilio de Calcedonia (451) al primer Concilio de Constantinopla (381), aunque los investigadores han propuesto numerosas hipótesis sobre su origen, y tiende a pensarse que, aunque no lo compusiera en sentido pleno, sí enmendó, completó y promulgó dicho credo, que se adoptó en todo el Oriente como símbolo bautismal a partir del siglo VI. Un dato importante es el hecho de que fuera introducido en la liturgia de la eucaristía y, de este modo, se generalizase su uso tanto en Oriente como en Occidente, hasta ser adoptado por Roma en el siglo IX. Occidente añadirá por su cuenta el famoso Filioque, según el cual el Espíritu Santo procede del Padre «y del Hijo». El Símbolo Niceno-constantinopolitano (año 381; DH 150) y el Símbolo de los Apóstoles (finales siglo II; DH 10)

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ÁNGEL CORDOVILLA PÉREZ Introducción EL Símbolo de la fe comienza con la confesión en Dios Padre. En los primeros credos de la Iglesia o en las llamadas «reglas de fe», que surgen entre finales del siglo II e inicios del siglo III, la fe en Dios Padre se menciona como el primer artículo. Así, por ejemplo, lo encontramos en Ireneo de Lyon, uno de los primeros grandes teólogos y padres de la Iglesia del siglo II: «He aquí la regla de nuestra fe, el fundamento del edificio y la base de nuestra conducta: Dios Padre, increado, ilimitado, invisible, único Dios, creador del universo. Este es el primero y el principal artículo de nuestra fe»'. Es obvio que esta primacía tiene un sentido cronológico, es decir, que la confesión de fe en Dios Padre ha de ir delante de la confesión de fe en el Hijo y en el Espíritu. Así es desde el punto de vista de la historia de la salvación, pues Dios se manifestó primero como Padre en el AT, como Hijo en el NT, y ahora se nos revela como Espí ritu2. El sentido cronológico es, pues, evidente. Pero Ireneo quiere decir algo más. Este artículo es el primero y principal. La primacía se convierte aquí en una cualidad frente al resto. Es como si este primer artículo fuera el fundamento de los otros dos. Y, efectivamente, así es. No solo porque el Padre es la fuente de la vida divina, como veremos después, del Hijo y del Espíritu, sino también porque sin esta confesión en el único Dios, Padre todopoderoso, no sería posible afirmar la encarnación del Hijo de Dios y la divinización obrada por el Espíritu en su Iglesia como sacramento universal de salvación y camino de la consumación de todas las cosas. La fe monoteísta en un único Dios Padre (por lo que ya integra implícitamente al Hijo y al Espíritu) es capital para entender el resto de los artículos del Credo y sus formulaciones dogmáticas. Así como el primer artículo no es plenamente comprensible si no es desde el segundo (Hijo) y el tercero (Espíritu). 1. Creo en Dios Padre Creer, solo se puede en Dios. Solo se puede creer en Dios porque este acto de fe significa no solo creer en su existencia o darle crédito en lo que dice y testimonia de sí, sino que, asumiendo estas dos perspectivas, la fe en él significa entregarse a él; poner la vida entera en sus manos, tal como se ha mostrado en el capítulo primero. Por eso, él y solo él puede ser el destinatario primero y único de nuestra confesión de fe. Este es el sentido del monoteísmo bíblico frente a los diferentes politeísmos y dualismos en la comprensión de la divinidad; frente a la idolatría, el agnosticismo y el ateísmo como 31


tentaciones permanentes para el hombre contemporáneo. Comenzar por la confesión de fe en Dios es decir que el mundo de los hombres no es suficiente, que el mundo material no es la totalidad de lo real, sino que para comprender el mundo y nuestra propia realidad, tenemos que hacerlo desde un horizonte y fundamento que va más allá de la realidad material (trascendente), pero que a la vez está más acá de nuestra conciencia más íntima (inmanente). Lo que además dice la confesión de fe, como veremos después, es que ese Dios único en el que creemos, es decir, a quien entregamos nuestra existencia, es un Dios personal, tiene el nombre de «Padre». No es un dios cualquiera, sino el que se ha revelado en Jesucristo y se nos ha dado en su Espíritu. Veamos ahora qué significa este primer artículo del Credo, desde el trasfondo histórico en el que surge, y el sentido que tiene hoy para la comunidad cristiana. a) Dios, en el origen de todo La confesión de fe en Dios Padre como primer artículo del credo está fuertemente vinculada en sus orígenes a lo que conocemos como dualismo. Frente a una comprensión de la revelación que separa al Dios invisible, al Padre del Nuevo Testamento y al Dios creador del Antiguo Testamento, las primeras confesiones cristianas afirman sin dudarlo la unicidad de Dios. Y por esta razón, en estas primeras fórmulas de fe aparecerá indisoluble la expresión «Dios Padre y Creador». Solo existe un único Dios, que es Padre, Señor y soberano de todo, Creador de todas las cosas. Dios es inefablemente único: «Dios Creador hizo todas las cosas por su propia y libre decisión, sin que nadie le empujara a ello; pues él es el único Dios, el único Señor, el único Creador, el único Padre, el único Soberano de todo, el que da existencia a las cosas ¿Cómo podría haber sobre él otra totalidad (pleroma), otro principio, otro poder u otro Dios?» 3. La gran amenaza que sintió la fe cristiana en sus comienzos fue la que conocemos con el nombre de «gnosticismo». Una sutil tentación en los orígenes que nunca está desterrada del todo. Por un lado, el gnosticismo afirma una distancia infinita entre el Dios invisible e incomprensible y la realidad material. Hasta tal punto se da esta distancia y extrañamiento que este Dios no puede ser considerado el Creador. Con una imagen que de alguna forma utilizará Ireneo de Lyon en sentido contrario, podemos decir que para esta comprensión el Dios Padre que está por encima de todo, invisible, eterno, incomprensible, no puede «mancharse las manos» en la obra de la Creación. Mientras que el Dios verdadero y eterno se queda lejos en su trascendencia, es otro dios - un dios extraño, un dios malo, un dios menor - quien realiza la obra de la creación. Desde esta polaridad se explica el dualismo de toda la realidad: cuerpo-alma; materia-espíritu; maldad-bondad; tierra-cielo; condenación-salvación... y se soluciona, al menos de forma aparente, una cuestión que a los hombres siempre nos trae de cabeza: el origen del mal. Pero si esto fuera así, ¿cuál sería la consecuencia? La imposibilidad de comunicación 32


real entre Dios y nosotros, así como el sentimiento de extrañamiento y orfandad del hombre en el mundo. Cuando la fe cristiana confiesa que cree en un único Dios Padre, creador de todo, afirma que la relación entre Dios y el mundo, sin confundirlos, es una relación verdadera y real. Y por esta razón, el hombre puede vivir con una confianza radical en el mundo. No hay que huir de él para salvarse, sino que la salvación, como comunión personal con Dios, se inicia y acontece en el mundo, aunque no se agote en él. En sentido fuerte, en sentido ontológico, no hay realidades extrañas, poderes malévolos, fuerzas oscuras que puedan poner en entredicho el poder bondadoso y creador de Dios. El mal y la oscuridad existen; pero si no están en el origen como una fuente propia frente al Dios creador, tampoco estarán al final como última palabra de la vida humana y de la historia del mundo. Si Dios está en el origen de todo como único principio, él será también el único final. La esperanza se funda en la fe en el Dios creador, como bien sabía la madre de los macabeos cuando alentaba a sus hijos a que fueran fieles al Dios que les dio el ser desde sus entrañas maternas, porque quien los creó les devolvería misericordiosamente a la vida (cf. 2 Mac 7,23). b) Un Dios personal: libertad, amor y sentido La fe cristiana, en su primer artículo, matiza aún más. No creemos en Dios como principio y origen absoluto pensando en él como una fuerza o energía impersonal. En el origen está Dios Padre, es decir, un Dios personal que es libertad y amor en su vida divina y, desde esta, otorga vida, amor y sentido a toda la realidad que surge de él. Estamos acostumbrados a escuchar que creemos en algo; que algo habrá: una fuerza poderosa, un ser que vigila el movimiento de todos los seres, una energía que sostiene el universo... Pero la fe cristiana concreta que no es algo, sino alguien; no es una fuerza, sino un Dios personal, con rostro, cuya ley interna es el amor, y desde él crea, conserva y conduce providencialmente la realidad salida de sus manos. Dios no abandona la obra de sus manos, sino que con ellas, con el Hijo y el Espíritu, la sostiene, la conserva, la guarda y la llevará a su perfección. Lo que el sacerdote escucha en el día de su ordenación es extensible a la vida de todo creyente, de todo ser humano, de toda la realidad creada: «Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la llevará a término». Desde esta perspectiva personal, de amor y libertad, tendríamos que entender los atributos de Dios, como su omnipotencia, su inmutabilidad, su impasibilidad y su acción de guía y conservación del mundo, que conocemos como «providencia». c) La paternidad de Dios: entre el malestar y la nostalgia La fe en el único Dios, por tanto, no puede separarse de la afirmación de que este Dios es inmediatamente Padre. La unicidad y unidad de Dios está vinculada a su paternidad, no a una esencia abstracta e impersonal. Esto es de una gran relevancia para la 33


comprensión de Dios como ser personal y de toda la realidad desde el primado de lo personal y relacional. Pero esta vinculación entre Dios y Padre nos lleva a una pregunta fundamental: ¿Cómo percibe el hombre de hoy la idea de la paternidad? ¿Y cómo la entiende vinculada a Dios? Esta afirmación, tan normal para los que profesan la fe cristiana, ¿es realmente la buena noticia del Evangelio que Jesús vino a anunciarnos? ¿O es considerada como una carga que hay que soportar o una amenaza de la que hay que liberarse? Por expresarlo con la afirmación del filósofo Paul Ricoeur, ¿es la imagen del padre el fantasma del padre castrador al que es necesario matar o el símbolo del padre que muere por misericordia?4 Con una gran sen sibilidad por el diálogo de la teología con la cultura y la filosofía contemporáneas, Kasper afirma: «La afirmación central del Nuevo Testamento de que Dios es el Padre de jesucristo y Padre de todos nosotros resulta difícil de comprender y realizar para muchas personas» 5. El autor explicita tres raíces del problema que describimos brevemente a continuación, siguiendo su análisis. El primero es el psicológico, cuyo representante fundamental es S.Freud. El psicoanalista austriaco descubrió en el complejo de Edipo la raíz de todas las neurosis del hombre. El ser humano sintió la necesidad de «matar al padre» para liberarse definitivamente de lo que esta figura representaba. Así, liberado de esa autoridad opresora e infantilizante, podría llegar a ser él mismo. Sin embargo, esta muerte del Padre llevó a la lucha de todos contra todos, provocando el caos generador de angustia y terror. El ser humano sintió nuevamente nostalgia de esa figura, en el fondo acogedora y redentora. El cristianismo vendría a sanar esta angustia y culpa originaria, situando a Cristo al lado del Padre o, más exactamente, en lugar de él. La religión del hijo viene a sustituir y abolir la religión del padre. El segundo ámbito es el sociológico, proveniente del movimiento de la liberación de la mujer, que ha encontrado su eco y acogida en la teología feminista. Para esta teología la designación de Dios como Padre ha sido el fundamento de una serie de estructuras patriarcales injustas que repercuten en la conciencia de los hombres y en las estructuras y formas de organización civil y eclesial. La idea de Dios como Padre vendría a sacralizar el patriarcado y a sublimar ideológicamente el predominio de los varones con respecto a las mujeres. Esta crítica ha tenido dos caminos diferentes: uno, que pide la superación del cristianismo por una religiosidad poscristiana centrada en las divinidades matriarcales, libre de toda reminiscencia patriarcal y machista; otro, de corte más profético, que pide una corrección inclusiva en el lenguaje teológico, para que, cuando hablemos de Dios, incluyamos rasgos tanto de la paternidad como de la maternidad. Y así oímos muchas veces «Dios Padre-Madre». Aunque en mi opinión esto induce a errores, esta última, al menos, como el propio Kasper reconoce, «constituye una invitación a concebir la idea del padre de un modo más crítico y profundo y a ahondar más en su significado» 6. El tercer ámbito es el metafísico. La modernidad está construida desde la pasión por 34


la libertad y la emancipación del ser humano respeto de todo aquello que es ajeno a su ser. Dios, y en concreto su paternidad, fue experimentado como una mengua a esta libertad. Si Dios existe, el hombre no puede ser libre. Dios y el hombre no pueden vivir juntos. En este sentido, debemos analizar cómo el hablar con verdad del Dios Padre nos posibilita superar la crítica de la religión que especialmente se ha realizado desde de la modernidad (Nietzsche, Freud). Pues al comprender a Dios desde la lógica del amor como acontecimiento de comunión interpersonal, se supera la imagen de un Dios como «superpadre» que conduce a los hombres a la permanente minoría de edad. Este hombre-infante que, o bien responde con la petición de un Dios que colme su inmadurez, o bien lo quiere suplantar colocándose él como absoluto. Si el siglo XX ha sido testigo de esta crítica a la figura paterna y en su conjunto ha mostrado el malestar ante ella, hoy la situación ha cambiado. Desde el ámbito de la sociología, de la psicología, de la filosofía y de la teología se percibe más bien que hay una nostalgia y una nueva búsqueda del padre perdido'. Lo más importante en esta situación de encrucijada entre el malestar y la nostalgia en torno a la figura paterna es que los cristianos que confesamos la fe en Dios Padre seamos conscientes de que la buena noticia de la paternidad de Dios es escuchada por un hombre y una cultura que tienen una vivencia previa de la paternidad, y que esta está en crisis. En nuestras catequesis experimentamos muchas veces que es difícil anunciar la buena noticia de que Dios es Padre, dado que la experiencia de paternidad de alguno de los participantes es muy probable que sea negativa. Pero hay que decir que este no ha de ser el punto de partida para la comprensión de la paternidad de Dios. Cuando hablamos de Dios como Padre, hay que ir directamente al testimonio del Nuevo Testamento y a la experiencia única y singular que Jesús tiene de Dios. Es obvio que cuando decimos la palabra «padre», todos partimos de una experiencia humana de esa paternidad, sea esta buena o mala. Pero aquí hay que recordar que la semejanza que existe entre la paternidad humana y la paternidad de Dios tiene que ser afirmada en la mayor desemejanza. El camino hoy debe ser otro. Tenemos que partir de la paternidad de Dios revelada a través de la vida y la persona de Jesús. Y después comprender que es su paternidad la que se convierte en fuente y fundamento de la nuestra, no al revés (cf. Mt 23,9; Ef 3,15). El Evangelio que Jesús anunció y encarnó en su propia persona es el evangelio de la paternidad de Dios. Este Evangelio, y no otro, es el que tiene la obligación de anunciar la Iglesia en nuestros días. Nuevamente, el cardenal Kasper acierta en su propuesta: «En esta situación de desplome del orden metafísico, el cristianismo debe replantear la cuestión del fundamento que da origen a todo, lo sustenta todo y da medida a todo. El cristianismo debe enseñarnos a afirmar el mundo y las raíces naturales del hombre, contra sus detractores radicales [...]. Debemos volver, pues, al primer artículo de la fe y preguntarnos qué significa creer en Dios, Padre Todopoderoso»g.

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2. Teología de la primera persona Para volver a la buena noticia que significa el hecho de que creemos en un Dios Padre todopoderoso, vamos a mostrar tres rasgos centrales de la forma como Dios es Padre. Es decir, qué dicen la fe cristiana y la teología cuando se refieren a la paternidad de Dios. En primer lugar, que él está más allá de lo que podemos pensar o decir sobre él. Dios es misterio incomprensible. Pero, en segundo lugar, esta incomprensibilidad nace no tanto de su carácter oculto y lejano, cuanto de que su ser coincide con la donación. Dios es misterio insondable de autodonación sin reserva. Desde aquí, en tercer lugar, podemos pensar su poder creador y su amor omnipotente para iniciar un proyecto que comienza en la creación y que lleva adelante hasta la consumación escatológica. Él es el Alfa y el Omega de la historia. Y estas características, concre tadas y desveladas desde la historia concreta de jesús, y especialmente desde el misterio pascual, pues la resurrección es el verdadero lugar natal de experiencia y la idea de la paternidad de Dios según el testimonio del Nuevo Testamento. a) Dios es misterio: incomprensibilidad La primera característica de la teología de la paternidad o de la primera persona es la incomprensibilidad. Dios es misterio incomprensible e inefable: una característica que hoy está de moda en la teología para evitar un exceso, que podríamos denominar «idolátrico», de conceptualización o de cosificación de la realidad de Dios. Es decir, confundir la imagen con la realidad; cosificar y petrificar su ser haciéndonos una imagen falsa del Dios verdadero. Esta característica está en el corazón de la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El prólogo del evangelio de Juan afirma que a Dios nadie lo ha visto jamas. Esta afirmación se sitúa en la línea de la tradición veterotestamentaria, que en el primer versículo del decálogo prohibe construirse cualquier imagen de Dios: «Yo soy el Señor tu Dios... No te harás ningún ídolo ni figura de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en el mar debajo de la tierra» (Dt 5,8). Para entender la prohibición de hacerse imágenes de Dios hay que partir de la primera gran afirmación: Dios se presenta en la realidad que lo identifica recordando la revelación enigmática de Yahvé a Moisés en la zarza: «Yo soy» (cf. Ex 3,13-15). No hay ninguna imagen ni figura alguna en la que pueda encerrarse ese «Yo soy», ese Dios presente en la historia de su pueblo como presencia salvífica. A Dios no se le puede encerrar en una imagen, sino que hay que comprenderlo inserto en una historia y conduciendo a su pueblo a la salvación. Junto a la prohibición de la construcción de imágenes de Dios, el AT afirma la imposibilidad de ver a Dios. Ex 33,1823 expresa con toda claridad esta imposibilidad de ver la gloria de Dios. Ante la petición de Moisés de ver su rostro, Dios manifiesta su libertad y su soberanía. Moisés puede contar con la presencia graciosa y compasiva de Yahvé, pero nunca podrá apropiarse de 36


ella. Yahvé le permite ver un resplandor de su gloria, pero no la gloria de forma inmediata; podrá ver su espalda, pero no su rostro. La imagen le sirvió a Gregorio de Nisa para afirmar que en el camino de la vida espiritual Dios siempre precede al hombre, está delante de él, y la comunión con él se da siempre en la forma de seguimiento'° La mejor teología cristiana siempre ha subrayado este carácter negativo de su propio quehacer. Así Justino, después de mencionar que el nombre que dice el ministro cuando alguien es sumergido en las aguas para ser bautizado es el nombre de Dios, Padre y Soberano, añade que «nadie es capaz de poner nombre al Dios inefable, y si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es Dios, es que está rematadamente loco»". Pero esta misma idea puede rastrearse en los Padres Capadocios, Agustín, Anselmo, Tomás... Los grandes teólogos y santos nunca han considerado a Dios como un objeto de visión que puede ser captado por el hombre para, así, hablar de él desde imágenes sabidas y conocidas. En esta misma tradición, Dionisio Areopagita, autor del siglo VI, refiriéndose al nombre de Dios, afirmó que de él podemos decir que es a la vez el sin nombre, el nombre que está sobre todo nombre y el que tiene muchos nombres. La negación, la eminencia y la plura lidad manifiestan esa plenitud del ser de Dios radicalmente distinto (aunque no distante) de las criaturas. Dios es un ser personal que sale al encuentro del hombre para dejarse ver por él en su revelación y manifestación gratuita, siempre que esté dispuesto a descalzarse y a reconocer en esta revelación un hecho prodigioso, más allá de los acontecimientos e imágenes cotidianas de la vida. La revelación neotestamentaria continúa considerando que a Dios nadie lo puede ver. El NT sigue siendo fiel a esta teología negativa (apofática). Sin embargo, no es una teología apofática radical, sino que nos remite a su imagen verdadera, que es Cristo. «Quien me ve a mí ve al Padre», afirma jesús ante la insistencia del discípulo que le pide: «muéstranos al Padre, y nos basta» (Jn 14,8). No hay una imagen directa de Dios, sino solo mediada a través de Cristo, que es quien ha revelado el nombre de Dios (Jn 17,6), nos ha hablado de él en sus parábolas, dichos y acciones y así, finalmente, se ha constituido en la imagen del Dios invisible (Col 1,15). El Hijo que está en el seno del Padre y que ha sido engendrado por él lo ha dado a conocer. El Padre se da a conocer a través de su Hijo Unigénito y del Espíritu que glorifica y da testimonio de los dos. Profundizaremos en esta afirmación más adelante, en la última parte del capítulo, aunque en realidad solo se comprenderá en su verdad más profunda cuando sean explicados el segundo artículo del Credo en el capítulo tercero (Creo en Jesucristo), y el tercer artículo en el cuarto (Creo en el Espíritu Santo). b) Dios es fuente: don inagotable Este misterio de incomprensibilidad e inefabilidad no es así porque Dios sea visto desde nosotros como una realidad difusa, sino, más bien, porque es un misterio insondable de 37


donación y entrega. En la teología trinitaria, «Padre» es nombre de relación; más aún, es nombre de donación, hasta el punto de que Dios Padre, entregándose y donándose enteramente, constituye dentro de sí la alteridad (Hijo) y la comunión (Espíritu). Él no retiene para sí mismo el ser divino, sino que todo se lo comunica a su Hijo, y ambos al Espíritu. En este dar-se al Hijo y al Espíritu comunicándoles su ser, hasta el punto de que ambos sean en igualdad de esencia y dignidad como él, consiste su fontalidad, su autoridad y su primacía. El Padre es pura capacidad de donación, de donación entera, sin reservarse nada para sí. De tal forma que podemos decir que es Padre en el sentido de que, al ofrecer su propia vida, ofrece ser y vida de tal forma que suscita la plena comunión de amor. El amor (como donación y entrega) se descubre así como la dimensión fundamental del ser del Padre, y en él y desde él de toda la Trinidad. Desde esta perspectiva, podemos y debemos comprender al Padre como el don original, en quien su ser y su identidad consisten en que se regala y está permanentemente saliendo de sí mismo hacia el Hijo y el Espíritu. El Padre es siendo enteramente hacia el otro, por lo que obtiene su identidad a partir de los otros. Por esta razón, situar a Dios Padre como fuente y principio de la Trinidad, según toda la tradición cristiana, no significa una minusvaloración de las otras dos personas divinas, ni considerar al Padre como persona absoluta. Pues solo es Padre en el Hijo y desde el Espíritu. Nada hay previo a la relación ni, en definitiva, a su persona. El Padre también es en cuanto que es relación subsistente. El Padre es origen por ser capacidad total de donación, sin reservarse nada para sí. Que él lo comunique todo, excepto la paternidad, no es más que la expresión de que en Dios hay verdadera alteridad, comprendida esta no como algo negativo, sino como una realidad positiva. Que el Hijo no se convierta en Padre, aunque este último le comunique todo lo que es y tiene, es la condición de posibilidad para que pueda darse una relación entre Dios y las criaturas en la que estas últimas puedan compartir la misma naturaleza divina sin perder su propia condición. En el origen de todo está el Amor personal y libre, generador de Alteridad y de Comunión. c) Dios es creador: amor omnipotente Desde este ser donación incomprensible podemos pensar su relación con las criaturas. Dios es creador como amor omnipotente. Hay que llamar la atención sobre un hecho evidente, pero no por ello carente de un profundo significado. Como ya hemos dicho antes, la afirmación de un Dios Creador Omnipotente está precedida por la afirmación de que Dios es Padre. Si el Dios Creador no fuera antes Padre, la relación con él no podría ser de total y absoluta confianza, tal como jesús nos anuncia y nos pide en el Evangelio, sino de angustia y de temor. Afirmar que el Padre es el Creador, y no otro, es una manera de referir todas estas afirmaciones al segundo artículo, pues solo desde la revelación histórica de Cristo sabemos que Dios es Padre. Desde la revelación histórica 38


de jesús sabemos que en Dios el ser coincide con la donación absoluta, con la capacidad de darse a sí mismo, y en esa donación hace surgir otra realidad distinta de él, sin egoísmo ni avaricia. Dios Padre es dándose. Por lo tanto, todo cuanto digamos del poder de Dios y de su omnipotencia tiene que ser entendido desde esta capacidad absoluta de donación y de poner ante sí mismo una realidad distinta de él y en comunión profunda con él. Esto dentro de Dios se llama «generación del Hijo», y fuera de Dios se llama «creación del mundo». El atributo omnipotente surge en este contexto en las primeras confesiones de fe para afirmar que nada está fuera del alcance del poder de Dios12. Toda la creación proviene de él y es fruto de su amor. Este atributo está muy cerca de lo que se quiere decir con la expresión de que la creación fue hecha de la nada (credtio ex nihilo). Toda la realidad proviene del amor de Dios (credtio ex amore). La visión que se quiere erradicar es todo posible dualismo maniqueo, para excluir que la creación o parte de ella procediera de un principio malo que quedase fuera del dominio y, por ende, de la responsabilidad de Dios. La solución del dualismo es sutil, pues con él se quiere responder, en el fondo, al problema irresoluble de la relación entre unidad y pluralidad y, sobre todo, a la acuciante cuestión de la existencia del mal en el mundo. El Dios bueno no es responsable de ese mal, sino su contrincante. La solución es sencilla, pero las consecuencias serían inmensas para la fe en Dios y para comprender la realidad de las criaturas. Desgraciadamente, esta vinculación de la omnipotencia a la paternidad de Dios, comprendida a su vez desde la revelación de jesús como amor y capacidad de donación en apertura y surgimiento del otro, no ha sido suficientemente atendida por la teología. Más bien se cayó en el error de volver de forma inconsciente a una comprensión religiosa general anterior, donde la omnipotencia estaba vinculada al poder dominador, generador de un miedo aterrador y de un sentimiento culpabilizante que, con razón, el hombre moderno y contemporáneo ha necesitado rechazar. Del Padre Todopoderoso se pasó al «dios tapaagujeros» situado en el límite de la vida humana, del que se echa mano para paliar el déficit de los humanos. También, con parte de razón, profetizó el teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer que ya es tiempo de vivir sin este Dios y de que el hombre asuma de una vez su mayoría de edad, colocando a Dios en el centro de su vida; ya es tiempo de que olvide al deus ex machina, que en realidad remite al poder del mundo, y vuelva al Dios de la Biblia, que nos manifiesta su poder en el sufrimiento y en la debilidad, pues solo el Dios que sufre, el Dios débil, puede salvarnos definitivamente13. No obstante, no es bueno abandonar el atributo que aparece vinculado a Dios en el Credo de la omnipotencia. Un Dios sin poder no es realmente Dios y no tiene capacidad para salvar. Es la revelación de jesús, el Hijo de Dios, la que nos señala e interpreta el verdadero sentido de su omnipotencia. El poder de Dios no es impersonal, sino lógico y 39


gracioso, es decir, mediado por su Logos y su Pneuma, por su Palabra y su Espíritu. Un Dios sin Logos, pura voluntad y omnipotencia, provocaría fascinación y terror; un Logos sin capacidad creadora y amorosa, sin Espíritu, lo dejaría encerrado en su propia realidad, sin posibilidad de entrar en comunicación y comunión real con el mundo por medio de su amor y de su gracia; sería un poder razonable, incluso gratuito, pero en el fondo inútil e ineficaz. Y un Espíritu sin la relación al Logos y, finalmente, al Padre conduciría a la irracionalidad y la cerrazón del hombre dentro de su subjetividad. 3. Padre - Hijo - Espíritu Santo a) Dios Padre desde jesús El nombre que los cristianos damos a Dios es «Padre». Ya no es Yahvé ni Elohim ni Saddai, sino el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuál es la razón? La revelación de Jesucristo y el don del Espíritu. La paternidad de Dios la conocemos desde la vida de jesús y está más allá de creaciones culturales, contextos patriarcales y horizontes religiosos. Aplicar a Dios o a la realidad divina el título de «Padre» no es, desde luego, una novedad del cristianismo. Hoy está prácticamente asumida la tesis de los historiadores y fenomenólogos de la religión según la cual la designación de Dios como padre es uno de los «símbolos religiosos originarios de la humanidad» (G.Mensching, F.Heiler, etc.), aunque esto haya que afirmarlo con matices14. El AT, aun cuando es bastante reacio al uso de esta metáfora para hablar de la relación entre Yahvé e Israel, sin embargo, tampoco la obvia del todo. La base no es la biología, ni la relación natural, sino la elección gratuita de Dios (Dt 32,3-7) y el rescate en la situación del destierro fruto de sus pecados de idolatría (Is 63,7-64,1 1). Desde esta imagen, el AT expresa la autoridad de Dios frente a su pueblo y la especial relación de bondad y ternura que tiene con Israel (cf. Is 1,2-3; 63,764; Os 11,1-4)15. Una doble perspectiva que se mantendrá, aunque profundizada y llevada a plenitud, en el Abba de jesús, desde donde vive con el Padre una relación de radical intimidad y absoluta obediencia (cf. Mc 14,36)16 b) Abba, el Dios de jesús El Dios de jesús es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios del AT; pero, por otro lado, jesús tiene con este Dios una relación tan especialísima y singular que puede invocarlo sencillamente como Abba. No obstante, la novedad de la revelación de Dios no está tanto en la expresión misma, sino en quién la dice y cómo la dice. En este sentido, la invocación Abba es una palabra que tiene que ser descifrada desde la totalidad de la vida de jesús: sus acciones, sus palabras, su actitud, su muerte, su libertad y su conciencia. Solo desde este universo personal la expresión Abba puede adquirir la fuerza y la 40


importancia que se le ha dado con razón en la teología contemporánea. Desde esta totalidad de vida que revela su ser personal, debemos descubrir quién es el Dios que Jesús nos revela desde su anuncio del Reino y su relación personal con él. Es la entera persona de jesús la que nos descifra e interpreta la revelación de Dios en el tiempo de la Nueva Alianza. Jesús es, de esta forma, el exegeta del Padre (cf. Jn 1,18). Desde la experiencia única y singular de jesús expresada en el término Abba y que funda la pretensión de jesús manifestada a través de sus palabras y sus obras, la comunidad cristiana fue adquiriendo cada vez más conciencia de la paternidad de Dios. Para el Nuevo Testamento, Yhwh es comprendido desde jesús, hasta el punto de que él ya es el Dios del Hijo, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. La aportación más decisiva de la misión de jesús es que nos trae a Dios; y en la medida en que nos trae a Dios, Dios se revela a sí mismo para nosotros como Dios del Hijo. Por eso la relación íntima, única y singular de jesús con Dios cambió el lenguaje de los discípulos y su conocimiento de Dios; nunca para ponerse en igualdad de relación con jesús, el Hijo de Dios, sino para entender desde él la nueva posibilidad de relación con Dios. San Pablo vuelve a reproducir la expresión Abba en Gal 4,4 y Rm 8,15, ya no para referirse a la oración de jesús, sino para referirse a la oración cristiana e indicar el don escatológico que reciben aquellos que han recibido el Espíritu del Hijo, el Espíritu del Señor. También es digno de mención que el uso del término «Padre» para referirse a Dios experimentó en la comunidad cristiana un progresivo crecimiento. Desde las cuatro ocasiones en que aparece en el evangelio de Marcos (Mc 8,38; 11,25; 13,32; 14,36) hasta las aproximadamente 120 referencias en el evangelio de Juan hay un desarrollo considerable. Entre ambos extremos están las 17 referencias del Evangelio de Lucas y Hechos y las 30 veces que aparece en el evangelio de Mateo. Esta explosión y proliferación del término «Padre» en el NT para hablar de Dios no puede entenderse más que por el nuevo uso que le imprimió Jesús para expresar su relación única con él y la forma de su relación con los hombres. Ni el uso en el AT y en el judaísmo palestinense ni el residuo de culturas paganas y patriarcales explican la proliferación en el uso y la riqueza de matices que encontramos en el NT. La razón no es otra que cristológica. El NT ve a Dios Padre a través de los ojos de Jesús17. c) Abba, desde la entera vida y persona de jesús La revelación nueva que Jesús nos ofrece de Dios a través de su oración, y de forma especial en la invocación a Dios como Abba, no se puede reducir a sus palabras. Estas tienen que ser interpretadas a la luz de su entera predicación y, más aún, de sus acciones, de su vida y, finalmente, de su destino18. Cuando Jesús invoca a Dios como Padre, ofrece a su vez unos rasgos del rostro de Dios que van unidos a esa invocación: el amor paternal (Mt 6,8; Lc 15,11-32), su solicitud por los hombres (Lc 12,16-32; Mt 6,8; 10,19-20) o su perfección (Mt 5,48) en la misericordia (Lc 6,36). Por esta razón, para 41


hablar del Dios de jesús tenemos que tener presentes más aspectos de la predicación de jesús, como las parábolas, que nos revelan a un Dios cercano, metido en la vida cotidiana, desde donde nos muestra su entrañable misericordia (cf. Lc 15,11-32; Mt 20,1-16; Lc 18,9-14). 0 los dichos con los que Jesús justifica su actitud (y, con él, la de Dios) para con los pecadores; o la proclamación de las bienaventuranzas, que antes que un programa ético son un retrato de Cristo y revelación de Dios. Finalmente, tenemos que atender a sus acciones mesiánicas (Mt 11,2-6), la comunión de mesa con los pecadores y los milagros, que, al hacer presente y eficaz la salvación de Dios y el inicio de la nueva creación, son también una forma de revelar el rostro de Dios Padre. Desde la totalidad de la vida de jesús y desde la revelación de toda su persona, podemos decir que el Dios de jesús es un Dios universal, para todos, que se da desde la gratuidad más absoluta ofrecida a los pequeños; un Dios que es exigencia indisponible desde la santidad que antes regala y comunica para aquel que acepta su invitación y su proyecto (Reino); un Dios que es presencia escondida, ante quien se pueden vivir las exigencias más sagradas de la ley (ayuno, limosna y oración) en la intimidad y en plena confianza; un Dios que actúa y se revela en las acciones cotidianas de la vida, que busca provocarnos a la conversión (parábolas) y que, desde esa cercanía y solicitud, realiza su especial providencia sobre las criaturas; un Dios, en fin, que es sin más el Padre de jesucristo, el Dios del Hijo, quien desde su ser y su forma de actuar con los hombres puede llamar «bienaventurados» a quienes lo acogen con sencillez de corazón`. d) La paternidad de Dios y la resurrección de Cristo Confesamos a Dios como Padre desde el acontecimiento de la resurrección de su Hijo. Este es, en el fondo, el lugar originario desde donde la comunidad cristiana confiesa desde el inicio que Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Los textos más primitivos del Nuevo Testamento que hablan de la resurrección de jesús tienen a Dios (Padre) como autor y agente principal de la misma (Rm 6,4; 8,11; 10,9; 2 Co 4,14; Ef 1,20). La resurrección de Cristo remite al Padre como respuesta paterna a la obediencia filial del Hijo. La muerte es acción del Hijo en absoluta comunión (en el Espíritu) al Padre. La resurrección es acción del Padre regalándole la comunión de vida plena (en el Espíritu) al Hijo. El Abba que jesús había dirigido a Dios, en escandalosa intimidad y en absoluta obediencia, encuentra aquí su revelación más precisa. Los textos de los Hechos de los Apóstoles ponen en profundo contraste la acción de los hombres matando a Jesús y la acción de Dios resucitándolo, para así constituirlo en Mesías y Señor. Un testimonio que concuerda con la interpretación de los Salmos 2,7 (Hch 13,3233; Rm 1,4) y 110,1 (Mc 12,36 par; 14,62 par; Hch 2,34; 5,31; 7,55; Rm 8,34; 1 Co 15,25; Ef 1,20; Heb 1,13; 10,12s; 1 Pe 3,22; etc.), decisivos para el desarrollo de la cristología del NT. Las cartas de Pablo también afirman sin ambigüedad que la iniciativa en la 42


resurrección es del Padre (Rin 6,4; 8,11), en analogía con la acción de Dios en el acto creador. Esta acción, como ocurre también en la creación, no se produce por mediación humana, sino que es una acción directa de Dios. El mismo Dios que, mediante la fuerza de su palabra, llama a la existencia a lo que no es, es aquel que da vida a los muertos (Rin 4,17). La resurrección de Cristo es un hecho nuevo e inaudito que nadie podía sospechar. Sin embargo, desde la nueva luz que nos ofrece podemos echar una mirada retrospectiva y así establecer una continuidad con la acción de Dios en el mundo: en la creación, en su providencia, en su alianza y en su encarnación. La resurrección se convierte en la máxima expresión de la relación entre Dios y el mundo, donde esta relación llega a su cima. Negar la acción de Dios en la resurrección de jesús es negar las consecuencias últimas de la relación que Dios ha establecido con el mundo en su providencia, alianza y encarnación. Así, a la inversa, la acción de Dios en la resurrección puede ser comprendida desde la lógica del Dios creador, que de la nada saca el ser (2 Mac 7,14); del Dios providente que establece una alianza con su pueblo (Jr 31,30) y camina en solidaridad junto a él, compartiendo el sinsentido y la muerte del destierro. Dios ha quedado definido en el Nuevo Testamento como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, a quien resucitó de entre los muertos. Esa es su seña de identidad. En la resurrección, comprendida como engendramiento del Hijo por el Padre en el Espíritu, se manifiestan plenamente la paternidad del Padre (Hch 13,3233; Flp 2,11; Rm 10,9), la filiación de Jesús (Hch 13,3233; Rm 1,3) y la fuerza del Espíritu Santo (Heb 9,14; Rm 1,3). Como dice acertadamente F.X.Durrwell: «La resurrección de Jesús es la obra de Dios en su paternidad: "Os anuncio la buena nueva... Dios ha resucitado a jesús, como esta dicho en el Salmo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy" (Hch 13,22s). La resurrección es el misterio eterno del engendramiento del Hijo que se manifiesta en el mundo. Dios es el autor de la resurrección en cuanto Padre» 20. El Padre se revela así en amor solidario y compasivo, en amor sufriente por su Hijo; en respuesta fiel, rescatándolo del poder de la muerte. La fe en el primer artículo se consuma así en el segundo y en el tercero, es decir, en la confesión de fe en la resurrección de Cristo y en la resurrección de los muertos por medio del Espíritu Santificador. e) Dios Padre, Alfa y Omega de la historia humana La fe en el Dios Padre en el origen está estrechamente relacionada con esa misma fe en el final. Esta fe es obra del Espíritu del Hijo, que procede del Padre y por cuyo poder y acción conducirá todas las cosas a Dios para que el Padre sea, definitivamente, todo en todos. El enigmático y soberano «Yo soy» del libro del Éxodo, que hemos citado antes, se prolonga en el libro del Apocalipsis: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso» (Ap 1,8). Para el libro del Apocalipsis, ese Dios es el Padre, que es la fuente, el fundamento y el futuro de la creación y de la historia. Entre ese origen y ese final se abre y desarrolla la historia de los hombres en su dramatismo y 43


libertad. El Padre es el origen y fundamento (Ef 1,3ss), así como el destino y fin de toda la historia de la salvación (1 Co 15,28), que efectivamente realiza y lleva adelante a través del Hijo y del Espíritu. Desde el Padre, comprendido como amor en pura donación (en el Hijo) y comunicación hasta el extremo (en el Espíritu), podemos comprender la creación como la obra de Dios, salida de sus manos para poder comunicar en ella su amor y sus beneficios. El Padre creador realiza su creación mediante el Hijo y el Espíritu. Ireneo nos ha dejado la bella imagen del Padre realizando la creación mediante sus dos manos. La creación lleva el sello del Dios trinitario. Ella es fruto del amor creador del Padre, diseñada a imagen de su Hijo, en quien encuentra su consistencia última, y plasmada en la acción del aliento y del agua de su Espíritu, el cual, como una fuerza interior, la conduce hasta su fin. El Espíritu Santo es la acción de Dios en el mundo, dando la vida, como principio vital en la creación; siendo el medio por el que Dios conduce a su pueblo suscitando héroes, guerreros, reyes, guías, profetas, sabios... en la historia salvífica; siendo la presencia interior de Dios en todos los hombres, conduciéndolos a la salvación plena y escatológica, que será la interiorización absoluta: Dios será todo en todos (cf. Ez 37). El Espíritu de Dios es la fuerza divina que actúa en la creación y en la historia; es como el hálito divino que anima y vivifica, que penetra toda la creación y, desde el primer comienzo (Gn 1,2), ordena, dirige y anima todas las cosas. El Espíritu proviene de Dios y a él conduce. Su acción está comprendida en una perspectiva escatológica. Es decir, su presencia es signo y símbolo de los tiempos nuevos y definitivos que han irrumpido ya en la persona de Cristo. Con su acción, guía, conduce y sostiene al pueblo de la Alianza, y derramado por el Resucitado en la Iglesia, anima a toda la creación para que alcance su meta definitiva, cuando Dios sea todo en todo (1 Co 15,28)2'. En definitiva, creer en el único Dios Padre creador, en el Hijo encarnado y en el Espíritu santificador son otras tantas acciones inseparables y que solo pueden ser entendidas en su íntima relación. Por eso no confesamos un artículo del Credo, sino que nos es entregado; y asumimos el Símbolo de la fe en su integridad, en su unidad, que a su vez nos vincula y nos une en la comunidad eclesial.

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GABINO URÍBARRI BILBAO, SJ Introducción a) El cristocentrismo de la fe cristiana se refleja en el credo EL credo que nosotros recitamos en los momentos solemnes de la liturgia está estructurado en tres artículos, siguiendo el mandato bautismal que recoge el final del evangelio de Mateo (28,19) y que ha venido configurando no solamente la praxis bautismal de la Iglesia, sino también la estructuración del credo. En la composición concreta del credo, el artículo segundo, el cristológico, el que nos habla de los elementos principales de nuestra fe respecto de nuestro Señor Jesucristo, es el más extenso: en la versión castellana del credo niceno-constantinopolitano el primer artículo consta de 19 palabras, el segundo de 124, y el tercero de 69, y eso que este tercero incorpora la Iglesia, el bautismo y la esperanza de la resurrección. Este aspecto denota el cristocentrismo de la fe cristiana: Jesucristo ocupa el centro, en primer lugar y de un modo simple, por estar el artículo cristológico entre el referido al Padre y el propio del Espíritu Santo. Más allá de este aspecto, que podría resultar más anecdótico, en segundo y más importante lugar, la fe de los cristianos se distingue de la judía por la especial considera ción que se tiene en ella de jesús de Nazaret y la serie de aspectos que se consideran sustantivos de su persona: de su identidad (Hijo de Dios, engendrado antes de los siglos), de su realidad actual (la sesión a la diestra de Dios Padre) y de su actuación pasada (se encarnó, murió, fue sepultado, resucitó, ascendió a los cielos) y futura (vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos). Ha sido jesucristo quien nos ha proporcionado el conocimiento de que Dios, siendo uno (monoteísmo), es también y a la vez trino (Trinidad). Esto marca el credo cristiano, conformando un aspecto diferencial de la fe cristiana. Esta propiedad esencial de la fe cristiana solamente se entiende a partir de jesús de Nazaret, confesado como el Cristo de Dios, el esperado de todos los tiempos, el Señor de vivos y muertos, el Hijo unigénito de Dios. b) Enfoque y propósito: conocer la génesis del credo para gustarlo En estas páginas me propongo ayudar a una mejor comprensión del segundo artículo del credo. El creyente medio forma su fe y la sostiene, muy básicamente, a partir de la eucaristía dominical, donde vamos escuchando la lectura de los evangelios. ¿Cómo se pasa de la historia de jesús, sus milagros, sus comidas con los pecadores y sus parábolas 46


a las afirmaciones del credo del estilo «engendrado por el Padre antes de todos los siglos»? Creo que la imagen de Señor Jesús del creyente medio está muy moldeada por los evangelios, pero también por la divulgación de la investigación histórica de Jesús. Esta última, por su propia metodología y sus objetivos, no se detiene a estudiar la confesión de fe en jesús de la Iglesia primitiva, sino que se queda en la narración crítica de la historia de Jesús. De ahí que, si solamente atendemos a estos aspectos, algunas for mutaciones del credo pueden sonar extemporáneas y difíciles de asimilar. Para lograr una costura entre la historia de jesús, más conocida, y las afirmaciones del credo, voy a partir de la génesis remota del credo. Es decir, me voy a fijar no tanto en el credo tal cual hoy lo tenemos, sino en los elementos principales que han ido fraguando los jalones iniciales y más originales de la confesión inicial de fe en Jesucristo y de los primitivos credos cristianos, para ir viendo cuáles son esos elementos más primitivos y más sustantivos de la fe de la Iglesia en Jesucristo. Para completar esta perspectiva repasaré brevemente algunas formulaciones del credo nicenoconstantinopolitano que no son tan antiguas, sino debidas a discusiones posteriores. Bien situados, entenderemos su profundidad y su relevancia. De esta forma espero ayudar a entender mejor el credo que recitamos y rezamos en la liturgia, para gustarlo más, para apropiárnoslo con mayor profundidad y para poder dar razón del mismo con mayor conocimiento. 1. La fe cristológica en sus orígenes No se puede ignorar que la comprensión y la reconstrucción de lo que pudieron ser los primeros momentos, es decir, los primeros años de la primitiva comunidad cristiana, en su estructuración y en el contenido de sus doctrinas, está sometido a una intensa discusión entre los especialistas. No voy a entrar en una discusión de detalle. Me parecen suficientemente serias y decantadas las opiniones de los autores que voy a seguir, en cuya confluencia se dibuja un cuadro muy plausible de lo que fueron los primeros momentos de los orígenes cristianos. En estos momentos iniciales más primitivos se da una serie de confluencias en cuanto a la confesión de fe inicial, las fórmulas condensadas de la fe y la primitiva predicación'. Las diferentes circunstancias que vive la primitiva comunidad se plasman en diferentes lenguajes: tenemos un lenguaje litúrgico en sus celebraciones, donde encontramos canciones (himnos) y fórmulas de fe más decantadas, como las relativas a la celebración eucarística o al bautismo (fórmulas ternarias más elaboradas). También hay un lenguaje simplemente de expresión condensada de la fe: fórmulas de fe, confesiones u homologías (confesiones en sentido técnico), en las que se resume la fe. Cumplen un objetivo importante para la catequesis. Junto a ello, también se da un lenguaje más explicativo, en el que la predicación narra la vida histórica de jesús, junto con una interpretación de la 47


misma, teniendo también presente la Pascua: la muerte y la resurrección. Además, los primeros cristianos proceden del tronco judío y conservan de la herencia judía la fe en el Dios creador: ¿cómo se combina esta fe en el Dios creador con el nuevo puesto de jesús, el Mesías, en la confesión de fe inicial de la comunidad cristiana? No pretendo poner ahora orden en todos estos lenguajes y circunstancias, y menos aún tantear la pregunta por su posible secuencia cronológica. Parece más plausible pensar en una simultaneidad de aspectos según contextos y situaciones que en una secuencia lineal. Me asomaré a cada una de estas perspectivas de acceso y comprensión de la persona de jesús que van con formando el núcleo inicial de la fe cristológica, que se decantará posteriormente hacia el credo. b) El kerygma primitivo La palabra griega kerygina encierra un significado denso y estimulante. Detrás está el término griego kéryx, que significa heraldo o mensajero, con la connotación de quien hace una proclamación pública, como hace años en los pueblos de España hacía el pregonero. El verbo griego kerysso significa en la Escritura «hacer una proclamación pública en calidad de heraldo, proclamar, pregonar, anunciar»2. El kerygma es lo anunciado, lo proclamado, lo pregonado, con la connotación de que se trata de un anuncio público. Así, cuando en teología nos referimos al kerygind, simplemente, o al kerygma primitivo, estamos haciendo alusión de modo técnico a esa primerísima predicación, al anuncio más primitivo de la fe cristiana, incluyendo, evidentemente, el hecho del anuncio, pero refiriéndonos ante todo a su contenido. Esta formulación pone de relieve, pues, que Jesús en su vida, en su muerte y en su resurrección impactó de tal modo sobre los discípulos que estos se vieron necesariamente impelidos a anunciarlo. De esta forma se unen en el kerygind original el anuncio y la pasión por hacerlo, implicando la vida en ello, junto con el contenido de lo que se anuncia3. No deja de tener su interés recoger que los discípulos de la primera hora, después de la resurrección, se supieron enviados a predicar un contenido preciso acerca de Jesús de Nazaret. Por tanto, el discípulo nos aparece con tres notas características que no han perdido actualidad en la configuración de un auténtico discípulo hoy en día: es un enviado a predicar el contenido de la identidad y la obra de jesús de Nazaret. En la reconstrucción de la primitiva fe en Jesús, parece lógico pensar que el primer factor que se ha de considerar es el impacto que el mismo jesús causó en sus propios discípulos (y en sus contemporáneos)'. La vida, la predicación y la enseñanza de jesús (parábolas, sermón del monte, disputas con fariseos y maestros de la Ley), sus actitudes (acogida de los pecadores, reticencia frente a las autoridades judías), su oración (padrenuestro, oración del Huerto, himno de júbilo), sus milagros (curaciones y exorcismos), sus acciones (observancia sabática desviada, expulsión de los mercaderes 48


del templo, cena de despedida especial con los discípulos, llamada al seguimiento de su persona, comidas con los pecadores)... causaron, sin duda, una fuerte impresión y un asombro tremendo entre sus seguidores. Por eso, la memoria de la historia de jesús habría empezado a circular simultáneamente con el transcurrir del ministerio de jesús, centrado en el anuncio de la irrupción del reino de Dios ligado a su persona. Se lo irían narrando de un pueblo a otro, por las aldeas, en los círculos de seguidores y curiosos, aportando ya una interpretación inicial de la identidad del personaje y del sentido de su actuación. Jesús apareció sin duda como maestro, posiblemente también como profeta. En su modo de actuar y anunciar la llegada del reino de Dios, Jesús también suscitó entre sus discípulos la convicción de que él era el Mesías de Dios esperado. Ahora bien, debido a las connotaciones de carácter político, terreno y teocrático de esta figura, Jesús mantuvo una cierta distancia al respecto. No rechaza del todo su pretensión mesiánica, aunque la reinterpreta a través de la enigmática figura del Hijo del hombre que ha de sufrirá y la une a la figura del Siervo sufriente de Yahvéh, para deshacer las expectativas de triunfo terrenal, político y militar. Con todo este trasfondo, los discípulos se ven confrontados con la muerte ignominiosa de Jesús en la cruz. ¿Cómo creer en un mesías crucificado, que según la Ley se ha de considerar como un maldito (cf. Dt 21,22-23; Gal 3,13)? El relato de la pasión se elabora pronto para dar a entender cómo la muerte de Jesús Mesías estaba inscrita en los planes de Dios y sucede según las Escrituras. En esta labor inicial, decisiva para la fe cristiana, confluyen diversos elementos. En primer lugar, la experiencia de las apariciones del Resucitado y la certidumbre de que Dios lo ha resucitado de entre los muertos. En segundo lugar, bajo la efusión del Espíritu, la relectura simultánea de la Escritura desde una perspectiva cristológica, con un puesto singular de los salmos mesiánicos y de la historia misma de Jesús, de su praxis y su enseñanza, a la luz de los acontecimientos pascuales. Como resultado inmediato de todo ello se elabora el kerigma más primitivo, en el que se nos presenta resumidamente, ya interpretada desde la Pascua, la historia de Jesús, su muerte y su resurrección. Los discursos de Pedro, conservados en los Hechos de los Apóstoles, nos transmiten lo que pudo ser este primer kerygma (cf. Hch 2,14-39; 3,1226; 4,9-12; 5,29-32; 10,34-43; véase también el discurso de Pa blo: 13,16-41). He aquí un ejemplo, aunque he recortado el amplio discurso de Pedro: «A Jesús de Nazaret lo ungió Dios con Espíritu Santo y poder: discurrió haciendo el bien y sanando a los poseídos del Diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y Jerusalén. Le dieron muerte colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se apareciese, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él después de resucitar de la 49


muerte. Nos encargó predicar al pueblo y atestiguar que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan este testimonio de él: que en su nombre reciben el perdón de los pecados los que creen en él» (Hch 10,38-43). Estos discursos kerigmáticos se caracterizan por la conjugación de varios aspectos. Primero, hacen referencia a la historia anterior de Jesús de Nazaret, que presentan de modo condensado y con una interpretación. Segundo, juegan con la antítesis: vosotros le matasteis - Dios lo resucitó. Así, reflejan un ambiente judío inicial de la predicación. Tercero, insertan lo sucedido dentro del plan original de Dios, con una lectura de las Escrituras judías que culmina y se cumple en la vida, muerte y resurrección de jesucristo, con alusión a algunos salmos (Sal 2,7; 16,8-11; 110,1; 1 18,22; 132,11;) y otros textos de las Escrituras judías (Dt 18,15.19; 2 Sam 7,12; Is 2,2; 55,3; Jl 3,1-5; Hab 1,5). Cuarto, aunque recogen de modo condensado la predicación de Jesús y su ministerio terreno, se da un desplazamiento claro: mientras que Jesús anunció la irrupción del reino de Dios ligado a su ministerio y a su persona, ahora los primeros cristianos centran su predicación en la persona de Jesús, su vida, su muerte y resurrección y su obra (perdón de los pecados). La alusión a la Pascua es constante y permanente. Gracias a ella se entiende con nueva profundidad la salvación que ha traído Cristo Jesús, que se formula como perdón de los pecados de un modo recurrente. Así, la Pascua resulta ser el punto de ignición para la confesión propiamente cristiana en Jesús, distinta de la adhesión todavía en moldes judíos de los primeros discípulos durante la vida terrena de Jesús. En la pascua se da un salto cualitativo en la comprensión de la identidad de Jesús - ha sido constituido Señor (cf., p.ej., Hch 2,36; véase también Rm 1,3-4; Flp 2,6-11)- y en la captación de su obra salvífica (Hch 4,12) - el perdón de los pecados (cf. Hch 2,38; 3,19; 5,31; 10,43; 13,38). b) La importancia de la historia: un anclaje irrenunciable de los credos La importancia de la historia concreta de Jesús, ya mencionada, se refleja en otro aspecto bien significativo. Para transmitir su fe, la primitiva comunidad no solamente acudió a una serie de títulos cristológicos, esto es, designaciones condensadas de la identidad de Jesús (Mesías, Señor, Hijo de Dios) y de su obra (Cordero de Dios, Buen Pastor, Sumo Sacerdote), sino que quiso además transmitirnos la cualidad del personaje a través de un relato de carácter biográfico. Aquí se inscribe el sentido fundamental de los evangelios, que son composiciones literarias de tenor biográfico, según el género literario de la antigüedad. En este género literario se pretende transmitir información sobre el personaje biografiado, pero también y sobre todo resaltar sus virtudes y su carácter. Estas biografías retratan a los héroes helenistas. Son relatos que están a medio camino entre la biografía y el encomio (alabanza encarecida). Su interés no es primariamente 50


historiográfico en el sentido moderno (la fidelidad crítica a lo acontecido), sino que están destinadas a ensalzar al personaje, sus virtudes y su carácter. Esto lo hacen poniendo de relieve el honor del personaje desde su infancia y juventud; relatando anécdotas especialmente significativas a través de las cuales descuella su talla; y explicando las circunstancias de la muerte, como vindicación del protagonista. El género literario de los evangelios se sitúa dentro de esta estela. Nos cuentan la historia de Jesús, para que conozcamos su talla, sus virtudes, su carácter, las reacciones que provocaba, las circunstancias de sus orígenes (su infancia) y de su muerte. De esta suerte, los evangelios se conforman, por así decirlo, como un kerygma narrado. En las narraciones evangélicas encontramos una explicación suficientemente pormenorizada de los orígenes de jesús (relatos de la infancia de los evangelios de Mateo y de Lucas), del transcurso fundamental de su vida (ministerio público) y de su muerte. Los momentos inicial y final son objeto de una consideración más detallada, debido a su importancia para transmitir el perfil del personaje «biografiado». Dentro de la perspectiva de tenor biográfico, una de las preguntas ineludibles para entender la figura de jesús se refiere a sus orígenes. La respuesta nos la ofrecen las narraciones de la infancia. En dicho relato se nos informa de la concepción virginal (cf. especialmente Mt 1,18.20.23; Lc 1,27.35). La información que aquí se nos proporciona se remonta, según los investigadores, a la Virgen María como fuente última y fidedigna de información. Esto no quiere decir, evidentemente, que en el tenor actual de los textos no se haya realizado una labor de reflexión teológica a la luz del cumplimiento en Cristo de las promesas del AT. Si quiere decir que el dato básico de la concepción y el nacimiento virginal, no el modo concreto de narrarlo y revestirlo de alusiones bíblicas, pertenece al terreno histórico firme. Basta comparar las narraciones de la infancia de los evangelios de Mateo y de Lucas para cerciorarse tanto de la coincidencia en los puntos teológicos principales (concepción virginal) como de las discrepancias irreconciliables entre ambas narraciones. Por señalar la más llamativa: mientras que en el evangelio de Lucas el ángel Gabriel realiza la Anunciación a María, en Mateo es José quien recibe la visita de un ángel que le aclara los pormenores del nacimiento de jesús. Por lo tanto, ya desde sus orígenes, en su nacimiento, jesús apunta a que viene de parte de Dios de un modo singular, excepcional y único, por la intervención del Espíritu Santo sobre María, la Virgen. Así, Jesús supera a los grandes profetas y a los más grandes personajes del AT, con nacimientos extraordinarios y peripecias en extremo singulares (Moisés rescatado de las aguas del Nilo). Se va más allá de que la estéril conciba y dé a luz (Isabel a Juan el Bautista, o Sara a Isaac). De esta forma, la intervención de Dios en favor de su pueblo en el caso de jesús supera todas las 51


anteriores. Los credos más primitivos han conservado el interés biográfico en la persona de Jesús. Evidentemente, en un credo no cabe una narración amplia de la vida de jesús ni de su enseñanza. Dicho de otro modo: un credo no es un evangelio. Cada uno de ellos, el credo y el evangelio, cumple su función en la vida cristiana. Sin embargo, en el credo sí que se conservan aspectos fundamentales de la vida de jesús, especialmente el nacimiento de la Virgen María, la muerte bajo el poder de Poncio Pilato y la resurrección, como sucede en los credos que recitamos en la liturgia. La historia nos remite a la vida terrena y singular del personaje jesús de Nazaret, en quien se concentra la confesión de fe de la Iglesia. No hablamos de un ser simplemente preexistente y celestial (la Sabiduría divina o el Logos de Dios), sino del mismo jesús de Nazaret, que vivió en Palestina en el primer tercio de este siglo y pasó por este mundo haciendo el bien'. En el credo más antiguo o fórmula kerigmática más primitiva que se nos ha transmitido, aparece esta estructura, que se ha conservado después en los credos más desarrollados: «Ante todo, yo os transmití lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, que se apareció a Cefas y después a los Doce» (1 Co 15,35). Según los especialistas, que se basan en la presencia de un lenguaje que no es típico de Pablo (Cefas, los Doce como distintos de los apóstoles), en la estructura de paralelismo y en la alusión de Pablo a la enseñanza recibida por él, lógicamente durante la catequesis inmediatamente posterior a su conversión, podemos estar ante una fórmula de fe acuñada en torno a los años 35-37. c) La imbricación entre la historia y los títulos cristológicos La historia resulta también muy importante para no malversar o, mejor, para entender correctamente lo que expresan los títulos cristológicos. Ya he explicado que los títulos son conceptos, figuras o imágenes, normalmente tomados del Antiguo Testamento, con los que se formula de una manera condensada la identidad de Jesús. Los más importantes son: «Mesías» (Cristo), «Señor» (Kyrios) e «Hijo de Dios». Así, algunas fórmulas condensadas expresan la fe cristiana en Jesús con estos títulos o denominaciones de Jesús: -Jesús es Señor (cf. Rm 10,9; Flp 2,11; 1Co 12,3). -Jesús es el Cristo (cf. Jn 1,41; 20,31; Hch 2,36; 18,5.28; 1 Jn 2,22). 52


-Jesús es el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1; 1,11; 9,7; 15,39; Jn 20,31). Jesús pareció ser muy renuente a una autoproclamación mesiánica de su parte, porque su mesianismo no era como muchos esperaban: un triunfo político, militar y terrenal. Acudía a la autodesignación de sí mismo como Hijo del hombre, una figura más enigmática, ligada a la instauración de un reinado de Dios, pero también al sufrimiento. Ya para el mismo Jesús su vida corrige la expectativa mesiánica de la época. De la misma manera, entendemos la filiación de Jesús desde su modo de ejercerla en obediencia a Dios hasta la muerte (cf. la Carta a los Hebreos o la exclamación del centurión al pie de la cruz: Mc 15,39). También el modo de ser Jesús Señor tiene que ver con la exaltación que es consecuencia de la obediencia, de la kénosis y de la muerte (cf. Flp 2,6-11). Por eso, los títulos se han de leer y entender siempre ligados a la historia concreta de Jesús. Si bien son formulaciones condensadas y valiosas de la fe, no se deben aislar de la historia concreta del personaje, de su peripecia vital, de sus intereses, deseos, conflictos y empeños: la llegada del reino de Dios. d) La original y temprana devoción a jesús como Dios Uno de los factores más curiosos del cristianismo primitivo consiste en la devoción de los primeros cristianos a jesús como Dios, con el mismo rango de Dios. Esto se percibe en dos aspectos muy importantes. i. Jesús está sentado a la diestra de Dios, con rango divino El salmo 110 [109] ha sido uno de los principales catalizadores de la cristología más primitiva y es claramente anterior a Pablo. Se trata del texto del AT al que se hacen más alusiones a lo largo de todo el NT, ya sea que se cite directamente o que se recoja alguno de sus motivos (ej.: Mt 22,44; 26,64; Mc 12,36; 14,62; 16,19; Lc 20,42s; 22,69; Hch 2,33.34s; 5,31; Rm 8,34; 1 Co 15,25; Ef 1,20; Col 3,1; Heb 1,3.13; 8,1; 10,12s; 12,1; 1 Pe 3,22). He aquí el primer versículo: «Dijo el Señor (ho Kyrios) a mi Señor (to Kyrio mou)

La resurrección de jesús de entre los muertos no fue un mero revivificar, sino una exaltación en toda regla; más aún, según el himno de la Carta a los Filipenses, es una hiperexaltación (hyperypsosis: Flp 2,9), incluyendo la sesión a la diestra de Dios (cf. Rm 53


8,34). Esta sesión no implica un trono diferente junto al de Dios Padre, de segundo rango, sino la participación en el mismo señorío y en el mismo trono divino. Es la forma judía más vigorosa y elevada de afirmar la intensidad de la comunión entre Dios y JesúsSeñor. No se puede considerar que esta comunión deje fuera la divinidad, que queda postulada por la lógica misma de la representación y de la imagen. Esto implica que el Resucitado posee ahora un señorío de la categoría de Dios, sin entrar en concurrencia con el mismo Dios (cf. 1 Co 8,6), que abarca a toda la creación, poseyendo dimensiones cósmicas y universales que implican la protología (creación) y la escatología (consumación final). La primitiva comunidad se vive ahora bajo este señorío y trata de vivir conforme a su significación, en toda circunstancia, «en el Señor», sabiendo que nada lo podrá quebrar (cf. Rm 14,7-8). La sesión a la diestra de Dios acentúa la situación actual de Jesús, figurando en presente en el llamado «símbolo apostólico» o «credo de los apóstoles» (la versión breve del credo que se recita en la liturgia eucarística). Se conecta con la actuación futura: con la futura venida en poder (parusía) consumadora del resucitado, también aplicada al Hijo del hombre celestial que vendrá a juzgar. También hay que ver esta situación actual en estrecha relación y como consecuencia de lo antecedente: el exaltado es el Crucificado, del que cabe predicar la procedencia de Dios y la preexistencia, tal y como ya se apunta en el mismo salmo 110,3, especialmente en la versión griega del AT, llamada de los LXX9. En los momentos iniciales, antes de la conversión de Pablo, el Salmo 110,1 debió de servir para entender lo que ocurría en las apariciones, donde el Resucitado se manifiesta como Señor sobre la muerte y se «enseñorea» de los suyos. Así: «La entronización de Jesús, el Mesías crucificado, como el "Hijo" con el Padre "a través de la resurrección de entre los muertos" pertenece al acervo común del mensaje más antiguo que todos los misioneros proclamaron»'° ii. La primitiva devoción a jesús Muy pronto en el cristianismo primitivo, en la medida en que las noticias sobre su culto nos permiten asomarnos a esta época, se practicó la devoción a jesús, a quien los cristianos se dirigían en el culto parangonándolo de modo efectivo con Dios y considerándolo de carácter divino". Se trata, sin duda, de un aspecto novedoso y distintivo del cristianismo primitivo, que comienza a separarse de un modo incisivo del judaísmo. Si en el judaísmo se reconocían algunas figuras mediadoras de la acción divina, como la Sabiduría o la Ley, Jesús las supera a todas, hasta el punto de ser objeto del culto y la adoración. El monoteísmo judío inicial se dilata para dar cabida, en el culto dirigido a Dios, a la adoración de jesús como Señor y como Dios (cf. Jn 20,28), a pesar de que se mantiene una cierta primacía de Dios Padre como el origen y la fuente de todo.

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e) Primitivos himnos cristológicos Con los himnos12 nos situamos en un ambiente litúrgico. En la liturgia se expresan los contenidos de la fe que se está celebrando. Ya resulta interesante para la cristología constatar que en la liturgia cristiana la devoción se dirige de un modo preponderante al Señor Jesús, al menos en las comunidades paulinas13. No cabe duda de que en el cristianismo primitivo hubo, ya en tiempos anteriores a Pablo y hasta el año 100 (al menos entre el 40 y el 100), una actividad hímnica: composición de himnos bajo la inspiración del Espíritu Santo, que tenían su puesto dentro de la liturgia cristiana. Los himnos guardan un enorme interés para el desarrollo de la cristología primitiva, pues en la poesía y en la liturgia se expresan contenidos que difícilmente encuentran cauce en la prosa. Así, estos himnos (ej.: Flp 2,6-11; Col 1,1518; Ef 1,3-14; Heb 1,3; Jn 1,1-18; 1 Pe 2,21-25; 3,18; 1 Tim 3,16,) fueron expresando y fraguando contenidos cristológicos de primera línea en un ambiente de alabanza y devoción, los cuales, a su vez, funcionaron como catalizadores del desarrollo de la cristología, hasta su culminación en el himno que encabeza el evangelio de Juan, de una importancia difícilmente exagerable para la historia de la cristología, pues en la evolución posterior a partir del siglo II triunfará la llamada «cristología del Logos», inspirada en dicho himno. Estos himnos se cantaban en la liturgia (1 Co 14,26; Col 3,16; Ef 5,18-20). Estaban dirigidos en su mayoría a Cristo y por eso son, ante todo, himnos a Cristo, aunque desembocan y conducen a la alabanza a Dios Padre por Jesucristo. Se establece un esquema binario que está en el origen de la fe trinitaria de la Iglesia y de las formulaciones posteriores. Su patrón fundamental se deriva de los salmos, sobre todo de la lectura cristológica de una serie de salmos mesiánicos, entre los que se encuentran los salmos 2, 8, 22, 45, 69, 78, 89, 110, 118. La himnología cristiana sigue el molde judío y no el helenístico. En estos salmos supo la fe cristiana reconocer y descubrir desde muy temprano aspectos fundamentales de su comprensión de la persona de Cristo: Hijo de Dios (Sal 2,7: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy»; cf. 89,28: primogénito); Señor (Sal 110,1: «Dijo el Señor a mi Señor: "siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos bajo el estrado de tus pies"»); Dios (Sal 45,7: «Tu trono, oh Dios, es eterno»); la preexistencia (Sal 110,3 LXX: «del vientre antes de la aurora te he engendrado», en combinación con Prov 8,22ss). Los salmos, después de Isaías, son el libro más citado en el NT. Típico de estos himnos es que no comportan un carácter típicamente doxológico (doxa = gloria) y latréutico (de alabanza), como es propio de los himnos dirigidos a Dios, sino que presentan una confesión narrativa de la obra de Cristo, sin incluir fórmulas de petición. Poseen un marcado carácter confesional. Son una dogmática cantada, inspirada 55


por el Espíritu Santo. En su elaboración se le han adjudicado a Cristo motivos típicos de la sabiduría y predicados claramente divinos. Su contenido doctrinal es muy rico y paradigmático. El punto central radica en la narración de la muerte y resurrección de Cristo, y a partir de él se desarrolla luego otra serie de elementos: «En él [el himno cristológico] la pasión de Cristo, su glorificación y la sujeción de los poderes eran, a la vez, "narrados" y "proclamados" con nuevos matices constantemente. De hecho, estos dos elementos difícilmente se pueden separar en el cristianismo más primitivo»14 Es decir, el contenido fundamental parte de la Pascua, de la muerte y la resurrección. Con lo cual, el sujeto de quien se hacen las diversas afirmaciones es Jesús. Desde ahí se despliega todo un abanico que llegará desde la preexistencia (Jn 1,1-3: la Palabra era Dios, estaba junto a Dios, todo se hizo por ella) hasta la sumisión de todo el cosmos a Jesús (Flp 2,11: toda lengua proclame que Jesucristo es Señor). No se insiste en las consecuencias soteriológicas de modo parenético (exhortativo); simplemente, se afirma positivamente lo acontecido. Se reconoce en Jesús, ante todo, al plenipotenciario escatológico irrestricto de parte de Dios. Es decir, a aquel que tiene todo el poder: «plenipotenciario». Ya pone el evangelio en boca de Jesús: «se me dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Irrestricto: sin restricción, recorte o limitación. Escatológico: definitivo, final, último, no superable. Esto quiere decir que Jesús es aquel que interviene de modo definitivo con poder ilimitado de parte de Dios. Así es como se relee ahora lo que ha significado en realidad el ministerio de Jesús a favor del reino de Dios y su llegada. Jesús es aquel con quien llega la salvación definitiva, la ac ción última de Dios; el que ahora está sentado a la derecha del Padre (Sal 110,1). Desde aquí se descubre que aquel a quien se ha concedido el poder escatológico (final y definitivo), debido a la coherencia de Dios en su actuación, no puede ser otro sino el que ya poseía todo el señorío protológico (inicial y desde el principio). Es decir, que es en la Pascua donde se ha manifestado la identidad y la obra de jesús; una identidad y una obra que remiten entonces a la intensidad de la redención obrada, a la recapitulación universal puesta en marcha y a la mediación creadora inicial antecedente. Por lo tanto, queda claramente atestiguada la preexistencia de jesús, su origen en la eternidad desde el Padre como Hijo (Sal 110,3; Jn 1,1; Heb 1,3) su mediación en la creación (Col 1,15-16; Heb 1,2); su encarnación (Jn 1,14); la verdad de su pretensión mesiánica y de su anuncio del reinado y la paternidad de Dios (Ef 1,3); el carácter redentor de su muerte y su resurrección (Ef 1,7; Col 1,20); su señorío universal y 56


escatológico (Ef 1,10), de tal modo que su reino no tendrá fin. fi Fórmulas bimembres y trimembres En la conciencia de la Iglesia primitiva permanece, pues, la relevancia de Dios como Padre de todo; pero junto a ella se impone también el significado de jesucristo, cuya obra se amplía hacia la mediación absoluta, no solamente el perdón de los pecados y la venida del reinado de Dios (salvación, soteriología), sino también su intervención en la creación (protología) y en el destino final de la historia y del universo (consumación, escatología). Este aspecto se refleja muy bien en algunas fórmulas binarias que se nos han transmitido, algunas bastante primitivas, como 1 Co 8,6 (véase también 1 Tim 2,5-6 y 6,13):

Aquí se supone una formulación prepaulina, pues nos encontramos con una primitiva formulación condensada de la fe cristiana de carácter bimembre. Destaca el paralelismo, muy acentuado y pretendido, entre Dios y Cristo: un solo Dios Padre, un solo Señor, Jesucristo; todo procede (ex) de Dios, todo procede (día) del Señor Jesucristo; nosotros somos para (eis) Dios y nosotros somos por (día) el Señor Jesucristo15 Debido a la mediación del Señor Jesucristo en la creación, el texto implica ciertamente la preexistencia. Además, se correlaciona la mediación en la protología, en la creación: mediante (did) Cristo; con la mediación de la salvación, nosotros somos también mediante (día) Cristo. Así se articula la mediación creadora y salvadora; o visto desde su ángulo inverso: la mediación salvadora pide para su consistencia plena la mediación creadora. Por otra parte, no se da ningún tipo de contraposición entre cristocentrismo y teocentrismo; no están reñidos, sino al contrario: se refuerzan mutuamente. Desde el punto de vista de la teología trinitaria, las más acabadas son las fórmulas ternarias, en las que aparecen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Un lector perspicaz en cuentra bastantes en el NT (ej.: 1 Co 12,4-6; Ef 4,4). La que ha tenido más influjo en la historia de la teología y en la conciencia refleja de la fe de la Iglesia ha sido la que recoge el evangelista Mateo al final de su relato, ligada al mandato bautismal (Mt 28,19): «Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre 57


y al Hijo y al Espíritu Santo». Aparecen los tres al mismo nivel, unidos por la conjunción copulativa «y». Ciertamente se refleja un orden que se ha conservado en muchas oraciones de la Iglesia, no en todas, como por ejemplo al persignarnos, santiguarnos o dar una bendición. Otra de las fórmulas más famosas recoge el saludo que dirige Pablo a los cristianos con cierto tono litúrgico: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13,13). g) Resumen de los aspectos sustanciales mencionados mirando al credo No voy a detenerme a resumir todos y cada uno de los elementos que hemos visto relativos a la primitiva cristología. En lugar de ello, voy a volver la mirada al credo para constatar qué aspectos del mismo se han ido clarificando. El texto del símbolo (credo) que nosotros estamos manejando se remonta a finales del siglo IV. El concilio de Constantinopla, que lo habría formulado y sancionado con su autoridad y al que se nos remite como autoridad última garante de este credo, se celebró en el año 381. «Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único (monogené) de Dios» Al hilo de la mención de los títulos más significativos y su imbricación con la historia, ya nos ha aparecido: Señor, Hijo y Cristo, que se recogen en el credo. Dejamos pendiente decir algo sobre «único». «... y nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; consustancial (homoousion) al Padre, por quien todo fue hecho». Con los himnos nos habíamos remontado a la preexistencia. Y con los salmos habíamos visto que se le aplicaba el salmo 110 [109], a partir del cual se leía la generación. Nos falta aclarar algunos aspectos: Dios de Dios, porque el credo insiste en «engendrado, no creado, consustancial». En los himnos ya se hablaba de la mediación creadora. «... por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». La idea de la encarnación se hace presente de modo claro en el prólogo del evangelio de Juan (Jn 1,1.14). A esto hemos de sumar textos significativos, tanto de Juan como de Pablo, que nos hablan del envío que hizo Dios Padre de su Hijo, por nosotros y por nuestra salvación (ej.: Gal 4,4; Rm 8,3; Jn 3,16). En el credo se suma este aspecto a la preexistencia, a la generación por parte del Padre y al nacimiento virginal, atestiguado en las narraciones de la infancia de Mateo y de Lucas. Todos estos elementos, bien cosidos y articulados, se recogen en el credo de modo estructurado y narrativo. 58


«... por nuestra causa fue también crucificado bajo Poncio Pilato, padeció y fue sepultado». La crucifixión ya nos ha aparecido. Su sentido salvífico, «por nuestra causa», se pone de relieve en diferentes textos neotestamentarios'6. Pertenece a la convicción firme de la primitiva comunidad. Más aún: a ella apunta con solidez el relato de la Cena, la institución de la eucaristía, en sus gestos: pan (= cuerpo) que se parte y se entrega por nosotros; sangre (= vida) que se derrama por nosotros. «... y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin». También he aludido a la parusía: a la venida en poder para juzgar. Para rechazar una herejía que hablaba de un término de la función del Hijo y de su existencia personal, al llegar la consumación (Marcelo de Ancira, Fotino), se introdujo la cláusula «cuyo reino no tendrá fin», para que 1 Co 15,23-28 no dé pie a entender una disolución del Hijo en el Padre. Tanto la función del Hijo como la permanencia de su identidad y de su carácter personal son eternas y por toda la eternidad". 2. Breves acotaciones desde la las controversias cristológicas En el repaso que he hecho del contenido del artículo cristológico del credo han quedado aún algunos aspectos, algunas cláusulas de carácter más técnico, sin abordar. Hay un aspecto más simple y con una base neotestamentaria más definida. Se afirma en el credo que es «Hijo único (monogené) de Dios». Ya he mencionado, entre los títulos, el de Hijo, que es el más importante. No es solamente Hijo, sino el único que lo es. Se singulariza a jesús más allá del rey, al que también se designa como hijo de Dios (cf. 2 Sam 7,14; 1 Cro 17,13; 22,10; 28,6; Sal 89,27); o al pueblo, que también es hijo de Dios (Ex 4,22; Os 11,1; Rm 9,4). En el judaísmo, «hijo de Dios» denota una familiaridad especial con Dios. Para los cristianos el caso de jesús no se queda ahí. Evidentemente, posee una gran familiaridad, cercanía e intimidad con Dios. Pero también es su Hijo verdadero, el único que es auténticamente Hijo de sus entrañas, el unigénito. En Jesús no se da una filiación adoptiva (el rey, el mesías) o simbólica (el pueblo), sino un filiación real, ontológica. Él es propiamente, y con toda la plenitud de su sentido, el Hijo único de Dios. Por eso se le designa con el término que lo expresa técnicamente: monogenés, con la connotación de la exclusividad. Jesús es el único Hijo de Dios nacido de las entrañas paternas de Dios, de su mismo seno. Este aspecto ya se recoge en el NT (c£ esp. Jn 1,14.18; 3,16.18; 1 Jn 4,9). Y lo es desde siempre: antes de todos los siglos. Tanto la preexistencia como su 59


participación en la creación apuntan directamente y sin equívocos a la anterioridad de jesús sobre la creación. Con el tiempo, la teología dará un paso más: defenderá de modo nítido la coexistencia eterna del Hijo y del Padre, pues ambos pertenecen a la misma esfera de ser, al mismo ámbito de realidad: poseen el mismo rango divino. Hay una parte del credo que está explícitamente formulada en contra de las opiniones de Arrio, presbítero de la Iglesia de Alejandría. Su predicación en el puerto de dicha ciudad, a comienzos del siglo IV (más o menos en torno al año 318), causó revuelo entre el pueblo. Arrio vendría a de cir que el auténtico monoteísmo implica, para ser coherentes con él, que Dios Padre es el único Dios. ¿Qué pasa entonces con su Hijo Jesucristo? Su Hijo Jesucristo no puede ser Dios al mismo nivel que el Padre, porque entonces, según Arrio, tendríamos dos dioses. Así pues, para Arrio el Hijo no es Dios: no es «Dios de Dios». No tiene el mismo ser del Padre, como una luz otra luz. No es «luz de luz», no es «Dios verdadero de Dios verdadero». Apoyándose en una serie de textos que en la época se empleaban para afirmar la preexistencia del Hijo, su mediación en la creación y su procedencia de Dios Padre, especialmente Prov 8,22-30, Arrio arguye que el Hijo no fue engendrado de la misma sustancia del Padre, compartiendo así el mismo ser del Padre, sino que, al igual que el resto de lo existente, fue creado. Una vez creado como la primera creatura, la más excelsa y la mejor, entonces habría colaborado en la creación (como un demiurgo platónico o un ayudante de un rango mucho menor que el Dios supremo y Uno). La respuesta de la Iglesia no se hizo esperar mucho tiempo. En el concilio de Nicea (DH 125), reunido en esta ciudad en el año 325, se defiende y se define que el Hijo de Dios, Jesucristo, fue «engendrado, no creado». Es decir, que procede del mismo seno, del mismo ser del Padre. Su existencia se debe a un origen del todo cualitativamente diverso de la creación. No está del lado de la creación, sino del lado de Dios, habiendo sido engendrado por el Padre antes de todos los siglos. Para reafirmar este asunto y evitar cualquier suerte de malentendido, introducen la cláusula más técnica: «consustancial (homooúsion) al Padre». Con esto se quiere decir, empleando un lenguaje filosófico de carácter ontológico, que la sustancia que conforma el ser del Padre es la misma sustancia que conforma el ser del Hijo: la sustancia divina. Por lo tanto, lo que hace Nicea -y luego se recoge en los diversos credos, como el niceno-constantinopolitano - es sostener la divinidad verdadera e irrestricta del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. 3. Conclusión y visión de conjunto En el credo se recoge de una manera articulada la sustancia de la primitiva cristología, junto con una serie de cláusulas que evitan una posible tergiversación de la Escritura que no recogería la verdad de Jesucristo (engendrado, no creado). En su sustancia fundamental contiene un orden y una secuencia lógica. 60


Recoge primero la identidad de jesús de Nazaret. Para ello parte de los tres títulos cristológicos principales («Señor», «Cristo», «Hijo»), unidos al nombre concreto de jesús, que vivió, predicó la llegada del reino de Dios con palabras llenas de autoridad y obras poderosas, hizo milagros y murió en la Palestina del primer tercio del siglo primero de nuestra era. Seguidamente nos indica que este personaje histórico se remonta a unos orígenes previos a la creación, eternos, a Dios Padre. Posee el mismo ser divino de Dios, pues procede del mismo Dios, de su propia sustancia. En segundo lugar, se describe su acción: intervino en la creación (mediación creadora), se encarnó por nosotros, nació de la Virgen María, fue crucificado bajo Poncio Pilato, padeció y fue sepultado. Aunque sea reducida, la alusión a la historia de jesús y a sus vértices inicial y extremo (nacimiento de María y muerte en cruz) resulta crucial, pues sugiere toda la vida terrena de Jesús. Pertenece a la obra y la actuación de jesús la resurrección (resucitó al tercer día), que determi na su situación actual, su triunfo sobre el pecado y la muerte, su calidad de redentor. Toda su actuación es «por nosotros y por nuestra salvación». Refulge el aspecto salvífico de la vida entera de jesús, unido a su identidad. Así se cumple la Escritura: el plan, la promesa y el designio de Dios. En tercer lugar, se describe su situación actual: está sentado a la diestra del Padre, el trono de la divinidad, la gloria divina. Por eso, todo su caminar salvífico y su sufrimiento culminan en gloria y triunfo. No confesamos a un fracasado en la cruz o a un profeta utópico que nos espoleara hacia una meta bella pero inalcanzable. En cuarto y último lugar, se señala su actuación futura: desde ahí, desde el cielo, vendrá a consumar su obra, llevándola a la plenitud, a la consumación final y total. La vida cristiana se sitúa en esa intersección: vivimos con la confianza de estar afincados en el Señor y en su triunfo, que se consumará en el futuro. Ya somos del Señor, en la vida y en la muerte (cf. Rm 14,8), pero aún no se ha manifestado en toda su plenitud irrestricta lo que seremos, cuando lo veamos cara a cara (cf. 1 Jn 3,2).

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NURYA MARTÍNEZ GAYOL, ACI 1. C£ Acta Thomae, 16; citado en AA-VV., Credo in Spiritum Sanctum, 305-306. Introducción: Necesidad del Espíritu para la confesión de fe en el Padre y en el Hijo

EL sonido de esta invocación al Espíritu (del siglo III) ha resonado en los templos de la Iglesia universal y en los corazones de los fieles desde antaño, como una primera teología que solo siglos después tomará cuerpo en conceptos y definiciones dogmáticas y en las formulaciones de nuestra fe. Pero no solo en la liturgia. Tanto en el NT como en el AT son muchos los textos que atestiguan una significativa presencia e intervención del Espíritu en la historia, como manifestación de la potencia salvífica de Dios. Además, aun antes de llegar a una definición explícita del Espíritu Santo como tercera persona de la Trinidad, la presencia del Espíritu formaba parte de esa vida eclesial que cristalizó en una fórmula de fe que, al mismo tiempo que es palabra que interpela, edifica la propia comunidad. De hecho, el Espíritu Santo aparece ya en las primerísimas confesiones de fe como Aquel que las posibilita. Y esto en dos sentidos. En primer lugar, porque en el acto de creer hay ya una presencia implícita del Espíritu Santo en el creyente individual. Y en segundo lugar, porque la confesión de fe es siempre respuesta debida a Otro, que el creyente realiza dentro del grupo eclesial, considerado desde antiguo como gestado por el Espíritu. Ahora bien, también desde muy temprano el Espíritu Santo aparece en los textos coordinando, vinculando, enlazando al Padre y al Hijo - de modo variado y con ricos alcances teológicos-. Textos que dan cuenta de experiencias fuertes de presencia y acción 63


palpable en el creyente. Un Espíritu que se entiende proveniente del Padre - como su origen-, orientado por Cristo, su centro, y que se proyecta hacia la consumación final. Los anteriores capítulos han abordado la cuestión del significado de nuestra confesión de fe en Dios Padre y en Jesucristo. Pues bien, incluso con anterioridad al debate acerca de la divinidad del Espíritu Santo en la historia de la Iglesia, desde los primeros escritos del NT se hace perceptible que solo «en el Espíritu» podemos conocer a Dios como Padre experimentando nuestra filiación. Así se afirma en la Carta a los Romanos, solo porque hemos «recibido el Espíritu podemos clamar ¡Abba, Padre!» (Rm 8,15). Y el mismo Pablo nos recuerda que solo gracias al Espíritu podemos confesar «Jesucristo es Señor». Gracias a él, el acontecimiento Cristo se ha hecho algo que nos incumbe a cada uno de nosotros de forma íntima e irrepetible, al personalizarlo e interiorizarlo en conciencia y libertad en el corazón de cada creyente, en todo tiempo y en todo lugar; y por ello podemos referirnos a él como fiel administrador e intérprete de la revelación de Cristo. Es decir, sin el Espíritu Santo no podríamos refrendar los dos primeros artículos del Símbolo de la fe. Tras el acontecimiento-Cristo, el Espíritu se vuelve libre para el mundo y, en tanto que «Espíritu de la verdad», es el testimonio en el mundo del amor del Padre y del Hijo: «testimonio subjetivo, en tanto que el Espíritu es [él mismo] este amor; y testimonio objetivo, en cuanto lo representa, lo pone en práctica, lo ilumina... también ante el mundo que todavía no cree» 3. No por acaso reza el precioso himno del Veni Creator Spiritus:

Solo por el Espíritu podemos confesar y reconocer a Dios como Padre y a jesucristo como el Verbo encarnado, Dios hecho hombre para nuestra salvación. 1. El Espíritu Santo: misterio y persona a) El misterio del Espíritu Santo Hablar del Espíritu Santo nos desconcierta. La idea de un Dios Padre nos es cercana, aun cuando tenga sus problemas. En cuanto al Hijo, hemos tenido acceso a él, en exterioridad, historicidad y concreción, en la historia de jesús de Nazaret, y él mismo ha puesto los contornos precisos a la figura del Padre, a quien nos ha revelado. Sin 64


embargo, al Espíritu Santo nos referimos con gran naturalidad como el gran desconocido y, en cierto sentido, también como el gran temido. Este carácter poco asible del Espíritu, su presencia no fácilmente objetivable, lo ha convertido a lo largo de la historia de la Iglesia, bien en el «ignorado», bien en el «apresado» en función de los propios intereses de personas, grupos o instituciones dentro o al lado de la Iglesia. De ahí esa temida peligrosidad que, durante siglos, hizo que fuera más «recomendable» abstenerse de hablar en exceso del Espíritu, y que el hacerlo supusiera concitar sospechas de gnosis, brujería o iluminismo. El Espíritu nos parece lo más misterioso de Dios, más que el Padre y más que Cristo. Sin embargo, no solo a ellos está referido, aunque en ellos tiene su procedencia, sino que en Él la díada se torna unidad en la Trinidad, sin deshacer el diálogo eterno entre Padre e Hijo. Lo que posibilita la comunión entre las personas del Padre y del Hijo es otra persona: el Espíritu Santo. El Espíritu es comunitariedad en la paradoja de su singularidad. Genera unidad en la paradoja de la diferencia. Es persona como unidad, es unidad en tanto que persona. Ese es su Misterio. b) La persona del Espíritu Santo El amor, en el cual Dios como engendrador es Padre, y como engendrado es Hijo, se entiende al ensamblar las dos cosas como una sola. No existen dos amores en Dios, sino uno solo. Como unidad de Padre e Hijo, Dios es un solo Espíritu; sin embargo, de esta comunidad de amor emerge una «tercera persona», no engendrada, «sino espirando inefablemente del hálito común (pneuma) de su recíproca relación»4. En esta insondable unidad, Dios es Espíritu en dos sentidos: como esencia y como persona. Decimos que el Espíritu Santo es Persona porque no es solo una fuerza, una esencia, una energía... El hálito común del Padre y del Hijo es un «alguien» propio y específico, aunque sea misterioso. «Se trata de un "entre" que afirma y sella la unidad, precisamente por ser una unidad personal» 5. Por ser el Espíritu la reciprocidad perfecta entre el Padre y el Hijo, la teología latina ha hablado de su procedencia simultánea del Padre y del Hijo: la conocida y debatida cuestión del filioque (procede del Padre y del Hijo). Pero por ser también la apertura última de Dios en su salir de sí mismo, en Él como persona, la teología griega lo ha hecho proceder del Padre mediante el Hijo, en un emanar infinito que le ha valido el nombre de «fuente viva». El ser personal específico del Espíritu no se deja explicar más que como el «nosotros» del Padre y del Hijo, Aquel que «es el resultado de la obra común del Padre y del Hijo, en tanto en cuanto que el Padre entrega el Hijo al mundo por amor, y el Hijo se entrega para revelar el amor del Padre», y en cuyas manos dejan el darse con soberana libertad. En otras palabras, el Espíritu «es el Amor del Padre y del Hijo hecho persona y, al mismo tiempo, la suma de sus libertades para amar; y como tal, es la 65


revelación de la vida eterna del amor eterno, al dejarnos participar en ese amor, permitiendo que se incluyan otros "yoes" en el "nosotros" de Dios, es decir, en el Espíritu»'. Este Espíritu de la reciprocidad divina, que es amor y es don, nos será comunicado para que participemos de él y para que lo utilicemos como amor y como don, siguiendo su propia dinámica de entrega en nuestras relaciones humanas. 2. La confesión de fe en el Espíritu Santo ¿Qué decimos cuando confesamos que creemos en el Espíritu Santo? ¿Qué contenidos afirmamos en el credo? Hemos hablado del Espíritu como misterio y del Espíritu como persona. Pero en la historia de la elaboración del Símbolo de la fe, la cuestión más debatida fue la de su divinidad. Ciertamente, no hay ningún texto bíblico que nos hable inequívocamente de la divinidad del Espíritu. A pesar de ello, esta afirmación resultaba algo evidente en los orígenes del cristianismo y parece deducirse espontáneamente del testimonio de las mismas Escrituras. Comenzando por el AT, la experiencia del pueblo de Dios que se refleja en los textos incluye la presencia activa del Espíritu actuante en la historia de la salvación. En cuanto al NT, sin ofrecer tampoco una reflexión teórica sobre el ser del Es píritu, da testimonio de una experiencia salvífica en la que este aparece continuamente como uno de los protagonistas. Y en la Iglesia Antigua, al colocar al Espíritu junto al Padre, y al Hijo en la obra de la salvación como su agente consumidor en los hombres, se está confesando implícitamente su divinidad. Ahora bien, el problema central con que se encontró la teología a la hora de interpretar el NT fue la relación entre Cristo y el Padre, en un primer momento, y entre Cristo y el Espíritu, en un segundo momento. El NT habla de dos misiones que tienen su origen en el Padre: la del Hijo y la del Espíritu. Dos misiones que no son separables, pero que tampoco se pueden confundir'. Su articulación habrá que buscarla en la propia vida de jesús, en tanto que portador y dador del Espíritu. El Espíritu le conduce y le guía para cumplir la voluntad del Padre, y en este sentido está en él y sobre él para realizar su misión hasta el extremo de la muerte; y más allá de la muerte, puesto que en él resucita y es justificado. Pero también es cierto que el Crucificado «entregó su Espíritu», y que desde su condición gloriosa dona también este Espíritu a la Iglesia y al mundo (Pentecostés). La gran Iglesia de los primeros siglos quiere interpretar correctamente lo recibido para entregarlo a la siguiente generación con fidelidad y para mantener la unidad religiosa. Con este fin fue convocado el Concilio de Nicea (325). Su confesión de fe es 66


desde el primer momento directamente trinitaria: «Creo en un Dios Padre, en un solo Señor Jesucristo, en el Espíritu Santo». Esta fe se explicitará en tres artículos. El tercero, referido al Espíritu, es muy breve y sigue las fórmulas tradicionales'°. Nicea se contenta con poner al Espíritu en el mismo nivel que al Padre y al Hijo, pero sin aclarar la naturaleza específica de su divinidad, su modo de procedencia, su relación con el mundo, su función en la vida del creyente. Estos temas quedarán pendientes y no serán abordados hasta que los pneumatómacos (que aparecen en el año 360) pongan en cuestión su divinidad. Será el emperador Teodosio quien convoque un nuevo Concilio, el de Constantinopla (381), para afrontar esta controversia con los pneumatómacos. Por no tratarse de un Concilio ecuménico, su credo (el Credo de Constantinopla) no se promulgará hasta el Concilio de Calcedonia (451). Es el Credo que conocemos como Niceno-constantinopolitano y que rezamos habitualmente en la liturgia. Construido sobre el Credo de los Apóstoles y el de Nicea, se completa con una serie de afirmaciones originales sobre el Espíritu Santo, con el fin de refrendar claramente la divinidad del Espíritu. El texto reza así:

Se trata de una secuencia de seis cláusulas" que, con un lenguaje bíblico y litúrgico, afirman sin ambages la divini dad del Espíritu, su pertenencia a la trinidad, su procesión del Padre y su actividad salvífica. la.«[Creo...] en el Espíritu, el Santo»: «Espíritu» va precedido por el artículo para dejar claro que se refiere a la persona del Espíritu, no a cualquier espíritu. Se dice que este Espíritu es Santo, como afirma la Escritura, Santo por naturaleza, con la santidad propia de la naturaleza divina. Y por esta razón puede ser y es santificador. Desde el inicio es la cuestión de la salvación la que va guiando la argumentación. 2a.«El Señor»: llama la atención la falta de concordancia gramatical entre el término Kyrios (masculino) y el artículo (que está en neutro). La razón está en que la expresión «El Señor» es el título que el Credo asigna a jesucristo: «único Señor». Al utilizar el artículo en neutro, lo Señor, se está tratando de distinguirlo del Hijo. Al mismo tiempo, se conserva una idea - presente ya en las fórmulas de fe del siglo II 67


por la que el Espíritu es celebrado, junto al Padre y al Hijo, como Alguien a quien el creyente reconoce «la categoría de Señor»'2. Por otra parte, el término «Señor» es empleado en la Biblia para referirse a Yahvéh. Por lo tanto el título sitúa al Espíritu en el mismo plano que al Creador del mundo y que al Hijo sentado a su derecha y constituido como Señor, y quiere ser un título divino. 3a.«El Vivificador/el dador de vida»: por una parte, se trata de una referencia a su papel creador, recreador y divinizador en la economía de la salvación. Las criaturas son vivificadas, mientras que el Espíritu es vivificador. Puede vivificar porque es Dios. Este carácter vivificador ya había sido reconocido por Pablo en Rm 8,11, como algo propio del Espíritu en orden a nuestra resurrección, lo cual no es sino un reconocimiento de su divinidad: «Vivificara también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habitara en vosotros». Pero, además, esta expresión hace referencia a ese «nuevo modo de existir» en el que el confesante ha entrado: la «vida en el Espíritu», que «el Espíritu Santo despierta, nutre y conduce a su consumación como una vida filial de íntima comunión con el Padre por el Hijo»13 4a.«El que procede del Padre»: fue Gregorio Nacianceno (329-389) quien aplicó el sentido salvífico del «envío del Padre del Espíritu» en el texto joánico (Jn 15,26) a la vida intradivina. Con este término, «proceder», trata de responder a los pneumatómacos, que pretendían que para que el Espíritu pudiera ser Dios tenía que ser engendrado (como el Padre) o engendrado (como el Hijo). Gregorio responderá exponiendo que justamente el hecho de que el Espíritu proceda del Padre significa que no es criatura. Con esta expresión se afirma su pertenencia a Dios, diferenciándolo del Padre y del Hijo. 5a.«El que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado»: el movimiento de salida y retorno al Padre, al que apuntaba la procedencia, aparece en la tradición cristiana muy frecuentemente en textos de oración y de alabanza. El sentido es muy significativo: el fiel devuelve al Padre, juntamente con el Hijo y por medio del Espíritu, todo honor y toda gloria, hasta el punto de que el Espíritu recibe una misma alabanza con ellos. Lo que el término griego «symproskynoúmenon» - que puede traducirse por co-adorado - quiere expresar es que con una misma adoración adoramos al Padre, al Hijo y al Espíritu. Y la expresión «con-glorificado» se refiere a que les dirigimos el mismo culto y en el mismo acto, lo cual los iguala en dignidad. Si el Espíritu es adorado y glorificado con el Padre y el Hijo, significa que es Dios como ellos. 6a.«El que habló por los profetas»: con esta cláusula se acentúa la universalidad de la misión del Espíritu al señalar que su acción recorre toda la historia de la salvación, asignándole un especial papel «profético», con lo que se subraya su actuación en el 68


AT. El punto de partida del Concilio es, por tanto, la igualdad en santidad, de la que goza el Espíritu Santo con respecto a las otras personas, expresada en la igualdad de adoración y glorificación. Pero quizá lo más importante sea señalar la intencionalidad. ¿Por qué era tan importante mostrar la divinidad del Espíritu? La respuesta nos invita a darnos cuenta de que lo que estaba en juego era «nuestra salvación». Si el Espíritu no es Santo, no podría santificarnos; si no es Dios, ¿cómo podría divinizarnos? 3. La acción del Espíritu Desde los primeros siglos cristianos, las fórmulas de fe remontan la presencia del Espíritu Santo en la comunidad eclesial al acontecimiento de Pentecostés. La «plena efusión del Espíritu» 14 que los profetas habían vaticinado apunta a Pentecostés, pero también a todo lo referente a jesús, especialmente los sucesos centrales de Encarnación, Pasión y Resurrección15, y a lo que los Padres denominan la «triple venida»: sobre Cristo en el Bautismo, sobre los apóstoles en el Cenáculo, y sobre la Iglesia en Pentecostés (Justino, Ireneo, Tertuliano). De manera que la acción preparatoria del Espíritu Santo en la historia de la salvación es presentada como un «exponer las economías de Dios»16, pero se orienta decididamente hacia el futuro, pues es tarea del Espíritu Santo conducir el tiempo hacia su consumación. La presencia del Espíritu se mostrará como eficaz en cada una de las etapas de la historia de la salvación, siempre con rasgos propios y siempre, también, coordinado desde sus raíces a la economía del Padre y del Hijo. La dinámica del Espíritu se proyecta así en el tiempo como etapa plenificadora que no solo sucede a la del Hijo y del Padre como pretendió en su momento la corriente montanista, y más tarde Joaquín de Fiore-, sino que las asume. Pero, además, la acción del Espíritu estará también siempre proyectada hacia el hombre y hacia la historia. Detengámonos, pues, brevemente en algunas de estas acciones propias de la economía del Espíritu Santo, tratando de definir, a través de sus acciones y manifestaciones, quién es Él. a) Crear. Pues es el Espíritu Creador La primera acción a la que nos vamos a referir es la de «crear», pues el Espíritu es «Espíritu Creador». Así lo ha cantado la Iglesia al menos desde el siglo IX en la primera estrofa del conocido Himno Veni Creator Spiritus:

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En el AT, el Espíritu aparece prefigurado en la imagen del aliento de Yahvé, que nos habla de la acción de Dios en el mundo como principio vital en la Creación. El soplo de Dios es un soplo creador". El Espíritu es el hálito divino que anima y vivifica, que penetra toda la creación y, desde el primer comienzo, ordena, dirige y anima todas las cosas. Así es interpretado el versículo 2 del primer capítulo del Génesis (Gn 1,2). El Espíritu que sobrevuela las aguas primordiales anuncia desde los orígenes del mundo una figura o tipo del Bautismo: sus aguas vivificadoras y regeneradoras. Así contemplarán los santos Padres al Espíritu: vivificando todas las cosas18. «Él hermosea la creación y hace que todo permanezca en su ser, lo renueva todo, lo que supone un avance sobre el hecho mismo de crear»'9. El Espíritu es vida; y por esa razón, allí donde hay vida, allí está el Espíritu20. Otra imagen muy vinculada a la creación y con la que el texto bíblico se refiere al Espíritu es la de «los dedos/el dedo de Dios», con la que se expresa la potencia creadora de Dios. Si se usa en plural, alude tanto al Hijo como al Espíritu. Pero cuando está en singular, «el dedo de Dios», es el Espíritu Santo, el mismo con el que Cristo realiza los exorcismos21; el mismo que realizó las maravillas de la creación`; el mismo al que nos referimos en el Veni Creator diciendo: «Tú, el dedo de la mano de Dios». Así pues, aunque en el primer artículo del Credo confesamos a Dios Padre como Creador y seamos bien conscientes del papel de Cristo en el origen de mundo - pues la carta a los Colosenses23 es elocuente en este sentido-, también el Espíritu va a ser denominado Creador por la tradición cristiana, tal vez para poner de relieve que solo Él nos revela el último sentido de lo Creado y por qué a Él le es asignada la tarea de renovarlo todo en la Nueva Creación. Si el Padre lo ha creado todo en el Hijo y para su gloria, y si todo ha sido creado en Cristo, y él mismo lo ha redimido, para mayor gloria del Padre, el Espíritu finalmente transfigurará todo lo creado para revelar el amor infinito entre el Padre y el Hijo y para infundir al mundo la forma de ese amor. b) Unir. Espíritu de Unidad La segunda acción a la que nos vamos a referir es la de unir. El Espíritu es ese lazo de 70


amor que une al Padre y al Hijo en un nosotros eterno; pero, además, es siempre un punto de intersección donde se encuentran tiempo y eternidad y donde se cruzan su misión de extensión universalizadora del acontecimiento-Cristo y la de adentramiento en lo más íntimo de la conciencia del creyente para personalizar la experiencia salvífica en cada corazón. Pertenece también a la acción del Espíritu integrar. Tanto el integrar al Hijo en el mundo (encarnación) como el integrar una humanidad en la vida divina como primogénito de la nueva humanidad (resurrección). Desaparecida la figura física de jesús, también es el Espíritu el que reúne, el que constituye a los discípulos en comunidad, el que llega a hacer que Dios sea todo en todos y en cada uno (1 Co 15,28). Es el Espíritu quien recoge todo cuanto le precede y anticipa todo cuanto le sigue. El testigo de lo ya dado y la promesa de lo que aún está por venir. Él une los extremos, consuma los procesos, lleva todo a la perfección. Une también el cielo y la tierra, se incoa en la materia y la diviniza, en una epíclesis (término que designa la invocación del Espíritu Santo sobre los dones del pan y del vino en la Eucaristía) que abraza la entera creación. Por último, en la medida en que el Espíritu procede del Padre que ha creado el mundo - y del Hijo - que lo ha redimido-, puede ser visto como «la divina sede de unidad entre el orden de la naturaleza y el orden de la gracia», así como el lugar de las siempre nuevas transposiciones de un orden a otro, sin que por ello se confundan las autonomías de ambos24. Desde las primeras fórmulas de fe que se refieren al Espíritu, y tal vez porque estos testimonios se encuentren interrelacionados con momentos problemáticos dentro de las respectivas comunidades eclesiales, el rol del Espíritu manifiesta una indudable repercusión existencial para el momento presente. Esto se percibe con claridad con respecto a la problemática de la unidad eclesial, amenazada por los fenómenos carismáticos, por las rivalidades personales y por las estructuras eclesiales puestas en peligro. Un ejemplo en este sentido es la profesión del Espíritu Santo como «único Espíritu de gracia» en una fórmula de carácter posiblemente litúrgico, a través de la cual Clemente de Roma (siglo 1 d.C.) trata de abrir la unidad despedazada de la Iglesia hacia su único origen. El motivo de la carta parece ser una revuelta que tuvo lugar en la comunidad de Corinto y por la que «unos individuos arrogantes y audaces» depusieron de sus cargos a los presbíteros que estaban al frente de la comunidad. «¿Por qué hay entre vosotros discordias, iras, disensiones, cismas y guerra? ¿Acaso no tenemos un único Dios, un único Cristo, un único Espíritu de gracia que ha sido derramado sobre nosotros y una única llamada en Cristo? ¿Por qué separamos y dividimos los miembros de Cristo y nos rebelamos contra el propio cuerpo y llegamos a tal locura que nos olvidamos de que somos los unos 71


miembros de los otros?» (1 Clem ad Cor 46,5-7). El Espíritu es Espíritu de unidad, porque cumple en el mundo el equivalente de su función trinitaria: reunir lo distinto, congregar lo disperso, amar lo menos amable, consumar lo iniciado y santificar al pecador con la vida divina. Si en la vida divina el Espíritu es vínculo de unión, vínculo seguirá siendo en la historia de la salvación general y en la historia de cada ser humano en particular. c) Inhabita nuestros corazones. La vida en el Espíritu

El Espíritu inhabitando nuestros corazones nos posibilita una «vida en el Espíritu». Aquel sobre quien Cristo ha soplado su Espíritu es cristiano (Jn 20,20), porque con ese soplo le interioriza la realidad de su propio ser como Palabra y su relación con el Padre como Hijo. En otras palabras, le da el Espíritu como principio de identidad cristiana, hasta la consumación escatológica. Esta donación del Espíritu a cada ser humano podría ser pensada en analogía con la acción del Espíritu sobre la humanidad de jesús, no solo tal como obra en las entrañas de María, sino también - manteniendo las distancias - en semejanza con la unión que la persona del Hijo realizó con la naturaleza humana en su encarnación, puesto que es el mismo Espíritu el que obra en la cabeza y en el cuerpo. Algo de esto ocurre cada vez que el Espíritu santo se nos da en el don de la gracia25. El Espíritu santo es aliento. Tan solo quiere espirar a través de nosotros, que consintamos sus suspiros inefables en el fondo de nuestra alma... Así puede anidar en nuestros corazones, incluso dentro de nuestra cerrazón pecadora y nuestra finitud obtusa, para abrir las puertas desde dentro. La presencia del eterno, infinito y santo Espíritu en el interior de lo temporal, finito y profano - que es nuestro espíritu...-, el habitar del Amor eterno en nuestros corazones, ¡tantas veces sin amor.. .f, nos resulta incomprensible. Y, sin embargo, sabemos que nuestros actos más íntimos de fe, de esperanza y de amor, nuestros estados de ánimo y sentimientos, nuestras decisiones más libres y personales... todas aquellas cosas que 72


nosotros somos, están espiradas por él. Y que también dentro de nosotros gime con gemidos inefables, aspirando, fortaleciendo, animando, consolando, siendo ese hálito que nos impulsa desde dentro de nuestra limitación a no desesperar, a seguir caminando, luchando, aguardando la salvación prometida. En este Espíritu Santo, ofertado a todo el pueblo, se nos abre un acceso real a Dios. Nuestro encuentro con ese amor incondicional que nos muestra jesucristo no sucede solo en virtud del recuerdo, de la palabra de los testigos, de nuestro deseo de confiar, sino que es el mismo Dios quien lo suscita en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que actúa dentro de nosotros, haciendo ese amor presente y actuante en nuestro corazón, regalándonos la certeza de nuestra condición de hijos, haciéndosenos presente de una forma íntima y personal. El Espíritu, además, va haciendo crecer nuestra condición de hijos, así como nuestra identificación espiritual con Cristo, en la medida en que depositamos una confianza absoluta en él (creer) para que se adueñe de nuestra vida y la transforme. La fe, que es don de Dios por puro amor (Ef 2,8), es el punto de partida o medio por el que nos es dado el Espíritu. La pregunta resuena por doquier después de la Pascua: «¿Recibisteis el Espíritu al abrazar la fe?» (Ef 19,2). «Después de haber creído... - dice Pablo-, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Ef 1,13)» 26. El comienzo de esta aventura tiene lugar en el bautismo. Allí se da un nuevo nacimiento, se produce el perdón de los pecados, y el bautizado es regenerado. Es el Espíritu quien lo realiza, y el bautizado se convierte en templo de Dios, que el Espíritu inhabita y santifica (Novaciano, Tertuliano). Pero esta condición ha de ser manifestada en la vida, en la praxis cotidiana, haciendo la fe operativa en el amor y guardándose de que el Espíritu lo deba abandonar a causa del pecado. No podemos limitar el don y la acción del Espíritu a un solo momento de despliegue de la fe. Él sigue activo en la palabra (1 Tes 1,5) y en la escucha (Hch 16,14), desarrollando una función decisiva para el alimento de la fe (2 Co 3,14.17). Además, el Espíritu acompaña especialmente al creyente en tiempos de dificultad, de persecución..., guardando una especial relación con el mártir y con el martirio. El Espíritu conduce así al hombre renacido en el bautismo hacia el hontanar mismo de la divinidad. A lo largo del camino se produce un efecto transformador, un proceso de habituación y acomodación que es el mismo Espíritu quien lo lleva a cabo. Bajo la conducción, la pedagogía, la ayuda y el consuelo del Espíritu... el creyente va caminando hacia la plenitud que le ha sido prometida. Esta actividad del Espíritu en el corazón del creyente es ahora parcial e imperfecta, pero llegará a su plenitud cuando lleguemos a participar plenamente de la vida del Resucitado, en la resurrección final. 73


d) El Espíritu Santifica: porque es Santo

Con esta preciosa oración de san Agustín al Espíritu he querido introducir el tema de la acción santificadora del Espíritu. No solo el Espíritu es santo, como ya hemos dicho, sino que su acción propia es la santificación. Santo es Dios, y «santo es todo en la medida en que tiene relación con Dios»27. De esta manera, es Dios mismo quien da el contenido, los límites y la medida a la santidad. Por esta razón llamamos Santo al Espíritu, pero, sobre todo, porque su acción propia es impregnar de esta santidad el mundo, y que esa santidad de Dios alcance al ser humano. De modo que lo profano ya no es el ámbito de lo que no es santo. Solo hay algo que se opone a la santidad, algo que niega a Dios y su proyecto en el mundo: el pecado. De ahí que el Espíritu Santo realice su función santificadora terminando con el pecado. Este, aun siendo resultado de un acto personal, se convierte en un poder que domina al ser humano, reteniéndolo bajo su dominio y al que por sí mismo el hombre no se puede sustraer. Poder que subyuga, dis Brega, rompe y corrompe las relaciones humanas y la relación con Dios28. Al don del Espíritu Santo del Señor resucitado, Juan une el poder de perdonar: «sopló sobre ellos y añadió: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedaren perdonados"» (Jn 20,22-23). Si hemos dicho que el Espíritu santo une, reúne, incluye..., es porque es capaz de derribar fronteras, de conducir a unos hacia otros, de renovar las relaciones fracturadas. La fuerza que abre lo que está cerrado y permite superar la confusión que impide comunicarnos es la fuerza del perdón. Solo esta gracia puede transformar el mundo. Por esta razón, el sacramento de la penitencia es uno de los tesoros más preciosos de la Iglesia, porque solo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo. Nada puede mejorar en el mundo si no se supera el mal. Y el mal solo puede superarse con el perdón (Benedicto XVI). 74


Pero no solo a la penitencia; el Espíritu otorga su capacidad santificadora a todos los sacramentos, para que aquellos signos, antaño queridos por Cristo y sus apóstoles, sean también hoy creadores de gracia. Por eso, no hay acción litúrgica en la que no esté presente el Espíritu santificador, pues no hay acción litúrgica que, de una u otra manera, no vaya acompañada de una epíclesis, es decir de la invocación del poder transformador, creador y recreador del Santo Espíritu. Él crea así la comunión de los santos, el conjunto de realidades santificadoras de las que surge la comunidad de hombres santificados. e) Libera y Guía. Libertad de la vida en el Espíritu

La quinta acción del Espíritu en la que nos vamos a detener es su capacidad de liberar. La libertad se convierte así en una nota característica de la vida en el Espíritu. Empleando términos de gran belleza y calor, Jeremías había anunciado una Alianza nueva (31,31-34): «Pongo mi ley en su interior y la escribo en su corazón». Apenas una generación después, Ezequiel pronunciaba una promesa que era un eco de la anterior: «os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis según mis leyes...» (Ez 36,26ss). Los cristianos nos hemos sabido siempre destinatarios de estas promesas, mediante el acontecimiento Cristo y el don del Espíritu, aun cuando lo vivamos solo en forma de primicia, y la promesa aguarde aún su pleno cumplimiento. Más allá de la letra, el Espíritu libera y nos guía; más allá de las fórmulas, nos orienta, nos ordena, nos tensa, nos atrae... Solo en la «fe» podemos desasirnos de la Ley como barandilla de agarre para caminar sin vértigo por el espacio de la libertad; solo en la esperanza de la fe nos es concedido, como a Pedro y con Pedro, aventurarnos fuera de la barca y salir a la oceánica infinitud del Espíritu de Dios. De pronto, no hay fórmulas fijas: en lo desconocido de cada etapa de la historia, solo el Espíritu, que siempre es Creador y es amor, nos puede guiar`. Así suena la convicción de la Iglesia, nuevamente en el Veni Creator Spiritus:

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«Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos suyos», decía Pablo (Rm 8,14). Y si somos hijos, entonces «somos libres» (Mt 17,25-26). No con una libertad que sea meramente un libertinaje de caprichos, sino con una libertad responsable que nos dignifica. Como escribió san Agustín, el cristiano, a quien el Espíritu ha infundido el amor de Dios, realiza espontáneamente una ley que se resume en el amor. Es la libertad del «ama y haz lo que quieras», porque sabe que ese amor supone una entrega tan total y verdadera que nada puede quedar fuera, a merced del egoísmo, el capricho o las pasiones desordenadas. El amor centrado en su objeto nos da la libertad de movernos por doquier y nos conducirá a obrar según dicho amor, en la lógica del amor entregado hasta el extremo, que es la lógica de Dios. El Espíritu sopla donde quiere, y es la libertad suma que procede del amor entre el Padre y el Hijo. Pero no olvidará su procedencia, sino que toda su libertad consistirá en atestiguar siempre de nuevo, en formas insondables, el amor del Padre y el Hijo30. En esta tensión se encierra el misterio de la revelación del Espíritu, y también el de la Iglesia de todos los tiempos... El Espíritu forma a la Iglesia según su fi delidad absoluta a la revelación de Cristo y según su divina libertad para exponerla... Solo en la medida en que la Iglesia es dócil al Espíritu, puede pensar y formular de nuevo, en la libertad que ese Espíritu le dona, el misterio de Cristo para los nuevos tiempos, pues está segura de la promesa de jesús: que el Espíritu nos ayudará a comprender... y nos guiará hasta la verdad plena. El «Espíritu de la Verdad» testimonia y revela la Verdad Así llegamos a la sexta acción del Espíritu: testimoniar, revelar y conducir hacia la verdad, puesto que él es el Espíritu de la verdad. En la Edad Media se glosó con frecuencia una máxima atribuida a san Ambrosio que decía: «toda la verdad, venga de donde viniere, es del Espíritu santo» 31. De ahí que para san Alberto Magno el Espíritu esté en todas las cosas, y ninguna persona privada totalmente de dicho Espíritu ni, por tanto, de la gracia y de la verdad. Una preciosa reflexión, que se convierte en una llamada a escuchar siempre al otro y a los acontecimientos con la esperanza de encontrar algo de esa verdad que nadie posee en su totalidad ni en exclusiva, y de la que es dispensador el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad. 76


Es este Espíritu (Jn 14,17) el que nos guiará hasta la verdad plena (Jn 16,15). Su tarea será «enseñar» y «recordar» (14,26), «guiar» (16,13), «explicar» al mundo y a la Iglesia (16,13.14); «dar testimonio» (15,26) de esa Verdad, es decir, acompañarnos en una posible y cada vez mayor penetración de la revelación recibida; iluminarla para cada momento histórico, para cada circunstancia social, para dar respuesta desde ella a cada uno de los retos que el mundo y la sociedad nos plantean. El Espíritu descubre, sobre todo, la verdad de Cristo, puesto que es su intérprete (su exégeta). Por esta razón, será también el Espíritu del escóndalo de la Cruz y su Testigo privilegiado e insustituible. Los apóstoles son también testigos; pero el testigo absoluto, si se nos permite hablar así, aquel sin el cual el testimonio de los apóstoles sería solo un testimonio de carne y de letra, de boca y de oído, pero no de espíritu, es el Espíritu santo mismo, el único que - como dice Pablo - ha escudriñado las profundidades de Dios y puede hablarnos de la identidad radical de Cristo32. A esto estamos llamados también nosotros: a acoger el Espíritu de Dios, a dejarnos enseñar por él, a dar testimonio de sus palabras con nuestras vidas, y así también de la verdad. A entrar a formar parte de esa plétora de testigos que han sido, humanamente, portadores de verdad y tradición33; y entonces, «arraigados y cimentados en el amor, seamos capaces de captar, con todo el pueblo santo, cual es la anchura, la largura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento... para recibir la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19). g) Consuma. El Espíritu Consumador El Espíritu es el don absoluto prometido en plenitud escatológicamente y poseído «en arras» - como en fianza - durante nuestra vida presente. Posiblemente nadie haya sabido expresarlo mejor que el conocido pasaje de la carta de Juan: «Mirad qué gran amor nos ha tenido el Padre llamándonos "hijos de Dios"; ¡y lo somos... ~.. Ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,1-2). Difícilmente se puede expresar con más acierto la tensión y la unidad que caracterizan nuestra esperanza: el estatuto del ya... pero todavía no. Vivimos nuestra cualidad de hijos de Dios en la condición de promesa, pero con la seguridad de que nuestra esperanza no será defraudada. Y es el Espíritu quien posibilita y acompaña este proceso. Por eso, la séptima y última acción suya en la que nos detendremos será justamente esta: la de consumar. El carácter escatológico de este don de nuestra filiación es afirmado por Pedro en el discurso de Pentecostés (Hch 2,16ss) y puesto de relieve por Pablo en su Carta a los 77


Efesios: «También vosotros, después de haber oído la palabra de la verdad... después de haber creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, el cual es arras de nuestra herencia, para la re dención del pueblo que Dios adquirió para sí, para alabanza de su gloria» (Ef 1,13-14). En la Iglesia antigua, la convicción de que el Reino esperado se realizaba por el don del Espíritu fue tan fuerte que los santos Padres llegaron a defender la lectura de algunos manuscritos del texto del Padrenuestro en Lc 11,2: «venga a nosotros tu Reino» con la forma «haz venir tu Espíritu santo so bre nosotros», convencidos de que «la verdadera fi nalidad de nuestra vida cristiana es la conquista del Espíritu divino» 34 Pero ese Reino que aguardamos no es una realidad que competa tan solo al ser humano y a la humanidad. En tanto que somos seres mundanos, la vida eterna que aguardamos solo podrá ser culminación de lo que somos si está constituida por la Nueva Creación. Y esta no es ajena a nuestra condición filial. De hecho, ya san Pablo reconocía una dimensión cósmica a la cualidad de hijos de Dios. Y es que el destino del mundo esta ligado al nuestro. Si el Espíritu gime en nosotros, también gime en el corazón de todo lo creado, en espera de participar en la libertad y la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,18-25; cf. Ef 1,3-14). Pero, además, el Espíritu es capaz de trenzar en una única doxología todo lo que es para Dios en el mundo. Es capaz de recoger y dirigir al Padre todo aquello que en el mundo puede ser convertible en alabanza de su gloria 35. Ese sentido tienen las palabras de jesús a la samaritana: «llega la hora, y es ahora, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en verdad» (Jn 4,21.23). A esto estamos llamados todos: a ser verdaderos adoradores. Ya los profetas habían anunciado que todos los pueblos subirían a Jerusalén para adorar (Is 2,2-3), apuntando, más que a un lugar geográfico, a un elemento espiritual: la extensión del conocimiento de Dios. Ese estallido en el mundo desde Jerusalén es lo que supuso Pentecostés. Con gran belleza lo expresó Clemente de Alejandría: «El Verbo de Dios ha abandonado la lira y la cítara, instrumentos sin alma, para entregarse por el Espíritu Santo al mundo entero concentrado en el hombre; se sirve de él como de instrumento con voces múltiples y, acompañándose de su canto, de este instrumento que es el hombre, ejecuta la pieza de Dios». Por lo tanto, no solo gime; el Espíritu, además, canta dentro del hombre y dentro de la Creación. Transforma el gemido trágico y desesperado del cosmos (Rm 8,19-23) en suspiro inefable de esperanza (8,26). La Biblia da testimonio de esta alabanza cósmica: «los elementos y quienes viven sin conciencia la pronuncian sin saberlo y sin palabras, pero el hombre la interpreta» 36

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El Espíritu proviene de Dios y a él conduce. A través de él ofrecemos al Padre esa gavilla que ata, invisible y soberanamente, el Espíritu Santo, con todo aquello del mundo que es para Dios:

4. «Creo en el Espíritu Santo en la Iglesia...» Quisiera terminar volviendo la mirada a la expresión que da título a esta charla: «Creo en el Espíritu Santo en la Iglesia...», para poner de relieve cómo la Iglesia, comunidad suscitada, unida y reunida por el Espíritu, es el espacio donde recibimos ese mismo Espíritu. Hemos visto cómo la economía salvífica se despliega en la doble «misión» divina: la del Hijo encarnado y la del Espíritu Santo. Prolongando esta lógica, el misterio de la Iglesia aparece como esencialmente relacionado con la misión del Espíritu; y también como misterio, pero como un «misterio derivado» 37. La fórmula de fe «Creo en la Iglesia» - credo Ecclesiam-, por figurar en el tercer artículo, nos permite percibir su estricta dependencia tanto de la cuestión del Espíritu como de Cristo. Pero ¿cómo llega a incluirse esta afirmación y qué significado tiene? Si nos detenemos un instante en el ciclo histórico de los comienzos del credo, descubrimos que en el credo bautismal romano, de finales del siglo II, ya aparecía una cláusula sobre la Iglesia, tras profesar la fe en Dios Padre, en Dios Hijo y en el Espíritu Santo; y de él la toma el Símbolo de los Apóstoles. Además, esta ampliación de la confesión estrictamente trinitaria ocurre, en todos los credos primitivos, dentro del artículo sobre el Espíritu Santo3S, a pesar de que no apareciera ni en las fórmulas embrionarias del NT ni en los textos de los Padres apostólicos. Pero la fórmula específica «creo en el Espíritu Santo en la Iglesia» la encontramos en la Tradición apostólica de san Hipólito, donde se nos propone un Credo interrogativo que formula la tercera pregunta en estos términos: ¿Crees en (etS) el Espíritu Santo en (ev) la santa Iglesia y la resurrección de la carne? Para captar el significado de esta fórmula tendremos que acudir al texto original griego, que solucionará la ambigüedad implícita en la traducción española, donde las dos 79


partículas - etS y ev - son traducidas por la preposición «en». Habituados a los credos que utilizamos en la liturgia, podríamos interpretar el credo de san Hipólito en línea con el Apostólico (recordemos): «Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Universal, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén» Es decir, leer simplemente que tras la afirmación de fe en el Espíritu confesamos también la de la Iglesia. Y, sin embargo, la formulación de san Hipólito utiliza dos preposiciones distintas - en griego-, allí donde nosotros traducimos simplemente «en». ¿Crees en (etS) el Espíritu Santo en (ev) la santa Iglesia y la resurrección de la carne? La partícula etc precede al Espíritu Santo, y la partícula ev a la Iglesia. Esta última expresa el sentido claramente locativo con que aparece la Iglesia respecto del Espíritu. La traducción más correcta sería: dentro de la Iglesia. «¿Crees en el Espíritu Santo dentro de la santa Iglesia?». La fórmula es espléndida y nos trasmite una clara intencionalidad en la manera de relacionar a la Iglesia con la tercera persona divina, así como una cierta problemática a la hora de hacerlo. Un precioso testimonio de esta búsqueda nos lo lega san Ireneo cuando afirma: «donde está la Iglesia, ahí está el Espíritu; y donde está el Espíritu de Dios, ahí está la Iglesia y toda la gracia, ya que el Espíritu es la verdad» (Adv. Haer. 3,24,1: PG 7, 966; cf. 11,8; 17,2-3). A mediados del siglo II, la acentuación de la diferencia existente entre la «gran Iglesia» y las sectas dio un relieve especial a la doctrina sobre la Iglesia, y la teología ortodoxa puso el énfasis en contemplar la Iglesia como institución, así como en su carácter histórico y concreto; sin embargo, nunca faltaron autores que resaltaran su aspecto espiritual, recordando su establecimiento antes de la creación del mundo. De hecho, el adjetivo «santa» comienza en este momento a ser aplicado a la Iglesia con esta intencionalidad. La fórmula «santa Iglesia» del credo trata de afirmar que en ella habita y actúa el Espíritu Santo. De ahí que sea también ella el espacio privilegiado para la confesión de fe en el Espíritu, como siglos más tarde reconocerá el Concilio Vaticano II, al afirmar en la Lumen Gentium que la Iglesia es el espacio histórico donde acontece la obra santificadora del Espíritu Santo: «Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que indefinidamente santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen pudieran acercarse por Cristo al Padre en un mismo Espíritu» (LG 1, 4).

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El texto de san Ireneo dejaba abierta esa necesaria tensión que siempre caracterizará esta relación entre la Iglesia y el Espíritu, entre lo institucional y lo carismático, así como su necesaria interrelación. Al mismo tiempo, permite realizar una interpretación amplia del mismo concepto de «Iglesia», pues a la vez que se afirma que la Iglesia es el lugar donde habita el Espíritu y, por ende, donde se confiesa y se recibe, también se afirma que donde está el Espíritu de Dios está toda gracia y está la Iglesia, abriendo una puerta a la posibilidad de que el Espíritu sople donde quiera... incluso allí adonde no ha llegado aún la Iglesia Institucional. Pero volvamos al texto del san Hipólito: «¿Crees en el Espíritu Santo dentro de la santa Iglesia?». La diferenciación que establece entre la confesión de fe dirigida al Espíritu Santo y la dirigida a la Iglesia, a pesar de su santidad, es la misma que trata de transmitir el Credo a través de la doble formulación latina: credo in («Creo en», aplicada solo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo), y la fórmula credo Ecclesiam (sin el «in», aunque al traducirlo al castellano ya no se percibe la diferencia, pues no decimos «creo la Iglesia», sino «creo en la Iglesia»). Con esta distinción entre el «creer en Dios» y el «creer la Iglesia» se quiere poner de manifiesto que la Iglesia no es Dios. Es decir, que el acto de entrega absoluta, de abandono radical de la propia existencia, que es la fe, solo es posible hacerlo en Dios. Nosotros no creemos ni podemos creer (es decir, no podemos tener fe) más que en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. De ahí que la locución credere in se fuera reservando para designar exclusivamente el acto cristiano de fe, donde lo más importante es la preposición «in» 39. El Catecismo de Trento daba cuenta de esta distinción al explicar de qué modo el credo ecclesiam pertenecía a los artículos de fe: «Cambiando nuestra manera de hablar, profesamos creer la santa Iglesia, y no en la santa Iglesia. Y así, hasta con esta diferencia de lenguaje, Dios, autor de todas las cosas, es dis tinguido de todas sus creaturas; y todos los bienes que él ha conferido a la Iglesia, nosotros, al recibirlos, los referimos a su divina bondad» 4° Y añadía, además, otra precisión importante: «hay realidades que no son Dios, pero que solo se aprehenden `con los ojos de la fe'»41. La Iglesia es una de ellas, y por eso parece oportuno subrayar el hecho de su inseparabilidad del Espíritu Santo. También será esta estrecha relación con el Espíritu lo que llevará a atribuirle a la Iglesia el calificativo propio del Espíritu Santo, que es la santidad42. Así se explica que la Iglesia aparezca en el Símbolo Apostólico no solo como la primera entre las obras del Espíritu, sino como una realidad que comprende, condiciona y de alguna manera absorbe a las otras: la comunión de los santos (que supone una 81


participación en lo santo), y el perdón de los pecados. Es el Espíritu el que ilumina y conduce a la Iglesia, la llena con sus dones y carismas y actúa en sus sacramentos y garantiza, además, la participación en la vida eterna. El Credo niceno-constantinopolitano confirma también esta inseparabilidad del Espíritu y la Iglesia, aun cuando la formulación distinga en dos proposiciones la fe en el Espíritu y la fe en la Iglesia, manifestando así una clara voluntad de evitar que la Iglesia apareciera como «un objeto aislado de la fe»43 Pero aún hay más. No se trata solo de que el lugar de la Iglesia en la confesión de fe dependa del Espíritu Santo, y que sea este quien la introduzca en el corazón del misterio cristiano de la salvación, sino que el hecho de que el Espíritu Santo sea en sí mismo comunión, el nosotros subsistente y el lazo de unión dentro de la vida divina, le da la prerrogativa de origen transcendente de la comunión trinitaria. Si lo propio del Espíritu Santo, como ya se ha dicho, es ser communio de Padre e Hijo, esta definición se proyecta sobre la Iglesia, de modo que la communio - que define al Dios trinitario desde la perspectiva de su esencia - define también la esencia del ser eclesial como don del mismo Espíritu. Por lo tanto, la definición del Espíritu como communio tiene - como reconocía san Agustín - un fundamental sentido eclesiológico: «ser cristiano significa ser communio y, con ello, entrar en la forma esencial del Espíritu Santo. Sin embargo, esto solo puede ocurrir también merced al Espíritu Santo, que es la fuerza de la comunicación, su mediador y posibilitador»44 Emerge aquí, lo que Henri de Lubac ha denominado «el círculo perfecto del Credo». La fe que confesamos es una en razón de la unidad de su objeto; es decir, que Dios es uno cuando actúa como trinidad. Pero esta unidad del objeto del Credo incluye también la unidad del sujeto: si la fe trinitaria es comunión, creer trinitariamente significará necesariamente ponerse en camino y caminar hacia la comunión. De ahí que el «yo» de las fórmulas del credo no pueda ser sino un «yo comunitario», el yo comunitario de la Iglesia creyente. El sujeto del Credo es el yo de la Iglesia, llamado a ser communio eclesial45. Y como miembros de ese «yo», y «en esa Iglesia», hacemos todos y cada uno de los creyentes nuestra profesión de fe. Este es el sentido del cambio operado en el texto del credo que confesamos dentro de la liturgia eucarística. Es el Espíritu Santo, «principio de unidad de la Iglesia», quien realiza la comunión entre todos los fieles y los une a Cristo; pero «el modelo y principio supremo de este misterio es la unidad en la Trinidad de personas de un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo» (UR 2).

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Es también este Espíritu, en tanto que principio de comunión, el que hace a la Iglesia «una», en el que se funda su «catolicidad», el que la conserva en la «apostolicidad» y la hace «santa», según reza el credo Niceno-Constantinopolitano46. Como nos recordaba el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia, es este mismo Espíritu el que «dirige a la Iglesia hacia la verdad (cf. Jn 16,13), la unifica en comunión y en ministerio y la enriquece con diversos dones jerárquicos y carismáticos» (cf. LG 1, 4). El Espíritu es así el verdadero punto de convergencia entre lo carismático y lo institucional en la Iglesia, pues en tanto que es lo más íntimo de Dios (teología latina), es tam bién lo más extremo (teología griega). Él nos explica cómo Cristo puede estar completamente orientado al Padre y completamente orientado a los hombres; puede esclarecer cómo la Iglesia puede ser simultáneamente la esposa que mira a su esposo y una madre abierta a toda la humanidad. La unidad entre lo particular y lo universal solo se torna evidente gracias al Espíritu Santo. Desde el primer momento de su existencia, la Iglesia habla todas las lenguas - gracias a la fuerza del Espíritu Santoy vive en todas las culturas; no destruye nada de los diversos dones, de los diferentes carismas, sino que lo reúne todo en una nueva y gran unidad que reconcilia. Por eso, a pesar de las dificultades y las divisiones, los cristianos no pueden resignarse ni caer en el desaliento. El Señor nos pide perseverar en la oración para mantener viva la llama de la fe, de la caridad y de la esperanza, de las que se alimenta el anhelo de unidad plena. «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres. Todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12,13). La Iglesia debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay solo hermanos y hermanas de jesucristo que confiesan una misma fe. Es el Espíritu quien ora en nosotros dentro de la Iglesia, y a él le suplicamos, con las palabras de san Hilario de Poitiers, que nos conserve en la fe del Credo que confesamos y nos conceda la gracia de vivirlo: «Te ruego conserves incontaminada la santidad de mi fe y me concedas oír hasta el momento de mi muerte la voz de mi conciencia. Haz que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración al ser bautizado en el padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Haz que yo te adore a ti, Padre nuestro, y, junto contigo, a tu Hijo. Que yo merezca tu Espíritu Santo, que procede de ti por medio de tu Unigénito. De esta fe tengo un testigo válido que dice: "Padre, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío"- mi Señor jesucristo, el cual permanece como Dios en ti, de ti y junto a ti, y es bendito por los siglos de los siglos. Amén». 2. E.SALMANN, La palabra partida. Cristianismo y cultura postmoderna, PPC, Madrid 83


1999, 121. 1. SAN BERNARDO, De baptismo, II, 9 (PL 1.037 D). 3. Cf. C.THEOBALD, Le christianisme comme style. Une maniére de faire de la théologie en posmodernité, Cerf, Paris 2008, vol. II, 635-637. 4. AGUSTÍN DE HrnoNA, De Trinitate, XIII, II, 5 (BAC 39, 567). 5. H.WALDENFELS, Teología fundamental contextual, Sígueme, Salamanca 1994, 546. 6. J.RATZINGER, Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 2001, 77. 7. J.SCHLOSSER, Jesús, elprofeta de Galilea, Sígueme, Salamanca 2005, 180. 9. K.RAHNER, «Corazón. Teología», en H.FRIES (ed.), Conceptos fundamentales de la teología, Cristiandad, Madrid 1979, vol. 1, 259. 8. MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote de La Mancha, edición y notas de Francisco Rico, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española / Alfaguara, Madrid 2004, 614-615. Cf. E.AUERBACH, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, FCE, Madrid 1950, 314-339. 10. Cf. S.GABURRO, La Voce della Rivelazione. Fenomenologia della Voce per una Teologia della Rivelazione, Cinisello Balsamo (Milano) 2005, 58-62. 11. Ibid., 62. 12. Cf. AGUSTÍN DE HIPONA, Ep. 120, II, 8 (PL 33, 456): «la fe tiene sus propios ojos (habet namquefides oculos suos)». 13. Cf. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 55, a. 2, ad. 1. 15. P.RoUSSELOT, Los ojos de la fe, Encuentro, Madrid 1994, 41-42. Paréntesis mío. Cf. E.KuNz, «Glaubwürdigkeitserkenntnis und Glaube (analysis fidei)»: HdFTh 4 (2000) 310-314. 14. MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote de La Mancha, o.c., 620. Paréntesis mío. 16. Cf. B.SESBOÜÉ, «El contenido de la tradición: regla de fe y símbolos (siglos II-V)», en B.SESBOÜÉ - J.WOLINSKI, Historia de los dogmas. El Dios de la salvación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1995, vol. 1, 57-107. J.N.D. KELLY, Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980. G.WAINWRIGHT, 84


Doxology. The Praise of God in Worship, Doctrine, and Life. A Systematic Theology, Oxford University Press, New York 1980, 182-217. 17. B.SESBOÜÉ, «El contenido de la tradición», a.c., 63. 18. Cf. HIPÓLITO DE RoMA, Tradujo apostolica, 21 (SChr 11 bis, 85-87). 19. B.SESBOÜÉ, «El contenido de la tradición», a.c., 74. 2. Cf. GREGORIO NACIANCENO, Oratio 31, 26 (Los cinco discursos teológicos, Ciudad Nueva, Madrid 1995, 254). 1. IRENEO DE LYON, Demostración apostólica, 6 (Ed. E.Romero Pose, Fuentes Patrísticas 2, Ciudad Nueva, Madrid 1993). 3. IRENEO DE LYON, Adv. Haer. V,17,1. 5. W.KASPER, El Dios de jesucristo, Sígueme, Salamanca 20118, 161. Para el análisis de la situación en el siglo XX en torno a la comprensión de la paternidad, cf. ¡bid., 161-165. 4. Cf. P.RICOEUR, «La paternidad del fantasma al símbolo», en Le conflit des interprétations. Fssais d'herméneutique, Seuil, Paris 1969, 458-486. 6. Ibid., 163. 7. Cf. X.LACROIX, Passeurs de vie. Essai sur lapaternité, Bayard, Paris 2004. 8. Ibid., 165. 9. C£ A.CORDOVILLA PÉREZ, El misterio de Dios trinitario. Dios-con-nosotros, BAC, Madrid 2012, 481-492. 10. Cf. GREGORIO DE NISA, Vida de Moisés, Sígueme, Salamanca 1989. 11. JUSTINO, Apología 61. 12. A.CORDOVILLA PÉREZ, «El poder de Dios desde la debilidad»: Sal Terrae 95 (2007) 609-623; ID., El misterio de Dios trinitario, o. c., 516-520. 13. Cf. D.BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2004, 252-253. 14. Cf. J.MARTfN VELASCO, «Dios como Padre en la historia de las religiones», en (N.Silanes [ed.]), Dios es Padre, Secretariado Trinitario, Salamanca 1991, 35-45.

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15. C£ A.CORDOVILLA PÉREZ, El misterio de Dios trinitario, o. c., 95-115. 17. Cf. B.WITHERINGTON III - L.IcE, The Shadow of the Almighty. Father, Son, and Spirit in Biblical Perspective, Eerdmans, Grand Rapids (Michigan) 2002, 20-46. 16. Cf. el estudio clásico de J.JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1985, 80-88; para su crítica y recepción fundamental, cf. J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús, Sígueme, Salamanca 1995; J.POUILLY, Dios, nuestro Padre. La revelación de Dios Padre y el «Padrenuestro», Verbo Divino, Estella 19993. 18. Cf. H.SCHÜRMANN, El destino de jesús: su vida y su muerte, Sígueme, Salamanca 2005. 19. CE A.CORDOVILLA PÉREZ, El misterio de Dios trinitario, o. c., 114-115. 20. P.X.DURRWELL, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Sígueme, Salamanca 1992, 15. 21. Cf. Y.-M., CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983, 25-40. 1. Me inspiro en B.SESBOÜÉ, El Dios de la salvación (Historia de los dogmas 1), Secretariado Trinitario, Salamanca 1995, 64-68; H.SCHLIER, «Die Anfánge des christologischen Credo», en B.WELTE (ed.), Zur frühgeschichte der Christologie (QD 51), Herder, Freiburg - Basel - Wien 1970, 13-58; M. HENGEL, Studies in Early Christolog, T & T Clark, Edinburgh 1995. 2. A.A.GARCÍA SANTOS, Diccionario del griego bíblico: Setenta y Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 2011. 3. Cf. G.URÍBARRI, El mensajero. Perfiles del evangelizador, Desclée - U.P.Comillas, Bilbao - Madrid 2006, 67-84. 4. Cf. J.D.G.DUNN, lesus remembered, Eerdmans, Grand Rapids (Mi.) - Cambridge (U.K.) 2003; (trad. cast.: jesús recordado, Verbo Divino, Estella 2009). Un buen resumen, en ID., Redescubrir a Jesús de Nazaret. Lo que la investigación sobre el jesús histórico ha olvidado, Sígueme, Salamanca 2006. 5. Cf. M.HENGEL, Studies, 58-63. 6. Cf. S.GUIJARRO, Los cuatro evangelios, Sígueme, Salamanca 2010, 53-60, de quien resumo. Véase también R.A.BURRIDGE, «Gospel Gente, Christological Controversy and the Absence of Rabbinic Biography: some Implications of the Biographical Hypotesis», en D.G.HORREL & CH.M. TUCKETT (eds.), 86


Christology, Controversy cá Community: New Testament Essays in Honour of David R.Cathpole, Brill, Leiden - Boston - K&In 2000,137-156 7. Cf. J.-N. ALETTI, .fesu-Cristo, ¿factor de unidad del Nuevo Testamento?, Secretariado Trinitario, Salamanca 2000. 8. M.HENGEL, Studies, 119-225. 9. Véase el texto más adelante. 10. M.HENGEL, Studies, 221. 1 1. Me apoyo en L.W.HURTADO, Lord jesus Christ. Devotion to jesus in Earliest Christianity, Eerdmans, Grand Rapids (Mi.) - Cambridge (U.K.) 2003; (trad. cast.: Señor jesucristo, Sígueme, Salamanca 2008); ID., How on Earth did jesus Become a God? Historical Questions about Earliest Devotion to jesus, Eerdmans, Grand Rapids (Mi.) - Cambridge (U.K.) 2005; que no considero rebatidas en su sustancia por J.D.G.DUNN, ¿Dieron culto a jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 2011 (or. 2010). 12. Resumo de: M.HENGEL, «Hymns and Christology» (1980), recogido en ID., Between jesus and Paul. Studies in the Earliest History of Christianity, Fortress Press, Philadelphia 1983, 78-96 + 188-190 (por el que citaré), y en ID., Studien zur Christologie. Kleine Schrfen IV [WUNT 201], hg. v. CL.-J. THORNTON, Mohr Siebeck, Tübingen 2006, 185-204; «Das Christuslied im frühesten Gottesdienst» (1987), recogido en ID., Studien zur Christologie, 205-258. 13. L.W.HURTADO, Lordlesos Christ, 134-153. No hay razones de peso para pensar que dicha liturgia fuera radicalmente diferente de las de otras comunidades. Frente a la tesis de una fractura sustancial entre las comunidades palestinenses y las helenistas, la bibliografía más reciente tiende a señalar más bien una continuidad bastante fuerte. 14. M.HENGEL, «Hymns», 94. 15. J.D.G.DUNN, (¿Dieron culto a jesús...?, 138-139), interpretando el texto, sugiere que se mantiene a Dios Padre como el origen, precisamente por las preposiciones que se emplean, y al Señor Jesucristo como el mediador. Por otra parte, el contexto de todo el pasaje (1 Co 8,4) y la teología paulina subrayan el monoteísmo típico de Israel (Rm 3,30; Gal 3,20; Ef 4,6). 16. B.SESBOÜÉ, jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación (2 vols.), Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, 1, 127-133. 17. C£ K.RAHNER, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra 87


relación con Dios», en ID., Escritos de Teología III, Taurus, Madrid 19683, 4759; J.ALFARO, «Cristo glorioso, revelador del Padre», en ID., Cristología y antropología. Temas teológicos actuales, Cristiandad, Madrid 1973, 141-182. 3. H.U.VON BALTHASAR, «Verdad y Vida», en Spiritus Creator, Encuentro, Madrid 2004, 226. 2. «Nadie puede decir: ¡jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). 4. ID., «El desconocido más allá del Verbo» en Spiritus Creator, 90. 5. Ibid., 91. 6. ID., "El Espíritu santo como amor» en Spiritus Creator, 107. 7. Ibid., 108. 8. Gal 4,4-6; Rm 8,1-16. 9. A.CORDOVILLA, El misterio del Dios Trinitario, BAC, Madrid 2012, 229. 10. Cf. C.GRANADO, El Espíritu Santo en los Padres, San Pablo, Madrid 2012, 145181, 176-181 principalmente; A.CORDOVILLA, op. cit., 371-374; P. NAUTIN, Je crois 1 /'Esprit Saint dans la Sainte Église pour la Résurrection de la chair, Du Cerf, Paris 1947. 11. C£ A.CoRDOVILI.n, op. cit., 371-374. 12. ANNELISE MEIS, «Formación y significado de la fórmula de fe "Creo en el Espíritu santo" en el siglo. II», en Credo Spiritum Sanctum, 323. Cf. 1. ORTIZ DE URBINA, Nicée et Constantinople (Histoire des Conciles cecuméniques, 1), Paris 1963, 182-205. 13. ANNELISE MEIS, loc. cit. 15. SAN IRENEO, Adv. Haer. 1, 10,1. 14. 1 Clem ad Cor 2,2 18. SAN AMBROSIO DE MILÁN, El Espíritu Santo II 5,32. 20. SAN AMBROSIO DE MILÁN, op. cit., 1, 16,160. 16. Ibid., 10,1 y 33,7.

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17. Jdt 16,27; Sal 37,6; 104,30; etc. 19. C.GRANADO, El Espíritu Santo en los Padres, San Pablo, Madrid 2012, 27. 21. «...si expulso los demonios, es en virtud del Dedo de Dios»: Lc 11,20. 23. «Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col 1,15-17). 22. Salmo 8,4; cf. SAN AMBROSIO DE MILÁN, op. cit. 24. H.U.VON BALTHASAR, «Summa Summarum» en Spiritus Creator, 321. 25. 0. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La entraña del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 820. 26. Cf. Y.CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983, 307. 28. Ibidem. 27. 0. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, op. cit., 823. 30. «No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros» (Jn 16,13-15) 29. Cf. ¡bid., 94. 31. Ambrosiaster, PL 17, 245 32. G.MARTELET, Sainteté de l'Eglise et Vie religieuse, Toulouse 1964, 84-85 (trad. cast.: Santidad de la Iglesia y vida religiosa, Mensajero, Bilbao 1968). 33. Y.CONGAR, op. cit., 266. 35. Y.CONGAR, op. cit., 427-431. 34. SAN SERAFÍN DE SAROV (1833). 36. Ibid., 428. 37. H.DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Sígueme, Salamanca 20023, 40. 38. Cf. H.DE LUBAC, La fe cristiana. Ensayo sobre la estructura del Símbolo de los 89


Apóstoles, Sígueme, Salamanca 1988, 139. 39. Cf. H.DE LUBAC, La fe cristiana, 138. 41. «Cualquiera puede percibir con la razón y los sentidos que hay en la tierra una Iglesia, esa congregación humana dedicada a Cristo; no hace falta la fe para creer esto, cosa que ni judíos ni turcos niegan; ahora bien, solo un entendimiento humano ilustrado por la fe, y no por la vía de meras razones humanas, puede alcanzar a comprender aquellos misterios que este artículo de la santa Iglesia de Dios encierra [...] Por eso confesamos con mucha razón que no conocemos por fuerzas humanas, sino que solo miramos con los ojos de la fe el origen, los dones, las prerrogativas, excelencias y dignidad de la Iglesia» (Catecismo Romano, 1, cap. X, 20; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 770). 42. P.NAUTIN, je crois a l'Esprit Saint dans l'Église pour la résurrection des morts, Paris 1947, 54ss. 43. COMISIÓN FE Y CONSTITUCIÓN, Confesar la fe común. Una explicación ecuménica de la fe apostólica según es confesada en el Credo nicenoconstantinopolitano, Salamanca 1994, n. 219. 40. Catecismo Romano, 1, 10, 23; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 750. 44. Ibid., 43. 45. J.RATZINGER, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Barcelona 1985, 24. 46. Y.CONGAR, 218-269.

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Índice Prólogo PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO 1. Eclesialidad y unión de confesión y dogma 2. Conversión del corazón 3. Algunos ejemplos de la Escritura 4. Los ojos de la fe 5. Los credos apostólico y niceno-constantinopolitano ÁNGEL CORDOVILLA PÉREZ 1. Creo en Dios Padre a) Dios, en el origen de todo b) Un Dios personal: libertad, amor y sentido c) La paternidad de Dios: entre el malestar y la nostalgia 2. Teología de la primera persona a) Dios es misterio: incomprensibilidad b) Dios es fuente: don inagotable c) Dios es creador: amor omnipotente 3. Padre - Hijo - Espíritu Santo b) Abba, el Dios de jesús c) Abba, desde al entera vida y persona de jesús d) La paternidad de Dios y la resurrección de Cristo e) Dios Padre, Alfa y Omega de la historia humana GABINO URÍBARRI BILBAO, SJ b) Enfoque y propósito: conocer la génesis del credo para gustarlo 1. La fe cristológica en sus orígenes a) El kerygma primitivo b) La importancia de la historia: un anclaje irrenunciable de los credos c) La imbricación entre la historia y los títulos cristológicos 91

13 16 18 20 23 25 26 29 31 32 33 33 35 36 37 38 40 40 41 42 43 44 46 47 48 50 52


d) La original y temprana devoción a jesús como Dios e) Primitivos himnos cristológicos f) Fórmulas bimembresy trimembres g) Resumen de los aspectos sustanciales mencionados mirando al credo 2. Breves acotaciones desde las controversias cristológicas 3. Conclusión y visión de conjunto NURYA MARTÍNEZ-GAYOL, ACI 1. El Espíritu Santo: misterio y persona b) La persona del Espíritu Santo 2. La confesión de fe en el Espíritu Santo 3. La acción del Espíritu a) Crear. Pues es el Espíritu Creador b) Unir. Espíritu de unidad c) Inhabita en nuestros corazones. La vida en el Espíritu d) El Espíritu Santifica porque es Santo e) Libera y Guía. Libertad de la vida en el Espíritu f) El «Espíritu de la Verdad» testimonia y revela la Verdad g) Consuma. El Espíritu Consumador 4. «Creo en el Espíritu Santo en la Iglesia...» EL título de este capítulo introductorio traduce la feliz fórmula latina de san Bernardo: «cordis ad diga expresamente-, componer, pintar, esculpir, construir, dramatizar... y hasta filmar; todo ello p Dice Pablo en Rm 10,9-10: «Si confiesas/proclamas (ho7nologueses) con tu boca que Jesús es el Señor El genio de Agustín se hace eco de esta distinción tan fructífera: «Pero una cosa es lo que se cree,

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