EL HOMBRE NO SEPARE LO QUE DIOS HA UNIDO LA SUPERACIÓN DE LA LEY MOSAICA EN LAS ENSEÑANZAS DEL
NUEVO TESTAMENTO SOBRE LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO
SALVAR EL MATRIMONIO O HUNDIR LA CIVILIZACIÓN INDISOLUBILIDAD, DIVORCIO Y SACRAMENTOS EN DEBATE
APORTES PARA EL SÍNODO DE LA FAMILIA 2015
2
GONZALO RUIZ FREITES Y
MIGUEL ÁNGEL FUENTES
EL HOMBRE NO SEPARE LO QUE DIOS HA UNIDO SALVAR EL MATRIMONIO O HUNDIR LA CIVILIZACIÓN
3
Cover Design © IVE Press Cover Art © IVE Press Text © Institute of the Incarnate Word, Inc. All rights reserved. Manufactured in the United States of America. IVE Press 5706 Sargent Road Chillum MD 20782 http://www.ivepress.org ISBN-10: 1-939018-82-X ISBN-13: 978-1-939018-82-3 Printed in the United States of America ∞
4
CONTENIDOS El hombre no separe lo que Dios ha unido 1. Jesús y el cumplimiento de la Ley mosaica (Mt 5,17-18) Introducción 1. El cumplimiento de “la Ley y los Profetas” en el Nuevo Testamento a. Significado de la expresión “la Ley y los Profetas” en Mt 5,17 b. La Ley mosaica no tenía un rol definitivo en la economía salvífica de Dios c. Los distintos tipos de preceptos de la Ley mosaica d. La distinción de los preceptos de la Ley mosaica en el Nuevo Testamento e. La Ley contenía en sí misma la referencia a Cristo 2. El sentido de la expresión “no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17) a. Una hipótesis contradictoria b. El sentido del logion de Mt 5,17-18 3. El sentido de la expresión “sin que todo se haya cumplido” (Mt 5,18) Conclusión
2. El libelo de repudio concedido por Moisés 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
El contexto del mundo antiguo y la benevolencia de Moisés hacia las mujeres Una concesión jurídica de carácter social El motivo de la impureza ritual Sentido jurídico y valor pedagógico del libelo de repudio Una cierta decadencia de la institución familiar Alianza con Dios y adulterio El texto de Ml 2,10-16: alianza con Dios, adulterio y culto divino
3. La dureza de corazón mencionada por Jesús (Mt 19,8; Mc 10,5) 1. La dureza de corazón (sklērokardia) 2. Dureza de corazón y mandamiento del amor 3. Dureza de corazón y ley nueva
4. Las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio y las segundas nupcias 1. Los dos textos del evangelio de Mateo (19,3-9; 5,31-32) a. El designio originario de Dios en la controversia con los fariseos (Mt 19,3-9) b. La superación del divorcio mosaico en el Sermón de la montaña (Mt 5,31-32) c. Las “cláusulas de excepción” en los dos textos de Mateo 5
d. La abolición explícita de la disposición que consentía el repudio 2. Los textos de los evangelios de Marcos y Lucas a. La abolición del libelo de repudio en la discusión con los fariseos (Mc 10,2-12) b. El fin de la Ley y la superación del divorcio en Lc 16,16-18
5. Las enseñanzas sobre matrimonio y divorcio en los escritos de San Pablo 1. Indisolubilidad del matrimonio y liberación de la ley (Rm 7,1-4) 2. La indisolubilidad del matrimonio en el mandamiento del Señor (1 Co 7,10-11.39) 3. La indisolubilidad del matrimonio en el gran misterio de Cristo y de la Iglesia (Ef 5,21-33) a. Características del texto de Ef 5,21-33 b. Cristo cabeza de la Iglesia en la exhortación a las esposas cristianas (vv. 2224) c. Cristo cabeza de la Iglesia en la exhortación a las esposas cristianas (vv. 2224) d. A modo de conclusión: unidad del cuerpo de Cristo y recepción de la Eucaristía
Conclusión general
6
Salvar el Matrimonio o Hundir la civilización Justificación 1. Las controvertidas propuestas del Cardenal Kasper 1. La Relación de Kasper al Consistorio de los Cardenales 2. Una fuente influyente en Kasper
2. Las dos Relationes del Sínodo de la Familia de 2014 1. La Relatio post disceptationem (= Rpd) a. Sobre las uniones “de hecho” b. Sobre los divorciados vueltos a casar y la comunión eucarística c. Sobre las uniones homosexuales 2. La Relatio Synodi (= RSy)
3. El matrimonio y el plan del principio 1. El “Principio” a. No es bueno que el hombre esté solo b. Hueso de mis huesos, carne de mi carne c. Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer d. Serán una sola carne e. Estaban desnudos y no se avergonzaban f. A imagen de Dios g. Sed fecundos 2. Bajo el régimen del pecado 3. El matrimonio bajo el régimen de la gracia a. Efesios 5,21-33 b. 1Corintios 7 c. Lc 16,18 d. Marcos 10,2-12 e. Mateo 19,3-12 f. Mateo 5,31-32 g. Un escamoteo de la enseñanza de Cristo
4. Matrimonio y castidad 1. El matrimonio sacramental es indisoluble 2. El mal de la nueva unión de un fiel divorciado 7
3. Divorciados y castidad 4. La práctica de la Iglesia primitiva 5. El segundo matrimonio en las iglesias ortodoxas
5. Misericordia, Verdad y Justicia 1. La interpretación de Kasper 2. Misericordia, verdad y justicia 3. Respuesta a las ideas de Kasper a. Principios universales y situaciones particulares b. La obligación de volver a juntarse al modo conyugal c. Los célibes: malos jueces en esta cuestión d. La oikonomía de las Iglesias ortodoxas, modelo de misericordia e. La epiqueya: la oikonomía católica 4. Conclusión
6. Análisis de las propuestas de nulidad 1. 2. 3. 4. 5.
Proceso canónico de declaración de nulidad y pastoral Proceso canónico y búsqueda de la verdad Suprimir la necesidad de la doble sentencia Reducir el proceso judicial a un proceso administrativo Necesidad de la fe para la validez del sacramento del matrimonio
7. ¿Hay alguna posibilidad de dar la comunión a un divorciado vuelto a casar que vive activamente al modo conyugal? 1. 2. 3. 4.
Adulterio y pecado Recepción de la Eucaristía y estado de pecado mortal Circunstancias atenuantes del acto adulterino Conclusión
8. Ayuda pastoral a los divorciados vueltos a casar civilmente 1. 2. 3. 4. 5. 6.
La pastoral y la doctrina La pastoral con los que viven en el matrimonio civil o en convivencias Los separados y divorciados no casados de nuevo La pastoral con los divorciados vueltos a casar civilmente La preparación de los sacerdotes Algunas directrices pastorales
9. La familia bajo ataque 1. Una empresa gnóstica y masónica 2. Un objetivo bien elegido 8
3. Un bien necesario 4. Dar la buena batalla 5. EpĂlogo
BibliografĂa citada
9
EL HOMBRE NO SEPARE LO QUE DIOS HA UNIDO GONZALO RUIZ FREITES
10
A los miembros de esa iglesia doméstica que es mi querida familia: - mis venerados padres Francisco María (†) y Lilia; - mis tías Beba, Yoya (†) e Iris (†); - mis hermanos Rev. P. Francisco Rafael, Rev. P. Arturo Agustín, Hna. María de los Ángeles i.c.d., María Verónica, Santiago José, María de las Mercedes, Teresa María, Rosa María y María Cristina; - mis cuñados Antonio, Juan Guillermo, Enrique, Juan y Pedro; - mis treinta y seis sobrinos.
11
Agradezco a las monjas del Monasterio Beata Maria Gabriella dell’Unitá (Pontinia, Italia), del Instituto de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, por haber traducido este libro del italiano al español. De manera particular a mi sobrina, Madre María Siempre Virgen Torres, y a las Hermanas María de Betharram de Arza Blanco y María del Cielo Leyes. Dios las recompense como solo Él sabe hacerlo. El Autor
12
Prefacio del Angelo Cardenal Sodano Tengo el agrado de presentar esta publicación del Rev. P. Gonzalo Ruiz Freites, sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado, doctorado en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma y colaborador mío en la Secretaría del Colegio Cardenalicio. En el contexto hodierno, marcado por grandes cambios culturales que suscitan nuevos debates sobre el matrimonio y sobre la familia, un estudio de teología bíblica sobre este tema es de gran actualidad. La Divina Revelación, en efecto, tiene por objeto la inmutable verdad sobre Dios, pero también la verdad sobre el hombre y sobre lo que constituye su salvación, como enseña el Concilio Vaticano II: “Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, ‘para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana’”1. Y más adelante: “los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las Sagradas Letras para nuestra salvación”2. Esto vale también para las verdades que se refieren a la institución del matrimonio y de la familia, a la santidad de los esposos, a la vida familiar, a la educación de los hijos. La familia es “la célula primera y vital de la sociedad”, tanto civil como eclesiástica, ya que “el Creador de todas las cosas estableció la sociedad conyugal como punto de partida y fundamento de la sociedad humana”3. Extraer nueva luz, por lo tanto, de las enseñanzas de la Divina Revelación sobre el matrimonio es una tarea cada vez más urgente. Especialmente de las enseñanzas de Cristo, que ha venido al mundo como “luz verdadera que ilumina a todo hombre” (cfr. Jn 1,9) y como “camino, verdad y vida” (cfr. Jn 14,6). El P. Ruiz Freites analiza los textos del Nuevo Testamento sobre la indisolubilidad del matrimonio con particular atención al primero y fundamental sentido de los Libros Sagrados, que es el sentido literal. Su trabajo tiene, además, el mérito de estudiar los textos en su contexto, teniendo en cuenta de modo particular la historia de la salvación, es decir, el designio de Dios sobre la unión esponsalicia entre hombre y mujer, que ha permanecido inmutable desde el origen del mundo incluso durante el intervalo de la Ley mosaica. Por lo demás, el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando trata sobre el sacramento del matrimonio, comienza precisamente hablando de manera muy hermosa y profunda del matrimonio en el designio de Dios. El Catecismo enseña así la naturaleza de esta institución en el momento de la creación del hombre y de la mujer, pero también su realidad bajo el régimen del pecado y bajo la pedagogía de la Ley, para mostrar, después, la grandeza de su elevación a sacramento por obra de Jesús, mediador de la nueva y definitiva Alianza4. De hecho, del gran misterio de esta alianza participa el sacramento 13
del matrimonio, y al mismo tiempo constituye su signo (cfr. Ef 5,31-32). No me queda más que expresar el voto de que este preciso estudio tenga amplia difusión, y contribuya a hacer conocer cada vez mejor la verdad revelada sobre el matrimonio, para bien de la familia y de la sociedad. + Angelo Card. Sodano ____________________ 1
Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación Dei Verbum, n. 6 [la cita corresponde a: Conc. Vat. I. Const. Dogmática sobre la fe católica Dei Filius, c. 2: Dz 1786]. 2 Ibidem, n. 11. 3 CONCILIO VAT ICANO II, Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, n. 11; cfr. S. J UAN PABLO II, Exhortación Apostólica Post sinodal Familiaris consortio, n. 42. 4 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1601-1617.
14
Introducción El presente escrito es un estudio de naturaleza exegética sobre las enseñanzas del Nuevo Testamento (NT) acerca del divorcio y la posibilidad, para quien se ha divorciado, de unirse con otra persona que no sea el propio cónyuge. En el NT, en efecto, hay diversas enseñanzas claras y específicas sobre este tema, principalmente en los evangelios sinópticos (Mt 5,31-32; 19,1-9; Mc 10,2-12; Lc 16,16-18) y en las cartas de San Pablo (Rm 7,14; 1 Co 7,10-11.39; Ef 5,21-33). En la discusión de Jesús con los fariseos, que constituye la ocasión de algunas de sus enseñanzas sobre esta materia en los evangelios, hay una tensión entre lo que el Señor afirma con toda claridad y el reclamo que hacen los fariseos de la concesión mosaica de poder dar un libelo de repudio a la propia esposa, despidiéndola, y luego unirse con otra mujer (Mt 19,1-9 y el paralelo de Mc 10,2-12; cfr. Dt 24,1-4). Jesús en esa ocasión da un mandamiento suyo, claro y preciso: “El hombre no separe lo que Dios ha unido”. El Señor se remite de este modo al querer de Dios desde el principio, narrado en Gn 1,27 y 2,24, es decir, al acto creador del hombre en la diversidad varón-mujer y a su ordenación a que ellos no fueran ya dos, sino que formaran “una sola carne” (Mt 19,1-9; Mc 10,212). De modo análogo, aunque fuera de una discusión con los fariseos, Jesús explica la naturaleza indisoluble del matrimonio en el Sermón de la montaña contraponiendo lo que había sido dicho a los antiguos –la posibilidad de poder divorciarse y casarse nuevamente– con lo que Él enseña en aquel momento, en el cual esta perfeccionando la ley moral: “También se dijo: el que repudie a su mujer, que le dé acta de repudio. Pero yo os digo: todo el que repudia a su mujer, excepto en caso de unión ilegítima, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio” (Mt 5,31-32). Hay, por lo tanto, una tensión entre las enseñanzas de Jesús, que se remiten al querer de Dios creador en los inicios de la historia de la humanidad, y la concesión del divorcio en la Ley mosaica. Jesús enseña claramente la abolición del precepto mosaico sobre el divorcio, llamando adulterio cualquier unión posterior con quien no es el propio cónyuge e indicando que se trata de una violación explícita del sexto mandamiento del Decálogo. Las enseñanzas de Jesús fueron recibidas y transmitidas fielmente por la Iglesia desde los tiempos apostólicos, y han sido objeto también del Magisterio eclesiástico, como normativas de la disciplina y de la práctica de la Iglesia. Sin embargo recientemente, como en el pasado, han surgido tentativos de reivindicar la validez de la Ley mosaica, al menos en esta materia, incluso en orden a la salvación eterna. En realidad no se trata de cosas nuevas, sino de la antigua tentación, combatida vehementemente por San Pablo, de querer “judaizar” el cristianismo, en el sentido de reivindicar la validez de lo que por su naturaleza estaba destinado a desaparecer una vez inaugurada la ley nueva, porque de ningún modo la Ley mosaica podía dar la justificación. Hemos decidido, por tanto, escribir este trabajo porque consideramos que tales tentativos desnaturalizan los textos del NT que afirman claramente tanto la indisolubilidad del matrimonio como la prohibición de contraer segundas nupcias. Son tentativos 15
destinados al fracaso porque el sentido de los textos es claro para quien los estudia seriamente. Sin embargo son experimentos particularmente graves porque minan la verdad revelada sobre temas fundamentales para la vida de la Iglesia y para el futuro de la humanidad, y siembran confusión entre los fieles. Tienen, de todos modos, una ventaja: nos dan la ocasión de profundizar la inagotable riqueza de la verdad contenida en la Palabra de Dios escrita. Una premisa adecuada para la recta interpretación de los textos bíblicos es seguir los principios interpretativos de la exégesis católica, partiendo del primero y fundamental de los sentidos de la Sagrada Escritura, que es el sentido literal. Tales principios han sido bien delineados por el Concilio Vaticano II, que ha resaltado particularmente, entre otras cosas, el valor de la Tradición de la Iglesia, en cuyo seno surgieron los escritos del NT, y que es fuente, también ella, de la revelación de Dios: si no se la tiene en cuenta se cae necesariamente en el principio protestante de la “sola Scriptura”1. Un ejemplo de estas interpretaciones ha sido recientemente publicado en Roma por el Prof. Guido Innocenzo Gargano2. En su intervención, él hace una hipótesis de interpretación de los dos textos del evangelio de Mateo en los cuales Jesús se refiere a la práctica del divorcio concedida por Moisés a los judíos (Mt 5,31-32; 19,3-12)3. En realidad, su estudio apuntaba a la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la familia, convocada por el Papa Francisco para el mes de octubre de 2015. El intento del Prof. Gargano era, por lo tanto, el de dar su aporte a un punto específico de la amplia problemática en discusión en esa Asamblea, o sea el modo con el cual la Iglesia debe afrontar pastoralmente el doloroso problema de los cristianos cuyo matrimonio sacramental ha fracasado y se encuentran en una situación de convivencia con otra persona. La discusión comprende también el debate sobre la posibilidad para estas personas de recibir los sacramentos de la reconciliación y de la comunión eucarística4. En nuestro trabajo explicaremos el sentido de los textos del NT sobre el divorcio y el matrimonio cristiano tomando pie del intento de interpretación del Prof. Gargano. Por esta razón el lector encontrará ampliamente citado a dicho autor en estas páginas. ¿Cuáles son sus afirmaciones fundamentales? Después de haber partido de una azarosa hipótesis, o sea que Jesús habría pertenecido a la corriente de los enóchicos y más específicamente a los esenios moderados (pp. 52-54), este autor llega a la afirmación que constituye la base sobre la cual apoyará todo su razonamiento: para interpretar la enseñanza de Jesús se deben tener en cuenta las palabras “muy claras” del Señor en Mt 5,17-19: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Os lo aseguro: mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de estar vigente ni una i ni una tilde de la Ley sin que todo se cumpla”. De aquí su conclusión: “Por lo tanto Jesús no anula nada, sino que confirma” la plena validez de la Ley mosaica (p. 55-56). Luego, citando el contexto inmediato de uno de los dos textos tomados en consideración, el Prof. Gargano hace notar que Jesús no habla de “exclusión del Reino” 16
sino de ser considerado “grande” o “pequeño” en él (Mt 5,19). Hay, por lo tanto, “preceptos mínimos cuya observancia o no, no quita del todo la posibilidad de entrar en el reino y hay, en cambio, comportamientos o actitudes de fondo que pueden excluir totalmente de entrar en el reino” (p. 58). Más adelante, el autor considera que “la suscripción del acto [de repudio de la mujer] prescrito por Moisés […] podría ser entendida como una observancia de aquellos preceptos mínimos que no excluyen del reino, aun caracterizando como pequeño aquel que entra por este camino” (p. 59). Jesús, interrogado por los fariseos en Mt 19,7, tomó la decisión de no anular absolutamente la norma mosaica sobre el divorcio, en coherencia con “lo que ha ya declarado solemnemente en el Sermón de la montaña: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento (Mt 5,17)” (p. 60). Después de distinguir entre el objetivo fijado (skopòs) y el fin efectivamente alcanzado (telos) en el designio de Dios (p. 65), Gargano llega a la conclusión principal de todo el trabajo, expresada en forma de pregunta: dado que Moisés había reinterpretado el deseo originario de Dios concediendo la posibilidad de divorciarse, “¿se podría pensar entonces que Jesús, venido ‘no para abolir la Ley o los Profetas… sino para darles pleno cumplimiento (plērōsai)’ (Mt 5,17), haya podido abolir la concesión de Moisés, precisamente en un punto que cualificaba claramente y de manera determinante su predicación, es decir, la misericordia?” (p. 65). En la segunda parte del trabajo el autor se refiere al contexto que sigue a las palabras de Mt 19,1-9 apenas estudiadas (p. 67-68). Y continua, luego, haciendo explícito el fin que quiere alcanzar: “Hasta ahora ha sido propuesta, como comprobación necesaria para probar la autenticidad y la sinceridad del propio sentirse pecador, la decisión-imposición a sí mismo y a los demás de no continuar pecando y por lo tanto de no vivir absolutamente más more uxorio con otra mujer/hombre. Pero se ha tratado siempre, no podía ser de otro modo, de un juicio ligado a realidades externas (de externis). Y por lo tanto se ha referido siempre al rigor de la Ley (dura lex sed lex), sin alguna posibilidad de condescendencia a la dureza del corazón regulada por el acto de repudio. ¿Se ha tratado verdaderamente solo de una interpretación querida por Jesús? La profundización que acabo de proponer permite, me parece, poder interpretar de otro modo el texto evangélico” (p. 69). Hasta aquí su pensamiento, cuyas afirmaciones principales responderemos en este estudio. Por nuestra parte, hemos dividido el trabajo en cinco capítulos. — En el primero afrontamos el tema de la Ley mosaica y Jesús, o bien en qué sentido la ley encuentra en Jesús su cumplimiento y en qué sentido ha sido abrogada por Él. — En el segundo hemos querido explicar qué sentido tenía el precepto del libelo de repudio establecido por Moisés. — En el tercero, muy breve, explicamos qué significa la dureza de corazón mencionada por Jesús en la discusión con los fariseos sobre el divorcio, especialmente en cuanto contraría a la alianza y es un impedimento para el 17
culto de Dios. — En el cuarto y en el quinto, finalmente, presentamos las enseñanzas de Jesús y de San Pablo en esta materia. Estos dos últimos capítulos son de naturaleza netamente exegética, aunque en ellos no haremos un análisis completo de los textos, sino que sólo explicaremos los elementos que nos ayuden a entender mejor la intrínseca indisolubilidad del matrimonio. ____________________ 1
“La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia… Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas”; Dei Verbum, 10. Más adelante, después de haber establecido la necesidad del estudio de los géneros literarios antiguos, la Constitución establece cuáles son los criterios de interpretación en la exégesis católica: “Por lo tanto, debiendo la Sagrada Escritura ser leída e interpretada a la luz del mismo Espíritu mediante el cual ha sido escrita (Benedetto XV, Enc. Spiritus Paraclitus, 15/IX/1920: EB 469; S. Jerónimo, In Ga. 5, 19-21: PL 26, 417A), para extraer con exactitud el sentido de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe”; Dei Verbum, 12. Estos criterios eran ya mencionados por S. IRENEO en Adversus Haereses, libro IV, y siguiendo sus pasos, por S. AGUST ÍN en De Doctrina Christiana. 2 G. I. GARGANO, “Il mistero delle nozze cristiane: tentativo di approfondimento biblico-teologico”, en Urbaniana University Journal Euntes Docete 67 (2014) 51-73. Concluyendo la publicación de estas páginas tuve conocimiento que el Card. W. KASPER, en una reciente publicación, ha citado el artículo del Prof. Gargano: cfr. “Nochmals: Zulassung von wiederverheiratet Geschiedenen zu den Sakramenten? Ein dorniges und komplexes Problem”, in Stimmen der Zeit (7/2015) 435-445, nota 4. 3 El Prof. Gargano ha reafirmado sus tesis en una carta enviada al periodista S. Magister el 3 de julio de 2015. El texto ha sido publicado en internet con el título “La Legge di Mosè e la proposta di Gesù sul matrimonio” (http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1351080). 4 Cfr. “Instrumentum laboris” para la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos: “La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo” (23 de junio de 2015) 98-132.
18
1. Jesús y el cumplimiento de la Ley mosaica (Mt 5,17-18) Introducción Las argumentaciones que pretenden reivindicar la actual validez de la Ley mosaica sobre el divorcio toman pie de una afirmación de Jesús: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. En verdad os digo: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo se haya cumplido” (Mt 5,17-18). En el texto griego la segunda frase es incluso una consecuencia o una explicación de la primera, unida con la partícula gar: Jesús ha venido a dar cumplimiento a la Ley y a los Profetas, por eso hasta las mínimas cosas de la Ley se deberán cumplir. Para quien pretende reafirmar la validez de la Ley mosaica, estos dichos de Jesús tienen un único significado: Jesús “no deroga nada” de la Ley mosaica, sino que la “confirma”1. Pero esta afirmación no tiene en cuenta muchos textos del NT que dicen otra cosa respecto a la validez de la Ley antigua. Será necesario, entonces, precisar el alcance de la afirmación del Señor y su contexto, en el inicio del Sermón de la montaña de Mateo, si se quiere entender bien el resto del discurso. El tema es de primera importancia porque implica la relación entre la antigua y la nueva ley. No se debe olvidar que, en este contexto Jesús actúa como un legislador, con aquellas famosas frases que van marcando esta sección del Sermón de la montaña: Habéis oído que se dijo (a los antiguos)… pero yo os digo (Mt 5,21-22; 2728; 31-32; 33-34; 38-39; 43-44). Tres son las preguntas que nos ayudarán a dar una recta interpretación del texto en su contexto: 1. qué significa la expresión “la Ley y los Profetas”; 2. qué valor atribuir al verbo “dar cumplimiento” (verbo plēroō en infinitivo); 3. qué valor dar a la expresión “el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo se haya cumplido” (genētai).
1. El cumplimiento de “la Ley y los Profetas” en el Nuevo Testamento La expresión “la Ley y los Profetas”2 aparece también en otros lugares del NT e indica claramente el conjunto de las escrituras antiguas, es decir, el Pentateuco o Torah, cuya autenticidad mosaica nadie ponía en duda en tiempos de Jesús, y los demás escritos 19
antiguos. En este sentido, la Ley y los Profetas forman un cierto bloque, y así quiere expresarse Jesús3. Una sola vez en el NT la división de los escritos antiguos es explícitamente tripartita, como lo es hoy en la Biblia Hebrea: cuando Jesús resucitado dice a los apóstoles que era necesario que se cumpliera (verbo plēroō) todo lo que acerca de Él había sido escrito “en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos” (Lc 24,44)4. En el evangelio de Mateo la expresión aparece otras tres veces: una en el mismo Sermón de la montaña: “Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 7,12). La segunda vez el Señor, hablando de Juan el Bautista, dice: “Pues todos los profetas y la Ley, hasta Juan profetizaron” (11,13). En Mt 22,40, después de haber enseñado que el primero y más grande de los mandamientos de la Ley es el amor a Dios, y que el segundo, es decir, el amor al prójimo, es similar al primero, Jesús concluye: “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas”. En el evangelio de Marcos no se menciona jamás a la Ley. En Lucas, en cambio, aparece muchas veces. En dos ocasiones está unida a Profetas, y en textos que son en cierto sentido paralelos al texto de Mt 5,17-18 que estamos estudiando. La primera de estas ocasiones es de particular interés para nuestro intento porque el Señor habla de un término cronológico de la Ley, a pesar de decir que todo lo que está contenido en ella no caerá. Y lo hace en el contexto de condena del adulterio que sigue a la concesión del libelo de repudio: “La Ley y los profetas llegan hasta Juan; desde ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del Reino de Dios, y todos se esfuerzan con violencia por entrar en él. Más fácil es que el cielo y la tierra pasen, que no que caiga un ápice de la Ley. Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio” (Lc 16,16-18). Volveremos sobre este texto en el cuarto capítulo de este trabajo. El otro texto de Lucas ya ha sido mencionado. Hacemos notar su importancia porque habla de la necesidad del cumplimiento (verbo dei seguido por el verbo plēroō) de todo lo que estaba escrito en la Ley, en los Profetas y en los Salmos sobre Jesús (Lc 24,44). En el pasaje que precede inmediatamente a esta perícopa, Lucas también ha narrado la conversación de Jesús con los discípulos de Emaús, en la cual, hablando de la necesidad de su pasión (verbo dei), “empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,27)5. En el evangelio de Juan encontramos textos particularmente iluminantes. En Jn 1,45 leemos que “Felipe encuentra a Natanael y le dice: ‘Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret’”. En Jn 15,25 Jesús habla del cumplimiento (verbo plēroō) de la Ley en Él, pero lo hace citando los Salmos 35,19 y 69,5: “Pero es para que se cumpla lo que está escrito en su Ley: ‘Me han odiado sin motivo’”. En los Hechos tenemos dos veces el binomio Ley-Profetas. En 24,14 Pablo declara “En cambio te confieso que según el Camino, que ellos llaman secta, doy culto al Dios de mis padres, creo en todo lo que está escrito en la Ley y en los Profetas”. Y en 28,23 20
se dice de Pablo: “Él les iba exponiendo el Reino de Dios, dando testimonio e intentando persuadirles acerca de Jesús, basándose en la Ley de Moisés y en los Profetas, desde la mañana hasta la tarde”. En los escritos de Pablo encontramos un texto particularmente rico. En la carta a los Romanos, el Apóstol dice: “Ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado. Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rm, 3,20-22). De este elenco de textos del NT se deduce claramente que el conjunto de los escritos del antiguo Testamento (AT) tenían hacia la persona de Jesús una relación de preparación, de anuncio, de profecía, a la cual corresponde un cumplimiento. Para progresar en nuestra investigación nos ponemos, pues, otras dos preguntas: — ¿Qué entendía Jesús en Mt 5,17 con la expresión la Ley y los Profetas? — ¿Tenía la Ley de Moisés un rol definitivo en la economía salvífica de Dios?
a. Significado de la expresión “la Ley y los Profetas” en Mt 5,17 Como ya hemos dicho, la Ley y los Profetas son considerados en algunos textos como una cierta unidad, designando el conjunto de las enseñanzas de Moisés y de los profetas, pero sin confundir estos grupos de libros. A veces la Ley indica todos los escritos del AT, comprendidos los Profetas, pero no viceversa. En muchos textos el término Ley indica más particularmente los escritos atribuidos a Moisés, es decir, el Pentateuco o Torah, que contienen el conjunto de los preceptos morales, ceremoniales (cultuales) y jurídicos que los hebreos debían observar. Este parece el sentido más obvio del término Ley en Mt 5,17, porque Jesús dirá seis veces en este contexto la frase “habéis oído que se dijo… pero yo os digo…” y se referirá siempre a preceptos de la Ley mosaica: Mt 5,21=Ex 20,13 (sobre el homicidio); Mt 5,27=Ex 20,14 (sobre el adulterio); Mt 5,31=Dt 24,1 (sobre el libelo de repudio, en relación con el adulterio); Mt 5,33=Ex 20,7 (sobre el juramento; cfr. también Nm 30,3 y Dt 23,22); Mt 5,38=Ex 21,24 (sobre la Ley del talión); Mt 5,43=Lv 19,18 (sobre el amor al prójimo). Jesús, por lo tanto, habla de la Ley ya se refiriéndose a los preceptos escritos por Dios sobre las tablas de piedra (los diez mandamientos), ya sea refiriéndose globalmente al Pentateuco o Torah, es decir, al conjunto de los libros atribuidos a Moisés y a los muchos preceptos allí contenidos. Pero es necesario remarcar de inmediato una cosa importante: cuando pronuncia la frase estereotipada “habéis oído que se dijo… pero yo os digo…”, Jesús menciona solamente preceptos morales de la Ley mosaica (la mención del libelo de repudio, que era un precepto jurídico, está unida al mandamiento moral de no cometer adulterio).
b. La Ley mosaica no tenía un rol definitivo en la economía salvífica de Dios La Ley de Moisés no tenía un rol definitivo en la economía salvífica de Dios6. Esta verdad aparece revelada claramente sea en las enseñanzas de Jesús en los evangelios, sea 21
en el resto del NT, especialmente en los escritos de San Pablo, y en modo particular en las cartas a los Romanos y a los Gálatas. En efecto, en ciertos textos de los evangelios sinópticos se dice, incluso, que la Ley y los Profetas han concluido su existencia con la venida de Jesús, en cuanto, llegado lo que anunciaban, ha cesado su función. Tenían, por tanto, una validez temporal. Por ejemplo, en Mt 11,13 Jesús dice: “en efecto, todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron”. En este texto se habla de la Ley en su conjunto y de todos los profetas, sin excluir ninguno de ellos. Estas dos realidades son, juntas, el sujeto del verbo profetizar. Su rol, por tanto, era anunciar, profetizar, preparar. Eran realidades que debían durar hasta el cumplimiento de lo que ellas anunciaban o preparaban. Su término temporal, además, aparece claramente en el texto también por el uso de la conjunción “hasta” (heōs), que en este contexto tiene un neto valor temporal7. También en el paralelo de Lc 16,16, en la frase “La Ley y los profetas llegan hasta Juan”, el sentido temporal y final del adverbio “hasta” (mechri) no puede ser minimizado o ignorado. A mayor razón porque en la frase que sigue, el reino es contrapuesto a estas dos realidades antiguas con una frase preposicional de indudable valor temporal y de novedad (apo tote): “desde este momento en adelante viene anunciado el reino de Dios”. El texto es importante porque inmediatamente después Jesús afirma que “es más fácil que pasen el cielo y la tierra, antes que caiga un ápice de la Ley”. Y concluye con la enseñanza sobre el repudio de la propia mujer: “Quien repudie la propia mujer y se case con otra, comete adulterio; quien se case con una mujer repudiada por el marido, comete adulterio”. Así pues, por una parte la Ley y los Profetas han durado hasta Juan Bautista, pero por otra parte no caerá de la Ley ni siquiera un solo ápice. ¿Cómo armonizar ambas cosas? El texto no es contradictorio por una doble razón: en primer lugar, la Ley como régimen legal y cultual ha durado hasta Juan, aunque algunos de sus preceptos permanecen porque son preceptos de Ley natural, como veremos. En segundo lugar, porque la misma Ley contenía en sí la referencia a Cristo, y en este sentido encuentra en Él su cumplimiento8. Uno de los principales problemas en las posiciones de los autores que reivindican la validez de la norma mosaica sobre el divorcio es la falta de claridad sobre la relación entre la Ley antigua y la Ley nueva. De sus afirmaciones se deduce simplemente que Jesús ha confirmado plenamente la validez de la antigua Ley, la cual sería todavía válida incluso en los preceptos que contradicen el designio originario de Dios, como era el divorcio concedido por Moisés a causa de la dureza de corazón de los hombres israelitas (y no de las mujeres, como veremos). Por ejemplo, en el artículo del Prof. Gargano la naturaleza y la realidad de la Ley nueva no aparecen para nada, aun cuando la Nueva Alianza es mencionada brevemente al final del escrito, pero solamente para enfatizar su interioridad, entendida como libertad de conciencia y donde la autoridad de la Iglesia no puede entrometerse9.
22
c. Los distintos tipos de preceptos de la Ley mosaica Es preciso en este punto hacer una distinción dentro de la Ley mosaica entre los diez mandamientos dados por Dios en el Monte Sinaí y el resto de los preceptos contenidos en los varios libros del Pentateuco, es decir, en lo que los hebreos consideran la Ley. El texto sagrado, en efecto, dice claramente que sobre las dos tablas estaba escrita la Ley dada por Dios, y esta Ley eran “las diez palabras” (Ex 34,28; Dt 4,13). Sobre estos diez mandamientos escritos por el mismo Dios se basaba la Alianza concluida en el Sinaí, hasta el punto que el mismo Decálogo es designado como las palabras de la alianza: “Moisés estuvo allí con Yahvé cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua. Y escribió en las tablas las palabras de la alianza, las diez palabras” (Ex 34,28); “Él os reveló su alianza, y os mandó ponerla en práctica, las diez palabras que escribió en dos tablas de piedra” (Dt 4,13). El resto de la legislación mosaica se distingue, pues, de los diez mandamientos dados por el mismo Dios. Todos los otros preceptos no son las diez palabras. Y si bien muchos de ellos son válidas explicitaciones de estas diez palabras, se trata generalmente de leyes de carácter cultual y de carácter jurídico (como el libelo de repudio). Tenemos aquí, pues, una distinción fundamental que falta, por ejemplo, en la explicación del Prof. Gargano. Desde punto de vista de la validez, en efecto, él univoca los preceptos contenidos en el Pentateuco y en la tradición oral/escrita (la Ley de Moisés y los Profetas) con los preceptos contenidos en las dos tablas y afirma que Jesús no ha abolido nada, sino que ha confirmado todo. ¿Es esto realmente así? La distinción entre los diez mandamientos dados por Dios y los demás preceptos ceremoniales y jurídicos dados por Moisés por orden de Dios era bien conocida por los rabinos anteriores a Jesús y en tiempos del NT, porque se trata de una distinción mencionada explícitamente en el Deuteronomio. Moisés en efecto dice al inicio de este libro: “Él os reveló su alianza, y os mandó ponerla en práctica, las diez Palabras que escribió en dos tablas de piedra. Y a mí me mandó entonces Yahvé que os enseñase preceptos y normas, para que las pusierais en práctica en la tierra en la que vais a entrar para tomarla en posesión” (Dt 4,13-14). El Texto Masorético distingue en este y en otros textos las diez palabras “escritas por el mismo Dios sobre las tablas de piedra, identificadas aquí con “la alianza” del Sinaí, de los otros mandamientos enseñados por Moisés. Para estos últimos emplea aquí las palabras ḥōq e mišpat. Estos dos términos son de tipo genérico y normalmente vienen asociados entre sí en el Pentateuco, junto a otros términos. Si bien muchas veces confunden su significado, no son de por sí sinónimos. Especialmente cuando se encuentran juntos significan de modo claro grupos diversos de leyes o de normas. Frecuentemente, mientras el primero indica una norma, estatuto o reglamento que a menudo viene asociado al culto o a las funciones sacerdotales, el segundo expresa una obligación de tipo legal o jurídico, de justicia entre los hombres10. Más allá del significado preciso de los términos, es claro que el AT distingue entre los mandamientos escritos y dados por Dios en las dos tablas, y los otros dos grupos de normas que fueron dados al pueblo por el mismo Moisés, aunque por indicación de 23
Dios11. Sobre este fundamento, los Padres de la Iglesia y los teólogos posteriores han enseñado constantemente que en la Ley antigua había tres tipos de normas: las morales, las ceremoniales o cultuales, y las judiciales. Ireneo de Lyon, por ejemplo, menciona esta distinción, y mientras habla de la liberación de la antigua Ley obrada por Jesús, dice claramente que Él “no ha abolido, sino ampliado y completado los preceptos naturales de la Ley, aquellos preceptos por medio de los cuales el hombre es justificado”12. Tomás de Aquino dará la explicación más completa y precisa, afirmando que Jesús abrogó los preceptos cultuales y judiciales, pero al mismo tiempo confirmó, incluso perfeccionando, los preceptos morales (de la Ley natural), especialmente los diez mandamientos del Decálogo13.
d. La distinción de los preceptos de la Ley mosaica en el Nuevo Testamento La explicación de Santo Tomás está fundada sobre los textos del NT y sobre la tradición patrística precedente. En el NT, en efecto, hay muchos textos en los cuales claramente Jesús abroga preceptos particulares de la Ley. Por ejemplo, hablando de los alimentos, el Señor declara: “Luego llamó a la gente y les dijo: ‘Oíd y entended. No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre’” (Mt 15,10-11). En respuesta al pedido de una explicación por parte de los discípulos, Jesús les dice: “¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca pasa al vientre y luego se echa al excusado? En cambio lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre; pero el comer sin lavarse las manos no contamina al hombre” (vv. 17-20). En el texto paralelo de Marcos se dice explícitamente al final: “así declaraba puros todos los alimentos” (Mc 7,19). De este modo Jesús declara superados todos los preceptos de la Ley que regulaban cuáles animales eran puros y cuáles impuros (cfr. Lev 11). La misma enseñanza se ve en la visión que Pedro tuvo en Joppe (cfr. He 10,9-16). En el episodio de la mujer sorprendida en adulterio, Jesús prescinde de las prescripciones legales que mandaban lapidar a las mujeres adúlteras, no obstante el hecho que los hombres que la llevaban delante de él invocaran explícitamente la Ley de Moisés para ponerlo a prueba: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?” (Jn 8,4-5). Y lo mismo se puede decir en relación a la observancia del sábado, ya que “el Hijo del hombre es señor del sábado” (Mt 12,8; Mc 2,28; Lc 6,5). Fuera de los evangelios, el NT es muy claro respecto al cese de los preceptos cultuales y judiciales de la Ley, de los cuales hemos sido liberados por Jesús: Pablo polemiza fuertemente contra los judaizantes indicando la caducidad de los preceptos legales, especialmente, pero no solo, en las cartas a los Romanos y a los Gálatas. Los textos al respecto son muy numerosos y no es posible, en este escrito, ilustrar toda la polémica paulina contra aquellos que trataban de obligar a los paganos a abrazar las 24
prescripciones legales, poniendo la esperanza de la justificación en las obras de la Ley y no en la fe en Cristo. Damos por lo tanto solo algunos ejemplos. En Rm 6,14 Pablo dice: “Pues el pecado no dominará ya sobre vosotros, ya que no estáis bajo la ley sino bajo la gracia”. En Rm 7,6 dirá: “hemos quedado emancipados de la ley”. En Gálatas habla incluso de la maldición de la Ley, de la cual Cristo nos ha liberado (Ga 3,13-14). También en otros escritos, como en la carta a los Efesios, el Apóstol sostiene la misma caducidad de la Ley: “Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio, la enemistad, anulando (verbo katargeō) en su carne la Ley con sus mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo las paces, y para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad” (Ef 2,14-16). Por su parte, la carta a los Hebreos se detiene largamente en demostrar la ineficacia del culto y del sacerdocio de Aarón, establecidos según la Ley mosaica, para conferir la salvación y el perdón de los pecados. El autor establece que con Cristo ha cambiado el sacerdocio y es también otro el sacrificio sobre el cual se establece la nueva y definitiva alianza con Dios. En este contexto contrapone claramente la Ley y la alianza mosaica a la nueva alianza y a una nueva Ley, de naturaleza interior, profetizada ya por Jeremías, e indica que la antigua alianza basada sobre pacto sinaítico ha caducado. Se trata de la citación más larga del AT dentro del NT: “Pues si aquella primera (alianza) hubiera sido irreprochable, no habría lugar para una segunda. Porque les dice en tono de reproche: ‘He aquí que vienen días, dice el Señor, en que yo concluiré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza, no como la alianza que hice con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron en mi alianza, también yo me desentendí de ellos, dice el Señor. Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no habrá de instruir ni uno a su prójimo ni otro a su hermano diciendo: ‘¡Conoce al Señor!’, pues todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Porque me apiadaré de sus iniquidades y de sus pecados no me acordaré ya’. Al decir nueva, declaró antigua la primera; y lo antiguo y viejo está a punto de desaparecer” (Heb 8,7-13)14. De frente a estos textos no se puede decir que “Jesús no abroga nada (de la Ley), sino que la confirma”. Es necesario tener en cuenta otras distinciones y explicaciones, si se quiere permanecer fieles a la revelación del NT. Se necesita, por lo tanto, precisar con mayor atención en qué sentido Jesús declara en el Sermón de la montaña “no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”.
e. La Ley contenía en sí misma la referencia a Cristo En la argumentación paulina contra los judaizantes, el Apóstol enseña otro aspecto del problema que es particularmente importante: la Ley había sido dada en orden a Cristo. Llegado Cristo, la Ley ha cumplido su rol. De modo que la Ley y los Profetas 25
“daban testimonio” de la justicia de Dios que ha venido en Cristo (cfr. Rm 3,21). La Ley ha tenido también la función de transformar el pecado, que ha reinado desde la creación del mundo, en transgresión de los preceptos, dando a todos la conciencia y el reconocimiento de la propia condición de pecadores (cfr. Rm 4,15; 5,13-14) y haciendo abundar el pecado en orden a la superabundante gracia de Cristo (cfr. Rm 5,20; 7,5.713). De modo que la Ley había reducido el hombre a la impotencia, para que pudiera ser liberado en Cristo. Es en Cristo que se puede cumplir lo que la Ley comandaba: “Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu” (Rm 8,3-4). Al fin y al cabo, “el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente” (Rm 10,4). En la carta a los Gálatas el Apóstol será todavía más explícito al enseñar el rol pedagógico y temporal de la Ley en orden a Cristo: “Entonces, ¿para qué la ley? Fue añadida en razón de las transgresiones hasta que llegase la descendencia, a quien iba destinada la promesa, promulgada por los ángeles y con la intervención de un mediador” (Ga 3,19; la descendencia es Cristo, según Ga 3,16). Y más adelante: “De manera que la ley fue nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe. Mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo” (Ga 3,24-25). Cristo ha nacido bajo la Ley para rescatar a los que estaban bajo la Ley (Ga 4,4-5), de modo que ya no estamos más bajo un régimen de esclavitud sino de libertad: “Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre” (Ga 4,24-26). A los Corintios, el Apóstol dirá que las cosas contenidas en la Ley “sucedían en figura” para nosotros, para los cuales ha llegado el fin de los tiempos en Cristo (cfr. 1 Co 10,1-13). Por lo tanto, la relación entre la Ley antigua y la Ley evangélica es una relación de imperfecto a perfecto, de preparación a cumplimiento. Llegado lo que es perfecto, lo que era imperfecto necesariamente cesa porque ha alcanzado su plenitud. Lo que San Pablo dice a los Romanos, “el fin de la Ley es Cristo” (10,4) había sido dicho por el mismo Jesús en otros términos: “Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí” (Jn 5,46).
2. El sentido de la expresión “no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17) Estas distinciones nos meten ya en condiciones de discutir en su contexto el sentido de la locución di Jesús “no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17) y del agregado que sigue: “en verdad os digo: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo se haya cumplido”. 26
Antes de explicar el texto, nos detenemos un momento en las afirmaciones del Prof. Gargano sobre el sentido de estas expresiones. Él se pone la pregunta sobre el significado de las dos afirmaciones de Jesús y sostiene que el verbo plēroō no indica aquí un “cumplimiento”, como dicen muchas de las traducciones a lenguas modernas, ni tampoco un “complemento” de la Ley antigua. Se trataría de “una invitación a considerar con realismo la situación humana hacia la cual se orientaría Jesús mismo al unir sistemáticamente la perennidad de la Ley inscripta en las estrellas con la condescendencia de la Ley escrita/oral de Moisés a la debilidad del hombre”. Por esto, según este autor, en la discusión con los fariseos (Mt 19,3-9) es clara de parte de Jesús “la ausencia de cualquier decisión de anular tal prescripción mosaica (el libelo de repudio), coherente con lo que ha ya declarado solemnemente en el Sermón de la montaña: ‘no penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento’”. De este modo Jesús ha declarado su consentimiento al libelo de repudio concedido por Moisés, consentimiento “expresado por aquel que había ya declarado en Mt 5,17 de no haber venido para abolir la Ley o los Profetas, sino más bien para dar a aquellas indicaciones y prescripciones pleno cumplimiento” (incluyendo al libelo de repudio)15. Si esta hipótesis fuese verdadera, sería necesario admitir que Jesús no solamente estaba de acuerdo con la concesión del libelo de repudio, sino también con el adulterio que le seguía como consecuencia. Es más, si Jesús no ha abolido nada de la Ley mosaica, significa que Él ha confirmado todo llevándolo a una nueva plenitud. Esto significaría que Jesús ha confirmado todos los preceptos de la Ley antigua, con el resultado que nosotros los cristianos estaríamos todavía obligados a la observancia no solamente de los preceptos morales del Decálogo, sino también de todos los preceptos judiciales (como era precisamente el libelo de repudio) y de todos los preceptos cultuales o ceremoniales, comenzando por la circuncisión. Se trata de conclusiones que contradicen las enseñanzas explícitas del NT y dañan gravemente la fe en la redención obrada por Jesús.
a. Una hipótesis contradictoria En realidad, en la base de este modo de razonar está la antigua tentación de judaizar el cristianismo, ya presente en el tiempo de los Apóstoles, contra la cual Pablo ha luchado implacablemente para evitar que se hiciera vana la cruz de Cristo. Porque si de hecho -y en la teoría- la Ley mosaica valiera, sería negada para la salvación la necesidad de la Ley nueva, interior, que se identifica con la gracia del Espíritu Santo (cfr. Ga 5,11). Las consecuencias serían gravísimas. Damos sólo un ejemplo, y no el más grave16. Si con buena lógica sacamos las consecuencias de estos principios, entonces las mujeres sorprendidas en adulterio deberían ser, en principio, lapidadas porque así lo mandaba la Ley de Moisés a la cual Jesús ha dado nueva plenitud. Y deberíamos aplicar también la “Ley del talión”, contenida en la legislación mosaica y superada explícitamente por Jesús en el mismo Sermón de la montaña (Mt 5,38-42; cfr. Ex 21,24-25; Lv 24,19-20; Dt 19,21), y que contradice totalmente el mandamiento del amor, el mandamiento del 27
perdón recíproco y el mandamiento del amor hacia los enemigos (Jn 13,34; 15,12; Mt 18,21-22; Lc 17,4; Mt 5,44; Lc 6,27.35). Y así podríamos multiplicar los ejemplos. Es evidente que se trata de un absurdo. Esta hipótesis está, además, llena de contradicciones. Hacemos notar solamente una: si Jesús hubiera confirmado y llevado a nueva plenitud el precepto sobre el libelo de repudio, habría también legitimado la nueva unión que seguía a la concesión del libelo de repudio, aun cuando la consideraba claramente como un “adulterio” (“el que se case con una repudiada, comete adulterio”: Mt 5,32 / “quien repudie a su mujer… y se case con otra, comete adulterio”: Mt 19,9). ¿Cómo se puede armonizar esto con el hecho de que también el adulterio era prohibido por la Ley en el sexto mandamiento, y Jesús ha llevado también este precepto del Decálogo a una nueva plenitud en el mismo Sermón de la montaña? ¿Cómo armonizar las dos cosas? La respuesta es precisamente que los preceptos morales, especialmente aquellos del Decálogo, son expresión de la Ley natural, y no tienen el mismo valor que los preceptos judiciales, como era el libelo de repudio. Jesús ha confirmado y perfeccionado los unos, pero ha abolido los otros. Dios, en su misericordia, ha querido escribir los mandamientos fundamentales de la Ley natural sobre las tablas de piedra no obstante ellos sean perennemente válidos, porque la razón humana se había oscurecido a causa del pecado17. La breve investigación sobre algunos textos del NT que hemos hecho demuestra que la conclusión del Prof. Gargano lleva al absurdo de conferir validez a todos los preceptos de la Ley antigua, sin distinción. Al mismo tiempo es contraria a las enseñanzas explícitas y al contexto del NT, donde se afirma claramente que Jesús ha abolido, al menos en parte, la Ley mosaica.
b. El sentido del logion de Mt 5,17-18 ¿Qué sentido, entonces, tienen las palabras de Jesús “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. En verdad os digo: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo se haya cumplido” (Mt 5,17-18)? Para comprender el sentido del verbo pleroō, debemos ver el contexto y los otros usos del término en el NT, ya que este verbo tiene varios posibles significados: cumplir, llenar, dar cumplimiento, completar, llevar a término. En nuestro versículo está puesto antitéticamente al verbo kataluō (disolver, abrogar, abolir, demoler): en ambos casos se trata de infinitivos activos aoristos, que no subrayan ningún aspecto verbal particular sino solamente las acciones que los verbos significan. Los infinitivos indican finalidad, intención. Jesús, por tanto, afirma claramente que su venida no tiene la intención de la abolición de la Ley y de los Profetas, sino de dar a ellos un cumplimiento, cuyo alcance deberá ser precisado. Ya hemos visto que en el NT se establece con toda claridad que los preceptos cultuales (el culto antiguo) y los preceptos judiciales de la Ley han sido abolidos por Jesús, por lo cual el cristiano no está obligado a observarlos (cfr. Ga 3-4; Heb 7-8). La 28
frase “no he venido a abolir sino a dar cumplimiento”, por tanto, no se refiere en modo particular a estos preceptos. Podemos agregar, además, que estos preceptos eran exclusivos de Israel y obligaban a aquellos que por la circuncisión entraban a formar parte del pueblo de la antigua alianza. Estos preceptos de la Ley antigua eran la ley nacional de Israel, en cuanto pueblo elegido y propiedad de Dios. Era una Ley exclusiva del pueblo de Israel, y no de los otros pueblos, que eran considerados gentiles pecadores (Ga 1,5) y malditos (Jn 7,49) por no tener una ley dada por el mismo Dios. El Evangelio, en cambio, tiene una destinación universal, es para todos los pueblos (cfr. Mt 28,19). Por otra parte los preceptos morales de la Ley mosaica, dado que son expresión de la Ley natural, tienen un valor universal y objetivo. Su valor no depende de la Ley positiva del Sinaí, sino de la ley natural, del designio originario de Dios escrito en la naturaleza humana en el momento de la creación, como enseñará Jesús al ratificar su condena del adulterio que sigue a la concesión del libelo de repudio en Mt 19,4-9 (cfr. Mc 10,2-11). De hecho Jesús, en el Sermón de la montaña, se refiere cinco veces seguidas a algunos preceptos morales de la Ley, y una sexta vez se refiere a un precepto de tipo jurídico, que está de todos modos en relación con uno de los preceptos morales de los cuales está hablando (no cometer adulterio). En todos estos casos, usa la fórmula “habéis oído que se dijo… pero yo os digo” (Mt 5,21-22; 27-28; 31-32; 33-34; 38-39; 43-44). Por seis veces, por tanto, Jesús legisla sobre temas morales, poniéndose al mismo nivel de Dios, autor de la naturaleza como creador, y del Decálogo como legislador. Por una parte, por lo tanto, es claro el hecho que Jesús, como nuevo legislador superior a Moisés, trae una perfección nueva, y en este sentido da “cumplimiento”, solo a los preceptos morales de la Ley, porque nada dice aquí de los preceptos cultuales y judiciales, que como hemos ya dicho, han cesado con su venida18. Llevando a perfección también el sexto mandamiento ha abolido, en consecuencia, la disposición mosaica que daba a los varones hebreos la posibilidad de repudiar a las propias mujeres. Más aún, ha declarado incluso que se puede cometer adulterio también internamente, con los malos deseos del corazón (cfr. Mt 5,27-28). Por otra parte hemos dicho, sin embargo, que la expresión “la Ley y los Profetas” debe también en este contexto ser considerada como un todo, como el conjunto de los escritos del AT que preparaban y prefiguraban la venida de Jesús. En el texto que estamos comentando, en efecto, no se puede prescindir del hecho que Jesús relaciona la plenitud de la Ley y de los Profetas con su venida, precisamente porque el conjunto de las Escrituras hablaba de Cristo y preparaba su llegada, como Él dice otras veces en los evangelios: “Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn 5,39)19. En este sentido, también el culto antiguo anunciaba y preparaba la venida y el sacrificio de Cristo, como lo hacían también los preceptos judiciales, con su valor pedagógico para el pueblo. La Ley, por tanto, en su conjunto fue un pedagogo hacia Cristo (cfr. Ga 3,24). Fue un tutor temporal, una sombra de lo que debía venir. En la 29
misma naturaleza de la Ley estaba el ser esta sombra de las realidades futuras (Cfr. Col 2,17; Heb 8,5; 10,1). Estaba en su naturaleza su ordenación a Cristo como a su fin. San Pablo lo dirá con toda claridad: “el término de la Ley es Cristo, porque sea dada la justicia a todo el que cree” (Rm 10,4)20. Por lo tanto, habiendo llegado la realidad, habiendo llegado la plenitud, también la Ley y los Profetas en su conjunto alcanzan su cumplimiento, porque ha llegado lo que ellos preparaban y prefiguraban. San Pablo llega incluso a decir que en virtud de la misma Ley antigua es necesario morir a la Ley antigua para vivir en Cristo: “En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado” (Ga 2,19). Porque la naturaleza misma de la Ley antigua era conducir a Cristo, entonces por fidelidad a la misma Ley, que era una realidad profética y pedagógica, y por esto contenía en sí su propia caducidad, es necesario liberarse de la Ley21. De hecho, de ella nos ha liberado Cristo mediante el misterio pascual, y donándonos la participación en su vida. Por esto el Apóstol dice inmediatamente después “En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No anulo la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justicia, Cristo habría muerto en vano” (Ga 2,19-21).
3. El sentido de la expresión “sin que todo se haya cumplido” (Mt 5,18) Para comprender mejor este significado del verbo pleroō en el texto de Mt 5,17, nos ayuda la frase puesta inmediatamente después, que completa la idea del cumplimiento de la Ley con la venida de Jesús: “en verdad os digo: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo se haya cumplido”. ¿Qué significa aquí la proposición “sin que todo se haya cumplido (con el verbo ginomai)”? Este cumplimiento total no puede referirse a los preceptos de la Ley, porque significaría que todos los preceptos de la Ley, hasta los mínimos, eran observados o deberán desde aquel momento en adelante ser observados o cumplidos. Pero la misma Escritura testimonia que ninguno podía cumplir los preceptos de la Ley en su totalidad. Lo dice San Pablo en Rm 7, y lo dice en cierto modo también Jesús en la discusión con los judíos: “¿no es Moisés el que os dio la Ley? Y ninguno de vosotros cumple la Ley” (Jn 7,19). Tampoco puede referirse a la observancia de todos los preceptos de la Ley mosaica en base a la Ley nueva dada por Cristo, porque los preceptos cultuales y judiciales han sido abolidos por Jesús, como hemos dicho. El verbo ginomai puede traducirse de varias maneras. Según los contextos puede significar acaecer, suceder, comenzar a ser, nacer, cumplirse, realizarse, etc. Su uso es frecuentísimo en el NT, pero solamente cinco veces lo encontramos en los evangelios asociado al verbo pleroō, como en Mt 5,17-18: cuatro en el mismo evangelio de Mateo (1,22; 5,17-18; 24,1; 25,56) y una vez en Juan (19,36). En todos estos casos se refiere al 30
cumplimiento de las Escrituras en Jesús. Este sentido, por lo tanto, no puede ser descartado en el texto del Sermón de la montaña. Más aun, debe preferirse porque se trata de una característica del vocabulario y del estilo con que Mateo presenta el cumplimiento de las Escrituras en Cristo22. No se trata por tanto del cumplimiento de los preceptos individuales llevados a la perfección (como por ej. el libelo de repudio), sino del cumplimiento en Cristo de todo lo que las Escrituras preparaban y anunciaban. Incluyendo el llevar a una nueva perfección los preceptos de la Ley moral natural y universal con la efusión del Espíritu Santo en los corazones de los creyentes, como había sido profetizado por Jeremías (31,31-34). E incluyendo la desaparición de los preceptos cultuales y judiciales, que por su naturaleza preparatoria e imperfecta debían llegar a su término con la venida de Cristo. De fondo, y es la cuestión fundamental, está el problema de la justificación que la Ley mosaica non podía dar (cfr. Rm 8,2-4), pero que nos ha llegado en Cristo, por la gracia interior o Ley nueva infundida en nuestros corazones (Rm 5,5). En este sentido la Ley mosaica, incluso siendo santa (Rm 7,12), espiritual (Rm 7,14) y buena (Rm 7,16) no era una ventaja para Israel, sino que en cierto sentido ponía a los hebreos en una situación peor que la de los paganos, porque establecía e indicaba claramente los preceptos, pero no daba la fuerza interior para cumplirlos. De modo que la Ley fue así causa no solo del pecado, sino también de la trasgresión (cfr. Rm 3,20; 4,15; 5,13-14.20; 7,5-11)23.
Conclusión La afirmación de Jesús “no he venido a abolir (la ley) sino a dar cumplimiento” no significa que Él no haya abolido nada de la Ley mosaica y la haya llevado a una ulterior perfección o cumplimiento en la totalidad de sus preceptos, en el sentido que ellos estén todavía vigentes en cuanto tales. Esto vale solamente para los preceptos morales de la ley, contenidos en forma sintética en el Decálogo, que son perennemente válidos como expresión de la ley natural impresa por Dios en el acto creador. Son estos los preceptos perfeccionados por Jesús. No sucede lo mismo con los preceptos judiciales y ceremoniales. El NT es muy claro en mostrar la abolición de esta parte de la Ley mosaica. Estos dos aspectos (perfección de los preceptos morales y abolición de los otros preceptos) aparecen claramente en el Sermón de la montaña, donde Jesús enseña como un legislador que es superior a Moisés, y está presente también en muchos otros textos de la revelación neo testamentaria, sobre todo en las enseñanzas de San Pablo. El cumplimiento al cual alude Jesús es doble. Por una parte, Él lleva a perfección los preceptos morales, como acabamos de decir. Por otra parte, toda la Ley, incluso los preceptos judiciales y cultuales, encuentra en Cristo su cumplimiento, porque preparaba su venida de diversos modos. Por esto Jesús dice que “ni siquiera una tilde” de la Ley quedará sin cumplimiento, y que “todo será cumplido”. Este rol preparatorio de La ley, a su vez, era múltiple: entre otras cosas, enseñaba los 31
preceptos morales, establecía y regulaba el culto y el derecho, contenía las figuras y las profecías de la realidad que debía venir (la redención realizada en Cristo) y tenía también el rol pedagógico de preparar al pueblo de Israel para la venida del Cristo24. En efecto, evidenciando las trasgresiones, la Ley mostraba toda su impotencia salvífica y disponía los corazones para la venida del único Redentor, para la efusión de aquella nueva ley, de naturaleza espiritual e interior, que había sido profetizada por Jeremías y por Ezequiel. Dar valor salvífico a los preceptos judiciales de la Ley mosaica, como por ejemplo a la obligación de dar el libelo de repudio en caso de divorcio, significa conceder a la Ley un poder soteriológico que no tiene. Significa, incluso, considerar que hay una vía de salvación más allá de la redención obrada por Cristo. La enseñanza de Pablo es muy neta y clara: si alguno pone su esperanza de salvación en la Ley de Moisés hace vana la cruz de Cristo. Además, quien pone su esperanza en los preceptos de la Ley mosaica alimenta una vacía esperanza, porque la Ley no ha llevado nada a la perfección. En las enseñanzas de Jesús es claro que en el Reino de los cielos hay algunos considerados grandes y otros considerados mínimos. Sin embargo es inadmisible la conclusión de que la concesión del libelo de repudio pueda ser considerada como uno de los mandamientos mínimos de los cuales habla Jesús en el Sermón de la montaña. Jesús, en cambio, enseña que si alguien repudia al propio cónyuge y se une a otra persona comete adulterio. No se trata, por tanto, de la observancia o no del precepto de dar el libelo de repudio, sino del adulterio que se sigue de ello. El sexto mandamiento del Decálogo no puede en ningún modo ser considerado como uno de los preceptos mínimos. Su inobservancia era muy grave también para la Ley de Moisés, y era castigada con la lapidación. Además, el mismo Jesús, poco después de haber enseñado la ilicitud del divorcio (Mt 19,1-9), ha indicado claramente al joven rico que para entrar en la vida eterna es necesario cumplir los mandamientos, entre ellos “no cometer adulterio” (Mt 19,18; cfr. Mc 10,19; Lc 18,20). Y la misma verdad enseña muchas veces San Pablo: “los adúlteros no entrarán en el reino de Dios” (cfr. 1 Co 6,9). A menos que cambien su estilo de vida, volviendo a la práctica de los mandamientos, ayudados por la gracia del Espíritu Santo, que no faltará jamás a quien desee seguir a Jesús, incluso cuando esto comporta cargar la propia cruz cada día. Esta es la condición de todo verdadero discípulo de Jesús (Mt 10,38; 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23; 14,27). S. Ignacio de Antioquia amonestaba: “No os dejéis seducir por falsas doctrinas ni por viejas fábulas que no aprovechan nada. Si vivimos todavía al modo de los judíos, profesamos que no hemos recibido la gracia”25. Si la Ley mosaica fuese capaz de salvar a aquellos que no pueden observar el Evangelio en su plenitud, Cristo habría muerto en vano. Porque sin su muerte redentora y su resurrección, y la posterior efusión de la gracia, los hombres podrían salvarse observando la Ley de Moisés. Nada, sin embargo, es más contrario a la revelación del NT. ____________________ 1
Cfr. G. I. GARGANO, “Il mistero delle nozze cristiane”, 55, 62 y passim. En su carta a S. Magister dice explícitamente: “Se debe, en fin, continuar dando confianza a Moisés, como ha hecho precisamente Jesús, y no
32
decidir abolir del todo sus indicaciones. Jesús no ha venido para abolir a Moisés, sino para favorecer su cumplimiento. En efecto, su Ley no es fijista, no es perfeccionista, sino dinámica”. 2 En Mt 5,17 Jesús dice “o los Profetas”, pero no cambia el sentido de la frase. 3 Por ejemplo en Jn 10,34 Jesús dice: “¿No está escrito en vuestra Ley: Yo he dicho: dioses sois?”. Pero en realidad no cita el Pentateuco, sino el Salmo 82,6. Sobre esta concepción de la Ley y de los Profetas como un bloque en nuestro texto cfr. M. –J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu (Paris8 1948) 83. 4 Los Salmos son solo una parte de los Escritos, que forman la tercera parte del conjunto de los libros de la Biblia Hebrea. En tiempos de Jesús el canon hebreo todavía no había sido fijado y no todos los libros gozaban de la misma autoridad. La Ley (el Pentateuco) gozaba de máxima autoridad. Después venían los Profetas, y en tercer lugar algunos de los Escritos, entre ellos los Salmos, ampliamente citados en el NT. Generalmente en el NT encontramos el binomio la Ley y los Profetas, sea como un bloque que designa toda la antigua Escritura, sea como grupos diferentes de libros, como en He 13,15. 5 En este texto se sugiere que Ley y todos los Profetas designan toda la Escritura. Sobre el particular tema lucano de la necesidad del cumplimiento de las Escrituras en la pasión de Cristo se vea: B. PRET E, La passione e la morte di Gesù nel racconto di Luca, vol. II (Brescia 1997) 147-158; R. O’T OOLE, Luke’s Presentation of Jesus: A Christology (Roma 2004) 96-100.145-147; G. RUIZ FREIT ES, El carácter salvífico de la muerte de Jesús en la narración de San Lucas (Vaticano 2010) 146-149. Sobre el sentido en el cual Jesús se refería al cumplimiento de las Escrituras en sí mismo usando el verbo pleroō se vea: P. GRELOT , Las palabras de Jesucristo (Barcelona 1988) 32-35; y del mismo autor, Sens chrétien de l’Ancien Testament (Paris 1962). 6 Se vea también el Catecismo de la Iglesia Católica, 1961-1973. 7 Cfr. W. BAUER, A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature (Chicago2 1979) 334. 8 La venida de Cristo inaugura una nueva época de la única historia de la salvación. En Cristo se cumple lo que el AT preanunciaba y preparaba. Sobre la particular noción de “cumplimiento” en el evangelista S. Lucas se vea J. FIT ZMYER, “The Use of the Old Testament in Luke-Acts”, en E. H. Lovering Ed., Society of Biblical Literature 1992 Seminar Papers (Atlanta 1992) 524-538. Para H. CONZELMANN este versículo de Lucas (16,16) es la clave que permite distinguir las “épocas” de la historia de la salvación en la teología del evangelista; cfr. The Theology of St. Luke (New York 1960) 21. Esta afirmación es verdadera, aun cuando la teoría de Conzelmann en su conjunto es muy controvertida. 9 Cfr. “Il mistero delle nozze cristiane”, 71. 10 “It is commonly assumed that ḥōq refers to the cultic ordinances and mišpat to the civil laws”: H. RINGGREEN, Theological Dictionary of the Old Testament (en adelante TDOT), G. J. Botterweck – H. Ringgren – H.-J. Fabry Ed. (Grand Rapids 1974-2003) vol. V, 143; cfr. R. HENT SCHKE, “Satzung und Setzsender”, BWANT 83 (1963) 73. Completa muchas veces la trilogía de términos la palabra miṣwâ, ley, mandamiento: H. RINGGREEN, TDOT, vol. VIII, 505-507. El texto griego de los LXX emplea en Dt 4,14 los términos dikaiōma y krisis, traduciendo adecuadamente los diversos matices de los dos términos hebreos. El segundo de estos términos indica en griego sin ninguna duda la esfera legal o jurídica. 11 La distinción que trae Gargano entre las primeras tablas, hechas por Dios mismo, y las segundas, hechas por Moisés, es completamente irrelevante para esta discusión y contiene una afirmación que aumenta la confusión. Él dice que las segundas tablas contenían aquella condescendencia frente a la debilidad y al pecado del pueblo que se ve en ciertas normas (por ej. en la norma sobre el libelo de repudio) porque “tenían en cuenta de manera realista la historia del hombre”; cfr. “Il mistero delle nozze cristiane”, 53-54.56-57. Pero en realidad lo que dice la Escritura varias veces es que en las segundas tablas Dios escribió de nuevo las mismas palabras escritas en las primeras (cfr. Ex 34,1.28; Dt 10,1-4). Es obvio que lo que valía no eran las tablas en sí (si hechas por Dios o cortadas por Moisés) sino los preceptos que ellas contenían, que en ambos casos fueron escritos por Dios y eran idénticos: las mismas “diez palabras”. No obstante esto, en la Tosefta se relacionan, por una parte, las primeras tablas dadas por Dios con el documento que se daba en caso de noviazgo; y por otra parte, las segundas tablas con el libelo que se debía dar en caso de divorcio. Estas relaciones servían para distinguir diferentes niveles entre las normas; cfr. Baba Qamma 7,4. Pero esto es completamente diverso a las conclusiones del Prof. Gargano. La Tosefta, además, es un texto interpretativo muy tardío; cfr. W. BACHER – J. Z. LAUT ERBACH,
33
“Tosefta”, en Jewish Encyclopedia, vol. XII, 207-209. 12 Adv. Haer. IV, 13,1. 13 Se vea la clara exposición en S. T OMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, III, q. 99. 14 Sobre este fundamental argumento cfr. A. VANHOYE, L’epistola agli ebrei (Bologna 2010) 161-187, especialmente los títulos “Esclusione del culto antico, terreno (8,3-6)”, “L’alleanza antica, imperfetta e rimpiazzata (8,7-13)”, e “Il santuario antico e i suoi riti inefficaci (9,9-10)”, con los respectivos comentarios interpretativos. 15 “Il mistero delle nozze cristiane”, 56-57.60.62. 16 Mucho más graves serían las consecuencias de la práctica del culto hebreo una vez consumado el Misterio Pascual de Jesús, que el culto antiguo prefiguraba. La carta a los Hebreos afirma claramente que “cambiado el sacerdocio, necesariamente cambia la ley” (Heb 7,12). Para S. TOMÁS los preceptos cultuales, buenos y útiles en el tiempo de la validez de la Ley mosaica, se han vuelto muertos y mortíferos a causa del culto nuevo inaugurado por Cristo; cfr. Summa Theologiae, I-II, q. 104, art. 3. 17 Lo enseña claramente S. AGUST ÍN: Dios “ha escrito sobre las tablas de la Ley lo que los hombres no lograban leer en sus corazones”; Enarratio in Psalmum 57,1: PL 36, 673. 18 S. TOMÁS se refiere magníficamente a la cesación del culto antiguo y de los preceptos jurídicos; cfr. Summa Theologiae, I-II, q. 103, art. 3 e 4; I-II, q. 104, art. 3 e 4. Los Padres trataron ampliamente la cuestión de la validez de los preceptos antiguos, y aunque estaban de acuerdo en afirmar su cesación, disputaban sobre el tiempo preciso de esta caducidad; cfr. S. JERÓNIMO, Epist. CXII Ad Augustinum: PL 22,921; In Ga., Lib. I, super II,11: PL 26,364; S. AGUST ÍN, Epist. LXXXII Ad Hieron., cap. 2: PL 33,281; S. BUENAVENT URA, In Sent., Lib IV, dist. III, P. III, q. 2. Una síntesis de la discusión en S. TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 103, art. 4 ad 1. 19 Cfr. P. GRELOT , Sens chrétien de l’Ancien Testament (Paris 1962). 20 Sobre esta frase paulina cfr. H. SCHLIER, La Lettera ai Romani (Brescia 1982) 505-506. El célebre exégeta alemán traduce “Cristo es el fin de la ley”. 21 El texto es una “crux interpretum”. Nosotros seguimos la interpretación de S. Juan Crisóstomo en su comentario a la carta a los Gálatas. Él da, en realidad, tres interpretaciones posibles, pero en todas hace referencia a la caducidad intrínseca de la Ley mosaica una vez llegados Cristo y la Ley nueva; cfr. Ad Gal. 2,19: PG 61,645. S. TOMÁS sigue parcialmente al Crisóstomo, pero es todavía más claro en expresar que la misma Ley contenía en sí misma la propia caducidad: “Per auctoritatem legis ipsam dimisi, quasi legi mortuus. Auctoritas enim legis, per quam mortuus est legi, in multis sacrae Scripturae locis habetur… Ier 31,3… Dt 18,15 ecc.”; Super Epistolas S. Pauli lectura, vol. I, Ad Galatas II,19, Marietti Ed. (Torino 1953) 588 (n. 103ss). Se vea también S. LYONNET , “Un passo difficile di San Paolo spiegato da San Tommaso (Ga 2,19). La sua importanza per la teologia della redenzione”, en Gesù Apostolo e Sommo Sacerdote. Studi biblici in memoria di P. Teodorico Ballarini (Casale Monferrato 1984) 139-145. Una explicación un poco diversa, de naturaleza más existencial para el creyente, pero siempre afirmando la intrínseca caducidad de la Ley en A. VANHOYE, Lettera ai Galati (Milano3 2009) 74-75. 22 Cfr. L. SABOURIN, “Matthieu 5,17-20 et le rôle prophétique de la loi (cfr. Mt 11,13)”, en Science et Esprit 30 (1978) 303-311. 23 Por otras distinciones importantes acerca de la validez del AT cfr. A. VANHOYE, “Salut universel par le Christ et validité de l’Ancienne Alliance”, en Nouvelle Revue Théologique 116 (1994) 815-835. Sobre la concepción paulina de la Ley mosaica cfr. H. SCHLIER, Linee fondamentali di una teologia paolina (Brescia5 2008) 65-82. 24 S. I RENEO dice: “La Ley fue profecía y pedagogía de las realidades futuras”; Adv. Haer., 4, 15, 1: PG 7, 1012. Siguiendo a la revelación bíblica y a toda la Tradición de la Iglesia, la Constitución Dei Verbum del CONCILIO VAT ICANO II enseña (nn. 15-16): “La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, a preparar, anunciar proféticamente (cfr. Lc 24,44; Jn 5,39; 1 P 1,10) y significar con diversas figuras (cfr. 1 Co 10,11) la venida de Cristo redentor universal y la del Reino Mesiánico… Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y caducas, demuestran sin embargo una verdadera pedagogía divina”. Y continúa diciendo: “Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo (S. AGUST ÍN, Quaest. in Hept., 2, 73:
34
PL 34, 623). Porque, aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en su sangre (cfr. Lc 22,20; 1 Co 11,25), no obstante los libros del Antiguo Testamento… adquieren y manifiestan su pleno significado en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5,17; Lc 24,27), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo (cfr. S. IRENEO, Adv. Haer., III, 21, 3: PG 7, 950; S. CIRILO DE J ERUSALÉN, Catech., 4,35: PG 33, 497; T EDORO DE MOPS., In Soph., I, 4-6: PG 66, 452D-453A)”; cfr. n. 16. Sobre esto se vea también PONT IFICIA COMISIÓN BÍBLICA, El pueblo hebreo y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana (Vaticano 2001) 6-8. 25 Carta a los cristianos de Magnesia, VIII, 1.
35
2. El libelo de repudio concedido por Moisés Antes de tratar exegéticamente los textos de los evangelios que hacen referencia al libelo de repudio, prescrito por Moisés en el caso en el que el marido despedía a su mujer, creemos oportuno hacer algunas consideraciones sobre este. El precepto relativo al repudio se encuentra en Dt 24,1-41: “1Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribirá un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa. 2Si después que ella ha salido y se ha marchado de casa de éste, se casa con otro hombre, 3y luego este segundo hombre la aborrece, le escribe el libelo de repudio, se lo pone en su mano y la despide de su casa; o si se muere este otro hombre que se ha casado con ella; 4el primer marido que la repudió no podrá volver a tomarla por esposa después de haberse hecho ella impura. Pues sería una abominación a los ojos de Yahvé, y tú no debes manchar de pecado a la tierra que Yahvé tu Dios te da en herencia”. Digamos una vez más que el precepto de dar el libelo de repudio pertenece a los preceptos judiciales de la Ley. No es uno de los mandamientos de Dios (una de las Diez palabras), sino que es un precepto dado por Moisés. Así lo indican también los fariseos que meten a la prueba a Jesús en Mt 19,7 (Mc 10,4).
1. El contexto del mundo antiguo y la benevolencia de Moisés hacia las mujeres Para comprender la concesión mosaica de poder repudiar la propia esposa, es importante tener en cuenta el contexto del mundo antiguo en tiempos del Deuteronomio. El divorcio, como también la poligamia, eran prácticas muy difundidas, especialmente en los pueblos circundantes. Sin embargo, llama mucho la atención el hecho de que en el AT los textos que hacen referencia a las normas o al procedimiento del divorcio sean poquísimos, de entre los cuales uno es especialmente severo acerca de esta práctica (Ml 2,10-16)2. De hecho, Dt 24,1-4 es un texto aislado aún dentro de la larga legislación del libro del Deuteronomio y del todo el Pentateuco o Torah, tanto por su materia, como por la mención del procedimiento para despedir a la mujer. A pesar de la permisión mosaica, por lo tanto, el divorcio no estaba bien considerado en el pueblo israelita. Pero procedamos gradualmente. 36
El precepto mosaico que obligaba a escribir el libelo de repudio, en realidad, tenía como fin limitar el poder discrecional del marido, evitando los abusos. En este sentido, existen en el Deuteronomio otras dos normas que tenían la misma finalidad de protección de las mujeres ante los abusos de los varones3. El libelo de repudio no tenía como fin principal librar al varón de la propia mujer y consentirle la unión con otra. En aquel tiempo, y también después, la sociedad israelita era una sociedad polígama, en la cual el hombre casado podía unirse a otras mujeres además de la propia, lo cual, en cambio, no se permitía en absoluto a las mujeres. El libelo de repudio era una atestación que consentía a la mujer repudiada unirse nuevamente en matrimonio sin ser considerada adúltera. Por esta razón el énfasis del texto de Dt 24,1-4 recae en la mujer y no en el varón. El libelo de repudio, por lo tanto, era ante todo en favor de la mujer y no del marido. Pienso que esto era por dos motivos principales: uno de carácter social y otro relacionado con la pureza ritual.
2. Una concesión jurídica de carácter social El motivo social era favorecer la parte más débil, ya sea delante de los abusos de los varones, ya sea para garantizar su supervivencia. En el mundo antiguo, de hecho, la mujer no podía sobrevivir sin estar ligada a un hombre. Sin un hombre no podía proveer a sus más elementales necesidades vitales4. Despedida por el propio marido, ella se veía expuesta o inclusive obligada a buscar otro hombre que garantizara su supervivencia. Pero esta segunda unión era definida por la misma Ley mosaica como un “adulterio”, pecado castigado con la pena de la lapidación. Por esta razón el libelo de repudio beneficiaba principalmente a la mujer, porque le consentía legalmente una segunda unión para que pudiera sobrevivir sin ser acusada de adulterio y luego lapidada. Este aspecto es bien visible en las palabras de Jesús en Mt 5,32: “Todo el que repudia a su mujer… la hace ser adúltera”. La expresión griega es muy fuerte: poiei autēn moicheuzēnai, e indica que, para poder sobrevivir, una mujer repudiada se veía casi obligada a caer en el adulterio5. Es sabido que si bien la pena de lapidación estaba prevista para los dos adúlteros6, en la práctica solamente las mujeres sorprendidas en adulterio eran lapidadas, como se ve en el episodio de la adúltera que llevan ante Jesús: “Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres” (Jn 8,5). Llevan a lapidar solamente a ella, pero no al hombre con el cual había sido sorprendida en adulterio. Esto es parte de lo que Jesús caracterizará como “dureza de corazón” en Mt 19,8, y es otro motivo que permite comprender la finalidad benevolente de Moisés hacia las mujeres con la promulgación de la ley del libelo de repudio. Algunos Padres de la Iglesia sostienen que la dureza de corazón de los varones hebreos los llevaba a veces a crímenes todavía más graves que el mismo adulterio. En muchas ocasiones, de hecho, cuando el marido cobraba odio hacia la propia mujer, terminaba por matarla o favorecía su muerte si esta era sorprendida en adulterio. Así, por 37
ejemplo, se expresa uno de los grandes Padres de Oriente, S. Juan Crisóstomo, cuando indica que el precepto mosaico fue dado para evitar el uxoricidio7. En Occidente, S. Jerónimo comenta: “Moisés, viendo que movidos por el deseo de tener segundas esposas más ricas o más jóvenes o más bellas, eran asesinadas las primeras esposas o eran expuestas a una vida deshonesta, prefirió tolerar la discordia antes que perseverasen los odios y los homicidios”8. El libelo de repudio, en conclusión, fue dado para dar a las mujeres la posibilidad de sobrevivir y para evitarles la lapidación si eran sorprendidas en adulterio, como también el uxoricidio. La condescendencia de Moisés, por tanto, estaba dirigida en primer lugar a la parte más débil9.
3. El motivo de la impureza ritual En el texto de Dt 24,1-4 está presente, además, el motivo de la pureza ritual, que aparece al final del texto, en la frase del v. 4, considerada por la mayoría de los exégetas como la proposición principal (apódosis)10. La mujer que se había unido a otro hombre, y había sido a su vez repudiada, no podía volver con el primer marido porque se había contaminado. La Ley de Moisés refleja en esta norma, como en muchas otras, la preocupación de Israel por la pureza del pueblo y por la pureza de la Tierra Prometida, motivo que está ampliamente presente a lo largo de todo el Libro del Deuteronomio11. De aquí la conclusión de nuestro texto: “Pues sería una abominación a los ojos de Yahvé, y tú no debes manchar de pecado a la tierra que Yahvé tu Dios te da en herencia” (Dt 24,4). La pregunta que se impone, sin embargo, es por qué esa mujer era considerada contaminada si la Ley de Moisés le consentía, una vez obtenido el libelo de repudio, unirse a otro hombre. ¿De qué culpa se había manchado? Notemos que la mujer repudiada, si no se unía a otro hombre, podía en cualquier momento regresar con su marido. O si se unía a otro hombre, que después a su vez también la repudiaba, podía unirse a un tercer hombre. Lo que estaba absolutamente prohibido era que volviese a su (primer) marido una vez que había vivido con otro, porque esto sería una abominación12. La única respuesta razonable sobre el sentido de esta prohibición es que la segunda unión, aunque consentida por la Ley mosaica, causaba en la mujer una impureza de la cual ella no podía purificarse jamás. El texto de Dt 24,4 es claro: ella se ha contaminado (huṭammā’āh)13. Quedaba por tanto manchada con una impureza que era perpetua. Este es uno de los pocos casos de una impureza que permanecía perpetuamente, indicando la gravedad de su situación ante Dios y ante el pueblo. Impureza a tal punto grave que podía inclusive extenderse y contaminar también la Tierra Prometida. La razón última, en realidad, es que la disposición mosaica, si bien consentía una segunda unión a la mujer repudiada, no anulaba el sexto mandamiento del Decálogo (Ex 20,14) ni el vínculo natural con el primer marido. De manera que, desde el punto de vista de la pureza ritual, cuando ella se unía a otro hombre se manchaba con una grave 38
impureza. Algunos textos del Levítico nos pueden iluminar en este punto, aunque sólo parcialmente y no de manera apodíctica. En Lv 21,7 se prohíbe a los sacerdotes casarse con una prostituta, con una mujer deshonrada o con una mujer repudiada por su marido, porque esto contradiría la santidad (pureza ritual) de los sacerdotes: “No tomarán por esposa a una mujer prostituta ni violada, ni una mujer repudiada por su marido; pues el sacerdote está consagrado a su Dios”. La mujer repudiada es en este texto paragonada a la prostituta o a la mujer deshonrada, pero solamente desde el punto de vista de la pureza ritual. A pesar de la legalidad del libelo de repudio concedido por Moisés, hay en ella algo que la inhabilita a ser esposa de un sacerdote: una impureza legal14. Por esto Moisés, al instaurar que se debía hacer el procedimiento de escribir y dar el libelo, pretendía también obstaculizar que el repudio se hiciese con demasiada facilidad. En el Levítico, además, el adulterio está condenado dos veces (18,20 y 20,10). En la primera condena es considerado desde el punto de vista de la impureza ritual15. El precepto se dirige a los hombres y no habla de ninguna pena para el hombre que comete adulterio, sino que pone el énfasis en la contaminación que él contrae por el contacto sexual con una mujer casada: “No te acostarás con la mujer de tu prójimo, contaminándote con ella” (Lv 18,20). En realidad el caso previsto es el de un adulterio, que debía ser castigado con la lapidación de los dos adúlteros. Así lo establece la norma contenida en el otro texto que condena el adulterio en el Levítico (20,10). ¿Cuál es el sentido de esta norma motivada en la pureza ritual si los adúlteros debían de todos modos ser lapidados? Pienso que el precepto se refiere ciertamente a la unión con una mujer que contemporáneamente vive con su marido, pero al mismo tiempo, la norma se expresa de modo general y no hace distinciones. Podría incluir, por lo tanto, también el caso de la mujer que había sido primero repudiada, considerada desde el punto de vista de la pureza ritual. Tal vez por este motivo no se habla en esta norma de la pena de la lapidación, sino que se menciona la impureza que se contrae por la unión con una repudiada. Es de notar que la palabra usada aquí en el texto hebreo es la misma con la cual se caracteriza en Dt 24,4 a la mujer repudiada que se ha unido a otro hombre: ella está contaminada a causa de esa segunda unión (Lv 18,20: leṭām’āh-bāh, literalmente “para contaminarte con ella”, verbo ṭm’)16. De este modo el Levítico remarca que cualquier unión fuera del primer matrimonio es fuente de impureza, y esto sucede porque de alguna manera el primer vínculo permanece. Tal vez San Pablo tiene en mente estos textos cuando, hablando justamente de la Ley mosaica, afirma de manera universal: “Así, la mujer casada está ligada por la ley a su marido mientras éste vive; mas, una vez muerto el marido, se ve libre de la ley que la liga al marido” (Rm 7,2; cfr. 1 Co 7,39).
4. Sentido jurídico y valor pedagógico del libelo de 39
repudio Surge espontánea la pregunta sobre el sentido de la prohibición de Dt 24,4. Si la mujer repudiada permanecía de todas maneras ligada al primer marido, ¿No se la debía más bien alentar para que regresase con él, en vez de prohibirle su retorno? El concepto de pureza en el AT es muy diverso del nuestro. El texto del Deuteronomio establece esta prohibición sólo para la mujer que, después de haber sido repudiada, ha vivido more uxorio con otro hombre. Según la Ley mosaica, una mujer adúltera debía ser lapidada, y no se tenía en cuenta si se había arrepentido o no. Y esto era así, para significar ya sea la gravedad de su pecado, ya sea la dimensión social de su impureza. Este es el sentido de muchas de las prescripciones del Deuteronomio en materia sexual: extirpar el mal de Israel, quitar todo aquello que podía contaminar al pueblo y a la Tierra Prometida17. En el caso de la mujer repudiada dos veces, está como fondo el rol pedagógico de la Ley. De este modo se quería indicar que aunque se concediese una segunda unión a la mujer, esto era casi in extremis y por esta razón no era considerada legalmente adúltera. Pero de todas formas se manchaba de una impureza grave y perpetua. El libelo de repudio no borraba la objetiva impureza de su situación. La prohibición, por lo tanto, de regresar con su marido indicaba la condición de impureza por haber tenido un segundo hombre, y el carácter perpetuo de esta interdicción subrayaba la extrema gravedad de su situación. En conclusión, el libelo de repudio era un formalismo legal en favor primariamente de la parte más débil (la mujer), pero que no anulaba el mandamiento del Señor de no cometer adulterio. La prescripción que mandaba dar el libelo permanecía a un nivel jurídico y formal, pero no abolía la primera unión, que naturalmente establecía un “vínculo” perpetuo, el de ser no ya dos sino una sola carne, como quiso Dios en el momento de crear al hombre con la diversidad varón/mujer. Citando el libro del Génesis, Jesús reafirmará con toda claridad la doctrina del vínculo perpetuo e indisoluble, aún en el caso de la entrega del libelo de repudio concedido por Moisés: “el que se case con una repudiada, comete adulterio” (Mt 5,32); “quien repudie a su mujer… y se case con otra, comete adulterio” (Mt 19,9). Y por si quedaba alguna duda sobre la permanencia del vínculo, el Señor agrega, interpretando el texto del Génesis: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19,4-6).
5. Una cierta decadencia de la institución familiar Es innegable que la práctica del libelo de repudio podía llevar a una verdadera decadencia de la institución familiar. Esta no era evidentemente la intención del legislador (Moisés), que pretendía en cambio obstaculizar de alguna manera la facilidad con la cual el hombre podía despedir la propia mujer, evitando los abusos18. 40
Dos elementos del texto de Mt 19,1-12 manifiestan el peligro de esta decadencia para la institución del matrimonio. Uno de ellos es la reacción de los discípulos, que ante la neta respuesta de Jesús, que no acepta el divorcio, exclaman estupefactos: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no conviene casarse” (Mt 19,10). Esta reacción indica cómo estaba difundida la idea de la licitud del repudio de la propia mujer, en base a la Ley mosaica. El segundo elemento es la última parte de la pregunta de los fariseos en el texto de Mt 19,3, que no aparece en el paralelo de Mc 10,2: “¿Puede el marido repudiar a la mujer por cualquier motivo?” La cuestión que le proponen a Jesús por lo tanto no es tanto si era lícito o no repudiar a la mujer, sino si era lícito hacerlo por cualquier motivo. La Mishna, si bien es un texto más tardío (hacia el año 200 d.C.), explica que existían dos corrientes de pensamiento acerca de los motivos válidos para la concesión del libelo de repudio19. Una, más severa, la de Rabí Shammai, no aceptaba ningún motivo para la concesión del libelo de repudio a no ser la mala conducta matrimonial o la lujuria. La otra, más liberal, de Rabí Hillel, permitía el divorcio también por motivos del todo banales. Todo dependía de la interpretación dada a la frase de Dt 24,1: “Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribirá un libelo de repudio”20. La frase hebrea para expresar ese “algo vergonzoso” o “repugnante” es ‘erwat dābār, que literalmente significa la desnudez de alguna cosa. De aquí el sentido derivado de “algo vergonzoso”, de “algo indecente”21. En nuestro contexto, se refiere sin lugar a dudas a una conducta vergonzosa dentro del matrimonio, sin llegar al adulterio, que era castigado con la lapidación22. Mientras la escuela de Rabbí Shammai se atenía mayormente a una interpretación literal del texto del Deuteronomio, para Rabbí Hillel cualquier cosa desagradable para el marido constituía un motivo válido para la concesión del libelo de repudio, como por ejemplo que la mujer hubiese quemado la comida al cocinarle, o inclusive que otra mujer le resultase más agradable por su belleza23. Esta interpretación más amplia se encuentra, aunque con diferencias entre ellos, en Filón y en Flavio Josefo, evidenciando así su larga difusión en el período intertestamentario. Existía, por lo tanto una verdadera y propia decadencia de la institución familiar24. Jesús en los textos de Mateo y Marcos se pone por encima de la discusión. Él condena fuertemente la práctica de la concesión del libelo de repudio prescindiendo de los motivos. De este modo el Señor afirma la indisolubilidad del matrimonio como una cualidad que le es intrínseca (ser una sola carne), fundada en la intención originaria de Dios. Esto valía ya para el matrimonio natural, y vale aún más a causa de su elevación a realidad sacramental, como es precisamente el matrimonio cristiano25. Según algunos autores en nombre de la misericordia se deben evitar en este campo las interpretaciones meramente jurídicas de la ley. Pero el libelo de repudio, era precisamente una concesión de valor meramente jurídico, porque no anulaba el precedente vínculo y, en caso de una nueva unión, causaba en la mujer una impureza perpetua por el incumplimiento del sexto mandamiento. Por el lazo indisoluble que se 41
crea en el matrimonio, quien se une a una mujer que no es su (primera) esposa, comete adulterio, porque él es todavía “una sola carne” con su primera (única) esposa. Por otra parte es del todo inaceptable afirmar que Jesús, en nombre de la misericordia, no tenía la intención de abolir el precepto jurídico de Moisés, y aceptaba de este modo incluso la violación de la ley infusa por el Creador desde el principio en el corazón del hombre y por Él mismo escrita en el Decálogo26.
6. Alianza con Dios y adulterio Existe una realidad a lo largo de toda la Sagrada Escritura que no debe ser olvidada cuando se habla de matrimonio. Y es la realidad de la alianza entre Dios y su pueblo, expresada tantas veces con la imagen de la unión matrimonial. La infidelidad de Israel, en cambio, es representada con la imagen del adulterio. En el NT, que es cumplimiento de todo aquello que el AT prenunciaba de muchos modos y con muchas figuras (cfr. Heb 1,1), Jesús inaugura la nueva y definitiva alianza, basada en su sacrificio, como atestiguan unánimemente los relatos de la institución eucarística (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20; 1 Co 11,23-25) y tantos otros textos del NT. Esta nueva alianza está también indicada con la analogía de la unión esponsalicia, sea por Pablo en la primera carta a los Corintios y en la carta a los Efesios, sea en el Apocalipsis con la imagen de las bodas del Cordero y de la Jerusalén celestial vestida de esposa (Ap 19,6-8; 21-22), sea por el mismo Jesús en los evangelios (cfr. Mt 9,15 y paralelos; Mt 22,2-14; 25,1-12)27. Esta alianza definitiva es posible porque en virtud de la gracia, es decir de la participación en la naturaleza divina (2 Pe 1,4), los cristianos son una sola cosa con su cabeza, Cristo. Son una nueva criatura28. Esto incluye a los esposos cristianos, cuya unión sacramental acrecienta la natural indisolubilidad querida por Dios en el principio elevándola al orden sobrenatural de la gracia. La gracia propia del sacramento deriva del misterio pascual de Cristo, de aquel misterio por el cual Él ha establecido la nueva y definitiva alianza. Así la indisoluble unión sacramental de los esposos cristianos encuentra un nuevo y definitivo fundamento en la unión de Cristo con la Iglesia, de la cual es signo (cfr. Ef 5,31-32). En esta economía de la salvación, la del orden sacramental instituido por Cristo, no hay lugar absolutamente para la validez del libelo de repudio y para las segundas nupcias. Según las enseñanzas de Cristo, cualquier unión fuera del matrimonio precedente es un adulterio. La gracia de Cristo es capaz de sanar la naturaleza del hombre herida por el pecado, restituyéndole así la capacidad, aún en las dificultades y en medio de la propia debilidad, de vivir el matrimonio según el deseo originario de Dios. Porque también con este fin Cristo nos ha regenerado, “para revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad verdaderas”, dejando a un lado “el hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias” (cfr. Ef 4,20-24).
7. El texto de Ml 2,10-16: alianza con Dios, adulterio y 42
culto divino Finalmente es útil recordar que, entre los pocos textos que hablan del divorcio en el AT, hay uno particularmente duro que pone en relación el divorcio con el culto y con la alianza, sea la alianza entre Dios e Israel, sea la alianza propia de la unión matrimonial29. Se trata de un texto de la profecía de Malaquías30 (2,10-16). En el contexto de ruptura de la alianza hecha entre Dios y los padres de Israel (v. 1011), alianza estrechamente vinculada al culto que Israel como pueblo elegido debía dar a Dios, el Señor declara que odia la práctica del divorcio (v. 16). Más aún, Dios dice que no acepta el culto ofrecido por quien ha traicionado a la mujer de su juventud, a la cual estaba vinculado por una alianza. Los versículos 13-16 nos interesan especialmente: “13Y hacéis otra cosa más: cubrís de lágrimas el altar de Yahvé, de llantos y suspiros, porque él ya no acepta vuestra oblación, ni la recibe gustoso de vuestras manos. 14Y encima decís: ¿Por qué? Porque Yahvé es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo así que era tu compañera, la mujer con la que te habías comprometido. 15¿No los ha hecho un solo ser, dotado de carne y espíritu? Y este uno ¿qué busca? ¡Una posteridad dada por Dios! Guardad, pues, vuestro espíritu; no traiciones a la esposa de tu juventud. 16Pues yo odio el repudio, dice Yahvé Dios de Israel, y al que encubre con su vestido la violencia, dice Yahvé Sebaot. Guardad, pues, vuestro espíritu y no cometáis tal traición”. El versículo 16 es especialmente condenatorio de la práctica del repudio de la esposa. Es cierto que la sintaxis del texto hebreo es bastante difícil de entender, y que el texto parece corrupto y se puede interpretar de distintas maneras. Pero siempre conserva el sentido de una declaración de Dios que afirma detestar la práctica del repudio, porque este es el sentido de las palabras y porque, además, concuerda bien con el contexto31. De hecho, las tres primeras palabras (cî śānē’ šallaḥ), literalmente porque él detesta (detestando) despedir, podrían también ser traducidas si (o cuando) él detesta despedir. Pero el sentido permanece de todos modos claro. El verbo “odiar”, que está en tercera persona singular, se puede traducir en primera persona considerando que es el Señor quien habla por medio del profeta. Y en cualquier caso, la traducción en tercera persona no cambia el sentido del texto32. Para Malaquías, la traición de la alianza con la mujer amada en la juventud reflejaba la traición de Israel a la alianza establecida entre Dios y sus padres, e impedía que el culto fuera agradable a Dios. ¡Cuánto mayor valor tiene esto en la ley nueva, que establece una unidad personal entre los cristianos y Cristo como miembros y cabeza, una nueva alianza inaugurada en el misterio pascual (cfr. Ga 3,27-28)! La traición de la alianza con el propio cónyuge, por lo tanto, no puede no tener eco en el culto nuevo basado en el sacrificio de Cristo, de donde brota la alianza nueva. Culto nuevo cuyo centro es la presencia del Señor y de su sacrificio en la oferta eucarística, también como alimento de las almas y causa de la unión con Él propia de la nueva alianza. Alianza nueva e incorporación a Cristo de las que el sacramento del matrimonio 43
es un signo (cfr. Ef 5,32). ____________________ 1
El texto ha sido objeto constante de estudio de parte de los exégetas, porque contiene una primera parte muy larga y compleja (vv. 1-3). Para la mayoría de los exégetas, estos primeros 3 versículos forman la apódosis, mientras que la prótasis comienza sólo en el v. 4. Otros piensan que la apódosis comienza en la última parte del v. 1. Esta división es importante para la interpretación global del texto, aun cuando no afecta su sentido fundamental; cfr. J. P. MEIER, Jésus et le divorce (Paris 2015) 26-32. 2 No hay indicaciones o leyes sobre la subsistencia de la mujer repudiada, sobre la suerte de los hijos, sobre los bienes. Se vea J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 31-32.38-40. Hay dos textos en los profetas que hablan del certificado de divorcio (Is 50,1 e Jer 3,1-2.8), pero lo hacen en sentido metafórico, en referencia a la relación entre Dios e Israel. Esdras 9-10 narra el intento del gran reformador de hacer divorciar a los hebreos de las mujeres extranjeras (cfr. 10,10-11). Del texto de Ml 2,10-16 nos ocuparemos más adelante. 3 Dt 22,13-19 establece que si un hombre ha acusado falsamente a su mujer de no ser virgen en el momento de la boda, no podrá repudiarla jamás. Dt 22,28-29 sanciona que si un hombre ha seducido o violado una virgen que no estaba aún prometida, la deberá desposar y no podrá repudiarla jamás. 4 Podía suceder que la mujer repudiada regresara con su propia familia para poder sobrevivir, pero esto era considerado un deshonor para la misma familia (y lo es aún hoy en Medio Oriente). Sobre la penosa situación en la que se encontraba la mujer repudiada cfr. DANIEL-ROPS, La vita quotidiana in Palestina al tempo di Gesù (Milano 1986)155-156. 5 Algunas traducciones subrayan más bien el peligro moral en el que quedaba la repudiada y traducen la expone al adulterio. 6 Cfr. Lv 20,10; Dt 22,22-24. 7 J. CRISÓST OMO, De libello repudii: PG 51, 221. La misma explicación en S. T OMÁS DE AQUINO, Super Evangelium S. Matthaei Lectura, Marietti Ed. (Torino 1951) 80-83: par. 516-536. 8 “Moyses cum videret propter desiderium secundarum coniugum quae vel ditiores vel iuniores vel pulchriores essent, primas uxores interfici aut malam vitam ducere, maluit indulgere discordiam quam odia et homicidia perseverare”; S. J ERÓNIMO, Comentario a Mateo, Libro III (16,13-22,40), en Obras completas de San Jerónimo, vol. II, BAC Ed. (Madrid 2002) 257. 9 Sobre este punto cfr. A. MELLO, Evangelo secondo Matteo (Magnano 1995) 336-337. 10 Cfr. J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 26-28. 11 La impureza de la mujer repudiada que se ha unido a otro hombre y la imposibilidad de retornar a su marido se ven también en Jer 3,1, según el texto griego de la LXX y la traducción latina de la Vulgata: “si un hombre repudia a su mujer y ella, alejándose de él, se casa con otro hombre, ¿volverá el primero con ella? ¿acaso semejante mujer no está toda contaminada?”. El Texto Masorético, en cambio, habla de la contaminación de la tierra que se deriva del adulterio de la mujer: “¿aquella tierra no estaría toda contaminada?”. De este modo el texto hebreo refleja más la relación entre el pecado y la contaminación de la tierra prometida, que es un motivo muy presente en el Deuteronomio. 12 Para J. BLENKINSOPP el precepto de Dt 24,1-4 no era una ley sobre el divorcio, sino más bien una norma dada al marido que había despedido a su mujer, para que no la recibiese de nuevo si ella se había unido luego a otro hombre; cfr. Deuteronomy, in The New Jerome Biblical Commentary, R. Brown – J. Fitzmyer – R. Murphy Ed. (Upper Saddle River 1990) 105. Esta explicación, aunque verdadera, nos parece demasiado reductiva. 13 La forma hotpaal del verbo ṭm’ debe traducirse ha sido hecha impura, se ha contaminado. Sobre el uso de esta raíz, especialmente en el sentido figurado para indicar el pecado y la contaminación ritual, cfr. G. ANDRÉ, TDOT, vol. V, 337-341; M. NOT H, The Laws in the Pentateuch and Other Studies (Philadelphia 1966) 49-60. La LXX traduce adecuadamente Dt 24,4 con mianthēnai autēn, infinitivo aoristo passivo del verbo mianein, que significa contaminar, profanar, deshonrar; cfr. W. BAUER, A Greek-English Lexicon, 520-521. 14 Algunos versículos después el texto legisla nuevamente sobre el matrimonio de los sacerdotes: “Tomará por esposa una virgen. No se casará con viuda ni con repudiada ni con profanada por prostitución, sino que
44
tomará por esposa una virgen de su parentela” (Lv 21,13-14). 15 La segunda vez se establece que los adúlteros deben ser ejecutados. 16 También el griego de la LXX utiliza el mismo verbo mianein (ekmianthēnai pros autēn) con el cual se caracteriza a la mujer dos veces repudiada en Dt 24,4. 17 En la legislación del Deuteronomio, la pena de muerte está prevista también para otros casos de impureza sexual en el sentido de “hacer desaparecer el mal” del pueblo: para una joven mujer que no es virgen (Dt 22,21), para los adúlteros (Dt 22,22; cfr. Lv 20,10), para la violación de una joven (Dt 22,24). En el Levítico prescripciones análogas no están motivadas por la pureza ritual del pueblo o de la Tierra Prometida, sino por la santidad de Dios que se ha elegido a Israel como su pueblo. Se vea la larga lista de preceptos y condenas a muerte por delitos de tipo sexual encuadrados en la inclusión entre Lv 20,7-8 (“Santificaos y sed santos; porque yo soy Yahvé, vuestro Dios. Guardad mis preceptos y cumplidlos. Yo soy Yahvé, el que os santifica”) y Lv 20,26 (“Sed santos para mí, porque yo, Yahvé, soy santo, y os he separado de los demás pueblos, para que seáis míos”). 18 Cfr. A. COLUNGA – M. GARCÍA CORDERO, Biblia comentada por los Profesores de Salamanca, vol. I: Pentateuco (Madrid 1950) 1008-1009. El libelo de repudio debía ser escrito, y eran pocos los que estaban en condiciones de poder hacerlo. Además, la perpetua impureza de la cual la mujer se hacía rea, y la perpetua prohibición de poder recibir nuevamente en el futuro a la mujer amada en la juventud, educaban al pueblo acerca de la gravedad de esta situación. 19 El tercer orden (sēder) de la Mishna se llama Nāšîm, “mujeres” casadas. En él hay un tratado llamado Giṭṭîin que trata sobre todo de las cuestiones formales acerca del libelo de repudio. Se encuentra también un comentario a las diferentes opiniones de los rabinos sobre los motivos que consienten el poder despedir a la mujer, y se presentan los pareceres de Shammai y de Hillel. Es necesario sin embargo estar atentos a no retrodatar esta discusión al tiempo de Jesús con demasiada facilidad, ya que la Mishna es un texto mucho más tardío. Cfr. R. BROOKS, “Mishnah”, en The Anchor Bible Dictionary, D. N. Freedman Ed. (New York 1992) vol. IV, 871-873. Sobre el divorcio en la Mishna cfr. J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 65-69. 20 Un buen resumen de la discusión en D. I NST ONE-BREWER, Divorce and Remarriage in the Bible: the Social and Literary Context (Grand Rapids 2002) 110-119. 21 Mientras la palabra ‘erwāh (“desnudez”, “órganos genitales”: ‘erwat en el estado constructo) es de uso frecuente, la frase ‘erwat dābār aparece solamente dos veces en toda la Biblia hebrea, siempre en el Dt (23,15 y 24,1) y siempre en el sentido de algo vergonzoso en materia sexual; cfr. F. BROWN – S. R. DRIVER – A. BRIGGS, The New Hebrew and English Lexicon (Peabody 1979) 788-9. 22 Cfr. H. NIEHR, TDOT, vol. XI, 346-347. 23 Cfr. J. KNABENBAUER, Commentarius in Evangelium secundum Matthaeum, vol. II (Paris 1922) 145-146; L. SABOURIN, Il Vangelo di Matteo. Teologia e esegesi, vol. II (Marino 1977) 830; A. MELLO, Evangelo secondo Matteo, 336. 24 Estos dos autores mencionan el divorcio “por cualquier motivo”; cfr. FILÓN DE ALEJANDRÍA, De Specialibus Legibus, III, 30-31; FLAVIO J OSEFO, Antigüedades judías, IV, 8, 23. Sobre el divorcio en estos dos autores y en los manuscritos de Qumram se vea J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 41-63. 25 La distinción del Prof. Gargano entre el objetivo fijado (skopòs) y el fin efectivamente alcanzado (telos) en el designio de Dios es inaceptable, en el sentido que el autor la propone, después de la venida de Jesús y la efusión de la gracia del Espíritu Santo (la ley nueva) en el corazón de los creyentes. Y esto precisamente para no separar el Dios Creador, y su designio originario, del Dios Redentor. 26 Como sugiere el Prof. Gargano: “Teniendo esto en cuenta y preguntándonos si, según la enseñanza y las elecciones de vida de Jesús, se pueden dar situaciones en las cuales es posible actuar de modo diverso a lo que prescribe la Ley inscripta en las estrellas, regulándose en cambio según la Ley inscripta en las piedras por Moisés e interpretada (Ley oral) por los Profetas, la respuesta podría ser: ‘Sí’. Con una condición: que se privilegie el dinamismo de la misericordia sobre el carácter estático de la Ley”; “Il mistero delle nozze cristiane”, 61. 27 También Juan el Bautista aplica a Jesús la imagen del esposo en Jn 3,29. 28 “Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Co 5,17). 29 Cfr. C. WIENER, “Mariage”, en Vocabulaire de Théologie Biblique, X. Lé-on-Dufour Ed. (Paris 1962) col.
45
579-580. 30 El libro de Malaquías fue escrito probablemente en el siglo V a.C. 31 Sobre el sentido del versículo 16 en su contexto se vea L.-CL. FILLION, La Sainte Bible commentée, vol. 6 (Paris 1921) 619. 32 La traducción de la LXX es un poco distinta, pero el sentido es siempre de neta condena del divorcio: “si detestando (a la mujer) tú (la) repudias, dice el Señor Dios de Israel, entonces la impiedad cubrirá tus vestidos (o tus pensamientos)”. La LXX utiliza el participio activo del verbo miseō (odiar) y la segunda persona singular del subjuntivo del verbo exapostellō (echar, despedir, repudiar). Este último verbo, el principal de la frase, es el mismo que la LXX utiliza en Dt 24,1-4 (tres veces) para el libelo de repudio. El sentido por lo tanto es claro. Diferimos de J. P. MEIER en este punto. Él piensa que el texto hebreo está inevitablemente corrupto, ya sea en sí mismo, ya sea considerando diferentes traducciones antiguas, aunque mucho más tardías y a veces llenas de lagunas, como el Rollo de los Profetas Menores encontrado en Qumram (4QXIIaiii 4-7) o el Targum Jonatan de los Profetas. Pero es muy interesante su constatación de que el texto de Malaquías se había convertido en el centro de la reflexión acerca de la bondad o malicia del divorcio; cfr. Jésus et le divorce, 33-37.
46
3. La dureza de corazón mencionada por Jesús (Mt 19,8; Mc 10,5) La última conclusión del capítulo anterior nos lleva a la consideración de la dureza de corazón, y de su relación con la recepción del sacramento de la Eucaristía. Porque algunos escritos de autores recientes apuntan precisamente a esto: que en nombre de la misericordia, que caracteriza la actitud y la predicación de Jesús, no sean excluidos de la comunidad aquellos que viven more uxorio con quien no es su propio cónyuge1. El problema de la dureza de corazón permanece de este modo como un problema ulterior y en cierto sentido marginal. En cualquier caso, para estos autores, se trata de una actitud que no excluiría del ingreso en el Reino.
1. La dureza de corazón (sklērokardia) Jesús caracteriza la actitud de quién repudiaba a su esposa como “dureza de corazón”. Esto no es poco, dado que la dureza de corazón, en griego sklērokardia, es una actitud que en la Sagrada Escritura se define básicamente como un cerrarse del hombre frente a la palabra o a la voluntad de Dios2. En el AT era una actitud que contradecía la alianza entre Dios y el pueblo de Israel: por eso el término traduce en la LXX alguna vez el hebreo ‘orlat lēbāb, literalmente “prepucio del corazón”, es decir, “incircuncisión del corazón”3. Una dureza que se manifestaba a veces en el odio hacia la propia mujer que podía llegar hasta su asesinato. De aquí la naturaleza permisiva de la institución mosaica del libelo de repudio, para evitar males peores4.
2. Dureza de corazón y mandamiento del amor Es necesario tener en cuenta que la primera falta de misericordia, provocada por la dureza de corazón, era el despido de la propia mujer. Es esto lo que Dios declara odiar en el texto de Malaquías mencionado anteriormente. Además, en la economía de la gracia, inaugurada por Jesús, ¿no se debe “amar al prójimo como a sí mismo”? (cfr. Mt 19,19; 22,39; Mc 12,31; Lc 10,27). ¿No consiste en esto precisamente toda la perfección de la ley? “Toda la Ley encuentra su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5,14; cfr. Rm 13,9; St 2,8). ¿Y cuál prójimo está más “próximo” que la propia mujer, con la cual el hombre se hace una sola carne? (cfr. Gn 2,24; Mt 19,5-6; Mc 10,8; Ef 5,31)5. El mandamiento propio de Jesús, aquel que debe caracterizar también a sus discípulos, ¿no es acaso el del 47
amor recíproco según el ejemplo y el don de Cristo? “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35; 15,12). ¿No nos ha dicho Él que debemos permanecer en su amor? (Jn 15,9). Permanecer en su amor es observar sus mandamientos: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15,10). ¿Cómo se puede permanecer en el amor de Cristo si se desprecia el prójimo más próximo, no sólo despidiéndolo, sino también exponiéndolo al adulterio? ¿Y cómo se puede permanecer en el amor de Cristo despreciando también el sexto mandamiento del Decálogo, que Él ha confirmado y perfeccionado, uniéndose a otra persona que no es el propio cónyuge? (cfr. Mt 5,27-28.32; 19,9.18; Mc 10,11-12.19; Lc 16,18; 18,20). Es ciertamente un deber moral ser misericordiosos con las personas que por sus elecciones libres se encuentran en esta situación. Esta es la enseñanza y la actitud constante de la Iglesia para quienes viven estas dolorosas situaciones, procurando que sean tratados con todo cuidado y caridad6. Pero la primera misericordia es que ellos conozcan en la verdad la gravedad objetiva que tiene el comenzar una nueva convivencia more uxorio con quien no es el legítimo cónyuge. En ese estado no pueden recibir el sacramento del amor, el sacramento que nos hace ser uno en Cristo (cfr. 1 Co 10,16-17), por la situación objetiva y frecuentemente pública de pecado contra el sexto mandamiento. Porque esa situación contradice objetivamente tanto la caridad de Cristo como la unidad de su Cuerpo místico, de la cual la unión entre el marido y la mujer es un sacramento o signo (cfr. Ef 5,31-32). Por otra parte, si Jesús no hubiera querido abrogar el precepto mosaico que consentía el poder divorciarse y unirse a otra persona, habría legitimado no sólo la violación del sexto mandamiento del Decálogo, sino también la dureza de corazón que había llevado a Moisés a hacer tal concesión. Pero de ese modo Jesús habría contradicho también el mandamiento del amor que caracteriza tanto su misión como la vida de sus discípulos, lo cual es imposible.
3. Dureza de corazón y ley nueva En realidad Jesús, trayendo consigo la Nueva Ley, ha cambiado desde adentro el corazón mismo del hombre. El hombre con la gracia puede curarse de la “dureza de corazón” que lo hace insensible y cerrado al plan de Dios. El corazón nuevo, morada del Espíritu Santo (cfr. Rm 5,5), hace posible la completa actuación de la ley de Dios, tanto de la ley que el mismo Creador ha infundido en la naturaleza humana desde el principio, y tiene un valor permanente7 (aquella contenida en compendio en los diez mandamientos), como de la ley evangélica. Lo había ya profetizado Ezequiel, poniendo en explícita relación la infusión de un espíritu nuevo y el cambio del corazón de piedra por un corazón nuevo, con el poder cumplir los preceptos de Dios: “yo les daré un nuevo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de 48
piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios” (11,19-20; cfr. Ez 36,24-28)8. En la carta a los Efesios, San Pablo llama ciegos y extraños a la vida de Dios a los paganos a causa de su ignorancia y de su dureza de corazón. Estas dos últimas cualidades los han vuelto insensibles a las cosas de Dios y los han llevado a toda clase de inmoralidades: “Por tanto, os digo y os aseguro esto en el Señor, que no viváis ya como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente, obcecada su mente en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos y por la dureza de su corazón, los cuales, habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta practicar con desenfreno toda suerte de impurezas” (Ef 4,17-19). El término utilizado por Pablo aquí para indicar la dureza de corazón es pōrōsis (dia tēn pōrōsin tēs kardias autōn), que significa endurecimiento, insensibilidad, obstinación. Es equivalente a sklērokardia. Tanto el sustantivo como el verbo correspondiente (pōrōthēnai) se aplican varias veces a los hebreos en el NT 9. Se trata siempre de un cerrarse al designo de Dios y al reconocimiento de Jesús. En Mc 3,5-6 es la actitud que lleva a los fariseos a confabular contra Jesús para hacerlo morir10. El texto es muy interesante porque Pablo contrapone netamente dos características de los paganos (ignorancia y dureza de corazón) a lo que debe ser la vida en Cristo. Mientras estas características pertenecen al hombre viejo, “que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias”, los cristianos deben “revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad verdaderas”: “Pero no es así como vosotros habéis aprendido a Cristo, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús: despojaos, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, renovad el espíritu de vuestra mente, y revestíos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,20-24). En el capítulo siguiente el Apóstol hace una aplicación concreta de esta doctrina y enseña que los cristianos deben abstenerse de cualquier tipo de impurezas precisamente porque están obligados a “caminar en la caridad” (Ef 5,2). Siempre en el marco de esta contraposición entre los cristianos y los paganos “ignorantes” y “duros de corazón”, Pablo describe cuál debe ser la actitud de los esposos, que se han convertido en una sola carne, como Cristo y la Iglesia forman un solo cuerpo: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo. Como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. 49
Porque nadie aborrece jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una carne’ (Gn 2,24). Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, también vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido” (Ef 5,21-33). Para San Pablo, por lo tanto, la dureza de corazón es parte integral de la actitud opuesta al ideal cristiano, incluido el de los esposos cristianos. Es causa, además, de vanos pensamientos, de ceguera, de insensibilidad, de separación de la vida de Dios, de libertinaje y de toda clase impureza. Es la actitud propia del hombre viejo que no se deja renovar por la gracia de Cristo11. ____________________ 1
Para el Prof. Gargano el no poder acceder a la comunión sacramental equivaldría a ser excluidos de la comunidad, ya que esta es la analogía que usa constantemente. Además, él da una cuasi definición de la dureza de corazón como “la capacidad de comprensión del hombre”, cuando en realidad se trata de dos cosas diversas; cfr. “Il misterio delle nozze cristiane”, 56.62.65. Por otra parte, quien se encuentra en una situación irregular en cuanto al matrimonio no está excluido de la comunidad, aunque no pueda recibir la comunión eucarística, como ha enseñado siempre el Magisterio de la Iglesia y como ha confirmado actualmente el Papa Francisco (Catequesis del 5/VIII/2015, en L’Osservatore romano, edición italiana del 6/VIII/2015, 8). 2 Cfr. U. BECKER, “Duro, obcecado”, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, L. Coenen – E. Beyreuther – H. Bietenhard Ed., vol. II (Salamanca 1990) 54-56. Para J. BEHM, Theological Dictionary of the New Testament (en adelante TDNT), G. Kittel Ed. (Grand Rapids 1964-1974), vol. III, 614, el término sklērokardia en Mc 10,5 y paralelos “denotes the persistent unreceptivity of a man to the declaration of God’s saving will, which must be accepted by the heart of a man as the centre of his personal life”. 3 Por ejemplo en Dt 10,16 y Jer 4,4. La circuncisión era el signo de la alianza y de su perdurabilidad en las generaciones futuras. La incircuncisión o dureza de corazón en cambio, contradice la alianza entre Dios e Israel; Cfr. J. BEHM, “sklērokardia”, TDNT, vol. III, 613-614. En su explicación al párrafo de Mc 10,212, P. MANKOWSKI, después de haber explicado el sentido del término sklērokardia, dice con razón: “En contraste con el sentimentalismo en boga en nuestros días, que ve el divorcio como manifestación de caridad, Jesús se disocia de la obvia razón para la concesión (‘vuestra dureza de corazón’) y se coloca en la posición paradójica de nuevo legislador que reafirma la original, y divinamente ordenada, unión del hombre y de la mujer”; “L’insegnamento del Signore su divorcio e seconde nozze: i dati biblici”, en Permanere nella verità di Cristo. Matrimonio e comunione nella Chiesa Cattolica, R. Dodaro Ed. (Siena 2014) 39. Una explicación de este tema en clave de la alianza en J. J. PÉREZ SOBA – S. KAMPOWSKI, Il vangelo della famiglia nel dibattito sinodale. Oltre alla proposta del Cardinal Kasper (Siena 2014) 64-69. 4 En el texto de Mt 19,7-8 los fariseos tientan a Jesús diciendo que Moisés había ordenado dar el acta de repudio y despedirla: “¿Por qué entonces Moisés ordenó darle el acto de repudio y repudiarla?”. Jesús en la respuesta confirma que se trataba no de una orden sino de una permisión: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés os ha permitido repudiar a vuestras mujeres; pero al inicio no era así”. Moisés permitió despedir a la propia mujer para evitar males peores, y en este caso mandó dar el libelo de repudio. Se vea P. MANKOWSKI, “L’insegnamento”, 43-46. 5 Pablo insiste en la unidad cuasi ontológica del marido y la mujer (cfr. Ef 5,25-29), que, entre otras consecuencias, funda el así llamado débito conyugal (cfr. 1 Co 7,3-4). 6 Se vea, por ejemplo, S. J UAN PABLO II, Exhortación apostólica postsinodal Familaris consortio, 84; Discurso a los participantes en la XIII Asamblea plenaria del Pontificio Consejo para la Familia (24/I/1997); CONGREGACIÓN PARA LA DOCT RINA DE LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar (19/IX/1994); CAT ECISMO DE LA
50
IGLESIA CAT ÓLICA, 1650; cfr. 1640. 7 Cfr. Mt 19,4.8; Mc 10,6. 8 El corazón de piedra del que habla Ezequiel corresponde a la sklērokardia; cfr. J. BEHM, TDNT, vol. III, 613. 9 Cfr. Mc 3,5; Jn 12,40 (Is 6,9); Rm 11,7.25; 2 Co 3,14. 10 Sobre el sentido de pōrōsis se vea K. L. SCHMIDT , “Die Verstockung des Menschen durch Gott”, en Theologische Zeitschrift 1 (1945) 1-17; L. CERFAUX, “L’aveuglement d’esprit dans l’Evangile de Saint Marc”, en Le Muséon 59 (1946) 267-279. Sobre el sentido del término en las cartas de Pablo cfr. H. SCHLIER, La Carta a los Efesios (Salamanca2 2006) 278-283. 11 Para H. SCHLIER la dureza de corazón es la característica fundamental de la vida de los paganos: una vida sin tensión hacia Dios, que como consecuencia se dirige hacia otros bienes creados, precipitando en el libertinaje y en varias formas y obras de impureza; cfr. La Carta a los Efesios, 283. Es realmente difícil de entender el tentativo del Prof. Gargano y de otros autores de minimizar su alcance.
51
4. Las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio y las segundas nupcias 1. Los dos textos del evangelio de Mateo (19,3-9; 5,31-32) Los textos en los que Jesús condena la práctica del libelo de repudio y afirma la intrínseca indisolubilidad del matrimonio aparecen en los tres evangelios sinópticos y han sido ampliamente estudiados1.
a. El designio originario de Dios en la controversia con los fariseos (Mt 19,39) “3Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ‘¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?’ 4Él respondió: ‘¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, 5y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? 6De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre’. 7Dícenle:
‘Pues ¿por qué Moisés prescribió dar un acta de repudio y repudiarla?’. 8Díceles: ‘Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. 9Pero yo os digo que cualquiera que repudie a su mujer -excepto en caso de unión ilegítima- y se case con otra, comete adulterio’”. El texto se articula en dos secciones bien diferenciadas, pero en relación entre ellas. Cada sección comprende a su vez tres partes: una pregunta de los fariseos; una respuesta de Jesús; y una sucesiva enseñanza del Señor. La primera sección (vv. 3-6) En la primera sección (vv. 3-6) Jesús responde a la insidiosa pregunta de los fariseos con otra pregunta, de la cual Él mismo saca una conclusión. Esta primera sección es fundamental porque Jesús pone las bases para la respuesta definitiva que dará en la segunda sección (vv. 7-9). Podemos a su vez distinguir tres partes en esta primera respuesta de Jesús, bien relacionadas entre sí mediante una preposición y dos conjunciones, que articulan el discurso como una serie de consecuencias sucesivas extraídas del principio doctrinal (de la Escritura) puesto al inicio: 1. En la primera parte (v. 4-5) Jesús responde en forma de pregunta2, argumentando 52
con la Escritura que afirma que el Creador los hizo varón y mujer, y por lo tanto el hombre se une a su mujer y llega a ser con ella una sola carne3. Esta consecuencia es presentada como necesaria, introducida mediante la preposición heneka (por lo tanto)4. Muy importante es la afirmación de que esto fue así desde el principio, es decir en el designio originario de Dios, porque de este modo el texto se enlaza con la segunda respuesta que dará Jesús, en la que mencionará nuevamente la voluntad de Dios ap’archēs, desde el principio. Una particularidad del texto de Mateo es que Jesús atribuye a Dios el haber dicho que el hombre abandonará a su padre y a su madre para unirse a su esposa y convertirse en una sola carne con ella: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?” (vv. 4-5). En el texto de Gn 2,24 (LXX) no está claro que quien habla sea Dios, y la frase puede ser atribuida tanto a Adán, como continuación de su discurso precedente (v. 23), como al narrador del libro, lo que parece más probable5. Esta atribución a Dios de la sentencia del Génesis por parte de Jesús indica que, en cualquier caso, el contenido de los Libros Sagrados es considerado como Palabra de Dios, y esto resuelve la cuestión sobre el ser una sola carne de los esposos: es una disposición de Dios6. En efecto, este “decir” de Dios debe ser entendido en el sentido de “disponer”. Dios, por tanto, al crear al hombre como varón y mujer, dispuso que los dos se convirtieran en una sola carne. De este modo Jesús, ya en esta primera respuesta, afirma con gran intensidad que la unida dentre los esposos es una disposición originaria de Dios en el momento de creación. Más adelante lo ratificará nuevamente (en el v. 8). 2. Sigue una segunda proposición (v. 6a), introducida por la conjunción consecutiva hōste (por esta razón, por lo tanto) con el verbo ser en presente (eisin). Esta construcción indica en griego la realidad fáctica de la consecuencia expresada7. Jesús por tanto reafirma que lo que dice la Escritura desde tiempos antiguos es totalmente válido y expresa una realidad actual y permanente (verbo griego en presente): no se trata más de dos, sino de una sola carne. La insistencia es notable8. 3. En la tercera parte Jesús (v. 6b) afirma que el plan originario de Dios no puede ser sustituido por el querer de ningún hombre, ni siquiera de Moisés. Esta última parte es introducida por la conjunción oun, que introduce una consecuencia o una conclusión: por lo tanto el hombre no divida lo que Dios ha unido. Es de destacar que el verbo chōrizein (separar, dividir) está en imperativo presente. Se trata pues de un mandato que pertenece a la esfera de la realidad y es duradero9. Jesús, por lo tanto, no está expresando un deseo suyo más o menos real o válido, sino que está indicando la naturaleza de las cosas mediante una norma absoluta y de carácter permanente10. La segunda sección (vv. 7-9) En la segunda sección (vv. 7-9) el Señor responde de nuevo a los fariseos, que habían argumentado como objeción a su primera respuesta precisamente trayendo en 53
causa el libelo de repudio mandado por Moisés. La segunda respuesta de Jesús se articula en tres partes: en la primera explica la naturaleza concesiva de esta práctica dando el motivo que tuvo Moisés para concederla (la dureza de corazón de los hebreos). En la segunda, subordinada a la primera mediante la partícula adversativa dé, el Señor indica que el designio originario y permanente de Dios es distinto. En la tercera, como había hecho ya en el Sermón de la montaña como legislador superior a Moisés, Jesús introduce su doctrina, que convalida el designio originario del Creador, en clara contraposición a la concesión mosaica: pero yo os digo: cualquiera que, etc. Desde el punto de vista gramatical encontramos diferencias respecto a la primera sección, especialmente en el uso de los verbos. Para indicar que Moisés había mandado dar el libelo de repudio, los fariseos utilizan el aoristo (tres veces): ordenó darle (eneteilato dounai) el acta de repudio y repudiarla (apolusai). Lo mismo hace Jesús, utilizando el aoristo dos veces cuando responde que esta permisión de Moisés fue debida a la dureza de su corazón: Moisés os ha permitido (epetrepsen) repudiarla (apolusai). Pero cuando afirma que desde el principio no era así, Jesús utiliza el perfecto indicativo (gegonen). Esta constatación es de gran importancia exegética. Los dos verbos que están en aoristo indicativo se refieren a la disposición por la que Moisés establecía la posibilidad de dar el libelo de repudio y divorciarse (eneteilato en la pregunta de los fariseos; epetrepsen en la respuesta de Jesús). El sujeto de estos dos verbos es Moisés. El tiempo utilizado (aoristo) no indica la duración continua de la acción y ni siquiera que ella se desarrolle o dure hasta el momento presente, sino que indica, o la acción sin decir nada de ella, o una acción puntual que se considera como un momento o como un todo, sin decir nada de su duración. El perfecto en cambio, utilizado por Jesús para indicar el plan originario de Dios, indica una situación duradera, el resultado de una acción pasada que permanece, algo que en sí está terminado pero dura todavía11. Estas consideraciones gramaticales tienen su peso en el momento de interpretar la validez del precepto mosaico del libelo de repudio. El deliberado cambio de los tiempos (de los llamados “aspectos”) de los verbos en tan pocos versículos no puede no tener importancia. Y aunque el acto de rechazar la propia mujer era sin duda una acción puntual (expresada en el texto con dos infinitivos aoristos, dounai e apolusai), aquí nos referimos especialmente a los verbos que indican en el texto, por parte de Moisés, la disposición o permisión de entregar el libelo de repudio (eneteilato y epetrepsen). Esta disposición mosaica no es cualificada como duradera o permanente, mientras que sí lo son tanto la prohibición de separar lo que Dios ha unido (prohibición universal y permanente), como el plan originario de Dios, que permanece todavía y es invariable. El razonamiento del Señor es claro: Dios ha tenido un designio originario y permanente al crear los hombres en la diversidad de varón y mujer (desde el principio). Está en el plan del Creador que entre ellos se establezca una unidad tal que ya no sean dos, sino una sola carne. En consecuencia Jesús supera el intervalo temporal de la concesión mosaica del divorcio y ratifica la absoluta indisolubilidad del matrimonio, 54
expresándola con un mandato en imperativo presente que no se encuentra en ningún otro texto de la literatura antigua, fuera de los evangelios, y es definitivo: “El hombre no separe lo que Dios ha unido”. Planteada por parte de los fariseos la objeción del libelo mosaico, Jesús se sitúa en una posición superior a la de Moisés. Él, por tanto, no sólo no entra en la discusión casuística del tiempo, sino que se sitúa al mismo nivel de Dios. Porque más allá de la concesión hecha por Moisés, Jesús dice claramente con su propia autoridad (pero yo os digo) que quien repudia a su esposa y se une a otra comete adulterio. Se encuentra por tanto en una situación de violación del sexto mandamiento del Decálogo. La frase del Señor es absoluta y universal, sin excepciones (cual-quiera que…). Una última consideración, antes de pasar al análisis del texto de Mt 5,31-32. La enseñanza de Gn 2,24 citada por Jesús en Mt 19,5 y Mc 10,8 refleja el designio original de Dios en el momento de la creación del hombre en su diversidad varón-mujer, antes incluso de que existiera cualquier diferencia o costumbre o leyes en los diferentes pueblos. Es, por lo tanto, anterior a la Ley mosaica y no se refiere a ninguna costumbre particular de Israel. Tiene, por tanto, un valor universal y definitivo12. Además, es un texto que se refiere al estado del hombre antes de la caída original. Cuando Jesús menciona dos veces que este es el querer del Creador desde el principio, no hace otra cosa que expresar un contenido de la ley natural, impresa por Dios precisamente en el acto de crear el hombre en su diversidad varón/mujer. El pecado original ha afectado, más tarde, la relación armoniosa hombre/mujer, pero no ha anulado la ley natural querida por el Creador. La condescendencia de Moisés por lo tanto se entiende en el contexto del estado de la humanidad antes de la redención de Jesús, cuando, como dice San Pablo, “estábamos bajo el régimen de la ley” (Ga 3,23)13. Pero la ley natural no ha sido nunca anulada. Por eso el hombre que se une a su esposa pasa a ser con ella una sola cosa, de manera indivisible. Esto está en la naturaleza misma de las cosas por voluntad del Creador. Jesús al reafirmar la perenne validez del designio originario del Creador invoca también su propia autoridad. En el texto de Mt 19,8-9 él toma distancia de los fariseos mediante el uso del pronombre vosotros: “por la dureza de vuestro corazón Moisés os ha permitido”. Y como había hecho en el Sermón de la montaña, se aparta también del mismo Moisés: “pero yo os digo: cualquiera que repudia, etc.”. Él ha traído consigo la nueva ley, interior, capaz de sanar los corazones y de transformar al hombre en una nueva creatura, de modo que se puede recuperar también la armonía entre el hombre y la mujer, dañada por el pecado. En un contexto en el que habla también del vínculo indisoluble entre marido y mujer, San Pablo dirá: “Porque, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas por la ley, actuaban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos según un espíritu nuevo y no según un código anticuado” (Rm 7,5-6).
b. La superación del divorcio mosaico en el Sermón de la montaña (Mt 5,3155
32) En Mt 5,31-32 nos encontramos en el contexto del Sermón de la montaña. Las frases del Señor son también aquí claras, pero no idénticas a las de Mt 19,3-9. En dos aspectos ambos textos son complementarias. Dice Jesús: “31También se dijo: ‘El que repudie a su mujer, que le dé acta de repudio’.32Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto en caso de unión ilegítima, le hace cometer adulterio; y el que se case con una repudiada, comete adulterio”. Si tomamos en conjunto los dos textos de Mateo en análisis encontramos que Jesús habla de tres casos distintos, y aquí encontramos la primera complementariedad de los textos: — (Mt 5,32) todo aquel que repudia a su esposa la hace cometer adulterio; — (Mt 5,32) todo aquel que se casa con una repudiada comete adulterio (incluso si él es libre de un precedente vínculo, porque no lo es la mujer repudiada); — (Mt 19,9) todo aquel que repudia a su esposa y se casa con otra comete adulterio. En el primer caso, incluso si el hombre que repudia a su mujer no se vuelve a casar, obra mal porque hace cometer adulterio a su esposa. La única manera de comprender esta afirmación es que la mujer sigue teniendo un vínculo que la une al marido que la ha repudiado. Lo confirma la siguiente sentencia de Jesús: si la mujer repudiada se casa con otro hombre comete adulterio, incluso si este hombre no hubiera estado antes casado. Con estas tres sentencias Jesús excluye totalmente cualquier legitimidad de una segunda unión después del divorcio, incluso si esto sucede mediante el libelo de repudio prescrito por Moisés. No sólo porque las tres sentencias son absolutas, y no admiten excepciones (todo aquel…)14, sino también porque todos los posibles casos están incluidos en estos tres: comete adulterio el hombre casado que se une a una segunda mujer; comete adulterio el hombre no casado que se une a una mujer repudiada; comete adulterio la mujer no casada que se une a un hombre que ha repudiado a su esposa; comete adulterio la repudiada que se vuelve a casar, aunque sea con un hombre no casado antes. En los textos de Mateo, pues, como en los de Lucas y de Marcos, Jesús no admite ninguna excepción15. Él no entra en la discusión casuística porque está enunciando normas universalmente válidas. En consecuencia tampoco distingue entre la parte inocente y la parte culpable en un matrimonio destruido. En otras palabras, la inocencia y la buena conciencia no eximen del vínculo conyugal: también la parte inocente, si se une a otra persona que no es su cónyuge, comete adulterio. La razón de esta universalidad es una sola: mientras vive el legítimo cónyuge permanece el vínculo con él, aquel ser una sola carne que Jesús menciona dos veces en Mt 19,5-6, con una insistencia del todo particular (cfr. Mc 10,8)16. La primera vez lo hace citando Gn 2,24. La segunda, lo hace asumiendo como suya la enseñanza de los 56
orígenes para concluir con su propio precepto, taxativo, sobre la indisolubilidad del matrimonio: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre”. Cualquier otra interpretación de los textos de Mateo hace violencia a los textos mismos. La gramática, la sintaxis y el significado de los términos griegos son muy claros y no admiten otras interpretaciones. Jesús establece normas universales que no admiten excepciones17.
c. Las “cláusulas de excepción” en los dos textos de Mateo En los dos textos de Mateo que estamos estudiando aparecen dos frases en las cuales el Señor parece admitir alguna excepción al principio universal sobre el adulterio de quien repudia a su esposa y se une a otra mujer. Así en Mt 5,32 Jesús dice: “Todo el que repudia a su mujer, excepto en caso de unión ilegítima (parektos logou porneias), le hace cometer adulterio”. Análogamente en Mt 19,9 dice: “cualquiera que repudie a su propia mujer, excepto en el caso de unión ilegítima (mē epi porneia), y se case con otra, comete adulterio”. Sobre estas dos cláusulas la bibliografía y las explicaciones de los autores son innumerables18. De parte nuestra haremos más bien algunas observaciones lexicales que nos permitirán interpretar su sentido en el contexto en el que se encuentran. De hecho consideramos que para dar una explicación adecuada es necesario mantenerse en el plano formal, es decir, en el ámbito del significado de los términos en su contexto. La pregunta que surge es si Jesús, con estas frases, haya autorizado el divorcio del hombre y sus segundas nupcias en caso de porneia de su mujer. Si fuese así habría, entonces, alguna excepción a la norma general. ¿Pero es esto realmente así? En primer lugar, la palabra griega usada para indicar lo que nosotros hemos traducido como “unión ilegítima” es porneia. Este término significaba originariamente prostitución, pero luego había ampliado su significado primitivo también a otras formas de uniones extra matrimoniales, y por tanto ilícitas, incluyendo a las uniones incestuosas19. Su significado más común en el NT es fornicación20. Raramente designa el adulterio, pero esto jamás en los evangelios, en los cuales porneia aparece poquísimas veces21. En segundo lugar, se debe notar que si bien Jesús habla de aquello que según la Ley de Moisés correspondería al marido en caso de divorcio (despedir a su esposa mediante el libelo), el Señor no indica específicamente que se trate de porneia de parte de la mujer. No explica, por tanto, quién es el que ha cometido la porneia. En la interpretación del texto esta ambigüedad favorece el hecho que Jesús no se esté refiriendo a la porneia de uno de los dos (en este caso de la mujer), sino más bien a la misma relación entre los dos, que es cualificada como unión ilegítima (porneia). En tercer lugar, en el caso hipotético (porque no aparece explícitamente en el texto, 57
como acabamos de decir) en el cual hubiese que atribuir la porneia a la mujer, se trataría en realidad de un verdadero adulterio cometido por ella (porque estando casada se habría unido sexualmente a otro hombre)22. Pero esta hipótesis no se sostiene desde el punto de vista lexical y por el uso de la palabra porneia en los evangelios. Si se tratase de un adulterio de la mujer, la palabra usada debería ser moicheia y no porneia. Esta palabra no tiene el sentido amplio de porneia y significa de manera inequívoca adulterio23. Se debe notar, además, que Jesús usa en las mismas frases de los mismísimos versículos el relativo verbo moicheuein para indicar el pecado de adulterio de quien se casa con una segunda mujer que no es la propia y de quien se casa con una repudiada (Mt 5,32; 19,9). Es decir, el mismo Jesús distingue claramente entre moicheia y porneia, es decir, entre adulterio y cualquier otro tipo de unión ilegítima (fornicación, incesto, etc.). Esta distinción lexical es, además, constante en los evangelios. Por ej., en Mt 15,19 Jesús distingue netamente las dos cosas diciendo: “del corazón, en efecto, provienen las intenciones malas, homicidios, adulterios (moicheiai), fornicaciones (porneiai), robos, falsos testimonios, injurias”. Lo mismo encontramos en el paralelo de Mc 7,21. Por tanto desde el punto de vista lexical tenemos una indicación fuerte de que en las cláusulas de excepción de Mateo Jesús se refiere a otra realidad y no al adulterio de la mujer, porque jamás él usa porneia o el verbo porneuein para indicar el adulterio. Todo lo contrario: cada vez que habla de estas realidades distingue entre fornicación o cualquier otro tipo de unión ilegítima (porneia/porneuein) y adulterio (moicheia/moicheuein). Por otra parte hay que notar también que el libelo de repudio, si bien estaba previsto en caso de una conducta vergonzosa de la mujer, no era previsto para el caso de adulterio. El adulterio era castigado con la lapidación24. Por estos motivos es claro que las frases de excepción de Mateo no se refieren al adulterio de la mujer casada legítimamente. Las cláusulas de excepción en el evangelio de Mateo indican, por tanto, la posibilidad para el hombre de despedir a la mujer en el caso en el cual no haya un verdadero matrimonio entre ellos, sino algún tipo de unión ilegítima, como la fornicación (si el hombre y la mujer no están legítimamente casados) o el incesto (si son parientes cercanos)25. En estos casos no sólo sería legítimo despedir a la mujer, sino necesario. Y además se es libre para contraer matrimonio porque se era libre ya antes, pues la unión ilegítima, al no constituir un matrimonio verdadero, no establecía tampoco un vínculo indisoluble26. Por la amplitud de su significado nosotros hemos preferido traducir el término porneia como unión ilegítima. Pero es de destacar que los estudios de las últimas décadas parecen favorecer para porneia el sentido de unión incestuosa en las dos cláusulas de excepción de Mateo. Por tanto el término se referiría en este caso con mayor probabilidad a la prostitución entendida en sentido rabínico, es decir, indicaría cualquier unión incestuosa prohibida por la ley (cfr. Lv 18) y considerada en la Iglesia 58
primitiva como fornicación o impureza (He 15,20-29)27. Finalmente, algunos autores piensan que no es necesaria la explicación de la naturaleza de la porneia en las dos cláusulas de excepción de Mateo para evitar una apertura al divorcio, porque los dos textos, si bien establecen la posibilidad de la separación en ciertos casos de unión ilegítima, excluyen totalmente la posibilidad de un nuevo matrimonio. De hecho cualquier nueva unión es cualificada inequívocamente como adulterio28. En conclusión, las dos cláusulas del evangelio de Mateo no constituyen verdaderas excepciones al principio universal que establece la indisolubilidad del matrimonio, afirmado por Jesús en esos mismos textos. Se refieren, en cambio, a la posibilidad de separación en el caso que la unión entre un hombre y una mujer no sea legítima. Y siempre, en todos los otros casos, una nueva unión es considerada como un adulterio, es decir, como un pecado que impide el ingreso en el Reino29.
d. La abolición explícita de la disposición que consentía el repudio La segunda complementariedad de los dos textos de Mateo se refiere de manera específica al libelo de repudio de Moisés. El dato es importante porque el Señor pretende precisamente abolir esta práctica, como ha abolido otras normas judiciales y todas las normas cultuales de la Ley mosaica. En efecto, mientras que en el texto de Mt 19 el libelo de repudio es llamado en causa por los fariseos como objeción a la enseñanza taxativa de Jesús (“el hombre por tanto, no separe lo que Dios ha unido”), en Mt 5 es el mismo Jesús quien se refiere explícitamente al libelo de repudio porque en el Sermón de la montaña, entre otras cosas, está enseñando la superación y el perfeccionamiento de la ley antigua que Él ha traído con la nueva ley, principalmente interior. Por eso la mención del libelo está insertada en las frases “habéis oído que fue dicho… pero yo os digo” (Mt 5, 21-22.27-28.31-32.3334.38-39.43-44)30. En este contexto la abolición de la práctica del libelo de repudio es muy clara. El libelo, de hecho, era un instrumento legal para divorciarse y poder casarse nuevamente. Esta era la finalidad que se pretendía alcanzar mediante esta práctica. La enseñanza de Jesús va más allá de la entrega del libelo y apunta a mostrar que es ilegítima la finalidad intentada, es decir, el unirse con quien no es el propio cónyuge, porque equivale a cometer adulterio. Por esta razón Jesús no se detiene en lo que era sólo el medio legal utilizado. Para declarar su abolición, de hecho, le basta con destacar la clara contradicción entre la concesión mosaica y la voluntad de Dios desde el principio (Mt 19,4-6), reflejada en parte en los mandamientos del Decálogo (Mt 5,31-32; 19,9) que son siempre válidos31. En efecto, Jesús afirma que Moisés había establecido la posibilidad del divorcio mediante la concesión del libelo de repudio (“fue dicho también: ‘quien repudia a su esposa, le dé el acta de repudio’”) pero, contrariamente, Él enseña la ilegitimidad para todos de repudiar a la propia mujer y de casarse con una repudiada (“pero yo os digo: 59
cualquiera que repudia a su esposa, salvo en el caso de unión ilegítima, la hace cometer adulterio, y todo el que se casa con una repudiada, comete adulterio”). Esta norma de Jesús vale en todos los casos, incluido aquel en el que se consignaba el libelo de repudio, por lo cual esta práctica queda así claramente superada. En otras palabras: para Jesús ni siquiera la concesión del libelo de repudio legitima el despedir a la esposa y una posterior unión con otra mujer. Sigue siendo válido el sexto mandamiento del Decálogo, que refleja de algún modo la voluntad originaria de Dios en la creación, cuando Él estableció la naturaleza indisoluble de la institución matrimonial. Si es ilegítimo repudiar a la esposa o casarse con una repudiada, está claro que el libelo de repudio no tenía ninguna eficacia para suprimir el primer (único) matrimonio, que tiene como efecto hacer de los dos una sola carne, efecto establecido por el Creador desde el principio. La mayor fuerza argumentativa de la enseñanza de Jesús se apoya sobre el principio de la ínsita unidad indisoluble entre los cónyuges deseada por el Creador32. Por otra parte, si el precepto mosaico que permitía el divorcio fuese aún válido, estaría en clara contradicción con el precepto dado por Jesús: “el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt 19,6). Ambos preceptos no pueden ser válidos al mismo tiempo.
2. Los textos de los evangelios de Marcos y Lucas La constante enseñanza de Jesús sobre el libelo de repudio (divorcio) y las segundas nupcias se ve también en los textos paralelos de los evangelios de Marcos y Lucas. Mientras que el texto de Mc 10,2-12 constituye un paralelo bastante completo del texto de Mt 19,3-9 (del cual es probablemente la fuente)33, el texto de Lc 16,18 contiene sólo la prohibición de las segundas nupcias tras el divorcio, contenida en una serie de enseñanzas de diverso tipo. En ambos casos la enseñanza de Jesús es muy clara en calificar como adulterio, y por lo tanto como un grave pecado objetivo, la segunda unión de quien ha repudiado a su cónyuge.
a. La abolición del libelo de repudio en la discusión con los fariseos (Mc 10,2-12) “2Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: ‘¿Puede el marido repudiar a la mujer?’ 3Pero él les respondió: ‘¿Qué os prescribió Moisés?’ 4Ellos le dijeron: ‘Moisés permitió escribir el acta de repudio y repudiarla’. 5Jesús les dijo: ‘Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. 6Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. 7Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. 8De manera que ya no son dos, sino una sola carne. 9Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre’. 10Ya en casa, los discípulos le 60
volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: 11‘Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio’”. Dado que el texto de Marcos es muy semejante al de Mateo que acabamos de estudiar, nos limitamos a poner de relieve sólo algunos puntos particulares: - Como en Mateo, en el evangelio de Marcos se afirma que los fariseos dirigen a Jesús la pregunta sobre el divorcio “para ponerlo a la prueba”. - En Marcos el Señor llama norma o mandamiento (entolē) a la posibilidad establecida por Moisés de dar el libelo de repudio a la esposa. Pero en realidad no se trata de un verdadero precepto, porque Moisés no había ordenado repudiar a la esposa, sino que había legislado sólo para regular la práctica del repudio34. - Jesús toma distancia de los destinatarios de la legislación mosaica más fuertemente que en Mateo, mediante una triple utilización del pronombre personal vosotros en los versículos 3 y 5: “¿qué os ha mandado Moisés?”… “Por la dureza de vuestros corazones Moisés os dio este precepto”35. Él, en efecto, como nuevo legislador, confirma a continuación la validez del designio divino original sobre la inseparable unidad entre el hombre y su mujer: “el hombre, por tanto, no divida lo que Dios ha unido”. Este mandamiento del Señor tiene un poder retórico notable, y es propuesto en términos absolutos, como en Mateo. Se refiere, por tanto, a todo hombre, incluido Moisés36. La mención del plan originario del Creador indica que tal designio supera también a los destinatarios particulares del precepto mosaico sobre los cuales Jesús acaba de insistir (vosotros). - La enseñanza final de Jesús en Marcos se da a puertas cerradas, y tiene como destinatarios a sus discípulos. Se deben notar dos cosas que no se encuentran en el paralelo de Mateo. 1. Jesús establece que no sólo el marido que se divorcia y se casa con otra mujer comete adulterio, sino que también lo comete la mujer que repudia a su marido y se casa con otro. Es la única vez que en los evangelios se habla de la posibilidad de que la mujer repudie el marido, de manera que ningún caso hipotético queda excluido de la enseñanza de Jesús sobre la ilegalidad de las segundas nupcias. Y esto, independientemente de si la mujer es culpable o inocente del fracaso matrimonial. 2. Jesús dice que el marido que repudia a su esposa y se casa con otra mujer comete adulterio contra la primera (ep’auten). Está claro, por tanto, que la segunda unión no tiene ningún valor como matrimonio, y por eso es llamada adulterio por Jesús. Y es también patente que el vínculo con la legítima esposa permanece. Por eso la nueva unión crea una situación de objetiva injusticia contra ella37. - En Marcos no encontramos las cláusulas de excepción de Mateo.
b. El fin de la Ley y la superación del divorcio en Lc 16,16-18 “l6La Ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces es anunciada la
61
Buena Nueva del Reino de Dios, y todos emplean la violencia frente a él. 17Es más fácil que el cielo y la tierra pasen que no que caiga un ápice de la Ley. 18Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido comete adulterio”. Ya nos hemos referido a este texto al hablar del cese de la Ley mosaica38. Ahora queremos destacar otros aspectos en relación a la indisolubilidad del matrimonio. - Las afirmaciones de Jesús que preceden a la enseñanza sobre la inmoralidad de una segunda unión para quien ha repudiado a su esposa, nos ponen frente a la misma verdad que hemos ya explicado comentando las frases de Jesús al respecto en el Sermón de la montaña. También aquí Jesús enseña una doctrina que objetivamente va contra la permisión mosaica de dar el libelo de repudio y poder casarse con otra mujer, definiendo esta segunda unión como adulterina. Pero inmediatamente antes ha establecido que “la ley y los profetas han llegado hasta Juan”39. Sea porque preparaban la llegada del Mesías (por eso “no pasará ni siquiera un ápice de la ley”, pues todo se cumple en Jesús); sea porque Él viene como nuevo legislador que infundirá la ley nueva en el corazón del hombre, haciéndolo, aún en su debilidad, plenamente capaz de cumplir los mandamientos del Decálogo y el designio originario de Dios. Jesús, por tanto, no abroga el Decálogo, sino que lo convalida40. En el reino de Dios, que ha llegado con su venida, será posible realizar lo que de la ley antigua es duradero porque es expresión de la voluntad creadora de Dios, es decir, la ley moral41. - La doble enseñanza sobre el cometer adulterio (que el hombre casado se vuelva a casar, o que el hombre no casado se case con una repudiada) es perfectamente paralela a Mt 5,32 y afirma indirectamente la perenne validez del vínculo conyugal, tanto para el hombre como para la mujer. La ley establecida por Jesús es universal y no admite excepciones (todo aquel…), aun cuando falta en Lucas la referencia al designio originario del Creador42. - Como en las formulaciones de Mateo, en Lucas el pecado de adulterio es imputado sobre todo al varón. Siguiendo a P. Mankowski, creo que esto no se debe al lenguaje androcéntrico típico de los códigos legales del AT 43. Más bien parece que la infamia del adulterio se centra más en el culpable masculino que en el femenino porque en la práctica la reprobación más dura recaía siempre sobre la mujer adúltera. En Mt 5,31 Jesús había dicho que quien repudia a su esposa “le hace cometer adulterio”. La exponía, en consecuencia, a la lapidación. Es lógico, por tanto, que Jesús impute un pecado particularmente odioso al hombre que repudia a la esposa para casarse con otra mujer. En el evangelio de Lucas, que es especialmente atento a las mujeres, esta explicación de la enseñanza del Señor se encuadra perfectamente. - Tampoco en Lucas aparecen las cláusulas de excepción presentes en los textos de Mateo.
Conclusión 62
Podemos concluir este capítulo afirmando que en los evangelios sinópticos la condena de Jesús respecto al divorcio y la posibilidad de segundas nupcias es absoluta y no admite excepciones. En consecuencia, en la Ley Nueva el precepto mosaico de dar el libelo de repudio para poder divorciarse está superado definitivamente. En los dos textos de San Mateo que tratan la cuestión del divorcio se ve claramente que la concesión del libelo de repudio no se atribuye a Dios, sino a Moisés. Y aunque en otros textos Jesús menciona preceptos cuyo cumplimiento no es obligatorio en ciertas ocasiones (como el incumplimiento de la ley sobre el sábado, en la manera en que lo hicieron los compañeros de David, cfr. Mt 12,1-8), nunca Jesús dice que el cumplimiento de alguno de los diez mandamientos del Decálogo pueda ser omitido. Nunca Jesús deroga uno de los diez mandamientos. Al contrario, muchas veces los reafirma y exige su cumplimiento como una condición necesaria para entrar en la vida eterna. Incluido el sexto mandamiento que prohíbe cometer adulterio. Así, por ejemplo, en el encuentro con el rico, en el evangelio de Mateo: ‘“Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. Le preguntó: ‘¿Cuáles?’. Jesús le respondió: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo’” (Mt 19,18-19). Respecto al divorcio, Jesús habla claro: ningún hombre, ni siquiera Moisés, que antiguamente había concedido la posibilidad de divorciarse, debe separar lo que Dios ha unido. Por parte de Jesús la abolición de la ley particular del libelo de repudio es neta. Por tanto no se puede reivindicar su validez en base a la frase del Señor “no he venido a abolir [la ley] sino a darle cumplimiento”44. Además, no se puede ni siquiera reivindicar que Jesús legitime una excepción a la ley natural inserida por Dios en el acto creador originario, cuando hizo al hombre según la diversidad varón/mujer, de modo que ellos sean para siempre una sola carne.45 Finalmente, la distinción entre preceptos mínimos y grandes es obvia en el NT. Pero no se puede enumerar el sexto mandamiento entre los preceptos mínimos, es decir, entre los preceptos cuya inobservancia no excluiría del ingreso en el Reino. Como acabamos de decir, Jesús, por el contrario, ha indicado claramente al rico que para entrar en la vida eterna, entre otras cosas, no se debe cometer adulterio46. Al afirmar muy claramente que quien se separa de su mujer y se casa con otra o quien se casa con una repudiada comete adulterio (cfr. Mt 5,32; 19,9; Mc 10,11-12; Lc 16,18), el Señor declara que quien esto hace se encuentra en una situación objetiva que le impide entrar en la vida eterna47. Ciertamente este estado de cosas no es irreversible. Pero Jesús no alienta a perseverar en él, sino que llama y mueve a la conversión. Es necesario un cambio del corazón y de la vida, una conversión bajo el influjo de la gracia, a instancias del amor de Cristo: “si alguno me ama, guardará mi palabra” (Jn 14,23). Sus enseñanzas, incluyendo las que se refieren al divorcio y al adulterio, son camino para la salvación eterna: “en verdad en verdad os digo: si uno observa mi palabra no verá la muerte eternamente” (Jn 8,51).
63
____________________ 1
La bibliografía es innumerable. Una buena recopilación, definida por su autor sólo como una “muestra” de los trabajos más representativos, en J. P. MEIER, Un ebreo marginale. Ripensare il Gesù storico, vol. IV (Brescia 2009) 174-184. 2 Jesús introduce la pregunta con la formula “¿no habéis leído…?”, que aparece varias veces en el evangelio de Mateo: 12,3.5; 19,4.21; 16,42; 22,31. En la polémica contra los fariseos Jesús a menudo les demuestra que a pesar toda su erudición bíblica, eran ciegos acerca de las enseñanzas de las Escrituras. 3 Jesús cita primero Gn 1,27 (la misma frase en Gn 5,2) exactamente según la LXX (varón y mujer los creó). Después cita Gn 2,24 siguiendo también la LXX, pero con algunas pequeñas variaciones que no alteran el sentido. 4 Esta palabra se usa en el NT en modo preposicional para introducir motivo o causa: cfr. F. BLASS – A. BEBRUNNER – F. REHKOPF, Grammatica del Greco del Nuovo Testamento (Brescia2 1997) § 216. Sobre el aspecto semítico de la construcción griega en este texto, donde se cita el AT, se vea M. ZERWICK, Biblical Greek (Roma5 1990) 10-11 (§ 32). 5 En el Texto Masorético la frase comienza con la fórmula conjuntiva ‘alkēn, que introduce normalmente explicaciones de usos, de nombres, y de otras cosas semejantes (cfr. Gn 11,9; 16,14; 19,22; Dt 15,15; etc.). En este caso, por lo tanto, parecería que la frase es dicha por el narrador y no por Adán. 6 Así, por ejemplo, M. –J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu, 367: « Le sujet de eipen est Dieu, dont l’autorité tranche la question ». El principio hermenéutico de la autoridad de la Escritura es usado otras veces por Jesús, por ej., en Jn 10,35: “la Escritura no puede fallar”. 7 Cfr. M. ZERWICK, Biblical Greek, 121 (§ 350). 8 Sobre la fuerza particular de la expresión “los dos serán una sola carne” (Gn 2,24) retomada por Jesús en Mt 19,5 y en el paralelo de Mc 10,8 cfr. P. MANKOWSKI, “L’insegnamento”, 32-34. Para L. SABOURIN la expresión probablemente significa un solo cuerpo, un solo ser viviente, cfr. Ml 2,15. En cualquier caso la frase debe entenderse como una afirmación de la absoluta indisolubilidad del matrimonio en la enseñanza de Jesús; cfr. Il Vangelo di Matteo, 830-831 y nota 5. 9 “El presente imperativo expresa preferentemente normas generales (incluso en relación a un singular) sobre el comportamiento y sobre la acción” […] “Se encuentra con valor durativo e iterativo en plegarias, instrucciones y normas generales”: F. BLASS – A. BEBRUNNER – F. REHKOPF, Grammatica, § 335-336. Sobre los “aspectos” de los verbos griegos se vea también M. ZERWICK, Biblical Greek, 77-78 (§ 240-241). 10 Un deseo se expresaría o con el modo optativo o con algunas construcciones gramaticales que usan el subjuntivo; cfr. M. ZERWICK, Biblical Greek, 123 (§ 354-355) 11 Cfr. F. BLASS – A. BEBRUNNER – F. REHKOPF, Grammatica, §318.324. 12 Sobre esto se vea A. F. L. BEEST ON, “One Flesh”, en Vetus Testamentum 36 (1986) 116; P. MANKOWSKI , “L’insegnamento”, 32-34. 13 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1602-1611. 14 El adjetivo griego pas es utilizado como sustantivo en las frases de Jesús: su significado es universal y no admite excepciones: cualquiera que, todo aquel; cfr. F. BLASS – A. BEBRUNNER – F. REHKOPF, Grammatica, § 413,2. 15 Las así llamadas “frases de excepción” presentes en los dos textos del evangelio de Mateo se estudiarán a continuación. 16 Cfr. L. SABOURIN, Il Vangelo di Matteo, 828-834. 17 Es sorprendente que el Prof. Gargano escriba a S. Magister: “no estoy autorizado a decir los nombres, pero algunos profesores ordinarios de Sagrada Escritura me han declarado estar totalmente de acuerdo con mi interpretación”. Sin embargo el texto griego del NT no permite mínimamente su interpretación 18 Renviamos a las óptimas explicaciones de P. MANKOWSKI , “L’insegnamento”, 51-57; L. SABOURIN, Il Vangelo di Matteo, 833-834; B. VIVIANO, The Gospel According to Matthew, en The New Jerome Biblical Commentary, R. Brown – J. Fitzmyer – R. Murphy Ed. (Upper Saddle River 1990) 642-643. Sobre los motivos (hipotéticos) de la introducción de estas cláusulas en el evangelio de Mateo, cfr. A. MELLO, Evangelo secondo
64
Matteo, 118-119.336; J. M. BOVER – J. O’CALLAGHAN, Nuevo Testamento trilingüe (Madrid7 2011), 23 (la nota a Mt 5,32). 19 La misma ampliación de significado ocurre con la palabra hebrea zenût, que corresponde al término griego porneia. Sobre el significado de porneia y de zenût cfr. F. HAUCK – S. SCHULZ, “Pornē”, in TDNT, vol. VI, 580581.584.590-592; S. ERLANDSSON, “Zānāh”, in TDOT, vol. IV, 99-104. 20 Cfr. B. J. MALINA, “Does Porneia Mean Fornication?” en Novum Testamentum 14 (1972) 10-17, donde se da una definición de porneía como “relación previa al noviazgo, pre-matrimonial, heterosexual, no comercial y no cultual”. 21 En el NT el término aparece 24 veces: 3 en Mt; 1 en Mc; 1 en Jn; 3 en He; 9 en Paulo; 7 en Ap. 22 Esta es la explicación de J. DUPONT , Mariage et divorce dans l’Evangile (Bruges 1959). 23 Cfr. F. HAUCK, “Moicheuō”, en TDNT, vol. IV, 729-730.733-734. 24 Cfr. J. BLENKINSOPP , Deuteronomy, 105; H. NIEHR, en TDOT, vol. XI, 346-347 25 Las relativas prohibiciones están en Lv 18,6-18. 26 Se vea la explicación de H. BALT EBSWEILER, Die Ehe im Neuen Testament. Exegetische Untersuchung über Ehe, Ehelosigkeit und Eheschließung (Zurich 1967) 87-102; y de J. BONSIRVEN, Le divorce dans le Nouveau Testament (Paris 1948). 27 Cfr. L. SABOURIN, Il Vangelo di Matteo, 405-406; B. VIVIANO, The Gospel According to Matthew, 643; B. WHIT ERINGT ON, “Matthew 5:32 and 19:9 – Exception or Exceptional Situation?”, en New Testament Studies 31 (1985) 572; C. RABIN, The Zadokite Documents: I. The Admonitions. II. The Laws (Oxford 1954) 17-19; J. KAMPEN, “The Mattean Divorce Texts Reexamined”, en G. J. Brooke Ed., New Qumran Texts and Studies: Proceedings if the First Meeting of the International Organization for Qumran Studies – Paris 1992 (Leiden 1994) 154-161; J. FIT ZMYER, “The Matthean Divorce Texts and Some New Palestinian Evidence”, en Theological Studies 37 (1976) 221; H. BALT ENSWEILER, Die Ehe, 87-102. Una óptima explicación del sentido de las cláusulas de excepción en M. A. FUENT ES, Salvar el matrimonio o hundir la civilización. Indisolubilidad, divorcio y sacramentos en debate, Maghtas Ed. (Barbastro 2015) 96-100. 28 Así, por ejemplo, U. LUZ, Matteo 3 (Brescia 2013) 131-133. 29 Cfr. A. VARGAS-MACHUCA, “Los casos de ‘divorcio’ admitidos por San Mateo”, en Estudios Eclesiásticos 50 (1975) 5-54. 30 Hemos señalado anteriormente que sucede lo mismo en Mt 19,8-9: “Moisés os ha permitido… pero yo os digo: todo aquel…”. 31 La referencia del Prof. Gargano a la diferente sensibilidad de los Padres orientales y a la distinta recepción de las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio en las Iglesias hermanas de rito oriental no tiene un sólido fundamento; cfr. “Il mistero delle nozze cristiane”, 66.70. En relación a los Padres orientales, se vea, por ejemplo, el pensamiento de S. J UAN CRISÓST OMO en su célebre De libello repudii (PG 51) o en su Homilía 62 sobre el evangelio de Mateo, cfr. Obras de San Juan Crisóstomo, vol. 2, BAC Ed. (Madrid 1956), 285-293. Se vea también G. PELLAND, “Le dossier patristique relatif au divorce”, en Science et Esprit 25 (1973) 99-119. Sobre la introducción (tardía) del divorcio en las Iglesias orientales separadas, en general por influjo de la autoridad temporal, se vea; G. PELLAND, “La pratica della Chiesa antica relativa ai fedeli divorziati risposati”, en CONGREGACIÓN PARA LA DOCT RINA DE LA FE, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios (Madrid3 2006) 113-151; original en italiano: Sulla pastorale dei divorziati risposati. Documenti, commenti e studi (Vaticano 1998) 99-131; J. M. RIST, “Divorcio e seconde nozze nella Chiesa antica: riflessioni storiche e culturali” en Permanere nella verità di Cristo. Matrimonio e comunione nella Chiesa Cattolica, R. Dodaro Ed. (Siena 2014) 59-86; C. VASIL, “Separazione, divorzio, scioglimento del vincolo matrimoniale e seconde nozze. Approcci teologici e pratici delle Chiese Ortodosse”, en las páginas 87-118 del mismo volumen. Sobre estos temas el estudio más completo es H. CROUZEL, L’Eglise primitive face au divorce (Paris 1971). Un caso particular que demuestra que en el primer milenio, aun en medio de fuertes luchas, la disciplina eclesiástica en Oriente respetaba todavía el principio de la indisolubilidad del matrimonio en D. GEMMIT I, Teodoro Studita e la questione moicheiana (Marigliano 1993). 32 Inmediatamente antes de la enseñanza sobre la ilegitimidad del divorcio (Mt 5,31-32), Jesús ha enseñado
65
que se comete adulterio en el corazón, pecando contra el sexto mandamiento, ya al mirar una mujer deseándola (Mt 5,27-28). Por eso es preferible sacarse un ojo o cortarse una mano, en lugar de ser todo entero arrojado en la gehena (Mt 5,20-30). Jesús está prohibiendo actos internos que la Ley mosaica nunca habría podido castigar. Esto se ajusta al hecho de que con su llegada se dará la efusión de la ley nueva e interior, que sanará el corazón del hombre y le permitirá cumplir la ley moral. Con la gracia la naturaleza humana es sanada y elevada, aunque permanece su fragilidad. Sin esta curación interior no sería absolutamente posible cumplir los mandamientos, porque es del interior del hombre de donde brotan los pecados (Mt 15,18-19). Al no poder sanar al hombre internamente, en cambio, la Ley mosaica evidenciaba toda su impotencia. 33 Sobre la relación entre estos dos textos se pueden ver los dos estudios de A.-L. DESCAMPS, “Les textes évangéliques sur le mariage”, en Revue Théologique de Louvain 9 (1978) 259-286; 11 (1980) 5-50. 34 Cfr. M.-J. LAGRANGE, Évangile selon saint Marc (Paris 8 1947) 258. 35 “Le Sauveur s’élève ici au-dessus des coutumes d’Israël, et comme jugeant du dehors”; M.-J. LAGRANGE, Évangile selon saint Marc, 257. 36 El imperativo en tercera persona singular tiene en este contexto el sentido absoluto de una ley universal: ningún hombre, ni siquiera Moisés, puede separar lo que Dios ha unido. 37 Sobre este punto cfr. P. MANKOWSKI , “L’insegnamento”, 41-42; M.-J. LAGRANGE, Évangile selon saint Marc, 260-261. 38 Mt 11,12-13 es paralelo a Lc 16,16-18. 39 “Desde el punto de vista de la economía de la salvación, el Antiguo Testamento se cierra con Juan, el cual marca la línea divisoria con el Nuevo Testamento. Es después de Juan, en efecto, cuando inicia la nueva economía, que se extenderá hasta la muerte y resurrección de Jesús”; J. LEAL, Vangelo secondo Luca (Roma 1972) 338. 40 Sobre la abolición, en cambio, del precepto de Dt 24,1-4 que comporta esta prohibición absoluta del divorcio en la formulación lucana, se vea L. SABOURIN, Il Vangelo di Luca (Casale Monferrato 1989) 279-281. 41 Sobre las diversas hipótesis interpretativas del logion de Jesús de Lc 16,17 se vea J. ERNST , Il Vangelo secondo Luca, vol. 2 (Brescia2 1990) 663. El autor piensa que la afirmación de Jesús en Lc 16,17 sobre la permanencia de la ley, inmediatamente después de haber dicho que la ley ha llegado hasta el Bautista (16,16), debe entenderse en relación al contenido esencial de la ley como norma permanente del acto moral (el Decálogo), o sea a la eterna voluntad de Dios que se manifiesta en la ley. Lucas habla, con gran determinación, a la luz de la nova lex Christi, que exige una nueva interpretación de la ley antigua, por ejemplo, en el caso del divorcio; cfr. Ibidem, 663.664. La misma conclusión en J. SCHMID, El Evangelio según San Lucas (Barcelona 1973) 377-378 y en M.J. LAGRANGE: “Puisque cependant le règne marque une ère nouvelle, c’est donc que la loi se perpétue dans son sens profond, la loi morale étant éternelle”; Évangile selon Saint Luc (Paris 8 1948) 440. 42 Para J. ERNST “la absoluta prohibición del divorcio, cuyo rigor se contrapone netamente a la praxis usada en el judaísmo (Dt 24,1-4; Mt 5,32; 19,9), es citada por Lucas como ejemplo ilustrativo de la nueva interpretación de la ley”; Il Vangelo, 664. Cfr. J. FIT ZMYER, The Gospel According to Luke, vol. 2 (New York 1985) 1120-1123. 43 “L’insegnamento”, 37. 44 “Le logion de Jésus proclame le devoir de fidélité, égal et réciproque, qui incombe aux époux; d’autre part il condamne comme adultère la pratique de la répudiation, inscrite dans la loi mosaïque et interprétée largement par nombre des rabbins de l’époque. Jésus dénonce sans ambages la dureté de coeur qui avait ménagé aux maris les procédures avantageuses de la répudiation; il bouleverse toutes les habitudes des sociétés antiques, indulgente aux écarts de la gent masculin: il rappelle que la réalité profonde du mariage, tel qu’il a été ordonné par le Créateur, exige, au contraire, une fidélité à toute épreuve”; C. MUNIER, “La sollicitude pastorale de l’Eglise ancienne en matière de divorce et de remariage”, en Laval Théologique et Philosophique 44 (1988) 20. 45 Como sugiere G. I. GARGANO; “Il mistero delle nozze cristiane”, 64. 46 Es la explicación de G. I. GARGANO, “Il mistero delle nozze cristiane”, 58. En realidad, él incluye entre los preceptos mínimos el tener que dar el libelo de repudio en caso de divorcio y no directamente la prohibición de cometer adulterio. Pero en cualquier se trata de un intento de legitimación del adulterio.
66
47
El adulterio es considerado siempre como un pecado gravĂsimo, que impide la comuniĂłn con Dios y en consecuencia el poder heredar el Reino, es decir, entrar en la vida eterna; cfr. 1 Co 6,9; 1 Tm 1,10; Heb 13,4; etc.
67
5. Las enseñanzas sobre matrimonio y divorcio en los escritos de San Pablo Tomamos ahora en consideración los textos paulinos de Rm 7,1-4, 1 Co 7,10-11.39 y Ef 5,21-33 que tratan sobre divorcio y segundas nupcias, y sobre la naturaleza indisoluble del matrimonio. Las enseñanzas del Apóstol están en absoluta sintonía y continuidad con las enseñanzas de Jesús en los evangelios, y reflejan los primeros pasos de la Iglesia naciente, tanto frente al divorcio mosaico practicado por los judíos como también frente al divorcio ampliamente difundido en el mundo pagano.
1. Indisolubilidad del matrimonio y liberación de la ley (Rm 7,1-4) “1¿O es que ignoráis, hermanos, -hablo a quienes conocen la ley- que la ley no domina sobre el hombre sino mientras vive? 2Así, la mujer casada está ligada por la ley a su marido mientras éste vive; mas, una vez muerto el marido, se ve libre de la ley del marido. 3Por eso, mientras vive el marido, será llamada adúltera si se une a otro hombre; pero si muere el marido, queda libre de la ley, de forma que no es adúltera si se une a otro. 4Así pues, hermanos míos, también voso-tros quedasteis muertos respecto de la ley por el cuer-po de Cristo, para pertenecer a otro: a aquel que resucitó de entre los muertos, a fin de que diéramos frutos para Dios”. Resumamos algunos puntos de particular importancia para nuestro propósito. - En esta sección de la carta a los Romanos, el Apóstol está hablando de la liberación del pecado, de la muerte y de la ley antigua por obra de la redención de Cristo, realizada en el misterio pascual. Así sintetiza H. Schlier el contenido de los capítulos 5-7, donde está presente nuestro texto: “en cuanto justificados por la fe, nosotros nos gloriamos de la esperanza de la gloria futura (5,1-11). En efecto, a través de la dikaiōma de Cristo1, segundo Adán, han entrado en el mundo la charis y la zōē2 (5,12-21); ahora nosotros en el bautismo tenemos esta charis y hemos sido así sustraídos al poder del pecado; de aquí la obligación de ponernos nosotros mismos a disposición, no ya del pecado sino de la justicia de Dios (6,1-14). Nosotros, por lo tanto, liberados del poder del pecado por medio de la fe y del bautismo, somos aquellos que viven para Dios, o sea, que han recibido la vida eterna en Cristo Jesús, Nuestro Señor (6,15-23). Pero nosotros, continúa Pablo en 7,1-6, hemos sido liberados también de la ley, la cual suscita y promueve el 68
pecado (7,7-25). Y así el Apóstol, después de las breves alusiones a la relación entre ley y pecado hechas en Rm 3,20; 4,14s.; 5,13.20, asume ahora esta relación como tema específico de su discurso”3. - El contexto es, por lo tanto, el de la liberación de la Ley mosaica con la llegada de la gracia y de la vida de Cristo, porque la justificación se ha realizado en Cristo y no por las obras de la ley. Estamos en un contexto cristiano, en los albores de la vida de la Iglesia. - El Apóstol busca ilustrar su doctrina sobre la liberación de la ley con un ejemplo tomado de la vida matrimonial: la mujer casada está por ley bajo el marido mientras que él viva. Pero una vez muerto, ella puede casarse nuevamente sin cometer adulterio. El ejemplo usado por Pablo está expresado en una manera absoluta, porque se trata de una norma que no admite excepciones4: el lazo o vínculo conyugal cesa solamente con la muerte de uno de los dos cónyuges. De otro modo, la mujer que se une a un hombre que no es el proprio marido será considerada “adúltera” (moichalís)5. - ¿A cuál ley se refiere Pablo en este texto? Es claro que al decir “hablo a quienes conocen la ley… la ley no domina sobre el hombre sino mientras vive” (7,1) se refiere a la Ley de Moisés, de la cual habla en esta parte de la carta6. Por tanto cuando dice que “la mujer casada está obligada por la ley a su marido mientras éste vive” y luego que “una vez muerto el marido, se ve libre de la ley del marido” y finalmente que ella “será considerada adúltera si pasa a otro hombre mientras el marido vive” (7, 2-4) habla también de la Ley de Moisés -de otro modo el razonamiento sería sin término medio-, y en concreto alude al sexto mandamiento del Decálogo7. Pero hay otra realidad implícita en esta referencia a la indisolubilidad del matrimonio. Pues es de notar que mientras Pablo habla de la cesación de la Ley mosaica para el cristiano, afirma, en modo absoluto, la validez de este precepto de la Ley. Su validez no se pone en discusión, porque se trata no sólo de un mandamiento expresado en el Decálogo, sino también de un precepto de la ley natural, un reflejo de aquella natural indisolubilidad del matrimonio querida por el Creador desde el principio. Aquel ser no ya dos, sino una sola carne, a lo cual alude Pablo también en otras cartas8. Un precepto natural que es anterior sea cronológicamente sea ontológicamente a la promulgación de la ley sobre el Monte Sinaí, y que continúa siendo válido también después de la cesación de los preceptos judiciales y ceremoniales de la Ley mosaica. Vemos de nuevo cómo sea importante distinguir adecuadamente los diferentes tipos de preceptos de la ley para poder entender el Texto Sacro. Si todos los preceptos estuviesen al mismo nivel desde el punto de vista de la validez después de la venida de Cristo, sería un contrasentido que mientras está afirmando la cesación global de la ley, Pablo afirme de todos modos la validez de un precepto particular de la ley. - Al mismo tiempo, el Apóstol no hace ninguna referencia a la posibilidad de dar el libelo de repudio, establecida también en la Ley de Moisés por medio de un precepto de tipo judicial. Se debe tener en cuenta que Pablo había sido educado en la más estricta escuela y observancia de los fariseos (cfr. He 23,6; 26,5; Flp 3,5). Conocía por lo tanto muy bien la Ley mosaica, pero no hace ni siquiera una referencia a la posibilidad de 69
divorciarse que Moisés, en cambio, había concedido. La razón de esto es el fondo de la argumentación en esta parte de la carta: la Ley, en sus preceptos judiciales y ceremoniales, no rige más para el cristiano. El cristiano no está más bajo el régimen de la Ley, aunque los preceptos morales que la Ley sancionaba (contenidos principalmente en las “Diez palabras”) sean válidos perpetuamente, incluido el sexto mandamiento que prohíbe el adulterio. - La indisolubilidad del matrimonio está mencionada en este texto solo de pasada, a modo de ejemplo. Pero eso no quita que el principio sea enunciado en manera absoluta. El Apóstol lo repetirá con los mismos términos, si bien con una formulación ligeramente diversa, en 1 Co 7,39: “La mujer está obligada a su marido mientras él viva; mas, una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero solo en el Señor”. - La argumentación y el contexto, en el cual el principio de la indisolubilidad del matrimonio está afirmado por Pablo, son también muy interesantes, aunque no podamos desarrollarlos largamente en este escrito. Pablo afirma que estamos “muertos respecto de la ley por el cuerpo de Cristo” para poder pertenecer ahora a Cristo (Rm 7,4). El misterio de la unidad Cristo-cristianos (como su cuerpo) aparece, por tanto, en el trasfondo de toda la argumentación9. Es de notar que en este texto paulino el parangón parece invertido respecto al ejemplo usado: se esperaría en realidad que la Ley antigua hubiera muerto, de modo que nosotros ahora somos libres para poder pertenecer a Cristo (así como la mujer solamente podría casarse nuevamente una vez acaecida la muerte del marido). Pero Pablo no dirá jamás que la Ley “está muerta” por la veneración que tenía por ella. Dirá en cambio, enfáticamente, que los cristianos están muertos a la Ley, y eso significa que la Ley no rige más para ellos10. Siendo la Ley santa ha servido en realidad al pecado (cfr. Rm 7,12-13), y como pedagogo nos ha conducido a Cristo (cfr. Ga 3,24-25). En otras palabras, el trasfondo es siempre la caducidad de la Ley en sus preceptos ceremoniales y judiciales, porque la Ley es incapaz de dar la justificación. Y esto ya estaba contenido en la misma Ley. Por fidelidad entonces a la Ley, que era solamente una sombra de las realidades futuras, es necesario que el cristiano muera a la misma Ley. San Pablo lo dirá de un modo expresivamente fuerte en la carta a los Gálatas: “por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios… No anulo la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justicia, Cristo habría muerto en vano” (cfr. Ga 2,19-21). A la luz de estos textos, por lo tanto, no se puede afirmar que Cristo, del cual Pablo es heraldo no abroga nada de la Ley, sino que la confirma en todo. Y menos aún, aplicar este principio a la validez del precepto sobre el libelo de repudio mosaico. Vale en cambio, y ha sido confirmado ya sea por Cristo ya sea por Pablo, el sexto mandamiento del Decálogo, de modo que quien se une a otra persona mientras vive el propio cónyuge comete adulterio.
2. La indisolubilidad del matrimonio en el mandamiento 70
del Señor (1 Co 7,10-11.39) Todo el capítulo séptimo de la primera carta a los Corintios es particularmente rico en enseñanzas sobre el matrimonio y la virginidad11. Al hablar del matrimonio, Pablo alude dos veces al divorcio: en los versículos 10-11, y al final del capítulo, en el v. 39. 10“En
cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, 11mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no repudie a su mujer”. 39“La mujer está obligada a su marido mientras él viva; mas, una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor”. Notamos algunas particularidades: - En primer lugar Pablo afirma en primera persona singular que se trata de órdenes y de preceptos permanentes que él está dando (paraggellō)12. Pero mediante una figura retórica él corrige la frase para indicar que los preceptos, en realidad, provienen del mismo Señor13. Pablo, por lo tanto, transmite preceptos del Señor y no suyos, en contraposición con lo que más adelante llamará consejos suyos (cfr. 1 Co 7,12.26). Para Pablo los preceptos del Señor son absolutos, pero no lo son sus consejos. Esto da al texto una fuerza retórica del todo particular, tanto más en cuanto Pablo con frecuencia reivindica para sí la autoridad de “Apóstol” con la cual enseña. En este caso, en cambio, se trata de la autoridad del mismo Señor. En este capítulo de la carta, por ejemplo, Pablo expresa primero una “concesión” (v. 6: “lo que os digo es una concesión, no un mandato”); después un deseo (v. 7: “mi deseo sería que todos fueran como yo”); después indica qué cosa él “dice” a los célibes y a las viudas (v. 8: “digo a los solteros y a las viudas”). Inmediatamente después pasa a decir “ordeno, no yo sino el Señor” (v. 10). Para tornar al “digo” de antes (v. 12: “a los otros digo yo, no el Señor…”; cfr. también vv. 29 y 35); a dar nuevamente un “consejo”, esta vez sobre las vírgenes (v. 25: “no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo”); a expresar su pensamiento (v. 26: “por tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la angustia presente, quedarse el hombre así”); a expresar de nuevo un deseo (v. 32: “yo os quisiera libres de preocupaciones…”) y un parecer (v. 40: “sin embargo, será más feliz si permanece así según mi parecer; que también yo creo tener el Espíritu de Dios”). En todas las expresiones del capítulo la única orden absoluta es el precepto del Señor de no divorciarse14. - Muchos estudiosos consideran que el mandamiento del Señor al cual Pablo se refiere es propiamente la prohibición del divorcio enseñada por Jesús en los textos de los evangelios sinópticos que hemos estudiado. Pero Pablo aquí parafrasea el precepto del Señor, a diferencia de lo que hace en otros pasajes –aun en la misma carta- en los cuales él cita las palabras de Jesús verbatim (por ej. en el relato de la institución eucarística de 1 Co 11,23-25)15. - Pablo habla a los casados, tanto al hombre como a la mujer. Así se entiende el participio perfecto activo dativo plural gegamēkosin (del verbo gameō, casarse, contraer 71
matrimonio), aunque la forma es masculina. De este modo aparece claro que se trata de una regla no solo absoluta sino también universal. - El Apóstol se refiere en estos dos versículos (10-11) a los esposos cristianos. Son ellos los destinatarios de las normas absolutas que dará de parte del Señor inmediatamente después. Seguidamente, en cambio, se referirá a los esposos paganos de los cuales uno ha abrazado la fe (vv. 12-16). A estos se dirigirá con un genérico “a los otros”, e indicará que se trata de indicaciones suyas (de Pablo) y no del Señor. - Las posibilidades enumeradas por Pablo son cuatro: 1. la mujer no se separe del marido; pero si ya estuviera separada: 2. o permanezca sin casarse con otro hombre; 3. o se reconcilie con el marido; 4. el marido no repudie a la mujer. Las formulaciones negativas y paralelas para los casos (1) y (4) indican que se trata de prohibiciones absolutas y universales, sin excepciones: la mujer no debe separarse del marido ni el marido despedir a la mujer16. Es de notar que Pablo indica que lo que el Señor ha prohibido es el mismo divorcio. A mayor razón, por lo tanto, está prohibida una segunda unión. Esto es confirmado por la frase condicional que se halla en medio a las dos prohibiciones absolutas: para la mujer que ya está separada del marido quedan solo dos posibilidades: o permanecer sola (2) o reconciliarse con el marido (3)17. En ningún caso, por lo tanto, es admitida la posibilidad de segundas nupcias, o sea de unirse a otra persona que no sea el propio cónyuge. - También los tiempos y modos de los verbos indican que se trata de normas absolutas. El precepto que indica que la mujer no se separe del marido está expresado mediante un infinitivo aoristo con valor de imperativo (mē chōristhēnai)18. Que el hombre no repudie la mujer está expresado igualmente con un infinitivo, pero esta vez en presente (mē afienai), lo que subraya aún más la duración permanente del precepto. El precepto que establece que la mujer ya separada permanezca sin hombre está indicado con el imperativo presente, destacando de nuevo su duración permanente (menetō agamos). En cambio la indicación o se reconcilie con el marido está expresada con un imperativo aoristo (katallagētō), porque se trata de una acción puntual de la cual no se quiere subrayar ningún aspecto verbal peculiar. - No hay ni siquiera una alusión al libelo de repudio permitido por Moisés. Esto indica que el mandato del Señor (v. 10) ha abolido la concesión mosaica. Pablo escribe a una comunidad cristiana, y es en todo coherente con las enseñanzas de Jesús en los tres evangelios sinópticos. - El caso de la mujer que se ha separado (2 y 3) es también ilustrativo de cómo el precepto del Señor ha anulado la Ley antigua en esta materia, porque según la Ley de Moisés la mujer repudiada podía unirse a otro hombre (Dt 24,2). Pablo, o mejor el Señor, en cambio, no lo permite absolutamente. - El versículo 39 del mismo capítulo confirmará la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio hasta la muerte de uno de los cónyuges: “La mujer está obligada a su marido mientras él viva; mas, una vez muerto el marido, queda libre para casarse con 72
quien quiera, pero sólo en el Señor” (cfr. Rm 7,2). En estos textos Pablo presenta claramente la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio e indica que se trata de un mandamiento del Señor que él no puede cambiar, aunque afirma tener autoridad para dar diversos consejos en materia de matrimonio y virginidad: “también yo creo tener el Espíritu de Dios” (v. 40). Incluso manifiesta tener autoridad para establecer una excepción a la indisolubilidad del matrimonio entre no cristianos con el así llamado “Privilegio paulino”, o disolución del vínculo en favor de la fe del cónyuge que ha abrazado el cristianismo después del matrimonio. Pero para el matrimonio entre cristianos, no hay excepciones y la regla es absoluta19: el vínculo es permanente y están prohibidos tanto el divorcio como la posibilidad de las segundas nupcias en caso que se hubiera producido una separación. Nótese nuevamente que Pablo no distingue entre parte inocente y parte culpable, o entre fuero interno y externo. El precepto es absoluto y universal, y viene del mismo Señor Jesús20.
3. La indisolubilidad del matrimonio en el gran misterio de Cristo y de la Iglesia (Ef 5,21-33) El texto de Ef 5,21-33 es muy rico y lleno de ideas teológicas sobre Cristo como cabeza de la Iglesia, sobre la Iglesia misma, sobre algunos sacramentos, especialmente sobre el matrimonio. En este trabajo nosotros evidenciaremos únicamente lo que se refiere a la intrínseca y absoluta indisolubilidad del matrimonio21. San Pablo, de hecho, la afirma aquí con gran vehemencia y claridad argumentativa. De este modo, aunque de manera indirecta, el Apóstol excluye la posibilidad del divorcio, y a fortiori, el precepto mosaico que regulaba la práctica del divorcio mediante la entrega del libelo de repudio. En esta misma carta el Apóstol enseña que Cristo “anuló en su carne la Ley con sus mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo […] un solo hombre nuevo” (Ef 2,15). Presentamos en primer lugar el texto y su división. Luego indicaremos los principales puntos que Pablo sostiene sobre el matrimonio, teniendo en cuenta el contexto de toda la carta.
a. Características del texto de Ef 5,21-33 “21Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo: 22las mujeres a sus maridos, como al Señor, 23porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo. 24Como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. 25Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, 26para santificarla, purificándola con el baño del agua, mediante la palabra, 27y para presentarse él a sí mismo la Iglesia gloriosa, sin que tenga mancha ni 73
arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada. 28Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. 29Porque nadie aborrece jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, 30pues somos miembros de su cuerpo. 31Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una carne. 32Gran misterio es éste, mas yo lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia. 33En todo caso, también vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido”. El texto es muy homogéneo22. Su unidad es clara, sea desde el punto de vista de la sintaxis, sea desde el punto de vista del contenido, dirigido completamente a los esposos cristianos, tanto a los maridos como a las esposas. Hay una suerte de inclusión entre el primer versículo (21), que comienza con la exhortación “Sed sumisos los unos a los otros”, y el último versículo (33), que aplica el principio dicho en el v. 21 afirmando: “que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido”. La diferencia entre las dos afirmaciones se debe al desarrollo del pensamiento de San Pablo entre uno y otro versículo23. La perícopa se inserta en la segunda parte de la carta, que es fuertemente exhortativa, mientras que la primera es más bien doctrinal. En esta segunda parte, tras una exhortación a la unidad y a vivir la vida nueva en Cristo (4,15,20), Pablo se refiere a la constitución ontológica del matrimonio cristiano y a la moral doméstica, dando tres grupos de mandamientos: a los maridos y las esposas (5,22-33); a los hijos y a los padres (6,1-4); a los esclavos y a los dueños (6,5-9). Después hará una exhortación al combate espiritual (6,10-20), antes de dar noticias personales y de despedirse (6,21-24). Es muy importante notar que las enseñanzas dirigidas a los esposos cristianos encuentran su fundamento y correspondencia en la primera parte (doctrinal) de la carta, como se verá. La perícopa dirigida a los esposos cristianos es la más larga y es la única en la que Pablo pondrá como fundamento de lo que está enseñando la unidad ontológica entre Cristo y la Iglesia. En los otros dos grupos de exhortaciones domésticas el motivo cristológico es puesto más bien como ejemplar o como normativo o como instructivo (cfr. 6,1.4 -7.9). Pero cuando habla a los esposos, por el contrario, el motivo cristológico correspondiente es puesto primariamente a nivel ontológico y es definido como gran misterio (v. 32). El tema de la entera perícopa es la unidad entre esposo y esposa cristianos y cuáles deben ser las actitudes recíprocas que se derivan de tal unidad. Pablo, en efecto, no habla sólo desde el punto de vista del obrar (estar sometidos, amarse, respetarse), sino también desde el punto de vista del ser, que constituye el fundamento ontológico del obrar: entre marido y mujer hay una unidad tan profunda que se puede comparar a la unidad indisoluble entre Cristo y la Iglesia. Para hacer esta comparación, que no es extrínseca sino ontológica, el Apóstol usa dos analogías: la primera, fundamental, es la de la cabeza y el cuerpo, que constituyen una máxima unidad; la segunda es la analogía de 74
formar ellos una sola carne. No es fácil dividir internamente la perícopa, porque el desarrollo del pensamiento de Pablo es como concéntrico, al modo rabínico, donde una parte o una palabra preparan lo que sigue, con gran unidad narrativa. Pero desde el punto de vista de los destinatarios y de la sintaxis podemos distinguir tres secciones24. En la primera, después de la exhortación inicial y general de estar sometidos los unos a los otros, Pablo se dirigirá directamente a las esposas cristianas (vv. 22-24). En la segunda, en cambio, con un nuevo inicio, se dirige a los maridos de manera mucho más extensa (vv. 25-32). Luego, en la tercera, se dirige a ambos (v. 33). Este último versículo es una nueva exhortación, conclusiva, en la que Pablo distingue y resume lo que corresponde a los maridos (amar las propias esposas como a sí mismos) y lo que corresponde a las esposas (ser respetuosas hacia los maridos).
b. Cristo cabeza de la Iglesia en la exhortación a las esposas cristianas (vv. 22-24) En la primera sección Pablo indica cuál debe ser la actitud de las esposas utilizando la analogía fundamental de la cabeza y del cuerpo. Esta analogía es aplicada sea al marido como cabeza de la mujer, sea a Cristo como cabeza de la Iglesia. De Cristo, sin embargo, se dice algo que no se dice de los maridos: Cristo, siendo cabeza de la Iglesia su cuerpo, es también el salvador del cuerpo (v. 23: sōtēr tou sōmatos)25. Esta afirmación, única en todo el NT, prepara lo que Pablo dirá en la segunda parte, en la cual no solamente hablará de la unidad ontológica entre Cristo y la Iglesia, sino también de lo que Cristo ha hecho para santificar a la Iglesia. En la primera sección, por tanto, encontramos el primer fundamento de la unidad entre el marido y la esposa cristianos: la unidad de Cristo con la Iglesia, de la cual Él es la cabeza y el salvador. La fórmula griega para expresar la analogía, con la expresión “como también (hōs kai) Cristo es cabeza de la Iglesia” (v. 23) indica una semejanza estrecha. Pablo define el lugar del marido y de la esposa en su relación mutua con la unidad entre Cristo cabeza y la Iglesia cuerpo. Inmediatamente después, en el v. 24, establece una consecuencia práctica de esta semejanza ontológica, porque al estado en el cual se encuentran los esposos debe corresponder una actuación adecuada: “Como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las esposas lo sean a sus maridos en todo” (con la construcción griega hōs…. houtos). Ya en estas primeras afirmaciones se ve que la unidad entre los esposos no encuentra simplemente un modelo en la unidad entre Cristo cabeza y la Iglesia cuerpo, sino que está fundada en ella. El matrimonio cristiano no es simplemente una imagen visible de la unidad invisible entre Cristo y la Iglesia, sino que se fundamenta en ella y es al mismo tiempo una realidad que la significa26. En otros pasajes de la carta Pablo ha hablado muchas veces de la unidad del cuerpo de Cristo, con Cristo como cabeza y nosotros como sus miembros, y por tanto, como miembros unos de otros. Así en 1,22-23 afirma que Dios “sometió todo bajo sus pies 75
(de Cristo) y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo”. En 2,4-7 Pablo habla de modo muy fuerte de la unidad entre Cristo y nosotros, estableciendo también una suerte de escatología anticipada por nuestra incorporación a Cristo: “pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (sunezōopoiēsen) -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó (sunēgeiren) y nos hizo sentar (sunekathisen) en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús”27. En 2,15-16, hablando del sacrificio di Cristo, dice: “anulando en su carne la Ley con sus mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo las paces, y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad”. En 3,6 dice todavía: “que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio”. En 4,4-6: “Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”. En 4,11-16 dirá: “Él mismo dispuso que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros, para la adecuada organización de los santos en las funciones del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo. Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error, antes bien, obrando según la verdad en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por la colaboración de los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, para el crecimiento y edificación en el amor”. En 4,25 dirá: “somos miembros unos de otros”28. La unidad de la Iglesia con Cristo es una idea fuerte y central en la teología de Pablo, desarrollada muchas veces en sus cartas. Pero en la carta a los Efesios hay una insistencia notable. En el pensamiento de Pablo los cristianos, en virtud del bautismo, forman con Cristo un solo cuerpo, del cual Cristo es cabeza, salvador y principio de unidad. El punto crucial de la perícopa que estamos explicando, sin embargo, es que la unidad misteriosa y principal entre Cristo y sus miembros y entre los miembros entre sí tiene una expresión máxima y única en la unidad de los esposos cristianos. Y esto no sólo como una imagen, sino como una realidad. De hecho, los dos verbos que en la sección expresan la realidad de la unidad entre Cristo y la Iglesia y la unidad entre esposo y esposa están en el presente del modo indicativo, lo que remarca fuertemente que Pablo está hablando de la esfera real. Además Pablo no repite los verbos en los segundos miembros de las dos comparaciones. Esta doble y voluntaria omisión da mayor cohesión e identidad a los miembros de ambos 76
parangones. Así el verbo ser en el v. 23 está en presente indicativo (estin) y, colocado por Pablo una sola vez al inicio, rige toda la comparación: “el marido es cabeza de la mujer, como Cristo [es] cabeza de la Iglesia, él [que es] el salvador del cuerpo”. El mismo uso se ve con el verbo someterse en el v. 24: está en presente indicativo, esta vez de la voz pasiva (hupotassetai) y, puesto por Pablo una sola vez, rige los dos miembros del paralelismo entre la Iglesia y la esposa: “Como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo”. Se trata, pues, de una realidad y no meramente de una hermosa imagen o significación: Cristo es cabeza de la Iglesia y forma con ella un solo cuerpo; y del mismo modo el marido es cabeza de la esposa y forma con ella un solo cuerpo. Esta es la primera y fundamental unidad entre los esposos cristianos. Pablo, sin embargo, desarrollará aún más su pensamiento para enseñar todavía otro aspecto específico de la unidad entre los esposos.
c. Cristo cabeza de la Iglesia en la exhortación a las esposas cristianas (vv. 22-24) La segunda sección es la principal, y está enteramente dirigida a los maridos cristianos. Pablo continúa desarrollando su pensamiento sobre la unidad de los esposos a semejanza de la unidad entre Cristo y la Iglesia, pero en esta parte él se detiene más en mostrar lo que Cristo ha hecho por la Iglesia, porque quiere fundar sobre este actuar el precepto que dará a los maridos: amad a vuestras esposas (vv. 25.28.33). De nuevo Pablo indica que el obrar de Cristo hacia la Iglesia está fundado ontológicamente en la unidad del ser entre Cristo y la Iglesia, añadiendo a lo que ya había dicho en vv. 23-24 (unidad cabeza-cuerpo) una imagen nupcial (v. 27). De aquí deduce que, del mismo modo, el amor del marido por la esposa, y su cuidado, está basado en la unidad ontológica entre ellos, porque ellos son una sola carne. Para reforzar todavía más su argumento e indicar el aspecto misterioso de todo esto, menciona finalmente la autoridad de la Escritura (Gn 2,24). Trataremos de explicar estas afirmaciones en forma ordenada. El Apóstol comienza con un mandamiento: “maridos, amad a vuestras esposas”. Y fundamenta esta orden en la acción de Cristo a favor de la Iglesia: “como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (v. 25). La expresión “como también” (kathōs kai) con la que Pablo presenta el parangón incluye en sí misma el aspecto de comparación, pero expresa también una fundamentación, como se ve en el uso de la misma expresión en Ef 5,2 y, en nuestra perícopa, en 5,2929. El amor del marido por la esposa, por lo tanto, es una reproducción o participación del amor de Cristo por la Iglesia, porque está fundado en él. Pablo desarrolla en esta sección lo que Cristo ha hecho por la Iglesia, porque en este actuar de Cristo se fundamenta el obrar de los maridos hacia sus propias esposas: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”. Esta presentación del amor de Cristo por la Iglesia, que lo ha llevado hasta el punto de darse a sí mismo por ella, es un desarrollo de lo que ha dicho brevemente en la sección anterior, es decir, que Cristo es el salvador del cuerpo (de la Iglesia)30. Este entregarse sí mismo por la Iglesia se 77
refiere, pues, al sacrificio mediante el cual Cristo ha salvado a la Iglesia, su cuerpo31. 1. Las finalidades del ofrecimiento sacrificial de Cristo por la Iglesia (vv. 26-27) El uso de la expresión “por ella” (huper autēs) y de las frases que siguen de parte de Pablo en este texto es un poco sorprendente, y de gran profundidad teológica. En efecto, normalmente cuando él utiliza la expresión “por ella” (huper autēs) se refiere a la liberación del pecado y del mundo32. En este caso, sin embargo él da una interpretación distinta, única en el NT, en estrecha relación con el misterio pascual. Lo hace mediante dos proposiciones que expresan finalidad, de las cuales la segunda está más bien coordinada que subordinada a la primera33: Cristo se ha entregado a sí mismo por la Iglesia “para santificarla, purificándola con el baño del agua, mediante la palabra, y para presentársela gloriosa a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (vv. 26-27). a. Primera finalidad expresada en el texto: santificar a la Iglesia mediante el bautismo (v. 26) En la primera frase que expresa finalidad (v. 26), Pablo dice que el objetivo del ofrecimiento sacrificial de Cristo es santificar (hagiazein) a la Iglesia, y esta santificación se da por medio de una purificación con el baño del agua mediante la palabra, es decir, en el bautismo34. Estamos, pues, en el marco sacramental. La santificación de la Iglesia tiene su fundamento, su razón de ser, en el sacrificio que Cristo ha hecho de sí mismo (en el misterio pascual en su conjunto), pero de hecho se realiza en la purificación que se obra en el bautismo. En esta concisa frase se encuentran implícitos al menos dos elementos de la teología paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo: 1) el bautismo es una participación en el misterio pascual, porque nos ha purificado de los pecados en virtud del sacrificio de Cristo y nos ha vivificado en virtud de su resurrección35; 2) además, el bautismo nos ha incorporado a Cristo, nos ha convertido en una sola cosa con él, miembros de su cuerpo36. Pablo, por tanto, al dirigirse aquí a los maridos está desarrollando lo que ha ya dicho antes dirigiéndose a las esposas sobre la realidad de Cristo como cabeza de la Iglesia (vv. 22-24). b. Segunda finalidad expresada en el texto: embellecer y desposar a la Iglesia (v. 27) La segunda frase de finalidad (v. 27) explica aún más en qué consiste la santificación de la Iglesia, por la que Cristo se ha ofrecido a sí mismo. Es aquí donde el Apóstol introduce el lenguaje matrimonial para expresar la relación Cristo-Iglesia, diciendo que este ofrecimiento sacrificial tenía también la intención de “presentarse él a sí mismo la Iglesia gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada”. El verbo para indicar esta “presentación” de la Iglesia que Cristo hace a sí mismo es 78
paristanein (o paristēmi). En la LXX y en el NT este verbo indica las formas más variadas de colocar algo, y puede significar mostrar, presentar, ofrecer, poner a disposición. El sentido exacto en nuestro texto debemos, por tanto, deducirlo del contexto, en el cual el Apóstol está hablando del matrimonio. En 2 Cor 11,2 Pablo usa el mismo verbo para indicar que él ha presentado los corintios a Cristo como si ellos fuesen una novia: “Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo”. En este tipo de contextos, por tanto, el verbo, paristanein indica la acción de presentar la novia para desposarla. La particularidad en nuestro texto es que Pablo afirma que Cristo ha presentado la Iglesia a sí mismo para desposarla, y esto es puesto en paralelo con la acción de santificarla mencionada en el versículo anterior. Es importante notar cómo se entrelazan las cosas que han ya sucedido y aquellas que, por el contrario, suceden o deben suceder37. Es claro en el texto que esta acción de presentar a sí mismo la Iglesia para desposarla ya se produjo en el ofrecimiento sacrificial de Cristo. Los versículos 23 y 29-32 hablan de un matrimonio entre Cristo y la Iglesia que ya ha sucedido y pertenece a la esfera real. Pero al mismo tiempo esta presentación de la Iglesia se renueva en cada bautismo de un creyente. Es, por tanto, una acción continua en la cual Cristo santifica la Iglesia en cada uno de sus miembros. La Iglesia se acerca como novia a Cristo en cada bautismo, y en cada bautismo él se la presenta continuamente a sí mismo para santificarla. La construcción de la frase, con la repetición del pronombre personal él, puesto dos veces después del verbo presentar, pone un claro énfasis en el hecho de que quien desarrolla la acción de presentar la Iglesia como novia es Cristo, y esta acción tiene por finalidad unir la Iglesia a sí mismo: “para presentar él a sí mismo (autos heautōi) la Iglesia gloriosa…”. Pablo describe pues la Iglesia en su perpetuo desposorio con Cristo, continuamente renovado, describiéndola en los vv. 2224 como esposa, en los vv. 25-27 como novia, y en los vv. 28-32 nuevamente como esposa. La analogía pasa a ser más compleja, porque de la similitud cabeza-cuerpo (kefalēsōma) que establecía un modo de relación entre marido y esposa a semejanza de la relación entre Cristo y la Iglesia, se pasa a una más explícita descripción nupcial entre Cristo y la Iglesia, que prepara lo que Pablo dirá a continuación, sea en referencia a Cristo y a la Iglesia, sea en referencia a los maridos y a las esposas cristianas. No podemos describir detalladamente en este trabajo todos los efectos del desposorio entre Cristo y la Iglesia, pero ayuda a nuestro objetivo notar algunas particularidades. El efecto del obrar de Cristo es que la Iglesia se presente “gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (v. 27). Cuando Pablo habla aquí de la Iglesia se está refiriendo también a los miembros individuales. Esto queda en evidencia por la mención del bautismo y porque las dos últimas características o efectos de las bodas de Cristo con la Iglesia, es decir que ella sea santa e inmaculada (hagia kai amōmos) son las mismas que Pablo ha aplicado en el primer capítulo de la carta a los miembros singulares de Cristo, al hablar del misterioso designio al cual Dios nos había predestinado ya antes de la fundación del mundo: “nos 79
ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados (hagious kai amōmous) en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1,4-5; las mismas afirmaciones se encuentran en Col 1,22). Por otra parte, la mención del designio originario de Dios en Cristo antes de la fundación del mundo al inicio de la carta, y su reiteración en nuestro texto, tienen su importancia para la explicación de la citación que Pablo hará del texto de Gn 2,24 en referencia a la creación del hombre y de la mujer, a su devenir una sola carne por voluntad de Dios, y a la aplicación de todo esto a Cristo y a la Iglesia (v. 31). 2. La citación de Gn 2,24 y el “gran misterio” (vv. 31-32) En este punto el Apóstol aplica lo que ha dicho de Cristo y de la Iglesia a los maridos cristianos, preparando la citación de Gn 2,24 que introducirá a continuación. Siendo la unidad ontológica entre Cristo y la Iglesia -sea como cabeza y cuerpo, sea como esposo y esposa- el fundamento de la unión entre los esposos cristianos, el comportamiento de Cristo con la Iglesia también debe fundar el comportamiento de los maridos en relación a sus esposas. Pero Pablo añade ahora un nuevo elemento, que en realidad hace explícito lo que estaba ya implícito en la imagen cabeza-cuerpo y en la presentación de la Iglesia como esposa de Cristo: los esposos, a semejanza de Cristo y de la Iglesia, al formar un mismo cuerpo tienen también una misma carne (vv. 29-30), de manera que amar al otro es amarse a sí mismo. Vale la pena notar la genialidad literaria con la cual Pablo afirma la fuerte e inseparable unidad de los esposos. Él repite cuatro veces el pronombre reflexivo de tercera persona singular (heautou) en posición atributiva, con valor de adjetivo posesivo (en genitivo)38. En estos casos heautou califica tres veces al objeto directo del verbo amar (agapaō), y una vez al objeto del verbo odiar (miseō). Por otra parte Pablo va alternando cada vez los términos con los que indica a los objetos directos de ambos verbos: primero el objeto es sus propias esposas, después su propio cuerpo, luego la propia esposa, y por último la propia carne (en este caso como objeto del verbo odiar). Una vez, en cambio, utiliza el mismo pronombre solo (por lo tanto con su valor de pronombre), pero siempre como objeto directo del mismo verbo amar (en acusativo): se ama a sí mismo. De este modo Pablo señala fuertemente la unidad entre esposo y esposa, que aparece así como una verdadera identidad, de manera que amar la propia esposa equivale a amar el propio cuerpo y la propia carne, es decir, en fin de cuentas, es amarse a sí mismo39. El fundamento de la unidad/identidad es resumido por Pablo casi como una conclusión, pero con valor causal (introducida por la partícula hoti)40: porque somos miembros del cuerpo de Cristo (v. 30): “Así deben amar los maridos a sus mujeres (tas heautōn gunaikas) como a sus propios cuerpos (ta heautōn sōmata). El que ama a su mujer (tēn heautou gunaika) se ama a sí mismo (heauton agapai). Porque nadie aborrece jamás su propia carne (tēn heautou sarka); antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo” (vv. 28-30). 80
Pablo no está hablando en este texto del divorcio, pero es evidente que tiene en mente las dificultades que pueden surgir en la relación marido-esposa (por ejemplo, con la mención del odio hacia la propia carne en el v. 29). El tema de la perícopa no es directamente la indisolubilidad, pero de hecho esta intrínseca característica del matrimonio no podría estar fundamentada y afirmada de modo más fuerte que con estas imágenes y este modo literario. Pablo, en efecto, indica tanto el plano ontológico (el ser un mismo cuerpo/misma carne) como el obrar que se deriva (amar la propia carne, nutrirla y cuidarla, no odiarla). El fundamento es siempre la unión entre Cristo y la Iglesia: porque somos miembros de su cuerpo (v. 30)41; y el obrar de Cristo por la Iglesia: como también Cristo hace con la Iglesia (v. 29). En su razonamiento, lleno de fuerza retórica, Pablo cambia los términos con los que describe la unidad entre Cristo y la Iglesia y entre los esposos cristianos para preparar lo que dirá luego. Hasta aquí, de hecho, él ha hablado de unidad del cuerpo (sōma), pero llegado a este punto (v. 29) añade el término carne (sarx) en razón de la citación de Gn 2,24 que quiere introducir inmediatamente después42: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una carne” (v. 31). La función de la cita es confirmar la relación de unidad intrínseca entre Cristo y la Iglesia y entre los esposos cristianos. Al mismo tiempo tiene la fuerza exhortativa de un nuevo argumento, el de la autoridad de la Escritura, para estimular a los esposos al amor de sus propias esposas43. La referencia a Gn 2,24, como ya hemos dicho al tratar el texto de Mateo donde Jesús usa la misma citación, remite al designio del Creador desde el principio, cuando Él creó el ser humano en su diversidad varón-mujer y quiso que los dos llegaran a ser una sola carne, una sola cosa, de manera indisoluble44. En el texto de la carta a los Efesios existen, sin embargo, otros dos aspectos no presentes explícitamente ni en Génesis ni en Mateo (y Marcos), o sea la referencia a Cristo y a la Iglesia y la referencia en el contexto al designio de Dios sobre nosotros en Cristo antes de la fundación del mundo45. Veamos estos aspectos de manera breve. Inmediatamente después de introducir la citación de Génesis, Pablo afirma: “gran misterio es éste, mas yo lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (v. 32). El gran misterio, si bien lo incluye, no es solo lo que el pasaje de Génesis citado contiene en sí, y ni siquiera el misterio del matrimonio como tal, sino el misterio de la relación entre el matrimonio instituido por Dios en el acto creador y la unión de Cristo con la Iglesia. Pero su contenido principal es esta última unión. Se trata de una relación tipológica que al mismo tiempo tiene una eficacia causal. H. Schlier comenta así: “el gran misterio… es el acontecimiento descrito en el pasaje bíblico, acontecimiento que es ‘tupos’ de Cristo y de la ‘ekklesia’. El acontecimiento del que habla Gn 2,24 cubre y descubre al mismo tiempo. Así San Pablo, interpretándolo rectamente, lo comprende como referido al desposorio entre Cristo y la Iglesia”46. En la carta a los Efesios, por tanto, la citación del Génesis no es aplicada en primera instancia a la relación conyugal, sino a la relación Cristo-Iglesia, de la cual la relación 81
conyugal es un signo47. La palabra mustērion, en efecto, implica un mostrar y un esconder al mismo tiempo la realidad significada48. Aquí el término es aplicado a dos relaciones que parecen diferentes (Cristo-Iglesia; maridoesposa), pero que en realidad se entrelazan. Se trata, en cierto modo, de dos aspectos de la misma realidad y no de realidades diversas. Por eso según Pablo la unión esponsalicia de la que habla Gn 2,24 es en primer lugar la de Cristo y la Iglesia. Pero este mismo matrimonio se reproduce (porque es significado eficazmente) cada vez que se realiza un matrimonio entre un hombre y una mujer, porque el matrimonio cristiano participa misteriosamente de la realidad de la unión entre Cristo y la Iglesia, y al mismo tiempo es su mustērion, su signo visible49. De este modo la unión Cristo-Iglesia ilumina y funda la unión entre los esposos cristianos, y esta última es un signo que a su vez da luz sobre la relación Cristo-Iglesia50. Para muchos autores Pablo está indicando una correlación muy fuerte e intrínseca entre la relación Cristo-Iglesia y la de esposo-esposa. En efecto, desde el punto de vista de la unión que viene a causarse, en ambos casos se habla de una única carne, y por tanto de una unión indisoluble51. Además, el gran mustērion mencionado aquí por Pablo incluye en sí el designio de Dios antes de la fundación del mundo, al cual el Apóstol se ha referido en el inicio de la carta (cfr. Ef 1,3-6)52. Antes de crear al hombre como varón y mujer, Dios ha preelegido (verbo eklegomai) a los miembros de Cristo para que sean santos e inmaculados en Él, es decir, en virtud de su incorporación a Cristo. En otras palabras, nos ha elegido para ser miembros de la Iglesia, su cuerpo, santa e inmaculada, inseparablemente unida a Él. En la creación del hombre y de la mujer, y en el plan divino de que ambos llegaran a ser una sola carne (Gn 2,24), subyacía por lo tanto el misterio de la unión indefectible entre Cristo y la Iglesia. Este misterio ha precedido a la creación del mundo. Esta conclusión es importante porque el mismo Jesús, al abolir el precepto mosaico que permitía el repudio de la propia esposa, menciona este mismo texto de Génesis e indica la voluntad de Dios desde el principio: que el hombre y la mujer casados sean una sola e indisoluble carne. Después de la caída original, que ha alterado la relación mutua de los esposos, Moisés había tenido una cierta condescendencia permitiendo el divorcio. Pero ésta no era la palabra definitiva. Al inicio de la carta a los Efesios, en efecto, San Pablo explica que en el misterioso designio de Dios estaba previsto que llegada la plenitud de los tiempos todas las cosas, tanto celestes como terrestres, fueran recapituladas en Cristo, es decir, tuvieran a Cristo por cabeza. Y esto por su benevolencia, y por la abundancia de la gracia que nos ha sido concedida: “según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todas las cosas tengan a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,8-10). En este “todas las cosas” está incluido principalmente el gran misterio de la Iglesia 82
como cuerpo y como esposa de Cristo, y está incluido también el matrimonio cristiano, que participa por un nuevo título de aquella unión Cristo-Iglesia, de la cual es también un signo visible53. Por esto Pablo llama también misterio al designio de la voluntad de Dios antes de la creación del mundo ya en el inicio de la carta, en la misma sección donde menciona la recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1,9)54. Y lo mencionará más veces a largo de todo el escrito (3,3; 3,4; 3,5; 3,9; 5,32; 6,19).
d. A modo de conclusión: unidad del cuerpo de Cristo y recepción de la Eucaristía El texto de la carta a los Efesios apenas estudiado está lleno de misterios y es muy rico en su contenido teológico. Una de las realidades iluminadas es precisamente el matrimonio cristiano (el matrimonio sacramental), por la intrínseca relación que tiene con el misterio de la unión de Cristo y de la Iglesia, del cual es una participación por la gracia, y al mismo tiempo un signo o sacramento. El matrimonio cristiano, por tanto, refleja la unión indisoluble de Cristo y la Iglesia. Es sacramento de esta unión, y produce una peculiar unidad entre los cónyuges en Cristo, por la mayor participación en la gracia, y por lo tanto, por la mayor unión de cada uno de los cónyuges con Cristo cabeza. En este sentido el matrimonio cristiano reclama la plenitud de esta incorporación a Cristo que se encuentra sacramentalmente en la Eucaristía. La Eucaristía, en efecto, es el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo que produce eficazmente la unidad de la Iglesia. Esta es la gracia última y más excelente que produce el sacramento de la Eucaristía en aquel que lo recibe con las debidas disposiciones: causa la incorporación a Cristo, y en Cristo, la unidad de la Iglesia55. Por eso el sacramento del matrimonio y el sacramento de la Eucaristía se reclaman mutuamente56. Así pues, el matrimonio es sacramento de la unidad entre Cristo y la Iglesia, y la Eucaristía es el sacramento que produce esta unidad en el modo más perfecto que se pueda en esta vida. Pero precisamente por este mutuo reclamo, cuando está distorsionada aquella imagen de la unión entre Cristo y la Iglesia que es el matrimonio sacramental por la separación y posterior unión con otra persona que no es el propio cónyuge, la persona se encuentra en un estado que objetivamente contradice la unión entre Cristo y la Iglesia, unión que encuentra su plenitud precisamente en la recepción de la Eucaristía. A la luz de estas reflexiones, basadas sobre la exégesis del texto de Ef 5,21-33, se entiende uno de los profundos motivos teológicos por los cuales el Magisterio de la Iglesia enseña que los fieles que se encuentran en una situación de este tipo no pueden recibir el sacramento de la Eucaristía57. Así San Juan Pablo II dice: “La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente 83
la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”58. En el mismo documento el santo Papa exhorta a los pastores a discernir las situaciones, y ayudar a estas personas en todas las maneras posibles, con verdadera caridad y solicitud pastoral, para que puedan participar de la vida de la Iglesia, aunque sin recibir el sacramento de la Eucaristía: “En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza”59. ____________________ 1
La justicia como resultado de la obra de Cristo, o sea la justificación. La gracia y la vida. 3 La lettera ai Romani, 359-360. 4 En 1 Co 7,12-16 Pablo admitirá la disolución del matrimonio entre paganos en favor de la posterior adhesión a la fe de uno de ellos. Estamos siempre en un contexto cristiano, y no ya bajo la Ley mosaica. 5 El verbo chrēmatizō (llamar, considerar), puede significar una cualidad de la persona en virtud de la cual se la llama o se la considera tal. En este caso no se refiere a una denominación extrínseca, sino a una condición o cualidad; cfr. W. BAUER, A Greek-English Lexicon of the New Testament, 885. 6 Sobre este punto cfr. J. MURRAY, The Epistle to the Romans (Grand Rapids 2 1980) 239-240; H. SCHLIER, La lettera ai Romani, 360-361 7 Véase J. M. BOVER, “Valor de los términos ‘ley’, ‘yo’, ‘pecado’ en Rom 7”, en Teología de San Pablo (Madrid4 2008) 234-238. 8 Cfr. 1 Co 6,16; Ef 5,31. En Rm 7,2 con la expresión “la mujer casada está obligada por la ley a su marido” (literalmente “la mujer bajo el poder del hombre –hupandros- por ley está ligada al marido”) San Pablo hace alusión a Gn 3,16: “hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”. Al respecto cfr. S. T OMÁS DE AQUINO, Super Epistolas S. Pauli Lectura, vol. I. Marietti Ed. (Torino 1953) 96, n. 522 (Ad Romanos VII, 2-7). 9 Considero que aquí, citando de paso esta norma, Pablo no habla necesariamente del matrimonio cristiano (el sacramento), pero la mención del cuerpo de Cristo es muy significativa (cfr. Ef 5,21-33). Comentando este pasaje dice S. TOMÁS: “Et haec quidem inseparabilitas matrimonii praecipue causatur in quantum est sacramentum coniunctionis indissolubilis Christi et Ecclesiae, vel Verbi et humanae naturae in persona Christi. – Eph. V,32: sacramentum hoc magnum est in Christo et Ecclesia, etc.”; Super Epistolas S. Pauli, vol. I, 96, n. 522 (Ad Romanos VII, 2-7). 10 S. J UAN CRISÓST OMO hace notar la delicadeza con la cual Pablo habla de la Ley mosaica en este parangón, quizás para no irritar a los hebreos: “Pablo habla de la ley como de un marido y de los fieles como de una mujer. Pero su conclusión no es coherente con sus afirmaciones precedentes, porque él debería concluir diciendo: ‘la ley no os dominará más porque está muerta’. En cambio […] para no irritar a los hebreos dice simplemente […]: ‘vosotros estáis muertos a la ley’”; In Ep. ad Rom. Hom. 12: PG 60, 496. 11 Sobre el contexto particular de la comunidad cristiana de Corinto cfr. J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 7477. 12 La perennidad se deduce del tiempo presente del verbo, que denota el aspecto de la continuidad o duración. 13 Se trata de una epidiorthosis. Sobre la particular fuerza retórica de esta figura cfr. F. BLASS – A. 2
84
BEBRUNNER – F. REHKOPF, Grammatica, §495. 14 Cfr. J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 77-81. 15 Sobre este importante argumento véase J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 78-81; J. FIT ZMYER, The Gospel, vol. II, 1120. 16 El paralelismo de los miembros es un elemento común en las fórmulas de prohibición del divorcio dichas por Jesús en los textos de los evangelios que hemos estudiado; cfr. J. P. MEIER, Jésus et le divorce, 81. 17 La sintaxis de la frase inicial del v. 11 (ean con el verbo en subjuntivo) podría interpretarse como una admisión de la posibilidad de divorcio por parte de Pablo. Pero el contexto no permite esta interpretación porque el precepto nombrado inmediatamente antes, y que viene del mismo Señor, es universal y no admite excepciones. Una explicación posible es que Pablo tiene en mente el caso concreto de una mujer previamente divorciada, y entonces enseña que no le es lícito unirse a otro hombre: debe permanecer en la situación en la que se encuentra o debe reconciliarse con su marido, si esto fuese posible. Que se trate de un caso particular es posible porque en esta sección de la carta Pablo está respondiendo a las preguntas que los cristianos de Corinto le habían enviado por escrito: cfr. 7,1: “En cuanto a lo que me habéis escrito, etc.”. Sobre esto cfr. F. W. GROSHEIDE, Commentary on the First Epistle to the Corinthians (Grand Rapids 9 1979) 162-163. 18 El infinitivo chōristhēnai es formalmente pasivo (la mujer no debe ser separada del marido), pero puede ser traducido también con acepción media (no se separe). Sobre este particular y otra posible traducción cfr. J. MURPHY-O’CONNOR, “The Divorced Woman in 1 Co 7:10-11”, in Journal of Biblical Literature 100 (1981) 601ss. 19 Cfr. H. CONZELMANN, A Commentary on the First Epistle to the Corinthians (Philadelphia 1975) 120; J. FIT ZMYER, “The Matthean Divorce Texts”, 200; P. MANKOWSKI, “L’insegnamento”, 35-36. 20 También desde el punto de vista del método histórico-crítico, y más concretamente de la historia de la redacción, es innegable que en este caso las enseñanzas del NT sobre el divorcio se remontan al mismo Jesús y son absolutas y universales. Véase por ej. la exposición de J. P. MEIER. Él examina con atención los llamados “criterios de historicidad” (la atestación múltiple en las fuentes: evangelios, fuente Q, Pablo; la discontinuidad con la tradición anterior, tanto hebrea como romana o pagana; la dificultad en el contexto de la iglesia primitiva, precisamente por el contexto pagano y hebreo que admitía el divorcio; y el criterio fundamental de la coherencia con el conjunto de las enseñanzas de Jesús). Y luego concluye sosteniendo que estas enseñanzas vienen del mismo Jesús, incluida la caracterización de “adúltero” para quien se divorcia y se casa nuevamente. Se trata de un pecado gravísimo contra el sexto mandamiento del Decálogo; cfr. Jésus et le divorce, 109-126. 21 Para los otros aspectos de ésta perícopa véase la larga presentación de H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 330-367. 22 Desde el punto de vista de la crítica textual es un texto seguro. Entre muchas pequeñas variantes, hay solamente dos de cierta importancia. La primera está en el v. 22, donde algunos testigos agregan el imperativo sean sumisas (hupotassesthōsan) y otros el imperativo sométanse o sed sumisas (hupotassesthe) entre a sus maridos y como al Señor, en la frase “las mujeres [lo] sean a sus maridos, como al Señor”. Pero el sentido no cambia si el verbo es omitido, como leen los mejores testigos (el Papiro Chester Beatty [P46] y el Codex Vaticanus [B]), porque el verbo sean sumisas del versículo precedente rige también la frase del v. 22 y no es necesario que se repita. La otra variante está en el v. 30, donde algunos testigos, después de la frase somos miembros de su cuerpo agregan de su carne y de sus huesos, probablemente bajo el influjo del v. 23 que anticipa la citación de Gen 2,24 en el v. 31. Sobre estas dos variantes cfr. B. MET ZGER, A Textual Commentary on the Greek New Testament (Stuttgart2 1994) 541. 23 La exhortación inicial del v. 21 rige en cierta manera también las otras dos perícopas que siguen, en las cuales San Pablo se dirige a los hijos y a los padres (Ef 6,1-3) y a los esclavos y a los patrones (Ef 6,5-9). Algunos autores dividen el texto de otra manera, uniendo el v. 21 a lo que precede, como una exhortación conclusiva de la parte anterior. De este modo nuestra perícopa comenzaría en el v. 23, cuando el Apóstol se dirige a los maridos. Así, por ejemplo J. KNABEN-BAUER, Commentarius in S. Pauli Apostoli Epistolas ad Ephesios, ad Philippenses et ad Colossenses (Parigi 1912) 153-154. 24 Cfr. H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 331. 25 Sobre el sentido del título salvador y sobre su aplicación a Cristo cfr. W. FOERST ER – G. FOHRER, “sōtēr”,
85
en TDNT, vol. VII, 965-1024. Una explicación concisa en G. RUIZ FREIT ES, El carácter salvífico de la muerte de Jesús en la narración de San Lucas (Vaticano 2010) 124-125. 26 Pablo habla ciertamente a los cristianos de Éfeso, y por eso se refiere al matrimonio cristiano. Considero que se trata del sacramento del matrimonio, independientemente del hecho que S. Jerónimo haya traducido la palabra griega mustērion por sacramentum en el v. 32. La realidad misma de la que habla Pablo, en la cual se entrelazan la unidad invisible entre Cristo y la Iglesia con la visible de los esposos cristianos, nos lleva a esta convicción. Por otra parte, como dice B. PRET E, creación y redención son queridas por el mismo Dios y lo tienen por autor, por lo cual el matrimonio natural no está en oposición al matrimonio sacramental, cfr. Matrimonio e continenza nel cristianesimo delle origini (Brescia 1979) 153, n. 7. De hecho, el CONCILIO DE T RENT O remite a este texto de la carta a los Efesios cuando declara: “Gratiam vero, quae naturalem illum amorem perficeret et indissolubilitatem unitatem confirmaret coniugesque sanctificaret ipse Christus, venerabilium Sacramentorum institutor atque perfector, sua nobis passione promeruit. Quod Paulus apostolus innuit dicens: viri, diligete uxores vestras, sicut Christus, etc.”; Sessione XXIV: DS 969. Sobre este tema cfr. M. ZERWICK, Der Brief an die Kolosser. Der Brief an die Ephesser (Stuttgart 1965) 61; J. M. BOVER, “Sacramentalidad del matrimonio cristiano según la Epístola a los Efesios”, en Teología de San Pablo, 630-641; M. A. FUENT ES, Salvar el matrimonio o hundir la civilización. Indisolubilidad, divorcio y sacramentos en debate, Maghtas Ed. (Barbastro 2015) 85-88; H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 328-345, y nota 267; A. MART IN, “Attestazioni bibliche sul matrimonio: nuove piste di ricerca. Osservazioni su 1 Co 7,1-16: Mt 19,1-9 [e 5,31-32]; Ef 5,21-33”, en ASSOCIAZIONE T EOLOGICA ITALIANA, Sacramento del matrimonio e teologia. Un percorso interdisciplinare, V. Mauro Ed. (Milano 2014) 67-68. 27 Sobre el valor de estos términos paulinos, que expresan la comunión o solidaridad en Cristo, cfr. J. M. BOVER, “El dogma de la redención en las Epístolas de San Pablo”, en Teología de San Pablo, 320-321.326-329. Sobre el sentido proprio de los términos y sobre la relación de estos conceptos con el bautismo cfr. H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 142-149. 28 La misma afirmación se encuentra en Rm 12,5. 29 Sobre esto cfr. H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 334-335. A. MART IN remarca que las partículas que en la perícopa ponen en estrecha conexión la relación Cristo-Iglesia con la relación esposo-esposa (hōs, houtōs, kathōs) no solo tienen un valor ejemplar, estableciendo una semejanza, sino que introducen también un matiz causal, es decir: “maridos, amad como Cristo ha amado”, pero también “maridos, amad porque Cristo ha amado”; cfr. “Attestazioni bibliche sul matrimonio: nuove piste di ricerca”, 64, nota 47. 30 La partícula kai que precede en el texto griego a la frase se entregó a sí mismo por Ella tiene aquí sentido explicativo. 31 La expresión griega heauton paredōken huper autēs es de neto corte sacrificial y alude en otros textos paulinos al sacrificio de Cristo: Ef 1,4; 5,2; Rm 8,32 (cfr. Rm 4,25); Ga 2,20; Tit 2,14; 1 Tim 2,6. Sobre el sentido del verbo entregarse en estos contextos cfr. F. BÜCHSEL, “didōmi”, in TDNT, vol. II, 166. Sobre el sentido sacrificial del uso de la preposición huper en estos contextos cfr. H. RIESENFELD, “huper”, en TDNT, vol. VIII, 511. La preposición se encuentra en las fórmulas de la institución de la Eucaristía con neto valor sacrificial: cuerpo entregado por otros / sangre derramada por otros (1 Co 11,24; Lc 22,19-20; Mc 14,24); cfr. X. LÉONDUFOUR, “Prenez! Ceci est mon corps pour vous”, NRT 104 (1982) 227-230; E. H. BLAKENEY, “Hyper with the Genitive in the N.T.”, en ET 55 (1943-44) 306; O. BÖCHER, Exegetisches Wörterbuch zum Neuen Testament, H. Balz – G. Schneider eds., vol. I, col. 88-93; D. MOESSNER, Lord of the Banquet. The Literary and Theological Signifcance of the Lukan Travel Narrative (Pennsylvania 1989) 323; D. SENIOR, The Passion of Jesus in the Gospel of Luke (Collegeville 1989) 61-63; I. H. MARSHALL, Last Supper and Lord’s Supper (Exeter 1980) 87-93; J. J EREMIAS, The Eucharistic Words of Jesus (Philadelphia 1977) 225-231; G. ROSSÉ, Il Vangelo di Luca. Commento esegetico e teologico (Roma 1992) 863-864. 32 Cfr. Rm 4,25; Ga 1,4; Tit 2,14. Sobre esto cfr. H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 335-336. 33 Pablo introduce ambas proposiciones con la conjunción hina seguida por los verbos en subjuntivo; cfr. M. ZERWICK, Biblical Greek, §340. 34 La expresión “con el baño del agua mediante de la palabra” indica claramente el bautismo. Tōi loutrōi, baño, lavado, en dativo, es un complemento de modo. El mismo término es utilizado por Pablo para indicar el bautismo también en Tit 3,5. Por otra parte, la palabra es usada para indicar los baños rituales o sacramentales
86
también en el cristianismo primitivo; cfr. A. OEPKE, “loutron”, in TDNT, vol. IV, 301-307. El complemento del agua (tou hudatos) en sí no es necesario, pero indica, junto a la palabra (rēma), cuáles son los dos elementos constitutivos de la institución salvífica del bautismo. La palabra (rēma) es seguramente la fórmula bautismal. Así, por ejemplo, H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 337, quien sostiene esta interpretación siguiendo a numerosos autores antiguos y modernos, entre los cuales se encuentran Juan Crisóstomo, Teodoreto, Juan Damasceno, Erasmo, Cornelius a Lapide, von Soden, Haupt, Henle, Besler, Knabenbauer, Meinertz, Huby, Staab. S. Tomás, por su parte, comenta: “Este lavado toma su poder de la pasión de Cristo. Rm 6,3: ¿no sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Por medio del bautismo, por tanto, hemos sido sepultados junto con Él en la muerte; Ez 36,25; Zc 13,1. Y esto con ‘la palabra de vida’, que recayendo sobre el agua, le confiere el poder de purificar. Mt 28,18: id por todo el mundo, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”; cfr. Super Epistolas S. Pauli Lectura, vol. II, Ad Ephesios (Torino 1953) 74, par. 323. 35 Cfr. Rm 6,3-5; Col 2,12. 36 Cfr. 1 Co 12,12-13; Ga 3,27-28; 1 Co 1,13-15. 37 Sobre este punto cfr. H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 338-339. 38 Sobre este uso cfr. F. BLASS – A. BEBRUNNER – F. REHKOPF, Grammatica, § 283-284. 39 Cfr. J. LEAL, La Carta a los Efesios, en La Sagrada Escritura. Texto y comentario por Profesores de la Compañía de Jesús, vol. II, BAC Ed. (Madrid 1962) 723-724. 40 Sobre este uso de la partícula hoti cfr. M. ZERWICK, Biblical Greek, 142-144 (§ 416-420). 41 Es en este punto que algunos testigos añaden, después de somos miembros de su cuerpo, la frase de su carne y de sus huesos que condice ciertamente con el sentido de lo que Pablo está diciendo y corresponde a su mente. Pero la lección no está apoyada por los principales testigos y parece más bien una glosa antigua inspirada en Gn 2,23 (LXX), cuando Adán ve a la mujer y dice: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Una presentación de la discusión entre los autores sobre la posible autenticidad de esta variante en H. SCHLIER, La Carta a los Efesios, 342-343, nota 259. 42 Pablo usa el mismo procedimiento de alternar cuerpo y carne en otros textos; cfr. 1 Co 6,16; 2 Co 4,1012; 12,7; Ga 6,17. Los dos términos designan al hombre en su corporeidad carnal; cfr. F. BAUMGÄRT EL – E. SCHWEIZER, “sōma”, in TDNT, vol. VII, 1024-1094. 43 Así S. TOMÁS, Ad Ephesios, 76, par. 331. 44 Por la fuerza peculiar de esta unión en el texto de Génesis cfr. P. MANKOWSKI , “L’insegnamento”, 32-34. 45 Cfr. Ef. 1,3-14 y lo que hemos dicho arriba, comentando la expresión santa e inmaculada referida a la Iglesia en el v. 27. 46 La Carta a los Efesios, 344. En su comentario San Jerónimo dice que Adán fue el primer hombre y el primer profeta porque profetizó con su existencia de Cristo y de la Iglesia; cfr. Comentario a la Epístola a los Efesios, Libro III, in Obras completas de San Jerónimo, vol. IX, BAC Ed. (Madrid 2010) 550. 47 Sobre este punto cfr. A. MART IN, “Attestazioni bibliche sul matrimonio: nuove piste di ricerca”, 62-65. 48 El misterio no es principalmente el signo, o el simbolismo, o el tupos, si bien lo incluye, sino la realidad escondida detrás. Para Pablo, especialmente en la carta a los Efesios, un mustērion es una realidad escatológica o mesiánica que Dios ha escondido y va progresivamente revelando (cfr. Ef 3,1-14). El matrimonio cristiano, estando en relación con la unión entre Cristo y la Iglesia, forma también parte del mismo gran misterio; cfr. J. LEAL, La Carta a los Efesios, 723-724. 49 Esta comprensión de la palabra mustērion está en consonancia con el lenguaje paulino; cfr. Ef 1,9; 3,3; 6,19; Rm 11,25; 16,25; 1 Co 4,1; 13,2; 14,2; 15,51; 2 Tes 2,7; 1 Tim 3,9.19; Col 1,26-27; 2,2; 4,3. Sobre esto véase G. BORN-KAMM, “mustērion”, en TDNT, vol. IV, 819-824. 50 Para S. Tomás la citación usada por Pablo está entre los textos del AT que según su sentido literal pueden aplicarse tanto a Cristo como a otros. Pero se refieren a Cristo de manera principal y a los otros en cuanto que eran figuras de Cristo: “Quaedam vero de Christo et de aliis exponi possunt, sed de Christo principaliter, de aliis vero in figura Christi, sicut praedictum exemplum. Et ideo primo exponendum est de Christo et postea de aliis”; Ad Ephesios, 77, par. 335.
87
51
Cfr. A. MART IN, La tipologia adamica nella Lettera agli Efesini (Roma 2005) 284-287. El misterio de Cristo y de nuestra incorporación a Él es mencionado en diferentes modos a lo largo de toda la carta; cfr. Ef 1,9; 3,3.4.9; 5,32; 6,19. 53 El concepto de “recapitular” (anakefalaiōsasthai en Ef 1,10) es de por sí ambiguo. Pero en este contexto indica que la voluntad de Dios ya antes de la creación del mundo era colocar a Cristo por encima de todo como cabeza, es decir, como principio que gobierna, unifica y da vida (cfr. Ef 4,15-16). Esto vale de modo particular para la Iglesia, de la cual es llamado “cabeza” en sentido propio repetidas veces en la misma carta (cfr. 1,22; 4,15; 5,23) y en otros escritos de Pablo (cfr. 1 Co 11,3; Col 1,18; 2,10; 2,19). En la creación de Adán y Eva, por tanto, y en el querer que los dos se convirtieran en una sola carne, este misterio de Cristo como cabeza de la Iglesia estaba ya presente en el designio de Dios. Sobre el concepto de recapitular véase H. SCHLIER, “kefalē, anakefalaio-omai”, en TDNT, vol. III, 681-682. Para una explicación más completa del uso en Efesios véase de este mismo autor La Carta a los Efesios, 80-87. 54 Se trata de un himno de bendición o “eulogia” que va desde 1,3 a 1,14. 55 Cfr. Jn 6,56; 1 Cor 10, 16-17; S. TOMÁS, Summa Theologiae, III, 48, 2 ad 1; III, 79, 1; Catecismo de la Iglesia Católica, 1396. 56 Esto sucede con todos los sacramentos, de los cuales la Eucaristía es la plenitud porque contiene no solo la gracia, sino también al Autor de la gracia; S. TOMÁS, Summa Theologiae, III, 73, 3. Citando a S. Tomás, el Concilio Vaticano II enseña: “Todos los sacramentos, como también todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están estrechamente unidos a la sagrada Eucaristía y se ordenan a ella. En la santísima Eucaristía, en efecto, está encerrado todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, el mismo Cristo, nuestra pascua”; Presbyterorum ordinis, 5. 57 El otro motivo teológico es el estado objetivo de pecado mortal, por la violación del sexto mandamiento del Decálogo. Sobre esto véase S. J UAN PABLO II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia (17/IV/2003), 34-46, especialmente 36-37. En este último número se lee: “El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística de los que ‘obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave’ (CIC, c. 915; CEO, c. 712)”. 58 Exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio (22/XI/1981), 84. 59 Ibidem. 52
88
Conclusión general La enseñanza de Jesús sobre el divorcio y segundas nupcias, presente tanto en los evangelios sinópticos como en los escritos de Pablo, es definitiva y forma parte de la revelación del NT, recibida y conservada fielmente por la Iglesia. Se trata de una enseñanza de origen divino-apostólico, absoluta y universal, que prohíbe el divorcio y, en caso de segundas nupcias de quien se ha divorciado, considera esta segunda unión como un adulterio. En este sentido es claro que Jesús ha abolido el precepto mosaico que consentía el divorcio mediante el otorgamiento de un libelo de repudio. Una hipótesis que pretenda reivindicar el valor de este precepto no tiene ningún apoyo en una exégesis seria de los textos del NT al respecto, sea en su sentido literal, sea en los contextos inmediatos, sea en el conjunto de la revelación neo testamentaria. Una tal hipótesis hace violencia a los mismos textos1. Ya San Jerónimo enseñaba que quien estudia el texto sagrado debe atenerse en primer lugar “a la exacta interpretación” y que “el deber del comentarista no es el de exponer ideas personales sino las del autor que está comentando”2. De lo contrario, dice él, “el orador sagrado está expuesto al grave peligro, un día u otro, a causa de una interpretación errónea, de hacer del Evangelio de Dios el Evangelio del hombre”3. En el caso particular del divorcio, y de una ulterior unión con quien no es el propio cónyuge, una interpretación errónea de los textos bíblicos tiene consecuencias desastrosas. Porque si Jesús aprobaba, e incluso perfeccionaba, el precepto acerca del libelo de repudio como una concesión misericordiosa, entonces aceptaba también el adulterio que se seguía luego. Pero en sus enseñanzas es absolutamente claro que es necesario no cometer adulterio para entrar en la vida eterna (Mt 19,18). Por otra parte, si Jesús no hubiera venido a suprimir nada de la Ley mosaica, sino solamente a tener en cuenta la situación concreta del pecador, Él no habría venido tampoco a llamar a todos los pecadores a salir de aquella situación llamándolos a la conversión (cfr. Lc 5,32). Para algunos, en efecto, habría otro camino de salvación, el de la Ley mosaica. Pero, como afirma San Pablo, la ley es incapaz de dar la justificación. Si Jesús hubiese dejado al hombre sometido a la Ley de Moisés, entonces Él no salvaría del pecado y dejaría, en cambio, que los enfermos continuaran siendo enfermos, resignándose Él mismo a no poder alcanzar el skopòs intentado. En una hipótesis semejante la confusión es grande, y la concepción de la salvación parece más protestante que católica, porque falta una adecuada teología de la gracia. Si queremos ser coherentes con este modo de razonar deberíamos concluir que, al menos en algunos casos, la naturaleza humana estaría irremediablemente corrompida por el pecado, sin posibilidad de ser sanada por la gracia. Pero esto es contrario a la revelación y a la fe católica. Porque la gracia infundida en el corazón del hombre hace de él una nueva criatura, sana las heridas desde el interior y lo eleva al orden sobrenatural por la participación formal en la vida divina. ¡Es en este modo que se alcanza el skopòs de la 89
obra salvífica de Cristo!4 Afirmar la validez de la Ley mosaica para la salvación, aunque sea para poder entrar como mínimo en el reino de los cielos, es también gravemente contrario a la revelación del NT, y en consecuencia a la fe cristiana. Si la Ley mosaica es todavía camino de salvación, Cristo habría muerto en vano. Es muy grave, además, tratar de imponer la validez de los preceptos del ley antigua a los cristianos. Varias veces, mientras escribía estas líneas, pensaba en el grito de Pablo en la carta a los Gálatas, contra aquellos que buscaban “judaizar” en este sentido a los cristianos venidos de la gentilidad. Después de haber dicho “No anulo la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justicia, habría muerto en vano Cristo” (Ga 2,21), prosigue el Apóstol: “¡Gálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado a vosotros, a cuyos ojos ha sido presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una sola cosa: ¿habéis recibido el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación? ¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿termináis ahora en carne?” (Ga 3,1-3). Es claro que la enseñanza del Señor, aun cuando se refiere al siempre válido designio originario de Dios, era nueva en el mundo hebreo, donde estaba permitido el divorcio y las segundas nupcias a condición de otorgar un libelo de repudio. Es en este contexto que Jesús prohíbe la posibilidad de divorciarse y de casarse nuevamente con su precepto absoluto: “el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10,9; Mt 19,6). La Iglesia primitiva, por lo tanto, debió afrontar este problema tanto para los judíos que abrazaban la fe, como para los paganos, tan habituados a la validez legal de la praxis del divorcio5. Desde el principio, sin embargo, la Iglesia fue fiel a su Señor. El texto paulino de 1 Co 7,10-11 certifica cómo la autoridad del mandamiento del Señor haya prevalecido frente a todo el libertinaje del mundo antiguo, tanto hebreo como pagano. Esta firmeza se debe a la fe en el mandamiento dado por el mismo Jesús: “el hombre no separe lo que Dios ha unido”. La firme convicción de su validez universal ha sostenido a largo de los siglos las constantes enseñanzas de la Iglesia en esta materia, y ha sido, incluso, causa de persecución y de numerosos martirios. La misión de Jesús está toda caracterizada por la misericordia hacia los pecadores. Pero es una misericordia que empuja a la conversión y al cambio de corazón, como Él mismo la define: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se conviertan” (Lc 5,32). Jesús no condenó a la mujer sorprendida en adulterio, pero tampoco le dijo “va y haz que te den el libelo de repudio, así puedes continuar viviendo del mismo modo”. Él de ningún modo la alentó a perseverar en su situación de pecado. En cambio, claramente, en su infinita misericordia le mandó: “Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,11), porque para el necesario cambio de corazón Él ha traído consigo la ley nueva, la gracia del Espíritu Santo derramada en los corazones (cfr. Rm 5,5). También a la mujer samaritana, que había tenido cinco maridos y vivía aún con uno que no era su esposo, Jesús le presenta el misterio del don de Dios, del agua viva que sólo Él puede dar, y que “brota para la vida eterna” (Jn 4,11-15). Con su gracia, en efecto, es posible cumplir todos sus mandamientos, incluso el precepto de no unirse more uxorio a una persona que no es el propio cónyuge, aunque 90
esto signifique tener que llevar la cruz cada día (cfr. Lc 9,23). Pensar que vivir la castidad no es posible para quien ha fracasado en su propio matrimonio significa no creer, de hecho, en la gracia interior de Dios, que hace del hombre viejo una nueva criatura (cfr. 2 Cor 5,17; Ga 6,15). Significa también pensar que el Señor nos manda cumplir lo que es imposible, anulando de hecho la gracia de Dios con la cual todo es posible, a pesar de nuestras debilidades6. Por otra parte no se puede distinguir entre “verdad objetiva” y “verdad subjetiva” ni siquiera en el ámbito moral-existencial7. La distinción es inaceptable y abre la puerta a cualquier tipo de relativismo moral, donde la propia conciencia pasa a ser la norma suprema del obrar, aun cuando no se corresponde con la verdad objetiva de la ley de Dios, revelada en su plenitud en Jesús. La verdad por definición es objetiva. La realidad subjetiva puede corresponder a la verdad o puede no corresponder. En este último caso, no se trata de “verdad subjetiva”, sino de un error, y es una obra de misericordia corregir a quién se equivoca. Amar el pecador significa también esto, según la enseñanza del Señor (Mt 18,15-17; cfr. Ef 6,4; Heb 12,5-11). El Concilio Vaticano II ha indicado que el hombre debe gobernarse por su conciencia, pero también ha enseñado que “todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla”8. Y esto a causa de la dignidad de la persona humana, por la cual los hombres “están impulsados por su misma naturaleza y están obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a aceptar la verdad conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias”9. Y más adelante: “Todo esto se hace más claro aún a quien considera que la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta su ley, de manera que el hombre, por suave disposición de la divina Providencia, puede conocer más y más la verdad inmutable. Por lo tanto, cada cual tiene la obligación y por consiguiente también el derecho de buscar la verdad10 en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, se forme, con prudencia, rectos y verdaderos juicios de conciencia”11. En la formación de su conciencia los cristianos deben también considerar la doctrina de Iglesia, orientada a la salvación de todos según el propósito de Dios salvador, “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,4). Es por voluntad de Cristo que la Iglesia católica es maestra de verdad. Su misión es anunciar y enseñar auténticamente la verdad que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar autoritativamente los principios del orden moral que brotan de la misma naturaleza humana12. Al enseñar toda la verdad contenida en los evangelios, por tanto, la Iglesia no hace otra cosa que obedecer al mandamiento del Señor resucitado: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” 91
(Mt 28,19-20). En este “todo” está incluida también su enseñanza sobre el divorcio y las segundas nupcias. La Iglesia, siguiendo el modelo y la enseñanza de su Señor, siempre ha enseñado que se debe tratar con exquisita misericordia a las personas que se encuentran en situaciones irregulares respecto al matrimonio. Una misericordia, sin embargo, que no tenga en cuenta todas las enseñanzas del Señor en esta materia sería una falsa misericordia, porque estaría privada, en parte o en todo, de la verdad. Sería, por el contrario, causa y fuente de muchos males, como enseña Santo Tomás en su comentario a las bienaventuranzas del Sermón de la montaña: “La justicia sin la misericordia es crueldad; la misericordia sin la justicia es madre de la disolución”13. Solo la verdad hace completamente libre al hombre14. Aquella verdad que es la persona de Jesús, Verbum abbreviatum15 que compendia todas las Escrituras, antiguas y nuevas. Él es la verdad que se expresa en todas sus palabras, sin recortes o disminuciones. Él es la verdad, que al mismo tiempo es camino a la vida, a la salvación eterna, única meta de nuestra existencia cristiana (Jn 14,6)16. Así lo confesó San Pedro, primer Papa, cuando muchos abandonaban al Señor porque hallaban “duras” sus palabras (cfr. Jn 6,60): “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). ____________________ 1
La exégesis es ciencia teológica; cfr. BENEDET T O XVI, Gesù di Nazaret (Milano 2007) 7-20. Por eso los textos deben ser estudiados a la luz de la precomprensión de la fe del conjunto de la revelación bíblica (cfr. PONT IFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 15/IV/1993). No deben, por tanto, ser analizados en base a prejuicios ajenos a la fe, y tampoco deben ser estudiados sin hacer un análisis exegético cuidadoso que tenga en cuenta también los contextos inmediatos y más amplios (el conjunto de la revelación bíblica). De otro modo se corre el riesgo de llegar a conclusiones inexactas, que van quizás de acuerdo con los preconceptos con los que se había iniciado el estudio. 2 Ep. 49 al. 48, 17, 7. 3 In Ga. 1, 11 ss. Cfr. BENEDICT O XV, Carta encíclica Spiritus Paraclitus en ocasión del XV Centenario de la muerte de San Jerónimo (15/IX/1920). 4 La gracia del Espíritu Santo es la esencia de la ley nueva y es la única causa formal de la justificación; cfr. CONCILIO T RIDENT INO, Decretum de iustificatione, Sesión VI, 7: DS 1528ss.; Catecismo de la Iglesia Católica, 1987-2005. 5 Por ejemplo, SÉNECA afirma, con cierta ironía, que el divorcio abundaba en los ambientes romanos: está de moda, dice, que las mujeres cuenten sus años no por el número de los cónsules, sino por el de sus maridos; cfr. De beneficiis, III 16, 2-3. Sobre la respuesta de la Iglesia de los primeros siglos a esta realidad sociológica véase M. AROZT EGI, “La renovación cristiana del matrimonio y la familia: la interpretación de los Padres de la Iglesia”, en Anthropotes 30 (2014) 111-162. 6 “Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza” (Fil 4,13); “Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación, os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10,12-13). 7 La distinción aparece en la carta del Prof. Gargano a S. Magister, y es tal vez una de las claves de lectura para poder entender su pensamiento. 8 Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1. 9 Dignitatis humanae, 2.
92
10
Cfr. S. T OMÁS, Summa Theologiae, I-II, 91,1; 93,1-2. Dignitatis humanae, 3. 12 Cfr. Dignitatis humanae, 14. 13 “Iustitia sine misericordia crudelitas est, misericordia sine iustitia mater est dissolutionis”; in Super Evangelium S. Matthaei Lectura, Marietti Ed. (Torino 1951) cap. V. lectio 2, n. 429. En el contexto el término “dissolutio” debe entenderse como disgregación o corrupción de lo que es justo, sea en el sentido de ser conforme y agradable a Dios, sea en el sentido de dar a cada uno lo suyo (la justicia). Porque las cosas de Dios exigen una justicia o verdad, y en este sentido verdad y justicia son sinónimos (cfr. Summa Theologiae, I, q. 21, aa. 3-4). De aquí que en las cosas de Dios no se pueda contraponer la misericordia a la justicia, porque no se es verdaderamente misericordioso si no se cumple también la justicia (o verdad) de las cosas según el querer de Dios. Aún más, si se usa una falsa “misericordia” contra la justicia o verdad de las cosas, se ponen los fundamentos para la disolución o corrupción de las cosas de Dios, y de la participación del hombre en las cosas de Dios. 14 “Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32). 15 Sobre esta expresión aplicada a Cristo por los Padres de la Iglesia y por los autores medievales véase BENEDICT O XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (30/IX/2010), 12. Los Padres de la Iglesia se habían basado en el texto de Is 10,23 (LXX), citado por San Pablo en Rm 9,28. 16 “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). 11
93
SALVAR EL MATRIMONIO O HUNDIR LA CIVILIZACIÓN MIGUEL ÁNGEL FUENTES
94
«Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquél que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal». San Atanasio, Carta 1 a Serapión, 28-30
95
Abreviaturas RSy: Relatio Synodi Rpd: Relatio post disceptationem CICat: Catecismo de la Iglesia Catรณlica CompCat: Compendio del Catecismo de la Iglesia Catรณlica FC: Exh. Familiaris consortio DH: Enchiridion symbolorum DENZINGER-Hร NERMAN CIC: Cรณdigo de Derecho Canรณnico VS: Enc. Veritatis splendor
96
Justificación Éste es un libro “de circunstancia”, porque tiene razón de ser exclusivamente en el “aquí y ahora” de este momento histórico de la Iglesia, delicadísimo y decisivo para Ella y para el mundo del que Ella es la sal que aun frena – o ralentiza– la fatal agonía que padece desde hace siglos1. Precisamente es de una cuestión de “desalinización” (del matrimonio y de la familia –de la que aquél es causa germinal) que estamos discutiendo ardorosamente desde hace ya un año y medio. Hay poderosos grupos porfiados en deslavar la realidad del matrimonio cristiano y natural, y con él, la de la familia y de la moral sexual católica en su conjunto. Grupos incluso dentro de la Iglesia; también importantes personajes quizá relacionados con esos grupos únicamente por la comunión de propósitos2. Los hermana una decidida acción política y una anémica teología. Desde febrero de 2014, en que este debate –que se remonta, empero, a muchas décadas atrás– explotó buscando desenlaces definitivos, hasta el momento, los paladines de este movimiento desalinizador no han producido ningún estudio profundo, serio, fundado y congruente con todas las verdades con las que cualquier doctrina que se precie de católica debe guardar armonía por necesidad de la analogía de la fe; menos aún con la auténtica tradición católica y ni qué decir si le pedimos fundamentos verdaderamente enraizados en las fuentes de la Revelación (Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio), columnas por las que somos católicos, y sin las que dejamos de serlo. Sólo hemos podido leer, de los novadores de la teología sacramental, débiles sofismas, referencias mutiladas, juicios infundados y cansinos ritornellos que se repiten hasta el cansancio como vacíos mantras. Eso sí, sostenidos por un formidable andamiaje político y periodístico, colorido y carnavalesco, cuestionable doctrinal y argumentativamente pero aptísimo para generar presiones e intimidaciones curiales3. Pero una vez más en la historia de la Iglesia los errores han dado pie a que muchos pastores y fieles se hayan visto obligados a desempolvar libros y afilar plumas para repensar y reescribir las verdades cuestionadas. Se han visto así muchos frutos: conferencias, artículos, libros de buen nivel teológico, canónico, histórico, bíblico sobre la realidad del matrimonio, de la familia, de la teología sacramental católica, e incluso obras testimoniales que muestran que lo que unos consideran imposible muchos lo viven (porque podrán decir con altoparlantes que el muerto está muerto, pero si éste come y bebe…). Citaremos muchos de ellos en las páginas que siguen. De todos modos, no exageremos. Es aún poco y apenas profundo en relación con lo que estos temas exigen. Suficiente, quizá, para desbaratar los sofismas, pero no para darse por satisfechos en el ahondamiento que tales cuestiones merecen. ***
97
Si el trabajo de socavación de la prístina realidad del matrimonio tuviese el efecto pretendido por quienes se han empeñado en ello, el daño para toda la familia humana – cristiana y no cristiana– sería incalculable. Entre muchas razones, señalo solamente una: se perdería uno de los más fundamentales puntos de referencia para seguir apostando por los valores incondicionados. Y sin ellos estamos acabados. El mundo de hoy tiene necesidad del testimonio de valores incondicionados, porque sólo lo incondicional es antídoto para el relativismo deletéreo que fagocita a pasos acelerados los cimientos sobre los que se apoya nuestra cultura y civilización, pronosticando un colapso antropológico y cultural universal. Sólo la Iglesia está hoy en condiciones de brindar tal testimonio. Y no puede hacerlo por otro medio mejor que el de la institución matrimonial. Porque ésta es la institución “puente” entre lo puramente sobrenatural, que el mundo no puede entender por carecer de fe (no percibe, por ejemplo, la eucaristía, ni el sacerdocio, ni la gracia, ni el Espíritu Santo), y lo puramente natural, que sí puede entender –¡por ahora, mientras le quede aún algo de sana razón!–, pero no basta para insuflar la convicción por lo permanente e incondicional. El matrimonio cristiano, al tratarse de la misma institución natural, creada por Dios en el principio del mundo, pero elevada por Jesucristo al plano de la gracia (sacramental), es, al mismo tiempo, comprensible para el mundo (por lo de natural), y espejo y puente, de lo invisible, de la gracia (como realidad sacramental). Desde él y por él, puede la Iglesia dar al mundo el testimonio del valor de lo incondicional en la existencia humana; es decir, de la necesidad de anclarse a valores que permanecen “a pesar de todo” hasta que la muerte los disuelva en este mundo (algunos para continuar en el Otro). De hecho, los únicos vínculos incondicionales que todavía sobreviven en este tiempo son, por un lado, aquéllos que no se eligen sino que se reciben (los que funda la sangre; porque no elegimos a quienes recibimos por padres, o por hijos o por hermanos); y, por otro lado, aquél solo, de los que se eligen, que vincula a un hombre con una mujer de por vida (evidentemente podría también referirme al vínculo incondicional del religioso y del sacerdote consagrados definitivamente a Dios, pero ya dije que a éstos no los entiende el mundo… ni muchos religiosos). Los primeros, los que funda la sangre, no estando bajo la potestad del hombre iniciarlos ni terminarlos a su gusto, no le sirven de modelo para las lealtades que él inicia libremente (los pactos, las sociedades, la palabra empeñada, la consagración a una causa o a un ideal…). Le parece que se trata de dos cosas que no tienen nada que ver una con otra. De hecho, todo hombre de bien entiende que no puede renegar de sus padres o de sus hijos y por eso, incluso cuando se disgusta con ellos, mantiene, generalmente, la lealtad que les debe (e incluso cuando se enemista, sabe que sigue ligado indisolublemente a ellos). “’E figlie so’ figlie… E so’ tutte eguale!”4 Por eso no son tan aptos para inspirar análogas lealtades y heroísmos hacia valores que no se basan en la sangre. Seguiré siendo hijo de mi padre, incluso si no lo quiero; pero ¿por qué debería ser fiel a un pacto que decidí libremente y del que ahora me arrepiento? ¿Por qué lo primero tendría que ser mi norma de conducta en lo segundo, si son relaciones esencialmente 98
diversas? En cambio, el vínculo matrimonial, iniciándose en un acto libre (porque cada cual elige si casarse o no, y con quién), cuando tiene para quien lo realiza un valor incondicionado –para siempre, en las buenas y en las malas– lo aguijonea a vivir del mismo modo las demás lealtades en que empeña su palabra: a la Patria, a los amigos, a las promesas, a la vocación, a la causa, a las grandes decisiones, a las grandes empresas. Es por esta razón que la sombra del divorcio ha alterado la época moderna con más fuerza que las dos guerras mundiales del pasado siglo: precisamente porque ha introducido –o reintroducido, porque fue parte del cáncer que corroyó la civilización precristiana– la sombría idea de los vínculos condicionados al volver condicional al más importante de los vínculos humano-sagrados: el conyugal. “Si las cosas empiezan a andar mal, se piensa, queda la posibilidad, dolorosa pero real, de deshacer lo hecho y comenzar de nuevo con otra persona”; de “rehacer la vida”, como se dice; de “barajar y dar de nuevo” en lenguaje de naipes. Y como es lógico, la perspectiva de que lo que se comienza pueda acabar por una libre decisión de uno –o de los dos–, condiciona el modo en que comienzan las cosas. Precisamente porque conservamos la esperanza de desatar por la noche los cordones de nuestros zapatos es que no los atamos con un nudo insoluble. Cuando los jóvenes se casan pensando que quizá algún día deban arrancarse el matrimonio como se hace con un par de botas sudadas, nunca se atarán entre sí de modo irrevocable. Y cuando los zapatos quedan flojos desde el comienzo, tarde o temprano, se desacomodan y se pierden por el camino. El divorcio es, por eso, una profecía que se autocumple: la mayoría de los que se casan no excluyendo absolutamente el divorcio, se divorcian5. De aquí la importancia que tiene el testimonio del valor incondicional de la palabra conyugal, la que vincula de modo indisoluble a un hombre y una mujer para siempre. También las amistades pueden ser vividas con una lealtad incondicional, pero esta incondicionalidad reposa, en última instancia, en un empeño moral del que decide ser amigo leal. En cambio, la incondicionalidad del matrimonio es indestructible porque reposa no sobre una decisión personal y moral, sino sobre una realidad ontológica: sobre una fusión real que Jesús expresa repitiendo las palabras del Creador: “ya no serán dos sino una sola cosa” (Mt 19,6; Gn 2,24). En el orden de las realidades vivientes, lo que es uno no puede dividirse sin matarlo. Para quien tiene fe, esta unión es signo (eficaz) de la vinculación que la funda en el plano sacramental: la de Cristo con la naturaleza humana, asumida hipostática-mente en la Encarnación, y con Iglesia a la que se une como Esposo con Esposa (cf. Ef 5,32). Ante el desgaste de la fidelidad en la cultura moderna, cultura “débil” y “líquida” (para la cual, herida de relativismo, no existe plena adhesión ni a la propia palabra, ni a las promesas, ni a la patria, ni a los pactos, ni a los votos religiosos, ni a Dios), cobra una importancia capital el testimonio de los matrimonios que, a pesar de todas las dificultades de la vida, permanecen leales. Y no menos el testimonio doloroso y heroico de quienes han sido abandonados o traicionados, pero que se mantienen solos y firmes a la palabra empeñada a Dios (primero) y (luego) a aquél/aquélla que ya no permanece al lado… Y 99
también, el de aquéllos que –por motivos que no nos toca a nosotros juzgar– tropezaron moralmente iniciando una convivencia anómala que ahora no pueden o no tienen la fuerza de cortar, pero están dispuestos a dar un alegato valiente de la verdad del matrimonio, sea reconociendo la irregularidad de su actual situación y esforzándose por no exigir un reconocimiento desacorde con la verdad y con la fe, sea pidiendo a Dios las fuerzas para encarar las difíciles decisiones que la coherencia moral les urge. *** La batalla en la que estamos embarcados tiene una trascendencia que lamentablemente muy pocos llegan a entender –lo trataré en el último capítulo–. Lo señalaba muy bien el entonces cardenal Ratzinger al escribir: “El matrimonio y la familia tienen una importancia decisiva para un positivo desarrollo de la Iglesia y de la sociedad. Las épocas en que florece la situación del matrimonio y de la familia son también épocas de bienestar para la humanidad. Si matrimonio y familia entran en crisis, esto trae consecuencias notables para los cónyuges y para sus hijos, y también para el Estado y para la Iglesia”6. Y el Papa Francisco ha dicho que es la familia la “verdadera escuela de humanidad que salva las sociedades de la barbarie”7. Por este motivo, decidí, desde el primer momento en que comenzaron las discusiones presinodales, volcar todos mis esfuerzos –hasta el Sínodo de octubre de 2015– al estudio de los temas relacionados con la disputa. Las páginas que siguen nacieron, precisamente, como fruto del Curso de Actualización Teológica para sacerdotes que preparé para dictar durante el año 2015 en diversos lugares (San Rafael, Argentina; Arequipa, Perú; y New York, EE.UU.)8. ____________________ 1
Éste es el motivo por el que me apuro a publicarlo. Una vez concluida la discusión, para bien o para mal, muchas de las afirmaciones, argumentaciones y refutaciones, quedarán, probablemente, fuera de contexto, o no serán tal vez necesarias. 2 No entro en mérito sobre las intenciones de quienes quieren y buscan tenazmente un cambio en la doctrina (aunque digan, a veces, que solo quieren mutaciones pastorales, lo que no tiene ningún sentido, o lo tiene pero heterodoxo). Algunos sostienen que se mueven por interés exclusivamente teológico –el del progresismo cristiano–; otros alistan a los defensores del cambio en la corriente de la ideología de género (el gran tentáculo gnóstico de nuestro tiempo); y no faltan los que afirman, como George Weigel respecto de la mayoría de los líderes católicos alemanes, que se mueven fundamentalmente por intereses económico-políticos (George Weigel, Between two Synods. An analysis of the challenge of this particular Catholic moment, en: First Things, January 2015). 3 De tal tenor califico particularmente algunos documentos: (1) el de la Conferencia Episcopal Alemana, Caminos teológicamente responsables y pastoralmente adecuados para el acompañamiento pastoral de los divorciados que se han vuelto a casar, del 24 de junio 2014; (2) el de la misma Conferencia Episcopal Alemana (respuesta al cuestionario enviado por la Santa Sede), Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización. Resumen de las respuestas de las (archi)diócesis alemanas a las preguntas del documento preparatorio para la tercera Asamblea Extraordinaria del Sínodo de Obispos 2014, del 3 de febrero de 2014; (3) el de la Conferencia Episcopal Alemana, La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo (Respuestas de la Conferencia Episcopal Alemana a las preguntas referentes a la recepción y profundización de la Relatio Synodi en el documento preparatorio para la XIV Asamblea General Ordinaria del
100
Sínodo de los Obispos 2015), del 20 de abril de 2015; (4) la Declaración del Comité Central de los Católicos Alemanes (Zentralkomitee der Deutschen Katholiken), Construir puentes entre la enseñanza y la realidad de la vida. Familia e Iglesia en el mundo de hoy, 9 de mayo de 2015, que ocasionó una clara respuesta de mons. Stefan Oster, inmediatamente secundada por otros cinco obispos alemanes fieles a la doctrina católica (Konrad Zdarsa, de Augsburg; Gregor M. Hanke, de Eichstätt; Wolfgang Ipolt, de Görlitz; Rudolf Voderholzer, de Regensburg; y Friedhelm Hofmann, de Würzburg); (5) la Relación de la Iglesia católica en Suiza sobre las preguntas surgidas en los Lineamenta en preparación para el Sínodo ordinario de los Obispos 2015 en Roma, publicada por la Conferencia Episcopal Suiza el 5 de mayo de 2015. 4 “¡Los hijos son hijos, y son todos iguales [no hay que hacer diferencia entre unos y otros]!” Son las palabras que sintetizan la maravillosa obra de arte que hizo Eduardo De Filippo en su inolvidable obra de teatro Filumena Marturano. 5 Tomo esta idea del estudio de Pérez-Soba – Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 122-124. 6 Ratzinger, J., Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, Madrid (2006), 9. 7 “Deberíamos arrodillarnos ante estas familias, que son una verdadera escuela de humanidad que salva las sociedades de la barbarie” (Francisco, Catequesis, 3 de junio de 2015). 8 Además de las diversas conferencias y artículos que he podido pronunciar y/o escribir hasta el momento, he querido hacer un modesto aporte a la discusión editando, junto con otros sacerdotes del Instituto del Verbo Encarnado, un blog dedicado al tema (http://familiarisconsortio.ive.org), en el que hemos ido publicando contribuciones de importantes autores, como los cardenales Carlo Caffarra, Velasio de Paolis, Joseph Ratzinger, Walter Bradmüeller, Gerhard Müller; así como de numerosos y prestigiosos catedráticos, especialistas en Teología moral, Derecho canónico, Sagrada Escritura, Teología Pastoral, etc.
101
1. Las controvertidas propuestas del Cardenal Kasper Si queremos marcar los puntos fundamentales del dificultoso íter del Sínodo de 2014 y el que está en camino para octubre de 2015, tendremos que indicar tres momentos claves hasta el momento, que son: el discurso del Cardenal Walter Kasper durante el Consistorio de febrero de 2014 (al que se debe sumar un artículo publicado un mes más tarde en L’Osservatore Romano1), y las dos Relaciones publicadas durante el Sínodo de octubre de 2014. Ha habido a lo largo de todo este tiempo muchas intervenciones, pero si pretendemos remitirnos a documentos escritos, las claves están en los tres indicados. Debemos comenzar, pues, por presentar estos textos.
1. La Relación de Kasper al Consistorio de los Cardenales A pedido del Papa Francisco, el Card. Kasper pronunció, el 20 de febrero de 2014, durante el Consistorio de Cardenales, una larga conferencia, publicada casi inmediatamente por él mismo en forma de libro con el título Il Vangelo della Famiglia2. Se trata de un largo discurso en el que toca diversos temas relacionados con la familia, como la familia en el orden de la creación, las consecuencias del pecado en la vida de la familia, la familia en el orden cristiano de la redención y la familia como iglesia doméstica. A lo largo de toda su exposición encontramos afirmaciones que producen mucha perplejidad. Por ejemplo, atribuye la doctrina de la indisolubilidad a san Agustín y sostiene que no debe ser entendida como “especie de hipóstasis metafísica” al lado o por encima del amor personal de los esposos, sin aclarar qué entiende por tan llamativa y poco clara metáfora, pero nos hace pensar que afirma que la indisolubilidad es algo por debajo del amor personal de los esposos, lo que abre horizontes altamente subjetivos para la comprensión del matrimonio. Es hacia el final de su ponencia que Kasper aborda “el problema de los divorciados vueltos a casar” civilmente. Sobre este tema afirma expresamente que es “un problema complejo y espinoso” y que “no puede reducirse a la cuestión de la admisión a la comunión” (eucarística)3, aunque, en definitiva, él no hace otra cosa que buscar una solución para que puedan recibir la comunión eucarística, pasando todo lo demás a segundo plano. Dejemos en claro que Kasper en ningún momento plantea en su Relación la solución ya dada por Juan Pablo II en Familiaris consortio para los casos en que los divorciados vueltos a casar civilmente –y los simplemente convivientes– no puedan separarse, a saber, vivir como hermanos. Probablemente porque, como diría en 102
intervenciones posteriores, “[vivir como hermanos] es un acto heroico, y el heroísmo no es para el cristiano promedio”4. Afirmación sorprendente en un pastor que debe alentar a vivir el Evangelio de la Cruz. De ahí que los intentos de solución buscados por Kasper se refieran a los divorciados vueltos a unir que pretenden recibir la eucaristía manteniendo contemporáneamente una vida sexual activa. A esto se puede añadir algo en lo que en la Relación al Consistorio no se hizo ningún acento (porque es intrascendente para el Cardenal, quien considera que no cambia en nada la situación moral de estas personas): la cuestión de la práctica de la anticoncepción. De hecho, entrevistado el 5 de mayo de 2014 –dos meses después de su intervención en el Consistorio– por Brian Lehrer en el programa de la radio WNYC, de la ciudad de New York, dijo sobre el tema: “la Iglesia no está en contra de los métodos anticonceptivos. … Se trata de métodos de control de natalidad. … No quiero entrar en detalles… en cómo tienen que hacerlo; depende de su conciencia y su responsabilidad personales”5. Afirmación que da al traste con toda la doctrina moral conyugal de Pablo VI y Juan Pablo II. Las afirmaciones de Kasper son fluctuantes y contradictorias. Así señala que a este problema “no puede proponerse una solución diversa o contraria a las palabas de Jesús”6, con lo que estamos completamente de acuerdo. Sin embargo, a continuación presentará procedimientos contrarios a los dados por Cristo, lo cual supone una de dos: o bien entiende que Jesús no dice lo que siempre la Iglesia ha entendido que dice; o bien tiene algún problema con el principio de no contradicción. Encuentro sus afirmaciones cruzadas por varios sofismas. Afirma, por ejemplo, que “muchos cónyuges abandonados dependen, para el bien de los hijos, de una nueva relación y de un matrimonio civil, al cual no pueden renunciar sin nuevas culpas”7. Está afirmando, nada más y nada menos, que, para algunos, juntarse con quien no es su marido es una obligación moral; por tanto, negarse a ello sería una culpa moral. Y para que no quepan dudas añade a continuación que “a menudo… estas relaciones… vienen percibidas como un don del cielo”. Es comprensible que muchos queden perplejos leyendo tales especulaciones. También señala que el Código de Derecho Canónico de 1917 calificaba la situación de los divorciados vueltos a casar como “bigamia” (c. 2356), y los declaraba “ipso facto” infames y sujetos de posibles penas canónicas, mientras que no se usan estos términos en el Código de Derecho Canónico de 1984 (CIC, c. 1093), y en la Familiaris consortio y la Sacramentum caritatis se llega incluso a hablar con delicadeza de estos cristianos8. De estos hechos parece inferir que para el Magisterio la naturaleza de la nueva unión de un fiel divorciado ha cambiado; cuando correspondería hacer importantes distinciones que Kasper deja (¿deliberadamente?) confusas. Es cierto que hoy la actitud de la Iglesia es pastoralmente más comprensiva porque las circunstancias que empujan a muchos cristianos a la ruptura y a nuevas uniones son más dramáticas. Se entiende, pues, que no se insista con calificaciones penosas…; pero esto no significa que la bigamia haya dejado de ser tal: toda persona casada nuevamente en vida del legítimo cónyuge, es bígama. Y esto no depende de actitudes pastorales sino de la naturaleza de las cosas, como lo 103
reconoce incluso la lengua (la primera acepción que da el Diccionario de la Real Academia Española al adjetivo “bígamo, ma” es: “Que se casa por segunda vez, viviendo el primer cónyuge”). Kasper plantea dos posibles vías de solución, o dos “situaciones”, como él las denomina. La primera es la de quienes están convencidos en conciencia de que su matrimonio no fue válido9. El cardenal sólo alude a una causal de nulidad: “la necesidad de aceptar la fe en el misterio definido del sacramento y que comprendan y acepten verdaderamente las condiciones canónicas para la validez de su matrimonio”. Indica, pues, tres condiciones para la validez del sacramento del matrimonio: a) fe en el misterio definido del sacramento, b) comprensión de las condiciones canónicas (es decir, de la unidad y la indisolubilidad), y c) aceptación de estas últimas. Reconoce que el derecho eclesiástico “presupone la validez del vínculo” y que prescribe que la nulidad, cuando se duda de ella, deba ser demostrada. Considera, sin embargo, que esta “praesumptio iuris” es una ficción del derecho. Y pone en duda que hoy se cumplan estas condiciones en quienes contraen matrimonio, por lo que “muchos matrimonios” (“tanti matrimoni”) serían inválidos. Propone, en consecuencia, una agilización de los procesos de nulidad pasándolos, primero, del tribunal eclesiástico a la competencia del obispo del lugar y, luego, de éste a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral, delegado por el ordinario para juzgar y sentenciar en cada caso. A esta “solución” hay que hacerle muchas objeciones (lo haremos más adelante), como, por ejemplo, la inexactitud de sostener sin más que para la validez del matrimonio se requiera la fe en el misterio revelado del mismo; o el dislate de suponer la presumptio iuris una ficción jurídica; el desvarío, pastoralmente inexplicable, de pedir que se deje en manos de un sacerdote particular –juez privado, incontrolable, que podría manejarse según criterios personales y subjetivos– el juicio sobre el vínculo matrimonial, que es, nada más ni nada menos, el acto social y público del que depende la estabilidad y el futuro de la sociedad. Propuestas todas increíbles. La segunda situación es la de quienes no tienen dudas de la validez de su matrimonio y en consecuencia no quieren –porque no pueden pretenderlo– una declaración de nulidad; tampoco están dispuestos a separarse de la persona con la que ahora conviven, pero quieren alguna legitimación y el acceso a los sacramentos10. La solución que propone Kasper para estos casos consiste en considerar la segunda unión, no como un “segundo matrimonio” sino como “tabla de salvación”. Difícil es comprender la naturaleza de esta entidad etérea que no es matrimonio pero es como si lo fuera. Parecería ser, en el fondo, una “convivencia legitimada por la misericordia”. Kasper asegura que no serían muchos los que podrían encuadrarse en esta categoría, dejándonos tranquilos de que solo algunos pocos reunirían las condiciones (como si la cuestión tuviera que ver con la tacañería de ahorrar absoluciones y hostias y no un problema de cuadrar un círculo). Según el cardenal esta solución se aplicaría a quien reúna las siguientes condiciones (lo que está entre paréntesis son nuestras observaciones): 1) “se arrepiente del fracaso de su primer matrimonio” (sic: no del pecado actual de 104
adulterio –que para Kasper puede ser incluso obligatorio– sino del fracaso anterior ¿?); 2) “ha cumplido las obligaciones del primer matrimonio y ha excluido definitivamente dar marcha atrás” (parece tener en mente sólo obligaciones económicas, que son, a decir verdad, las menos importantes; las verdaderas obligaciones de justicia precisamente no las está cumpliendo al convivir con quien no es su cónyuge); 3) “no puede abandonar sin otras culpas los empeños asumidos en el nuevo matrimonio civil” (¿por qué sería culposo [pecado] cortar una situación de pecado, ya sea separándose o, al menos, viviendo sin trato more coniugali 11, sino como hermanos?); 4) “se esfuerza en vivir lo mejor posible el segundo matrimonio a partir de la fe y de educar a sus propios hijos en la fe” (vivir esta situación “desde la fe”, no puede significar, si hablamos de la fe católica, otra cosa que separarse o vivir como hermanos); 5) “si desea los sacramentos como fuente de fuerza en esta situación” (los sacramentos de la penitencia no pueden dar fuerza para mantener una situación de pecado, sino para cortar con ella). Quien se encuentra en esta situación, podría, según Kasper, acceder a los sacramentos (confesión y eucaristía), después de un período de penitencia. ¿Penitencia de qué? Como ya dijimos: solamente de haber fallado en el primer matrimonio. Esta vía no exige arrepentimiento del estado actual, ni de los actos sexuales adulterinos. Kasper avala su inexplicable solución con dos argumentos. El primero es que si un divorciado vuelto a casar puede hacer una comunión espiritual, y esto implica “hacerse una sola cosa con Jesucristo”, lo que indica que “no está en contradicción con el mandamiento de Cristo”, entonces “¿por qué no puede también recibir la comunión sacramental?”12. Volveremos sobre este argumento que conlleva un equívoco en el concepto de “comunión espiritual” tan grosero como pasarse en una autopista del carril propio al que viene a contramano (¡y estamos resumiendo el pensamiento de un teólogo que ha sido prefecto de un dicasterio pontificio!). Para apoyar su tesis aporta al final de su Relación un Apéndice (I) sobre la “fe implícita”13. El segundo afirma que tal ha sido la solución que aplicaron en los primeros siglos algunos Padres de la Iglesia como Basilio Magno, Gregorio Nacianceno, Orígenes, San Agustín. Esto le parece tan arraigado en la Iglesia antigua que habla de “derecho consuetudinario” de algunas Iglesias particulares, “en base al cual los cristianos que, aún en vida del primer partner, vivían una segunda unión, después de un período de penitencia tenían a disposición no una segunda nave, no un segundo matrimonio, sino a través de la participación en la comunión, una tabla de salvación”. Se trataba, dice, de “una pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia”. Kasper ve esto confirmado por el Concilio de Nicea (año 325) contra el rigorismo de los novacianos. Como ampliación de su argumento, ofrece un segundo Apéndice (II)14. Veremos también más adelante, el error de comprensión histórica –propiamente una tergiversación de la historia– en que incurre Kasper, quien toma como referencia principalmente la obra de O. Ceretti, completamente incompetente como demostró su adversario H. Crouzel y 105
muchos otros, en particular Gilles Pelland. Añado que tanto en el texto leído, como en el Apéndice II, Kasper dice apoyarse en la propuesta del cardenal J. Ratzinger, quien en un artículo de 1972 había propuesto una solución atribuida a san Basilio Magno15. Sin embargo, el texto que cita Kasper ya había sido modificado por Benedicto XVI, precisamente en lo que el cardenal cita en favor de su tesis, encontrándose en prensa en el momento en que Kasper lo usaba en su apoyo16. Puede comprenderse que Kasper ignorase este pormenor –ignorancia de la que habría sido sacado si hubiera tenido la delicadeza de decir a Benedicto XVI que iba a usar su autoridad para avalar una tesis discutidísima delante de todo el Colegio Cardenalicio–. Lo que no puede comprenderse es que no hiciera constar, no ya por delicadeza sino por honestidad, que su fuente, el cardenal Ratzinger, en el entretiempo que va de 1972 a 2014 no sólo había firmado, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la Carta a los Obispos sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar (año 1994), sino que había escrito de su propio puño la magnífica Introducción al volumen que recoge este documento y otros del magisterio, así como varios comentarios, donde se sostiene que no se puede dar la comunión a los divorciados, siendo él mismo muy crítico con algunas posiciones teológicas, precisamente las mismas que están en la base de las propuestas que hace Kasper17. En el Apéndice II también cita a favor de sus tesis, la praxis de las Iglesias ortodoxas afirmando que ellas “han conservado conforme al punto de vista pastoral de la tradición de la Iglesia de los primeros tiempos, el principio válido para ellos de la oikonomía. El cual se ha ampliado a partir del siglo VI, haciendo referencia al derecho imperial bizantino…, incluyendo otros motivos de divorcio”. También esta interpretación de la tradición ortodoxa es inexacta, como lo ha demostrado, entre otros, mons. Cyril Vasil, secretario de la Congregación para las Iglesias Orientales. Volveremos sobre ello. En síntesis, el escrito de Kasper es ambiguo, contiene datos equivocados, argumentos ilógicos, y una doctrina sacramental que desbarra, con frecuencia, de la fe católica. Él reconoce que su intento responde a “un cambio de paradigma” (“tenemos necesidad de un cambio de paradigma”). Esto significa, como puede verse si se escarba un poco, un cambio en la doctrina católica del matrimonio. Por eso fue inmediatamente contestado por varios autores, entre ellos varios Cardenales presentes en el Consistorio; razón por la cual publicó pocos días más tarde un artículo en L’Osservatore Romano donde ratificaba sus posiciones y añadía otros conceptos que analizaremos más adelante.
2. Una fuente influyente en Kasper Ni en su Relación al Consistorio, ni en el texto posteriormente publicado, Il Vangelo della Famiglia, así como tampoco en el artículo publicado en L’Osservatore Romano, cita el cardenal Kasper a Bernard Häring. Sin embargo, es imposible no identificar muchas –y hasta casi todas– de sus propuestas como las expuestas por este moralista en su controvertido libro publicado en 1989 con el título Ausweglos? Zur Pastoral bei Scheidung und Wie-derverheiratung: Ein Plädoyer, traducido al año siguiente en varias 106
lenguas como Pastoral para divorciados. ¿Un camino sin salida?18. No es ninguna casualidad que los dehonianos de Bologna lo hayan republicado (estaba agotado) solo seis meses antes del Consistorio. ¿Campaña, oportunismo económico, o las dos cosas? En un artículo publicado dos años antes de su fallecimiento (1996) sobre la revista “America”, representante de la vanguardia progresista norteamericana, Häring aludía a la carta pastoral redactada en 1993 por tres obispos alemanes, Lehman, de Mainz, Saier, de Freiburg, y Kasper, de Rottenburg-Stuttgart, sobre la pastoral de los católicos divorciados y vueltos a casar, elogiando su “tono pastoral de franqueza y apertura”19. Según Häring, la carta sostiene la admisión de esos católicos a la eucaristía de acuerdo con “sabios principios de discernimiento”; en realidad, según los principios que él había expuesto en su libro tres años antes. Ponderaba también el “espíritu de candor y sinceridad” y el “ánimo de no violencia” con que los tres obispos habían recibido “la respuesta discordante de la Congregación vaticana para la Doctrina de Fe”. Candor y sinceridad, pero no acatamiento, como se ha visto a lo largo de todos estos años. Häring dejaba en claro que ya entonces Kasper comulgaba con sus ideas y no con las del Magisterio20. Teniendo en cuenta que se refería a la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyos documentos, aprobados expresamente por el Papa, “participan del magisterio ordinario del sucesor de Pedro”, esto no deja de ser altamente preocupante21. Considero, por estas razones, conveniente conocer lo sustancial del pensamiento de este teólogo redentorista para comprender correctamente el alcance de las propuestas de Kasper. Las tesis principales que Häring defiende en su libro pueden sintetizarse en las sentencias que expongo a continuación. 1º Pretende presentar sus propuestas como un trabajo de fidelidad al pensamiento de Cristo, cuyo núcleo es la misericordia salvadora y no el juicio. Juzga que en el pasado la Iglesia (entiéndase: la jerarquía y el Magisterio) no se ha dado cuenta de modo suficiente que Cristo ha venido a hacer misericordia y no a juzgar; también considera a la Iglesia esclavizada en una interpretación literal del Evangelio que obstaculiza su fidelidad a su Fundador; asimismo entiende que la Iglesia no ha logrado hasta ahora encontrar los caminos para entender el matrimonio como vocación a la libre fidelidad en las condiciones del mundo actual22. Häring, pues, pretenderá ilustrar de modo auténtico el pensamiento misericordioso de Cristo, así como indicar la auténtica interpretación espiritual de la enseñanza de Cristo y mostrar los caminos para que la Iglesia pueda entender correctamente el matrimonio en el contexto moderno. 2º Piensa que la Iglesia, hasta el momento, tanto en su doctrina como en su praxis sobre “matrimonios mixtos, regulación de los nacimientos y el comportamiento respecto de los divorciados vueltos a casar”, se ha guiado con “rigorismo y frialdad burocrática” (no perdamos de vista que fue Häring quien inició, entre los primeros, la oposición a la doctrina moral matrimonial propuesta por el beato Pablo VI en la Humanae vitae23). Tanto la doctrina como la praxis tradicional de la Iglesia son consideradas, pues, “insensibilidad moral” e incluso “estructuras pecaminosas”, y constituyen la “causa 107
principal… de alejamiento y abandono de la Iglesia”. Corroboraba este aserto con su propia experiencia comentando que “hace más de treinta años atrás [se refiere, pues, a sucesos de la década del sesenta], una parroquia anglicana (episcopaliana) de Chicago ha constatado que más de la mitad de sus fieles era el fruto de esta praxis de la Iglesia católico-romana”24. ¿Qué diría hoy, cuando no solo individuos y grupos pequeños, sino hasta enteras parroquias anglicanas piden ser recibidas en la Iglesia católica, habiendo tenido que crearse un Ordinariato para los numerosos neo-conversos que huyen de los desastres morales y dogmáticos en que los principios liberales han precipitado al anglicanismo? La razón de la primera apostasía no parece haber sido, pues, la rigidez doctrinal de la Iglesia, puesto que no ha cambiado en nada. ¿No sería, más bien, la predicación de los teólogos de la línea de nuestro autor, que sembraron confusión en las almas de tantos fieles? 3º Este “burocraticismo y rigorismo” –que llama a veces tuciorismo– se ha acentuado con la publicación del nuevo Código de Derecho Canónico (1984), que “ha revocado concesiones razonables que habían sido ya aprobadas para determinadas regiones”25. Se refiere, juzgándolas “razonables”, a los increíbles abusos de los tribunales eclesiásticos norteamericanos, de los que haremos mención más adelante, que protagonizaron un escándalo histórico entre los fieles de Estados Unidos, al punto de llegó a hablarse, en referencia a su praxis, de “divorcio católico”. Häring propone que se supere el tuciorismo riguroso en los procesos eclesiásticos, y exige que el peso de la demostración de la nulidad del matrimonio recaiga principalmente sobre el tribunal eclesiástico, y no sea ya el cónyuge demandante quien deba probar la invalidez de su matrimonio26. Esto equivale a invertir la carga de la prueba; o sea que, si una persona aduce que su matrimonio fue nulo, en vez de estar obligado a demostrarlo, es la Iglesia la que debe probar que fue válido; y si no logra probarlo, debería dar el permiso para el nuevo matrimonio. “De frente a un primer matrimonio irremediablemente «muerto», en el caso de duda sobre la validez inicial no debería haber ninguna prohibición para un segundo matrimonio. Al contrario, a aquellos divorciados que están personalmente convencidos de la invalidez originaria de su primera unión, condenada por eso al fracaso, debería serles concedida la libertad de volver a casarse «en el Señor»”27. Realmente es increíble que Häring pueda plantear esto sin advertir –tratemos de ser indulgentes con sus intenciones– en la anarquía que esto introduciría en la sociedad y en la misma Iglesia: el acusado (en este caso: el mismo vínculo del que depende la estabilidad del matrimonio y de la sociedad) no debe ya defenderse de la acusación mostrando la inconsistencia de los cargos sino que debe positivamente mostrar su inocencia. Se presume, pues, la culpabilidad a menos que se demuestre la inocencia. Junto al matrimonio, moriría todo el derecho. 4º De la concepción rigorista de la sexualidad y del matrimonio es responsable principalmente san Agustín –lo mismo dirá Kasper–: “En la Iglesia católico-romana todo lo que toca a la sexualidad tiene que ver, obviamente además de la voluntad de permanecer fieles al mandamiento del Señor, con los puntos de vista expresados por san Agustín, que en este respecto son más bien estrechos y rigoristas, y con otros influjos 108
análogos”28. 5º En particular juzga que “la existencia de una segunda instancia [del proceso canónico de nulidad matrimonial] continúa retrasando muchos procedimientos”. Critica los tribunales de ser “verdaderas y propias cortes procesuales donde el amor sanador del Redentor tiene muy poco acceso”29. Insiste diciendo que “la institución de los tribunales eclesiásticos, a menudo tan enferma y causa de enfermedades, no es sino un síntoma de una adaptación fallida”30. 6º Sostiene que “la configuración y las funciones del matrimonio y de la familia… han cambiado radicalmente”31. Con esto quiere decir que, a diferencia del pasado, en el modelo que él califica de patriarcal, hoy en día una vida celibataria no encuentra lugar: “Hoy el derecho a formarse una familia propia es considerado sacrosanto, entre los más inviolables”. Por eso, dice, “cuando se prescribe vivir en una condición celibataria a quien ha fracasado en su primer matrimonio (…) tal medida consterna e hiere a los interesados y a los familiares en una medida que habría sido impensable en otro tiempo. Hoy quien vive solo, en esta sociedad industrial anónima y privada de orden, es extremadamente vulnerable. La mujer divorciada o abandonada es mal mirada, y es considerada como una potencial rival. Con la ruptura del matrimonio parece saltar toda rémora. El «¡Ay del solo!» –«no es bueno que el hombre esté solo»– es experimentado en términos totalmente nuevos. Las estadísticas muestran que estas personas obligadas a vivir en soledad están más expuestas a enfermedades psicosomáticas que cuantos viven en la protección de la familia. El porcentaje de suicidios que los afecta es muy superior a los relativos a las personas que viven en matrimonios bien logrados. El peligro de la dependencia de la droga y/o alcoholismo es preocupante”32. Häring argumenta de modo desenfocado, indicando dificultades solo parcialmente reales. Si, como él dice, permanecer célibe en esta sociedad fuera potencialmente peligroso para la vida psíquica, espiritual, moral y hasta física, las personas instintivamente tenderían a evitarla con todas sus fuerzas. Pero esto no concuerda con muchos actuales estudios sociológicos. Ya que Häring apela a las estadísticas, hagamos lo mismo y veremos que o ha presentado datos manipulados o las cosas han cambiado radicalmente en estos últimos veinte años. Porque muchos actuales sociólogos señalan que cerca del 50% de los adultos norteamericanos – para tomar un solo punto de referencia de comienzos del siglo XXI– son solteros, y más del 30% de los hombres adultos, así como más del 25% de las mujeres adultas, nunca se han casado. Y que una de las tendencias en aumento es la de vivir solos, es decir, sin familia. La Organización Euromonitor Internacional, manifestaba en 2011 que el número de personas que viven solas a nivel mundial pasó de 153 millones en 1996 a 277 millones en 2011; para esa fecha en Japón, el 31,5% de todos los hogares se componía de una sola persona. El mismo año, 2011, el Instituto Nacional de Estudios Demográficos de Francia, informaba que una de cada siete personas vivía sola, habiendo pasado del 6% en 1962 a 14% en 2007. En los países nórdicos la tendencia también sigue en aumento, siendo Suecia el país del mundo con más personas que viven solas (47%), mientras en Noruega el porcentaje es del 40%33. Los estudios aducen razones de 109
diversos órdenes: algunas son económicas (la vida de un soltero es más barata que la una familia), pero otras son culturales, como “un deseo creciente” de esta experiencia solitaria en la que muchos ven un “paso casi natural en el desarrollo del individuo”, “una señal de realización personal y de independencia, basada en los valores liberales”. Es la misma razón por la que en muchas sociedades, como la italiana, se dilata tanto la edad de casamiento. Resumiendo: no pocos sociólogos indican, pues, que la gente se maneja por razones contrarias a las que suponía Häring: “antes, la única forma en que las personas creían encontrar la felicidad era en una relación de pareja. Ahora lo que estamos viendo es que hay muchas más maneras”34. Eric Klinenberg, sociólogo de la universidad de Nueva York y estudioso del tema de la soledad, sostiene que en la actualidad quince millones de norteamericanos de edad media, entre 35 y 64 años, prefieren vivir en tal condición, y a ellos se suman cinco millones de jóvenes entre 18 y 34, es decir diez veces más que en 195035. Insisto en estos datos para mostrar que la argumentación de Häring se basa en un uso sesgado de ciertos datos. Kasper tiene el mismo método. 7º Häring propone inspirarse en la solución que han dado las Iglesias ortodoxas al problema de los matrimonios fracasados, es decir, mediante la llamada oikonomía: “[Esto es] lo que pienso: la iglesia católica podría aprender mucho de la propia tradición multiforme y sobre todo de la tradición caracterizada por la oikonomía que es propia de las iglesias orientales”36. Más adelante explicaremos qué se entiende por esta praxis, que no es tan florida y esperanzadora como la presenta, exageradamente, Häring, ni tiene un origen propiamente eclesiástico sino que responde a una abusiva injerencia del poder político, primero en la pastoral de la Iglesia de Oriente, y luego en su misma doctrina. Adelanto solamente –para que se vea la verdadera portada divorcista de este principio de “misericordia pastoral”– que, como reconoce el mismo Häring, mientras no desalienta el segundo matrimonio de los viudos (en quienes permanece vivo y actuante el recuerdo del cónyuge difunto), sí lo hace con los casos que juzga como: 1) “muerte moral” del matrimonio (“cuando, luego de comportamientos gravemente incorrectos, una convivencia no tiene más nada que ver con el sacramento de salvación”37), 2) “muerte psíquica” del cónyuge (cuando la enfermedad mental hace imposible la relación conyugal38) y 3) la “muerte civil” (los llevados como esclavos que nunca más verán a sus cónyuges, las declaraciones de muerte presunta en situaciones de guerra, y los condenados a cadena perpetua39). Häring no cita fuentes, pero varíos autores sostienen que la fuente inspiradora es el teólogo ruso Evdokimov40. 8º Häring sabe que un cambio como el que propone, ni en el más auspicioso de los casos, podría ser inmediato, por lo que su última propuesta es para el intermezzo: “¿qué se puede hacer desde ahora en espera de la nueva normativa?”41. Ante todo propone hacer lo posible por ayudar a los matrimonios en crisis; pero cuando esto no parece posible, y sobre todo, cuando los que piden ayuda o consejo son ya personas divorciadas vueltas a casar, propone guiarse por el concepto de la epiqueya, que presenta interpretando equivocadamente algún pasaje de San Alfonso de Ligorio42. Más adelante 110
nos referiremos a este tema, mostrando los errores que comete al respecto tanto Häring como Kasper, quien lo sigue al pie de la letra (sin citarlo). Es en la epiqueya que nuestros dos autores ven el modo de orientar la praxis de la oikonomía en la pastoral católica, al menos como primer paso. A través de un erróneo uso de la epiqueya Häring empuja al pastor que recibe a los divorciados vueltos a casar, a ejercer en el fuero interno el derecho a declarar nulo su(s) matrimonio(s) anterior(es) y volver a casarlos43. *** Como puede verse, en Häring –singularmente en este texto tan influyente en su momento– se basa Kasper, o por lo menos, si este último lo negara –que no lo ha hecho–, están tan unidos en el pensamiento como Rómulo y Remo sorbiendo las ubres de su loba adoptiva. ____________________ 1
Kasper, W., Misericordia y verdad, en: L’Osservatore Romano (lengua española), 28 de marzo de 2014, 6-7. Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, Queriniana, Brescia (2014). 3 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 41. 4 Matthew Boudway – Grant Gallicho, An Interview with Cardinal Walter Kasper. Merciful God, Merciful Church, Commonweal (revista jesuita norte-americana), 7 de mayo de 2014. 5 Sanahuja, J. C., Kasper siembra confusión, Noticias Globales, 14 de mayo de 2014. Al momento de la redacción de este trabajo (2/04/2015) el audio de la entrevista se encuentra disponible en: http://www.wnyc.org/story/popes-theologian/. 6 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 42. 7 Ibídem. La cursiva es mía. 8 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 43. 9 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 44-46. La revista La Civiltà Cattolica, de los jesuitas, se ha alineado tras Kasper al publicar la entrevista de su director Antonio Spadaro, al teólogo dominico Jean-Miguel Garrigues, que vuelve a proponer este argumento, a nuestro juicio sofístico: “Chiesa di puri” o “Nassa composita”?, Intervista di Antonio Spadaro S.I., La Civiltà Cattolica, n. 3959, (junio 2015), 507-508. 10 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia,, 46-52. 11 La expresión “more coniugali” y “more uxorio”, usadas repetidamente en el contexto de las discusiones sobre las que tratamos, designan el modo de vida análogo al de los esposos sexualmente activos. 12 Kasper, Il Vangelo della Famiglia, 47, 13 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 57-58. 14 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 59-62. 15 Raztinger, J., Zur Frage nach der Unauflöslichkeit der Ehe. Bemerkungen zum dogmengeschichtlichen Befund und zu seiner gegenwärtigen Bedeutung (Sobre la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio. Observaciones sobre lo que deriva de la historia de los dogmas y sobre su importancia actual), Munich (1972). 16 El texto ha sido publicado corregido en: J. Ratzinger – Benedikt XVI, Einführung in das Christentum. Bekenntnis, Taufe, Nachfolge, Joseph Ratzinger Gesammelte Schriften, Band 4, Verlag Herder, Freiburg (2014). 17 Raztinger, J., Introducción; en: Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios; 9-35. La tercera parte de su trabajo se titula: “III. Objeciones contra la doctrina de la Iglesia – Líneas para una respuesta”; y toca cinco objeciones principales: 1) Que las palabras de Jesús en el Nuevo Testamento sobre la indisolubilidad permiten una aplicación flexible y no pueden encerrarse en una categoría rígidamente jurídica; 2) Que la tradición patrística dejaría espacio para aceptar nuevas nupcias de 2
111
divorciados, y que la Iglesia podría aprender del principio de la “economía” de las iglesias orientales separadas; 3) La propuesta de algunos de que se permitan excepciones en base a la epikeia y a la aequitas canonica; 4) Que el Magisterio ha involucionado hacia una visión preconciliar del matrimonio; 5) Que la actitud de la Iglesia hacia los divorciados vueltos a casar es unilateralmente normativa y no pastoral. Si el texto de Raztinger hubiese sido publicado en marzo de 2014, podría haber pasado como contestación y refutación del discurso de Kasper en el Consistorio. Parece, pues, un tanto indecoroso de parte de Kasper ampararse en un escrito juvenil de quien, de hecho, en este otro escrito posterior, es su notorio adversario. Al menos es poco decente no hacerlo notar. 18 Häring, B., Pastorale dei divorziati. Una strada senza uscita?, Bologna (1990). 19 Se trata de la carta pastoral La pastoral de las personas con matrimonio fallido, divorciados y matrimonio de divorciados, escrita en 1993, por los obispos alemanes Oskar Saier, Karl Lehman y Walter Kasper, de Friburgo, Mainz y Rottenburg-Stuttgart. La referida Carta tenía dos partes: una “Carta Pastoral” sobre la pastoral de los divorciados y los matrimonios de divorciados y “Los principios fundamentales para un acompañamiento pastoral” de las personas con problemas matrimoniales y de los divorciados casados de nuevos de la provincia eclesial de Oberrhein, donde ellos eran pastores. 20 Häring, B., Yet There Is Movement, Rev. “America”, 21 de setiembre de 1996. 21 En efecto, “los documentos de esta Congregación, aprobados expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario del sucesor de Pedro” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo, 24 de mayo de 1990, n. 18). 22 Todo esto es lo que se desprende de las preguntas retóricas de su Premisa (cf. Häring, Pastorale dei divorziati, 11): “¿Sabrá [la Iglesia] darse cuenta mejor que en el pasado, de que quien la invita es el Maestro que dice de sí mismo: «No he venido a juzgar sino a salvar»? ¿Logrará liberarse de la dependencia de la letra, para una fidelidad plena al propio fundador? (…) ¿Estará en condiciones de encontrar (…) las vías que le permitan entender y captar el matrimonio como vocación a la libre fidelidad, con la capacidad de tener presente además las condiciones actuales concretas…?”. Es lógico que sólo quien no ha entendido bien algo necesita “darse cuenta mejor”, así como únicamente es el esclavizado quien necesita liberarse y el que no está en condición de algo, quien debe encontrar tal condición. 23 Lo hacía un mes y medio después de su publicación con el artículo: La crisis de la encíclica. Oponerse puede y debe ser un servicio de amor hacia el Papa: «Commonweal» 88, n°20, 6 de setiembre de 1968. El artículo también fue reproducido por la revista de los jesuitas de Chile, «Mensaje» 173, X-1968, 477-488. 24 Häring, Pastorale dei divorziati, 22. 25 Häring, Pastorale dei divorziati, 23. 26 Cf. Häring, Pastorale dei divorziati, 66-68. 27 Häring, Pastorale dei divorziati, 65-66. 28 Häring, Pastorale dei divorziati, 39. 29 Häring, Pastorale dei divorziati, 22. 30 Häring, Pastorale dei divorziati, 26. 31 Häring, Pastorale dei divorziati, 24. 32 Häring, Pastorale dei divorziati, 24-25. 33 Cf. Por qué cada vez más estadounidenses viven solos, BBC Mundo, 27 de abril de 2012: (www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2012/04/120425_cultura_eeuu_solos_tsb.shtml). 34 Ford, Judy, Single: The Art of Being Satisfied, Fulfilled and Independent, Avon, Massachusetts (2004). 35 Cf. Klinenberg, Eric, America: Single, and Loving It, The New York Times, 10 de febrero de 2012. Klinemberg es autor de: Going solo: The extraordinary Rise and Surprising Appeal of Living Alone, New York (2013). 36 Häring, Pastorale dei divorziati, 27; 41. 37 Häring, Pastorale dei divorziati, 49. 38 Häring, Pastorale dei divorziati, 51. 39 Häring, Pastorale dei divorziati, 52.
112
40
Pérez-Soba – Kampowski, II Vangelo della Famiglia, 84; Pelland, G., La práctica de la Iglesia antigua relativa a los fieles divorciados vueltos a casarse; en: Congregación para la Doctrina de Fe, como comentario de su Carta sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, 138. 41 Häring, Pastorale dei divorziati, 69. 42 Häring, Pastorale dei divorziati, 74-75. 43 Häring, Pastorale dei divorziati, 78-83.
113
2. Las dos Relationes del Sínodo de la Familia de 2014 Corresponde que veamos ahora los puntos esenciales de las dos Relationes publicadas durante el Sínodo de la Familia de Octubre de 2014.
1. La Relatio post disceptationem (= Rpd) La IIIa Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de Obispos, convocada por el papa Francisco bajo el lema “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”, se desarrolló en la Ciudad del Vaticano entre el 5 y el 19 de octubre de 2014. Promediando el Sínodo, el 13 de octubre, el relator del mismo, cardenal Péter Erdö, presentó un Documento preliminar, titulado Relatio post disceptationem, que decía resumir los debates celebrados en el sínodo hasta ese momento. Este documento, redactado, según diversos trascendidos, por mons. Bruno Forte, fue muy controvertido. El documento se divide en tres partes, además de la Introducción y la Conclusión. En la primera parte se habla del contexto y los desafíos de la familia (contexto socio-cultural, importancia de la vida afectiva y desafíos pastorales); en la segunda se presenta “el Evangelio de la familia” (la gradualidad en la historia de la salvación, la familia en el plan salvífico de Dios, los problemas de las familias heridas, las situaciones irregulares, la verdad y belleza de la familia y la misericordia); la tercera parte analiza las perspectivas pastorales. Los puntos más controvertidos de este documento son tres.
a. Sobre las uniones “de hecho” Después de constatar que hay “un número creciente de parejas que conviven ad experimentum, sin matrimonio ni canónico ni civil y sin ningún registro” (Rpd, n. 37), se afirma que en algunos países “las uniones «de hecho» son muy numerosas, no por motivo del rechazo de los valores cristianos sobre la familia y el matrimonio; sino sobre todo por el hecho de que casarse es un lujo, de modo que la miseria material empuja a vivir en uniones «de hecho». También en tales uniones es posible acoger los valores familiares auténticos o al menos el deseo de ellos. Es necesario que el acompañamiento pastoral parta siempre de estos aspectos positivos. Todas estas situaciones deben ser abordadas de manera constructiva, buscando transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza. Con esta finalidad, es 114
importante el testimonio atractivo de auténticas familias cristianas, como sujetos de evangelización de la familia” (Rpd, nn. 38-39). En este texto: a. Se afirman aspectos verdaderos pero parciales; solo lo “positivo” (que habría que ver en cada caso si es tan positivo como se dice o no), sin equilibrarlo con los aspectos negativos que, lamentablemente, son intrínsecos a estas situaciones. Se dice que hay que “presentar con claridad el ideal” (supongo que es el matrimonio y la familia bien constituida), pero no se dice nunca que haya que decirles la verdad –si bien toda la delicadeza posible– sobre su situación. b. La propuesta es puramente pasiva: aceptar esta realidad tal como está, y acompañarla, pero sin orientarla hacia la verdad del amor y del matrimonio, que debe pasar por la conversión. c. No se indica la gravedad del pecado de la convivencia –fornicación o adulterio, según los casos–, y el peligro que pesa para el alma que arriesga morir en estado de enemistad con Dios (porque el pecado es enemistad con Dios, como enseña la Escritura y esto no se puede dulcificar sin negar algo esencial del mensaje revelado). Precisamente, muchos cristianos, a lo largo de la historia, han sacado fuerza de esta verdad para animarse al heroísmo. Kasper, como ya hemos subrayado, no cree que “el heroísmo sea para el cristiano promedio”; en realidad no lo es para el cristiano al que no se le predica, ni se le enseña cuáles son las virtudes cristianas y el modo de adquirirlas; pero Dios no deja de suscitar en cada época muchos mártires –¡y la nuestra es una época de mártires!– para dar ánimo y empujar al valor a los pusilánimes. No por nada en este documento no se mencionan ni una sola vez los términos “castidad”, “pureza”, “heroísmo” y “martirio”, los cuales, sin embargo, tienen mucho que explicar sobre el matrimonio y la familia. d. No se señalan tampoco las consecuencias gravísimas que a menudo tiene este tipo de convivencias, en particular para la mujer, que arrastra la incertidumbre de un futuro, cargada de hijos, sin la solidez que le otorga el compromiso matrimonial. e. No hay ninguna propuesta positiva para emprender una pastoral orientada a regularizar las situaciones cuando esto es posible (y creo que es posible con más frecuencia de cuanto suponen los pastores). f. No hay propuestas positivas para fortalecer y alentar a vivir la vida de la continencia en quienes no puedan separarse, ni regularizar su situación, pero se animen a vivir como hermanos. Por más que esto sea heroico, a la Iglesia no le es lícito –sin pecar contra su obligación para con la Verdad que es Cristo– silenciar este camino de salvación. De hecho no conozco, personalmente, ningún libro o libri-to o folleto o documento pontificio, dicasterial o episcopal, destinado a los que viven en situaciones irregulares dándoles pautas para vivir la continencia1. Si preguntáramos a muchos fieles que se encuentran en estas situaciones: “¿Ya os han explicado –no sólo mencionado– el porqué de la continencia, su significado y valor, su importancia y los medios para poder vivirla como un don divino y una responsabilidad personal?”, la mayoría nos respondería parafraseando a los varones encontrados por Pablo en Éfeso: “Pero si nosotros ni siquiera hemos oído decir que exista la continencia”2. 115
b. Sobre los divorciados vueltos a casar y la comunión eucarística Se señala lo siguiente: “Otros [padres sinodales] se han expresado por una mayor apertura a las condiciones bien precisas cuando se trata de situaciones que no pueden ser disueltas sin determinar nuevas injusticias y sufrimientos. Para algunos, el eventual acceso a los sacramentos debe ir precedido de un camino penitencial –bajo la responsabilidad del obispo diocesano-, y con un compromiso claro a favor de los hijos. Se trataría de una posibilidad no generalizada, fruto de un discernimiento actuado caso por caso, según una ley de la gradualidad, que tenga presente la distinción entre el estado de pecado, estado de gracia y circunstancias atenuantes” (Rpd, n. 47). Como puede verse, se trata, sustancialmente, de la propuesta del cardenal Kasper. A lo que hay que observar: a. Creo que debemos entender la ambigua expresión “camino penitencial”, en el sentido que le da Kasper en su Relación al Consistorio, es decir, no referida a una penitencia por el estado actual de pecado sino penitencia por la ruptura anterior, de la cual solo se pone como condición que se cumpla con la justicia respecto de los hijos anteriormente habidos. Si se tratara de penitencia por el estado actual de pecado, orientada a regularizar la situación, sea separándose o viviendo como hermanos, no tendría ningún sentido meter de por medio al obispo, pues esto lo hace cualquier confesor y director espiritual. b. Se alude a la ley de la gradualidad sin especificar el modo en que debemos entender esta expresión, de la que se sabe que hay interpretaciones equivocadas. Algo semejante debe decirse de la alusión a “la distinción entre el estado de pecado, estado de gracia y circunstancias atenuantes”, que, si lo tomamos en el sentido tradicional no presenta ninguna dificultad, pero no queda claro por qué mencionarlo siendo algo obvio para todo moralista y confesor, a menos que se le quiera dar un sentido nuevo que no sabemos cuál sería (por eso trataré el tema expresamente en el capítulo VII). c. En ningún lugar del documento, dedicado a la familia cristiana, se señala que el adulterio es un pecado gravemente condenado por Jesucristo, y que constituye una gravísima injusticia. Tampoco se señala que todo “divorciado vuelto a casar” vive en una situación de adulterio. d. El que se trate sustancialmente de la propuesta de Kasper, queda en evidencia, por la apelación, en el párrafo siguiente, del equívoco argumento de la licitud de la comunión espiritual, ya usado por el cardenal en su Relación ante el Consistorio de cardenales de febrero de 2014. El texto de la Rpd dice: “Sugerir limitarse a la sola «comunión espiritual» para no pocos Padres sinodales plantea algunas preguntas: ¿si es posible la comunión espiritual, por qué no es posible acceder a la sacramental? Por eso ha sido solicitada una mayor profundización teológica a partir de los vínculos entre el sacramento del matrimonio y Eucaristía en relación a la Iglesia-sacramento” (Rpd, n. 48). Evidentemente, aquí se entiende “comunión espiritual” como verdadera unión entre el alma y Cristo, lo que resulta imposible para quien está en pecado mortal. El pecador – 116
que permanece en pecado– solamente puede expresar el deseo de unirse algún día a Cristo, tanto espiritual como sacramentalmente. Pero mientras persista el obstáculo de su pecado, no hay, ni puede haber, ninguna “unión espiritual” con Dios. Decir lo contrario es un error teológico originado por el uso excesivamente amplio de la palabra “comunión” que aquí suple exclusivamente por “deseo de futura comunión”. e. El documento, además, comete una omisión gravísima, al no mencionar que este tema ya fue tratado en el Sínodo de la familia de 1980, el cual ya dio la solución de modo claro y decidido: “La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio” (FC, 84). En el texto se distinguen, pues, dos motivos por los que la comunión a los divorciados vueltos a casar es inviable: uno doctrinal (la contradicción objetiva de su situación con el amor entre Cristo y la Iglesia), y otro pastoral (la posibilidad de error y confusión sobre la indisolubilidad para los demás fieles). f. Tampoco se dice que también el Catecismo de la Iglesia Católica se ha expedido al respecto con palabras que pretenden ser definitivas: “El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (CICat., n. 2384). g. Asimismo se omite decir que el tema está resuelto por el Magisterio de forma puntual y deliberada en la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar (año 1994): “Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación”3. No es lícito callar cosas tan gruesas y hablar como si la cuestión estuviese aún abierta.
c. Sobre las uniones homosexuales Se afirma: “Las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades? A menudo desean encontrar una Iglesia que sea casa acogedora para ellos. ¿Nuestras comunidades están en grado de 117
serlo, aceptando y evaluando su orientación sexual, sin comprometer la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio?” (Rpd, n. 50) Este texto señala un aspecto real: la persona que experimenta tendencias homosexuales debe ser tratada con caridad, al margen del origen de su problema. Pero, al mismo tiempo: a. Se omite algo fundamental, y es la obligación que tienen estas personas de guardar la castidad, como está indicado en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2359): “Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo, que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana”. Es una omisión grave, “porque oculta a las personas con atracción por el mismo sexo el plan de Dios para ellos, es decir, la vía por la que pueden alcanzar la perfección cristiana, la santidad”4. b. Además omite un problema muy serio, a saber el que muchas personas con problemas de atracción por el mismo sexo no pueden, por su propio bien y el del prójimo, desempeñar ciertas tareas relacionadas con la educación deportiva, con el desempeño en las fuerzas armadas, con la vida religiosa comunitaria… Esto no es injusta discriminación, sino, en este caso, evitar las ocasiones de pecado. La Congregación para la Doctrina de la Fe ha afirmado al respecto: “Existen áreas en las que no es una discriminación injusta tener en cuenta la inclinación sexual, por ejemplo, en la adopción o cuidado de niños, en empleos como el de maestros o entrenadores de deportes y en el reclutamiento militar”5. A continuación el texto sinodal añade: “…La Iglesia, por otra parte, afirma que las uniones entre personas del mismo sexo no pueden ser equiparadas al matrimonio entre un hombre y una mujer (Rpd, n. 51)… [Ahora bien] Sin negar las problemáticas morales relacionadas con las uniones homosexuales, se toma en consideración que hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas (Rpd, n. 52)”. Sobre este segundo párrafo hay que decir: a. Limitarse a afirmar que “las uniones entre personas del mismo sexo no pueden ser equiparadas al matrimonio entre un hombre y una mujer” es una afirmación solo parcialmente correcta, y más bien ambigua, incompleta e inductora de errores. “Tampoco se pueden equiparar al matrimonio muchas relaciones buenas, como la amistad, los equipos de fútbol o los contratos de arrendamiento. Pero con las uniones homosexuales sucede algo mucho más importante: según la doctrina católica son el producto de actos intrínsecamente desordenados, un hecho que es fundamental para comprenderlas, y que la Relatio omite”6. b. Además, aunque se diga que no se niegan “las problemáticas morales” relacionadas con estas uniones, no parece dársele suficiente importancia, cuando, a decir verdad, son particularmente serias. Por otra parte, la expresión “problemática moral”, no es exacta, porque algo “problemático” designa alguna cosa que suscita discusión doctrinal, pero en 118
este caso no hay, desde el punto de vista de la moral católica, ninguna discusión acerca de inmoralidad del acto homosexual, cuyo desorden intrínseco es patente tanto para la ética natural como para la revelación cristiana. Precisamente el Catecismo recuerda que “apoyándose en la Sagrada Escritura, que los presenta como depravaciones graves (cf. Gn 19,1-29; Rm 1,24-27; 1Cor 6,10; 1Tm 1,10), la Tradición ha declarado siempre que «los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados» 7. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso” (CICat., 2357). c. En ningún caso puede decirse con propiedad –salvo una visión sesgada y muy accidental– que una relación homosexual puede constituir “un valioso soporte para la vida de las parejas”. Más bien puede constituir un escándalo, y para algunos débiles, una tentación. No debe extrañarnos que algunos prelados hayan visto que detrás de estas frases se oculta una intención muy preocupante orientada en la línea de lo que se denomina la “agenda gay”, el intento de imponer una visión positiva de la homosexualidad. Algunos hechos posteriores al Sínodo parecen avalar tales inquietudes8. No nos debe extrañar que este documento haya recibido durísimas críticas. Mons. Stanislaw Gadecki, arzobispo de Poznan y presidente de la Conferencia Episcopal Polaca, quien dijo, por ejemplo, que el contenido de la Relatio es “inaceptable para muchos obispos”. El Cardenal Burke afirmó que la Relatio usa un lenguaje “confuso” e “incluso erróneo”. Mons. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la archidiócesis de María Santísima en Astana (Kazajistán), señaló que se trataba claramente de un texto prefabricado” y que “en las secciones sobre homosexualidad, sexualidad y los «divorciados vueltos a casar», el texto representa una ideología neopagana radical”.
2. La Relatio Synodi (= RSy) Al término del Sínodo, con fecha 18 de octubre de 2014, se publicó una Relación final también estructurada en tres partes y sustancialmente con los mismos temas, aunque, en líneas generales, más atinada. Sobre ésta señalo los aspectos positivos y algunas perplejidades que suscita. a) Entre los aspectos positivos podemos señalar que la RSy reconoce las influencias sobre la familia del cambio antropológico-cultural, la crisis de fe que afecta a la familia, el creciente peligro del individualismo, la sensación general de impotencia en el ámbito socio económico, el abandono que sufren las familias por parte de las instituciones (RSy, nn. 56). Se indican también los desafíos que, en algunas sociedades, imponen prácticas como la poligamia, el “matrimonio por etapas”, los “matrimonios arreglados”; también los matrimonios mixtos y con disparidad de culto a los que siempre amenaza el peligro del relativismo o de la indiferencia (RSy, n. 7). También indica el problema de los “muchos” hijos que nacen fuera del matrimonio, las familias “monoparentales”, los problemas de la violencia, la penalización social de la 119
maternidad, el abuso sexual de la infancia, etc. (RSy, n. 8). Igualmente pone de relieve la importancia de la vida afectiva y del desafío que, para la Iglesia, significa el ayudar a madurar esta dimensión en las parejas (RSy, n. 9). Es una pena que no se aluda más ampliamente al trabajo en la virtud, la dirección espiritual y otros medios que precisamente se orientan a esa maduración y que están prácticamente ausentes en la asistencia que se presta a las familias y en la formación de los sacerdotes encargados. Hace una presentación del matrimonio a la luz de la salvación, y se indican los principales documentos de la Iglesia que han abordado explícitamente esta temática. Recalca la indisolubilidad del matrimonio cristiano y la validez del matrimonio natural no cristiano. También trata de la belleza de la familia y de la misericordia con las familias frágiles y heridas, planteando la importancia de encontrar el modo de acompañarlas pastoralmente. Señala claramente que la Iglesia debe acompañar con atención a los hijos más frágiles, y que “la misericordia más grande es decir la verdad con amor” y que “el amor misericordioso, como atrae y une, así transforma y eleva. Invita a la conversión”; por eso, afirma que se entiende “la actitud del Señor, que no condena a la mujer adúltera, pero le pide que no peque más” (RSy, n. 28). Otro elemento muy importante es que subraya “el primado de la gracia, y por tanto, las posibilidades que el Espíritu da en el sacramento” (RSy, n. 31). Asimismo es importante el acento que da a la preparación de los novios (RSy, n.39), al acompañamiento en los primeros años de la vida matrimonial (n. 40), a la atención de los que viven en matrimonios civiles o en convivencias (RSy, n. 41-42), afirmando que “todas estas situaciones deben afrontarse de manera constructiva, buscando transformarlas en oportunidades de caminar hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio”; y en esto se pone de realce el valor que tiene “el testimonio atrayente de auténticas familias cristianas” (RSy, n. 43). Anoto, sin embargo, que se incurre en cierta ambigüedad al no dar acabada cuenta de que algunas de estas “situaciones”, siendo situaciones de pecado grave, no pueden ser “transformadas en oportunidades” a menos de ser desarraigadas y cambiadas por sus contrarias. Ciertamente que se puede ayudar a una pareja de solteros convivientes a dar el paso de contraer matrimonio religioso, pero no se puede retocar la lujuria de tal modo que se convierta en castidad, como no hay modo de retocar una injusticia para que se vuelva justicia. La conversión –y en estos casos no hay otro modo que la conversión– siempre es dar la espalda a lo que ahora se da la cara y dar la cara a aquello a lo que ahora se da la espalda. También habla de la importancia de ayudar a los matrimonios que están en crisis (RSy, n. 44), y la necesidad de preparar sacerdotes, religiosos y laicos capaces de desempeñar “el arte del acompañamiento” de estos casos (RSy, n. 46). Resalta asimismo que “es indispensable un particular discernimiento para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados” (RSy, n. 47). Queda, sin embargo, muy vaga esta noción de “acompañamiento”, no sabiéndose si implica una 120
tolerancia de lo que hay de desordenado en estas situaciones o un aliento –con toda la paciencia que se quiera– para purificarlo y convertirlo. Advierte también la necesidad de buscar el modo de agilizar los procesos de nulidad (RSy, n. 48). Subraya el “testimonio de fidelidad matrimonial” que dan a menudo “las personas divorciadas que no se han vuelto a casar”. Y a éstas las alienta a buscar fuerza en la Eucaristía (RSy, n. 50). Indico además como muy positivo lo referido al desafío de la “desnatalidad” (RSy, n. 57), el aliento a “dar razón de la belleza y de la verdad de una apertura incondicionada a la vida”, el acento a “una adecuada enseñanza sobre los métodos naturales de la procreación responsable”, a la mención de la Humanae vitae de Pablo VI, a poner en relieve la gran obra de caridad que es la adopción de niños, huérfanos y abandonados (RSy, n. 58). Del mismo modo, me parece muy acertado que subraye la urgencia de ayudar a vivir la afectividad, incluso en la relación conyugal, como camino de maduración y la necesidad de ofrecer caminos formativos para alimentar la vida conyugal (RSy, n. 59). Por fin, destaco la alusión a los desafíos para la familia que vienen de la educación y del manejo de los mass-media. b) Pero hay también algunos aspectos que causan perplejidad; en particular tres párrafos que introducen en esta Relación los puntos más controvertidos de la Relatio post disceptationem, así como algunos silencios o ausencias notables: a. Sobre el acceso de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. Leemos: “Se ha reflexionado sobre la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar accedan a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Varios Padres sinodales han insistido a favor de la disciplina actual, debido a la relación constitutiva entre la participación en la Eucaristía y la comunión con la Iglesia y su enseñanza sobre el matrimonio indisoluble. Otros se han expresado a favor de una recepción no generalizada a la mesa eucarística, en algunas situaciones particulares y bajo condiciones bien precisas, sobre todo cuando se trata de casos irreversibles y relacionados con obligaciones morales para con los hijos que padecerían de lo contrario sufrimientos injustos. El eventual acceso a los sacramentos debería ser precedido de un camino penitencial bajo la responsabilidad del Obispo diocesano. Sigue siendo profundizada la cuestión, teniendo bien presente la distinción entre la situación objetiva de pecado y las circunstancias atenuantes, ya que «la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas o incluso suprimidas» por diversos «factores psicológicos o sociales» (CICat., 1735)” (RSy, 52). Este párrafo no obtuvo la mayoría necesaria para la aprobación (los dos tercios; de hecho obtuvo 104 placet contra 74 non placet). Se incluyó, empero, como “no aprobado” por expreso deseo del Santo Padre; al parecer para que se discuta en el Sínodo de octubre de 2015. Como puede observarse, si se compara con el n. 47 de la Rpd, el contenido es casi el 121
mismo, con ligeros matices. Valen aquí las mismas observaciones que ya hice al presentar aquel parágrafo. Pero hay igualmente en este párrafo algunas afirmaciones que son inexactas. Ante todo, se dice que se consideran los casos supuestamente “irreversibles”. Pero en el orden humano no hay ningún caso absolutamente irreversible. Por más dramática que sea una situación, ambos convivientes –o al menos uno de ellos– pueden elegir el heroísmo y separarse; o pueden elegir vivir “como hermanos” (y muchos lo hacen). Por tanto, no puede nunca desesperarse de la reversibilidad. Además de dice que lo que determina la “irreversibilidad” es “la obligación moral para con los hijos” de esta nueva unión, que “padecerían sufrimientos injustos”. Debo aclarar que tales padecimientos serían reales pero no injustos, porque los hijos de tales uniones no tienen estrictamente hablando “derecho” a que su madre conviva con su padre, si éstos no están casados. Tienen, sí, derecho a recibir de ellos atención, cariño y manutención, pero no a que convivan sin estar casados. Y en todo caso, hay aquí una colisión de derechos, porque el derecho de estos hijos colisiona con el derecho del cónyuge legítimo y quizá de los hijos legítimos. ¿Por qué tiene que primar el derecho de un hijo nacido del adulterio sobre el de un hijo nacido en el matrimonio o sobre el del cónyuge legítimo (que no se pierde ni aunque esté de acuerdo en la separación, porque éstos son derechos irrenunciables: un esposo nunca puede renunciar al derecho a la fidelidad de su esposa dándole permiso para que adultere)? También se alude aquí a un “camino penitencial” que debería preceder la recepción de los sacramentos. Pero, preguntamos nuevamente, ¿penitencia respecto de qué? ¿De qué tiene que arrepentirse, y qué debe expiar, el divorciado vuelto a casar? La sana doctrina nos obliga a decir que el objeto de la penitencia son todos los pecados cometidos, por tanto, aquellos que hubiere cometido al romper su matrimonio legítimo (si es que ha sido culpable) y los que actualmente comete al estar ilegítimamente unido a quien no es su cónyuge. Pero, como ya hemos visto, en su propuesta, Kasper sólo hablaba de penitencia respecto de la ruptura del matrimonio anterior, sin exigir un cambio moral en lo que toca a la situación actual; pero esto es un gravísimo error doctrinal, que supone la posibilidad de la recepción de la absolución sacramental y de la eucaristía sin arrepentimiento del pecado de adulterio y sin propósito de cortar la situación de pecado. Precisamente creo que el texto sinodal solamente puede entenderse en la línea de Kasper, por dos razones. Ante todo, porque si se tratase de un camino penitencial que termina en la solución del estado de pecado actual (sea con la separación o viviendo como hermanos), no tiene sentido ponerlo a la consideración de los padres sinodales, pues está ya indicada en Familiaris consortio y en la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la comunión de los fieles divorciados vueltos a casar. Además, porque se alude a tener en cuenta las “circunstancias atenuantes”, es decir, el modo de buscar la vuelta para considerar si alguna rendija moral permite entrar una lucecita que suavice la gravedad del juicio moral que merece el estado actual de convivencia sexual activa de dos personas que no están casadas entre sí. Volveré sobre este tema más adelante.
122
b. Sobre la comunión espiritual como argumento de la posibilidad de la comunión sacramental: “Algunos Padres han sostenido que las personas divorciadas y vueltas a casar o convivientes pueden recurrir fructuosamente a la comunión espiritual. Otros Padres se han preguntado por qué entonces no pueden tener acceso a la comunión sacramental. Es necesaria por tanto una profundización del tema que pueda poner de manifiesto las peculiaridades de las dos formas y su conexión con la teología del matrimonio” (RSy, 53). Tampoco este párrafo obtuvo la mayoría necesaria para la aprobación (112 placet contra 64 non placet). En esta nueva redacción, se ha modificado sustancialmente el n. 48 de la anterior Relación (Rpd), limitándose a señalar las dos sugerencias de los Padres sinodales, e indicando que hay que profundizar la relación entre ambos modos de comunión y su conexión con la teología del matrimonio. No se alude aquí, como se hacía en la relación anterior, a que el punto de referencia debe ser “la conciencia de los cónyuges” (que no son cónyuges sino convivientes adulterinos). Aunque no contiene en sí, por el cambio hecho, ningún error, pues se limita a ser una crónica de los planteos de los Padres sinodales, considero una grave omisión no responderles a esos Padres el motivo por el cual no se pueden equiparar ambos modos de comunión, lo que no es ningún secreto de la teología. No honra a los redactores el pedir una profundización futura que ya ha sido hecha. c. A la cuestión de la homosexualidad se dedicó un párrafo que dice: “Algunas familias viven la experiencia de tener en su interior personas con orientación homosexual. En este sentido, nos hemos interrogado sobre la atención pastoral apropiada frente a esta situación, refiriéndonos a lo que enseña la Iglesia: «No hay fundamento alguno para asimilar o establecer una analogía, ni siquiera remota, entre las uniones homosexuales y el plan de Dios para el matrimonio y la familia». Sin embargo, los hombres y las mujeres con tendencias homosexuales deben ser acogidos con respeto y delicadeza. «Respecto de ellos debe evitarse todo signo de discriminación injusta» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 4)” (RSy, 55). Tampoco este párrafo obtuvo la mayoría necesaria para la aprobación (118 placet contra 62 non placet). Mejora, sin duda, los nn. 50-52 de la anterior Relatio (Rpd), y no contiene en sí ningún error. Sin embargo, carga una gran ambigüedad e imprecisión. Es una superfluidad decir que “no hay fundamento alguno para asimilar o establecer una analogía, ni siquiera remota, entre las uniones homosexuales y el plan de Dios para el matrimonio y la familia”, del mismo modo que sería insensato o inútil decir: “no hay fundamento alguno para asimilar o establecer una analogía, ni siquiera remota, entre un asesinato y el plan de Dios para la caridad fraterna”. ¿Qué se pretende decir cuando se dice lo que es más que obvio? Lo que corresponde decir es que las uniones homosexuales “contradicen” el plan de Dios para el matrimonio y la familia. Ésa es la 123
verdad; lo otro es una simpleza. Si se teme ofender a las personas con tendencia homosexual con este párrafo, corresponde omitirlo. Es probable que precisamente por todo lo que no dice, y la falta de sentido de lo que se dice, no haya recibido los votos necesarios para ser aprobado. d. Ya he destacado en su momento otras ambigüedades, que, haciendo un esfuerzo, podemos intentar entender correctamente, pero que no dejan de ser preocupantes. Señalo, sí, y con extrañeza, algunas importantes omisiones; en particular, el hecho de que, en un documento dedicado al matrimonio y la familia, no haya alusiones explícitas a la virtud de la castidad, ni se hable casi de la educación en las virtudes, ni se mencione la importancia del cultivo del pudor… Estas son, ciertamente, omisiones serias. Como puede observarse, hay mucho que estudiar, precisar y profundizar. Lo haremos en las páginas que siguen. ____________________ 1
Cuando digo que yo no conozco libros o documentos con este argumento, no digo que no existan. Cuanto más confieso mi ignorancia y que, como sacerdote, nunca llegó a mis manos ninguno semejante. Lo más aproximado que he leído, aunque ser refiere a la continencia y a la castidad en un contexto más amplio (para las personas que no pueden casarse por razones de otro tipo, como, por ejemplo, por tener tendencias hacia personas de su propio sexo) es el excelente escrito del P. Benedict Groeschel, The Courage to be Chaste [El coraje de ser castos], Paulist Press, New York (1985), del que no hay traducción al español, ni, que yo sepa, a otras lenguas. Tampoco digo que no se toque el argumento en otros libros, como un punto más. De hecho yo mismo he tocado el tema en mi libro La castidad ¿posible?, San Rafael (2006); pero lo considero insuficiente. 2 El texto no habla de continencia sino del Espíritu Santo. San Pablo preguntó a un grupo de discípulos en Éfeso: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?” Ellos contestaron: “Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo” (Hch 19,2). 3 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de setiembre de 1994, n. 4. 4 Iraburu, José M., Sínodo-2014. La Relatio primera, http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1410141056286-2-la-relatio-posterior-al-1 (última entrada: 19/05/2015). 5 Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones para la respuesta católica a propuestas legislativas de no discriminación a las personas homosexuales, n. 11. 6 Iraburu, José M., Sínodo-2014. La Relatio primera, loc. cit. 7 Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Persona humana, 8. 8 Señalo solamente, entre los signos más preocupantes: las reacciones ambiguas, e incluso positivas ante la dramática aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo en la “católica” Irlanda (tras el referéndum del 22 de mayo de 2015). Destaco que el cardenal Parolin, secretario de Estado, lo llamó “una derrota para la humanidad” (Infocatólica, 27/05/15), y el primado irlandés, mons. Eamon Martin, lo calificó de “luto”. Pero no han faltado quienes lo han visto con buenos ojos. Entre otros, el cardenal Kasper, quien dijo, en una entrevista a “Il Corriere della Sera” (del 27 de mayo 2015, p. 6) que “si la mayoría de la gente quiere que este tipo de uniones homosexuales, el Estado tiene el deber de reconocer tales derechos”. Con este principio también quedaría legitimada la muerte de Cristo, que fue pedida por la mayoría manipulada por el lobby sacerdotal saduceo, y tantas otras atrocidades. Esto hace temer que sean ciertas las advertencias del cardenal Pell durante el Sínodo extraordinario de 2014: “La comunión para los divorciados vueltos a casar es para algunos padres sinodales –muy pocos, ciertamente no la mayoría– solo la punta del iceberg, el caballo de Troya. Ellos quieren cambios más amplios, el reconocimiento de las uniones civiles, el reconocimiento de las uniones homosexuales (“Catholic News Service”, 13/10/14).
124
125
3. El matrimonio y el plan del principio Es fundamental subrayar que aquello que se pone en juego en las discusiones actuales sobre el matrimonio y la familia no es, en última instancia, “la recepción de los sacramentos por parte de los divorciados vueltos a casar civilmente”, sino la misma naturaleza del matrimonio y la doctrina sacramental. Porque, en efecto, si se plantea la cuestión de la comunión por parte de quien vive en estado de adulterio, es porque se ha dado un desenfoque previo respecto de la naturaleza del matrimonio tanto natural como cristiano. Los nn. 15-16 de la Relatio Synodi, abordan, para iluminar la naturaleza del matrimonio, lo que podemos denominar la “historia del matrimonio y de la familia”. Dice el texto del Documento: “Las palabras de vida eterna que Jesús dejó a sus discípulos incluían la enseñanza sobre el matrimonio y la familia. Dicha enseñanza de Jesús nos permite distinguir en tres etapas fundamentales el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia. [1º] Al principio, está la familia de los orígenes, cuando Dios creador instituyó el matrimonio primordial entre Adán y Eva como fundamento sólido de la familia. Dios no solo creó al ser humano varón y mujer (Gn 1,27), sino que también los bendijo para que fueran fecundos y se multiplicaran (Gn 1,28). Por eso «abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2,24). [2º] Esta unión quedó dañada por el pecado y se convirtió en la forma histórica de matrimonio en el Pueblo de Dios, al que Moisés brindó la posibilidad de expedir un acta de divorcio (cf. Dt 24,1ss). Dicha forma era la que predominaba en tiempos de Jesús. Con su advenimiento y con la reconciliación del mundo caído gracias a la redención por él realizada, terminó la era inaugurada por Moisés. [3º] Jesús, que reconcilió en sí todas las cosas, recondujo el matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que todo amor verdadero dimana” (RSy, 15-16). Las expresiones “al principio” y “forma original”, que he destacado en el texto tienen una capital importancia a la hora de comprender la naturaleza del matrimonio. Lo había notado ya Pablo VI en la Humanae vitae, reiterando más de una vez la idea de un “plan divino” y de un “orden en la creación” para referirse al matrimonio1. Ese plan es el trazado por el Creador al “principio” de la creación, como afirma el mismo Jesús en su discusión con los judíos sobre la permisión mosaica del libelo de repudio2. Nuestro Señor Jesucristo dice que tal atenuación de la norma se debió a “la dureza del corazón” de los hombres, pero que “al principio no fue así” (Mt 19,8; remite a Gn 1,27 y 2,24), razón por la que Él vuelve a imponer, con su autoridad divina, la exigencia original. 126
Para Jesús, el principio (es decir, lo que Dios establece al momento de la Creación del cosmos y del hombre) tiene un valor normativo fundamental y determinante. Trataremos de señalar muy brevemente esos elementos “originales” del matrimonio y la elevación que de ellos hace Jesucristo.
1. El “Principio” Ante todo, debemos tener en cuenta que el “principio” al que se refiere Nuestro Señor fue un estado de gracia particular. El Concilio de Trento dice que el hombre fue “constituido en gracia”3, perdiendo luego ese estado al pecar, causándose a sí mismo un “deterioro”, es decir un cambio hacia un estado debilitado4. Pero aunque el hombre gozaba en el paraíso de la gracia santificante, sin embargo, aun sin ella podía cumplir todos los mandamientos de la ley natural, pues estando íntegra su naturaleza sólo necesitaba el auxilio divino para los actos intrínsecamente sobrenaturales5. Esto pertenece a la fe. El relato más antiguo de la creación del hombre es el de Génesis 2,18-25: “Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada». Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, pero no encontró una ayuda adecuada para sí mismo. Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: «Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada». Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Ambos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro”. Señalo algunos aspectos importantes en este texto.
a. No es bueno que el hombre esté solo Aún dominando el mundo infrahumano (“poner nombre” implica precisamente eso: dominio) Adán experimenta “soledad”; nada representa para él una “una ayuda semejante” (Gn 2,20b). Juan Pablo II señalaba en sus Catequesis sobre el amor humano, que la soledad experimentada por el primer hombre es, ante todo, la “trascendental”: nada puede colmar su vacío porque está hecho para Dios6. Y al mismo tiempo se trata de una soledad “horizontal” porque el hombre experimenta que necesita un complemento semejante a él. La mujer –y la específica unión que Dios establece entre ella y el varón, unión matrimonial– viene a colmar esa “soledad humana”.
b. Hueso de mis huesos, carne de mi carne Las palabras de Adán: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 127
2, 23) subrayan dos cosas: (1º) la identidad de naturaleza: el varón y la mujer tienen la misma naturaleza; igual carne, igual huesos; (2º) que tienen unidad de origen: hueso “de mis” huesos, carne “de mi” carne… Eva es formada a partir de Adán; es parte suya. El texto hebreo dice literalmente que Dios “edificó (ibhnéh) la costilla en mujer”. Ambos aspectos se ponen en relieve en el nombre que Adán da a Eva: “varona”. Adán es îsch (varón), Eva es îschâh (varona). San Jerónimo tradujo el juego hebreo de palabras con otro latino: “Haec vocabitur virago quoniam de viro sumpta est”. En estas ideas el autor inspirado demuestra una completa independencia de la cultura de su tiempo, que consideraba a la mujer como un ser de categoría inferior al hombre. En la elaborada cultura griega, el mismo Aristóteles calificaría a la mujer como un “hombre fallido” (mas occasionatus) y un “animal imperfecto” (animal imper-fectum); mientras que gran parte del Oriente extrabíblico la consideraba objeto de placer del varón. Por el contrario, la Sagrada Escritura establece una igualdad fundamental en cuanto a la dignidad y a la naturaleza. La imagen de la “costilla”, un lugar cercano al corazón, indica que con la creación de la mujer, el hombre recibe un ser que ha salido de su corazón, como si fuera una “partición” del corazón o del alma. De aquí la tendencia natural a la unidad entre ambos, como la de dos mitades que buscan una unidad original. En esta alusión al “corazón” también se muestra que se trata de una tendencia a una unidad integral (no sólo a la unidad física o genital, sino principalmente a la afectiva y espiritual; son todas las esferas del ser humano las que tienden a la complementa-riedad masculino/femenina).
c. Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer No deja de ser llamativa la marcada diferenciación con el mundo oriental circunstante que evidencia esta construcción. Como señala Beeston, “en el mundo mediterráneo medio oriental, la norma del matrimonio es y siempre ha sido un acuerdo virilocal en el que la mujer se muda a la casa de la familia del marido”, pero aquí es el hombre el que deja atrás a sus padres para ir hacia su mujer7. Tras esta sentencia late la dignidad que tiene la mujer en el plan original de Dios y en la cultura judía que recoge el relato de la creación.
d. Serán una sola carne Este sintagma –en el que Jesucristo ve expresada la indisolubilidad matrimonial (cf. Mc 10,9)– pone de manifiesto una de las finalidades del matrimonio: la unidad conyugal. Se refiere, ante todo, a la unión conyugal física, al acto propio y exclusivo de los esposos. Pero aquí “carne” no significa solamente “cuerpo” o “acto carnal”. El sentido bíblico que tiene la expresión “carne” designa toda la persona; donde está el cuerpo (vivo) está toda la persona. De aquí las expresiones bíblicas como “morirá toda carne” o “revivirá toda carne” (cf. Gn 6,13.17; Joel 3,1). Por eso “serán una sola carne” equivale a “serán una sola cosa”, una sola “persona moral”. De ahí que la unión matrimonial sea, para el escritor sagrado, más sólida que la misma unidad de sangre: “Dejará el hombre a su 128
padre y a su madre y se unirá a su mujer” (Gn 2,24). Esta expresión coloca el amor esponsalicio por encima del amor filial. Si la fuerza del amor conyugal es superior a los lazos de sangre, entonces debemos deducir como consecuencia que ¡también su indisolubilidad debe ser superior! Romper esta unión (no me refiero a mera “separación”, que podría ser tolerada en ciertas situaciones, sino la pretensión de “disolución vincular”) es tan inconcebible como amputar un miembro sano del cuerpo. Aunque en Gn 1-2 no se hagan observaciones más detalladas sobre el tema, es interesante notar que el Código legislativo de Israel (cf. Lev 18,1-30), contiene prescripciones relativas a la unión conyugal, ordenadas a que los hijos de Israel no incurran en las abominaciones que habían contaminado a los cananeos. Ahora bien, el hecho de que el encuentro sexual sea objeto de permisos y prohibiciones de parte de Dios indica que es visto como algo sagrado y santo.
e. Estaban desnudos y no se avergonzaban Otro dato importantísimo es la alusión a la ausencia de vergüenza en el estado de “justicia original”. No se trata de un efecto de la ignorancia, como si no entendiesen lo que significaban sus cuerpos. Por el contrario, indica una plenitud: se veían desnudos y entendían lo que eso significaba, pero no les ocasionaba ningún desorden o perturbación. Esto expresa dos cosas: (1º) Que sus miradas estaban exentas de malicia. Veían las cosas, pero sólo bajo su aspecto de bondad (de hecho, Eva no había reparado en ningún aspecto “tentador” del mandato divino antes que se lo sugiriese la serpiente). Participaban, dice Juan Pablo II, de la visión divina de las cosas (“Vio Dios todo cuanto había hecho y era muy bueno”); y así también “se” veían a sí mismos. (2º) Que eran interiormente libres: no sentían atracciones desordenadas, lo que supone ausencia de la concupiscencia desordenada. Ambas dimensiones revelan el “estado” de paz (espiritual y afectiva) que caracterizaba al hombre y a la mujer en el albor de la humanidad y que denominamos teológicamente como “estado de justicia original” o “inocencia original” del corazón8.
f. A imagen de Dios El texto de Génesis 1,26-27 completa la visión con dos precisiones: “Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra». Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó”. La expresión reaparece en Gn 5,1-2: “El día en que creó Dios a Adán, lo hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, y los llamó «Hombre» en el día de su creación”. La imagen de Dios no sólo se realiza en cada individuo (sea varón o mujer) sino también en la misma relación “varón-mujer”. La imagen divina está, pues, presente en la llamada “communio personarum”, comunión de las personas9. El hombre es reflejo no sólo de la espiritualidad e inteligencia de Dios, sino también de la misma Comunión de Personas de la Santísima Trinidad. 129
g. Sed fecundos El relato de Gn 1 termina con la bendición y el mandato divino de la fecundidad: “Y los bendijo, y les dijo Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra»” (Gn 1,28). Los hijos son un don de Dios; fruto del amor conyugal, pero siempre un don, inmerecido y al que no se tiene derecho. Como reconoce Eva en el nacimiento de cada uno de sus hijos; así, al nacer su primogénito, exclama: “He adquirido un varón con el favor de Yahveh” (Gn 4,1). Al nacer Set, dice: “Dios me ha otorgado otro descendiente en lugar de Abel” (Gn 4,25). *** Por todos estos elementos, la Iglesia ha reconocido un cierto carácter sagrado a la misma institución familiar natural, como se lee en Pío XI: “Hay en el mismo matrimonio natural algo de sacro y religioso, no adventicio sino innato, no recibido de los hombres, sino inserto por la misma naturaleza”10. Por eso Santo Tomás lo llama “sacramento en potencia”11.
2. Bajo el régimen del pecado El pecado de Adán no alteró la esencia del matrimonio, pero introdujo una particular dificultad para cumplir todas las obligaciones morales. Es de fe que con el pecado original el hombre no solo necesita el auxilio divino para los actos intrínsecamente sobrenaturales, sino también para poder cumplir la ley natural en toda su integridad12. El texto de Génesis 3,1-24, deja a las claras que el pecado original alteró las actitudes entre el hombre y la mujer. Adán y Eva pierden la solidaridad perfecta que tenían antes, para acusarse mutuamente del pecado cometido. Entra en sus vidas el dolor afectando a la mujer directamente en una dimensión esencial del matrimonio: la maternidad (“tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos”). Sus miradas pierden la inocencia original y sienten vergüenza del modo concupiscente con que se miran uno al otro (Gn 3,7: “Vieron que estaban desnudos y sintieron vergüenza”). La armónica subordinación entre mujer y varón se troca en sujeción y dominio (Gn 3,16: “Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”). Estas consecuencias, sin alterar la sustancia del matrimonio, introducen fisuras (con Dios, consigo mismo, con el cónyuge, con los demás hombres, y con la misma naturaleza) que harán cuesta arriba la vida matrimonial así como el cumplimiento de la ley natural en su conjunto. Añadiendo a esta dificultad los pecados personales, los hombres darán origen a la poligamia, al adulterio, a la violencia, al sometimiento de la mujer, al divorcio, etc. Ejemplos de este desbarajuste los encontramos a lo largo de la historia bíblica. Es interesante observar, por ejemplo, que es uno de los descendientes de Caín, Lamek (hombre injusto a los ojos de Dios), el iniciador de la poligamia (cf. Gn 4,10-24), mientras que los patriarcas descendientes del linaje de Set son monógamos, por 130
ejemplo, Noé (cf. Gn 7,7). Sólo más adelante se extenderá el fenómeno a los demás patriarcas, probablemente por influencia de los pueblos vecinos. La debilidad que, tras el pecado, afecta la vida moral del ser humano, explica, en primer lugar, los desórdenes que se introducen entre los hombres, pero también la condescendencia divina respecto de algunos de estos fenómenos, como la poligamia de los patriarcas y, en particular, el divorcio permitido por Moisés13. El texto que condensa mejor la legislación del divorcio mosaico es Dt 24,1: “Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa”. Como señalan algunos exégetas14, la práctica del repudio de la esposa estaba muy generalizada en el antiguo Oriente, por lo que no es Moisés quien la inventa, sino quien la legisla para el pueblo hebreo, regulándola para evitar abusos. No hay que perder de vista, pues, que Dios condesciende ante una costumbre ya difundida y arraigada que atraía grandemente a los hebreos. La referencia que hará Jesús a la dureza del corazón (sklerokardían) de los judíos, indica que éstos no tenían las disposiciones necesarias para apartarse de esa usanza extendida entre sus vecinos. El texto del Deuteronomio expresa muy vagamente las causas del repudio. Se dice que si el esposo notare en la mujer algo torpe (άσχημον πράγμα –ásjemon prágma– según los LXX, o aliqua foeditas según la Vulgata), puede repudiarla. La palabra hebrea erwath parece que alude a algún defecto corporal infamante. En tiempos de Cristo, la escuela rabínica de Shammai lo interpretaba en el sentido de infidelidad conyugal, mientras que la de Hillel lo tomaba en sentido amplio, de forma que bastaba que la mujer disgustara por cualquier cosa (por ejemplo, por haber dejado quemarse la comida), para poder repudiarla. Aun otorgando este permiso, Moisés exige un libelo de repudio, o escrito que ha de ser entregado a la esposa como certificado de que se halla en libertad para unirse a otro como legítima esposa (mientras que entre otros pueblos bastaba que le dijera delante de testigos: “yo te repudio”, o “ya no eres mi esposa”). La redacción de este documento, que la mayor parte de las veces requería la colaboración de un escriba o notario (porque pocos sabían leer y escribir), daba tiempo a calmar los ánimos y a la reconciliación. Entre los nómadas de Trans-jordania, el marido debía pronunciar tres veces seguidas la fórmula talaqtuki (yo te he repudiado), y sólo tenía efecto después de tres días de espera. Es entonces cuando la repudiada tiene que volver a la casa paterna. Moisés impone además otra cortapisa: incluso si luego se arrepiente, el marido no podrá volver a tomar la mujer repudiada; esto tiene como objetivo que no se actúe irreflexivamente o llevado por la pasión del momento. No sabemos, dice De Vaux, si los maridos israelitas hacían frecuentemente uso de este derecho, que parece haber sido bastante amplio. Pero es claro que solo es una mera concesión y por eso los escritos sapienciales hacen el elogio de la fidelidad conyugal (Pr 5,15-19; Ecl 9,9), y Malaquías enseña que el matrimonio hace de los dos cónyuges un solo ser, y que el marido debe guardar la fe jurada a su compañera: “Odio el repudio, dice Yahveh, Dios de Israel” (Mal 2,14-16). Y sobre todo, hallamos en la Sagrada Escritura ejemplos admirables de matrimonios santos donde ha brillado el amor conyugal 131
y el don sacrificial: Abraham y Sara, Jacob y Rebeca, Rut y Booz, Tobías y Sara, Zacarías e Isabel, María y José, etc. Esto manifiesta que, aun bajo el régimen de la ley natural y de la ley antigua, el designio divino del “principio” era posible con la gracia de Dios.
3. El matrimonio bajo el régimen de la gracia Es de fe que Jesucristo elevó el matrimonio a la dignidad sacramental, es decir: lo hizo “signo eficaz de la gracia”15. Veamos cuáles son los textos más importantes que sobre este tema tenemos en el Nuevo Testamento. Comienzo por los textos apostólicos y no por los Evangelios, porque estos últimos están centrados principalmente en la controversia sobre el divorcio mosaico.
a. Efesios 5,21-33 El más importante de los textos apostólicos es Efesios 5, porque en él está, cuanto menos, “insinuada” la dignidad de sacramento del matrimonio “en Cristo” (y para algunos allí se enseña claramente). Dice San Pablo: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne» (Gn 2,24). Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido” (5,21-33). San Pablo alude a Gn 2,24, texto que tiene, para Jesucristo, valor de principio normativo. La sentencia divina es llamada por el Apóstol “gran misterio”, o “gran sacramento”. “Misterio” significa “algo escondido”, y también “signo”. Por eso añade San Pablo: “yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia”. Por tanto, según San Pablo, el texto del Génesis, referido al matrimonio, tiene una referencia profética a la unión de Cristo y de la Iglesia. Un “misterio” o “signo” largamente oculto, manifestado en toda su “verdad” y “plenitud” en el momento de la Encarnación y de la Muerte en Cruz, donde se realizan los “esponsales” entre Cristo y la Iglesia. Hay, pues, una doble significación respecto del Amor de Cristo y la Iglesia: una, misteriosa y profética (la del “principio”); otra, sacramental y eficaz (la de la ley nueva). 132
La presentación paulina del matrimonio muestra, por relación al matrimonio de Cristo y la Iglesia, las condiciones de “sacramento” reunidas en todo matrimonio entre bautizados: 1º Es un signo profético, que indica una cosa sagrada, es decir, apunta, señala, manifiesta un misterio sagrado (como el agua en el bautismo significa la limpieza interior del pecado): en este caso representa el amor de Cristo y la Iglesia. Por eso, los esposos deben amar a sus esposas “como Cristo amó a la Iglesia”. 2º No es sólo un signo de un misterio de Cristo, sino que expresa la “gracia propia” de este misterio de Cristo, realizada ahora en todo matrimonio: así como el agua expresa la “limpieza” del bautismo, aquí el matrimonio manifiesta el amor indisoluble, definitivo y purificador, de Cristo por la Iglesia: “se entregó a Sí mismo, para hacerla pura y santificarla”. 3º Pero, además, este signo “produce eficazmente” lo que simboliza. Esto se desprende del mero hecho de pertenecer a la Ley Nueva, cuyo proprium es “reproducir” los misterios de Cristo16. Es una ley “eficaz” porque produce lo que expresa. Así como los “sacramentos” de la ley antigua sólo profetizaban la gracia que traería el Mesías, los de la ley nueva actualizan la gracia ya traída. Por tanto, si Jesucristo asumió dentro de la nueva ley la institución del matrimonio (lo que vemos en el hecho mismo de significar el amor de Cristo y la Iglesia), entonces el matrimonio adquirió un carácter “efectivo”, como todas las realidades de la nueva ley.
b. 1Corintios 7 El segundo texto importante lo tenemos en 1Co 7. Al parecer, algunos corintios, llevados de un ascetismo exagerado –y quizás bajo el influjo de tendencias gnósticas–, consideraban como pecaminoso el matrimonio, por lo que se creían obligados a vivir en el celibato o, si estaban ya casados, a vivir en continencia, y aun a separarse del cónyuge, principalmente si éste era todavía pagano. Se entiende que en una ciudad tan corrompida como Corinto, donde se daban numerosos abusos, incluso entre los mismos fieles (cf. 5,1; 6,9), surgiesen, como contrapartida, extremismos opuestos. Éste es el motivo por el que San Pablo expresa en esta carta su pensamiento tocante al matrimonio y a la virginidad. En su largo pasaje San Pablo enseña: 1º La bondad del matrimonio. Éste es bueno, aunque la continencia sea mejor (vv. 79: “Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo, pero cada uno tiene de Dios su propia gracia, éste una, aquél otra. A los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse”). Y añade –quizá teniendo en mente los desórdenes morales que abundaban en Corinto–, no como “mandato sino como condescendencia” (v. 6), que “tenga cada uno su mujer, y cada una tenga su marido” (v. 2), “para evitar la fornicación” (es decir, como remedio de la concupiscencia). 2º Por el matrimonio cada uno de los cónyuges pasa a pertenecer al otro: “la mujer no es dueña de su propio cuerpo, es el marido; e igualmente el marido no es dueño de su propio cuerpo, es la mujer” (v. 4). 133
3º El matrimonio no solo da derecho a la intimidad sexual sino que impone obligación de prestarse a ella: “el marido pague a la mujer, e igualmente la mujer al marido” (v. 3). No deben negarse cuando son solicitados para esta intimidad: “no os defraudéis uno al otro” (v. 5). De ahí que la abstinencia sexual deba practicarse exclusivamente de mutuo acuerdo y con un fin noble: “a no ser de común acuerdo por algún tiempo, para daros a la oración, y de nuevo volved al mismo orden de vida, a fin de que no os tiente Satanás de incontinencia” (v. 5). 4º Luego añade, esta vez a título de expreso mandato de Cristo, la indisolubilidad del matrimonio: “Cuanto a los casados, precepto es, no mío, sino del Señor, que la mujer no se separe del marido, y de separarse, que no vuelva a casarse, o se reconcilie con el marido, y que el marido no repudie a su mujer” (vv. 10-11). El que la redacción indique que es la mujer la que se separaría del marido parece adecuarse al contexto de Corinto, donde el divorcio iniciado por la esposa era más común que en las comunidades judías. En cuanto a la afirmación “y si separa…”, no significa que san Pablo tolere el divorcio a posteriori, sino probablemente aluda a un hecho consumado en el que a la divorciada, previamente pagana, que ahora quiere hacerse cristiana, se le impone o que se reconcilie con su marido o que permanezca sola. Fitzmyer concluye, con Hans Conzelmann, que “la norma es absoluta”. 5º A continuación expone lo que ha venido a denominarse “privilegio paulino”, que no nos interesa sino accidentalmente porque es una intervención apostólica sobre un matrimonio pagano en beneficio de la fe, no sobre uno sacramental: “A los demás les digo yo, no el Señor, que si algún hermano tiene mujer infiel y ésta consiente en cohabitar con él, no la despida. Y si una mujer tiene marido infiel y éste consiente en cohabitar con ella, no lo abandone. Pues se santifica el marido infiel por la mujer, y se santifica la mujer infiel por el hermano. De otro modo vuestros hijos serían impuros, y ahora son santos. Pero si la parte infiel se retira, que se retire. En tales casos no está esclavizado el hermano o la hermana, que Dios nos ha llamado a la paz. ¿Qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido; y tú, marido, si salvarás a tu mujer?” (vv. 12-16). Lo importante de este caso es que san Pablo añade que fuera de este caso (el del matrimonio pagano en que uno de los cónyuges se convierte y el otro no acepta ni la fe ni la pacífica convivencia), todos deben ajustarse a la norma “del Señor”, que es la anteriormente señalada: “Fuera de ese caso, cada uno ande según el Señor le dio y según le llamó. Y esto lo mando en todas las iglesias” (v. 17). Como podemos observar, según decía el cardenal Journet, “[en las cartas paulinas] la posibilidad del divorcio ni siquiera se plantea” para los matrimonios sacramentales17. 6º Vuelve luego sobre el tema de la virginidad y continencia de aquellos que querían imponerla como la norma general. Esto dará pie a que, de manera conciliadora, el Apóstol dé libertad para que cada uno elija estado, si es libre, o permanezca en el que tiene, si no es ya libre: “¿Estás ligado a una mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer” (v. 27). Pero insiste en que el matrimonio es lícito (v. 28), aunque reconoce que conlleva “la tribulación de la carne” (v. 28). 7º El estado matrimonial, a diferencia del virginal, en cuanto a la dedicación del 134
corazón es un estado de división interior, porque el casado debe atender tanto a Dios como al cónyuge (v. 33-34: “El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido… La casada ha de preocuparse de las cosas del mundo, de agradar al marido”). En cambio la doncella y la célibe tienen una sola ocupación (v. 34: “La mujer no casada y la doncella, sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santas en cuerpo y en espíritu”). 8º Finalmente, la muerte es la única causa de disolución del vínculo matrimonial: “La mujer está ligada por todo el tiempo de vida de su marido, pero una vez que se duerme [= muere] el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero en el Señor” (v. 39).
c. Lc 16,18 Los pronunciamientos de Nuestro Señor giran en torno a las cuestiones planteadas por los fariseos sobre el divorcio mosaico. El más breve es el de Lucas 16,19: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio”. Como señala Mankowski, el objeto principal de esta sentencia no es, estrictamente, prohibir el divorcio, sino condenar el nuevo matrimonio de un hombre tras un divorcio. Hay que destacar que el motivo por el que Jesús rechaza la segunda unión de una persona divorciada es que el presunto segundo matrimonio simplemente no existe. Jesús lo deja en claro al considerarlo sencillamente un adulterio.
d. Marcos 10,2-12 El texto dice: “Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?» Él les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?» Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre». Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio»”. Jesús subraya con fuerza que la permisión del divorcio fue dada “para vosotros”, es decir, para los judíos endurecidos en el corazón, representados aquí por los fariseos que le plantean la cuestión. La expresión griega “sklero-kardían” es una traducción que hacen los LXX de la expresión hebrea de Dt 10,16 y Jr 4,4 ‘orlat lēbāb, que significa “prepucio del corazón”, es decir, como indica Man-kowski, “obstinación contumaz en desafío a la voluntad de Dios”. En otras palabras, la paganización (prepucio) del corazón. Nuestro Señor se desvincula de esa actitud para volver a legislar según el plan del “principio de la creación”, cuando los corazones del hombre y la mujer se ajustaban a la voluntad divina, es decir, tenían un corazón ordenado según Dios. La unidad del marido 135
y la mujer es presentada por Jesús como querida por Dios, y no como invención humana, ni posterior a la introducción del pecado en el mundo. Y precisamente porque este vínculo es bendecido por Dios, el hombre no tiene poder ni derecho para intervenir rompiéndolo: “no lo separe el hombre”. La cuestión del divorcio aparece con ocasión de que sus mismos discípulos vuelven más tarde sobre el tema. La frase puesta en boca de Jesús es casi la misma que hemos visto en el texto de san Lucas, pero con dos diferencias. Por un lado indica que comete adulterio no solo el marido que se separa de su mujer sino también la mujer que se separa del marido. Nuevamente aquí queda en claro que la nueva unión, aunque Jesús diga “se casa”, debe entenderse como matrimonio nulo, razón por la cual es, en definitiva, un adulterio. La segunda diferencia es que dice que el marido al intentar la nueva unión comete adulterio “contra ella (ep’autēn)” [su esposa]. Esto está indicando que el divorciado sigue teniendo obligaciones hacia su verdadero cónyuge, puesto que peca contra él/ella al intentar una nueva unión.
e. Mateo 19,3-12 El texto es paralelo a Mc 10,2-12: “Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?» Él respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre». Le dicen: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?» Él les dice: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer –excepto en caso de fornicación– y se case con otra, comete adulterio». Le dicen sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse». Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda»”. Algunos sostienen que los fariseos intentaban sondear si Jesús se alineaba con la escuela rabínica de Shammai, quien interpretaba el libelo de divorcio de Dt 24,1 de forma más rigurosa (o sea, solo en caso de falta de decoro moral de parte de la esposa), o con la del rabino Hillel, más laxa, que sostenía que el marido podía repudiar a su esposa no solo por una conducta indecorosa, sino por cualquier defecto. Jesús pasa por encima de la disputa y muestra más rigorismo que el rigorista Shammai. En el fondo la pregunta es la misma que el trasfondo del texto de san Marcos: ¿puede hallarse alguna causa que permita el divorcio? También en esta versión Jesús vuelve a mostrar que no es conciliable el divorcio con la voluntad divina. No es eso lo que ha querido Dios al establecer el matrimonio. Jesús se pone en continuidad, pues, con el plan original de Dios. Moisés ha hecho una “acomodación” a la humana sklēro-kardian de los judíos de su tiempo, solo en orden a 136
limitar el mal que estos hacían. No se dice cuál era ese mal. Santo Tomás, y antes de él algunos Padres, como Juan Crisóstomo, Jerónimo, y Agustín, entendieron que Dios quería evitar que los endurecidos judíos llegaran al crimen de uxoricidio, que veían aludido en las palabras de Dt 22,13: “si un hombre después de haber tomado mujer, le cobrare odio”18, un odio, pues, capaz de llegar al asesinato. El pasaje más discutido es el del v. 9: “excepto en caso de fornicación”, que explicaré a propósito del siguiente texto.
f. Mateo 5,31-32 El último texto en que Nuestro Señor aborda la cuestión del matrimonio y el divorcio se encuentra en el Sermón de la montaña, capítulo 5: “También se dijo: «El que repudie a su mujer, que le dé acta de divorcio». Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio”. Jesús está aquí legislando y corrigiendo la legislación mosaica que permitía el divorcio. Ante todo, notemos que para Jesús el divorcio, incluso sin intención de contraer nuevas nupcias, ya introduce una injusticia, pues dice que el marido que se divorcia “hace ser adúltera” a su esposa. Entendemos que vale también en sentido contrario, para la mujer que se divorcia. La expresión debe entenderse no en el sentido de que la persona que padece el divorcio (pedido o llevado a cabo por el otro cónyuge) se convierte automáticamente en adúltera, sino que es hecha “sujeto del estigma del adulterio”, o sea, es puesta en situación de no poder volver a casarse sin incurrir en adulterio, y esto por una decisión tomada no por ella sino por quien ha sido actor del divorcio. Jesús enfatiza esta injusticia. Pero lo más importante son aquí las expresiones usadas por Jesús: mē epì porneia en Mt 19,9 (“salvo en caso de fornicación”), y parektós logou porneias en Mt 5,32 (“excepto en caso de fornicación), que han sido tomadas por algunos como excepciones que legitiman el divorcio restringido a estos casos. Por tanto, cuando el cónyuge ha cometido fornicación, que por su razón de casado es adulterio, el divorcio sería lícito. La clave de la interpretación, y la fuente de las malas comprensiones, se relaciona con el sentido que se dé a porneia. Porneia se deriva del griego pornē, prostituta; es el comportamiento de las prostitutas. De ahí la traducción equivalente: “[excepto en caso de] fornicación”, derivada de fornix, prostituta. También la Septuaginta tradujo con porneia los sustantivos hebreos zenut, zenûnîm, y taznût, todos derivados de zōnāh, prostituta. Pero si consideramos el uso de porneia en otros textos del Nuevo Testamento, vemos que se emplea preferentemente referida al matrimonio incestuoso. Así, por ejemplo, en 1Co 5,1: “Sólo se oye hablar de porneia entre vosotros, y una porneia tal, que no se da ni entre los gentiles, hasta el punto de que uno de vosotros vive con la mujer de su padre”. Probablemente es el mismo sentido que tiene en 1Co 6,18: “huid de la porneia”, puesto que está dicho muy poco después de la anterior referencia. En el libro de los Hechos tenemos un importantísimo testimonio en las tres veces que se indican las obligaciones 137
que deben imponerse a los gentiles que quieran convertirse: 1º apartarse de lo sacrificado a los ídolos; 2º de la sangre, 3º de lo que ha sido estrangulado; 4º y de la porneia (Hch 15,20 y 29; 21,25). Según Fitzmyer estas obligaciones se inspiran en las cuatro cosas proscritas por la Ley de sanidad de Lv 17-18, que eran obligatorias no sólo para los judíos sino para todo extranjero que vivía entre judíos (17,8): la carne ofrecida a los ídolos (Lv 17,8-9), la sangre (Lv 17,10-12), comer animales estrangulados o no matados adecuadamente (Lv 17,15), y los actos sexuales con parientes cercanos (Lv 18,6-18)19. La porneia de Hechos, es decir, lo que entendían por tal los primeros judeocristianos, era el incesto. Además, los judíos de la época, como se ve en documentos esenios, condenaban el incesto y la poligamia bajo el título de zenut, que ya hemos visto que la Septuaginta traduce por porneia20. De todo esto se sigue que Jesús no establece una excepción al divorcio, sino que dice que uno nunca puede divorciarse de su cónyuge, excepto cuando está unido a éste en una relación que supone un impedimento dirimente, sea porque se trata de una relación incestuosa, sea porque es una unión libertina, sin verdadero matrimonio. Así lo han entendido muchos autores como Cornely, Prat, Borsirven21, Danieli22, McKenzie; Viviano23, Fitzmyer (arriba citado), Manuel de Tuya24. Sobre este punto, considero que hay un episodio que puede reforzar esta interpretación de porneia/zenut, como relación impura, preferentemente incestuosa. Es la censura que Juan Bautista dirige a Herodes Antipas, divorciado de la nabatea Fasaelis y casado nuevamente con Herodías, mujer de su hermano Filipo, estando éste todavía vivo: “Porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla»” (Mt 14,4). ¿No será que Jesús quiso dejar en claro que su proclamación de la indisolubilidad matrimonial no desautorizaba a Juan que muy poco antes había exigido de Antipas la separación de su falsa esposa? Por otra parte, si no fuera así, la doctrina de Jesús al respecto sería realmente incomprensible, por dos razones. La primera, porque si admitimos que Jesús dice que el divorcio es ilícito salvo en caso de adulterio, entonces, estaría indicando implícitamente cómo poner las condiciones para lograr un divorcio, pues, bastaría con que quien pretendiera divorciarse de su cónyuge opte por una de tres posibilidades: 1º contratar a alguien que seduzca a su cónyuge, y, una vez que éste adultere, presentarle una demanda de divorcio, que sería, en tal caso lícita y válida por razón del adulterio; 2º adulterar uno mismo, con la esperanza de que su cónyuge le inicie una demanda de divorcio; 3º hacerle la vida imposible al cónyuge hasta que este se marche con la esperanza fundada de que, tal como están las cosas, se junte con otro, y entonces poder demandarlo por adúltero y divorciarse. La segunda razón, porque Jesús llamaría, como dice san Mateo, adulterio al divorcio seguido de un nuevo matrimonio, pero una vez conseguido el divorcio válido por razón del adulterio, el segundo matrimonio, primero adulterino, sería válido, y no ya adulterino25. Parece una petición de principios.
138
g. Un escamoteo de la enseñanza de Cristo En torno a las discusiones suscitadas por las propuestas de Kasper y luego en el aula del Sínodo de 2014, el biblista Guido Innocenzo Gargano desvió el centro de la discusión exegética de los textos de san Mateo 5,31-32 y 19,3-12, hacia un punto desconcertante proponiendo una exégesis inaudita de la expresión “No he venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento” (Mt 5,17)26. Es cierto que en su artículo Gargano pretende limitarse a la interpretación de este último texto, sin aplicarlo a las discusiones actuales, pero esto resulta inevitable, debido al intenso debate; por lo que sus ideas han terminado enlazadas a la polémica sobre el matrimonio y la comunión a los divorciados vueltos a casar. No podemos analizar el artículo de Gargano, que nos llevaría lejos de nuestro propósito, por lo que nos limitamos a decir que nuestro autor entiende que Jesús establece dos clases de personas que entrarán en el Reino de los Cielos: los pequeños y los grandes; estos últimos son los capaces de cumplir la ley nueva predicada por Cristo; los primeros, son los que no se sienten capaces, y, por tanto, la transgreden, y continúan rigiéndose por la ley antigua. Así entiende que deben tomarse las palabras del Señor: “el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos” (Mt 5,19). Para esos pequeñostransgresores –entre los que debemos contar, aunque Gargano no lo haga expresamente, a los divorciados vueltos a casar civilmente– sigue valiendo, pues, la ley mosaica. Ellos son “los duros de corazón”, que todavía se manejan con la ley de Moisés, y por tanto, con la permisión del divorcio y de la nueva unión. De ahí que la cuestión quedaría simplificada: los que no se divorcian, porque pueden mantener la fidelidad, se rigen por la ley nueva, de Cristo, y si perseveran entrarán como “grandes” en el Reino de los cielos; en cambio, los que no se sientan capaces de una fidelidad heroica (la mayoría, según Kasper, puesto que afirma que el heroísmo supera al cristiano actual), y se divorcian contrayendo, luego, nuevas nupcias, se atienen a la ley mosaica, la de los duros de corazón, entrando al Reino de los cielos, cuando les llegue el momento de dar cuentas a Dios, como “pequeños” o “mínimos”. Al fin y al cabo todos entrarán por la puerta ancha de la salvación, solo que con categorías diversas. Gargano, evidentemente, no puede invocar ninguna autoridad patrística, ni magisterial, ni teológica (de los grandes doctores), que avale su interpretación; al menos no puede hacerlo con algún texto explícito, limitándose a alusiones nebulosas y genéricas que son igual a nada. Más bien, lo que tenemos en la tradición es una interpretación completamente diferente27. San Agustín, por ejemplo, en el De civitate Dei considera que el Reino de los Cielos del que no están excluidos los “pequeños incumplidores” es la Iglesia “que está en el tiempo”, o sea, la militante y temporal, pero no la del Cielo, a la cual le aplica lo que el Señor dice a continuación: “si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20)28. Y lo mismo dice en su Comentario al Evangelio de san Juan, en donde relaciona los “pequeños y grandes” del 139
Sermón de la Montaña con los peces “pequeños y grandes” de la pesca post pascual (Jn 21,11), y con la parábola de los peces buenos y malos (Mt 13,47-50). En ambos casos sólo el “grande” y el “bueno” entran en el Reino, mientras que los pequeños y los malos son descartados (no entran por otra puerta como mínimos). Al respecto Agustín es clarísimo: “El Señor (…) tras haber dicho: «No vine a echar abajo, sino a cumplir la Ley», (…) asevera (…): «Quien haya quebrantado uno solo de estos mandatos mínimos y haya enseñado así a los hombres, será llamado mínimo en el reino de los cielos; quien, en cambio, los haya practicado y enseñado, será llamado grande en el reino de los cielos». Ése, pues, podrá pertenecer al número de los peces grandes. Por su parte, el mínimo ése que con hechos quebranta lo que enseña con palabras, puede estar en la Iglesia cual significada en la primera captura de peces —Iglesia que tiene buenos y malos—, porque también a esa misma se la llama reino de los cielos. Por eso asevera: «El reino de los cielos es similar a una red echada al mar y que congrega de toda especie», pasaje donde quiere que se entienda también que congrega buenos y malos, respecto a los cuales dice que han de quedar separados en la orilla, esto es al final del mundo. Finalmente, para mostrar que esos mínimos —quienes hablando enseñan las cosas buenas que viviendo mal quebrantan— son réprobos y que ni cual mínimos van a estar en la vida eterna, sino que allí no van a estar en absoluto, tras haber dicho: «Será llamado mínimo en el reino de los cielos», ha agregado al instante: «Pues os digo que si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis al reino de los cielos» (…). Es, pues, consecuente que, quien es mínimo en el reino de los cielos —la Iglesia cual es ahora—, no entre al reino de los cielos —la Iglesia cual será entonces—, porque enseñando lo que quebranta no pertenecerá a la sociedad de esos que hacen lo que enseñan, ni estará en el número de los peces grandes (…). Y, porque aquí será grande, por eso estará allí donde el mínimo aquel no estará” 29. En conclusión de todo lo antedicho, la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio entre bautizados y la absoluta imposibilidad de un divorcio seguido de nuevas nupcias “no ha sido, como decía Journet, la Iglesia, ni la de hoy ni la de los apóstoles, quien ha asumido la responsabilidad de formularla. Jamás lo habría osado. Ella tiembla ante el pensamiento de aportar un mensaje que no puede iluminar el mundo sin causarle verdadero estupor; pero no menos temblaría, por temor a cometer una traición, callando ese mensaje; siente, en efecto, resonar las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» (1Co 9,16)”30. ____________________ 1
Por ejemplo, “Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos” (HV, 11). “Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador” (HV, 13). “La Iglesia es la primera en elogiar
140
y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la criatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios” (HV, 16). 2 Sobre el tema del divorcio tolerado en el Antiguo Testamento véase: Miguel A. Fuentes, Jesucristo y el divorcio, Rev. “Diálogo”, 15 (1996), 181-188. 3 Cf. DH 1510. 4 DH 1511. 5 “En el estado de integridad, podía el hombre cumplir todos los mandatos de la ley. De lo contrario, en aquel estado hubiera tenido que pecar por necesidad, ya que el pecado no consiste sino en dejar de cumplir los mandatos divinos” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 109, 4). 6 Juan Pablo II, La soledad original del hombre, Catequesis del 10 de octubre de 1979. 7 Beeston, A.F.L., One Flesh, Vetus Testamentum 36 (1986), 116; citado en: Mankowski, Paul, SJ, La enseñanza de Cristo sobre el divorcio y el segundo matrimonio: el dato bíblico, en: AA.VV., Permanecer en la verdad, 41. 8 Juan Pablo II, Las experiencias primordiales del hombre, Catequesis del 12 de diciembre de 1979. 9 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 12: “Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gn l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás”. 10 Pío XI, Casti connubii, n. 30. 11 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Suppl. 59,2 ad 1. 12 “En el estado de naturaleza caída no puede el hombre guardar todos los preceptos divinos sin ser previamente curado por la gracia” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 109, 4). Así lo definió también el Concilio de Cartago: “Quienquiera que dijere que… aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos, sea anatema” (Cf. DH 227), 13 Para Santo Tomás las dispensas divinas versan exclusivamente sobre el derecho natural secundario, es decir, el conjunto de preceptos, derivados –a modo de conclusiones– de los primarios, cuya observancia facilita la consecución del fin primario, el cual igualmente podría ser alcanzado sin éstos aunque con más dificultad y no siempre (cf. Santo Tomás, Suma Teológica, Supl., 65, 2). A éstos pertenece la indisolubilidad (dispensada con el repudio) y la unidad (dispensada con la poligamia). En cambio, Dios no dispensa del derecho primario, intentado por la naturaleza para perpetuar la especie; por eso, no permite el concubinato ya que la unión sin estabilidad muchas veces excluye la prole, y cuando no la excluye, no puede garantizar su educación al faltarle la estabilidad matrimonial. De ahí que los casos en que la Escritura menciona la práctica del concubinato, lo hace, dice Santo Tomás contra Moisés Maimónides, suponiendo que se trata de una actitud pecaminosa; y cuando alguno de estos personajes es alabado por el texto bíblico esto se explica porque no se trata de un concubinato propiamente dicho sino de matrimonio verdadero (pues a veces la Escritura llama concubinas a las esposas secundarias de un polígamo) (cf. Suma Teológica, Supl., 65,3-5). 14 Cf. De Vaux, R., Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona (1976), 68-70; Profesores de Salamanca, Biblia Comentada. I. Pentateuco, Madrid (1960), 1008-1009. 15 Cf. Concilio de Trento, DH 1801; cf. 1601. 16 “Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo” (CICat, n. 1127; cf. Concilio de Trento: DH 1605 y 1606). 17 Journet, Ch., Il matrimonio indisolubile, Paoline, Roma (1968). 18 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Supl., 67,6. 19 Cf. Fitzmyer, J.A., The Matthean Divorce Texts and Some New Palestinian Evidence, en: Theological Studies 37 (1976), 209. 20 Cf. Mankowski, en: AA.VV., Permanecer en la verdad, 65. 21 Bonsirven, Le divorce dans le Nouveau Testament, Paris, Desclee (1948). 22 Cf. Il Messaggio della Salvezza, LDC, T.6, p. 151s. En esta misma línea: Sánchez Navarro, Luis, Cosa ne pensa Gesù dei divorziati risposati?, Cantagalli, Siena (2015).
141
23
Viviano, Benedict, en: Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Estella (2004), 85-86. Tuya, M., Evangelios, en: Biblia Comentada, BAC, Madrid (1964), 421-427. 25 Ya había hecho notar esto su Beatitud Maximos IV, patriarca greco-melquita católico de Antioquía, preguntado acerca de la intervención de monseñor Elías Zoghby, vicario patriarcal para Egipto del Patriarcado de Antioquía de los Melquitas, quien durante una de las sesiones del Concilio Vaticano II había pedido que se permitiera casar nuevamente a los cónyuges abandonados: “Si, con motivo del adulterio, decía el patriarca, se tuviese que permitir el divorcio propiamente dicho, nada sería más fácil a los esposos que crear este motivo” (La Croix, 3 de octubre de 1965; citado por Journet en Il matrimonio indissolubile). 26 Cf. Gargano, G. I., Il mistero delle nozze cristiane: tentativo di approfondimento biblico-teologico, “Urbaniana University Journal” 3/2014, 51-73. 27 Estos defectos de la tesis de Gargano los hizo notar inmediatamente Silvio Brachetta en un artículo titulado Le maglie più strette della legge compiute da Gesù, en “Vita Nuova”, enero de 2015 (http://www.vitanuovatrieste.it/ma-la-legge-nuova-non-nega-la-vecchia/). 28 San Agustín, De civitate Dei, XX, 9.1. 29 San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, 122, 9. 30 Journet, Ch., Il matrimonio indisolubile. 24
142
4. Matrimonio y castidad La cuestión dogmática sobre la indisolubilidad del matrimonio parece, a primera vista, no ser puesta en tela de juicio. Kasper, en su relación al Consistorio, decía: “La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida del otro partner forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio”1. Sin embargo, no es tan sencillo como parece pensar el cardenal Kasper. No es suficiente con profesar que queda intacta la doctrina sobre el matrimonio y luego permitirse plantear soluciones hipotéticas de cualquier tipo. Algunas pueden, de hecho, implicar una contradicción con la doctrina del matrimonio. Y precisamente cualquier contradicción verdadera entre una propuesta “práctica” y la doctrina sacramental católica, debería servir de criterio indicador de que se ha emprendido un camino errado. Ahora bien, el verdadero alcance de la propuesta –mal llamada– “pastoral” de Kasper2 entraña un problema doctrinal, como ha hecho notar el card. Caffarra: “Si la Iglesia admite a la eucaristía [a los divorciados vueltos a casar], debe dar entonces un juicio de legitimidad a la segunda unión”3. Y añadía, mostrando las incongruencias del discurso de Kasper: “El segundo [matrimonio], se dice, no puede ser un verdadero matrimonio, visto que la bigamia va contra la palabra del Señor. ¿Y el primero? ¿Está disuelto? Pero los papas siempre han enseñado que el poder del Papa no llega a esto: sobre el matrimonio rato y consumado el Papa no tiene ningún poder. La solución propuesta lleva a pensar que permanece el primer matrimonio, pero que también hay una segunda forma de convivencia que la Iglesia legitima. Por tanto, hay un ejercicio de la sexualidad humana extraconyugal que la Iglesia considera legítima. Pero con esto se niega la columna que sostiene la doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad. A este punto uno podría preguntarse: ¿y por qué no se aprueban las libres convivencias? ¿Y por qué no las relaciones homosexuales? La pregunta de fondo es, por tanto, simple: ¿qué ocurre con el primer matrimonio? Pero [a esto] nadie responde”. Por tanto, no se trata de decir que “la indisolubilidad no se pone en duda”, porque la única posibilidad de una relación legítima entre personas divorciadas o solo separadas, es que su actual relación sea legítima, y esto requiere absolutamente dos cosas: la disolución del anterior vínculo y la legitimación del nuevo. Para Kasper esta contradicción es posible, porque propone tomar como modelo la praxis de las Iglesias cismáticas orientales, llamada oikonomía, que junto al primer vínculo permiten una especie de vínculo menor. Pero a juicio de todos los entendidos esto es una vía falsa e intransitable que equivale, en la práctica, a postular el divorcio vincular. Por eso vamos a analizar en primer lugar, el valor que tiene la doctrina de la 143
indisolubilidad, y luego la mentada praxis de los cristianos ortodoxos.
1. El matrimonio sacramental es indisoluble En el matrimonio de dos bautizados, el matrimonio natural es inseparable del matrimonio sacramental. Ha escrito a este propósito la Comisión Teológica Internacional, en su documento La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio: “La sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no lo afecta de manera accidental, como si esa calidad pudiera o no serle agregada: ella es inherente a su esencia hasta tal punto que no puede ser separada de ella… [La] Iglesia no pued(e), en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de «nueva creatura en Cristo» si no están unidos por el sacramento del matrimonio”4. Juan Pablo II, dirigiéndose el 21 de enero de 2000 a la Rota Romana, decía: “El Catecismo de la Iglesia Católica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial… concluye: «Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina». [Un] matrimonio sacramental rato y consumado no puede ser disuelto, ni siquiera por el poder del romano pontífice… [Pío XII] presentaba esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la materia”5. En consecuencia, la Iglesia insiste en que allí donde existe un vínculo válido no es posible un segundo matrimonio durante la vida del primer cónyuge. Al respecto hay declaraciones formales anteriores al Concilio de Nicea, como el canon 9 del Sínodo de Elvira, en los años 300-303: “A la mujer cristiana que haya abandonado al marido cristiano adúltero y se casa con otro, prohíbasele casarse; si se hubiere casado, no reciba la comunión antes de que hubiere muerto el marido abandonado; a no ser que tal vez el caso de emergencia de una enfermedad forzare a dársela” (cf. DH 117). Kasper ha aludido a los casos en que alguna persona está persuadida de la invalidez de su anterior matrimonio: “algunos divorciados vueltos a casar están subjetivamente convencidos en conciencia de que su precedente matrimonio, irremediablemente destruido, jamás fue válido”; y alude a Familiaris consortio, 84, donde efectivamente el Papa Juan Pablo II mencionaba esta situación6. Es indudable que estos casos pueden darse. Pero de ahí no puede avanzarse, puesto que el magisterio mismo ha aclarado que los juicios privados o la convicción personal de un individuo no pueden conformar la base para declarar que un matrimonio no sea válido. Juan Pablo II, hablando a la Rota Romana sobre la relación entre la justicia y la conciencia individual, decía: 144
“También en la distinción entre la función magisterial y la jurisdiccional, es indudable que en la sociedad eclesial también la potestad judicial emana de la más general «potestad del régimen», «la cual, ciertamente, por institución divina, existe en la Iglesia» (CIC, c. 129 § 1), y que es triple: «legislativa, ejecutiva y judicial» (CIC, c. 135 § 1). Por tanto, cuando surjan dudas en tomo a la conformidad de un acto (por ejemplo, en el caso específico de un matrimonio) con la norma objetiva, y consecuentemente sea cuestionada la legitimidad o también la misma validez de dicho acto, debe buscarse la referencia en el juicio correctamente formulado por la autoridad legítima (cfr. canon 135 § 3) y no, en cambio, en un pretendido juicio privado, y mucho menos en un convencimiento arbitrario de la persona. Este principio, defendido incluso por la ley canónica, establece: «Aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente» (CIC, c. 1085 § 2)”7. La prohibición de divorciarse y volverse a casar se pone en evidencia ya desde los primeros pronunciamientos oficiales de la Iglesia católica, como el ya citado Sínodo de Elvira, el Concilio de Cartago, en su canon 11, del año 407, y el Concilio de Angers, en su canon 6, del año 4538. A partir del surgimiento del Protestantismo, lo han reafirmado los Papas constantemente, puesto que los protestantes dieron vía libre al divorcio vincular. Legislaciones específicas se dieron respecto de los católicos orientales de Italia, como la instrucción de Clemente VIII, del año 1595, señalando que los obispos no debían tolerar el divorcio en modo alguno; y las análogas de Urbano VIII (1623-1644), y Benedicto XIV (1740-1758). En el siglo XVIII, en Polonia, el abuso de nulidades estaba particularmente generalizado, lo que motivó a Benedicto XIV a dirigir tres enérgicas cartas apostólicas a los obispos polacos, para corregirlo. En la segunda de éstas, en 1741, promulgó la constitución Dei miseratione, que exigía la presencia de un defensor canónico del vínculo por cada caso matrimonial. En 1803, Pío VII recordó a los obispos alemanes que los sacerdotes no podían celebrar segundos matrimonios, aunque la ley civil los requiriera, dado que ello “traicionaría su ministerio sagrado”; y decretó que mientras dure el impedimento de un vínculo conyugal anterior, si un hombre se une a una mujer, comete adulterio9. Prácticas permisivas por parte de obispos de rito oriental en Transilvania dieron lugar a que la Congregación para la Propagación de la Fe promulgara un decreto en 1858, en el que se hacía énfasis en la indisolubilidad del matrimonio sacramental10. León XIII fue, por su parte, vehemente y clarísimo en su encíclica Arcanum sobre el matrimonio, de 188011. Esto no puede ser de otra manera, pues el matrimonio es un hecho esencialmente público, razón por la cual no puede trasladarse la decisión sobre la validez o nulidad del mismo a la esfera subjetiva de la conciencia. Los motivos por los que es un hecho público son principalmente tres: (1) es un contrato público entre los esposos; (2) sirve al bien público por la generación y educación de la prole; y, (3) el sacramento es un testimonio público y signo de la fidelidad y el amor de Cristo por su Iglesia. El desarrollo 145
de estos puntos nos llevaría lejos de nuestro cometido, por lo que debo remitirme a los buenos estudios de la teología sacramental matrimonial.
2. El mal de la nueva unión de un fiel divorciado El problema de los fieles divorciados que han comenzado una nueva unión al modo conyugal, es un problema de objetiva contradicción con la indisolubilidad matrimonial, como ha señalado el cardenal Ratzinger, resumiendo la doctrina plurisecular del Magisterio: “Los fieles divorciados que se han vuelto a casar se encuentran en una situación que contradice objetivamente la indisolubilidad del matrimonio”12. Esta doctrina no se debe a una intervención particular del Magisterio en alguna determinada circunstancia histórica sino que se enraíza en la Sagrada Escritura – como ya vimos– y, por tanto, la Iglesia la mantiene “por fidelidad a la enseñanza de Jesucristo”13. He aquí la razón por la que la Iglesia prohíbe no solo celebrar una boda entre estas personas inhábiles canónicamente para hacerlo –lo que a pesar de todo han hecho y hacen algunos pastores incurriendo en una simulación sacramental– sino “ningún tipo de ceremonia” –ni siquiera una bendición– porque tal gesto “vaciaría la doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio”14. La admisión a la comunión eucarística y a la penitencia, sin cumplirse las condiciones objetivas que exigen estos sacramentos (arrepentimiento del pecado, confesión, propósito de enmienda, estado de gracia) equivale a incurrir en la misma contradicción, porque es un modo de reconocer que no hay obstáculo para esos sacramentos, lo que solo es posible cuando su situación es regular; lo cual, a su vez, solo es posible si el estado en que se encuentran –hablamos de los convivientes que no guardan continencia– es de algún modo legítimo. Parece que insistimos constantemente en el mismo estribillo; pero también parece que los que buscan exasperadamente un desenlace permisivo que no soluciona el nudo de fondo, no lo entienden. El motivo central no es, pues, una decisión disciplinar sino una cuestión objetiva, que toca, pues, a la verdad de las cosas, razón por la que no puede buscarse una solución por el lado de una epiqueya o aplicación prudencial, como veremos a su debido tiempo. Lo señalaba Juan Pablo II al decir (y subrayemos estas palabras pues son la clave de toda esta cuestión): “Son ellos mismos [los que se encuentran en tal situación] los que impiden que se les admita [a la comunión], ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía” (FC 84)15. Nótese que san Juan Pablo II establece una relación indisoluble entre Eucaristía y Matrimonio: en cada comunión el comulgante “significa y actualiza” el matrimonio (“unión de amor”) entre Cristo y la Iglesia; por tanto, si se trata de una persona casada también “significa y actualiza” su propio matrimonio que es precisamente “signo eficaz” del Matrimonio entre Cristo y la Iglesia. De ahí que la comunión del que se encuentra en pecado de adulterio establezca una contradicción consigo mismo que no puede despejarse por ninguna relajación disciplinar, sino exclusivamente por la separación de su conviviente, o, como mínimo, dejando de 146
relacionarse al modo conyugal con esa persona (esto es, pasando a vivir como hermanos). Ante este motivo fundamental, los demás son meros apéndices, como señalaba el card. Ratzinger: “A este motivo primario se añade un segundo, que es de naturaleza más pastoral: «si esas personas fuesen admitidas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión sobre la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (FC 84)”16. La razón del escándalo teológico, o del escándalo de los débiles es, pues, subsidiaria17. El argumento que hemos calificado de “central” es crucial y, hasta el momento, ninguno de los que proponen que se dé la comunión a los divorciados, o que se los absuelva sin exigirles un cambio de vida, o que se bendiga su nueva situación, ha dado una razón valedera que explique cómo resolverlo adecuadamente. Porque –y este es el punto evidenciado por el Magisterio– no puede haber ninguna posibilidad de unir estas dos realidades – absolución sacramental y comunión eucarísticas, por un lado; y perseverancia en la vida al modo conyugal de dos personas que no están casadas– a menos que no se introduzca un cambio sustancial en la doctrina de la indisolubilidad matrimonial y en la doctrina sacramental. Y esto significaría cambiar la doctrina de Jesucristo. Cerrar los ojos y seguir para adelante como si no pasara nada es una necedad.
3. Divorciados y castidad La Iglesia ha dado ya respuestas pastorales para quienes se encuentran en estas difíciles situaciones irregulares. Las abordaremos en el penúltimo capítulo. Los que plantean la necesidad de encontrar soluciones que unan lo contradictorio (estado de pecado y sacramento del amor eucarístico) lo hacen porque desconfían de la viabilidad de esas soluciones. El card. Kasper lo ha dicho explícitamente, y lo hemos citado más arriba: piensa que la mayoría de los cristianos que viven en esa situación no son capaces de lo que ha pedido siempre la Iglesia (“el heroísmo no es para el cristiano promedio”). Algo equivalente sostiene el teólogo dominico Jean-Miguel Garrigues cuando pregunta, hablando de los divorciados y vueltos a casar sexualmente activos: “¿Se les debe exigir una continencia que sería temeraria sin un carisma particular del Espíritu?”18. Resultando ahora que los que piden a estas personas que vivan la continencia –todos los textos del magisterio hasta ahora publicados sobre el argumento– ¡pecan de temeridad! Y también los fieles que estando en tales situaciones se determinan por ser fieles a la enseñanza evangélica sin tener el carisma particular del Espíritu (¿habrá algún test para saber si uno tiene ese carisma y no pecar de temerario?). Como se ve, uno de los problemas de fondo es la desconfianza en la posibilidad de la virtud de la castidad. Quizá por ese motivo la castidad no ha merecido ningún párrafo relevante en ninguna de las dos Relationes. Es verdad que en la Relatio final se menciona la importancia del primado de la gracia (n. 31), pero no se dice explícitamente –¡y debería!– que ésta pueda dar esperanza a los que viven situaciones irregulares para vivir esa difícil realidad de modo virtuoso. 147
Pero esto implica un grave error, muy dañino para quienes viven en ese estado. Porque la castidad no es una virtud supererogatoria, un lujo que es mejor si se posee, pero que no es estrictamente necesario. Por el contrario, es una cualidad que hace a la felicidad de la persona y a su equilibrio, no solo sobrenatural, sino humano. El Catecismo de la Iglesia Católica lo ha recordado con una expresión clara y precisa: “La castidad comporta un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cf. Si 1,22). «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados» (GS 17)” (CICat, n. 2339). La castidad, como el pudor que es su condición fundamental19, es una virtud necesaria para que la persona sea verdaderamente libre, para que tenga paz, para que conserve su dignidad, para que no sea esclava de sus pasiones e instintos. Al no predicar la importancia y la necesidad de cultivar la castidad y de esforzarse por llegar –con la gracia– a ese “heroísmo” del que Kasper desconfía, se desahucia a la persona abandonándola a la esclavitud no solo del pecado de adulterio, sino a ese “estado desgraciado” del que habla el Catecismo. ¿Es esto “pastoral”, es decir, oficio amoroso de pastor, o “mercenariedad” es decir, actitud del asalariado, que cuida solo por la paga y no por amor verdadero del rebaño? Como señalan los teólogos dominicos autores del análisis teológico de las Propuestas recientes para la atención pastoral de las personas divorciadas y vueltas a casar: “¿Acaso no manifiesta esta postura una desesperación encubierta respecto de la castidad y del poder de la gracia para vencer el pecado y el vicio? Cristo llama a todas las personas a la castidad según su estado en la vida, ya sean solteras, célibes, casadas o separadas. Y promete la gracia para vivir en castidad. En los Evangelios, Jesús repite este llamado y esta promesa, junto a una vigorosa advertencia: aquello que causa el pecado debe ser «arrancado» y «arrojado lejos», porque «es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno» (Mt 5, 27-32). De hecho, en el Sermón de la Montaña, la castidad es el alma y el corazón de la enseñanza de Jesús acerca del matrimonio, el divorcio y el amor conyugal”. Cuando Nuestro Señor predicó el Sermón montano tenía plena confianza en que sus oyentes de todos los tiempos podrían vivir el heroísmo de la vida cristiana. Confiaba no en las fuerzas del hombre sino en su gracia, ofrecida por Él a todo el quiera serle fiel, para llevar adelante este camino de santidad. La continencia, que es uno de los modos de la castidad, no se reduce, por tanto, a un “carisma particular del Espíritu”, como dice equívocamente Garrigues, arriba citado. Puede ser un carisma del Espíritu Santo, pero también es una virtud natural, que debe ser vivida por todo ser humano según su estado, y para la cual Dios dispone gracias actuales que a nadie niega (no las niega a nadie a 148
quien le imponga la obligación de ser casto en caso de que no le basten las propias fuerzas, de lo contrario deberíamos sostener, heréticamente, que Dios manda lo imposible). Indudablemente, sin la gracia de Dios no es posible cumplir toda la ley natural, por nuestro estado de naturaleza caída. Pero, por un lado, se pueden cumplir preceptos puntuales; y, por otro, desde el momento en que Dios no atenúa la ley natural, se debe suponer que a nadie negará la gracia necesaria para cumplirla, si la pide y no pone obstáculos. Por eso San Agustín enseñaba a rezar diciendo: “¿Mandas la continencia? Da lo que mandas y manda lo que quieras (da quod iubes, et iube quod vis)”20. Frase que el Concilio de Trento completa con esta magnífica expresión: “Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas”21. No es pues, “temerario” exigir la continencia, como sostiene fuera de ruta el referido teólogo, a quienes deben vivirla por razón de su estado o situación, que no son solamente los que conviven con quien no es su cónyuge, sino a todos los solteros, los presos, los que por razones de trabajo están alejados por largo tiempo de sus cónyuges, los que por razones de salud no pueden contraer matrimonio, los que queriendo no han encontrado con quién hacerlo, y, por supuesto los célibes. “El celibato, decía el P. Fabro respondiendo a estas objeciones que son tan viejas como el progresismo, puede observarse también sin un carisma especial, y todo hombre en ciertas circunstancias debe observarlo”22. Y añadía: “Tienen el deber de observar la castidad perfecta los millones de hombres que, a pesar de su gran deseo, no llegan al matrimonio, aunque para esta renuncia no dispongan de ningún carisma. El deber de la completa abstinencia sexual vale para cuantos, por motivo de defectos físicos, no pueden aspirar al matrimonio, y esto aunque no tengan el carisma del celibato. Deben observar la completa abstinencia sexual los millones de viudos y viudas, de abandonados y separados, cuyo gozo del matrimonio ha sido interrumpido. El deber de la completa abstinencia sexual vale también para los hombres casados cuya mujer esté enferma o que no quieren traer al mundo otros hijos cuando quieren proceder con el método de la abstinencia periódica. Este deber vale, en fin, para todos los prisioneros de guerra o civiles, durante el tiempo que deben vivir separados de sus mujeres: ninguno de ellos afirma sentir un carisma”23. Y un poco más adelante añadía, refiriéndose a los sacerdotes que pedían la abolición del celibato basándose en la dureza de las exigencias o en el hecho de considerarse no dotados de un carisma particular para vivirlo (al igual que argumenta Garrigues para los convivientes): “La renuncia al amor sexual no es el sacrificio más duro que se le puede pedir a un hombre. Al médico y al policía se les exige que empeñen en el servicio de su misión no sólo sus fuerzas, sino también, en caso de necesidad, la salud y la vida. Sí, de todo hombre sano y, como se ha visto en la Segunda Guerra Mundial, también de muchas mujeres se espera que estén prontos a defender su patria, incluso poniendo en peligro su propia vida. Estas exigencias no vienen de leyes humanas, sino, en última instancia, de preceptos divinos. Frente a semejante deber de heroísmo, sólo pensar en rebajar las exigencias del sacerdocio católico [en nuestro caso, del cristiano que no vive con su 149
legítimo cónyuge] es verdaderamente vergonzoso. Sería un asunto despreciable”24. Por eso coincidimos con el cardenal Kasper cuando sostiene, con justeza, como ya hemos citado, que “no puede proponerse una solución diversa o contraria a las palabras de Jesús”. Precisamente por eso, me resulta incompresible su razonamiento puesto que, a continuación, su propuesta desconoce la solución dada por Jesucristo, de la que se desvía trazando un camino contrario al propuesto por nuestro Señor. ¿Acaso piensa que una afirmación ortodoxa legitima la heterodoxa siguiente? En mala lógica, es posible. Pero en la única y verdadera lógica, que es también la lógica del sentido común, esto es una contradicción. No hace falta probar que la cultura actual sostiene que la castidad es imposible e incluso dañina. Haciendo mucho daño, pues sus palabras llegaron a muchos millones de personas, un conocido personaje italiano ha dicho recientemente, con un humor irreverente, que “la castidad es buena si se usa con moderación”. La mayoría de los oyentes ha aplaudido la humorada, porque ha dado forma a lo que piensa esa mayoría. Pero nosotros sabemos, y lo sabemos por la fe y por la sabiduría de los mismos paganos que fueron capaces de mantener fresca su razón a pesar de las fiebres de sus pasiones, que la castidad es absolutamente necesaria, y por eso los pueblos germanos de los siglos bárbaros violaban a las mujeres de sus enemigos pero condenaban a muerte a quien tocase una virgen germana que consideraban sagrada; y los romanos de la decadencia, que se divorciaban con la misma frecuencia que cambiaban de toga, exigían que fueran vírgenes las vestales que garantizaban, cuidando el fuego sagrado, la existencia misma del Imperio. ¿Seremos precisamente nosotros, sacerdotes, obispos y cardenales del siglo XXI, los que pensemos que la castidad está fuera del alcance del cristiano promedio? ¿No será que hemos claudicado en nuestra misión de enseñar al cristiano de a pie a ser casto y a alegrarse en la virtud y, llegado el caso, en la cruz, como manda Jesucristo en la octava bienaventuranza (cf. Mt 5,11-12)? Dicen los teólogos dominicos en el análisis ya citado: “Por supuesto, muchos divorciados y vueltos a casar no viven en castidad. Lo que los distingue de aquellos que intentan vivir en la castidad es que no reconocen aún que la ausencia de castidad es un grave error, o al menos no tienen aún la intención de vivir en castidad”. Luego hacen notar el peligro de esta situación: “Si se les permite recibir la Eucaristía, incluso habiéndose confesado antes, mientras que continúan teniendo la intención de vivir al margen de la castidad (una contradicción radical), existe un peligro real de que sean confirmados en su vicio actual. Es improbable que lleguen a comprender mejor lo que significa la naturaleza objetivamente pecaminosa y la gravedad de sus actos no castos. Cabe preguntarse si mejorarán su carácter moral, o más bien si éste se verá afectado o incluso deformado”25. Cristo enseña que la castidad es posible, incluso en situaciones difíciles, porque la gracia de Dios es más fuerte que el pecado26. La pastoral de los divorciados debe construirse sobre esta premisa.
150
4. La práctica de la Iglesia primitiva Para avalar su propuesta y restarle aire de novedad, Kasper afirma que “no puede caber ninguna duda sobre el hecho de que en la Iglesia primitiva de los comienzos, en muchas iglesias locales, por derecho consuetudinario existía, después de un tiempo de arrepentimiento, la práctica de la tolerancia pastoral, de la clemencia y de la indulgencia. Sobre el fondo de tal práctica se entiende quizá también el canon 8º del Concilio de Nicea (325), dirigido contra el rigorismo de Novaciano. Este derecho consuetudinario viene expresamente testimoniado por Orígenes, que lo retiene «no irracional». También Basilio Magno, Gregorio Nacianceno y algunos otros hacen referencia a él. Explican el «no irracional» con la intención pastoral de «evitar lo peor». En la Iglesia latina, por medio de la autoridad de Agustín esta práctica fue abandonada en favor de una disciplina más severa. Pero también Agustín, en un pasaje (La fe y las obras, 19,35) habla de pecado venial. No parece, por tanto, haber excluido de entrada toda solución pastoral”27. Kasper tergiversa las argumentaciones, empezando por la portada misma del problema. En su libro Teología del matrimonio cristiano había afirmado que “en algunos padres muy estimados se… demuestra una praxis relativamente elástica”28. En cambio, en su relación al Consistorio define la práctica de las segundas nupcias de un modo que podemos llamar “evolutivo”: 1º como objeto de “interpretaciones diferentes”; 2º un poco más adelante como “cosa cierta”; 3º concluyendo, pocas líneas más abajo, en que “no puede haber ninguna duda sobre el hecho de que… en muchas iglesias locales, por derecho consuetudinario… existía la práctica de la tolerancia pastoral…”. Pasamos así de “algunos padres” a “muchas iglesias locales”, y de ahí a un supuesto “derecho consuetudinario”, arribando, finalmente, a una “certeza de la que no es posible dudar”. Parece faltar una línea lógica. Por otra parte, entre los autores que indica como sus fuentes, cita a O. Ceretti29, un estudio de H. Crouzel30 y otro de J. Ratzinger (que éste, como ya hemos dicho, corrigió para la edición de sus Obras completas precisamente quitando lo que aquí refiere Kasper). De los dos primeros trabajos mencionados, en realidad Kasper se basa exclusivamente en el de Ceretti, ignorando los aportes de Crouzel, quien –y el cardenal no podía ignorarlo– además del ensayo citado, ha escrito dos más, uno precisamente desmantelando completamente la tesis de Ceretti sobre la praxis en la Iglesia primitiva, en el que evidencia la falsedad de las diez afirmaciones centrales y ocho garrafales errores de método histórico31; el otro, refutando específicamente la interpretación que Ceretti hace del párrafo del Concilio de Nicea (también usada por Kasper en su argumentación)32. Estos dos últimos son completamente silenciados, del mismo modo que el trabajo de Gilles Pelland, La práctica de la Iglesia antigua relativa a los fieles divorciados vueltos a casarse, donde también se refuta a Ceretti, publicado por la Congregación para la Doctrina de Fe33. Vale la pena repasar los principales errores de Ceretti indicados por Crouzel, para dejar en claro el tipo de fuentes que usa Kasper cuando quiere defender una tesis sin 151
importar el precio; de este modo también quedará el claro el verdadero sentido de las autoridades patrísticas presentadas por Kasper para defender su interpretación: 1. Ceretti se equivoca gravemente al sostener que “los cristianos no podían hacer lo que el derecho civil no contemplaba”. Éste es el principio más importante de los que figuran en su obra; usado de diversas maneras por Ceretti. Por ejemplo, dice que “los cristianos no podían admitir una separación que no permitiese nuevas nupcias, en cuanto una tal institución era desconocida en el derecho romano”. De aquí deduce que cada vez que los Padres hablan de separación por adulterio aunque no mencionen la posibilidad de nuevas nupcias, las sobreentienden sin lugar a dudas, porque su concepción del adulterio no podía ser diferente de la de los romanos, que era distinta para el varón y para la mujer. La realidad histórica, dice Crouzel, es otra; en realidad los Padres se oponen muy frecuentemente a las disposiciones del derecho romano. En particular, en lo que toca al divorcio y nuevas nupcias, tenemos declaraciones de Justino, Atenágoras, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Cromacio de Aquileya, Agustín. Y en cuanto a la desigualdad de la actitud hacia el varón y la mujer, la reprocharon, con términos a menudos fuertes, Lactancio, Gregorio Nacianceno, Asterio de Amasea, Juan Cristóstomo, Teodoreto de Ciro, Zenón de Verona, Ambrosio, Jerónimo, Agustín34. 2. Es también falso que “en los primeros siglos no existía una legislación cristiana en materia de matrimonio”, principio que es, según Crouzel, una variante del primero. Los cristianos estaban sometidos a las leyes civiles y las obedecían sólo en la medida en que no estas no se oponían a la ley de Dios. Porque desde el inicio los cristianos tuvieron consciencia de obedecer “leyes propias”. De hecho en sus textos sobre el divorcio, los tres grandes exégetas de Antioquía, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo y Teodoreto de Ciro, llaman continuamente al texto de Gn 2,24, “la ley del matrimonio”. Y Juan Crisóstomo no teme oponer muchas veces estas “leyes de Dios” que prescriben la indisolubilidad, a las leyes que permiten el divorcio y el nuevo matrimonio, a las que llama “leyes de aquéllos que están fuera”, es decir, de los paganos. Continuamente el Pastor de Hermas, Justino, Teófilo, Clemente, Tertuliano, Orígenes, etc., enumeran a quienes se vuelven a casar después del repudio y a quien se casa con la repudiada, entre los adúlteros. 3. Es falso igualmente que “en los primeros siglos no existía una liturgia del matrimonio”. Es verdad que la forma religiosa del matrimonio se hizo obligatoria en Occidente con el decreto Tametsi del Concilio de Trento, y en Oriente, mucho antes, en el 895, con una Novella del emperador León VI el Sabio. Pero el que la ceremonia religiosa no fuese obligatoria –porque los ministros del matrimonio son los mismos contrayentes, bastando con ellos sin la presencia del sacerdote– no se sigue que no existía rito alguno. Tenemos una breve alusión de Ignacio de Antioquía que, en el siglo II, quería que el 152
4.
5.
6.
matrimonio se contrajese “con el parecer del obispo”; y Tertuliano, en el siglo III, dice que los cristianos “postulan” el parecer de la Iglesia jerárquica, que hace el rol del conciliator, es decir, del que pone en contacto a los futuros cónyuges y organiza el matrimonio. En los términos del mismo Tertuliano se menciona una oblatio (que en este autor designa a menudo la Eucaristía, pero que puede ser otra oración) y una benedictio. Son más numerosos los testimonios del siglo IV. Además cuando se dice que los cristianos se casaban como los paganos, se está imaginando que el matrimonio de los romanos al modo del matrimonio civil y laico del estilo de la revolución francesa, cuando, en realidad, se trataba de una ceremonia religiosa con oraciones y sacrificios a los dioses. Si los cristianos, como dice Ceretti, se casaban como los paganos, lo harían adaptando los ritos idolátricos a oraciones y sacrificios cristianos. El cuarto sofisma es la afirmación según la cual “cuando los Padres hablan de «ruptura» del matrimonio entienden, como el derecho romano, la permisión de un nuevo matrimonio”. Es cierto que algunos Padres usan este término, pero al mismo tiempo se oponen, y a menudo en los mismos textos, a las nuevas nupcias. Es erróneo también decir que “la excepción del inciso se refiere también al nuevo matrimonio”. Se refiere a Mt 5,32 y 19,9 (“excepto en caso de fornicación”), entendido por Ceretti como referido al adulterio (ya vimos que debe ser interpretado de uniones ilegítimas y probablemente incestuosas) y como permiso para el repudio y el nuevo matrimonio. Pero solamente un autor –el conocido como Ambrosiaster– hace tal interpretación. Para defender esta posición, Ceretti afirma que los textos que dicen lo contrario, no son significativos. El razonamiento debería ser exactamente el contrario, dada la importancia y trascendencia del tema: si los Padres hubiesen entendido que el nuevo matrimonio estaba permitido, seguramente lo habrían afirmado con claridad, lo que no se da en ningún caso salvo el aislado del Ambrosiaster. Otro error defendido por Ceretti es que “los Padres leían en Mt 19,9 el permiso de contraer nuevas nupcias”. La idea de Ceretti es que el texto de Mt 19,9, entendiendo porneia como adulterio, se interpretaría en el sentido de que “el que repudia a su mujer por ser adúltera, y se casa con otra, no cometería adulterio”. Es decir, aunque la perspectiva de Mt 5,32 no permite entender tal permisión (porque se interpreta: quien repudia a su mujer, si ella adultera, no se hace responsable de su adulterio), los Padres sí entendían Mt 19,9 como adulterio, de lo que se sigue –dice Ceretti–que leían allí el permiso de contraer nuevas nupcias. Crouzel, después de una investigación sobre el uso de estos dos versículos en la patrística, ha llegado en cambio a dos conclusiones diversas. La primera es que todos los Padres antenicenos, anteriores a todos los manuscritos actualmente conservados, y por tanto únicos testigos del texto en su época, leían en realidad Mt 19,9 en la misma forma de Mt 5,32; y lo mismo todos los Padres del siglo V, salvo una citación del Crisóstomo que parece ser un arreglo 153
7.
8.
de un copista. La lección de Mt 19,9 como la tenemos nosotros solo aparece en Occidente a partir de Hilario de Poitiers, y desde él hasta Agustín, los padres occidentales lo citan con las dos variantes. En cuanto a los manuscritos bíblicos, el más antiguo de los griegos (el Vaticanus graecus 1209) lo trae en la forma de Mt 5,32. Por eso se pregunta Crouzel: ¿cómo podrían leer la mayoría de los Padres en Mt 19,9 un permiso para las segundas nupcias, si ellos usaban el texto como una repetición de Mt 5,32 que no comporta tal sentido? Esto es señal que Ceretti no ha leído los textos originales. En segundo lugar, algunos de los padres latinos que leen Mt 19,9 en la forma actual, como Pelagio, no ven ese permiso de las segundas nupcias y siguen rechazando cualquier nuevo matrimonio; otros, como Hilario y Agustín, retienen que no concuerda ni con la tradición recibida ni con el contexto en el que se encuentra, pero ninguno sostiene lo que dice Ceretti. También es falsa la afirmación de que “la Iglesia no podía obligar a los separados a la continencia”, porque tal exigencia es imposible y deshumana; de ahí, deduce Ceretti que, si los Padres obligaban al inocente a separarse del culpable de adulterio, debían necesariamente permitirle un nuevo matrimonio, aunque no lo digan en sus escritos. Crouzel muestra, por el contrario, que respecto a esto, la Iglesia primitiva no tenía la misma opinión sobre la necesidad de las relaciones sexuales que parecen tener nuestros contemporáneos. Lo demuestran dos exigencias institucionales suficientemente atestiguadas. La primera, algunas decretales del fines del s. IV, de los papas Dámaso, Siricio e Inocencio, que imponen a los obispos, sacerdotes y diáconos casados, que vivan, desde el momento de su ordenación, sin su esposa, en completa continencia. En Oriente, en esa época, no hay disposiciones jurídicas al respecto, pero sí la misma mentalidad, pues Epifanio declara que un clérigo casado debe vivir en la continencia, aunque sabe que en la práctica algunos no se atienen a esto; por la misma razón cuando Sinesio de Cirene es elegido metropolita de Ptolemaida Cirenáica, es consciente de que deberá separarse de su esposa. La segunda, diversos textos occidentales a partir del s. IV muestran que aquél que había sido sometido a la pública penitencia debía conservar la castidad completa hasta el término de su vida. Aunque esta última medida sea discutible y exagerada, testimonia que el principio alegado por Ceretti es infundado. Es falsa también la tesis que dice que “un [nuevo] matrimonio podría ser adúltero sin ser inválido”. Se trata de una lectura parcial de algunos textos, en particular un párrafo del Comentario a Mateo (XVI, 23) de Orígenes, que menciona que algunos obispos, contra la voluntad de las Escrituras (lo que subraya tres veces), han permitido a una mujer contraer nuevo matrimonio, estando en vida su primer marido (éste es uno de los testimonios aducidos por Kasper). En realidad, Orígenes continúa su pensamiento en el párrafo siguiente, que no viene generalmente citado, donde añade: “Como es adúltera una mujer, 154
9.
incluso siendo en apariencia casada con un hombre, mientras está vivo todavía su primer marido, así un marido que en apariencia se casa con una repudiada, en realidad no la desposa, como ha decretado nuestro Salvador, sino que comete adulterio”. La frase no podría ser más clara (¡y está a continuación de la usada como argumento para hacerle decir a Orígenes lo contrario de lo que dice!). También se ha querido leer en la Carta canónica 199 de Basilio de Cesarea (otra de las fuentes citadas por Kasper) que quienes han contraído matrimonio prohibido, por ser adúltero, están sometidos a la penitencia pública, pero esta unión no es considerada nula, razón por la cual, una vez descontada la penitencia, se los dejará vivir en paz la vida conyugal. Pero Ceretti, dice Crouzel, se olvida de citar la primera frase que dice: “La fornicación no es matrimonio, ni tampoco inicio de matrimonio. Por tanto, si es posible separar a los que se han unido en la fornicación, es mejor. Pero si ellos prefieren de todos modos la cohabitación, sufran primero la punición de la fornicación, para que se los deje en paz por miedo que hagan algo peor”. Por tanto, los fornicarios, una vez descontada la penitencia, son dejados en paz no porque su fornicación se convierta en matrimonio sino “para evitar un mal más grande”. Aquí, las segundas nupcias después del divorcio son mencionadas con el término “fornicación (porneia)’’; y esto es lo que todos los padres entienden por “adulterio” en los textos de Mt 19,9 y 5,32. La moicheia, adulterio, es una especie de porneia, fornicación. Tampoco es verdadera la sentencia de Ceretti que sostiene que “en los escritores cristianos primitivos reencontramos la desigualdad de los sexos del mundo hebraico o greco-romano”. Los judíos y los romanos, permitían contraer nuevo matrimonio al hombre que había repudiado a su esposa, pero no a ésta. De aquí piensa Ceretti que los Padres permitían un segundo matrimonio tras el divorcio, al menos al varón. En realidad, como ya vimos, solo el Ambrosiaster afirma esto. Y Ceretti se traiciona a sí mismo, porque si fuese verdad, como afirmó anteriormente, que los cristianos no podían hacer lo que el derecho civil no hacía, no se entiende cómo podrían prohibir un nuevo matrimonio a la mujer permitiéndolo al varón, puesto que la legislación romana daba este permiso tanto a uno como a la otra. Es cierto que San Basilio menciona la existencia de tal costumbre en Capadocia, en contradicción con el Evangelio, pero sobre este punto el Ambrosiaster y Basilio son las únicas excepciones existentes entre los escritores cristianos de los primeros siglos, teniendo en su contra la masa de todos los demás escritores. Además, el mismo testimonio de Basilio no es nada claro, puesto él mismo escribe en otro lugar: “No está permitido a quien ha repudiado a su mujer, desposar otra; ni a quien ha sido repudiada por su marido, de volver a casarse con otro”35. Esto lleva a dudar mucho de la interpretación que se hace del anterior texto. Y aunque ese texto, aislado de otros del mismo autor, afirmen lo que dice Ceretti, parece que para él para y Kasper una golondrina hace primavera cuando les conviene, y 155
mientras que la bandada entera, si no les conviene, no indica nada. Y llegado el caso, en cuanto al adulterio, los Padres unánimemente critican el derecho romano respecto del adulterio (que lo permitía al varón y no a la mujer), y Zenón de Verona, Ambrosio y Jerónimo repiten casi con los mismos términos: “lo que no está permitido a las esposas, tampoco está permitido a los maridos”. 10. La última falsedad del estudio de Ceretti reza: “La mentalidad popular estaba a favor de un nuevo matrimonio después del divorcio”. Y cita a su favor las aventuras de una aristócrata romana relatadas por san Jerónimo en su carta a Océano, sin observar que subrayando el gran escándalo que aquella mujer causó entre los cristianos romanos, el santo en realidad afirma lo contrario de lo que entiende Ceretti: el pueblo se escandalizó del adulterio, no se volvieron “comprensivos” con el hecho. Igualmente cita el De Coniugii adulterinis de san Agustín entendiendo equivocadamente que se propone una posición rigorista al obispo Pollencio, quien defendería la práctica habitual de la iglesia de África, cuando éste no era ningún obispo y no representaba a la Iglesia. Pero de este modo, puede atribuir, como hace Kasper en su ponencia, a Agustín y a Jerónimo, como los que introducen la disciplina rigorista sobre este punto en la Iglesia, cuando tal disciplina está ya atestiguada en Roma por el Pastor de Hermas, en la mitad del siglo II. Como puede verse, el estudio de Ceretti, que es el más representativo de los que pretenden afirmar que la Iglesia primitiva ya permitía estas segundas nupcias después de un divorcio, está plagado de falsedades o, al menos, de afirmaciones fruto de una enorme incompetencia en la materia. Crouzel lo critica, además, de ocho gravísimos errores de método histórico, que explicarían los desatinos en que incurre: 1º comienza la cuestión de cero, sin tomar en cuenta todos los estudios que sobre el tema se han hecho en el pasado; 2º hace afirmaciones gratuitas; 3º cae en razonamientos que son círculos viciosos; 4º presenta como “hipótesis de trabajo” lo que en realidad son tesis preconcebidas que guían y fuerzan su investigación en un sentido ya definido; 5º abusa del “argumento ex silentio” (a partir del silencio), es decir, si tal escritor nunca dice que las segundas nupcias después del divorcio están autorizadas, sin embargo “debía pensarlo”; este argumento, como se sabe, presenta una gran cuota de arbitrariedad; 6º da preferencia a la alusión oscura sobre la afirmación clara; 7º lee los textos de manera poco exacta para poder adaptarlos más fácilmente a sus ideas; 8º realiza un análisis histórico insuficiente, dando, él como otros autores de su mismo porte, “la impresión de que ni siquiera han tenido la curiosidad de mirar la Patrología de Migne, y menos todavía las ediciones críticas más recientes”. El cardenal Kasper, como he dicho más arriba, cita en su favor cinco autoridades patrísticas: la de Orígenes y san Basilio, que ya hemos visto a propósito de Ceretti, las de Gregorio Nacianceno, Agustín y el Concilio de Nicea. Digamos algo de estas últimas. De San Agustín, Kasper cita el De fide et operibus, en un texto donde el santo, afirma que el hombre que ha repudiado a su mujer por ser adúltera, si se casa solo “peca venialmente”, lo que significaría que no considera el nuevo matrimonio como pecado 156
grave36. Pero deja de lado dos cosas muy importantes37. La primera, que la terminología agustiniana sobre los pecados “venialia” es muy compleja, exigiendo, al menos, que se dude del sentido que aquí le da el santo, puesto que discrepa de todos los demás textos del mismo autor en que se opone a un segundo matrimonio tras el divorcio. Las golondrinas de Kasper, insistimos, si Kasper quiere, hacen primavera en pleno invierno. Pero además, el contexto del párrafo, trata de la aceptación al bautismo de un catecúmeno divorciado o casado dos veces en su vida pagana; no habla de matrimonio entre bautizados. Esto es una clara tergiversación de fuente. En cuanto a San Gregorio Nacianceno, se trata de un comentario “al paso” que habla de la obligación de separarse de una esposa adúltera (porque para los primeros cristianos era incomprensible continuar la convivencia con una mujer que adulteraba de modo reiterado); no menciona nunca un permiso de una nueva unión para el inocente. Kasper supone que el no decir nada (argumento ex silentio) indica que San Gregorio lo admite. En realidad el santo debe haber pensado como los demás Padres, sobre todo, si se animaba a escribir, como lo hace en una de sus cartas: “El repudio es completamente contrario a nuestras leyes, incluso si los Romanos piensan de otro modo”38. Indudablemente, la más importante de las referencias del cardenal Kasper es el canon 8º del Concilio de Nicea (año 325) en el que se dice, hablando de los herejes novacianos: “Acerca de los que antes se llamaban a sí mismos cátaros (= puros), pero que se acercan a la Iglesia católica y apostólica, plugo al santo y grande Concilio que, puesto que recibieron la imposición de manos, permanezcan en el clero; pero ante todo conviene que confiesen por escrito que aceptarán y seguirán los decretos de la Iglesia católica y apostólica, es decir, que permanecerán en comunión con quienes se han casado dos veces (= digamoi) y con los caídos en la persecución” (DH 127). Kasper, con Ceretti y otros autores, entienden que este canon impone a los rigoristas novacianos aceptar dos clases de cristianos que ellos rechazaban por sus pecados: los que habían apostatado por miedo durante las persecuciones y los casados en segundas nupcias después de un divorcio. Pero el texto no dice eso, como explica Crouzel, después de un detallado estudio, y también otros autores39. De hecho, el texto del canon 8º no explica cuáles son los digamoi con los que los novacianos reconciliados con la Iglesia debían reestablecer la comunión: si los casados después de un divorcio, o los casados después de enviudar. Y no se puede encontrar claridad viendo el uso que los Padres hacían del término, pues si bien Justino lo usa en su Primera Apología, englobando también a los casados después de un divorcio, Orígenes, en cambio, lo emplea claramente en el sentido exclusivo de viudos vueltos a casar, y los otros pocos autores que podrían analizarse (Atenágoras, Ireneo, Tertuliano…) se expresan vaga y brevemente y no permitiéndonos sacar conclusiones. Ninguno de ellos, por otra parte, se refiere a los novacianos y a qué entendían éstos por dígamos, digamoi y digamia. Empero, puede hallarse luz en los escritos de la polémica antinovaciana del siglo anterior y posterior a Nicea. Al respecto tenemos dos testimonios. El primero es Gregorio Nacianceno que reprocha a Novaciano el que no permita a las jóvenes viudas volver a casarse, a pesar de las dificultades de su 157
edad y contra lo que dice san Pablo en 1Tim 5,14. Aun así, este texto no basta porque aunque el término jéra sea el de viuda en sentido estricto, podría darse el caso de que se lo extendiese a las mujeres repudiadas que han quedado solas. De ahí que el texto más importante sea el de san Epifanio en el Panarion, medio siglo después de Nicea, que dedica un capítulo entero a la herejía 59, la de los cátaros, es decir, los novacianos. En este capítulo (si no se lo modifica como hizo, según Crouzel, K. Holl para hacerle decir algo distinto de lo que han conservado los manuscritos) si se leen los varios pasajes con suficiente rigor, el obispo de Salamina no acusa a los novacianos de rehusar dar la comunión a los vueltos a casar tras el divorcio sino a los viudos vueltos a casar así como de obligar a los laicos la “monogamia” impuesta a los clérigos (o sea, prohibirles el volver a casarse –digamia– en caso de enviudar). Fuera de esta fuente no puede invocarse otra que hable del sentido que los novacianos daban a la digamia. Pero, por otra parte, como señalan Pérez Soba y Kampowski, el canon se refiere propiamente a un problema de fe y no a una mera cuestión sobre el perdón de algunos pecados. Esto queda claro en la carta que san Agustín escribe a Juliana sobre el estado de viudez: “tu viudez no prohíbe tus segundas nupcias. En esto se hincharon grandemente los herejes cátaros y novacianos, inflados por Tertuliano con palabras más altisonantes que sensatas”40. Por tanto, esta doctrina era parte de una doctrina en la que los novacianos se apartaban de la fe católica. Y añade san Agustín: “en cambio, en nuestro caso, malos son tanto el adulterio como la fornicación”. Por tanto, la diferencia con los novacianos no radica en la condena del adulterio sino en la de las segundas nupcias de los viudos. Ceretti, en cambio, en ningún momento admite que la secta quisiese imponer la monogamia absoluta exigiendo a los laicos no casarse después de enviudar, lo que sí venía imponiendo la Iglesia a los clérigos; haciendo malabarismos absurdos para decir que lo que les prohibía a éstos era casarse de nuevo luego de un divorcio. Y todo para sostener que el término bígamo, en Nicea, se refiere al segundo matrimonio de un divorciado, negado por los novacianos pero admitido por la Iglesia católica. Como dicen Pérez Soba y Kampowski, si se aceptase esta interpretación de Ceretti (y de Kasper, añadimos nosotros), habría que concluir que la Iglesia católica actual sería novaciana y debería retractarse para poder estar en comunión con la Iglesia de Nicea. Por tanto, es una arbitrariedad sin fundamento entender el canon de Nicea de una categoría de personas a la que no se refiere. No tiene, pues, ningún fundamento usarlo como hacen Kasper y su fuente, Ceretti.
5. El segundo matrimonio en las iglesias ortodoxas Tanto Häring como Kasper han propuesto, en orden a abrir la puerta a una segunda unión legítima desde algún ángulo, el modelo de la práctica de las iglesias ortodoxas. “Las Iglesias ortodoxas han conservado, decía Kaspers, conforme al punto de vista pastoral de la tradición de la Iglesia de los primeros tiempos, el principio para ellos válido de la oikonomía. A partir del siglo VI, sin embargo, haciendo referencia al derecho imperial bizantino, se ha ido más allá de la posición de la tolerancia pastoral, de la 158
clemencia y de la indulgencia, reconociendo, junto a las cláusulas del adulterio, también otros motivos de divorcio, que parten de la muerte moral y no solo física del vínculo matrimonial”41. No responde a la verdad histórica el presentar la praxis de las Iglesias ortodoxas como “continuación de una tradición de los primeros siglos”. Se trata, como hemos visto, de un bulo histórico. En realidad, la historia del problema de la doctrina y la praxis del divorcio y las nuevas nupcias en las Iglesias ortodoxas tiene muchas complicaciones, no solo por los vaivenes históricos, sino por el hecho de que no ha sido igual en todas las Iglesias. Ha hecho una presentación muy clara de la historia, la teología y la base legal de este problema, el arzobispo Cyril Vasil’, secretario de la Congregación para las Iglesias Orientales, en la que sustancialmente nos basamos42. Se refiere a la historia y evolución del divorcio y de las nuevas nupcias en las Iglesias griega, rusa y en los países con estatutos personales. Para llegar a comprender esta problemática hay que tener en cuenta lo que reconocía el arzobispo ortodoxo de Nueva York, P. L’Huillier, que resume Vasil’ diciendo que “las Iglesias ortodoxas prácticamente no han elaborado nunca una doctrina clara sobre la indisolubilidad del matrimonio que elevaría a nivel jurídico las exigencias neotestamentarias. Este hecho es la clave de lectura que nos permite entender por qué las Iglesias ortodoxas, a través también de las expresiones de sus autoridades supremas, a veces aceptan solo pasivamente la realidad sociológica”43. No se puede hablar de una doctrina común porque “en el pasado solo unos pocos autores ortodoxos han realizado una reflexión más profunda sobre la cuestión, y también en la actualidad la cantidad y calidad de la reflexión teológica y canónica son relativamente bajas”44. Ya vimos que en la Iglesia primitiva, se debatía si era posible volver a casarse tras la muerte del cónyuge, pero el divorcio y un segundo matrimonio estaban prohibidos. Algunos Padres griegos, como san Gregorio Nacianceno, predicaban contra leyes imperiales laxas que permitían volver a casarse. Gregorio llamaba a las uniones subsecuentes “indulgencia”, luego “transgresión” y, finalmente, “inmundicia”45. Estos no eran permisos para divorciarse y volverse a casar, sino intentos de limitar uniones subsecuentes, incluso tras la muerte de un esposo. Con el tiempo, y bajo presión de los emperadores bizantinos que ejercían una autoridad agresiva sobre la Iglesia bizantina, los cristianos orientales terminaron identificando los “segundos matrimonios” tras la viudez con el nuevo matrimonio tras un divorcio, releyendo los textos patrísticos bajo esta luz. Jugó un papel muy importante la excesiva unión –y confusión– que se ha dado desde los primeros siglos entre el poder eclesiástico y el poder civil (imperial) en las Iglesias orientales. De acuerdo con la Novella 89, del emperador bizantino León VI, en el año 895, la Iglesia se convirtió en la única institución competente para la celebración del matrimonio; pero como contrapartida, el poder imperial obligó a los tribunales eclesiásticos –de forma definitiva desde 1086– a ser también los únicos competentes para el examen de los casos matrimoniales, por lo que la Iglesia pasó a ser solicitada para reconocer el divorcio y las segundas nupcias que 159
reconocía el Estado. De hecho, escribiendo sobre este documento (la Novella 89), el teólogo ortodoxo John Me-yendorff lamenta que “la Iglesia se vio obligada no solo a darle la bendición a matrimonios que no aprobaba, sino incluso a «disolverlos» (es decir, a conceder «divorcios»). La Iglesia tuvo que pagar un precio elevado por la nueva responsabilidad social que había recibido; tuvo que «secularizar» su actitud pastoral hacia el matrimonio y prácticamente abandonar su disciplina penitenciaria”46. El divorcio y las segundas nupcias surgen, así, de una incorrecta interpretación de la expresión “salvo en caso de porneia” de Mt 5,32 y Mt 19,9 que ya hemos analizado. Ya vimos que quienes entienden porneia como fornicación o concubinato, no ven en las palabras de Cristo una excepción a la indisolubilidad, sino la obligación de separarse que incumbe a quienes no están casados. Pero los que interpretan el término como adulterio, se dividen. Por un lado, los antiguos Padres no lo leían como una excepción a la indisolubilidad, sino como un impedimento para continuar la convivencia (porque, siendo el matrimonio algo sagrado, no concebían que el marido siguiera conviviendo con la esposa adúltera; debía separarse y vivir en continencia de ahí en más). Los ortodoxos, en cambio, lo entienden generalmente como un verdadero divorcio con derecho a nuevas nupcias. El Cardenal Müller, refiriéndose a esta última interpretación, ha dicho claramente que “no es coherente con la voluntad de Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, y representa una dificultad significativa para el ecumenismo”47. Häring y Kasper, en cambio, consideran que cometer el mismo error de interpretación de los ortodoxos nos permitiría dar un paso significativo en las relaciones ecuménicas. Pero esto no es ecumenismo católico, del mismo modo que no salvamos los pecadores cometiendo los mismos pecados que ellos. Esta praxis permite, pues, segundos y terceros matrimonios después de un divorcio, aunque con ritos matrimoniales por fuera de la Eucaristía. Dado que estas uniones no son consideradas adúlteras, los divorciados y vueltos a casar son admitidos a la comunión. Estos segundos matrimonios son llamados a veces “penitenciales”, pero son reconocidos válidos. El motivo aducido para esta excepción viene enunciado como “condescendencia hacia la imperfección humana” y se lo denomina “principio de la oikonomía.” Pero se ha mostrado a lo largo de los siglos como una grieta en la concepción del matrimonio que, como toda fisura, ha ido ampliándose. En la actualidad la Iglesia ortodoxa rusa admite catorce motivos para el divorcio (los últimos tres, introducidos en el año 2000, son: contraer sida, alcoholismo o toxicodependencia demostrados por un estudio médico – ¡téngase en cuenta que en Rusia hay actualmente tres millones de alcohólicos diagnosticados!– y abortar sin acuerdo del marido). Por su parte, la Iglesia ortodoxa griega acepta nueve motivos para el varón y ocho para la mujer48. Una de las vías empleadas para ampliar esta lista de causales de divorcio o de disolución del vínculo ha sido analogar ciertas situaciones a la “muerte física del cónyuge”. En particular el teólogo ruso P. Evdokimov, habla de “la muerte de la materia misma del sacramento del amor con el adulterio, la muerte religiosa con la apostasía; la muerte civil con la condena
160
[prisión]; la muerte física con la ausencia”49. El P. Bernard Häring ha tomado como válidas estas líneas pastorales de la teología ortodoxa y las ha planteado como “solución” para los católicos divorciados vueltos a casar en el ensayo que ya hemos analizado y que inspira, a nuestro entender, las propuestas del cardenal Kasper50. El ya mencionado arzobispo ortodoxo de Nueva York, P. L’Huillier, reconoce que, “en la práctica concreta (las Iglesias ortodoxas) o sancionan o reconocen más o menos veladamente los divorcios civiles”51. Y Pérez-Soba y Kam-powski afirman al respecto: “No se puede disfrazar una realidad que en la mayor parte de los casos se reduce a una simple dispensa obtenida mediante el pago de una tasa en el obispado, a continuación de la cual automáticamente el obispo ortodoxo firma el permiso para un segundo o un tercer matrimonio. Es una cuestión que viven cotidianamente los obispos y presbíteros católicos presentes en estos países: en la práctica esto presupone muy claramente un divorcio”. Y añaden refiriéndose a la propuesta de Kasper de considerar la práctica ortodoxa como una solución: “esto es algo totalmente ajeno a la visión idílica que presenta el Cardenal (al decir): «Esta posible vía no sería una solución general. No es el camino ancho de la gran masa, sino el camino estrecho de la parte probablemente más pequeña de los divorciados vueltos a casar, sinceramente interesada en los sacramentos»”52. La verdad sería, por el contrario, semejante a cortar las venas del sacramento del matrimonio y dejar que la Iglesia se desangre por esa vía. Considero que el desangrarse del matrimonio en las Iglesias ortodoxas es prueba fehaciente de la desviación del principio, es decir, de la llamada “economía”, que ha terminado por constituir, en realidad, una verdadera “teología del divorcio”, como la llama el cardenal Ratzinger53. Con mucha justeza, el mismo autor añadía: “Las Iglesias ortodoxas subrayaron el principio de la oikonomia, de la actitud benévola en los casos difíciles, lo que comportó un progresivo debilitarse del principio de la akribia, de la fidelidad a la palabra revelada”54. No se puede decir más escuetamente. Se trata, pues, indudablemente de una “solución”; pero algo así como lo que hoy en día se entiende como “solución final”. Además de la fragilidad que caracteriza la interpretación ortodoxa y las consecuencias a las que llega la propuesta y praxis de las Iglesias ortodoxas, queda pendiente un tema nada menor y es la naturaleza de esos segundos o terceros matrimonios. ¿Qué es ese matrimonio para las mismas Iglesias ortodoxas, o qué sería, al menos, para los autores que lo re-proponen en el campo católico? Ya hemos visto que la teología ortodoxa es muy débil en estos puntos y nunca llega a entenderse el sentido de estos “matrimonios”, porque su reflexión no es clara ni profunda. No se puede esperar una noción clara de estas segundas uniones “legítimas”, porque estos autores no tienen una noción clara del mismo matrimonio. Vale para esto lo que afirmó Juan Pablo II: “la incomprensión de la índole indisoluble (del matrimonio) constituye la incomprensión del matrimonio en su esencia”55. De ahí que no debe extrañarnos las categorías imprecisas con que se presenta esta segunda unión que no sería sacramental (afirmación con la que creen salvar la indisolubilidad del primer matrimonio) pero tendría una “bondad natural, imperfecta, 161
aunque suficientemente aceptable”. Habría, pues, en la Iglesia dos órdenes de matrimonios: “el de los perfectos, es decir, sacramental, y el de los imperfectos, o bien solo natural”. Quizá Kasper pueda considerar válido esto porque en su teología sacramental, habla de una participación imperfecta de todos los matrimonios en la unión entre Cristo y la Iglesia, que se da, por ejemplo “cuando, por algún motivo, no es posible un matrimonio eclesiástico-sacramental pero hay sin embargo presente una voluntad de matrimonio no solamente humana, sino también cristiana (en el caso, por ejemplo, de los separados que se han vuelto a casar). Ellos pueden confiar en el hecho de que Dios les dé la gracia para cumplir sus deberes, porque su unión (legame) participa del misterio de Cristo y de la Iglesia mediante la fe que se expresa eventualmente en la penitencia por la culpa tenida en la rotura del primer matrimonio”56. En fin, si puede afirmarse que una unión que constituye estrictamente hablando un adulterio es una “participación del misterio de Cristo y de la Iglesia”, está todo dicho, y todo disparate queda ubicado en su lugar correcto57. ____________________ 1
Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 42. No la llamo “pastoral” en sentido propio porque solo es pastoral lo que realmente beneficia a la grey, lo que no ocurre en este caso, como intentaré demostrar a continuación. 3 Card. Caffarra, Carlo, Da Bologna con amore: fermatevi, Il Foglio, 15 de marzo de 2014. 4 Comisión Teológica Internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (1977), nn. 3.1 y 3.2. 5 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 21 de enero de 2000. 6 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 44. 7 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 10 de febrero de 1995, n. 9. 8 Tomo estos datos del estudio John Corbett, et altri, Recent Proposals for the Pastoral Care of the Divorced and Remarried: A Theological Assessment, Nova et Vetera, vol. 12, n. 3 (2014), 601-630, B-2. Se trata de un análisis de las propuestas de Kasper y de otros teólogos para la atención pastoral de las personas divorciadas y vueltas a casar. Los teólogos, todos dominicos de la Facultad Pontificia de la Inmaculada Concepción en la Casa Dominicana de Estudios [Washington, DC], del Athenaeum de Ohio [Mount St. Mary’s of the West], y de la Facultad de Derecho Canónico, Universidad Católica de América, son John Corbett, Andrew Hofer, Paul J. Keller, Dominic Langevin, Dominic Legge, KurtMartens, Thomas Petri, y Thomas Joseph White. En este punto histórico ellos usan mucho el estudio de G. H. Joyce, Christian Marriage: An Historical and Doctrinal Survey, Londres, Sheed and Ward (1948). 9 Pío VII, Breve Etsi fraternitatis, DH 2705-2706. 10 Congregación para la Propagación de la Fe, Instrucción Ad Archiep. Fogariasien et Alba-Iulien, 24 de marzo de 1858. 11 León XIII, Encíclica Arcanum divinae sapientiae, 10 de febrero 1880; DH 3142-3146. 12 Ratzinger, J., Introducción, en: Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 15. 13 Ibídem. 14 Ibídem; también, FC 84. 15 Cf.Ibídem, 18-19. 16 Ibídem, 19. 17 El escándalo se denomina teológico cuando se induce a una persona a un error en la fe o en la ley moral. El 2
162
de los débiles o pusilánime es que procede de la ignorancia o mala interpretación que hacen, quienes no están bien formados, de los hechos ajenos, no en sí pecaminosos. 18 Garrigues Jean-Miguel, O.P, “Chiesa di puri” o «Nassa composita”?, Intervista di Antonio Spadaro S.I., La Civiltà Cattolica, n. 3959, (junio 2015), 508. 19 “La pureza exige el pudor. Este es una parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa la negativa a mostrar lo que debe permanecer oculto. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos según la dignidad de las personas y de su unión” (CICat, 2521). 20 San Agustín, Confesiones, X, 29, 40. 21 Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 11; DH 1536. 22 Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, Pamplona (1976), 289. 23 Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, 290. 24 Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, 290-291. 25 John Corbett, et altri, Recent Proposals, C-1. 26 Cf. Fuentes, M., La castidad, ¿posible?, San Rafael (2006). 27 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 60-61.. 28 Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, 54. 29 O. Ceretti, Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva, Bologna (1977). 30 Crouzel, H. L’Eglise primitive face au divorce, Paris (1971). 31 Crouzel, H., Divorce et remarriage dans l’Église primitives. Quelques réflexions de méthodologie historique, Nouvelle Revue Théologique, 98/10 (1976), 891-917. 32 Crouzel, H., Les digamoi visés par le Concile de Nicée dans son canon 8, Augustinianum 198 (1978) 533546. Los tres estudios aquí citados han sido republicados a fines de 2014 en un volumen: Crouzel, H., Divorziati “risposati”. La prassi della Chiesa primitiva, Siena (2014). 33 Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 113-151. 34 Crouzel analiza dos objeciones que pueden ponerle, y son el hecho de que algunos emperadores cristianos conservaron, aunque con numerosas restricciones, la posibilidad de un nuevo matrimonio. A lo que responde que en los siglos IV y V el imperio no solo tenía cristianos sino paganos, y la legislación imperial, hasta el compromiso de Justiniano, en el siglo VI, debía legislar tanto sobre unos como sobre otros. Además, añade, nada obliga a pensar que todas las normas imperiales tuviesen espíritu cristiano; una cosa es la ley imperial y otra la legislación canónica. La otra objeción es que si a la mujer separada se hubiese prohibido un segundo matrimonio no hubiese tenido cómo sobrevivir, pues no habría tenido ninguna posibilidad de trabajar ni de ganarse la vida. Pero Crouzel recuerda que esa era también la situación de las viudas y de las vírgenes, de las cuales se hacía cargo la comunidad cristiana. Y lo mismo valía para las repudiadas, como testimonia la Didascalia en la traducción siríaca y en la reelaboración griega de las Constituciones Apostólicas. 35 San Basilio, Moralia, Reg. 73,2. 36 San Agustín, De fide et operibus, 19,35. 37 Las señalo siguiendo lo que exponen Pérez-Soba y Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 110-112. 38 San Gregorio Nacianceno, Epístola, 144. Cf. Pérez-Soba y Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 109110. 39 También ha analizado el texto G. Pelland, en su estudio ya mencionado, La práctica de la Iglesia antigua relativa a los fieles divorciados vueltos a casarse, 134-137. 40 San Agustín, La dignidad del estado de viudez, 4,6. 41 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 61-62. 42 Vasil’, Cyril, Separación, divorcio, disolución del vínculo matrimonial y nuevo matrimonio. Aproximación teológica y práctica de las Iglesias Orientales, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 103-141. 43 Vasil’, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 138.
163
44
Vasil’, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 133. Gregorio Nacianceno, Discurso 37,8. 46 Meyendorff, John, Marriage: An Orthodox Perspective, 2a ed., Crest-wood, St. Vladimir’s Seminary Press (1975), 29. 47 Müller, G., Testimonio a favor de la gracia; en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 167. 48 Vasil’, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 122 y 129-130. 49 Evdokimov, P., Le Sacrement de l’amour, Paris (1962), 256. 50 Häring, B., Pastorale dei divorziati, Una strada sensa uscita?, 47-53. Si bien este autor no cita ninguna fuente, habla de muerte física, muerte moral, muerte psíquica y muerte civil. 51 Vasil’, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 132. 52 Pérez Soba – Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 86-87. 53 Ratzinger, J., Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 29 54 Ibídem, 10. 55 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 28 de enero de 2002. 56 Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Brescia (1979), 76-77. 57 Desde este trampolín puede llegar decirse cualquier cosa, como ha hecho, por ejemplo, Mons. Jean-Paul Vesco, O.P., obispo Orán, África, para quien, cuando un católico se divorcia y contrae una nueva unión civil, “su elección de comprometerse en una segunda alianza ha creado un segundo vínculo tan indi-soluble como el primero” (La Vie, 23 de setiembre de 2014). 45
164
5. Misericordia, Verdad y Justicia En su alocución al Consistorio de los Cardenales, el cardenal Kasper relacionó sus propuestas con la misericordia divina. Dijo cosas importantes como el hecho de que la Iglesia “no puede abandonar o disolver la fe vinculante de la Iglesia apelando a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio”1. Destacó bien una parte del problema al afirmar que “la pregunta es, pues, cómo la Iglesia puede corresponder a este binomio inseparable de fidelidad y misericordia de Dios en su acción pastoral respecto de los divorciados vueltos a casar con un rito civil”. Pero al momento de plantear soluciones, nos parece que traiciona las premisas antedichas presentando aplicaciones de la misericordia que contrarían la verdad y la justicia. La interpretación de Kasper fue criticada inmediatamente por varios autores, señalando, entre otras cosas que su propuesta distaba mucho de contener el concepto católico de la misericordia. Razón por la cual, aquél respondió con un artículo titulado Misericordia y verdad, publicado en L’Osservatore Romano2. También la Relatio Synodi mencionó repetidamente la cuestión de la misericordia con las personas en situaciones difíciles. Habló del “dinamismo de la misericordia y de la verdad” (n. 11), también de la interpretación pastoral de la misericordia dada por el mismo Cristo en sus actitudes con los pecadores (n. 14); y dedicó un apartado a la “misericordia hacia las familias heridas y frágiles” (nn. 23-28).
1. La interpretación de Kasper En su artículo de L’Osservatore Romano, Kasper comenzaba diciendo: “La misericordia está vinculada a la verdad; pero también viceversa: la verdad está vinculada a la misericordia. La misericordia es el principio hermenéutico para interpretar la verdad. Significa que la verdad se debe realizar en la caridad (Ef 4,15)”. Aunque resulta difícil saber a dónde quiere llegar con estas afirmaciones, no puede dudarse que admiten una correcta interpretación, a condición de que también se admita la validez de la formulación inversa, es decir, si aceptamos que “la verdad es el principio hermenéutico para interpretar la misericordia, y por tanto, no puede haber misericordia donde no hay verdad”. Creo que el artículo del cardenal Kasper contiene varias imprecisiones y afirmaciones discutibles, pero su análisis me sacaría del tema que me he propuesto tratar. Me limito, pues, a subrayar algunas afirmaciones principales de este escrito y de la exposición al Consistorio para hacer, más adelante, su crítica. En síntesis, destaco cinco cuestiones discutibles. 1. Sostiene, ante todo, que no puede haber principios morales universales por los que se puedan juzgar a todos los seres humanos: “Ningún ser humano es sencillamente un 165
caso de una esencia humana universal ni puede ser juzgado sólo según una regla general”. De ahí que no se pueda dar un principio moral para “los divorciados vueltos a casar”, sino que hay que juzgar caso por caso: “En otras palabras: no existen los divorciados vueltos a casar; existen más bien situaciones muy diferenciadas de divorciados vueltos a casar, que se deben distinguir con sumo cuidado. No existe tampoco «la» situación objetiva, que se opone a la admisión a la Comunión, sino que existen muchas situaciones muy diferentes”. 2. Parece indicar que hay situaciones en que una mujer está obligada en conciencia a buscarse un hombre o un padre para sus hijos: “Si, por ejemplo, a una mujer la deja el marido sin culpa de su parte y, por amor a los hijos, necesita un hombre o un padre, trata de vivir honestamente una vida cristiana en el segundo matrimonio contraído civilmente y en una segunda familia, educa cristianamente a los hijos y se compromete ejemplarmente en la parroquia (como sucede muy a menudo), entonces también esto forma parte de la situación objetiva que se distingue esencialmente de la que lamentablemente se constata con mucha frecuencia, o sea, uno que, más o menos indiferente desde el punto de vista religioso, contrae un segundo matrimonio civil y vive así más o menos distante de la Iglesia. No se puede, por lo tanto, partir de un concepto de la situación objetiva reducida a un único aspecto”. 3. Sostiene también que los célibes no pueden juzgar adecuadamente esta situación, para lo cual parecen mejor capacitados los fieles, teniendo ellos –para esto– el “sensus fidei” del que parecen carecer los pastores. Así, tras recordar el pasaje de Newman en que, en su famoso ensayo On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine, sostiene que durante la crisis arriana (siglos IV-V) no fueron los obispos, sino los fieles quienes conservaron la fe en la Iglesia, añade: “Es necesario considerar seriamente este sensus fidei de los fieles precisamente en nuestra cuestión. Aquí en el Consistorio somos todos célibes, mientras que la mayor parte de nuestros fieles viven la fe en el evangelio de la familia, en situaciones concretas y a veces difíciles. Por ello, nosotros deberíamos escuchar su testimonio y también lo que tienen que decirnos los colaboradores y colaboradoras pastorales y consejeros en la pastoral de las familias. Ellos tienen algo que decirnos”. 4. Propone como modelo de esta misericordia, según ya hemos expuesto, la oikonomía de las Iglesias ortodoxas: “Las Iglesias orientales, con su principio de oikonomía, han desarrollado un itinerario más allá de la alternativa entre rigorismo y laxismo, del que nosotros podemos ecuménicamente aprender (…). En la oikonomía no se trata primariamente de un principio del derecho canónico, sino de una fundamental actitud espiritual y pastoral, que aplica el Evangelio según el estilo de un buen padre de familia, entendido como oikonómos, según el modelo de la economía divina de la salvación”. 5. La variante católica para la oikonomía sería, según él, la epiqueya: “En Occidente conocemos la epiqueya, la justicia aplicada al caso particular, que según Tomás de Aquino es la justicia mayor”. “Para estos casos individuales, es verdad, la tradición católica no conoce el principio de la oikonomía, pero conoce el principio análogo de la 166
epiqueya, del discernimiento de los espíritus, del equipro-babilismo (Alfonso María de Ligorio), o bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que aplica una norma general en la situación concreta (cosa que, en el sentido de Tomás de Aquino, no tiene nada que ver con la ética de la situación)”3.
2. Misericordia, verdad y justicia Antes de responder a estas propuestas, es necesario que aclaremos teológicamente los conceptos de misericordia y justicia y la relación de éstas con la verdad. Misericordia es “entristecerse por la miseria ajena como si fuera propia, intentando desterrarla como si fuera propia”4. A Dios se le aplica este atributo, dice Santo Tomás, “en grado sumo”, pero solo en su segundo aspecto: en cuanto intenta desterrar la miseria ajena, entendiendo por miseria “cualquier defecto”. No se le aplica, cambio, en el primer sentido, de “entristecerse”, porque Dios es inmutable. Consiste, pues, en “otorgar una perfección a alguien que carece de ella”. Esto, en realidad, puede atañer tanto a la misericordia, cuanto a la justicia, a la bondad y a la liberalidad, pero por razones diversas: - a la justicia pertenece el conceder a las cosas las perfecciones de modo proporcional; - a la generosidad, el darlas no por su utilidad sino por su bondad; - a la misericordia, en cuanto destierra algún defecto. Justicia significa, por su parte, “dar a cada uno lo que corresponde”, pero por extensión indica también la rectitud moral, es decir, el estado en que cada cosa ocupa su lugar correspondiente. Así se habla de “estado de justicia original”, o de un “varón justo”, como llama la Sagrada Escritura a los hombres santos (se dice de Noé: Gn 6,9; de José: Mt 1,19; de Simeón: Lc 2,25; del Mesías, llamado “Germen Justo”: Jr 23,5). En este caso “justicia” se toma como “santidad”, porque indica a la persona que ocupa el lugar que le corresponde ante Dios (creatura sometida a sus leyes y amante de Dios), y porque tiene ordenadas sus potencias (su voluntad está ordenada respecto de Dios – sumisión– y respecto de su vida afectiva –de la que es dueña–). La justicia es, pues, armonía, belleza, equilibrio, tanto en sí, como –y éste suele ser el sentido principal– en su trato hacia los demás; por eso se plasma no solo en el respeto por el bien del prójimo (justicia conmutativa), de los súbditos (justicia distributiva) y del bien común (justicia legal), sino también en el respeto hacia Dios (religión), hacia los padres y la patria (piedad), hacia la verdad (veracidad), hacia los superiores (obediencia), hacia los benefactores (gratitud), hacia el que delinque (justo castigo), en el trato (afabilidad), en el uso de los bienes materiales (generosidad), con la aplicación de la ley (epiqueya). Se entiende que Santo Tomás haga suyo el magnífico encomio de Aristóteles: “la más preclara de las virtudes, tanto que ni el lucero de la mañana ni la estrella vespertina son tan admirables como ella”5; y el de Cicerón: “en la justicia, el esplendor de la virtud es máximo”6. Da, pues, impresión de que cuando se contrapone justicia a misericordia se está 167
tomando justicia como sinónimo de inflexibilidad, rigorismo y minimalismo, lo que sería una falsificación de la justicia, incompatible con Dios y con los “justos” bíblicos, o simplemente con los hombres buenos “ex qua boni viri nominantur” (por ella son llamados buenos los hombres), como dice Cicerón. La tradición católica no ha tenido reparo en llamar, a la zaga de san Pablo, “justicia” al estado que vulgarmente denominamos “de gracia”; y “justificación” al paso del estado de pecado o impiedad al de justicia. Habla, en efecto, el Apóstol, de “la justicia de la fe” (Rm 4,11), del “don de la justicia” que nos ha conseguido Cristo (Rm 5,17); habla de una “esclavitud de la justicia” que es fruto de la “liberación del pecado” (Rm 6,18); afirma que “el espíritu es vida a causa de la justicia” (Rm 8,10), etc. La misericordia, pues, no se opone, ni puede oponerse, a la verdad ni a la justicia, incluso tomada ésta en su sentido de dar a cada uno lo que le corresponde. No se opone a la verdad sino que la supone, pues la misericordia implica el reconocer el defecto que padece la creatura y la necesidad de ser socorrida. No hay misericordia si se llama bien al mal, pues, en tal caso, llamándolo “bien”, en vez de socorrerlo, se lo deja tal cual, es decir, mal. La misericordia, como mera redefinición de malos estados o actos, es una “misericordia nominalista”: en efecto, quien se limita –“misericordiosamente”– a llamar a un pecado “ocasional desliz”, o “debilidad humana”, o “flaqueza comprensible”, etc., no experimenta el imperativo de poner remedio a esa situación. La misericordia, pues, necesita la verdad como punto de partida. Solo ante el dolor verdadero y ante el peligro indudable, el corazón se mueve a socorrer y a poner remedio. Por eso dice también el Aquinate: “Es necesario que en todas las obras de Dios se encuentren misericordia y verdad”7. No se opone tampoco a la justicia. Santo Tomás dice explícitamente que “Dios, al obrar misericordiosamente, no actúa contra sino por encima de la justicia”. “Si a quien se le deben cien denarios se le dan doscientos, quien hace esto no es injusto, sino que obra libre y misericordiosamente. Lo mismo sucede cuando se perdonan las ofensas recibidas. Pues quien algo perdona, algo da. Por eso el Apóstol, al perdón lo llama don cuando dice en Ef 4,32: «Daos unos a otros como Cristo se dio a vosotros». Queda claro, así, que la misericordia no anula la justicia, sino que es como la plenitud de la justicia. Por eso se dice en St 2,13: «La misericordia hace sublime el juicio»”8. Ciertamente, hay una supremacía de la misericordia sobre la justicia, porque “la obra de la justicia divina presupone la obra de misericordia, y en ella se funda”9. Esto significa que toda obra de justicia divina hacia los hombres se funda en un acto misericordioso originante, porque Dios no es deudor de nadie. Como ejemplifica el Aquinate: “Como si dijéramos que tener manos es algo debido al hombre por tener alma racional; tener alma racional, por ser hombre; ser hombre, por bondad divina. De este modo, en cualquier obra de Dios aparece la misericordia como raíz. Y su eficacia se mantiene en todo, incluso con más fuerza, como la causa primera, que actúa con más fuerza que la causa segunda. Por eso, también lo que se debe a alguna criatura, Dios, por su misma bondad, lo da con más largueza que la exigida por lo debido. Pues para mantener un orden justo se necesita mucho menos de lo que la bondad divina otorga y que sobrepasa toda proporción exigida 168
por la criatura”10. La relación de la misericordia con la justicia está en que la misericordia es raíz de la justicia, y tiene como fin una justicia altísima, que es la recta relación del hombre con Dios, razón por la cual se llama “justicia original” al estado original del hombre, estado de armonía interior del hombre y de amistad del hombre con Dios. Pero esta relación de amistad y amor del hombre con Dios no puede existir: (a) Limitándose a tolerar el mal, a menos que sea provisoriamente y en orden buscar un bien más alto (ésta es la razón por la que Dios tolera temporalmente el pecado del hombre, para darle la oportunidad de convertirse y volver a Él). (b) Menos aún en la aceptación del mal, que es, por el contrario, inmisericordia, porque es no reconocer que el mal hace mal, lo que llevará a aceptar el mal en el otro. Pero el pecado hace daño al pecador, porque lo degrada, lo esclaviza, lo hace vivir en una situación de reducción “ontológica” (con mucha audacia, santo Tomás dice en un pasaje de sus obras: “Es constitutivo de la creatura que el separarse de Dios sea un decaer de lo que ella es”11). (c) Solo puede ser misericordia el procurar reparar el mal, quitándolo si es posible. Ahora bien, si la situación de convivencia “al modo conyugal” entre quienes no están casados es un mal, únicamente puede ser misericordioso el intentar remediarla ayudando a que cese ese mal. San Pablo, al hablar de la actitud misericordiosa de Dios que justifica al impío sin mérito de éste, cita en favor de su tesis el texto del Salmo 32 que dice: “Bienaventurados aquellos cuyas maldades fueron perdonadas, y cubiertos sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no le toma en cuenta culpa alguna” (Rm 4,7-8). Notemos como, tanto el Salmo como el Apóstol que lo cita, toman como equivalentes las expresiones “cubrir” (ἐπικαλύπτω, epikalýpto), “tomar en cuenta” (λογίζομαι, logízomai), y “perdonar” (ἀφίημι, afíemi), que es, esta última, la que nos enseña Jesús en el Padre Nuestro para pedir el perdón de nuestros pecados (Mt 6,12); la que usa Él mismo para indicar que perdona los pecados al paralítico (Mt 9,2-6); la que emplea para pedir al Padre que perdone a sus verdugos (Lc 23,34), etc. Todas, pues, expresan siempre la eliminación del pecado, que es el obstáculo para la rectitud humana ante Dios. Como indica Fitzmyer, “las palabras del Salmo no significan necesariamente que los pecados permanezcan, de manera que la benevolencia de Dios se limite a cubrirlos. Son metáforas de la remisión de los pecados”12. Y en el mismo sentido Huby: “son maneras de decir que los pecados no existen más en el alma”. De hecho, la palabra hebrea vertida al griego por ἀφίημι (afíemi) significa “pecados quitados”13. La misericordia divina, pues, derrama la justicia en el hombre pecador, volviéndolo justo, recto, ante Dios, y esto lo hace infundiendo la gracia y, al mismo tiempo, borrando el pecado. La justicia no se opone a la misericordia ni ésta a aquélla. Se imbrican, siendo una (la misericordia) la raíz de la otra (la justicia). En síntesis, “justicia con el pecador” no significa, entonces, exclusivamente “tratarlo como pecador” sino “deseo de hacerlo justo”, de ayudarlo a que alcance la justicia divina 169
y que pueda recibir, en sí, la justificación de la gracia.
3. Respuesta a las ideas de Kasper Teniendo en cuenta los elementos antedichos, podemos tratar de responder a los principios indicados por Kasper que hemos destacado más arriba.
a. Principios universales y situaciones particulares Ante todo, debemos estar de acuerdo en que “no existen los divorciados vueltos a casar; existen más bien situaciones muy diferenciadas de divorciados vueltos a casar, que se deben distinguir con sumo cuidado”. Es indudable que las situaciones concretas pueden ser numerosas, unas más culpables que otras, algunas con personas que han sufrido un abandono injusto sin culpa de su parte; y la escala del dolor puede recorrer todo tipo de peldaños. Pero de ahí no puede deducirse que “no existe tampoco «la» situación objetiva, que se opone a la admisión a la Comunión, sino que existen muchas situaciones muy diferentes”. Esto es como decir que porque todos los alemanes son individuos distintos, no se puede definir qué es ser “alemán”; algo objetivo hace que todos los nacidos en territorio alemán puedan ser llamados, con justicia, alemanes, y que deban atenerse a las comunes leyes alemanas. De modo análogo, toda persona que elige libremente, como fin o como medio, una convivencia sexualmente activa con alguien que no es su legítimo cónyuge, se encuentra en una situación objetiva de pecado. Tanto la Sagrada Escritura, como la ley natural y el Magisterio, la califican de “adulterio”. Si en algún caso concreto, no se verifican las condiciones subjetivas para el acto libre (por algún impedimento del acto voluntario), entonces simplemente estamos ante un caso de falta de libertad, y no habrá pecado grave por esta razón, pero no porque no existan situaciones objetivas. La afirmación de Kasper corre el riesgo de ser entendida en la línea de las doctrinas teleológicas, consecuencialistas y proporcionalistas, que niegan la existencia de actos intrínsecamente injustos (comportamientos que, por su objeto moral, independientemente de las circunstancias y del fin que se pretenda al obrar, son siempre injustos); teorías condenadas por Juan Pablo II en la Veritatis splendor (VS, 80).
b. La obligación de volver a juntarse al modo conyugal Kasper también da a entender que pueden darse situaciones en que haya “obligación” de formar una “segunda familia”. Sólo aduce el ejemplo de la mujer con hijos abandonada por su marido. Su expresión “necesita (ha bisogno di) un hombre o un padre”, parece indicar dos causas diversas por las que se une a un hombre: por necesidad afectiva (“necesita un hombre”) o por razón de los hijos (“necesita… un padre”). Debemos entender que, en la mente de Kasper, este bisogno, “necesidad”, conlleva una “justificación”, y por tanto, no habría pecado. Sabemos que en el aula consistorial expresiones semejantes del Cardenal fueron duramente criticadas. Podemos preguntarnos si una persona puede “necesitar” un comportamiento pecaminoso. Me refiero a una necesidad de orden moral y teológico; porque necesidades 170
físicas –si entendemos, como vulgarmente se usa– tales necesidades como “ansias intensas”, éstas las experimentan hasta los santos, los cuales se hacen santos no claudicando ante esta “ley de la carne” o “de los miembros”, de la que ya habla San Pablo (Rm 5-6). Si tomamos tal necesidad como una imposición moral a la libertad –no sería lícito decidir en contrario– se estaría afirmando que es Dios quien obliga a tal persona a elegir ese comportamiento, la cual, en consecuencia, no puede ser responsabilizada de hacer lo único que puede y debe hacer. Ahora bien, esto no puede aceptarse si hablamos de la libertad entre obrar y no obrar14. Hablar del modo en que se expresa Kasper es dar a entender que la persona que se encuentra en la situación descrita tiene que elegir un comportamiento prohibido por la ley de Dios como obligación de conciencia, o sea, entendiendo que es Dios mismo quien se lo manda15. Lo cual significa que, aunque esta persona pudiese negarse a iniciar una convivencia, prefiriendo las consecuencias de la soledad, del abandono, y del “morir antes que pecar”…, su conciencia le dice que, por el bien de su integridad afectiva o la educación de sus hijos, debe buscarse una persona con la que convivir como si fueran esposos. Pero ¿podría encontrarse una persona en una situación en que el heroísmo –llegado el caso de que no hubiese realmente alternativas menos arduas– no pueda ser la opción que Dios le pide? Para Kasper es posible porque, según ya hemos citado, el “heroísmo no es para el cristiano promedio”. Pero esto es contrario a la doctrina de la Iglesia e incoherente con el momento histórico que estamos viviendo, en el que Dios está pidiendo a enteros pueblos cristianos que vivan cotidianamente –¡no de modo extraordinario!– el sufrimiento heroico de la deportación, de la persecución, de la separación de sus seres queridos, del riesgo de la muerte y de la esclavitud; razones por las que el Papa Francisco ha llamado a la nuestra, “Iglesia de los mártires”16. De todos, considero que Kasper no se refiere aquí a una necesidad debida a que el heroísmo es una exigencia excesiva para nuestra debilidad, sino a algo más inadmisible aun, es decir, por un “deber de conciencia” hacia un bien que sería más importante que la fidelidad matrimonial y que justificaría el adulterio, a saber: el propio bienestar (¿físico, psíquico?) o el de los hijos. Pero, ¿es lícito afirmar esto tan ligeramente? Si somos capaces de entender que haya personas que, psíquicamente quebradas, sean incapaces de mantenerse en una situación penosa; y que otras, por su debilidad moral, no sean capaces de llevar una vida heroica y cedan por flaqueza moral a una situación de la que solo Dios puede ser juez en última instancia, pasar de ahí a afirmar que siendo capaz de un acto sustancialmente moral, alguien se sienta moralmente obligado a iniciar una convivencia adulterina y recurrir a un matrimonio civil es salirse del cauce del Evangelio.
c. Los célibes: malos jueces en esta cuestión En su artículo, el cardenal Kasper afirma, también, que los pastores célibes no son los mejores jueces de estas situaciones, y que al respecto el sensus fidei puede estar mejor encarnado en los “fieles laicos”: “Es necesario considerar seriamente este sensus fidei de los fieles precisamente en nuestra cuestión. Aquí en el Consistorio somos todos 171
célibes, mientras que la mayor parte de nuestros fieles viven la fe en el evangelio de la familia, en situaciones concretas y a veces difíciles. Por ello, nosotros debe-riamos escuchar su testimonio y también lo que tienen que decirnos los colaboradores y colaboradoras pastorales y consejeros en la pastoral de las familias. Ellos tienen algo que decirnos”. No dudo de que los fieles laicos tengan mucho que aportar a los consagrados; ¡cuántas veces el ejemplo de la fidelidad matrimonial –quizá de sus propios padres– ha sido el acicate para que muchos religiosos y sacerdotes resistan a pie firme borrascosas pruebas! Pero de esta verdad no se sigue que los célibes no entiendan lo que es el amor, la fidelidad, la fecundidad, o el dolor de la ruptura y el abandono, la dificultad del amor traicionado y las angustias de la crianza. A decir verdad, no siempre quien tiene una experiencia más directa es el mejor juez de la misma. Es indiscutible que la persona herida conoce el dolor que ella causa mejor que el médico que la observa, pero de alli no se sigue que pueda juzgarla mejor, o sepa qué corresponde hacer para curarla. El médico, sin comprender –salvo teóricamente– el tormento de una enfermedad, conoce mejor que el enfermo su diagnóstico, su pronóstico y la terapia que conviene seguir. Los pastores célibes no juzgan del matrimonio en razón de sus propias experiencias, sino a la luz de la Revelación divina y de los principios del Magisterio plurisecular de la Iglesia; y de allí nace la Pastoral. Las reglas áureas pastorales las ha dado Jesucristo. Por otra parte, en el mismo nivel de la experiencia personal, tampoco parecen ser las cosas tan simples como las pinta Kasper, porque también entre quienes enseñan lo contrario del cardenal, encontramos personas casadas17. El mismo san Agustín, a quien el cardenal atribuye –erróneamente– el giro rigorista en materia de indisolubilidad matrimonial, tenía experiencia muy directa de lo que es vivir more coniugali, y de las turbaciones que significaba tener que cortar una situación de este tipo y comenzar a vivir de modo abstinente y perseverar en ello hasta la muerte.
d. La oikonomía de las Iglesias ortodoxas, modelo de misericordia Ya hemos hablado de la praxis de la oikonomía en las Iglesias ortodoxas, que el cardenal pone como modelo (“del que nosotros podemos ecuménicamente aprender”), y presenta como “itinerario más allá de la alternativa entre rigorismo y laxismo”, mostrando que es una experiencia no tan feliz como la quieren hacer parecer sus partidarios occidentales. Solamente añado que en los dos únicos casos en que Jesús se dirige a personas que se encuentran en situaciones irregulares, no vemos que haya aplicado este principio. En efecto, a la adúltera sometida a su juicio, le dice: “yo no te condeno [pero] vete y no peques más” (Jn 8,11). Puede ser que su caso no fuese una convivencia sino un adulterio ocasional, y por tanto, que el ejemplo no ilumine los de las convivencias estables. Pero la samaritana sí era una conviviente (Jn 4,7-26), y a ella Jesús le dice con toda crudeza: “has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo” (Jn 4,18). Evidentemente se trata de una separada vuelta a juntar, y, para mejor, de una mujer que parecía incapaz de vivir sin un hombre al lado, pues iba por el sexto; y sin embargo, Jesús no le propone ninguna oikonomía para legalizar su situación sino que la 172
enfrenta con la verdad: “no es tuyo”. Y no sabemos si le hubiera impuesto también el “no volver a pecar” si ella lo hubiera dejado, puesto que se encargó de desviar rápidamente la conversación hacia otros lares menos espinosos. Tampoco san Juan Bautista era partidario de proponer soluciones oikoménicas a Herodes, cuando, a riesgo de perder de la cabeza, exigió al monarca la separación de su cuñada.
e. La epiqueya: la oikonomía católica Kasper sostiene que en Occidente tenemos, en la doctrina sobre la epiqueya, una posibilidad de plasmar lo que los ortodoxos han logrado con su doctrina de la oikonomía: “En Occidente conocemos la epiqueya, la justicia aplicada al caso particular, que según Tomás de Aquino es la justicia mayor”. Y también: “Para estos casos individuales, es verdad, la tradición católica no conoce el principio de la oikonomía, pero conoce el principio análogo de la epiqueya, del discernimiento de los espíritus, del equiprobabilismo (Alfonso María de Ligorio), o bien la concepción tomista de la fundamental virtud cardinal de la prudencia, que aplica una norma general en la situación concreta (cosa que, en el sentido de Tomás de Aquino, no tiene nada que ver con la ética de la situación)”18. Con esta afirmación, que contiene una ecléctica y confusa mezcolanza de temas y autoridades que no pueden armonizarse como se intenta hacerlo de modo superficial19, Kasper, deja entrever que entiende que la epiqueya puede aplicarse a la ley natural y a la ley divina, pues el matrimonio sacramental pertenece a las dos, a menos que se refiera a los casos en que el fiel está convencido subjetivamente de que su anterior matrimonio fue inválido y no ha podido obtener la sentencia de nulidad; en tal caso, la estaría aplicando a la ley canónica que prohíbe contraer nuevo matrimonio mientras el primero no haya sido declarado nulo. Por la importancia que este tema tiene, analizaré detenidamente este punto, resumiendo un pormenorizado estudio de Ángel Rodríguez Luño publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe20. La epiqueya, como la define Cayetano en pos de Aristóteles y de santo Tomás, es “la dirección de la ley donde es defectuosa a causa de su universalidad”. “El hombre bien formado no sólo sabe cuáles comportamientos son ordenados o prohibidos, sino que también comprende el porqué. Ahora bien, como la ley habla de modo universal, puede suceder algo que, a pesar de las apariencias, no entre en la norma universal, y el virtuoso se da cuenta de ello, puesto que comprende que en ese caso la observancia literal de la ley daría lugar a un comportamiento perjudicial para la «ratio iustitiae» o la «communis utilitas», que son los supremos principios inspiradores de toda ley y de todo legislador. Cuando el legislador humano ha descuidado alguna circunstancia y no la ha percibido por haber hablado en general, es obligatorio dirigir la aplicación de la ley, y considerar prescrito lo que el legislador mismo diría si estuviera presente, y que habría incluido en la ley si hubiera podido conocer el caso en cuestión. Y todo esto se hace no porque no se pueda hacer algo mejor, sino porque, de lo contrario, el comportamiento sería injusto y perjudicial para el bien común. La epiqueya no es algo que pueda invocarse 173
benévolamente, y no tiene nada que ver con el principio de tolerancia; cuando se presenta el caso, se convierte en regla que hay que seguir necesariamente”. “Santo Tomás considera incluso que la justicia se predica per prius de la epiqueya, y per posterius de la justicia legal, ya que ésta está dirigida por aquélla; es más, añade que la epiqueya «es como una regla superior de los actos humanos» 21. Esto no significa, obviamente, que la epiqueya esté por encima del bien y del mal, sino simplemente que cuando faltan los criterios comunes de juicio por las razones antes indicadas, el acto que hay que realizar tiene que ser percibido por un juicio directivo, que santo Tomás llama «gnome»22, y que debe inspirarse directamente en principios más elevados («altiora principia»): la misma «ratio iustitiae» (razón de justicia) y el bien común, saltando la mediación del precepto que aquí y ahora es defectuoso. La epiqueya es «regla superior» en cuanto que, para juzgar casos excepcionales, se remite directamente a los principios morales de nivel más elevado”. Ahora bien, ¿puede la epiqueya corregir la ley natural y la ley divino-positiva? Santo Tomás no se preguntó la posible aplicación a la ley natural, pero sí lo hicieron sus comentadores y seguidores, y todos los moralistas posteriores. “Cayetano, los teólogos carmelitas de Salamanca y san Alfonso responden que sí; Suárez, por el contrario, responde que no. Pero todos sostienen en realidad una tesis esencialmente idéntica” porque consideran la cuestión desde ángulos diversos viniendo a decir, a la postre, lo mismo. Cayetano observa que las leyes humanas pueden contener dos tipos de elementos de derecho natural. Algunos son universalmente válidos, de modo que no pueden dejar de estar presentes, y menciona entre ellos la mentira y el adulterio (son, en definitiva, las acciones intrínsecamente malas23); en estos comportamientos no hay lugar para la epiqueya. Otros, en cambio, son exigencias generalmente válidas, pero que pueden faltar: es el caso, por ejemplo, del precepto de restituir lo que ha sido dejado en depósito; la aplicación de este tipo de preceptos deberá ser regulada a veces por la epiqueya, en el sentido de que la epiqueya, ordenando que no se observe la ley, permitirá realizar un acto virtuoso y excelente cuando, por la infinita variedad de las circunstancias humanas, se crea una situación que evidentemente no puede entrar en la ratio legis”. Cayetano está entendiendo “por ley natural la moral natural, o sea, el ámbito de los comportamientos regulados por las virtudes morales, muy diferente del regulado por la ley divino-positiva. Más concretamente, cuando afirma que la epiqueya tiene por objeto también la ley natural, quiere referirse a las leyes positivas que expresan, mediante fórmulas lingüístico-normativas humanas, consecuencias derivadas de las virtudes, pero no sus exigencias esenciales o los actos que las contradicen (actos intrínsecamente malos). En este sentido, es evidente que la epiqueya se aplica en el ámbito de la ley natural”. En cambio, no puede decirse que hay epiqueya en la ley natural, como Cayetano precisa explícitamente, “si por ley natural entendemos las normas que prohíben los actos intrínsecamente malos, esto es, los actos que en virtud de su identidad esencial son contrarios a la recta razón”. Suárez también “utiliza la distinción de Cayetano: la ley moral natural puede considerarse en sí misma, es decir, en cuanto juicio de la recta razón, o en cuanto 174
contenida y determinada ulteriormente por una ley humana. La tesis de Suárez es que ningún precepto natural considerado en sí mismo puede llegar a necesitar la dirección de la epiqueya. Para fundar inductivamente su tesis, Suárez recuerda la distinción entre preceptos positivos y preceptos negativos. Los preceptos negativos son de tal índole, ut semper et pro semper obligent, vitando mala quia mala sunt [obligan en toda situación, evitando lo que es malo porque es malo]. La epiqueya no puede de ningún modo corregir estos preceptos. Por el contrario, puede acontecer que un cambio del objeto o de las circunstancias intrínsecas dé lugar a un acto moral esencialmente diverso («mutatio materiae»). Se pone el ejemplo del robo en caso de extrema necesidad y el del depósito. En estos casos, el cambio de valoración moral responde al cambio experimentado por el acto en el genus moris [el género del acto moral], y no propiamente a la epiqueya (…). Suárez piensa que puede afirmar, con certeza absoluta y universal, que un acto prohibido por un precepto natural negativo, «stante eadem materia» [mientras permanezca el mismo objeto moral del acto], nunca podrá llegar a ser moralmente lícito en virtud de la epiqueya”. En esta misma línea debemos entender lo que afirman los teólogos carmelitas de Salamanca y san Alfonso que se basa en ellos en este punto24. Esto es lo que debe entenderse cuando san Alfonso afirma que la dirección de la epiqueya será necesaria a veces en el ámbito de la ley moral natural, cuando una acción concreta esté privada de su negatividad moral a causa de las circunstancias («ubi actio possit ex circunstantiis a malitia denudari»). San Alfonso piensa en la acción de no devolver un depósito, que en sí misma sería mala, pero que en ciertas circunstancias no sólo llega a ser buena, sino también virtuosa y obligatoria. Por este motivo, creo que no es correcto el uso que hace Kasper de la autoridad de san Alfonso, ni la que hace Häring25. Por tanto, la epiqueya solo tiene aplicación en las leyes humanas26. Rodríguez Luño sostiene que cuando se invoca la doctrina de la epiqueya, y la autoridad de san Alfonso, aplicada a las normas morales negativas que prohíben las acciones intrínsecamente malas, se tergiversa la doctrina alfonsiana y la tradición teológico-moral católica en general. En el fondo se sostiene que las normas morales “que determinan qué corresponde concretamente a la justicia, a la castidad, a la veracidad, etc., son normas simplemente humanas”, error refutado en la Encíclica Veritatis splendor (cf. VS 36). Además, “se agrupan bajo una misma norma acciones físicamente semejantes (genus naturae), pero moralmente heterogéneas (genus moris)”, es decir, diversas por su objeto moral, concluyendo que toda norma moral negativa tendría múltiples excepciones. De ahí que algunos digan, para ejemplificar su aserto, que la legítima defensa es una excepción al quinto mandamiento, o sea, una aplicación de la epiqueya entendida como excepción a la ley, cuando en realidad lo que hace la prudencia es juzgar que ese caso no es el mandado por la ley, puesto que tiene un objeto moral diverso. Como dice Rodríguez Luño, “la misma lógica los llevaría a sostener la tesis ridícula de que la santidad de las relaciones conyugales es una excepción a la norma «no fornicar»”. Volviendo a nuestro tema, es absolutamente impertinente tratar de aplicar la epiqueya al caso de los divorciados vueltos a casar civilmente (que es la propuesta de Kasper, en la 175
línea de Häring) como una vía de lograr algo análogo a la oikonomía ortodoxa. De hecho, esto puede pretenderse en dos casos bien diversos, ninguno de los cuales es viable. El primero, es el de los divorciados cuyo primer matrimonio fue válido y ellos son conscientes de esto. La epiqueya pretendería en este caso aplicarse a una ley natural y divino-positiva. Al respecto ha escrito el cardenal Müller: “Igualmente, la doctrina de la epiqueya, según la cual, una ley vale en términos generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio sacramental se trata de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar. Ésta tiene, sin embargo, en la línea del Privilegium Paulinum, la potestad para esclarecer qué condiciones se deben cumplir para que surja el matrimonio indisoluble según las disposiciones de Jesús. Reconociendo esto, [la Iglesia] ha establecido impedimentos matrimoniales, reconocido causas para la nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un detallado procedimiento”27. El segundo es el del fiel convencido de que su primer matrimonio fue nulo, pero que no ha logrado obtener la declaración de nulidad. Éste, según Häring y Kasper, sobre la base de la epiqueya, podría contraer una segunda unión canónica y, siempre sobre la misma base, la Iglesia debería permitirlo. Tal es la explícita posición de Häring, quien afirma que, incluso en el caso en que la nulidad “haya sido negada porque no estaban disponibles todas las pruebas (…) el pastor de almas puede presidir, con gran discreción, a la celebración de las nupcias”28. ¿Éste es el trasfondo de la propuesta de Kasper? En todo caso, la ley a la que se pretendería aplicar la epiqueya es la formulada en el § 2 del canon 1085, según el cual “aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente”. Es cierto, como explica, Rodríguez Luño, que “en realidad, sólo la validez del primer matrimonio según la veritas rei puede determinar el impedimento del vínculo”, y que la ley formulada en el § 2 del canon 1085 no es una ley divino-positiva, ni una ley irritante, pero “la condición sine qua non para poder recurrir legítimamente a la epiqueya es que exista una situación en la que el § 2 del canon 1085 deficiat propter universale aliquo modo contrarie. En otras palabras, debe tratarse de un caso concreto, no previsto y no previsible por parte del legislador y al que, por consiguiente, no puede aplicarse el § 2 del canon 1085, y que el legislador mismo no habría aplicado si hubiera podido tenerlo presente. Según la tesis más amplia, la de Suárez, se verificaría una hipótesis de este tipo si la observancia del § 2 del canon 1085 del Código de derecho canónico en ese caso concreto: (a) resultara contraria al bien común de los fieles; (b) impusiera una carga pesada o intolerable, sin que lo exija el bien común; (c) fuera evidente que el legislador, aun pudiendo obligar también en dicho caso, no quiso hacerlo”. Veamos estas tres hipótesis: (a) En cuanto a la primera, “no se ve ningún caso en que la observancia del § 2 del canon 1085 pueda perjudicar contrariamente el bien común de los fieles. Ese canon quiere asegurar que, en una materia de suma importancia, por derecho natural y por derecho divino se alcance la veritas rei [la verdad objetiva], de modo que se eviten 176
uniones adúlteras. Además, ese canon garantiza el sacramento y muchas veces también el derecho de la otra parte y de los hijos frente a la arbitrariedad subjetiva, asegura la certeza del derecho en una materia de gran influencia social y, por último, con él la Iglesia cumple el deber de tutelar una realidad eclesial y pública como es el matrimonio cristiano”. (b) En cuanto a la segunda hipótesis, “según la cual podría no aplicarse la ley a un caso concreto, si su observancia implicara un daño muy grave, frente al cual se cree comúnmente que una ley humana no obliga, o un daño personal notable no exigido por el bien común. Aquí hay que hacer algunas aclaraciones. Para que sea moralmente posible recurrir a la epiqueya, el defecto de la ley debe provenir de su universalidad, y únicamente de ésta, o sea, del hecho de que la generalidad de los términos de la ley hace que algunos casos realmente existentes no puedan encuadrarse en ella. Esto significa que no es posible alegar que en un caso concreto la unidad y la indisolubilidad del matrimonio tienen exigencias difíciles. Ni siquiera basta que la falta de sentencia de nulidad por parte de un tribunal eclesiástico no responda a las expectativas del actor o de la defensa: esto sucede siempre, puesto que de lo contrario ni el actor comenzaría la causa ni el abogado aceptaría el papel de defensor. Sólo sería posible recurrir a la epiqueya si, a causa de circunstancias excepcionales, se negara a una persona hábil el ejercicio del ius connubii [derecho a casarse], de modo no previsto y no previsible por parte del legislador y sin que lo exija el bien común de los fieles, bien común que –quizá hoy más que nunca– requiere una cuidadosa tutela de la indisolubilidad del matrimonio. Situaciones de este tipo podrían crearse en países donde, a causa de circunstancias políticas excepcionales, los católicos permanecieran aislados, sin poder comunicarse con las autoridades eclesiásticas”. Pero no parece ser esta la situación planteada por Kasper, ni, antes que él, por Häring, sino la de personas en situaciones dolorosas pero, dentro de todo, ordinarias. (c) En cuanto a la tercera hipótesis, “considerado el § 2 del canon 1085 en su expresión literal y en su inserción en el ordenamiento canónico, no parece que la intención del legislador eclesiástico haya sido o sea la de dejar en ningún caso la certificación de la validez del primer matrimonio al juicio privado”. Por el contrario, Juan Pablo II, dirigiéndose a la Rota romana en 1995, sostuvo que “se situaría fuera e, incluso, en posición antitética con el auténtico magisterio eclesiástico y con el mismo ordenamiento canónico quien pretendiera infringir las disposiciones legislativas concernientes a la declaración de nulidad de matrimonio”29. Por eso, añadía, es preciso “evitar dar respuestas y soluciones casi «en el fuero interno» a situaciones quizá difíciles, pero que únicamente pueden afrontarse y resolverse en el respeto a las normas canónicas vigentes”30. “Debemos, pues, concluir –sigue diciendo Rodríguez Luño– que la intención del legislador es absolutamente clara a este respecto, y la claridad de las palabras usadas pone de relieve que se trata de una cuestión de máxima importancia para el bien común de los fieles.”
4. Conclusión 177
“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”, ha escrito el Papa Francisco en su Bula Misericordiae vultus. Y añadía, “[la misericordia del Padre] se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret”31. Debemos, por tanto, mirar a Jesús para ver en qué consiste propiamente la misericordia. Ya he aludido a los únicos dos episodios donde Jesús encuentra personas que viven irregularmente, una quizá solo de modo esporádico –la mujer sorprendida cometiendo adulterio–, pero otra viviendo establemente de modo pecaminoso. En los dos casos su disposición al perdón no ha colisionado ni con la verdad, dicha con toda franqueza a la segunda, ni con la justicia, impuesta claramente a la primera. En la referida Bula, después de insistir en que, como dice repitiendo las palabras de Santo Tomás, “especialmente [en la misericordia] se manifiesta la omnipotencia divina”, en que “la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor”, “en [Dios] todo habla de misericordia”, “en las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia”, y así “como [Dios Padre] es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros”, y por tanto, “la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” y “todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes”, el Papa dedica un párrafo a la relación entre la misericordia y la justicia32. Allí afirma que la justicia y la misericordia “no son dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor”. Es cierto que la visión de la justicia como “la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios (…) ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene”, pero la superación de la perspectiva legalista se alcanza, si no malinterpreto el sentido último de las palabras del Pontífice, no en la oposición entre justicia y misericordia, sino en ver la misericordia como un ir más allá de la mera justicia, pero supuesta la justicia. Entiendo que el Papa da por admitido que “ir más allá” indica que se presume que se ha realizado la exigencia de la justicia, pero la misericordia no se detiene en ella; es, como dice el Pontífice, “una ulterior posibilidad [ofrecida al pecador] para examinarse, convertirse y creer”. Lo deja en claro la lectura que hace del texto de Oseas: “La experiencia del profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia la misericordia. La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia del pueblo hebreo. El Reino está cercano a la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es justo que Dios piense en rechazar al pueblo infiel: no ha observado el pacto establecido y por tanto merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: «Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey, porque se han negado a convertirse» (Os 11,5). Y sin embargo, después de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: «Mi 178
corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar» (11,8-9). San Agustín, como comentando las palabras del profeta dice: «Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia»”. La relación entre misericordia y justicia en Dios implica un no detenerse en las exigencias de la justicia, sino ir más allá (“Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón”). Pero “esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que éste no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia”. Y el mismo Papa deja entender el claro sentido de esta relación cuando, ofreciendo la misericordia de Dios y de la Iglesia a los criminales, les dice: “Mi invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida (…). Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador… Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar”. Y luego hablando explícitamente a los que han caído en el vicio de la corrupción política y económica: “¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… El Papa os tiende la mano. Está dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión y os sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia”33. En ambos casos, el ofrecimiento de la misericordia va de la mano con la “conversión”, el “cambio de vida”, el “someterse a la justicia”. En ningún momento se trata de una misericordia que legalice una situación pecaminosa sin exigir ningún cambio radical en el pecador. Este es el sentido que tiene la expresión del Apóstol Santiago: “superexaltat misericordia iudicium” (St 2,13), la misericordia supera el juicio. No puede haber, pues, oposición entre justicia y misericordia, como dice Santo Tomás: “la justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia es la madre de la disolución”34. ____________________ 1
Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 42. Cf. Kasper, Misericordia y verdad, en: L’Osservatore Romano (lengua española), 28 de marzo de 2014, 6-7. También retomó lo central de este artículo en Considerazioni conclusive sul dibattito, en: Il Vangelo della Famiglia, 65-70. Cito según el texto de L’Osservatore Romano. 3 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 68. 4 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 21, 3. 5 “Praeclarissima virtutum videtur esse iustitia, et neque est Hesperus neque Lucifer ita admirabilis” (Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 58, 12; Aristóteles, Ética a Nicómaco, V). 2
179
6
“In iustitia virtutis splendor est maximus,” (Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 58, 12 sed contra; Cicerón, De officiis, I). 7 Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 4. 8 Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 3 ad 2. 9 Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 4. 10 Santo Tomás, Suma Teológica, I, 21, 4. 11 “Mutabilitas illa, quae competit omni creaturae, non est secundum aliquem motum naturalem, sed secundum dependentiam ad Deum, a quo si sibi deserentur, deficerent ab eo quod sunt” (Santo Tomás de Aquino, Super De Trinitate, pars 3 q. 5 a. 2 ad 7). 12 Fitzmyer, Carta a los Romanos, en: Comentario Bíblico San Jerónimo, t. IV, Madrid (1972), 132. 13 Huby, G., Epistola ai Romani, Roma (1961), 153. 14 Una persona puede no tener alternativas para elegir si tiene un solo pretendiente con quien casarse (libertad de especificación); pero siempre puede elegir entre casarse y no casarse (libertad de ejercicio), y si la casan a la fuerza, siempre puede no dar su consentimiento y hacer nulo y violento el acto de quien la fuerza. Ésta es la realidad a la que fueron sometidos muchos mártires cristianos. 15 Si lo entendiéramos en el sentido de que la persona no puede hacer otra cosa porque ha perdido la capacidad psíquica de oponerse a las circunstancias que vive, como ocurre a una persona psíquicamente quebrada, no sería necesario plantearlo ya que no estaríamos en presencia de actos realmente humanos e imputables. Pero entendemos que el cardenal Kasper no se refiere a situaciones patológicas o a personas psíquicamente inimputables. 16 “Hoy la Iglesia es la Iglesia de los mártires: ellos sufren, ellos dan la vida y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio” (Papa Francisco, Homilía del 21 de abril de 2015). 17 Valga como ejemplo el libro contestando a Kasper escrito por Rainer Beckmann (casado, divorciado y no vuelto a casar por mantenerse fiel a la enseñanza de la Iglesia), Il Vangelo della fedeltà coniugale. Risposta al Card. Kasper. Una testimonianza, Solfanelli, Chieti, 2015. 18 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 68. 19 En efecto, al respecto de este párrafo dicen Pérez-Soba y Kampowski: “Se trata tal vez del máximo ejemplo de mescolanza de referencias que tienden a reforzar la idea de la distancia que existe entre la norma general y el caso concreto. Naturalmente, el modo de plantear la cuestión es muy diverso en los varios casos y en los autores a los que se alude. De hecho, en el modo en que presenta la prudencia en santo Tomás como si se tratase de una mera aplicación de normas a casos concretos, el Cardenal comete un error en cuanto no tiene en cuenta los numerosos estudios que, en estos últimos cuarenta años, se han llevado a cabo, muchos de ellos en lengua alemana. Esto hace dudar sobre su auténtico fundamento sobre el Aquinate, más allá de las buenas palabras” (Pérez-Soba – Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, 170-171). Y antes, hablando de los enfoques de santo Tomás y san Alfonso, habían dicho: “Son dos modos completamente diversos de comprender la acción: el primero parte de la virtud de la prudencia, el segundo de la aplicación de una norma. Se trata por tanto de una diferencia fundamental que podemos destacar entre santo Tomás de Aquino y san Alfonso María de Ligorio respecto del conocimiento moral. Por tanto, antes de indicar a ambos como fuentes del mismo argumento, Kasper habría debido aclarar en qué modo entiende a cada uno de ellos, porque es difícil pensar un mayor irenismo [conciliación forzada] en una cuestión moral tan delicada” (169-170). 20 En lo que sigue resumo el trabajo de Ángel Rodríguez Luño, La epiqueya en la atención pastoral a los fieles divorciados vueltos a casar, en: Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, 81-96. Todo lo que en este apartado está entre comillas está tomado literalmente del referido texto. Además de este trabajo, es muy claro y complementario el de Piero Giorgio Marcuzzi, sdb, Aplicación de “Aequitas et epikeia” a los contenidos de la carta de la Congregación para la doctrina de la fe, del 14 de setiembre de 1994, en el mismo volumen, págs. 97-109; este último autor, además de sostener, basándose en varios autores, que no se puede aplicar la epiqueya al caso planteado, también aborda la temática de la “aequitas canonica”, llegando a la misma conclusión de que no se aplica al tipo de leyes al que pertenece la indisolubilidad del matrimonio y sus consecuencias derivadas (como las condiciones para recibir los sacramentos de la penitencia y la eucaristía).
180
21
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 120, a. 2. La “gnome”, mencionada aquí por Rodríguez Luño, es una parte o virtud potencial de la prudencia. Perfecciona el juicio prudencial en las acciones que salen fuera de las reglas o leyes comunes, es decir, en los casos más particulares. Es el juicio sensato en las acciones excepcionales, que deben juzgarse por principios superiores, no fáciles de aferrar por el común de la gente. Toca, pues, a un hábito especial el perfeccionar este juicio. Por este motivo, es la gnome la que dirige la epiqueya, o sea, la interpretación del espíritu de la ley y de la voluntad del legislador en los casos excepcionales, en los que la materialidad de la ley resultaría dañina al súbdito. 23 Interrumpo la cita de Rodríguez Luño para recordar que mencioné, en el punto (a) de las ideas de Kasper, que algunas de sus afirmaciones me llevan a pensar que no comparte plenamente la doctrina de Juan Pablo II en la Veritatis splendor sobre los actos intrínsecamente malos, o actos malos “por su objeto”, lo que no debe extrañarnos si toma como guía a Häring y a otros moralistas alemanes de la segunda mitad del siglo XX. 24 Cf. San Alfonso, Theologia moralis, lib.I, tract. II n. 20; Compendio Moral Salmaticense, Pamplona (1805), tr. III, cap. 5. Éste es un compendio en dos tomos, elaborado por Antonio de San José, que resume los seis volúmenes del Cursus Theologicus Moralis Salmanticensis, de los carmelitas descalzos del Colegio de San Elías de Salamanca. 25 Häring, B., Pastorale dei divorziati, 74 ss; La Ley de Cristo, Barcelona, Herder (1968), I, 298-299, nota 8. 26 Royo Marín: “la epiqueya sólo tiene aplicación a las leyes humanas, y hay que ser muy parsimonioso en su empleo, para no convertirla en un verdadero abuso” (Royo Marín, A., Teología moral para seglares, Madrid 1986, I, n. 116, b). Y el mismo autor en otro lugar: “Con lo dicho, ya se comprende que no cabe en la ley natural la epiqueya, que es, como ya vimos, la benigna interpretación de la mente del legislador en los casos no previstos por la ley. La ley natural, como dada por el supremo y sapientísimo legislador, no falla nunca ni deja ningún cabo por atar. Nunca puede ser nocivo lo que manda, ni bueno lo que prohíbe. De donde la epiqueya es en ella del todo imposible y absurda” (I, n. 129). 27 Müller, Testimonio a favor de la fuerza de la gracia, en: AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 178179. 28 Häring, B., Pastorale dei divorziati, 78. 29 Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, L’Osservatore Romano (edición en español), 17 de febrero de 1995. 30 Estas palabras de Juan Pablo II, pronunciadas a inicios de 1995 parecen aludir expresamente a lo afirmado poco más de cuatro años antes –y muy difundido en aquellos momentos– por Häring. Éste, en su libro ya citado, Pastoral de los divorciados, dedicaba un apartado precisamente a lo que aquí el Papa critica, con el título “Soluciones en el «fuero interno»” (pp. 80-83). 31 Francisco, Misericordiae vultus, 1. 32 Francisco, Misericordiae vultus, 20-21. 33 Francisco, Misericordiae vultus, 19. 34 Santo Tomás, Lectura super Mattheum, n. 429. 22
181
6. Análisis de las propuestas de nulidad La Relatio Synodi menciona el deseo de muchos sinodales de agilizar los procesos de nulidad. Dice concretamente: “Un gran número de Padres ha subrayado la necesidad de hacer más accesibles y ágiles —y, a ser posible, totalmente gratuitos— los procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad. Entre las diferentes propuestas se han indicado: la superación de la necesidad de la doble sentencia conforme; la posibilidad de determinar una vía administrativa bajo la responsabilidad del obispo diocesano; un procedimiento sumario en los casos de nulidad notoria. Algunos Padres, sin embargo, se declaran contrarios a estas propuestas porque no garantizarían un juicio fiable. Hay que reiterar que en todos estos casos se trata de la comprobación de la verdad acerca de la validez del vínculo. Según otras propuestas, habría que considerar también la posibilidad de dar relieve a la función de la fe de los novios con vistas a la validez del sacramento del matrimonio, sin perjuicio de que entre los bautizados todos los matrimonios válidos sean sacramento” (RSy, 48). Como puede observarse, el parágrafo está redactado más bien a modo de crónica, haciéndose eco de propuestas dispares, algunas de ellas enfrentadas entre sí. Se indican tres proposiciones: - Unos piden agilizar los procesos sugiriendo: (a) superar la necesidad de la doble sentencia conforme; (b) delegar al obispo diocesano el proceso como administrativo (actualmente es judicial); (c) establecer un proceso sumario para casos notorios. - Otros rechazan las anteriores propuestas por considerar que no garantizan un juicio fiable. - Otros piden dar relieve a la función de la fe de los novios para la validez del sacramento del matrimonio. Las tres proposiciones están claramente inspiradas en la propuesta del card. Kasper al Consistorio: “Dado que el matrimonio, en cuanto sacramento, tiene carácter público, la decisión sobre la validez no puede dejarse por entero a la valoración subjetiva de la persona implicada. Según el Derecho Canónico, tal valoración es competencia de los tribunales eclesiásticos. Y como estos no son iure divino (de derecho divino), sino que han evolucionado históricamente, a veces nos preguntamos si la vía judicial debe ser la única vía para resolver el problema, o si no serían posibles otros procedimientos más pastorales y espirituales. Como alternativa, podría pensarse que el obispo pudiera asignar esta tarea a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral, que podría ser el penitenciario o el vicario episcopal”1. 182
Analizaré brevemente las propuestas del Sínodo y las observaciones del card. Kasper.
1. Proceso canónico de declaración de nulidad y pastoral Como ha señalado el Card. Raymond Burke, respondiendo a las observaciones de Kasper, si bien es cierto que el proceso judicial para la declaración de nulidad del matrimonio no es, en sí mismo, de ley divina, también es cierto que se ha desarrollado en respuesta a dicha ley, la cual exige un modo efectivo y apropiado de emitir un juicio justo en lo relativo a una demanda de nulidad2. El proceso de nulidad tiene como única finalidad la búsqueda y determinación de la verdad objetiva sobre la existencia del vínculo matrimonial frente a la demanda de quien supone que tal vínculo es inexistente por razón de alguna causa que impidió que éste se originase en el momento del contrato matrimonial. No es una acción judicial contrapuesta a pastoral o espiritual, sino eminentemente pastoral y caritativa: “La actividad jurídico-canónica es pastoral por su misma naturaleza. Constituye una participación especial en la misión de Cristo Pastor, y consiste en actualizar el orden de justicia intraeclesial querida por Cristo mismo (…). Se sigue de ahí que cualquier contraposición entre las dimensiones pastorales y jurídicas [como la que postula precisamente Kasper] es engañosa”, ha dicho san Juan Pablo II3. El mismo Pontífice criticó duramente la visión que intenta oponer dialéctica y falsamente la misericordia pastoral y la justicia procesal: “Por ello [la autoridad eclesiástica] toma nota, por un lado de las grandes dificultades en las que se mueven las personas y las familias implicadas en situaciones de infeliz convivencia conyugal y reconoce su derecho a ser objeto de una solicitud pastoral especial. Pero no se olvida, por otra parte, del derecho que también tienen de no ser engañados por una sentencia de nulidad que esté en conflicto con la existencia de un verdadero matrimonio. Una declaración tan injusta de nulidad no encontraría ningún aval legítimo en el recurso a la caridad o a la misericordia. La caridad y la misericordia no pueden prescindir de las exigencias de la verdad. Un matrimonio válido, incluso si está marcado por graves dificultades, no podría ser considerado inválido sin hacer violencia a la verdad y minando de tal modo el único fundamento sólido sobre el que se puede regir la vida personal, conyugal y social. El juez, por lo tanto, debe siempre guardarse del riesgo de la falsa compasión que degeneraría en sentimentalismo, y sería solo aparentemente pastoral. Los caminos que se apartan de la justicia y de la verdad acaban contribuyendo a distanciar a la gente de Dios, obteniendo así el resultado opuesto al que se buscaba de buena fe”4. Benedicto XVI dijo algo semejante en su discurso a la Rota, del año 2010: “Es oportuno reafirmar que toda obra de auténtica caridad comprende la referencia indispensable a la justicia, tanto más en nuestro caso. «El amor –caritas– es una fuerza extraordinaria, que empuja a las personas a comprometerse con valor y generosidad en el campo de la justicia y de la paz» (Enc. Caritas in veritate, n. 1). «Quien ama con caridad a los demás es ante todo justo hacia ellos. No sólo la justicia no es extraña a la caridad, no sólo no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es ‘inseparable 183
de la caridad’, intrínseca a ella» (Ibid., n. 6). La caridad sin justicia no es tal, sino solo una falsificación, porque la misma caridad requiere esa objetividad típica de la justicia, que no debe confundirse con la frialdad inhumana”5. Y finalizaba con la misma expresión de Juan Pablo II: “degeneraría en sentimentalismo… solo aparentemente pastoral”.
2. Proceso canónico y búsqueda de la verdad El proceso de declaración de nulidad parte de la verdad doctrinal expresada en el canon 1141, que recuerda que “el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte”. Por tanto, su función es buscar la verdad sobre una acusación de inexistencia del vínculo en un matrimonio concreto, realizada por una de las partes o por las dos partes contrayentes. “El único fin –ha dicho Pío XII– es un juicio conforme a la verdad y al Derecho”6. Y Juan Pablo II: “Finalidad inmediata de estos procesos es comprobar si existen factores que por ley natural, divina o eclesiástica, invalidan el matrimonio; y llegar a emanar una sentencia verdadera y justa sobre la pretendida inexistencia del vínculo conyugal”7. Por este motivo, dice Burke, el proceso se ha ido articulando a lo largo de los siglos para buscar de manera cada vez más perfecta la verdad de un hecho jurídico alegado, esto es, la pretendida nulidad de un matrimonio. Se constituye de un modo dialéctico –a modo de debate judicial– para tratar de llegar a la verdad, oyendo a cada una de las partes. En 1741, Benedicto XIV, al reconocer que ambas partes, al tratar de recuperar su libertad, podrían, de hecho, estar a favor de la nulidad de su matrimonio, instituyó la figura del “defensor del vínculo”, o “defensor del matrimonio”, que ha de garantizar que se escuche su voz. Es tan importante esta figura, que sin ella un proceso es nulo. Además instituyó el requisito de una “doble sentencia conforme” que afirmara la nulidad del matrimonio antes que una persona pudiera contraer una nueva unión.
3. Suprimir la necesidad de la doble sentencia Como vimos más arriba, una de las propuestas oídas en el Sínodo ha sido la de quitar el requisito de la doble sentencia conforme8. La razón alegada habitualmente es que conlleva un “oneroso juridicismo”. En realidad, si el proceso se ha llevado a cabo correctamente en primera instancia, el proceso para llegar a una doble decisión conforme, con el decreto de ratificación, no llevará demasiado tiempo9. El problema se presenta cuando los procesos en primera instancia están mal o negligentemente instruidos y discutidos. Pero los frenos posteriores no se deben, en tal caso, al prudente requisito de la segunda instancia, sino la impericia o desprolijidad de quienes actúan primero. La obligatoriedad de una segunda instancia exige a quienes intervienen en la primera a hacer las cosas bien, porque serán examinadas en un tribunal más alto. La triste experiencia de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, que, desde julio de 1971 a noviembre de 1983 (o sea, hasta la entrada en vigor del nuevo Código de Derecho Canónico) recibió la facultad de dispensar de la segunda instancia en “aquellos casos excepcionales en los que, 184
a juicio del defensor del vínculo y de su ordinario, la apelación contra una decisión afirmativa resultara claramente superflua”, es aleccionadora: “ni una sola vez se negó una sola solicitud de dispensa de los cientos de miles recibidas”. A nivel del vulgo se habló durante ese tiempo, y con razón, de “divorcio católico”, con las tremendas consecuencias que esto ha traído. Porque no hay que olvidar que una falsa sentencia de nulidad, aunque abra la puerta a un nuevo matrimonio, no disuelve el anterior si realmente ha existido (no es una sentencia productiva sino declarativa), por lo que el segundo matrimonio es una mera apariencia social, o sea, un estado real de bigamia. Si la persona realmente ignora su situación, Dios se lo tendrá en cuenta; pero si sabe que las cosas que ha logrado, por su astucia personal o por la negligencia, incompetencia o desprecio de la verdad de los jueces, no corresponden a la verdad… es un bígamo a los ojos inexorables de su propia conciencia, y por tanto, alguien en un estado de pecado mortal y de gravísima injusticia. Y de su suerte participan quienes han declarado falsamente en el proceso.
4. Reducir el administrativo
proceso
judicial
a
un
proceso
Otra de las propuestas habla de intentar seguir no una vía judicial sino administrativa10. No se trata de un proyecto nuevo, sino de algo que viene de varios años atrás, tanto de parte de canonistas como de moralistas (lo proponía, por ejemplo, B. Häring, en el libro que ya hemos citado sobre la pastoral de los divorciados). El deseo de una vía más rápida para ayudar a las personas que se encuentran en situaciones dolorosas es encomiable, pero jamás se puede procurar a costa de la verdad o de la justicia, como ya hemos visto más arriba. El mismo Código exige la prontitud que sea posible: “Los jueces y los tribunales han de cuidar de que, sin merma de la justicia, todas las causas se terminen cuanto antes, y de que en el tribunal de primera instancia no duren más de un año, ni más de seis meses en el de segunda instancia” (CIC, c. 1453; CCEO c. 1111; Instr. Dignitas connubii, art. 72). Ahora bien, lo que aquí se propone no es simplemente la agilización de un proceso sino seguir otra vía distinta de la que ha seguido la Iglesia hasta el momento. Proceso judicial se denomina cuando tiene por objeto un juicio bajo la responsabilidad de un juez y en fuerza de la potestad judicial. Es administrativo si tiene por objeto la relación entre un superior y un inferior bajo la responsabilidad del superior y en fuerza de la potestad administrativa. Cada uno de ellos se subdivide en distintos modos. La diferencia consiste fundamentalmente en la naturaleza de la potestad que se ejerce en uno y otro caso. Se distingue claramente el poder judicial del poder ejecutivo (administrativo). El primero pertenece al juez, el segundo al superior. Aunque el oficio de juzgar y de gobernar (y también el de legislar) sean confiados al mismo sujeto, al Papa para el caso de la Iglesia universal (cc. 331;442) y al Obispo para la Iglesia particular (cc. 381; 1419), distinta es la naturaleza de la potestad que ejerce según haga las veces de juez o de superior. Tratándose de dos poderes o potestades diversas, generalmente se ejercen según un modo de proceder (proceso) distinto, justamente en razón de la 185
naturaleza de la potestad que se ejerce. El poder judicial y el administrativo tienen en común que ambos actúan en orden a la aplicación de la ley, el judicial en el juicio y el otro en el acto administrativo; el primero se caracteriza por el rigor de la ley en orden a un juicio según justicia y verdad, en el respeto de la ley; el segundo, en el acto administrativo, según un juicio prudente, ordenado al bien de la comunidad y del individuo. El primero compete al juez, en cuanto es llamado a aplicar la ley según justicia y verdad, dando a cada uno lo suyo, su derecho. El segundo compete al superior en cuanto responsable de la comunidad, que debe aplicar la ley para el bien de esa comunidad, a menudo con un amplio margen de discrecionalidad. El juez decide después de haber alcanzado la certeza moral en base a las actas y a las pruebas (can. 1608, § 2); en la base de las decisiones del poder administrativo está la justa causa, no la certeza moral. Si tenemos esto en cuenta, comprenderemos fácilmente el motivo por el cual el derecho canónico establece la vía del proceso judicial cuando se trata de la declaración de la nulidad de un matrimonio. Estando en juego la indisolubilidad del vínculo matrimonial, la Iglesia ha considerado tradicionalmente que el medio más eficaz en orden al fin propuesto es el proceso de tipo judicial. Por tanto, el que es llamado a juzgar sobre la validez o no del vínculo, que por derecho canónico es el juez que obra en virtud de la potestad judicial, debe alcanzar la certeza moral ex actis et probatis, sobre lo actuado y lo probado (can. 1608, § 2) para poder declarar con sentencia judicial la nulidad del matrimonio. Y tal declaración, además, debe ser confirmada por una segunda sentencia, a menos que la nulidad aparezca evidente, en tal caso la sentencia de primera instancia puede ser confirmada mediante decreto (cf. can. 1682, § 2). Dado que lo más característico de la potestad administrativa es el amplio margen de discrecionalidad de que goza el superior, y además, el hecho de tener de mira sobre todo el bien de la comunidad y la justa causa (y no la certeza moral) el peligro real se puede presentar si tales elementos característicos de la potestad administrativa se quieren mantener en un proceso de nulidad matrimonial. Con otras palabras, si el confiar las causas de nulidad matrimonial a quien no fuese formalmente juez y, por consiguiente el procedimiento empleado fuese “administrativo”, significase que dicha autoridad tiene una amplia dis-crecionalidad para “anular” un matrimonio, por el hecho de que esa autoridad considera la nulidad “pastoralmente oportuna”, entonces se tocaría la esencia misma de este proceso, el cual ya no consistiría en un proceso para verificar la nulidad del vínculo, es decir, no tendría ya por objeto la verdad objetiva acerca de la existencia de un vínculo que por naturaleza es indisoluble, sino que la existencia o no del vínculo quedaría librada al juicio prudencial del superior, llamado a “juzgar” acerca del vínculo matrimonial no en base a la verdad y la justicia, sino a lo que considere aquí y ahora más prudente y oportuno, cosa que justamente es propio de la potestad administrativa11. Éste es el verdadero peligro cuando se habla de proceso de nulidad matrimonial por vía administrativa: que una tal nulidad se convierta en definitiva en un simple trámite, al modo como se pide al superior una gracia, una dispensa, o un indulto. Esto haría en definitiva que, bajo otro nombre, se introduzca el divorcio en la Iglesia. Decía el Santo 186
Papa Juan Pablo II, que “a ningún juez le es lícito pronunciar una sentencia a favor de la nulidad de un matrimonio si no ha llegado antes a la certeza moral sobre la existencia de la misma nulidad. No basta solo la probabilidad para decidir una causa. Se aplicaría a cualquier cesión a este respecto lo dicho sabiamente por otras leyes relativas al matrimonio: toda relajación lleva en sí una dinámica impulsora: «cui, si mos geratur, divortio, alio nomine tecto, in Ecclesia tolerando via sternitur» [que, si se hiciese praxis habitual, allanaría la introducción del divorcio en la Iglesia bajo otro nombre (declaración de nulidad del matrimonio)]”12. Juan Pablo II recordaba también a los miembros del tribunal de la Rota Romana, que los cónyuges aunque tienen el derecho de solicitar la nulidad del propio matrimonio, no tienen, sin embargo, ni el derecho a la nulidad ni el derecho a la validez del mismo13. No se trata, en realidad, de promover un proceso que se resuelva definitivamente en una sentencia constitutiva, sino más bien de la facultad jurídica de proponer a la autoridad competente de la Iglesia la cuestión sobre la nulidad del propio matrimonio, solicitando una decisión al respecto. Se trata de indagar acerca de la verdad objetiva del vínculo matrimonial, si existe o no; verdad que supera la verdad subjetiva del fiel (su convencimiento personal) y también la de la autoridad que decide en mérito. Una decisión del juez en contraste con la verdad objetiva, provocaría un daño ante todo a los mismos cónyuges. Por eso es fundamental que se respete ante todo la naturaleza meramente declarativa del proceso, y que por tanto, quien esté llamado a juzgar sea consciente de que no tiene ningún poder discrecional para “anular” un matrimonio. Para esto, es necesario que se respeten y mantengan los elementos constitutivos fundamentales del proceso de nulidad matrimonial, cualquiera sea la vía que se emplee; particularmente la honesta recolección de pruebas, sobre todo a través de la colaboración de ambos cónyuges, que permita a quien deberá juzgar conocer la verdad objetiva sobre la validez o la nulidad del matrimonio; y que la nulidad pueda ser declarada solo cuando la autoridad tenga certeza moral de ello, en base a las causales de nulidad establecidas por el derecho canónico. En relación a esto, el Cardenal De Paolis afirmaba que el proceso de nulidad “sea simple o complejo, breve o largo, judicial o administrativo, oral o escrito, deberá responder sin excepciones a algunos criterios fundamentales, entre los cuales indica: a) el valor absoluto e irrenunciable de la indisolubilidad; la declaración de nulidad no podrá plantearse en una perspectiva pastoral sino en la de la verdad; b) la declaración tiene valor declarativo, no constitutivo; por lo tanto, no es discrecional para el superior; c) el juicio de nulidad no puede ser dejado a la conciencia del individuo; d) la necesidad de la certeza moral, que presupone pruebas ciertas y objetivas; e) el derecho de defensa de las partes; con posibilidad de recurso o de apelación, si una de las dos partes no está de acuerdo”14. Dicho esto, el motivo por el cual se propone la vía administrativa, la mayor accesibilidad y agilidad del proceso, no parece tener fundamento. Si se mantienen los criterios arriba enunciados como elementos constitutivos irre-nunciables a todo proceso de nulidad matrimonial, el seguir la vía administrativa, que ya no sería propiamente tal, sino que le quedaría solo el nombre, no necesariamente significaría mayor agilidad y 187
brevedad. Surge espontáneamente preguntarse, a la luz de lo dicho, si el motivo de la insistencia en proponer la vía administrativa sea solo la agilidad y brevedad del proceso.
5. Necesidad de la fe para la validez del sacramento del matrimonio Al final del parágrafo que la Relatio Synodi dedica al tema se afirmaba: “Según otras propuestas, habría que considerar también la posibilidad de dar relieve a la función de la fe de los novios con vistas a la validez del sacramento del matrimonio”. Tales propuestas parecen inspirarse en la del cardenal Kasper, quien, durante el Consistorio de febrero de 2014, hablaba no solo de dar relieve a la fe, sino incluso de la necesidad “de aceptar [condividere] la fe en el misterio definido del sacramento y que comprendan y acepten verdaderamente las condiciones canónicas para la validez de su matrimonio”15. En otras palabras, se propone considerar la posibilidad de que la falta de fe en el sacramento del matrimonio pueda ser considerada una causa que abra una vía para juzgar la nulidad de un matrimonio fallido. De hecho, con la mala formación que reciben la mayoría de los que se casan, se podría postular la invalidez de una gran cantidad de matrimonios. Ahora bien, según la doctrina católica, el matrimonio sacramento coincide con el matrimonio natural. El primero que negó esto fue Duns Scoto, y después de él se discutió durante mucho tiempo. Pero hoy no puede ponerse en duda. Juan Pablo II decía en 1988: “El matrimonio y la familia no son instituciones exclusivamente cristianas; forman parte de la herencia donada por Dios a la humanidad (…) El sacramento del matrimonio eleva y santifica estas realidades naturales”16. El sacramento del matrimonio es, pues, el matrimonio instituido y bendecido por Dios, al que Jesucristo hace recobrar su primitivo ideal de unidad e indisolubilidad y lo eleva a la dignidad de sacramento. Esta es la noción que está en la base del canon 1055 del CIC: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, ha sido elevada por Cristo el Señor a la dignidad de sacramento entre los bautizados. Por lo tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento”. Es la “alianza matrimonial” natural la que ha sido elevada a sacramento. Ese matrimonio, sigue luego diciendo el canon 1057, “lo produce el consentimiento de las partes manifestado legítimamente”. Y el canon 1096 pone como requisito del consentimiento válido “que los contrayentes al menos no ignoren que el matrimonio es un consorcio permanente entre el varón y la mujer ordenado a la procreación de la prole, mediante una cierta cooperación sexual”. Es fundamental tener en cuenta esto, pues indica que basta, para la validez del matrimonio, el que los contrayentes sean capaces de casarse naturalmente; siendo ellos bautizados, ese vínculo será necesariamente sacramental, pero no porque lo sepan o lo ignoren, sino porque todo vínculo entre bautizados es sacramental por la elevación que le ha dado Jesucristo. Por tanto, no puede hablarse de “necesidad de la fe en el misterio definido”, para la validez del matrimonio, como indicaba Kasper. 188
Indudablemente que si alguien ignora las condiciones naturales del matrimonio (“un consorcio permanente entre el varón y la mujer ordenado a la procreación de la prole, mediante una cierta cooperación sexual”) no contrae válidamente matrimonio, pero esto no viene por ignorancia del sacramento sino de la naturaleza misma del matrimonio. El canon 1096 también afirma que “esta ignorancia no se presume después de la pubertad”, y funda en esto la “praesumptio iuris”, la presunción del derecho a favor de la validez, debiendo probarse, en cambio, la nulidad. Hoy en día, lamentablemente, la cultura moderna ha apuntado sus cañones contra estos mismos fundamentos naturales, por lo que la fuerza de esta “praesumptio iuris” en algunos casos tambalea más que en el pasado. Aun así no debe ser tomada a la ligera, y debemos decir que la mayoría de las personas que contraen matrimonio todavía conservan la capacidad de casarse “naturalmente”, con lo que, si son bautizados, también se unen sacramentalmente. Decir que la mayoría no sabe lo que hace cuando se casa, quizá abra la puerta a la “solución” de unos casos, pero a costa de ultrajar la capacidad racional de la mayoría de los casados… o sembrarles dudas sobre sus matrimonios. Además, sostener la necesidad de la fe en el sacramento del matrimonio como condición para la validez del mismo no es compatible con la doctrina católica ni con la práctica pastoral, por dos motivos principales17. En primer lugar, la Iglesia enseña que se pueden contraer vínculos matrimoniales sacramentales e indisolubles entre católicos y no católicos bautizados (p. ej., ortodoxos o protestantes)18. En tales casos, los no católicos no profesan la fe católica en toda su integridad. De igual modo, cuando una pareja protestante se convierte al catolicismo, la Iglesia considera su matrimonio como sacramental e indisoluble, incluso si, en el momento de casarse, no creían que el matrimonio fuera un sacramento y buscaran solo los fines naturales del matrimonio19. Si el argumento de la necesidad de profesar la fe católica integral para la validez del matrimonio fuese valedero, todos los matrimonios mixtos y los matrimonios cristianos no católicos no serían válidos ni sacramentales. En segundo lugar, este argumento cambiaría las enseñanzas expresas de la Iglesia respecto de que el matrimonio válido solo requiere de una persona con la intención de buscar los bienes naturales del matrimonio. Como lo explicó Juan Pablo II, “La Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio. En efecto, no se puede configurar, junto al matrimonio natural, otro modelo de matrimonio cristiano con requisitos sobrenaturales específicos”20. De hecho, en su discurso a la Rota Romana en 2013, Benedicto XVI respondió directamente al argumento que sostenía que una fe defectuosa invalidaba el matrimonio, y reafirmó enfáticamente las enseñanzas de Juan Pablo II respecto de que es suficiente buscar los fines naturales del matrimonio: “El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, a los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los contrayentes. Lo que se pide, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Pero si es 189
importante no confundir el problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes, tampoco es posible separarlos totalmente. Como hacía notar la Comisión Teológica Internacional en un documento de 1977, «allí donde no se percibe traza alguna de la fe como tal (en el sentido del término ‘creencia’, o sea disposición a creer), ni ningún deseo de la gracia y de la salvación, se plantea el problema de saber, al nivel de los hechos, si la intención general y verdaderamente sacramental, de la cual acabamos de hablar, está o no presente, y si el matrimonio se ha contraído válidamente o no». [San] Juan Pablo II, dirigiéndose a este Tribunal diez años atrás, precisó que «una actitud de los contrayentes que no tenga en cuenta la dimensión sobrenatural en el matrimonio puede anularlo sólo si niega su validez en el plano natural, en el que se sitúa el mismo signo sacramental»”21. Por tanto, solo si falta la intención de hacer lo que hace la Iglesia, no habría matrimonio válido. Pero el texto de la Comisión Teológica aquí citado debe ser entendido correctamente: si faltara una disposición para creer (para dejar obrar a la gracia) habría que plantearse si no falta la misma disposición de casarse. Lo que puede dudarse, pues, no es si se tiene fe, o si se sabe lo que la Iglesia enseña sobre el sacramento, sino si se pretende contraer un matrimonio válido tal como se da en el plano natural. Que la falta de fe puede hacer sospechar que ni siquiera hay intención de contraer un matrimonio natural, vaya y pase, pero habría que demostrar que realmente falta esa intención, y la sola falta de fe no prueba nada sino que puede hacer sospechar que ni siquiera tienen, esos contrayentes, la capacidad de saber qué es casarse. Se preguntaba el Cardenal Caffarra: “Quien pide casarse sacramentalmente, ¿es capaz de casarse naturalmente? Su humanidad, no sólo su fe, ¿está tan devastada que ya no es capaz de casarse?”22 En el mismo sentido Benedicto XVI, recordando a Juan Pablo II, sostenía: solo si los contrayentes niegan la validez de su matrimonio en el plano natural lo hacen inválido; porque es en el plano natural donde “se sitúa el mismo signo sacramental”. Es decir, el sacramento se identifica con el mismo matrimonio natural en el caso de los bautizados y solo si los contrayentes son incapaces de contraer un matrimonio natural, es decir, si no tienen intención de realizar un matrimonio natural, lo hacen inválido. ____________________ 1
Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 45. Burke, Raymond, El proceso canónico de nulidad matrimonial como búsqueda de la verdad; en AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo, 227-258. 3 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 18 de enero de 1990, 4. 4 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 18 de enero de 1990, 5. 5 Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, 29 de enero de 2010. 6 Pío XII, Discurso a la Rota Romana, 2 de octubre de 1944. 7 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 4 de febrero de 1980. 8 “Doble sentencia conforme” hace referencia a la exigencia del derecho canónico, en el proceso declarativo de nulidad del matrimonio, de que haya dos sentencias conformes para que los cónyuges queden libres de contraer nuevo matrimonio. Esto implica que dos tribunales de distinto grado declaren la nulidad de un matrimonio por el mismo capítulo de nulidad y por las mismas razones de hecho y de derecho. 2
190
9
Burke, en: AA.VV. Permanecer en la Verdad de Cristo, 253. Me baso para cuanto sigue, en el trabajo del R. P. Diego Pombo, IVE, La posibilidad de la vía administrativa en los procesos de nulidad matrimonial. A propósito de las propuestas del Sínodo (nn. 48-49), publicado en: http://familiarisconsortio.ive.org. 11 Cf. Llobell, Joaquín, La pastoralità del complesso processo canonico matrimoniale: suggerimenti per renderlo più facile e tempestivo, en Misericordia e Diritto nel Matrimonio, relazioni alla Giornata di Studio “Misericordia e diritto nel matrimonio”, organizzata dalla Facoltà di Diritto Canonico della Pontificia Università della Santa Croce il 22 maggio 2014, p. 156ss. 12 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 4 de febrero de 1980, n. 6. 13 Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 22 de enero de 1996. 14 De Paolis, Velasio, I fondamenti del processo matrimoniale canonico secondo il Codice di Diritto Canonico e l’Istruzione Dignitas Connubii, en Il giudizio di nullità matrimoniale dopo l’istruzione «Dignitas connubii». Parte Prima: I principi, Libreria Editrice Vaticana (2007), 50. 15 Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, 44. 16 Juan Pablo II, Ai participanti alla VI Assemblea plenaria del Pontificio Consiglio per la familia, 10 giugno 1988, Enchiridion della familia e della vita, 1549. 17 Los tomo de John Corbett, et altri, Recent Proposals, D-1. 18 Benedicto XIV, Matrimonia quae in locis (1741), DH 2515-2520; CIC, c. 1055, § I, c. 1059. 19 Benedicto XIV, Matrimonia quae in locis, DH 2517-2518; CIC, c. 1099. 20 Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 30 de enero de 2003; Discurso a la Rota Romana, 27 de enero de 1997. 21 Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, 26 de enero de 2013. El texto citado de la Comisión Teológica está en: La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], 2.3: Documenti 1969-2004, vol. 13, Bolonia 2006, p. 145. 22 Caffarra, Carlo, Fe y cultura frente al matrimonio, conferencia pronunciada en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 12 de marzo de 2015. 10
191
7. ¿Hay alguna posibilidad de dar la comunión a un divorciado vuelto a casar que vive activamente al modo conyugal? Tratando de conceder lo más que sea posible a quienes piden que se busque una vía para poder dar la comunión a los divorciados vueltos a casar o juntar, que no quieren o dicen no poder vivir como hermanos, vamos a investigar si existe alguna situación en que esto parezca viable. La posibilidad de dar la comunión a un divorciado actualmente juntado con otra persona, con quien comparte una vida sexual activa, solo puede apoyarse en uno de estos tres supuestos: 1º O bien, el adulterio no es pecado grave. 2º O bien la recepción de la Eucaristía es compatible con el estado actual de pecado mortal consciente. 3º O bien el adúltero que no se arrepiente ni tiene propósito cambiar de vida es irresponsable de su estado y de los actos que comete y, por tanto, ni aquél ni éstos pueden serles imputados como pecados.
1. Adulterio y pecado El adulterio no solo está prohibido por la ley natural, sino también por la ley divina: “No cometerás adulterio” (Ex 20,14; Dt 5,17). Jesucristo repite esta prohibición interiorizándola: “Habéis oído que se dijo: «No cometerás adulterio». Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5,27-28). El Catecismo de la Iglesia Católica señala que “Jesús (…) en el Sermón de la montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios” (CICat., 2336). El adulterio es materia grave, como enseña el Catecismo: “La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: «No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10,19)” (CICat., 1858). Y más adelante: “El adulterio y el divorcio, la poligamia y la unión libre son ofensas graves a la dignidad del matrimonio” (CICat., 2400). El motivo por el que es materia grave es que nos priva de la ordenación al fin último: “Cuando la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que 192
estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal… sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio” (CICat., 2400)1. Y explícitamente afirma: “Esta palabra [adulterio] designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf. Mt 5,27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento proscriben absolutamente el adulterio (cf. Mt 5,32; 19,6; Mc 10,11; 1Co 6,9-10). Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la figura del pecado de idolatría (cf. Os 2,7; Jr 5,7; 13,27)” (CICat., 2380). Y también: “El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres” (CICat., 2381). El adulterio es pecado por su misma naturaleza, al margen de las circunstancias y de las intenciones de quien lo comete. Nuevamente apelamos al Catecismo de la Iglesia Católica: “Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio” (CICat., 1756). El hecho de que la persona que se ha separado o divorciado contraiga según las leyes civiles una nueva unión no cambia la realidad del adulterio, pasando a ser incluso una “situación de adulterio” como la define el mismo Catecismo: “El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente: «Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra» (San Basilio)” (CICat., 2384).
2. Recepción de la Eucaristía y estado de pecado mortal Decíamos que la segunda posibilidad radicaría en que el estado de pecado mortal (categoría en la que se encuadra, según acabamos de ver, la situación adulterina) no excluyera de la comunión eucarística. Ahora bien, el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, respecto de la recepción de la Eucaristía se pregunta: “¿Qué se requiere para recibir la sagrada Comunión?”. Y responde: “Para recibir la sagrada Comunión se debe estar plenamente incorporado a la Iglesia Católica y hallarse en gracia de Dios, es decir sin conciencia de pecado mortal. Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar. Son también importantes el espíritu de recogimiento y de oración, la observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud corporal (gestos, vestimenta), en señal de respeto a 193
Cristo” (CompCat, 91). Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia” (CICat., 1415). De aquí que se exhorte con San Pablo a examinar previamente la conciencia y a recibir primero el sacramento de la Penitencia, si se tiene conciencia de algún pecado mortal: “Debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (CICat., 1385). Así lo ha entendido la tradición de la Iglesia desde los primerísimos tiempos, como testimonia este hermoso texto de san Justino, quien sufrió el martirio entre el 162 y el 168: “A nadie es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos, y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estos alimentos como si fueran pan común o una bebida ordinaria; sino que, así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne por la Palabra de Dios y tuvo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias que contiene las palabras de Jesús y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne, y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó”2. Es, pues, necesario estar en estado de gracia. Quien está en estado de pecado mortal, debe, pues, primero purificarse mediante el sacramento de la penitencia. Pero para recibir fructuosamente el perdón de los pecados, también deben reunirse condiciones específicas, que son, de parte del penitente, los actos propios de este sacramento. Dice el Compendio del Catecismo: “¿Cuáles son los actos propios del penitente? Los actos propios del penitente son los siguientes: (1º) un diligente examen de conciencia; la contrición (o arrepentimiento), que es perfecta cuando está motivada por el amor a Dios, imperfecta cuando se funda en otros motivos, e incluye el propósito de no volver a pecar; (2º) la confesión, que consiste en la acusación de los pecados hecha delante del sacerdote; (3º) la satisfacción, es decir, el cumplimiento de ciertos actos de penitencia, que el propio confesor impone al penitente para reparar el daño causado por el pecado” (CompCat, 303). En este sentido el Código de Derecho Canónico afirma: “Para recibir el saludable remedio del sacramento de la penitencia, el fiel debe estar de tal manera dispuesto que, rechazando los pecados cometidos y teniendo el propósito de enmendarse, se convierta a Dios” (CIC, c. 987). Y el Catecismo de la Iglesia Católica, citando al Concilio de Trento: “Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es «un dolor del 194
alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Concilio de Trento: DH 1676)” (CICat., 1451). Se señalan, pues, dos condiciones para que el arrepentimiento sea sincero, que el Catecismo menciona usando las palabras del Concilio de Trento: 1º “dolor del alma y detestación del pecado cometido”; 2º “resolución de no volver a pecar”. Si no hay verdadera detestación del pecado cometido y serio propósito de evitarlo en el futuro, no hay auténtica contrición, y si ésta falta, el pecado no queda absuelto. En los pecados que dañan al prójimo, además de lo anterior, se exige también la reparación de las heridas cometidas, en la medida en que sea posible, o, al menos, la intención eficaz de repararlas si alguna vez se presentara la oportunidad: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto…” (CICat., 1459). Ahora, en el caso de una ruptura matrimonial, que es una relación entre dos personas que se vinculan públicamente, siempre hay perjuicio: de una sola parte (cuando un cónyuge sufre sin culpa suya un abandono o un divorcio), o de las dos (si mutuamente se han herido causando la ruptura); y luego hacia los hijos, si los había; y también hacia la sociedad, tanto civil (la Patria) cuanto sobrenatural (la Iglesia), porque los matrimonios y las familias a que éstos dan lugar son la linfa vital que les da el ser y la vitalidad. Sólo puede decirse que una ruptura adviene sin culpa cuando ésta es causada por alguna enfermedad psíquica grave de uno de los cónyuges, inculpable en el enfermo, pero tornando imposible la convivencia y exigiendo la separación para evitar daños a la persona sana y a los hijos. Por tanto, la doctrina de la Iglesia es muy clara al respecto: una persona que vive en estado de pecado mortal no puede comulgar sin recurrir previamente al sacramento de la penitencia y recibir en él la absolución de su pecado; y no puede recibir la absolución si no está arrepentida de su pecado, o si carece del propósito de no volver a cometerlo y de la disposición a reparar los daños que su pecado haya causado. De esto se sigue, teniendo en cuenta, como ya vimos, que el adulterio es pecado, que el adúltero debe primero: arrepentirse de su pecado, tener el propósito eficaz de cortar su situación, no pecar más y reparar cuando sea posible los daños causados. Solo luego de estos actos podrá recibir la absolución; y luego de la absolución, podrá ser admitido a la comunión eucarística. De ahí que el Catecismo de la Iglesia Católica, refiriéndose a “los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión”, sostenga que “si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que a aquéllos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia” (CICat., 1650). 195
3. Circunstancias atenuantes del acto adulterino Sólo queda, pues, la posibilidad de que haya alguna circunstancia que, sin quitar la gravedad objetiva de la situación adulterina de la persona que convive activamente more coniugali (al modo de esposos) sin estar válidamente casado, atenúe la responsabilidad a tal punto que su acción pueda ser considerada inimputable a su voluntad. Ésta parece ser la vía que algunos pretenden recorrer para evitar las propuestas heterodoxas de los que dan la impresión de no considerar pecado el adulterio (por ejemplo, quienes hablan del “camino penitencial” refiriéndose a la ruptura del primer matrimonio pero no al actual estado), o suponen compatible la eucaristía con el estado de pecado mortal (por ejemplo, quienes usan la expresión “la eucaristía es un sacramento para los enfermos y no para los sanos” no el sentido de ayuda a la fragilidad del que está en gracia, sino entendiendo que pueden recibirlo estando en pecado). De hecho la insistencia en encontrar, como se dice ambiguamente, una “solución pastoral” que sería particular y no general, y la insistencia en las dos Relationes de tener en cuenta las “circunstancias atenuantes” parece orientarse en esta línea (Rpd, n. 47; RSy, 52). La Relatio final, no solo aludía a estas circunstancias atenuantes sino que citaba al Catecismo de la Iglesia Católica, el cual, hablando de la libertad en general, afirma: “la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores síquicos o sociales” (CICat., 1735). Tales circunstancias mencionadas afectan el acto humano en diversos niveles. Tratemos de analizarlas en el contexto del caso que estamos estudiando. a) Ignorancia e inadvertencia. ¿En qué sentido, la ignorancia podría atenuar o anular la gravedad de la comunión de una persona que vive en estado de adulterio? Pura y exclusivamente si ésta ignora con ignorancia invencible que su estado contradice la ley moral, o ignora, con ignorancia invencible que no se puede comulgar en ese estado. Pero a tales casos no tiene ningún sentido proponerlos como materia de estudio, pues caen en los principios morales sobre la ignorancia que toda la tradición viene proponiendo. Estos casos no serían pecaminosos simplemente porque para pecar hay que saber que el acto que uno está realizando es pecado. Pero no parece ser el caso en cuestión, puesto que las propuestas hablan de personas a las que se propondría realizar “un camino penitencial” bajo la guía de su obispo, lo que implica que saben bien la cualificación moral de su situación. No veo, pues, nada particular en estos casos que haga pensar en solucionar algunos casos por una presunta ignorancia. Todos los sacerdotes saben –o deberían– a qué atenerse en tales casos, tanto en lo dogmático como en lo pastoral (si advertir o no advertir, o cuándo hacerlo). b) La violencia, cuando es verdadera y eficaz (o sea, una fuerza que viniendo del exterior del sujeto que la padece, lo obliga a obrar contra su voluntad), anula la libertad. Pero para que haya violencia estrictamente dicha, la persona que es forzada debe intentar resistir cuanto le sea posible y no consentir a la acción a la que se la obliga. Si aplicamos esto a nuestro caso de los divorciados, estaríamos hablando de forzar a una persona a 196
realizar un acto adulterino contra su voluntad. Si se trata de personas que conviven permanentemente, estaríamos o ante violaciones sexuales ocasionales o ante un estado de esclavitud sexual permanente. Convengamos que, cuando esto ocurre, la víctima suele ser la mujer. Ahora bien, si una mujer que vive una situación de adulterio –aunque esté casada por el civil– es forzada sexualmente por el hombre con quien convive, y pide orientación o ayuda, la solución no es aconsejarle que comulgue sino, per prius, que se aleje de quien la está violentando. Y si, por algún grave motivo, no le fuere posible la separación, y sus relaciones sexuales solo tienen lugar forzada y contra su voluntad, no puede negársele ni la absolución ni la comunión, supuesto que esté arrepentida de haber iniciado la convivencia y que esté dispuesta a no tener relaciones consentidas. Estaríamos, de hecho, ante una persona víctima del pecado de otro, del que ella no participa voluntariamente. Esto ya está, como dijimos para la ignorancia, contemplado en la moral tradicional. Si fuera el caso, la aplicación a una persona que padece una convivencia que no puede cortar pero que tampoco quiere positivamente vivirla al modo conyugal, no añadiría ningún novum como para ser estudiada. Pero vuelvo a insistir en que no parece el caso planteado, puesto que se propone guiar a la pareja en un itinerario gradual y penitencial bajo la guía de pastores idóneos. c) El temor es una circunstancia que puede llegar a anular o atenuar la libertad. Puede actuar de modo análogo a la violencia si se trata de amenaza grave e injusta (es, de hecho, una violencia moral). En tal caso vale lo dicho en el punto anterior. Puede tratarse también de un miedo de la misma persona a otras cosas; por ejemplo, al abandono, a la soledad, a la miseria. Una persona que vive una situación irregular, puede experimentar un miedo tan grande, sobre todo si se trata de alguien psicológicamente muy débil, que llegue esto a atenuar en parte su capacidad de decisión y la responsabilidad de sus actos. Si esto llega a plantearse en un grado que deba considerarse patológico, entonces entraría en las últimas circunstancias que mencionaré. Si no se encuadra en una patología, tendríamos que hablar de un miedo tan grande que bloquee la libertad de la persona. No descartamos que esto pueda darse. Pero habría que demostrarlo en cada caso. Si se trata de una situación así, estaríamos ante casos puntuales sobre los que no hace falta ninguna determinación pastoral general, pues la tradición moral ya ha dado, como en los casos anteriores, pautas pertinentes que se encuentran en los manuales de moral en el apartado de los “actos humanos”. d) También los hábitos pueden condicionar el obrar de una persona. En este caso estaríamos hablando del vicio de la lujuria. Evidentemente, debemos tener presente, ante todo, que un hábito vicioso puede, hasta cierto punto condicionar la libertad de una persona, cuando está tan arraigado que el sujeto no puede resistir a su costumbre adquirida de obrar de ese modo. Con mayor razón si se trata de una adicción, que es ya un problema patológico. Para que un acto realizado por un vicio profundamente arraigado no sea imputado al sujeto que lo comete, o se pueda hablar, al menos, de una importante reducción de su responsabilidad, el sujeto debe haber retractado su voluntad de pecar (es decir, debe estar arrepentido y debe intentar cambiar su costumbre). De lo contrario, como enseña la tradición moral, todo acto realizado actualmente por influjo de 197
un hábito adquirido en el pasado y no retractado, se considera culpable en su causa. Esto vale para todo acto pecaminoso: el que tiene el vicio de embriagarse, de mentir, de blasfemar, de masturbarse, etc. Pero si un vicio ha deteriorado tanto la voluntad de una persona que no puede tomar una determinación seria no solo de no caer en actos impuros, sino ni siquiera de evitar la ocasión del pecado (la convivencia), ¿estamos ante una persona sana, o ya estamos ante una persona volitivamente quebrada o ante un adicto? Y si estamos ante un adicto o un quebrado, ¿sería un caso para el pastor o para un profesional de la salud (psiquiatra o psicólogo según los casos)? e) Otra circunstancia que puede llegar a complicar la libertad de la persona mencionada por el párrafo del Catecismo citado por la Relatio final, son las afecciones desordenadas, es decir, lo que la moral tradicional y la sana psicología llamaba “pasiones desordenadas”. Ya mencioné las dos principales –el miedo y la lujuria–. Fuera de éstas, ¿qué otra puede tener algo que ver con una situación de convivencia irregular? Sólo se me ocurre pensar en la tristeza, porque no veo cómo considerar atenuados los actos adulterinos por razón de odios, iras, audacias, esperanzas, desesperaciones, etc. Podrían conjeturarse situaciones, pero un poco tiradas de los pelos. En todo caso, valdría lo dicho para el miedo: si se trata de situaciones tan extremas que pueda pensarse en un bloqueo psíquico de la persona dejándola como abúlica ante una situación de la que no puede escapar… podría suponerse una disminución relativa de su libertad. Pero ¿estaríamos ante situaciones inmorales o patológicas? Si lo segundo, nos bastan los principios aprendidos a propósito del trato con las personas depresivas, abúlicas y enfermos psíquicos en general. Nuevamente, no parece haber ningún novum morale que merezca una legislación específica, o consideraciones apropiadas en un Sínodo. Y esto vale, con mucha mayor razón, a la última categoría de impedimentos que estudia la moral: las patologías mentales. En todo caso, si se estima que hoy en día estos dramas están más extendidos que en el pasado, debería insistirse en el estudio de la “Pastoral psiquiátrica”, que tan buenos textos produjo a mediados del siglo XX. Lo grave sería que los que postulan la consideración de circunstancias atenuantes no quieran ir, en realidad, por los caminos que hemos señalado, sino plantear la peregrina hipótesis de que la mayoría –o muchos, o un número considerable– de las personas que viven en situaciones irregulares, tienen una voluntad tan disminuida que no puede imputárseles como pecaminosa su situación y los actos sexuales que realizan en ellos. Esto –que creo que es lo que de hecho piensan algunos– sería no ya una solución, sino un agravio a la dignidad de la persona libre. Juan Pablo II reaccionó, en la Reconciliatio et paenitentia, contra los que pretendían justificar al pecador negando su libertad: “Este hombre [pecador] puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas —las 198
estructuras, los sistemas, los demás— el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan — aunque sea de modo tan negativo y desastroso— también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa”3. En la visión del Papa Juan Pablo II, disminuir tanto la responsabilidad personal del que obra algo objetivamente malo, atenta contra su dignidad, porque es considerarlo falto de libertad, o extremadamente influenciable por los demás, sin carácter ni personalidad como para elegir libremente los actos en que se realiza como persona. No sería, pues, sujeto de culpa, pero tampoco de mérito. Tan solo una personalidad enfermiza, débil, quebradiza. ¿Pretende ser juzgado así el divorciado vuelto a casar que pide ser absuelto sin cambiar de vida y recibir la eucaristía? Si tal es su intención, debería comprobarse que estamos ante una persona sin capacidad de obrar libremente, pues la presunción está siempre a favor de la libertad, es decir, de la dignidad personal que hace a cada uno dueño y responsable de sus actos. Y si bien esto sucede, tampoco hay que extremar las cosas, porque tiene en su contra una seria y fundada tradición psicológica y psiquiátrica representada particularmente por Víktor Frankl, quien defendía lo que llamaba “el poder de obstinación del espíritu”, incluso en medio de los condicionamientos psicofísicos de la persona: “El neuropsiquiatra es, por definición, un conocedor del condicionamiento psicofísico de la persona espiritual, pero también es, precisamente por ello, testigo de su libertad: el conocedor de la impotencia es llamado aquí en calidad de testimonio de lo que nosotros denominamos el poder de obstinación del espíritu”4. Frankl quizá extrema las cosas en sentido contrario, postulando al hombre como radicalmente libre (lo que supondría admitir la responsabilidad incluso de un psicótico5); pero su experiencia en patología clínica muestra, al menos, que la libertad de la persona es capaz de mucho más de cuanto quiere atribuirle una antropología reductora demasiado extendida en nuestro tiempo.
4. Conclusión Como hemos visto, las dos primeras vías para pensar en una posible legitimación del acceso a la eucaristía por parte de las personas divorciadas que conviven sexual-mente activas, son inviables: el adulterio es pecado, y no se puede comulgar en estado de pecado. En cuanto a las circunstancias atenuantes, hemos visto que están todas ya estudiadas por la moral tradicional y que no parece haber ninguna especificidad propia en las situaciones que viven los divorciados vueltos a casar que piden ser admitidos a la eucaristía como para que deba estudiarse una aplicación especial. Por esto me inclino a pensar que el n. 52 de la Relatio final no está pensando en este sentido, sino que recoge la propuesta de algunos padres sinodales de modificar la disciplina de la Iglesia ya vigente, como lo hizo notar el cardenal De Paolis: “se presenta como propuesta que entiende modificar la disciplina de la Iglesia y por tanto su doctrina. 199
Implícitamente se reconoce que ella va contra la actual disciplina y doctrina”6. Quizá por ese motivo, el 22 de octubre de 2014, es decir, tres días después de la finalización del Sínodo sobre la familia (y en estas cosas sabemos que no hay casualidades), la Congregación para la Doctrina de la Fe, envió una Respuesta a la consulta privada de un sacerdote francés que preguntaba: “¿Puede un confesor dar la absolución a un penitente que, habiendo estado casado religiosamente, ha contraído una segunda unión después de un divorcio?”. El texto de la Congregación decía: “No se puede excluir a priori un proceso penitencial para los fieles divorciados vueltos a casar, que tendría como fin la reconciliación sacramental con Dios y luego la comunión eucarística. El Papa Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84) ha considerado tal posibilidad y ha precisado las condiciones: «La reconciliación en el sacramento de la penitencia –que les abriría el camino al sacramento de la Eucaristía– no puede darse sino a aquéllos que se han arrepentido de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, y están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio. Esto implica concretamente que, cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, –como, por ejemplo, la educación de los hijos– no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los esposos» (cf. también Benedicto XVI, Sacramentum carita tis, 29). El camino penitencial que ha de llevarse a cabo debería tomar en cuenta los siguientes elementos: 1) Verificar la validez del matrimonio religioso respetando la verdad, evitando en todo momento dar la impresión de que se produce una especie de «divorcio católico». 2) Ver eventualmente si las personas, con la ayuda de la gracia, pueden separarse de sus nuevas parejas y reconciliarse con aquellos de quienes se habían separado. 3) Invitar a las personas divorciadas vueltas a casar que, por motivos serios (por ejemplo, los hijos), no pueden separarse de aquellos a quienes están unidos, a que vivan como «hermano y hermana». En cualquier caso, la absolución no puede ser dada sino a condición de asegurarse de una verdadera contrición, es decir, «del dolor interior y de la detestación del pecado que se ha cometido, con la resolución de no pecar más en el futuro» (Concilio de Trento, Doctrina sobre el Sacramento de la Penitencia, 4). En esta línea, no se puede absolver válidamente un divorciado vuelto a casar que no asume la firme resolución de «no pecar más en el futuro» y por tanto de abstenerse de los actos propios de los casados, haciendo en este sentido de su parte todo cuanto esté en su poder. Luis Ladaria, sj, arzobispo titular de Thibica, Secretario. Roma, 22 de octubre de 2014”. La única actitud posible frente a esta dolorosa situación la resumía de forma muy 200
clara y sencilla la Conferencia Episcopal Italiana, en el Directorio de pastoral familiar para la Iglesia en Italia, diciendo: “Solamente cuando los divorciados vueltos a casar cesen de ser tales pueden ser readmitidos a los sacramentos. Es necesario, por ello, que se arrepientan de haber violado el signo de la alianza y de la fidelidad a Cristo y estén sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio o con la separación física y, si fuese posible, con el retorno a la convivencia matrimonial original, o con el compromiso por un tipo de convivencia que contemple la abstención de los actos propios de los cónyuges… En este caso pueden recibir la absolución sacramental y acercarse a la Comunión eucarística, en una iglesia donde no sean conocidos, para evitar el escándalo”7. ____________________ 1
Está citando a Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, 88, 2. San Justino, Apología Primera, cap. 66: PG 6, 427. 3 Juan Pablo II, Exh. Reconciliatio et paenitentia, n. 16. 4 Víktor E. Frankl, El hombre doliente, Barcelona (1994). 5 Cf. Caponetto, Mario, Víktor Frankl, una antropología médica, Buenos Aires (1995), 120. 6 Cardenal De Paolis, Velasio, Unioni irregolari e cura pastorale, Conferenza a Madrid, 26 de noviembre de 2014. 7 Conferencia Episcopal Italiana, Directorio de pastoral familiar para la Iglesia en Italia, 1993, n. 220. 2
201
8. Ayuda pastoral a los divorciados vueltos a casar civilmente No se puede menos que estar de acuerdo en la importancia y urgencia de prestar ayuda a los cristianos que viven situaciones irregulares de cualquier tipo, y singularmente a los divorciados vueltos a casar por la ley civil, a los casados civilmente con una persona divorciada, y a los que viven en concubinato. Ya el Sínodo de 1980 se planteó seriamente el asunto y la Exhortación post sinodal de Juan Pablo II dedicó un apartado al problema con el título “La pastoral familiar en los casos difíciles”. Con mucho tino no se limitó a un solo caso sino que planteó los cinco posibles: a) matrimonio a prueba (FC, 80); b) uniones libres de hecho (FC n. 81); c) católicos unidos con mero matrimonio civil (FC n. 82); d) separados y divorciados no casados de nuevo (FC n. 83); e) divorciados casados de nuevo (FC n. 84). Y para completar el panorama, el Papa añadió un párrafo a los “privados de familia” (FC n. 85). La Relatio Synodi también dedica todo un apartado a las “perspectivas pastorales” (RSy, 29-60) ante las situaciones que se plantean hoy en día, que son, sustancialmente, las mismas del Sínodo de 1980. Voy a referirme a las principales.
1. La pastoral y la doctrina Ante todo, dejemos en claro que es mucho lo que se puede y lo que hay hacer, pero siempre guiados por la coherencia entre la pastoral y la doctrina católica. Algunos autores han sostenido que al discutir sobre la posibilidad de dar los sacramentos a divorciados vueltos a casar, no intentan cuestionar la doctrina católica sobre la indisolubilidad matrimonial, ni la doctrina sacramental, sino que sus propuestas se sitúan y ciñen al plano pastoral. “A lo largo de toda la etapa que va desde la convocatoria a la celebración de la Asamblea Sinodal Extraordinaria sobre el matrimonio y la familia, testimoniaba mons. Reig Plá, hemos oído repetir continuamente la siguiente proposición: «No se trata de cambiar la doctrina [sobre la indisolubilidad del matrimonio] sino de «renovar» o «cambiar» la práctica pastoral»”1. El planteamiento de Kasper va por ese lado, pues no parece ver otra solución, para salvar “el abismo que se ha creado” “entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la familia, y las convicciones vividas por muchos cristianos”2, que mantener la doctrina (como letra muerta, pensamos nosotros) y guiarse en lo concreto por prácticas que contradicen la doctrina. El cardenal Müller reconocía que “la idea de que la doctrina puede ser separada de la práctica pastoral de la Iglesia ha llegado a ser frecuente en algunos círculos”; pero añadía: “ésta no es, ni nunca ha sido, la fe católica”. Sólo “dentro 202
de la relación personal con Cristo, que abraza nuestras mentes, nuestros corazones, en fin la totalidad de nuestras vidas, podemos comprender la profunda unidad entre las doctrinas que creemos y cómo vivimos nuestras vidas, o lo que podríamos llamar la realidad pastoral de nuestra experiencia vivida. Oponer lo pastoral a lo doctrinal no es más que una falsa dicotomía”3. El cardenal De Paolis aludió a este problema en una de sus conferencias: “A menudo se nos invita a tener presente la pastoral en oposición a la doctrina, sea moral, sea dogmática, que sería abstracta y poco adherente a la vida concreta, o a la espiritualidad, que propondría el ideal de la vida cristiana, inaccesible a los fieles cristianos, o al derecho, porque la ley siendo universal, regularía la vida en general, pero debería adaptarse a la vida y adecuarse a los casos concretos, que podrían no reentrar en la ley que por eso, en el caso concreto no debería ser aplicada. En realidad se trata de una visión errada de la pastoral, la cual es un arte, o sea el arte con el cual la Iglesia se edifica a sí misma como pueblo de Dios en la vida cotidiana. Es un arte que se funda sobre la dogmática, sobre la moral, sobre la espiritualidad, y sobre el derecho de obrar prudentemente en el caso concreto. No puede haber pastoral que no esté en armonía con la verdad de la Iglesia y con su moral, y en contraste con sus leyes, y que no esté orientada a alcanzar el ideal de la vida cristiana. Una pastoral en contraste con la verdad creída y vivida por la Iglesia, y que no señalase el ideal cristiano, en el respeto de las leyes de la Iglesia se transformaría fácilmente en arbitrariedad nociva a la misma vida cristiana”4. No es, pues, posible separar la doctrina y la pastoral. La segunda –si es sana y verdadera– es la plasmación coherente, en el obrar cotidiano, de lo profesado como adhesión intelectual en la fe que prestamos a la revelación divina. “La doctrina –dice José Granados– se pone al servicio de la verdad de nuestra vida: nos dice cómo ha vivido Cristo y cómo vivir cada instante a la luz de Cristo”5. Y añade: “Lo propio del cristianismo es haber introducido un principio nuevo de coherencia: el don de la caridad, que nos confiere el Espíritu de Jesús. El que ama sabe que su conocimiento y su querer no pueden separarse, porque el amor es uno, y posee a la vez luz y fuerza. La unidad de doctrina y práctica no se encuentra fijándonos en el individuo, que intenta sin éxito unirlos, sino a partir del amor, que nos los entrega desde siempre entrelazados”6. Por eso, más que considerar esta dialéctica como una mera dicotomía, el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto divino, ha ido más allá, acusando que apartar el Magisterio “de la práctica pastoral – la cual evolucionaría según las circunstancias, modas y pasiones del momento–, es una forma de herejía, una peligrosa patología esquizofrénica”7. En el mismo sentido el jurista alemán Rainer Beck-mann, ha señalado que “si queremos transmitir la fe, nuestras acciones deben corresponder a nuestras palabras. Quien no vive lo que enseña no es creíble. Ni es creíble quien no mantiene lo que ha prometido. Quien promete amor hasta la muerte, debe permanecer fiel hasta la muerte. Este es el camino en el cual Jesús nos ha precedido”8. No lo dice alguien a quien las 203
cosas le han ido bien, sino un padre de cuatro hijos, que carga un fracaso matrimonial y un divorcio, pero que no ha vuelto casarse por coherencia con la palabra empeñada.
2. La pastoral con los que viven en el matrimonio civil o en convivencias Se trata de situaciones irregulares que pueden regularizarse. El Sínodo de 2014 menciona los “matrimonios civiles”, las convivencias “ad experimentum, sin ningún matrimonio ni canónico ni civil”, el “matrimonio tradicional, concertado entre familias y a menudo celebrado en diversas etapas” (RSy, 41-42). Dice que estas situaciones deben ser afrontadas “en manera constructiva, buscando transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio”. Añade que esta tarea consiste en “acoger y acompañar [a estas personas] con paciencia y delicadeza”, y se resalta el valor que tiene para este fin “el testimonio atractivo de las auténticas familias cristianas” (RSy, 42). No agrega nada más al respecto. La Familiaris consortio consideraba estas situaciones por separado, dando algunas pautas muy sugestivas en cada caso (FC 80). Ante todo, para el “matrimonio a prueba” o “experimental”, indicaba que “ya la misma razón humana insinúa su no aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento» tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias”. También la fe, añade a continuación, tiene reparos en tal situación por razón de lo que simboliza el matrimonio entre bautizados. Por tanto, ante todo, la Exhortación dejaba en claro el problema grave que representa este tipo de unión desde el punto de vista antropológico; no se invita a comenzar destacando lo positivo a costa de la verdad. Y luego se indican ciertos elementos muy importantes para la pastoral. Dice que la superación de esta situación “no se consigue sin una verdadera educación en el amor auténtico y en el recto uso de la sexualidad, de tal manera que introduzca a la persona humana —en todas sus dimensiones, y por consiguiente también en lo que se refiere al propio cuerpo— en la plenitud del misterio de Cristo”. Invita también a “preguntarse acerca de las causas de este fenómeno, incluidos los aspectos psicológicos, para encontrar una adecuada solución”. Sin remediar las causas, entre las que probablemente se incluya la desconfianza en la fidelidad, el miedo a los compromisos, la búsqueda de una seguridad humana que nunca podrá encontrarse de parte de los hombres, etc., no se puede lograr un cambio en quienes viven así. Por tanto, se trata, la de la Familiaris consortio, de una visión muy realista. Considero que no se llegará muy lejos, limitándose a enfatizar los aspectos positivos que puedan encontrarse en estas uniones (aunque haya que comenzar por esto), porque aquí es necesario corregir toda una visión antropológica defectuosa que hace de óbice al verdadero compromiso matrimonial. En cuanto a las uniones libres de hecho (FC 81), que implican una mayor estabilidad que las anteriores, pero no recurren a ningún tipo de reconocimiento ni civil ni religioso 204
por motivos que pueden ser muy diversos, no puede indicarse una sola línea pastoral sino que habrá que trazarla según las causas que hayan empujado, diversa en cada caso, a esta situación: temor a la pérdida de ventajas económicas, a discriminaciones, a daños de diversa índole, o por razones culturales, o por desprecio de la institución familiar, por mera búsqueda del placer, por ignorancia, pobreza o condicionamientos sociales, inmadurez psicológica, etc. La pastoral exige comenzar por “conocer tales situaciones y sus causas concretas, caso por caso”. Sigue por “acercar[se] a los que conviven, con discreción y respeto”; y continúa empeñándose “en una acción de iluminación paciente, de corrección caritativa y de testimonio familiar cristiano que pueda allanarles el camino hacia la regularización de su situación”. “Pero, añade con justeza el documento, sobre todo, adelántense enseñándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento”. Al mismo tiempo, la Exhortación indicaba, como parte de la acción pastoral, el trabajo respecto de las “autoridades públicas”, porque la solución de estas situaciones implica, por un lado, la revalorización social y política de la institución del matrimonio, y por otro la solución de las condiciones “socio-económicas injustas o inadecuadas” por las cuales algunos “jóvenes no están en condiciones de casarse como corresponde” (salario familiar, viviendas aptas, trabajo, etc.). Respecto de los católicos unidos con mero matrimonio civil, que rechazan o difieren el religioso (FC 82), es necesario, ante todo, considerar que no se pueden equiparar a quienes conviven sin ningún vínculo, pues algún compromiso y cierta estabilidad buscan, razón por la cual recurren al reconocimiento civil; pero “a veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio”. En este caso, “la acción pastoral tratará de hacer comprender la necesidad de coherencia entre la elección de vida y la fe que se profesa, e intentará hacer lo posible para convencer a estas personas a regular su propia situación a la luz de los principios cristianos”. Y añade: “aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán admitirles al uso de los sacramentos”.
3. Los separados y divorciados no casados de nuevo Es también muy importante el trabajo con las personas separadas y divorciadas no casadas de nuevo. La Relatio Synodi se refiere a ellas en el n. 47. La Familiaris consortio también les dedicaba un párrafo (FC 83). Hoy en día, cuando la persona separada vive sola con el o los hijos del matrimonio, se la denomina con el título de “familia mo-noparental”; expresión un tanto ambigua que se usa también para quienes han tenido hijos fuera del matrimonio o fruto de uniones civiles pero que actualmente viven sin un partner. La atención pastoral en estos casos debe tener en cuenta varios elementos. Ante todo, para los casos en que haya habido una ruptura matrimonial, deberá 205
tenerse en cuenta si la persona es inocente o culpable de la situación. Hay personas que son inocentes del fracaso, pudiendo haber sido víctimas del abandono del cónyuge, de la repetida infidelidad que torna en algunos casos demasiado heroica la convivencia matrimonial, de maltrato físico o psicológico, etc. Otros son culpables, por ser la parte que hizo abandono del hogar sin razones gravísimas, etc. En algunos casos las culpas recaen de algún modo sobre ambos cónyuges. Cuando se trata de la parte inocente, el trabajo pastoral deberá estar atento a la necesidad de saber perdonar, de superar el rencor y el deseo de venganza. Si se trata de quien ha sido culpable, es necesario que la persona se haga cargo de su responsabilidad y se arrepienta de sus culpas, y provea a la justicia en cuanto a las obligaciones para con los hijos y con el cónyuge inocente. También habrá que ver si en algún caso es posible la reconciliación, lo que, lamentablemente, por las profundas heridas causadas por la separación, suele darse en pocos casos. Solo cuando los diversos obstáculos morales estén superados, estas personas podrán recibir la absolución y acceder a la Eucaristía. Además, la atención pastoral debe pasar por animar a estas personas a vivir la fidelidad al cónyuge a pesar de no convivir con él, a recurrir a la oración, a comprometerse en la educación de los hijos, etc.
4. La pastoral con los divorciados vueltos a casar civilmente El problema más serio que se ha planteado en la actualidad mira a los divorciados vueltos a casar. Es respecto de estas situaciones dolorosas que se han planteado las hipótesis doctrinalmente dudosas que venimos analizando. Ya hemos dado nuestra posición respecto del tema, pero queda por ver qué es lo que realmente se puede hacer para ayudarlos. Sobre esto hay que decir lo siguiente: 1º Si bien mientras dura la situación de convivencia more coniugali (al modo de los verdaderos esposos) la Iglesia no los admite a la comunión eucarística ni les puede dar la absolución, sin embargo, no desespera de su salvación ni los abandona sino que sigue preocupándose de ellos y buscando el modo de llevarlos a la salvación: “La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación” (FC 84a). Más aún, la Iglesia sostiene que esta es una preocupación que no solo atañe al Papa, o a los obispos, o a los sacerdotes, sino al entero pueblo de Dios: “En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida” (FC 84c).
206
2º La Iglesia tiene también el deber de caridad pastoral de decirles a estas personas la verdad sobre la gravedad de su situación y sobre las obligaciones que les atañen; no hay verdadera pastoral silenciando la verdad sobre lo que moralmente es necesario para la salvación. Y la verdad que debe enseñarles, con caridad y prudencia, es que las posibles soluciones son dos: una plena, que es la ruptura de esta situación, que será para ellos siempre ocasión próxima de pecado; otra parcial, que es, cuando no sea posible por el momento la separación, el vivir como hermanos: “La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, — como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos” (FC 84e). Nótese que el Papa distingue dos acciones: a la primera la llama “obligación de la separación”; a la segunda, que es la que corresponde cuando la primera no es posible, “asumir el compromiso de vivir en plena continencia”. La expresión “plena continencia” significa que no se limita a las relaciones sexuales plenas, sino que implica toda manifestación afectiva que solo sea lícita entre personas verdaderamente casadas. 3º La Iglesia los ayuda particularmente con la oración, el aliento y su presencia: “La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza” (FC 84c). 4º También indicándoles los medios que ellos mismos deben poner mientras no puedan realizar una solución plena o parcial. Estos medios son seis: “Se les exhorte a (1) escuchar la Palabra de Dios, (2) a frecuentar el sacrificio de la Misa, (3) a perseverar en la oración, (4) a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, (5) a educar a los hijos en la fe cristiana, (6) a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios” (FC, 84c). 5º A estas personas hay que tratar de ofrecerles también, en la medida en que sea posible, una guía espiritual, la cual, si es sincera y conforme a la ley divina, no puede consistir en una conformidad y beneplácito con su estado, lo que implicaría una actitud no solamente incongruente con la verdad sino espiritualmente dañina. Debe tratarse, por tanto, del ofrecimiento de acompañarlos en un camino de fortalecimiento de la vida espiritual y afectiva en orden a que puedan llegar a abrazar eficazmente una de las dos soluciones anteriormente indicadas y así introducirlos nuevamente en la vida sacramental9. El n. 52 de la Relatio Synodi habla de “un itinerario penitencial bajo la responsabilidad del obispo diocesano” que debería preceder en estos casos “el acceso eventual a los sacramentos”. Ya hemos mencionado que el sentido que da el cardenal 207
Kasper al camino penitencial por él propuesto en el Consistorio de febrero de 2014, no se refiere a una conversión respecto de la situación actual de convivencia irregular sino a la ruptura del matrimonio verdadero. Es más que evidente que en esta idea se inspira tanto este párrafo como su antecesor de la Relatio post disceptationem. Lo pone en evidencia el hecho de que ponga de por medio, como moderador, al obispo diocesano (lo que estaría de más si se tratara del itinerario penitencial entendido católicamente, pues en tal caso basta como guía de los esposos un sacerdote que los acompañe y guíe como director espiritual). La mención del obispo está suponiendo que el término del camino sería una suerte de “permiso excepcional” del ordinario del lugar para comulgar a pesar de que continúen activamente la vida sexual irregular. De ser así, sostenemos que no se trata de una acción auténticamente pastoral, sino todo lo contrario, de un engaño desorientador. Pastoral viene de pastor y del oficio de pastorear, que consiste en guiar a las ovejas –aquí los cristianos– hacia las fuentes de la vida. Pero la vida no se contradice con la verdad. La vida del alma es la verdad del alma. Como ha dicho el cardenal Francis George, “no es misericordioso contar mentiras a la gente, como si la Iglesia tuviera autoridad para dar a alguien permiso de ignorar la ley de Dios”10. La verdad que hay que recordar, con caridad y delicadeza es una verdad revelada: la Eucaristía sin previa reconciliación y estado de gracia no aprovecha, sino que condena (cf. 1Co 11, 27: “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor”). En este sentido, destaco la interesante moción del teólogo dominico Thomas Michelet, de la facultad teológica de Friburgo, Suiza, quien ha propuesto instituir un “ordo paenitentium” para quienes se encuentran en una condición persistente de contraste con la ley de Dios pero quieren emprenden un camino de conversión que puede durar muchos años, o incluso toda la vida, aunque siempre en un contexto eclesial, litúrgico y sacramental que acompañe su “peregrinación”11. La idea de un camino de penitencia, se remonta a los primeros siglos de la Iglesia, y permitiría a quienes no pueden acceder a la comunión eucarística, tomar clara conciencia de que no están excluidos de la vida sacramental, puesto que tal camino de conversión sería, él mismo, sacramento (o sea, un modo del sacramento de la penitencia) y fuente de gracia, aunque esa gracia sólo la produzca, como fruto pleno y definitivo, al dar el paso de la conversión definitiva, con todas las exigencias que ésta implica. La propuesta nace de la constatación de que la verdadera dificultad para los divorciados vueltos a casar no es la comunión eucarística, sino la absolución, que no pueden recibir por el impedimento que ellos tienen (la situación actual de pecado) y, por tanto, por la imposibilidad de cumplir con los tres actos esenciales para recibir la absolución: el arrepentimiento (contrición), el reconocimiento del propio pecado (confesión) y la reparación del mismo (satisfacción), con la firme voluntad –si no lo ha hecho aún, de separarse del pecado, de no volver a cometerlo y de hacer penitencia. Estos elementos, definidos por el magisterio, son intangibles, pero no lo es, en cambio, el orden en el cual ocurren, ya que solo en torno al año 1000 se hizo corriente que la penitencia se realizara luego de recibir la absolución, como un efecto del sacramento con 208
el fin de la reparación. Antes, en cambio, era común que la penitencia fuera anterior, preparatoria para la contrición y la absolución y como pena reparadora. En los primeros siglos los actos del penitente no estaban unidos temporalmente, como en la actualidad – todos en el mismo rito de la confesión–, sino que se separaban incluso por muchos años; a veces, antes de recibir la absolución de un pecado, se indicaba como expiación una peregrinación dura y difícil, al término de la cual el penitente recibía la absolución (y si moría en el camino, lo hacía con la disposición de ir buscando esa perfecta reconciliación con Dios). Michelet propone que se establezca un “orden de los penitentes”, como “forma extraordinaria” de la penitencia, al mismo tiempo nueva y profundamente tradicional. Esto aportaría, como ocurría antaño, un estatus canónico y eclesial a quienes quisieran recurrir a él. En la antigüedad, precisamente por estar establecida por los cánones de los concilios recibía el nombre de “penitencia canónica”. Dando un estatus canónico al que ingresa en este camino, la Iglesia mostraría un signo de protección y de reconocimiento de un vínculo que permanece válido a pesar de todo; el pecador, efectivamente, sigue siendo miembro de la Iglesia; ella está hecha para él, porque la Iglesia es santa aunque esté formada por pecadores, para que éstos reciban la santidad que Ella recibe de su Esposo, Cristo. Esto mostraría que, como insiste la Iglesia aunque no todos lo entienden, el divorciado que se ha vuelto a casar no está excomulgado en cuanto tal, aunque esté excluido de la comunión eucarística. Y la pertenencia a este orden penitencial lo ayudaría a comprender mejor que es verdaderamente parte de la Iglesia, como también lo son otros órdenes (el de los catecúmenos, el de las vírgenes, el de las viudas y el de los monjes). Y esto no es poco, pues la experiencia confirma que este simple reconocimiento de su pertenencia eclesial puede ya apaciguar y despojar a muchos de un primer obstáculo para la reconciliación. Además, un “ordo” indica también una finalidad y una dinámica, es decir, un itinerario por el que la Iglesia debería ir ayudando al pecador a trabajar cada vez mejor las disposiciones para llegar a la reconciliación final del sacramento que le abriría las puertas a la comunión eucarística12. Esto subrayaría la condición del cristiano como “homo viator”. “Antes, dice Michelet, no era raro permanecer toda la vida en el orden de los penitentes; del mismo modo, hoy hay pecadores que permanecen prisioneros de vínculos de los que no consiguen liberarse, sin que se encuentre una verdadera solución. Que puedan al menos hacer lo que puedan y que el Señor los encuentre en la condición de quien camina hacia la Jerusalén celeste”. Para Michelet ésta es una posibilidad muy real con que cuenta la Iglesia, mientras que, por el contrario, otro tipo de modificaciones del régimen sacramental, como el propuesto por el cardenal Kasper, no puede llevarse a cabo “sin cambiar también la doctrina [sacramental], lo que es imposible”. Frente a esto, sostiene el teólogo, hay que decir: “non possumus”. 6º Esta guía espiritual y el verdadero camino pastoral implican, ciertamente, un progreso y una gradualidad, pero nunca una situación de contradicción con la ley moral. Se puede aplicar aquí lo que Familiaris consortio decía del itinerario moral de los esposos en la comprensión y obediencia a la ley moral de la conyugalidad (FC 34). 209
Afirmaba Juan Pablo II que los esposos están llamados a hacer un camino de crecimiento en orden a conocer y acomodar su comportamiento a la ley moral, “sostenidos por el deseo sincero y activo de conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas”. Esto supone, para muchos, un camino en etapas. Pero añadía: “ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades”. Y por eso distinguía: “Por ello la llamada «ley de gradualidad» o camino gradual no puede identificarse con la «graduali-dad de la ley», como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones”. La gradualidad está, pues, en la paulatina adquisición de las condiciones interiores para poder vivir la ley; pero la ley no obliga gradualmente, sino íntegramente. Aplicado a nuestro tema, puede ser que estas personas que viven situaciones irregulares tarden en alcanzar esas condiciones subjetivas para recibir los sacramentos, pero esto no significa que pueden ir recibiéndolos de a poco o antes de tiempo.
5. La preparación de los sacerdotes La Relatio Synodi, citando la Evangelii gaudium del Papa Francisco, afirma, en el contexto de la ayuda a las “familias heridas”, que “la Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este «arte del acompañamiento»”. Refiriéndose a la ayuda a los cónyuges para que conozcan y acepten vivir según las normas morales de la conyu-galidad, Juan Pablo II, también tocaba el tema en Familiaris consortio; mutatis muntandis podemos tomar sus sugerencias como válidas para quienes deben acompañar a los que viven en estas situaciones irregulares: “Este camino exige reflexión, información, educación idónea de los sacerdotes, religiosos y laicos que están dedicados a la pastoral familiar; todos ellos podrán ayudar a los esposos en su itinerario humano y espiritual, que comporta la conciencia del pecado, el compromiso sincero a observar la ley moral y el ministerio de la reconciliación. Conviene también tener presente que en la intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas, llamadas sin embargo a una armonía de mentalidad y de comportamiento. Esto exige no poca paciencia, simpatía y tiempo. Singular importancia tiene en este campo la unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes: tal unidad debe ser buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir ansiedades de conciencia. El camino de los esposos será pues más fácil si, con estima de la doctrina de la Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo, ayudados y acompañados por los pastores de almas y por la comunidad eclesial entera, saben descubrir y experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone” (FC 34). Tres cosas, por tanto, indicaba Juan Pablo II: reflexión, información y educación idónea. 210
Destaco también su indicación de la necesidad de “no poca paciencia, simpatía y tiempo”, en particular por el hecho de que, así como en el caso de los cónyuges se trata de “las voluntades de dos personas” (el Papa lo decía por el hecho de que no basta que una se decida a vivir la moral sexual según la ley Dios, sino que es necesario que lo hagan los dos; también en este caso se da algo análogo). En los cónyuges para vivir la conyugalidad según la ley divino-natural; en el de los convivientes que no son cónyuges, para respetar la ley moral limitándose al respeto fraternal sin manifestaciones conyugales. También aquí, y más que en el caso del verdadero matrimonio, el obstáculo principal será llegar a la aceptación de esta decisión por parte de las dos personas implicadas. Subrayaba también el Papa la “singular importancia” que “tiene en este campo la unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes”. Es, ésta, una de las principales heridas de la Iglesia; una de las “cinco llagas principales” de la Iglesia, que denunciaba Rosmini, y que aplico aquí a la falta de unidad doctrinal13. Es, sin lugar a dudas, escandalosa la cantidad de enseñanzas contrarias al magisterio de la Iglesia, o ignorante de la doctrina católica, que sale de la boca de teólogos, sacerdotes, obispos y cardenales (lo hemos visto patente en esta discusión con purpurados sosteniendo posiciones antagónicas respecto de temas ya definidos e irreformables). Las discusiones y opiniones en torno a este asunto, muchas veces despreciando explícitamente la enseñanza definitiva de la Iglesia, son realmente desvergonzadas y causa de extravío en la fe para los débiles. Decía, por eso, Juan Pablo II: “tal unidad debe ser buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir ansiedades de conciencia”. ¿Quién se acusa hoy en día de haber causado “ansiedades de conciencia” entre los fieles? Los fieles que viven en estas difíciles situaciones deben ser ayudados por sus pastores a “descubrir y experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone”. Los sacerdotes, por tanto, deben reflexionar y convencerse de que la ley de Cristo –incluso la ley moral difícil de cumplir en algunas circunstancias– es liberadora y creadora de auténtico amor. Si piensan que oprime y encadena el corazón o el amor, no han entendido el Evangelio de la Gracia, que es el Evangelio de la Familia, pues la Gracia penetra y transforma no solo a la persona singular sino a la familia humana.
6. Algunas directrices pastorales En un breve documento del Pontificio Consejo para la Familia, titulado La pastoral de los divorciados vueltos a casar. Recomendaciones, del año 199714, se daban las siguientes sugerencias pastorales que podemos compartir plenamente: El obispo, testigo y custodio del signo matrimonial –junto con los sacerdotes, sus colaboradores–, con el deseo de llevar a su pueblo hacia la salvación y la verdadera felicidad, deberá: a) expresar la fe de la Iglesia en el sacramento del matrimonio y recordar las directrices para una preparación y una celebración fructuosa; b) mostrar el sufrimiento de la Iglesia ante los fracasos de los matrimonios y sobre 211
todo ante las consecuencias para los hijos; c) exhortar y ayudar a los divorciados, que han quedado solos, a ser fieles al sacramento de su matrimonio (cf. FC, 83); d) Invitar a los divorciados que han pasado a una nueva unión a: - reconocer su situación irregular, que implica un estado de pecado, y a pedir a Dios la gracia de una verdadera conversión; - observar las exigencias elementales de la justicia hacia su cónyuge en el sacramento y hacia sus hijos; - tomar conciencia de sus propias responsabilidades en estas uniones; - comenzar inmediatamente un camino hacia Cristo, único que puede poner fin a esa situación: mediante un diálogo de fe con la persona con quien convive, para un progreso común hacia la conversión, exigido por el bautismo, y sobre todo mediante la oración y la participación en las celebraciones litúrgicas, pero sin olvidar que, por ser divorciados vueltos a casar, no pueden recibir los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía; e) llevar a la comunidad cristiana a una comprensión más profunda de la importancia de la piedad eucarística, como por ejemplo: la visita al Santísimo Sacramento, la comunión espiritual, la adoración del Santísimo; f) invitar a meditar en el sentido del pecado, llevando a los fieles a comprender mejor el Sacramento de la Reconciliación; g) y estimular a una comprensión adecuada de la contrición y de la curación espiritual, que supone también el perdón de los demás, la reparación y el compromiso efectivo al servicio del prójimo. Quizá se puedan hacer muchas otras cosas más, y algunas las hemos indicado en las páginas que anteceden, pero por éstas se debe comenzar. ____________________ 1
Reig Plá, J.A., La relación entre doctrina cristiana y pastoral, http://infocatolica.com/? t=noticia&cod=23215. 2 Kasper, E., Il Vangelo della Famiglia, 8. 3 Pentin, Edward, Cardinal Müller Discusses Divorced-Remarried Reception of Communion and Liberation Theology, en “National Catholic Register”, 3 de abril de 2014. 4 De Paolis, V., Los divorciados vueltos a casar y los sacramentos de la eucaristía y la penitencia, Rev. “Diálogo” 65 (2014), 108. 5 Granados García, José, Eucaristía y divorcio: ¿hacia un cambio de doctrina?, BAC Madrid (2015), 20. 6 Ibídem, 83. 7 Sarah, Robert avec Nicolas Diat, Dieu ou rien, Fayard (2015). 8 Beckmann, Rainer, Il Vangelo della fedeltà coniugale. Risposta al Card. Kasper. Una testimonianza, Solfanelli, Chieti (2015). 9 En este sentido, la Arquidiócesis de Milán acaba de crear una “Oficina diocesana para la recepción de los fieles separados”. Este organismo, totalmente gratuito para quienes recurran a él, ha sido instituido con tres sedes simultáneas en la enorme diócesis italiana para un mejor funcionamiento pastoral, y tiene como objetivos: agilizar, donde se den las condiciones, los procesos canónicos de nulidad matrimonial, colaborar con los consultorios
212
familiares, ayudar a comprender a la luz de la fe la situación dolorosa en la que se encuentran, ayudar a que puedan vivir conforme a la enseñanza de la Iglesia, alcanzar el mutuo perdón, e incluso formalizar, con decreto canónico, una separación con permanencia del vínculo en los casos en que, por gravísimas razones, esto es pedido por algún cónyuge. En fin, pueden pensarse diversas propuestas pastorales a partir de este modelo; por ejemplo, tener consultorios familiares para ayudar a los matrimonios en crisis, con especialistas en estos temas (sacerdotes, religiosos y religiosas, psicólogos, laicos casados que puedan orientar a los cónyuges con dificultades, etc.) (Cf. Arquidiócesis de Milán, Decreto di istituzione dett’Ufficio diocesano per l’accoglienza dei fedeli separati, 6 de mayo de 2015). 10 Cardenal George, Francis, No es misericordioso contar mentiras a la gente, Infocatólica, 30-10.2014. 11 Michelet, Th., OP, Synode sur la famille: la voie de l’ordo paenitentium, “Nova & Vetera”, n. 90, 1 / 2015. 12 Se trata de los actos que sugiere la Familiaris consortio, n. 84, que hemos ya transcripto. 13 En su tratadito sobre Las cinco llagas de la Iglesia, escrito en 1833, él menciona como tercera “la desunión de los obispos entre sí, con el clero y con el Papa”. Las otras eran, para el beato Rosmini: “la separación entre el pueblo cristiano y el clero”, “la insuficiente formación cultural y espiritual del clero”, “la injerencia política en el nombramiento de los obispos” y “la esclavitud que experimentan algunos eclesiásticos por los bienes temporales”. 14 Pontificio Consejo para la Familia, La pastoral de los divorciados vueltos a casar. Recomendaciones, 14 de marzo de 1997.
213
9. La familia bajo ataque Los últimos pontífices han señalado, a menudo, que la familia y el matrimonio están, en nuestro tiempo, bajo permanente ataque, de una manera que no se ha visto nunca antes en la historia, salvo, quizá, en ciertos momentos y lugares concretos, como bajo los regímenes comunistas que se propusieron borrarlos de raíz. Ahora, en cambio, se observa esto a nivel mundial. Considero adecuado al concluir nuestro estudio sobre las discusiones pre-sinodales, sinodales y post-sinodales del Sínodo extraordinario de 2014 sobre el matrimonio y la familia, que son, a su vez, pre-sinodales del Sínodo ordinario de 2015 sobre el mismo argumento, reflexionar un poco sobre esta realidad, porque entiendo que explica en parte la repercusión que han tenido en la prensa algunas propuestas singulares y los intentos de presión que, sobre la jerarquía católica, vienen sufriéndose de parte de organismos mundiales y de grupos dentro de la misma Iglesia. Juan Pablo II afirmó que “los ataques al matrimonio y a la familia se hacen cada día más fuertes y radicales, tanto desde el punto de vista ideológico como normativo”1. Y llamó “preocupante” al “ataque directo a la institución familiar que se está llevando a cabo tanto a nivel cultural como en el ámbito político, legislativo y administrativo”2. En otra oportunidad añadió: “la familia [está] expuesta hoy al ataque convergente de numerosas fuerzas que tratan de debilitarla o, por lo menos, de deformarla. Es necesario y urgente que todas las personas de buena voluntad coordinen sus esfuerzos para defender esta institución fundamental, sobre la que se apoya la vida de toda la sociedad”3. Benedicto XVI denunció lo que llamó “ataque sistemático al matrimonio y a la familia”4. Y el Papa Francisco ha dicho recientemente: “la familia cristiana, el matrimonio, nunca fue tan atacado como ahora, directamente o de hecho”5.
1. Una empresa gnóstica y masónica El objetivo de destruir el matrimonio (natural y cristiano) y la familia (natural y cristiana) es netamente masónico, y como tal fue denunciado por León XIII en la Encíclica Humanum genus, del 20 de abril de 1884, donde decía: “Entre los puntos de doctrina en que parece haber influido en gran manera la perversidad de los errores masónicos se hallan (…) los ataques contra la verdadera y genuina noción de la familia cristiana, la cual tiene su origen en el matrimonio uno e indisoluble; y contra la educación cristiana de la juventud y la forma de la potestad política modelada según los principios de la sabiduría cristiana”6. Este texto fue recordado, a causa de su importancia, por los Obispos Argentinos en su Declaración sobre la Masonería, del 20 de febrero de 1959, firmada por un cardenal y treinta y cuatro obispos, quienes añadían: “El marxismo y la masonería tienen un ideal común (…). Para lograr sus fines, la masonería se sirve de la 214
alta finanza, de la alta política y de la prensa mundial; el marxismo se vale de la revolución en lo social y económico contra la patria, la familia, la propiedad, la moral y la religión”. Este texto fue escrito hace más de medio siglo, pero refleja la realidad del momento presente. El mismo sistemático y preciso desenvolvimiento de este ataque demuestra que no es fruto del azar sino parte de un proyecto bien pensado. Es una subversión de la sociedad a gran escala que viene desplegándose desde hace siglos y que, tras las importantes conquistas que ha logrado en el pasado reciente (sintetizadas en la generalización del relativismo –Ratzinger habló de “dictadura del relativismo”7–) ahora se apresta a intentar el golpe de gracia, minando el fundamento y la base de toda la sociedad: la misma idea de familia. Juan Pablo II ha repetido en muchas oportunidades la expresión: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!”8. La familia es, pues, el battlefield, el campo de batalla, del futuro de la humanidad. La corriente filosófica que actualmente encarna la navaja que mutila metódicamente la sociedad, ensañándose con su médula vital –el matrimonio y la familia– es la llamada “ideología de género”, que a sí misma se da el título de “perspectiva de género” o “feminismo de género”. Se trata de una filosofía con aspiraciones políticas opresivas y totalitarias (codicia imponerse y exigir su práctica a toda persona, sin posibilidad de oposición alguna), que defiende un (pseudo) relativismo antropológico. Digo “pseudo”, porque, si bien en cuanto relativismo, debería aceptar la concepción del hombre que cada cual quiera construirse, en realidad excluye cualquier concepción que se inspire en la antropología judeo-cristiana y en el pensamiento clásico. De ahí que sea ambiguo hablar de relativismo y subjetivismo; más bien hay que decir totalitarismo (cultural, filosófico, educativo, político, financiero y ya casi policiesco-militar, porque quien piensa distinto no tiene lugar en el mundo cultural, ni en el político, ni en el comercial… y va camino de la cárcel). Según esta visión, cada cual debe construirse su propio proyecto antropológico (su propia idea de lo que entiende por ser humano): heterosexual (varón/mujer), homosexual, bisexual, travesti, transexual. No se habla de sexos, término ligado, según los defensores de esta teoría, a cuestiones biológicas y morfológicas, sino de géneros, que serían construcciones culturales, personales y libres. Benedicto XVI, citando la frase de Simone de Beauvoir “mujer no se nace, se hace”, dijo que esto es lo que está en la base de esta teoría, a la que describió como “una nueva filosofía según la cual el sexo ya no es un dato originario de la naturaleza que el hombre debe aceptar, sino una papel social del que se decide autónomamente”. Y añadió: “La falacia profunda de esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente”9. En realidad para los tontos no es evidente; por eso hoy en día se trata de volver tontos a todos los hombres, para lo cual hay habilísimos profesionales de la estupidización masiva. Es, por tanto, una Revolución antropológica. No menos nociva, ni menos opresiva que la Revolución francesa o la Revolución bolchevique, como se está viendo y se verá, porque están llegando “tiempos recios”, como decía Santa Teresa. De esta visión antropológica se siguen también nuevos conceptos de familia, todos los 215
cuales serían, siguen diciendo los partidarios de la ideología de género, igualmente legítimos y elegibles según la personal construcción que cada uno decida hacer de su propia vida: familia divorciada, separada sin divorcio, concubinaria o conviviente sin vínculos, matrimonio reconocido civilmente, relaciones sexuales pasajeras (fornicarias, adulterinas o prematrimoniales), relaciones homosexuales ocasionales, convivencia homosexual, matrimonio homosexual (y estas últimas con o sin adopción de niños). Evidentemente, en esta perspectiva también es lícita cualquier conducta sexual, sin restricción: masturbación, relaciones sexuales grupales, hetero u homosexuales, prostitución, pornografía, etc. Por el momento en la mayoría de los países donde se impone esta ideología se pone como límite el abuso de menores y la pedofilia, pero algunos de sus partidarios también han avanzado propuestas libertarias en este sentido, como, por ejemplo, las del “Partido de la Caridad, la Libertad y la Diversidad”, fundado en Holanda en 2006; y van ganando terreno. En esta concepción ideológica los padres no tienen derecho a intervenir en las decisiones autoconstructivas de sus hijos, incluso si éstos deciden cambiar de sexo, fornicar o abortar. El Estado, respondiendo a políticas internacionales manejadas desde organismos centrados en las Naciones Unidas, es el único educador a través de rígidas políticas educativas, totalitariamente impuestas y controladas, y extorsivas (condicionantes para poder trabajar, habilitar un centro educativo, ejercer la medicina, la docencia, la enfermería, etc.)10. Para asegurar un completo lavado de cerebro estas políticas género-educativas se imparten a cada persona desde que esta pisa el umbral de la razón, en la edad preescolar, sobre todo a partir de la primerísima escuela, continuándose hasta la universidad y más allá, por medio de la televisión, la prensa, la predicación política, las leyes, los programas escolares, los libros de texto, los cursos de especialización obligatorios, y la extorsión laboral. Esto no es lo que puede llegar a suceder; es lo que está sucediendo, y en gran parte lo que ya ha sido legislado, y es obligatorio en escuelas, hospitales, juzgados y universidades. Y es la razón por la que muchos de nosotros seremos encarcelados, o perderemos nuestros trabajos o seremos discriminados y perseguidos. El cardenal Francis George, recientemente fallecido, hablando del actual proceso de secularización dijo hace unos años que él pensaba que moriría en su cama, mientras que su sucesor lo haría en prisión y el sucesor de su sucesor moriría mártir en una plaza pública. No era obispo de Mosul, sino de Chicago. La banalización de la sexualidad, el permisivismo y el desenfreno que esta situación manifiesta no debe engañarnos haciéndonos pensar que el problema de fondo es un retorno del paganismo y del libertinaje. Detrás descubrimos, en realidad, el intento tenaz de distorsionar el plan divino sobre el hombre hecho a imagen y semejanza del Creador. Está, pues, en la misma línea de la tentación diabólica del Paraíso, cuando la Serpiente trató de frustrar la obra de Dios. Lo logró a medias, consiguiendo una degradación del hombre; pero Dios inmediatamente tomó pie de ello para destinar al hombre a un fin más alto, tornando el triunfo diabólico en derrota humillante, lo que jamás ha sido digerido por el Enemigo de Dios. De ahí que todos sus intentos apunten a volver a desfigurar al 216
hombre, imagen de Dios, porque éste es el único medio que tiene de atentar contra Dios. No puede destruir a Dios, pero sí puede intentar arruinar su imagen. Dije que no es mero retorno al paganismo, pero me corrijo: no es una paganización si la entendemos como mera lujuria y desenfreno, pero sí es paganización si consideramos que san Pablo afirma que la antinaturalidad que alcanzó la corrupción pagana (descrita en Rm 1,24-26 como “impureza corporal”, “pasiones infames”, “relaciones invertidas” de “mujeres con mujeres” y de “hombres con hombres”), tuvo como causa el “no haber querido dar gloria ni gracias a Dios” (Rm 1,21), y “el cambiar la gloria de Dios” por la adoración de los ídolos (Rm 1,23). Es, siempre, la mano alzada contra Dios la que desgarra al hombre, imagen de Dios. Podemos comprender, así, la razón de la saña mostrada contra la familia (y contra el matrimonio que es su acto constitutivo). Estos son los objetivos, junto al concepto antropológico cristiano, que se intenta “deconstruir”, como ellos mismos dicen, desde la filosofía, la sociología, la psicología la ética relativista y la política. Esta es la manera de deconstruir la sociedad, la educación, la cultura, y la persona. Deconstrucción significa, en el contexto de la ideología de género, abolición. ¿Se entiende ahora lo que significa “proyecto masónico”? La familia, en efecto, es la que forja al hombre y a la sociedad humana. Hay un dicho que algunos atribuyen a Platón, que dice: “Dejadme hacer las canciones de un pueblo y no me preocuparé por quién haga sus leyes”. Porque se logra más influyendo en la cultura, aquí simbolizada en los cantos, que en la misma legislación. Aunque el verdadero objetivo, como hemos visto en nuestra historia reciente, es transformar la cultura para luego transformar las leyes. Lo que Platón dice de los cantos, quienes están detrás de la ideología de género lo hacen con la familia. “Cambiemos la familia y no importarán las leyes, las cuales podremos cambiarlas más adelante cuando haya cambiado la familia”. La subversión de la sociedad pasa, pues, por la subversión de la familia. Las nuevas corrientes filosóficas y políticas han hecho suya una frase que se encuentra en el Manifiesto Comunista de Karl Marx y Frederick Engels: “Abolir a la familia”.
2. Un objetivo bien elegido ¿Y por qué? Porque la familia es la célula básica de la sociedad; no los individuos. Éstos, con raras excepciones, son lo que son sus familias. Cada persona llega a ser lo que es, por regla general, en su familia. El hombre no se salvaguarda de la desintegración si no se salvaguarda la familia. La familia es irremplazable para el cultivo del hombre maduro, sano espiritual y psíquicamente, educado, arraigado en las tradiciones, juicioso social y políticamente, y abierto a la trascendencia. Porque la familia, si nos atenemos a algunas afirmaciones del magisterio de la Iglesia, es: a) “Cuna”. Juan Pablo II la llama “cuna de la vida en la que los seres humanos nacen y crecen”11, y “cuna de la civilización del amor”12. Benedicto XVI la designa como 217
“cuna fundamental de la formación de la persona humana”13; “cuna de la vida y del amor”14; “cuna de la vida y de toda vocación”15. Esto significa que sin familias no hay fuente de vida, o al menos de vida envuelta en el amor y en la calidez que necesita un ser humano para formarse como persona madura. Un ser humano puede producirse, ciertamente, por el ayuntamiento ocasional de un hombre y una mujer, o por fertilización “in vitro”, pero ese ser humano correrá muchos riesgos de quedar tronchado en su desarrollo afectivo, psicológico y espiritual. Todos conocemos excepciones, y quizá algunos de nosotros podamos ser una excepción, pero no debemos olvidar que una excepción es una excepción, no es la regla general, la cual es muy bien conocida por los educadores, los directores de almas y los profesionales que tratan problemas afectivos. Y la regla es: sin familia, solo excepcionalmente un ser humano crece sin problemas graves. b) La familia es también “comunión de personas”: “La familia, decía Juan Pablo II, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas” (FC 18). Esta comunión se establece por el amor, que es el lazo de unidad entre las personas. De ahí que también sea llamada por el mismo Papa “íntima comunidad de vida y de amor” (FC 17). Esto significa que la familia es la principal artesana del amor humano. Sin familia no hay escuela de amor y de comunicación. Y esto lo saben bien los que, por estar privados de una familia, tienen tantas dificultades para aprender el difícil arte de amar, de perdonar, de pensar y cuidar del otro, de sentirse protegidos y amados. Estableciendo un mundo sin familias, hacemos un mundo de hombres y mujeres inermes, indefensos, que no saben –o les resulta muy difícil– amar y ser amados sin interés. En esta misma línea Juan Pablo II ha llamado a la familia “escuela de humanidad”: “Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y más rica»; es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos” (FC 21). Y en otra ocasión dijo: “La familia no es solamente una comunidad: es una «comunión de personas». Lo que significa que cada uno de los miembros de la familia participa en la «humanidad» de los otros: marido y mujer –padres e hijos–, hijos y padres. ¡Es grande, pues, la importancia de la familia como escuela de participación! Y, por eso, hay una gran pérdida cuando falta esta escuela de participación, cuando la familia está destruida”16. Benedicto XVI decía, citando a Juan Pablo II que en esta comunión de personas, el hombre alcanza su imagen y semejanza con Dios: “El hombre se ha convertido en imagen y semejanza de Dios, no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas que el varón y la mujer forman desde el principio. Se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión”17. c) La familia es también “santuario de la vida”, como la llamaban Pío XI18 y Pío 218
XII19, o “santuario del amor”, como dice Pablo VI20. Porque es en la familia donde toda vida es recibida como algo sagrado y don de Dios. Nuevamente, a pesar de que haya excepciones, la inmensa mayoría de las familias, reciben los hijos que Dios les manda, y lo hacen con alegría. No los encargan a su medida y según sus gustos. No los consideran “su propia hechura” o el fruto que necesitan para “realizarse”, y por eso no ponen condiciones. Los consideran dones de Dios, y por tanto, los aceptan como Dios se los confía: lindos o feos, sanos o enfermos, virtuosos o lleno de defectos. d) La familia es también, “santuario de virtudes”, según la expresión de Juan XXIII: “deseamos que todo hogar se convierta, a imitación del de Nazareth, en un santuario de religiosidad y sea escuela de virtudes”21. Porque allí se enseñan las virtudes y sobre todo la primera de ellas, que es la relación del hombre con Dios, la “religión”. En el pasado casi todos los hombres oían por vez primera el nombre de Dios en sus casas, de pequeños, y allí se les enseñaba a respetarlo. Hoy se va haciendo más raro precisamente por ese ataque desfigurador contra la familia, de la que se teme ante todo esta poderosa fuerza religiosa. Aun así, en la mayoría de las familias se oye hablar de Dios, poco o mucho, pero se oye. e) La familia es también la forjadora de los hombres. Y con esto me refiero a los hombres capaces de ser fundamento de la sociedad: respetuosos de sus leyes, defensores de su patria, trabajadores de sus campos, constructores de sus ciudades. Es en este sentido que tradicionalmente se decía que la familia es la célula biológica de la sociedad. Decía Juan Pablo II, que “la familia, que es la unión del hombre y la mujer, está encaminada por su propia naturaleza a la procreación de nuevos hombres que van acompañados a lo largo de la existencia en el crecimiento físico y, sobre todo, en el crecimiento moral y espiritual, a través de una obra educativa diligente. Por consiguiente, la familia es el lugar privilegiado y el santuario donde se desarrolla toda la aventura grande e íntima de cada persona humana irrepetible”22. Y por eso llamaba a los padres “los cooperadores más directos de Dios en la formación de nuevos hombres”. Y por lo mismo “la familia [es] escuela de humanidad y fundamento de la sociedad”23. Benedicto XVI afirmaba que “la familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre. En este sentido, la experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de su dignidad de hijos”24. f) La familia es también “ecclesiola”25. “iglesia doméstica”, como la llaman numerosos documentos de la Iglesia26. Dice Benedicto XVI citando al Catecismo de la Iglesia Católica: “Transmitir la fe a los hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente. La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos”. Y además: “Los padres, partícipes de la paternidad 219
divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios… En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana”27. g) Y en relación con la familia como iglesia doméstica, ella es también la transmisora de la fe. Decía Juan Pablo II: “La familia es la primera y fundamental escuela de humanidad y de fe para el hombre y, en este sentido, es la célula tanto del cuerpo social como de la Iglesia”28. Es transmisora de la fe y educadora de la fe. Por eso es célula vital de la Iglesia. El Papa Francisco ha recordado más de una vez que san Pablo le habla a Timoteo de la fe “que tú has recibido de tu madre y de tu abuela y que debes transmitir a los demás”. Y añade: “así hemos recibido la fe nosotros, en familia”29. Y Benedicto XVI “El lenguaje de la fe se aprende en los hogares donde esta fe crece y se fortalece a través de la oración y de la práctica cristiana. En la lectura del Deuteronomio [se] escucha la oración repetida constantemente por el pueblo elegido, la Shema Israel, que Jesús escucharía y repetiría en su hogar de Nazaret. Él mismo la recordaría durante su vida pública, como nos refiere el evangelio de Marcos (Mc 12,29). Ésta es la fe de la Iglesia que viene del amor de Dios, por medio de vuestras familias. Vivir la integridad de esta fe, en su maravillosa novedad, es un gran regalo. Pero en los momentos en que parece que se oculta el rostro de Dios, creer es difícil y cuesta un gran esfuerzo”30.
3. Un bien necesario Por todas estas razones se entiende que el Papa Benedicto XVI afirme que “la familia es un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida. Es un bien insustituible para los hijos, que han de ser fruto del amor, de la donación total y generosa de los padres”31. También decía que “nada la puede suplir totalmente”32. Juan Pablo II afirmaba que “quien destruye este tejido fundamental de la convivencia humana provoca una herida profunda en la sociedad y daños con frecuencia irreparables”. Y añadía: “El intento de reducir la familia a una experiencia afectiva privada, socialmente irrelevante; de confundir los derechos individuales con los propios del núcleo familiar constituido sobre el vínculo del matrimonio; de equiparar las convivencias a las uniones matrimoniales, de aceptar y, en algunos casos, favorecer la supresión de vidas humanas inocentes, con el aborto voluntario; de alterar los procesos naturales de la procreación de los hijos introduciendo formas artificiales de fecundación, son sólo algunos de los ámbitos en los que es evidente la subversión que tiene lugar en la sociedad. No puede derivarse un progreso civil de la devaluación social del matrimonio y de la pérdida de respeto a la dignidad inviolable de la vida humana. Lo que se presenta como progreso de civilización y conquista científica es, en muchos casos, de hecho, una derrota para la dignidad humana y para la sociedad”33. Por eso decía Benedicto XVI que “proclamar la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida, es una gran 220
responsabilidad de todos”34. Y Juan Pablo II alentaba a los jóvenes reunidos en la Plaza de san Juan de Letrán: “Queridísimos jóvenes: empeñaos en construir familias sanas en vuestro futuro… Una familia sana es la garantía más segura de serenidad para los cónyuges y el don más grande que ellos pueden dar a sus hijos”35. Vuelvo sobre la situación actual que estamos viviendo. En 1982, Juan Pablo II hablaba a las familias reunidas en York, Gran Bretaña, del “ataque cultural contra la familia dirigido por quienes piensan que la vida matrimonial es «irrelevante» y está «desfasada». Todo esto constituye un serio reto a la sociedad y a la Iglesia”. Y recordaba las palabras que había escrito poco tiempo antes en la Familiaris consortio: “La historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen entre sí”36. En la Carta de los Derechos de la Familia, firmada por el mismo pontífice en 1983, escribía: “La Iglesia católica, consciente de que el bien de la persona, de la sociedad y de la Iglesia misma pasa por la familia, ha considerado siempre parte de su misión proclamar a todos el plan de Dios intrínseco a la naturaleza humana sobre el matrimonio y la familia, promover estas dos instituciones y defenderlas de todo ataque dirigido contra ellas”37.
4. Dar la buena batalla ¿Cómo combatir esta batalla? Hay que hacerlo en todos los niveles, porque por el que descuidemos entrará la ola del tsunami que nos arrasará. Se debe dar la buena batalla: (a) En el plano político y legislativo, presentando buenos proyectos de ley, oponiéndose a las leyes injustas y dañinas, interviniendo políticamente donde y cuando se pueda, haciendo legítimos reclamos y presiones sobre los gobernantes para que defiendan la familia, o frenando su mano cuando intentan perjudicarla. (b) En el orden de la educación escolar, media y universitaria; educando a los hijos y a los padres; formando profesionales y gente sencilla, enseñando la verdad, no temiendo la proscripción y la persecución, y si ésta llega, abrazando la cruz. (c) En el horizonte filosófico y teológico, estudiando, investigando, pensando, escribiendo y publicando en todos los medios posibles. (d) Especialmente a nivel personal, familiar, grupal, parroquial, diocesano, etc., conociendo cada vez más y mejor, formándose intelectualmente, creciendo en las virtudes –porque si no somos virtuosos, nosotros mismos minaremos el futuro, poniendo bases corroídas en nuestras propias familias–. Sobre todo hay que formar buenas familias, lo cual significa “crucificarse”, porque el matrimonio y la familia es, sí, gozo, pero también es cruz. La castidad, la fidelidad, el perdón, la tolerancia, la apertura a la vida, el dolor sin quejas, la paciencia en las diferencias y en las asperezas inevitables… todo esto implica morir a uno mismo. Me animo a decir que el 90% de los fracasos matrimoniales tiene por causa la huida de la cruz, la que le toca a uno de los cónyuges, y a menudo a los dos. (e) También hay que ayudar a las familias con dificultades (económicas, afectivas, 221
psicológicas). No dejarlas solas. Hay que hacer el apostolado de la familia, y cada vez mejor: con novios, con esposos recién casados, con matrimonios ya de larga data…, porque todos necesitan ayuda, apoyo o aliento. (f) Hay que convertir nuestras familias en “eclesiolas”, es decir, iglesias domésticas; dando en ellas el lugar privilegiado a Dios. (g) Hay que construir familias auténticamente cristianas, que aspiren a las virtudes, no a la mundanidad (¡cuánto habría que decir aquí del uso de la televisión, de las conversaciones, de la búsqueda del lujo, de las peleas y discusiones cotidianas, de la obediencia, del buen mandar, de las discusiones, de los buenos y malos ejemplos que dan algunos padres a sus hijos, de unos hermanos para con otros, del modo de educar a los hijos…!). (h) No hay que ceder al miedo a los hijos, es decir, a tenerlos, a educarlos, a estar con ellos. ¡Cuánto se ha mentido y se miente sobre estos temas! Hay que devolver en las familias el lugar que deben ocupar en ellas los ancianos, que son a menudo pilar de sabiduría, fuente de tradiciones, de cultura popular, o simplemente ocasión para practicar la caridad y devolverles lo que ellos nos han dado trayéndonos a la vida. (i) Hay que comenzar por los noviazgos puros y santos. Y hay que cultivar en el seno de las familias las vocaciones de los hijos, alentando a la generosidad. Si los padres hablasen a los hijos con más alegría de la vocación consagrada y apoyasen a los que se sienten llamados por Dios a su seguimiento, el resultado no sería que todos se harían sacerdotes y religiosas, sino solo los que Dios se ha elegido para sí (porque uno puede entrar a un convento por entusiasmo pero solo persevera si Dios le da la gracia); lo que sí cambiaría sería que quienes han sido llamados al matrimonio, verían más nítidamente su vocación como un camino sagrado de amor y santidad.
5. Epílogo Sintetizo cuanto he tratado de exponer con lo que afirmó Juan Pablo II al Congreso Teológico Pastoral de Río de Janeiro en 1997: “La familia no es para el hombre una estructura accesoria y extrínseca, que impida su desarrollo y su dinámica interior. El hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. La familia, lejos de ser un obstáculo para el desarrollo y el crecimiento de la persona, es el ámbito privilegiado para hacer crecer todas las potencialidades personales y sociales que el hombre lleva inscritas en su ser. La familia, fundada en el amor y vivificada por él, es el lugar en donde cada persona está llamada a experimentar, hacer propio y participar en el amor sin el cual el hombre no podría existir y toda su vida carecería de sentido. Las tinieblas que hoy afectan a la misma concepción del hombre atacan en primer lugar y directamente la realidad y las expresiones que le son connaturales. La persona y la familia corren parejas en la estima y en el reconocimiento de su dignidad, así como en los ataques y en los intentos de disgregación. La grandeza y la sabiduría de 222
Dios se manifiestan en sus obras. Con todo, parece que hoy los enemigos de Dios, más que atacar de frente al Autor de la creación, prefieren herirlo en sus obras. El hombre es el culmen, la cima de sus criaturas visibles. Como dijo san Ireneo: «Gloria enim Dei, vivens homo; vita autem hominis, visio Dei» («La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre, es la visión de Dios»). Entre las verdades ofuscadas en el corazón del hombre a causa de la creciente secularización y del hedonismo dominante, se ven especialmente afectadas todas las que se relacionan con la familia. En torno a la familia y a la vida se libra hoy la batalla fundamental de la dignidad del hombre. En primer lugar, la comunión conyugal no es reconocida ni respetada en sus elementos de igualdad en la dignidad de los esposos, y de necesaria diversidad y complementariedad sexual. La misma fidelidad conyugal y el respeto a la vida, en todas las fases de su existencia, se ven subvertidos por una cultura que no admite la trascendencia del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Cuando las fuerzas disgregadoras del mal logran separar el matrimonio de su misión con respecto a la vida humana, atentan contra la humanidad, privándola de una de las garantías esenciales de su futuro”38. La batalla por la familia es, como la llamó Pío XI en la Encíclica Ubi arcano, “la santa batalla –pro aris et focis– por el altar y el hogar”39. Y Pío XII, con el hermoso lenguaje que lo caracterizaba, reconocía y alentaba, en su Alocución al Congreso Internacional de las Ligas Católicas Femeninas, del 11 septiembre 1947: “Seguramente que la batalla puede ser ruda, y precisamente la batalla por los derechos de la familia, por la dignidad de la mujer, por el niño y por la escuela. Pero a vuestro lado tenéis a la sana naturaleza y, por consiguiente, a los espíritus rectos y de buenos sentimientos que son, después de todo, la mayoría; pero sobre todo tenéis a Dios. Haced que sea una realidad aquel pensamiento de San Pablo: «Vuestra fe os ha hecho héroes en el combate» (Hb 11,33)”40. La nuestra, por la vida y la familia, no es una escaramuza insignificante, ni una pelea por cosas intrascendentes. “Nuestra batalla –decía Juan Pablo II– es una batalla no solamente en favor de la fe, sino en favor de la civilización”41. Tan importante, que el mismo Papa, en su saludo a los niños reunidos en el Santuario de Loreto, en 1995, les hacía tomar conciencia de esta realidad: “Cuento mucho con vosotros para esta batalla pacífica, que estamos librando contra las fuerzas del mal”42. Termino con las palabras vigorosas de Juan Pablo a los Representantes del Movimiento Italiano en favor de la vida, el 25 enero 1986: “Queridísimos (…) Daos cuenta de que la batalla se presenta difícil. Jamás perdáis la claridad de ideas ni el empuje de vuestros ideales ni el necesario dinamismo, lleno de coraje. La verdad y el bien, aunque a largo plazo, terminan triunfando”43. ____________________ 1
Juan Pablo II, A los participantes en la asamblea del Fórum de las Asociaciones Familiares de Italia, 19 de diciembre de 2004.
223
2
Juan Pablo II, Discurso al Foro de las Asociaciones Familiares Católicas de Italia, 27 de junio de 1998. Juan Pablo II, Saludo en la Plaza de Sant’Oronzo, Lecce, 17 de setiembre de 1994. 4 Benedicto XVI, Discurso a los miembros de la Conferencia Episcopal de Eslovaquia, 15 de junio de 2007. 5 Francisco, A los participantes del movimiento Schöenstatt, en ocasión de los 100 años de su fundación, 25 de octubre de 2014. 6 León XIII, Encíclica Humanum Genus, 20 de abril de 1884. 7 Ratzinger, J., Homilía en la Misa “Pro eligendo Pontifice”, 18 de abril de 2005. 8 Juan Pablo II, Familiaris consortio, 86. 9 Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 21 de diciembre de 2012. 10 Sobre la influencia de la ONU: cf. Kuby G., Die globale sexuelle Revolution. Zerstörung der Freiheit im Namen der Freiheit Fe-medienverlag, Kisslegg (2010). En español: La revolución sexual global. Destrucción de la libertad en nombre de la libertad (2012). 11 Juan Pablo II, Del Discurso al nuevo Embajador de Austria ante la Santa Sede, 13 febrero 2001. 12 Juan Pablo II, A los Obispos Latinoamericanos, 12 diciembre 1996. 13 Benedicto XVI, Al primer grupo de obispos de Polonia en visita ad límina, 26 noviembre 2005. 14 Benedicto XVI, En la Capilla Sixtina, 7 enero 2007. 15 Benedicto XVI, Ángelus, 4 febrero 2007. 16 Juan Pablo II, A los Jóvenes, en la Plaza de San Juan de Letrán, Roma, 30 marzo 1985. 17 Benedicto XVI, Discurso a las familias en Valencia, 8 de julio de 2006. Cita la Catequesis de Juan Pablo II, del 14 de noviembre de 1979. 18 Pío XI, Casti connubii, 18. 19 Pío XII, Alocución a las mujeres, 15 de agosto de 1945. 20 Pablo VI, Alocución al Movimiento Equipos de Nuestra Señora, 4 de mayo de 1970. 21 Juan XXIII, Al Congreso Nacional de la Familia Española, 10 de noviembre de 1959. 22 Juan Pablo II, A los Jóvenes en la Basílica de San Pedro, 3 enero 1979. 23 Juan Pablo II, Al mundo del trabajo en Piacenza, 5 junio 1988. 24 Benedicto XVI, Discurso a las familias en Valencia, 8 de julio de 2006. 25 Juan Pablo II, A una peregrinación organizada por la “Congregación de San Juan”, 31-10-1994. 26 Juan Pablo II, FC, 21; Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 11, Apostolicam actuositatem, 11. 27 Benedicto XVI, Discurso a las familias en Valencia, 8 de julio de 2006. Los textos citados son del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 350 y 460. 28 Juan Pablo II, A los participantes en la I Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Familia, 30 mayo 1983. 29 Francisco, Meditazioni mattutine nella Cappela Santae Marthae, Enchiridon della Famiglia, Città del Vaticano (2014), 3474. 30 Benedicto XVI, Discurso a las familias en Valencia, 8 de julio de 2006. 31 Benedicto XVI, Discurso a las familias en Valencia, 8 de julio de 2006. 32 Ibídem. 33 Juan Pablo II, A los participantes en la asamblea del Fórum de las Asociaciones Familiares de Italia, 1912-2004. 34 Benedicto XVI, Discurso a las familias en Valencia, 8 de julio de 2006. 35 Juan Pablo II, A los Jóvenes, en la Plaza de San Juan de Letrán, Roma, 30 de marzo de 1985. 36 Juan Pablo II, Homilía en la Misa para las familias, York (Gran Bretaña), 31 mayo 1982. El texto que él recuerda es de Familiaris consortio, 6. 37 Juan Pablo II, Carta de los Derechos de la Familia, 24 noviembre 1983. 38 Juan Pablo II, Al Congreso Teológico Pastoral en el Centro de Congresos Río Centro, Río de Janeiro, 3 de 3
224
octubre de 1997. 39 Pío XI, Encíclica Ubi arcano –sobre la paz de Cristo, en el Reino de Cristo–, 23 de diciembre de 1922. 40 Pío XII, Alocución al Congreso Internacional de las Ligas Católicas Femeninas, 11 de noviembre de 1947. 41 Juan Pablo II, A los participantes en el VII Simposio de Obispos de Europa, 17 de octubre de 1989. 42 Juan Pablo II, Saludo a los Niños en el Santuario de Loreto, 10 de noviembre de 1995. 43 Juan Pablo II, A los Representantes del Movimiento Italiano en favor de la vida, 25 enero 1986.
225
Bibliografía citada –AA.VV. (Brandmüller, Burke, Caffarra, De Paolis, Dodaro, Mankowski, Müller, Rist, Vasil’), Permanecer en la verdad. Matrimonio y Comunión en la Iglesia Católica, Cristiandad, Madrid (2014). –Beckmann, Rainer, Il Vangelo della fedeltà coniugale. Risposta al Card. Kasper. Una testimonianza, Solfanelli, Chieti, 2015. –Ceretti, O. Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva, Bologna 1977. –Comisión Teológica Internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (1977). –Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, 14 de setiembre de 1994. –Congregación para la Doctrina de la Fe, Sobre la atención pastoral de los divorciados vueltos a casar. Documentos, comentarios y estudios, Madrid (2006) (estudios de Josef Ratzinger, Dionigi Tettamanzi, Mario Pompedda, Ángel Rodríguez Luño, Piero Marcuzzi, Gilles Pelland). –Corbett, J., Hofer, A., Keller, P., Langevin, D., Legge, D., Martens, K., Petri, T., y White, T., Recent Proposals for the Pastoral Care of the Divorced and Remarried: A Theological Assessment, Nova et Vetera, vol. 12, n. 3 (2014), 601-630. –Crouzel, H., Divorziati “risposati”. La prassi della Chiesa primitiva, Siena (2014). –Gargano, G. I., Il mistero delle nozze cristiane: tentativo di approfondimento biblico-teologico, “Urbaniana University Journal” 3/2014, 51-73. –Granados García, José, Eucaristía y divorcio: ¿hacia un cambio de doctrina?, BAC, Madrid (2015). –Häring, B., Pastorale dei divorziati. Una strada senza uscita?, Bologna (1990). –Kasper, W., Misericordia y verdad, en: L’Osservatore Romano (lengua española), 28-03-2014, 6-7. –Kasper, W., Il Vangelo della Famiglia, Queriniana, Brescia 2014. –Kuby G., La revolución sexual global. Destrucción de la libertad en nombre de la libertad (2012). –Michelet, Th., OP, Synode sur la famille: la voie de l’ordo paenitentium, “Nova & Vetera”, n. 90, 1 / 2015. –Pérez-Soba – Kampowski, Il Vangelo della Famiglia, Cantagalli, Siena (2014). –Pontificio Consejo para la Familia, La pastoral de los divorciados vueltos a casar. Recomendaciones, 14 de marzo de 1997.
226
227
Índice Title Copyright CONTENIDOS El hombre no separe lo que Dios ha unido 1. Jesús y el cumplimiento de la Ley mosaica (Mt 5,17-18) Introducción 1. El cumplimiento de “la Ley y los Profetas” en el Nuevo Testamento a. Significado de la expresión “la Ley y los Profetas” en Mt 5,17 b. La Ley mosaica no tenía un rol definitivo en la economía salvífica de Dios c. Los distintos tipos de preceptos de la Ley mosaica d. La distinción de los preceptos de la Ley mosaica en el Nuevo Testamento e. La Ley contenía en sí misma la referencia a Cristo 2. El sentido de la expresión “no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17) a. Una hipótesis contradictoria b. El sentido del logion de Mt 5,17-18 3. El sentido de la expresión “sin que todo se haya cumplido” (Mt 5,18) Conclusión 2. El libelo de repudio concedido por Moisés 1. El contexto del mundo antiguo y la benevolencia de Moisés hacia las mujeres 2. Una concesión jurídica de carácter social 3. El motivo de la impureza ritual 4. Sentido jurídico y valor pedagógico del libelo de repudio 5. Una cierta decadencia de la institución familiar 6. Alianza con Dios y adulterio 7. El texto de Ml 2,10-16: alianza con Dios, adulterio y culto divino 3. La dureza de corazón mencionada por Jesús (Mt 19,8; Mc 10,5) 1. La dureza de corazón (sklērokardia) 2. Dureza de corazón y mandamiento del amor 3. Dureza de corazón y ley nueva 228
3 4 5 10 19 19 19 21 21 23 24 25 26 27 28 30 31 36 36 37 38 39 40 42 42 47 47 47 48
4. Las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio y las segundas nupcias 1. Los dos textos del evangelio de Mateo (19,3-9; 5,31-32) a. El designio originario de Dios en la controversia con los fariseos (Mt 19,3-9) b. La superación del divorcio mosaico en el Sermón de la montaña (Mt 5,31-32) c. Las “cláusulas de excepción” en los dos textos de Mateo d. La abolición explícita de la disposición que consentía el repudio 2. Los textos de los evangelios de Marcos y Lucas a. La abolición del libelo de repudio en la discusión con los fariseos (Mc 10,2-12) b. El fin de la Ley y la superación del divorcio en Lc 16,16-18 5. Las enseñanzas sobre matrimonio y divorcio en los escritos de San Pablo 1. Indisolubilidad del matrimonio y liberación de la ley (Rm 7,1-4) 2. La indisolubilidad del matrimonio en el mandamiento del Señor (1 Co 7,10-11.39) 3. La indisolubilidad del matrimonio en el gran misterio de Cristo y de la Iglesia (Ef 5,21-33) a. Características del texto de Ef 5,21-33 b. Cristo cabeza de la Iglesia en la exhortación a las esposas cristianas (vv. 22-24) c. Cristo cabeza de la Iglesia en la exhortación a las esposas cristianas (vv. 22-24) d. A modo de conclusión: unidad del cuerpo de Cristo y recepción de la Eucaristía Conclusión general
Salvar el Matrimonio o Hundir la civilización Justificación 1. Las controvertidas propuestas del Cardenal Kasper 1. La Relación de Kasper al Consistorio de los Cardenales 2. Una fuente influyente en Kasper 2. Las dos Relationes del Sínodo de la Familia de 2014 1. La Relatio post disceptationem (= Rpd) a. Sobre las uniones “de hecho” b. Sobre los divorciados vueltos a casar y la comunión eucarística c. Sobre las uniones homosexuales 2. La Relatio Synodi (= RSy) 229
52 52 52 55 57 59 60 60 61 68 68 70 73 73 75 77 83 89
94 97 102 102 106 114 114 114 116 117 119
3. El matrimonio y el plan del principio 1. El “Principio” a. No es bueno que el hombre esté solo b. Hueso de mis huesos, carne de mi carne c. Deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer d. Serán una sola carne e. Estaban desnudos y no se avergonzaban f. A imagen de Dios g. Sed fecundos 2. Bajo el régimen del pecado 3. El matrimonio bajo el régimen de la gracia a. Efesios 5,21-33 b. 1Corintios 7 c. Lc 16,18 d. Marcos 10,2-12 e. Mateo 19,3-12 f. Mateo 5,31-32 g. Un escamoteo de la enseñanza de Cristo 4. Matrimonio y castidad 1. El matrimonio sacramental es indisoluble 2. El mal de la nueva unión de un fiel divorciado 3. Divorciados y castidad 4. La práctica de la Iglesia primitiva 5. El segundo matrimonio en las iglesias ortodoxas 5. Misericordia, Verdad y Justicia 1. La interpretación de Kasper 2. Misericordia, verdad y justicia 3. Respuesta a las ideas de Kasper a. Principios universales y situaciones particulares b. La obligación de volver a juntarse al modo conyugal c. Los célibes: malos jueces en esta cuestión d. La oikonomía de las Iglesias ortodoxas, modelo de misericordia e. La epiqueya: la oikonomía católica 4. Conclusión 6. Análisis de las propuestas de nulidad
230
126 127 127 127 128 128 129 129 130 130 132 132 133 135 135 136 137 139 143 144 146 147 151 158 165 165 167 170 170 170 171 172 173 177 182
1. Proceso canónico de declaración de nulidad y pastoral 2. Proceso canónico y búsqueda de la verdad 3. Suprimir la necesidad de la doble sentencia 4. Reducir el proceso judicial a un proceso administrativo 5. Necesidad de la fe para la validez del sacramento del matrimonio 7. ¿Hay alguna posibilidad de dar la comunión a un divorciado vuelto a casar que vive activamente al modo conyugal? 1. Adulterio y pecado 2. Recepción de la Eucaristía y estado de pecado mortal 3. Circunstancias atenuantes del acto adulterino 4. Conclusión 8. Ayuda pastoral a los divorciados vueltos a casar civilmente 1. La pastoral y la doctrina 2. La pastoral con los que viven en el matrimonio civil o en convivencias 3. Los separados y divorciados no casados de nuevo 4. La pastoral con los divorciados vueltos a casar civilmente 5. La preparación de los sacerdotes 6. Algunas directrices pastorales 9. La familia bajo ataque 1. Una empresa gnóstica y masónica 2. Un objetivo bien elegido 3. Un bien necesario 4. Dar la buena batalla 5. Epílogo Bibliografía citada
231
183 184 184 185 188 192 192 193 196 199 202 202 204 205 206 210 211 214 214 217 220 221 222 226