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Jude Deveraux

Para Siempre 1


Argumento Darci Monroe ha superado una niñez marcada por el abandono, gracias a su carácter entusiasta, una actitud positiva y una voluntad extraordinaria. Ahora, esta joven llena de ingenio, contratada como asistente personal por Adam Montgomery, dedica más que una simple atención profesional a este millonario de un atractivo irresistible. Pero hay algo que impide a Adam aceptar el amor de Darci: desea descubrir el secreto de la desaparición de sus padres, y Darci posee unas facultades que le ayudarán a luchar contra una dama de las artes ocultas.

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Prólogo Inclinándose sobre la niña, la mujer empezó a hacerle preguntas. ¿Qué había hecho ese día? ¿Había dicho la verdad? ¿A quién había visto? ¿Qué había aprendido a lo largo del día? De hecho, podía tratarse de una escena cualquiera sacada de entre un millón de hogares, pero había algo en ella que la diferenciaba. La habitación en sí era sencilla, con pocos muebles, sin muñecos de suave peluche, sin muñecas, sin juguetes. Había barrotes de hierro en las ventanas, y un escritorio con libros, papeles y plumas cuidadosamente ordenados. También había una pequeña estantería en la pared, pero sin títulos infantiles en ella. Los libros versaban sobre runas, símbolos y druidas. Y había muchos libros sobre mujeres que en el pasado habían conquistado países y gobernado naciones. Las paredes estaban cubiertas con una colección de armas antiguas y modernas: navajas, espadas y armas que funcionaban con pólvora. Se hallaban dispuestas en formaciones perfectamente simétricas en las paredes, formando círculos y rombos, rectángulos y cuadrados. Sobre la estrecha cama de la niña había una enorme pintura con la carta de la torre de la baraja del tarot, la carta de la muerte. Después de preguntarle durante unos minutos, la mujer se sentó en una silla junto a la niña y, como hacía cada noche, empezó a contarle el cuento para ir a dormir. Le contaba el mismo cuento cada noche, sin alterar nunca ni una sola línea, porque quería que la niña memorizase el cuento y aprendiese de él. —Había una vez... —empezó la mujer— dos hermanas, una llamada Heather y la otra Beatrice. En realidad, no eran verdaderas hermanas, no de sangre. El padre de Heather murió cuando ella tenía doce años, y la madre de Beatrice había fallecido a sus dos años de edad. Cuando las dos niñas tenían trece años, sus padres se casaron, y Beatrice y su padre (que había vivido solo durante mucho tiempo) se trasladaron a la casa que el rico padre de Heather había dejado a su mujer y a su única hija. 3


»Pero aunque las dos niñas solo se llevaban tres meses, eran muy distintas. Algunas almas poco amables (que abundaban en esa pequeña ciudad) decían que Heather lo había tenido todo, mientras que Beatrice no había recibido nada. Y parecía ser así. Heather era bella, muy lista e incluso poseía ciertas facultades de clarividencia que había heredado de su tatarabuela. No tenía unas capacidades psíquicas que la convirtiesen en fenómeno, solo las suficientes para que en todas las fiestas estuviese muy solicitada. Heather podía sostener la mano de alguien, cerrar los ojos y decirle a esa persona la buenaventura, que siempre era buena. Si Heather veía algo malo en el futuro de alguien, se lo guardaba para sí misma. »En cambio, Beatrice tenía una cara corriente, era de inteligencia media, no se le conocía ningún talento y sin duda carecía de facultades psíquicas. »Toda la gente del colegio apreciaba a Heather e ignoraba a Beatrice. En su último año en el instituto, Heather estuvo en Francia, en un viaje de estudios, pero cuando volvió se había convertido en una persona distinta. Así como antes era una chica simpática y sociable, y salía con muchos chicos, al volver de Francia empezó a encerrarse en su habitación durante horas y horas y rechazaba todas las invitaciones. Dejó de ser la primera en los partidos del instituto, dejó de asistir a las clases de canto y se mantenía alejada de los chicos como si fuesen sus enemigos. »Aunque otras personas pensaban que era encomiable que Heather se hubiese vuelto tan aplicada, Beatrice lo consideraba simplemente una rareza. ¿Por qué su hermana, que tenía todo aquello con lo que soñaba Beatrice, lo abandonaba? Beatrice le preguntó a su hermana qué le pasaba. »No se puede confiar en que los chicos se comporten debidamente: fue la única respuesta que Heather le dio antes de escabullirse y encerrarse de nuevo en su habitación, cerrando la puerta con llave. Beatrice pensó que era una respuesta muy extraña, porque ella no pretendía que los chicos se comportasen; los chicos nunca la invitaban a salir. "Demasiado extraña", es lo que opinaban los chicos de Beatrice. »Así pues, un día Beatrice decidió averiguar qué sucedía. Sabiendo que Heather estaba sola en casa, corrió hacia la puerta de entrada gritando que un camión acababa de atropellar a su querida madre y que en ese momento se estaba desangrando en la sala de urgencias del hospital. Tal como imaginaba Beatrice, Heather salió corriendo de la casa, cogió las llaves 4


del coche de su padrastro (él iba al trabajo en tren) y salió acelerando y llorando a mares. Por supuesto, Heather no había perdido el tiempo cerrando la puerta de su habitación, de modo que Beatrice dispondría de un buen rato para ver qué era eso tan interesante que había en la habitación de su "hermana". »A1 cabo de una hora de búsqueda, Beatrice no había encontrado nada particularmente interesante o nuevo. Beatrice sabía exactamente qué había en la habitación de Heather, incluso sabía donde guardaba su diario, bajo una tabla del suelo que estaba suelta. »Lo único nuevo que había en la habitación de Heather era un viejo espejo, que Beatrice supuso que había comprado en una tienda de antigüedades en Francia. Con todos los vestidos preciosos que hay en Francia, y todos los franceses guapos, Heather seguramente había pasado el tiempo curioseando en tiendas de anticuarios. Esto es exactamente lo que haría ella, pensó Beatrice. »Pero a pesar de que lo miró tan detenidamente como pudo, Beatrice no pudo descubrir nada interesante en el espejo. Entonces, suspirando, enfadada porque una vez más Heather la había vencido, Beatrice dijo en voz alta: "Me pregunto cuándo llegará". En cuanto hubo dicho estas palabras, en el espejo apareció la imagen de Heather en el coche, de vuelta a casa y con expresión enfurecida. A Beatrice no le preocupaba que Heather se enfadase por esa mentira. No, hacía mucho tiempo que Beatrice había aprendido que existían formas de tratar con Heather. De hecho, Heather era una de esas estúpidas personas que aman. Y Beatrice se había dado cuenta de que se puede manipular a las personas que aman. Todo lo que había que hacer era llevarse, o amenazar con llevarse, aquello que aman, y esas personas se convierten en tus esclavos. »Así pues, mientras Beatrice miraba el espejo, por fin comprendió por qué Heather se pasaba tanto tiempo sola en su habitación. ¿Qué habría estado mirando en el espejo? "Muéstrame a mi padre en seguida", dijo Beatrice, y de inmediato surgió la imagen de su padre y su bella secretaria juntos en la cama. Eso hizo reír a Beatrice. Siempre había sabido que su padre se había casado con la boba madre de Heather por el dinero que su marido le había dejado. «Beatrice no siguió haciendo más preguntas porque había oído a la madre de Heather entrar en casa, y Beatrice sabía que debía bajar y fingir que se alegraba de verla. De hecho, 5


debía fingir que creía que la había atropellado un camión. (Beatrice procuraba que su madrastra creyese que era una chica cariñosa.) »Dos noches después de que Beatrice descubriera el espejo, encontraron a Heather colgada de una viga en el sótano. »Al parecer, se había subido a un cubo, se había puesto la soga alrededor del cuello y había dado una patada al cubo. »En medio de la tristeza en que se sumió el pueblo tras la muerte de alguien tan apreciado, durante un tiempo los vecinos prestaron a Beatrice toda la atención que ella siempre había soñado. Sin embargo, Beatrice empezó a ver a un par de personas que la miraban y murmuraban, de modo que pidió al espejo que le mostrase el futuro. Al parecer, el empleado de la funeraria había empezado a sospechar al ver unas marcas rojas, en carne viva, en las muñecas de Heather, e imaginaba que podían ser debidas a una cuerda. Parecía como si Heather hubiese tenido las manos atadas a la espalda cuando se subió al cubo. »Lo que Beatrice pudo ver en el espejo fue a sí misma mientras era introducida en un coche de la policía, con las manos esposadas. »A1 día siguiente, Beatrice desapareció. Ninguna de las personas que la conocían volvió a verla nunca más. A sus diecisiete años, empezó una nueva vida en la que tuvo que esconderse y disfrazarse para siempre. »Lo que Beatrice había aprendido en su corta vida había sido el poder del dinero. Ella y su padre habían sido bastante pobres, pero ella había visto cómo su padre había mentido, engañado y tomado prestado para conseguir ropa buena y un buen coche (lo había robado) y así poder presentarse como un pretendiente atractivo ante una viuda rica. Beatrice había visto la diferencia entre sí misma, que había crecido en la pobreza, y Heather, que se había criado en la riqueza. »En los años siguientes, Beatrice usó el espejo para ganar dinero. Pronto descubrió que el espejo le enseñaría todo cuanto desease saber, ya fuese del pasado o del futuro. Pero ¿qué le importaba el pasado? ¿Le interesaba ver cómo su padre tiraba a su madre por una ventana? Lo que quería saber era qué acciones y qué empresas iban a subir. Finalmente, 6


pagó en metálico muchos acres de tierra en Camwell, Connecticut, y se trasladó a una pequeña casa que se alzaba en un extremo de la finca. »Pero aquí es donde la historia cambia. Como verás, el espejo puede ser engañoso. Cuando se trata de ver el futuro, el espejo muestra aquello que puede suceder —y que probablemente sucederá—, pero no hace ningún comentario sobre qué es bueno y qué es malo. Hay que mirar muy lejos, para verlo. Pero como Beatrice había utilizado el espejo solo para conseguir dinero, no lo sabía. »Al final, sucedió que Beatrice tenía veintiséis años y era muy rica, pero todavía era virgen. No obstante, como nunca miraba muy adelante en el espejo, no sabía que su virginidad era un requisito para ver las visiones en el espejo. En cambio, su hermana, Heather, lo sabía. ¿Te lo dije, verdad, que Heather era la lista? »Así que un día, mientras Beatrice estaba estudiando los resultados de Bolsa en el espejo, miró por la ventana, vio un magnífico día de primavera y musitó: "Me pregunto si algún día habrá un hombre en mi vida". La visión del informe de la Bolsa en el espejo fue sustituida por una imagen de ella misma bajo un peral en flor; y un atractivo hombre le estaba haciendo el amor. Como para entonces Beatrice ya había satisfecho en parte su afán de riqueza, ese joven le llamó la atención. Aquel día, Beatrice salió de su solitaria casa y buscó en el campo hasta que encontró el peral que había visto en el espejo. Durante días se pasó el tiempo desde la mañana hasta la noche sentada bajo el peral esperando. »A lo largo de esos días no miró el espejo, lo cual fue nefasto, porque si lo hubiese hecho habría visto el resultado de su cita. »Por último, en la mañana del cuarto día, apareció un joven apuesto. Cruzaba los Estados Unidos haciendo autostop, como a veces hacen los jóvenes, pero esa mañana no tenía suerte y nadie paraba. Tenía hambre, sed y estaba de mal humor cuando dobló la esquina y vio a una muchacha de cara ordinaria con una cesta de picnic llena, sentada bajo un peral. Así que se detuvo con ella, y cuando se hubo llenado la barriga, empezó a hacerle el amor. »Sin embargo, a Beatrice le sucedió algo extraño. Mientras el chico le estaba haciendo el amor, algo que anhelaba desde hacía mucho tiempo, pensó: "Estoy deseando volver a mi espejo y hacer dinero". También consideró que todo el proceso de "hacer el amor" estaba 7


muy sobrevalorado, y en ese mismo momento se prometió que no volvería a hacerlo nunca más. Así pues, en cuanto pudo alejarse del muchacho, regresó corriendo a su casa y a su amado espejo. Pero como había dejado de ser virgen, no podía ver las imágenes del espejo. »Pobre Beatrice. Al final, el espejo era algo que ella podía amar, pero que la había traicionado. Se irritó tanto que el espejo se tambaleó y por poco se cae de la mesa. Es cierto que tenía más dinero del que nunca podría gastar, pero entonces comprendió que lo que le gustaba era el poder, no el dinero. Y empezó a pensar: "¿Cómo puedo recuperar el poder? Todavía tengo el espejo y aunque yo no puedo leerlo, otra persona tal vez sí pueda hacerlo". »Fue entonces cuando Beatrice averiguó que el dinero podía comprar cualquier cosa. No le costó encontrar a hombres que raptasen a chicas vírgenes para ella. Una tras otra, Beatrice las ponía frente al espejo, pero si las chicas no veían nada, Beatrice se "libraba" de ellas. No las podía devolver a los padres, no después de lo que habían visto, ¿no es cierto?

»Por fin, al cabo de un año o quizá más, Beatrice encontró a una niña que veía visiones en el espejo, de modo que se la quedó durante un tiempo. No obstante, las visiones de la niña eran vagas; no veía ni la mitad de lo que Beatrice había sido capaz de ver. "¿Quién puede ver mejor que tú?", preguntó Beatrice a la asustada niña. Esta pensó que si se esforzaba de veras —mirar al espejo le producía dolor de cabeza— y encontraba a alguien que mirase en el espejo para "la bruja", tal como llamaba a Beatrice en su mente, "la bruja" seguro que la enviaría a su casa. Y, de hecho, esto es lo que Beatrice le prometía todos los días a la confiada pero no muy brillante niña. »Así pues, la niña miró y preguntó, preguntó y miró, y un día se le apareció una visión clara. Beatrice escribió cada una de las palabras que la niña pronunció. »La niña dijo que aquella que podría ver claramente en el espejo era una niña a la que Beatrice iba a raptar. Vio a Beatrice apoderándose de ella en una tienda y le describió con detalle el aspecto de la pequeña, le contó dónde estaba la tienda, qué estaría haciendo la niña y de qué modo Beatrice podía engañar a la madre. Le dijo todo cuanto había visto.

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Incluso vio cómo Beatrice marcaba a la niña con una señal en el pecho. "¿Marcar?", dijo Beatrice encogiéndose de hombros,"¿Por qué no?". «Beatrice "despachó" a la niña, pues ya había visto demasiado, e hizo todo lo que esta había visto en el espejo. »No obstante, una vez que hubo marcado a la pequeña criatura que chillaba, uno de sus ayudantes le dijo que había raptado a un varón. »De nuevo, la ira de Beatrice fue terrible. No podía servirse de la desgraciada niña que había visto la visión porque esa niña se había ido. Esta vez, previniéndose por si acaso lo necesitaba más adelante, Beatrice había encerrado al inútil niño en una caja de metal mientras meditaba qué iba a hacer. Tardó un día entero en darse cuenta de que el niño que había secuestrado debía de tener una hermana. ¿Acaso el espejo no había mostrado que el rapto le conduciría a la niña que pudiese leer el espejo? Pero, ¿cómo hacerse con la hermana? Bastó un viaje a Nueva York para comprobar que para entonces los padres del niño estaban rodeados de policías.

»Como Beatrice era tan corriente, al parecer nadie se fijó en ella. Solo tenía veintisiete años, pero estaba encorvada por tantos años de inclinarse sobre el espejo. Entró sin ser vista por la entrada de servicio del lujoso edificio de apartamentos con algunas sirvientas y pronto averiguó cuál de ellas trabajaba para "sus" padres. »También le resultó fácil deshacerse de la criada habitual, ponerse su uniforme y dirigirse al apartamento. Pero precisamente cuando subía en el ascensor, descubrió que el niño al que había raptado era hijo único. En unos instantes de pánico, Beatrice pensó que el espejo había mentido. Pero sonrió al imaginar que la madre debía estar encinta de una niña. Su niña. Esa niña era la de Beatriz, la que podría leer el espejo. «Beatrice fue, pues, al apartamento y explicó que su prima, la asistenta habitual, estaba demasiado afectada para trabajar, porque quería mucho al pequeño. El padre del niño miró a Beatrice seriamente, demasiado para el gusto de ella; luego asintió con la cabeza

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permitiéndole la entrada. Era como si supiese que Beatrice tenía algo que contarle, y quería oírlo. «Después, todo fue muy fácil. Cuando Beatrice hubo terminado de limpiar —no hizo un buen trabajo— se le presentó una oportunidad y dejó una nota al padre. Decía dónde tenían que ir él y su esposa al día siguiente. Salió del apartamento tan discretamente como si nunca hubiese estado allí. »A1 día siguiente, según lo indicado, el avión que llevaba a los padres del niño aterrizó en la pista de aterrizaje privada de Beatrice. El hombre fue despachado al momento, ya que no tenía ninguna utilidad, y el avión fue desmontado, pieza a pieza, y a continuación enterrado o quemado. Pero la mujer, que efectivamente estaba encinta, fue alojada con cierta comodidad —pese a que no lo valoraba, pensó Beatrice— hasta que nació la niña; entonces también la envió a reunirse con su marido. »A1 final, Beatrice se quedó con una preciosa niña a la que crió en un entorno de lujo y comodidades. Y, fielmente a las predicciones, la niña podía ver visiones en el espejo tan claramente como veía la televisión. »Por su parte, Beatrice sabía que si no podía leer el espejo por sí misma, tenía lo mejor que había a falta de eso. El único defecto de su plan era que el mocoso había escapado de la caja de metal donde lo había encerrado. ¿Quién iba a pensar que un niño tan pequeño sería lo bastante listo para lograr abrir una cerradura tan complicada y fuerte? «Durante meses, después de que el niño huyese, Beatrice había seguido en los periódicos y por televisión todo lo que pudo sobre el niño al que habían encontrado vagando por los bosques de Connecticut. Estaba cubierto de garrapatas y tenía mucha fiebre, por lo que fue hospitalizado durante un tiempo. Cuando Beatrice supo que el crío no recordaba nada, se relajó y desvió la atención hacia la niña, que ahora le pertenecía. »Pronto averiguó que la niña, a la que llamó Boadicea, por una reina guerrera sobre la que Heather había hecho un trabajo del que Beatrice se había apropiado, era muy inteligente. Se le ocurría mirar cosas en el espejo que Beatrice nunca había pensado ver. Paulatinamente, Beatrice empezó a usar el espejo a través de Boadicea, como una forma

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para obtener poder, y no solamente como un medio para hacer dinero. Entonces Beatrice empezó a controlar a personas y empresas. »Y, por encima de todo, utilizaba el espejo para otras cuestiones mágicas, porque Beatrice había decidido que lo que deseaba era la inmortalidad. Si se podía tener, ella iba a conseguirla. »Esta es la historia que contó a la niña, y todo había ido bien durante muchos años. Beatrice tenía un nutrido grupo de seguidores que solo vivían para cumplir sus órdenes. Poseía a varias personas importantes, y había hallado una fórmula para alcanzar la inmortalidad. Beatrice había reunido seis de los nueve objetos necesarios cuando el espejo mostró un fragmento de una chica, una muchacha pequeña y delgada con pelo rubio, ojos azules y con nueve lunares en la mano izquierda, que sería su final. »Después de aquello, el único objetivo en la vida de Beatrice fue librarse de esa muchacha.

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1 Darci repasó de nuevo la solicitud de trabajo, y comprobó que había sido absolutamente veraz en cada una de las líneas, sin añadir ningún dato «imaginario». Su madre dijo que la imaginación de Darci era como la maldición de la familia. «Debe de venir por parte de la familia de tu padre», decía Jerlene Monroe siempre que su hija hacía algo que ella no entendía. «Sea de quien sea», añadía invariablemente el tío Vern en voz baja. Y entonces empezaba una discusión. Cuando llegaban a la parte en que el tío Vern gritaba que su sobrina no estaba «llena de imaginaciones», sino que simplemente era una variedad corriente de jardín de granuja mentirosa, Darci salía de la habitación en silencio y abría un libro. Pero ahora Darci estaba en la maravillosa ciudad de Nueva York, contaba con una estupenda formación universitaria en su haber e iba a solicitar el que sería el mejor trabajo que nadie había visto nunca. «¡Voy a conseguirlo!», se decía a sí misma, cerrando los ojos un momento mientras apretaba contra el pecho el periódico bien doblado. «Pondré mi Persuasión Verdadera en ello y me aseguraré de conseguir el trabajo», pensó. — ¿Estás bien? —se interesó la chica que tenía enfrente, en un acento que Darci identificó como yanqui. —De maravilla —respondió Darci sonriendo—. ¿Y tú? —De hecho, me siento como una estúpida. ¿Puedes creer esto? —preguntó, mostrando el mismo periódico que Darci sostenía. Era una chica alta, mucho más alta que Darci y, comparada con ella, era manifiestamente gruesa. Pero la gente siempre calificaba a Darci de escuálida. «Es delgada, como está de moda», solía decir su madre. « ¡Jerlene!», replicaba su hermana Thelma, «has alimentado a esta chica tan solo con mermelada y cereales azucarados. Seguramente se muere de hambre.» Esta afirmación despertaba una reacción de ira en la madre de Darci, y luego un torrente de palabras sobre lo difícil que era criar a una hija sin ayuda. «Tú no la has criado, han sido los vecinos», añadía el tío Vern, y acto seguido estallaba la pelea.

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Ahora Darci sonreía a la chica de enfrente. —Creo que es un milagro —dijo. Darci poseía una belleza frágil, con sus grandes ojos azules, nariz pequeña y una boca preciosa. Solo medía metro cincuenta y siete y pesaba tan poco que la ropa siempre le iba holgada. En ese momento, llevaba su pequeña falda negra sujetada en la cintura con un gran imperdible. —Realmente, no crees que vayas a conseguir este trabajo, ¿no? —le preguntó la chica de enfrente. —Claro que sí —aseveró Darci, tomando una gran bocanada de aire—. Creo que hay que pensar en positivo. Si lo piensas, lo puedes alcanzar, esto es lo que creo de verdad. La muchacha abrió la boca para decir algo; pero esbozó una sonrisa maliciosa. —De acuerdo, pero ¿de qué crees que va este trabajo, exactamente? No puede ser sexo, porque pagan mucho dinero. Tampoco creo que se trate de traficar con drogas o que necesiten a un sicario, porque el anuncio es demasiado público, de modo que ¿qué crees qué buscan realmente? Darci pasó por alto el comentario. Su tía Thelma había lavado el único traje chaqueta de Darci con un jabón en polvo que había comprado de oferta y lo había sacado de la lavadora antes de que empezase el aclarado. «Así se ahorra», había afirmado su tía. Quizás era más barato, pero ahora el jabón seco del tejido le picaba en los brazos desnudos, enfundados en las mangas sin forro del vestido, ya que su blusa rosa no tenía mangas. —Creo que alguien necesita a una ayudante —respondió Darci, sin entender la pregunta de la chica. A esto, la muchacha se echó a reír. — ¿De verdad crees que alguien está dispuesto a pagar cien mil dólares por una asistenta y que tú vas a conseguir el trabajo porque tú...? ¿Qué? ¿Por qué crees que vas a conseguirlo? 13


Antes de que Darci pudiera replicar, la mujer que estaba detrás de ella en la fila dijo: —Dale un respiro, ¿no? Además, si no crees que vas a conseguir el trabajo, ¿por qué demonios estás haciendo cola? A Darci no le gustaban estas palabras, de ningún modo, e iba a intervenir, pero la mujer que estaba tres puestos más atrás añadió: — ¿Alguien tiene alguna idea sobre de qué va el trabajo? Llevo horas esperando y aún no he averiguado nada. — ¡Cuatro! —prorrumpió en voz alta una mujer que estaba más adelante—. ¡Llevo aquí seis horas! — ¡Yo he pasado la noche en la acera! —exclamó una mujer que se encontraba media manzana más allá. A partir de ese momento todas las mujeres empezaron a hablar entre ellas, y como la cola era de casi cuatro manzanas, hacían un ruido sordo. Pero Darci no entraba en especulaciones sobre el tipo de trabajo de que se trataba, porque en el fondo de su corazón, en lo más profundo, sabía que el trabajo era para ella. Era la respuesta a sus plegarias. Durante los últimos cuatro años, a lo largo de sus estudios en la universidad, había rezado cada noche para que Dios la ayudase con la situación en que se encontraba con Putnam. Y la noche anterior, en cuanto vio este anuncio, supo que era la respuesta a sus plegarias. «Claro que estás cualificada», había dicho el tío Vern cuando Darci le enseñó el anuncio. En su cara se había dibujado esa leve sonrisa de satisfacción que Darci conocía tan bien. «Nunca entenderé por qué tu madre te dejó elegir esa presuntuosa y distinguida universidad», insistió una vez más la tía Thelma, «podías haber ido a estudiar secretariado para encontrar un trabajo de verdad por ti misma, aunque no lo necesitarás después de casarte.»

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«Yo...», empezó Darci, pero dejó la frase en suspenso. Hacía mucho tiempo que había aprendido que era inútil intentar explicarse. Simplemente dejó que el tío Vern y la tía Thelma agotasen el tema; entonces se fue al lavabo reformado de su apartamento, que ahora era su habitación, y se puso a leer. Le gustaba leer libros que no fueran novelas porque quería aprender cosas reales. Pero el tío Vern tenía razón: el anuncio estaba escrito pensando en la titulación de Darci. AYUDANTE PERSONAL No se necesitan conocimientos informáticos. Disponibilidad para viajar, sin vínculos familiares. Persona joven, con buena salud e interés por el trabajo. Salario inicial: 100.000 dólares al año, seguro médico y dental. Presentar solicitud personalmente, 8 h, 211 West 17 Street, Suite 1A. « ¿Por qué dices que ella es ideal para este trabajo?», le había preguntado la tía Thelma la noche anterior. «Dice "sin vínculos familiares". Si hay algo que tiene Darci, eso es una familia.» «Por parte de madre», aclaró el tío Vern, sonriendo. La tía Thelma no era una luchadora como su hermana, la madre de Darci, de modo que tan solo apretó los labios, cogió el mando del televisor y cambió el programa del canal Discovery que Darci estaba mirando en el QVC. La tía Thelma se sabía la vida de todos los presentadores de todos los canales de telecompras. Dijo que esos canales la hacían sentirse como en casa incluso estando en un lugar tan grande y ajetreado como Nueva York. A menudo le decía a Darci en privado que no debía haberse ido de Putnam, no debía haberse casado con un hombre ambicioso y haberse trasladado hasta Indianápolis diez años atrás. Y cuando hacía tres años el jefe de Vern le había pedido que fuese a Nueva York para supervisar a un equipo de soldadores holgazanes, Thelma dijo que debería haberse negado a ir con él. Pero había ido y lo había pasado mal cada minuto vivido en esa ciudad que odiaba. Ahora, mientras esperaba en la cola, Darci intentaba no escuchar las palabras furibundas que flotaban a su alrededor. Cerró los ojos y se concentró en la imagen de sí misma cuando le dijeran que ese trabajo perfecto era suyo. A medida que transcurría el día, iban llegando noticias a través de la cola. Una vez entraban en el edificio, las hacían pasar a una sala de espera y finalmente accedían a la sala de en15


trevistas. Una sólida puerta de madera daba acceso a la sala de entrevistas; ya era conocida como «la puerta». En cuanto a lo que sucedía en el interior, no sabían mucho, seguramente porque ninguna mujer quería poner en peligro sus posibilidades ante un trabajo tan fantástico. Eran casi las cuatro de la tarde cuando Darci por fin pudo entrar en el edificio. Había una mujer de pie frente a la puerta de entrada, en la sala de espera, y solo dejaba entrar en la habitación exactamente al mismo número de mujeres que sillas había. Hacía horas que en la cola todo el mundo se había dado cuenta de que a los hombres no los tomaban en consideración para el trabajo. Les hacían subir unas escaleras, pero volvían a bajar al cabo de unos minutos. —Te lo dije —afirmó una mujer que se encontraba cerca de Darci—. Sexo. Se trata de sexo. — ¿Y qué es lo que tienes que valga cien mil dólares al año? —preguntó una mujer que sostenía su zapato en la mano mientras se frotaba el pie. —No es tanto lo que tengo como lo que puedo hacer con ello. —Haber hecho con ello, seguramente —comentó otra persona en voz alta, y por un momento Darci pensó que iban a empezar a darse puñetazos. Si por casualidad esas palabras las hubiesen pronunciado en su pueblo, Putnam, en Kentucky, habría pensado que las mujeres del norte se peleaban con palabras en lugar de con las manos. «Es mucho más amable dar un puñetazo en la nariz», opinó su madre en una ocasión después de oír a dos chicas yanquis discutiendo. — ¡La siguiente! —anunció secamente la mujer mientras la puerta de madera se abría y salía la chica que al principio había hablado con Darci cuando estaban haciendo cola. Darci la miró inquisitivamente, pero la chica tan solo se encogió de hombros, como diciendo que no sabía si le había salido bien la entrevista o no. Cuando Darci se levantó, de pronto se sintió mareada. No había comido nada desde que había salido del apartamento del tío Vern por la mañana.

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«Quiero que te tomes un desayudo bien sólido», había dicho la tía Thelma mientras daba a Darci unas galletas rellenas y un vaso de plástico con una infusión caliente, «la fruta es mejor para ti que esos cereales que te da tu madre. Necesitas cafeína y azúcar, y tomar algo caliente, cuando vas a la caza de un trabajo», le había aconsejado cariñosamente. Pero ahora, al levantarse demasiado rápido, el desayuno le parecía ya muy lejano. Tomó un par de bocanadas de aire, irguió los hombros y, controlando la necesidad de llevar la mano hacia el hombro y rascarse por debajo de la chaqueta, cruzó la puerta abierta. En un lado de la habitación se abrían unas ventanas tan sucias que apenas se veían los edificios del otro lado de la calle. Bajo las ventanas, en el suelo había un montón de sillas plegables metálicas, la mayoría rotas. En el centro de la estancia había un gran escritorio de roble, de aquellos que las tiendas de muebles de segunda mano suelen tener en cantidades ilimitadas. Detrás del escritorio, un hombre estaba sentado en una de las sillas de metal, y a su izquierda, apartada a un lado, estaba sentada una mujer. Rondaba los cincuenta, vestía un bonito conjunto con falda larga de algodón, y en el cuello y en sus manos brillaban oro y diamantes. Tenía un rostro totalmente ordinario, de aquellos en los que nadie se fija entre una multitud, salvo por sus ojos, los más intensos que Darci había visto nunca. Ahora, mientras ella miraba cómo Darci entraba en la habitación, esos enormes ojos oscuros no parpadearon. Pero después de mirar una sola vez a la mujer, Darci apartó la vista, porque el hombre que estaba sentado en el escritorio era el más guapo que había visto en su vida. Quizá no tenía el atractivo de los actores de cine, pero era el tipo de hombre que a Darci siempre le había gustado. En primer lugar, era mayor, por lo menos treinta y tantos. «No conseguirás un padre casándote con uno», le había advertido su madre en una ocasión, pero eso no evitó que a Darci le continuasen atrayendo los hombres de más de treinta años. «Más de treinta, y también pueden pasar con más de setenta», era la filosofía de su madre, pero los novios de Jerlene cada año parecían más jóvenes. —Siéntate, por favor —le rogó el hombre, y Darci pensó que tenía una voz preciosa, profunda y sonora.

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Era alto, o por lo menos parecía que debía ser alto estando de pie, y tenía un bonito pelo negro, muy tupido, con mechas grises sobre las orejas. «Como la melena de un león», pensó, mirando al hombre con los ojos muy abiertos, como si estuviesen a punto de rasgarse. No quería parpadear, por si acaso era producto de su imaginación y realmente no existía. Además de su espléndido pelo, tenía una fuerte mandíbula, con una encantadora barbilla cuadrada, partida (como Cary Grant, pensó), orejas pequeñas y lisas (siempre se fijaba en las orejas de los hombres) y unos profundos ojos azules. Desgraciadamente, parecían los ojos de alguien que lleva a su espalda todo el peso del mundo. Pero tal vez tan solo estaba cansado de hacer tantas preguntas a tantas mujeres. — ¿Podría ver tu solicitud? —preguntó, tendiendo la mano por encima de la mesa. « ¿Podría?», pensó Darci. No « ¿Puedo?», sino un correcto podría, como pidiendo permiso. Con una sonrisa, le tendió el papel, y él empezó a leerlo cuando ella se sentó. Una vez sentada, Darci puso las manos bajo sus rodillas y empezó a balancear las piernas mientras paseaba la vista por la habitación, pero cuando miró a la mujer situada a la izquierda del hombre, dejó de balancearlas y se mantuvo inmóvil. Había algo en los ojos de la mujer que le resultaba desconcertante. —Un día precioso —dijo Darci a la mujer, pero su rostro no dio muestras de haberla oído, aunque estaba mirándola fijamente. — ¿Tienes veintitrés años? —preguntó el hombre, atrayendo la atención de Darci hacia él. —Sí —respondió ella. — ¿Con estudios universitarios? —en seguida la miró de arriba abajo, y sus ojos decían que no la creía. Darci estaba acostumbrada a ello. No acababa de entenderlo, pero le pasaba a menudo que la gente miraba su traje lavado a máquina y su pelo fino y lacio y pensaban que no parecía una universitaria. —Universidad del Desarrollo Mann para Señoritas —dijo Darci—. Es una universidad muy antigua.

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—No creo haber oído hablar de ella nunca. ¿Dónde está? —En realidad, en cualquier lugar. Es una universidad a distancia. —Ah... entiendo —dijo el hombre, y dejó su solicitud—. Háblame de ti, Darci. —Soy de Putnam, Kentucky, he vivido allí toda mi vida. Nunca había estado a más de ochenta kilómetros de Putnam hasta hace dos semanas, cuando vine a Nueva York. Me alojo en casa de mi tía, la hermana de mi madre, y su marido, hasta que encuentre un trabajo. —Y ¿qué quieres ser cuando... —entonces se detuvo, pero ella sabía lo que iba a decir: «cuando seas mayor?». Su estatura reducida a menudo hacía que la gente la tomase por una niña—. ¿Y para qué profesión has estudiado? —Para ninguna —contestó Darci alegremente—. He estudiado un poco de todo. Me gusta saber cosas sobre temas distintos. Como ni el hombre ni la mujer respondían a esto, Darci añadió sumisamente: —No sé nada de informática. —De acuerdo —respondió el hombre—. Y dime, Darci, ¿tienes novio? En la cabeza de Darci empezaron a sonar campanas. ¿Se había delatado a sí misma? Este hombre tan atractivo, ¿se habría dado cuenta ya de que él le gustaba? ¿Estaría pensando que no iba a encontrar una empleada, sino una chica perdidamente enamorada de él que le contemplaría extasiada durante todo el día? — ¡Oh, sí! —exclamó Darci alegremente—. Estoy comprometida. Con Putnam. Él es... — ¿El mismo nombre que el pueblo? —Sí. Putnam es el amo del pueblo —intentó reír en la que esperaba fuese la forma sofisticada de hacerlo en la gran ciudad—. Aunque Putnam no es gran cosa, todo lo que hay 19


en el pueblo pertenece a Putnam. O a su familia, vaya. Todos ellos son los amos, del pueblo, quiero decir. Y de las fábricas, claro. — ¿Fábricas? ¿Cuántas? —Once o doce —dijo, pero después de pensarlo—: No, creo que son quince, ahora. El padre de Putnam las construye a un ritmo prodigioso. —Prodigioso —repitió el hombre, luego inclinó la cabeza, y Darci no estaba segura, pero pensó que sonreía. Cuando volvió a mirarla, su rostro de nuevo era solemne—. Pero si vas a casarte con un hombre rico, no necesitarás un trabajo, ¿no? — ¡Sí, lo necesito! —replicó Darci—. ¿Sabe...? —empezó, pero se detuvo y se mordió el labio inferior. Su madre la avisaba constantemente de que no debía contarle a todo el mundo todo lo que no debían saber acerca de ella: «Mantén algo de misterio», le aconsejaba. Si había un momento oportuno, Darci estaba segura de que ahora era el momento en que debía mantener cierto misterio. Y tal vez no haría ningún daño si ponía algo de «imaginación». —Putnam no va a heredar hasta dentro de unos años, de modo que debemos espabilarnos por nosotros mismos. Vine a Nueva York para ganar todo el dinero posible, volver a mi amado hogar y casarme con el hombre al que amo —dijo todo esto de un tirón, mientras por detrás de la espalda cruzaba los dedos de la mano derecha. Por un momento, el hombre la miró fijamente. Ella le devolvió la misma mirada. En cuanto a la mujer, no había hablado, ni siquiera parpadeado, por lo que podía contar Darci. —Si estás enamorada de un hombre, no podrás viajar. Y si tienes familia en Nueva York, la echarás a faltar si no la ves durante semanas. — ¡No, no lo haré! —objetó Darci demasiado rápidamente. Pero no quería que el hombre pensase que era una persona desagradecida, no después de lo que su tía y su tío habían he20


cho por ella—. Ellos, mmm... —empezó—. Ellos tienen su propia vida, y por mucho que les quiera, estarán perfectamente bien sin mí. Y mi madre tiene... — ¿Qué podía decir? ¿Que su madre tenía otro novio doce años más joven que ella, y que seguramente ni siquiera se daría cuenta si a Darci se la tragaba la tierra?—. Mi madre tiene su propia vida. Clubes, obras de beneficencia, ese tipo de cosas —el Spuds and Suds de Putnam, ¿podía considerarse un «club»? — ¿Y tu novio? Tuvo que pensar un momento para recordar a qué se refería. —Ah, Putnam. Bueno, a él le interesan muchas cosas, y él, bien... Quiere que me tome todo un año de... —casi dijo «libertad», lo cual se habría acercado a la verdad—. Quiere que me tome un año para mí misma antes de que empecemos juntos nuestro viaje de amor por la vida. Darci pensó que era un modo correcto de decirlo, pero notó una leve, minúscula mueca en el labio superior del hombre, y pareció como si se encontrase mal. No estaba segura de qué hacía mal, pero sabía que estaba echando a perder la entrevista. Respiró hondo. —Necesito de verdad este trabajo —declaró en voz baja—. Y trabajaré duro para usted. Sabía que su voz estaba pidiendo, casi suplicando, pero no podía evitarlo. El hombre se volvió hacia la mujer, que estaba sentada un poco por detrás de él. — ¿Tienes lo que necesitas? —le preguntó, y la mujer asintió levemente. Mientras el hombre se giraba de nuevo hacia Darci, cogió la solicitud y la puso sobre un montón de papeles—. Bien, señorita... —Monroe —dijo Darci—. No somos parientes. —Cuando el hombre puso una expresión vaga añadió: — Con la otra. —Ah, de acuerdo —dijo—, la actriz.

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No fingió que la broma le hiciese gracia, sino que mantuvo su expresión solemne. —Como ves, tenemos muchas candidatas, de modo que si queremos volver a entrevistarte, te llamaremos. ¿Has anotado tu número de teléfono aquí? —Sí, claro, pero no llamen entre las ocho y las diez. Es cuando mi tío Vern mira la tele, y a él... —su voz se extinguió. Poco a poco se levantó y se detuvo para mirar al hombre—. Necesito este trabajo —insistió. —Como todas, señorita Monroe —indicó el hombre, que volvió a mirar a la mujer mayor, y Darci comprendió que estaba descartada. Necesitó toda su fuerza de voluntad para mantener los hombros erguidos al salir de la oficina. Al pasar, miró a los esperanzados ojos de las mujeres sentadas en la pequeña sala de espera. Como todas las demás a las que había visto salir antes, encogió los hombros en respuesta a sus preguntas silenciosas. No tenía ni idea de cómo le había ido la entrevista. Cuando estuvo otra vez en la calle, abrió su bolso y buscó la cartera. ¿Cuánta comida podía comprar con setenta y cinco céntimos? A veces los verduleros le cobraban muy poco por unos plátanos estropeados, si no podían venderlos. Con la cabeza alta y los hombros atrás, Darci empezó a andar. Quizá le iban a dar el trabajo. ¿Por qué no? Cumplía los requisitos, ¿no? Querían a alguien bien preparado, y ella lo estaba. Empezó a caminar con más brío y, sonriendo, apretó el paso, con la mente ocupada en planificar lo que diría cuando el hombre llamase y le dijese que el trabajo era suyo. «Así es cómo reaccionaré: con elegancia», se dijo a sí misma en voz alta. «Con elegancia y sorpresa.» Sonriendo más abiertamente, avivó el paso. Necesitaba llegar a casa para poder aplicar su Persuasión Verdadera a este problema. Adam indicó a la mujer de la puerta que hiciese esperar a las solicitantes durante un rato. Necesitaba estirarse y moverse un poco. Mientras andaba hacia las ventanas, dio una palmada con las manos por detrás de la espalda. —Esto no funciona —manifestó dirigiéndose a la mujer, que estaba detrás de él—. No hemos encontrado a una sola mujer que ni siquiera se acerque a lo adecuado. ¿Qué debo hacer, buscar en las escuelas de primaria? 22


—La última mentía —dijo la mujer en voz baja detrás de él. Adam se volvió para mirarla. — ¿Esa? ¿La pequeña pueblerina de Kentucky? Pobrecilla... El vestido que llevaba parecía que lo habían lavado en un arroyo. Además, tiene un novio, y rico. ¿Es en esto en lo que mentía? Seguramente tiene una camioneta de veinte años y una caja para armas detrás. —Mentía en todo —le atajó la mujer, mirándole fijamente. El empezó a hablar, pero hacía mucho tiempo que sabía que Helen utilizaba su mente y aborrecía las formas humanas normales de comunicarse. Es decir, odiaba hablar. Muchas veces le había dicho: «Ya te lo dije.» Y él se devanaba los sesos hasta que conseguía recordar que realmente ella había pronunciado una frase breve que lo resumía todo. Ahora Helen había repetido una frase, y él sabía que esto era muy importante. Aunque estaba muy cansado, casi cruzó la habitación de un salto para coger la solicitud de la chica de encima de la pila y entregársela a la mujer. Mirando al vacío, cogió el papel y pasó las manos por encima, sin leerlo, tan solo tocándolo. Al poco, sonrió; y su sonrisa se ensanchó. Alzó la mirada hacia Adam. —Miente en todo lo que se puede mentir —declaró alegremente. — ¿No tiene novio, tía ni tío? ¿No necesita el trabajo? Exactamente, ¿en qué miente? Helen hizo un gesto con la mano para hacerle callar, ya que estas cuestiones no eran importantes para ella. —No es lo que parece, no es lo que ella cree ser y no es como tú la ves. Adam tenía que esforzarse por mantener la boca cerrada. Odiaba el modo de hablar enrevesado y críptico de los videntes. ¿Por qué no podía esa mujer decir simplemente lo que quería decir?

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Como siempre, Helen leyó los pensamientos de Adam y, como siempre, la divirtieron. Lo que le gustaba de él era que no tenía miedo de sus facultades. A la mayoría de personas les aterraría que una vidente les leyese sus secretos más profundos, pero Adam estaba intentando averiguar sus propios secretos y los de otras personas, de modo que no la temía. — ¿Quieres decirme a qué te refieres exactamente? —inquirió, fulminándola con la mirada. —Es ella. — ¿Esa criatura desnutrida? ¿La niña Mansfield? Extrañada, Helen echó una ojeada al papel. —Darci T. Monroe, dice. No Mansfield. —Era una broma —dijo Adam, consciente de que no podría explicarla. Helen era capaz de decirte lo que tu abuelo difunto estaba haciendo en un momento dado, pero dudaba de si había visto un show de televisión o una película en toda su vida. Cogiendo la solicitud de la mano de Helen, la examinó, intentando recordar todo lo que podía de la escuálida chica que había estado sentada delante de él unos minutos antes. Había visto a cientos de mujeres durante el día, y todas se le mezclaban en la mente. Pequeña, delicada, toda su persona destilaba un aire de pobreza. Pese a ello, era una chiquilla bonita, como un pajarillo. Un jilguero, pensó, recordando el pelo rubio que le caía sin gracia sobre los hombros de su traje barato. Llevaba sandalias, sin medias, y recordó haber pensado que sus pies eran pequeños como los de una niña. —No estoy muy seguro —continuó mirando a Helen, pero ella tenía en su cara esa «mirada», que significaba que estaba empezando a entrar en trance mientras observaba fijamente algún objeto. —Bien —dijo suspirando—. ¡Terminemos! ¿Qué ves?

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—Ella te va a ayudar. Adam esperó a que la mujer prosiguiese, pero entonces vio que aparecía una sonrisa en sus labios. ¡Que Dios me ayude!, pensó. Había humor en su clarividencia. La mujer estaba viendo algo que la divertía. Según su experiencia, ello podía ser algo tan bueno como ganar la lotería o algo tan malo como quedar atrapado por una ventisca de nieve durante tres días. Mientras todo el mundo sobreviviese, Helen encontraba divertidas estas experiencias terribles. De hecho, cualquier desgracia a la que uno sobreviviese le encantaba. En verdad, ¿quién necesita ir al cine o ver la televisión si le pasan estas imágenes por la cabeza? — ¿Es esto todo cuanto vas a decir? —profirió Adam, cuya boca formaba una línea recta. —Sí —contestó Helen, mostrándole una de sus escasas sonrisas auténticas—. Tiene hambre. Dale comida y te ayudará. Vámonos, es hora de que vuelva a mi trabajo —dijo ella, que pasaba cada tarde en trance, mirando las vidas y el futuro de sus clientes. Le preocupaba lo que había dicho, por lo que Adam se inquietó al ver que iba a salir. — ¿Estás segura de que ella puede hacerlo? ¿Lo hará? Helen se detuvo en la puerta, y cuando le miró, su rostro estaba serio. —El futuro está por hacer. Tal como está ahora, podrías fallar o hacerlo bien. No podrás ver el resultado hasta que estés con esta niña Mansfield y... —Monroe —puntualizó. Helen esbozó una sonrisa. —Recuerda, no debes tocarla. — ¿Qué? —replicó Adam horrorizado—. ¿Tocarla? ¿Te parezco desesperado? ¿Esa pobre chica? Seguramente se ha criado en la cabaña de un aparcero. ¿Cuál era esa universidad a la que ha ido? ¿Mann's algo, o algo parecido? ¡Tocarla! De verdad, preferiría...

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Dejó de hablar porque Helen había salido de la habitación, cerrando la puerta tras de sí, pero su risa quedó flotando en el ambiente. Nunca antes la había oído reír. — ¡Odio a los videntes! —murmuró Adam cuando estuvo solo; entonces volvió a ojear la solicitud. «Me pregunto a qué corresponde la T», pensó, moviendo la cabeza consternado. Hoy, cada vez que una preciosidad de piernas largas de Dakota del Sur, o de donde fuese, había entrado, el corazón de Adam casi le había dado un vuelco. Si ella era «la chica», tendría que pasar día y noche con ella, compartir comidas, compartir lo que podría ser una aventura, compartir... Pero en cada ocasión, cuando la belleza ya había salido de la habitación, miraba a Helen y esta, con expresión burlona, ya que había visto cada una de sus fantasías lascivas, negaba con la cabeza. No, esa preciosidad no era «ella». « ¡Pero justamente esta!», pensó Adam. Esta Darci T. Monroe —que no era familia de la otra— no parecía lo bastante fuerte para ayudarle a hacer nada. Tal vez era verdad que físicamente fuese adecuada —eso podía creerlo—, pero ¿cómo podría...? «Al diablo con todo», se dijo. Cogió el teléfono y llamó al número que aparecía en la solicitud. Mientras el teléfono sonaba, pensó: «Todavía me quedan dos semanas. Tal vez otra chica que tenga la calificación adecuada aparezca», se decía cuando respondió la voz de una mujer.

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2 El Grove de Camwell, Connecticut, era el lugar más hermoso que Darci había visto en toda su vida. El establecimiento y sus tierras habían sido en otro tiempo la finca de un rico propietario. «Como el monte Vernon de George Washington», pensó al verlo por primera vez. La casa principal, con su amplio porche y numerosas ventanas, había sido construida en 1727. Dentro, los suelos eran de anchas tablas de roble, y a la izquierda, el hall de entrada, donde se registró en un pequeño y bonito mostrador, era una sala espaciosa con sillas demasiado abultadas y mullidas y dos sofás, ambos colocados frente a una enorme chimenea de piedra. —Es precioso —le dijo al joven que le llevaba la pequeña maleta. —Estarán en la casa de invitados Cardinal, usted y el señor Montgomery —le indicó el muchacho mientras la miraba de pies a cabeza. — ¿Oh? —preguntó—. ¿El señor Montgomery viene a menudo? —Nunca había estado aquí, que yo sepa —respondió el joven mientras avanzaba hacia la casa principal y desde detrás de ella. Cuando Darci vio toda la zona, con senderos bordeados por flores que conducían a varias casitas, casi escondidas tras los árboles, sonrió. —Dependencias —dijo. —Exacto —corroboró el muchacho, sonriéndole—. Pocas personas conocen esta palabra. ¿Le gusta la historia? —Me gustan muchas cosas —dijo Darci—. ¿Ha llegado ya el señor Montgomery? —Se registró hace ya unas horas —respondió mientras tomaba el sendero de la izquierda— . Todas las casas de huéspedes tienen nombres de pájaros, pero, entre usted y yo, la suya antes era la casa de hielo. No debería contárselo, pero... —su voz bajó de tono—. Mire 27


debajo de la cama. Hay una trampilla que da a un sótano. Antes se guardaba hielo ahí abajo. — ¿Hay un riachuelo, también? ¿Algo para mantener el hielo frío? —Antes sí, pero no creo que exista todavía —explicó—. Aquí está. Abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró en la casita. Era una versión en pequeño de la casa grande, con dos habitaciones, dos baños, una cocina pequeña pero completamente equipada y una sala de estar encantadora. Los muebles eran una mezcla de elementos antiguos y modernos, pero todo estaba muy bien conservado y la decoración era exquisita. —Es precioso —declaró Darci con voz suave—. Debe de encantarle trabajar aquí. —Sirve para pagar las facturas —respondió—. ¿Qué habitación desea? —Oh... No lo sé. La que está vacía, supongo —dijo, y vio como el joven sonreía un poco antes de volverse hacia la habitación de la derecha. Darci suspiró. Darci lo sabía todo sobre pueblos pequeños, de modo que estaba segura de que muy pronto todo el mundo en la pequeña población de Camwell sabría que ella y su nuevo jefe no tenían una cita sexual. «Lástima», pensó, porque le habría gustado que la gente pensase que hacía algo erótico. El muchacho soltó su bolsa sobre un pequeño taburete que había junto a los pies de la cama, luego se giró hacia ella, esperando. Ella tardó unos momentos en comprender que esperaba una propina. Lentamente, abrió su bolso, sacó dos monedas de cuarto de dólar y se las tendió. Por un momento, el chico se quedó mirando las monedas de su mano, pasmado; luego la volvió a mirar y sonrió. —Muchas gracias—dijo, y pareció muy divertido por algo. 28


Cuando estuvo sola en la casa de huéspedes, Darci se sentó en la cama. « ¿Y ahora qué?», pensó. Como las dos últimas semanas habían sido las más extrañas de su vida, no sabía muy bien qué esperar a partir de entonces. Su tía Thelma había sido la primera que le había dicho que había conseguido el trabajo, ya que había sido ella la que había cogido el teléfono. « ¿Qué han dicho?», se interesó Darci», « ¿Cuándo empiezo a trabajar? ¿Dónde?» La tía Thelma no sabía nada de eso. Solo pensaba en el placer que iba a sentir cuando anunciase «Ya te lo dije» a su marido. Pero cuando el tío Vern llegó, su única preocupación fue calcular cuánto iba a cobrar a Darci por la habitación y la comida, por el privilegio de estar con ellos. Sin embargo, Darci no oyó una palabra de la discusión que se entabló en referencia a ella. Todo lo que sentía era una sensación de satisfacción, porque su presentimiento de que todo iba a ir bien se había hecho realidad. Sin embargo, en las dos semanas siguientes, lo único que supo del hombre con el que había hablado tan brevemente fue que le pidió su número de seguridad social y otros datos pertinentes, necesarios para poder enviarle el primer cheque del sueldo por adelantado. Cuando hubieron pasado dos semanas y Darci no había tenido más noticias de él, el tío Vern empezó a decir que él ya sabía que el trabajo era un truco para chicas como ella. — ¿Qué significa esto? —atajó la tía Thelma. Desde que la hija de su hermana había conseguido un trabajo de cien mil dólares al año, le parecía que su lugar en la vida había ascendido, de modo que ahora se oponía con más firmeza a su marido. — ¿Qué significa «chicas como ella», Vernon? —había preguntado Thelma, con los labios rígidos. El tío Vern había replicado: —De tal palo, tal astilla. 29


Entonces, Darci salió de la habitación. Finalmente, llegó un sobre que contenía una carta y un cheque por más dinero del que Darci había visto en su vida. Y precisamente en aquel momento, el tío Vern comprendió que realmente había algo de Jerlene Monroe en Darci, aunque no el rasgo que él creía que había heredado. En el preciso instante en que Vernon vio el cheque, sugirió ingresarlo en su propia cuenta bancaria. —Así tendrás más intereses —explicó el tío Vern con una voz que destilaba sinceridad. —Verás, tío Vern —propuso Darci con una sonrisa—. ¿Por qué no abro una cuenta y tú depositas tu dinero en mi cuenta? Vernon estuvo farfullando un buen rato, y Darci tuvo que oír muchas palabras dirigidas a ella, pero ya estaba acostumbrada. Si no tuviese necesidad del dinero, una necesidad que determinaba todo el curso de su vida, estaría más que encantada en compartir su buena fortuna con él. Pero no podía regalar ni un penique a nadie. —Ya sabes que Darci tiene deudas —había dicho la tía Thelma, pero Darci notaba que a su tía tampoco le gustaba mucho que su sobrina se quedase todo el dinero para ella. Además, Darci sabía perfectamente que ninguno de sus parientes, de sangre o por matrimonio, pensaba que la «deuda» de Darci fuese la carga tan terrible que ella pretendía. Al final, Darci les dijo que iba a considerar seriamente la petición del tío Vern y que les daría una respuesta al día siguiente. Lo que no les dijo era que la carta adjunta al cheque era de un tal Adam Montgomery, quien Darci supuso sería el hombre al que había conocido en la entrevista y que ahora era su jefe. La carta le indicaba el día y la hora en que le iban a enviar un coche que la llevaría al Grove, en Camwell, Connecticut. También había un número de teléfono, pero cuando Darci llamó, le salió un contestador automático. Dejó un mensaje en el que pedía que el coche no la recogiese en el apartamento de su tío, sino dieciséis bloques más allá, en una zona mucho más bonita de Nueva York. La mañana del día en el que iba a empezar en su nuevo trabajo, Darci había empaquetado todas sus pertenencias en una vieja maleta y la había llevado a lo largo de las dieciséis manzanas hasta el lugar donde debían recogerla. Como el coche no llegaría hasta las dos de 30


la tarde, permaneció allí toda la mañana y parte de la tarde, tan preocupada por si perdía el coche que solo abandonó la esquina para comprar una tostada de pan integral con atún y regresar corriendo. Un Lincoln negro, con asientos de piel color canela, la recogió a las dos en punto. Durante todo el trayecto a Connecticut, Darci estuvo sentada en el borde del asiento de atrás y no paró de hacer preguntas al conductor. Para cuando llegaron a la remota zona del norte de Connecticut, donde se encontraba la población de Camwell, sabía más de él que sus dos últimas esposas. Así que allí estaba, pero Adam Montgomery no se veía por ningún lado. Estaba demasiado llena de energía para permanecer en la casa de huéspedes y deshacer su maleta. Además, ello solo le llevaría cinco minutos. Prefirió ir a explorar. Y el primer lugar que planeó explorar fue la otra habitación. Esa habitación era un poco más grande que la suya; había dos camas de matrimonio. Pasó la mano por encima de una colcha y se preguntó qué cama usaba; luego fue al baño. Estaba lleno de ropa. En Nueva Inglaterra era otoño, y el guardarropa del baño del señor Montgomery parecía como si lo hubiesen hecho para esa estación y ese lugar. Cuando pasó la mano por encima de una de sus camisas de pana no pudo evitar ver que la única etiqueta del interior llevaba sus iniciales. En otras palabras, era ropa hecha a medida para él. Pantalones de franela, de pana, prendas de lana y camisas de algodón de una suavidad imposible. En el suelo del baño había seis pares de zapatos, todos ellos con las hormas en su interior. —Imagina... —se dijo Darci en voz alta—. Seis pares de zapatos. Fisgoneó en los cajones de la habitación, y luego volvió al baño y lo escudriñó todo. Abrió cada uno de los frascos, olió su contenido y palpó todos los objetos. Al salir de su habitación, habría podido reconocerle solamente por su olor, si hubiese tenido que hacerlo. Ahora el problema era: ¿dónde estaba? A las seis de la tarde volvió al edificio principal del hotel y merodeó por todas las habitaciones que no estaban cerradas. Saludó al personal de la cocina y les preguntó cómo se llamaban. Se presentó al personal de administración, y estos dejaron que explorase el sótano de la casa. A las ocho volvió a salir, cogiendo la 31


chaqueta de su traje porque hacía bastante frío. Volvió a mirar en la casa de huéspedes, pero el señor Montgomery aún no estaba allí, de modo que Darci salió de nuevo. Él tenía una chaqueta de franela en su armario que a ella le hubiese encantado ponerse, pero pensó que eso podría ser excederse, de modo que se abrochó la chaqueta y apretó el paso. En un par de ocasiones se detuvo, cerró los ojos y dejó que su mente se concentrase en la imagen del hombre con el que iba a encontrarse. ¿Dónde estaba? En cuanto oyó a alguien caminando, no en el sendero, sino sobre las hojas secas del suelo, Darci se detuvo e inspiró. Le había encontrado. Sin otro pensamiento, empezó a seguirle. No iba por las aceras del pueblo, sino que andaba de una zona de césped a otra; ella le siguió por todo Camwell durante casi una hora, hasta que por fin habló. — ¿Qué andas buscando? Adam se llevó un susto tremendo al oír su voz tan cerca, pero se recuperó en seguida cuando se dio cuenta de quién era. Ella estaba de pie bajo una farola, llevaba el mismo traje fino y gastado con que la había visto por primera vez, y parecía tan frágil que pensó que si estornudaba, seguramente saldría volando hacia atrás. — ¿Por qué no estás en el hotel? —Quería encontrarte y preguntarte qué es lo que quieres que haga. En mi trabajo, claro — respondió ella sonriendo. Tenía un aspecto impresionante, pensó ella. Llevaba una chaqueta de cuero a la moda sobre un suéter Aran, y sus tejanos eran de un desteñido perfecto. —Pensaba hablar contigo sobre el trabajo en cuanto te viese —se justificó él con voz irritada. — ¿Y qué estabas haciendo aquí fuera?

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Adam estuvo a punto de decirle que eso no era asunto suyo, pero si tenía que pasar un tiempo con ella, no quería hacerla enfadar. De hecho, sería mejor cogerla por su lado bueno. Forzó una sonrisa. —Te lo contaré todo a su debido tiempo. —Si buscas sexo en el pueblo, yo estaría dispuesta —dijo Darci, y luego pestañeó. Por un momento, Adam dudó de si la había oído bien, de modo que lo pasó por alto. Luego, después de mirarla bien como apretaba sus brazos contra su cuerpo para conservar el calor, la idea de intimidad con esta muchacha temblorosa de pronto le pareció muy divertida. No podía contener la risa. Y mientras se reía, su irritación se desvaneció. Aquello de lo que carecía en otros aspectos, obviamente lo compensaba con un buen sentido del humor, pensó. —Vamos —dijo cordialmente—, hay un restaurante en esta calle. Vamos a tomar algo para que te calientes. Al cabo de unos minutos se encontraban en una cafetería muy iluminada, y él la condujo hacia un reservado. La camarera, una mujer alta y delgada con uniforme azul y un pequeño delantal blanco, les preguntó qué querían. — ¿Café? —propuso Adam a Darci, y ella asintió. — ¿Quieren comer algo? —preguntó la camarera en tono aburrido. —No —dijo Adam, y luego miró al otro lado de la mesa—. Bueno, podría traernos dos raciones de tarta, de manzana si tiene. —Esto es Nueva Inglaterra, y estamos en octubre, ¿y usted me pregunta si tenemos tarta de manzana? —espetó la camarera, y se fue riendo entre dientes. Adam se volvió hacia Darci.

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—Gracias, hacía tiempo que no me reía tan a gusto. La camarera puso dos grandes tazones verdes delante de cada uno y los llenó de café. Adam sorbió su café mientras miraba cómo Darci añadía tres cucharadas de azúcar en el suyo y luego añadía cuatro tacitas de nata. Cuando el café estuvo a su gusto, lo tomó a grandes sorbos y luego sostuvo el tazón entre las manos para calentarlas. —Me alegro de ser de ayuda —respondió ella, mirándole con sus grandes ojos—. Y bien ¿qué es lo que estabas buscando esta noche? Cuando la camarera puso dos grandes pedazos de tarta delante de ellos, Darci empezó a comer el suyo, pero eso no le impidió mirar a Adam de forma inquisitiva. — ¿Cómo me encontraste? —se interesó él, eludiendo su pregunta. —Apliqué mi Persuasión Verdadera sobre ti. —Ah —dijo, mientras sus labios dibujaban una sonrisa—. ¿Y eso qué es? —Si piensas en algo con suficiente intensidad, puedes hacer que suceda. Simplemente pensé intensamente que vinieses cerca de donde yo estaba, y viniste. —Ya veo —asintió Adam ensanchando su sonrisa. —Así pues, ¿qué andabas buscando? —En realidad, todavía no te lo puedo contar —se excusó, sonriendo en lo que esperaba tuviese un aire paterno—. Por lo menos no hay motivo para contártelo aún. — ¿Vas a comerte tu tarta? —quiso saber ella. Todavía sonriendo, empujó su plato intacto hacia ella.

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—Quieres que trabaje para ti, pero no quieres que sepa qué es lo que haces. Por lo menos aún no. ¿Qué tiene que pasar antes de que puedas contármelo? ¿Un terremoto? ¿Un huracán? ¿Que Microsoft compre China? Él soltó una risita. —Muy divertido. No tiene que suceder nada. Simplemente, primero debo averiguar algo; luego te lo podré contar. — ¡Ah! Entiendo —aceptó ella. — ¿Sabes qué? —le espetó, sintiéndose más molesto de lo que hubiese querido. ¿Por qué esta chiquilla no le dejaba en paz? —El héroe de la historia. Primero debes encontrar el tesoro, luego te alzas sobre este y te golpeas el pecho en señal de victoria mientras la heroína se desvanece a tus pies. —Tú ganas... —por un momento, Adam no pudo hacer más que parpadear. Normalmente las mujeres no le hablaban de esta forma. Normalmente las mujeres... bien, las mujeres nunca habían sido un problema en su vida. Obligándose a relajarse, le sonrió—. Bien, supongo que tendrás que saberlo tarde o temprano. Poniéndose de pie, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie que estuviese cerca de su reservado podía oírles. Cuando lo hubo comprobado, volvió a sentarse, se inclinó hacia ella y le contó en voz baja: —En este pueblo hay un grupo de brujas, y estoy intentando averiguar dónde se reúnen. Pausadamente, Darci siguió sorbiendo su café. El hecho de que no reaccionara le molestó. En sus ojos no había ni un atisbo de interés. — ¿Has preguntado a alguien dónde están?

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— ¿No has oído lo que he dicho? Se trata de un grupo de brujas, se trata del mal. Y este grupo es especialmente maléfico. Un aquelarre no es exactamente una ceremonia que se celebre en campo abierto. —Pero este es un pueblo pequeño —insistió Darci mientras limpiaba el plato con el tenedor. Se había comido las dos raciones de tarta. — ¿Y qué tiene que ver el tamaño del pueblo con lo que sea? —Mi experiencia me ha enseñado que en un pueblo pequeño nadie puede guardar un secreto acerca de nada. Si quisiese saber qué ha estado haciendo mi madre, no es que lo haya hecho nunca, cuidado, pero podría llamar a cualquiera de Putnam de más de siete años y lo sabría. —Recuérdame que nunca debo ir a ese pueblo tuyo. Sin embargo, dudo mucho que en tu pueblo llegue a suceder algo que alcance el nivel de maldad de este aquelarre. —Bueno, hubo... Antes de que Darci pudiese acabar la frase, la camarera dejó caer la nota sobre la mesa. — ¿Algo más? —les preguntó mirando los dos platos bien limpios que Darci tenía delante— . Nos queda una porción de tarta de cerezas. A Darci se le iluminaron los ojos. —Oh, eso sería... —De hecho, tenemos que irnos —la cortó Adam, mientras le daba a la camarera unos billetes. — ¿Hay algún grupo de brujas por aquí? —preguntó Darci, sin ver la mirada asustada de Adam. —Claro, hay uno importante en el Grove. 36


— ¿Quiere decir en el sitio donde nos alojamos? —Sí, ustedes se alojan en la casa Cardinal, ¿no? Salgan por la puerta de atrás, giren a la izquierda y sigan el sendero que va a las dependencias de los esclavos. No hay pérdida. —Me cuesta creer... —comenzó Adam. — ¿Es un aquelarre realmente maligno? —indagó Darci. —Discúlpela, no... La camarera hizo como si Adam no hubiese hablado. —Es realmente terrible. En los últimos cuatro años ya han desaparecido cuatro personas en esa zona —ninguna de ellas del pueblo, claro—. Todos estamos convencidos de que se traen entre manos algún asunto sangriento ahí abajo, en los túneles. Pero el sheriff se rió de esto. Su repugnante cuñada es la propietaria de la casa y todo el mundo sabe que está implicada en estos sucesos. Escuchad, id con cuidado, porque estamos a finales de año y seguramente querrán que sean cinco los forasteros desaparecidos en lugar de cuatro. Así pues, buenas noches. Espero volveros a ver. ¡Ja, ja! Solo bromeaba —añadió antes de coger el dinero e irse. Cuando Darci se giró hacia Adam, vio que estaba reclinado contra el banco mirándola fijamente con la boca abierta, atónito. Pero se recuperó en seguida. — ¿Lista para salir? —le preguntó, y Darci notó que estaba furioso con ella. Una vez fuera, andaba tan deprisa, con unas zancadas tan largas, que ella tenía que correr para mantenerse a su altura. — ¿Vas a despedirme? —le preguntó. — ¡Debería hacerlo! —le soltó—. Quería que nadie supiese por qué estábamos aquí, pero tú... Tú... —movió las manos con un gesto de impotencia, como si no se le ocurriese nada lo bastante horrible para describir lo que ella acababa de hacer. 37


—Pero todo el mundo se hubiese enterado de todos modos —repuso Darci, que todavía corría a su lado—. La mujer sabía que nos alojábamos en el Grove, ¿no? Incluso sabía el nombre de nuestra casa de huéspedes. —Es evidente que no te lo tomas en serio. —Querías saber dónde se iba a celebrar el aquelarre, y yo lo he averiguado por ti. ¿Qué otra cosa se supone que un ayudante personal debe hacer, sino prestar ayuda cuando la necesitan? Pero lo cierto es que no sé lo que se pretende de mí y, hablando de esto, ¿por qué me contrataste? Salvo porque eres la respuesta a mis plegarias, así que tal vez... ¡Oh, gracias! —exclamó ella cuando él le abrió la puerta de la casa. Ya dentro, se volvió hacia él y esperó. —No tengo ni idea de cuál de estas preguntas tengo que responder primero —señaló el hombre fríamente. — ¿Quieres seguir el camino e ir a ver a las brujas ahora? —le sugirió, con una nota de entusiasmo en su voz. —No. No quiero. De hecho, tal vez nunca quiera que vayas conmigo. Tal vez... —dejó la frase en suspenso y le dio la espalda. —Tal vez ¿qué? —le instó a continuar con voz tenue. —Nada —respondió y fingió un bostezo—. Es tarde y estoy cansado. Y mañana tengo que... —se calló y la examinó. Darci esperaba, sin pronunciar una sola palabra, porque deseaba que le contase aquello que ella intuía que le estaba ocultando. Pero Adam no iba a decirle más de lo que debía antes del momento en que tuviera que hacerlo.

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—Bien —dijo lentamente, y entonces recordó que ella le había hecho reír aquella noche—. Buenas noches, señorita Mansfield. Al ver que no le reía su broma, pensó que no la había entendido. — ¿Monroe? ¿Mansfield? —dijo—. ¿Lo coges? Marilyn. Jayne. —Lo he cogido a la primera. Lo oí por primera vez a los cuatro años —indicó Darci con seriedad—. ¿Qué es lo que escondes, exactamente? Adam suspiró, porque la broma no había surtido efecto y porque ella era tan condenadamente intuitiva. —Hablaremos mañana, de momento creo que deberíamos dormir. Buenas noches, señorita Monroe. —Buenas noches, señor Montgomery —respondió en voz alta cuando él le dio la espalda. Al instante, Adam se volvió hacia ella, y por un momento parecía que iba a decir algo, pero como si no se le ocurriese nada más que añadir, se giró, entró en su habitación y cerró la puerta. Darci también se fue a su habitación, y al cabo de diez minutos ya estaba en la cama y dormida. Pero la despertó el ruido de una puerta que se abría y se cerraba. Miró el reloj que había junto a la cama y vio que eran las tres de la madrugada. ¿Había estado despierto todo ese tiempo el señor Montgomery? Se puso boca arriba, cerró los ojos, y empezó a aplicarle la Persuasión Verdadera para que sintiese sueño. Al cabo de unos momentos, observó que la luz que entraba por debajo de la puerta se había apagado y pudo sentir cómo la placidez reinaba en la casa. Sonriendo, volvió a dormirse.

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3 —Y pues, ¿qué hacemos hoy? —preguntó Darci jovialmente la mañana siguiente. Como llevaba la misma ropa que el día anterior y que el día de la entrevista, Adam frunció el ceño. — ¿Has dormido? No me digas que padeces insomnio, también. —Podría dormir sobre una cama de agujas —declaró sonriendo—. Esto es precioso, ¿no? Desde la ventana, el follaje de Nueva Inglaterra era un mosaico de rojos y naranjas luminosos. Pero Adam nunca había prestado demasiada atención al paisaje. — ¿Por qué llevas este traje tan fino? —le preguntó—. Necesitas una chaqueta, o por lo menos un suéter grueso. —No tengo ninguno —reconoció Darci sin perder la sonrisa—. No te preocupes por mí, no me importa el frío. Mi madre dice que me muevo demasiado para notarlo. Adam abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla. Él vestía pantalones de pana, una camisa de franela y un suéter grueso encima. —Vamos —dijo, mordiéndose los labios para reprimir su comentario sobre la madre de Darci—. ¿Tienes hambre? Vamos a desayunar, y luego al trabajo. —Siempre —aseveró mientras andaba hacia la puerta que él aguantaba abierta para ella—. Siempre tengo hambre. ¿Qué vamos a hacer hoy? Adam no respondió porque todavía no había pensado en un encargo que la mantuviese ocupada mientras él hacía lo que tenía que hacer. Pero antes que nada, pensó mientras observaba el azote del viento de otoño sobre la fina ropa de ella, necesitaba ropa de abrigo. 40


Durante el desayuno en el soleado y acogedor comedor del Grove, ella comió el doble que él. Pero lo que más le sorprendió es que parecía que era amiga de toda la gente del hotel, tanto del personal como de los huéspedes. —Gracias, Allison —le dijo a la chica que le sirvió el café. —Gracias, Ray —le dijo al joven que les puso los platos delante. — ¿Cómo va tu espalda esta mañana, Dobbs? —preguntó al comensal de la mesa de al lado. — ¿Les has contado a todos para qué estamos aquí? —inquirió tranquilamente Adam mientras intentaba coger otro panecillo de la cesta que había en el centro de la mesa. Pero Darci se había comido todo el pan, más una tortilla de cuatro huevos y tres salchichas. —No he tenido tiempo de hacerlo —repuso—. No lo supe hasta anoche. Estaba sonriendo, pero Adam no estaba seguro de si bromeaba o no, y eso le preocupaba. ¿Cómo podía imbuirle la seriedad de lo que intentaba llevar a cabo? — ¿Lista para irnos? —le preguntó, y la precedió hasta el hall de entrada. Pero se detuvo en la puerta, por fuera, porque Darci se había detenido para hablar con un hombre que estaba en recepción. Era un hombre muy mayor, con la piel más oscura que la de las cebollas, y sin embargo Darci le sonreía como si fuese el hombre de sus sueños. —Dígame, señorita Darci T. Monroe, ¿qué significa la T? —curioseó el hombre. —Es un nombre pasado de moda —le explicó—, me pusieron el nombre de una estrella del cine mudo, pero seguro que nunca ha oído hablar de ella, Theda Bara. El hombre soltó una carcajada seca. —Era más sexy que cualquiera de las mujeres que vemos hoy en día en el cine.

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Darci se inclinó por encima del mostrador: — ¡Vaya pícaro! —musitó en una voz que casi era un susurro—. ¡Claro, era la época de antes de la censura! El hombre se rió tan fuerte que Adam temió que no fuese a expirar delante de sus propios ojos. Sonriendo, Darci se apartó del mostrador y siguió a Adam hacia fuera. — ¿Siempre haces eso? —le preguntó cuando ya les daba el aire fresco. — ¿Hacer qué? —Flirtear y coquetear —precisó, pero le sonó a mojigatería incluso a sí mismo. Cuando ella le miró, tenía el ceño fruncido. — ¡No lo hago! —replicó—. Tan solo me gusta... —se detuvo y reflexionó un momento—. Me gusta hacer que la gente se sienta bien. Creo que es como un espejo. Si se sienten bien, eso se refleja en mí. ¿No te pasa lo mismo? —No —le espetó Adam mientras se detenía; buscó en su bolsillo, sacó la cartera y le dio tres billetes de cien dólares. —Quiero que entres en esa tienda del otro lado de la calle y te compres una chaqueta —le indicó. Pero en seguida, recordando que para las mujeres modernas pagar ellas mismas es una cuestión de orgullo, añadió—: Puedes descontar el dinero de tu paga. Darci le devolvió los billetes. —No, gracias. Entonces, ¿qué hacemos hoy? — ¿Es por el dinero o tienes otro motivo para no comprarte una chaqueta?

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—No quiero gastar el dinero —manifestó sonriéndole; al momento empezó a tiritar involuntariamente cuando la fría brisa atravesó su fino traje. Él ladeó la cabeza, mirándola atentamente. —Nunca había visto a una mujer a la que no le encantase comprarse ropa. ¿Por qué no cogiste el primer cheque del sueldo y renovaste todo tu vestuario? —Estoy ahorrando para algo —le dijo mientras se volvía y empezaba a andar por la acera—. Vamos a ver si hay una biblioteca en la ciudad. Tal vez podamos encontrar algo sobre historia local. También deberíamos consultar en los periódicos locales y ver qué podemos averiguar sobre las cuatro personas que han desaparecido. Me gustaría saber si son hombres o mujeres. —Mujeres —masculló, pero no dio un paso más—. ¿Para qué ahorras? —Libertad —contestó, se dio la vuelta y caminó hacia atrás, alejándose de él. Adam dio un suspiro. Tal vez era un esnob, pero no podía soportar que le viesen con alguien que vestía de forma tan pobre y tan inadecuada como ella. —De acuerdo —suspiró sosteniendo los billetes en su mano—. Es tuyo. No te lo descontaré de tu salario. Entonces Darci sonrió, avanzó hacia él a un paso sorprendentemente rápido, le cogió el dinero de entre los dedos, cruzó la calle corriendo, esquivando por poco a dos coches, y entró en la tienda de ropa. Adam permaneció inmóvil y sus labios se curvaron hacia la derecha. —No le ha costado mucho vencer su reticencia, ¿verdad? —musitó mientras se dirigía hacia un banco del parque para sentarse y aguardar. Esperaba de verdad que no tardase demasiado. Pero aún no se había sentado cuando Darci ya volvía a cruzar la calle, saltándose el semáforo de un modo que hizo que Adam contuviese la respiración. 43


Llevaba algo que suponía era el suéter más feo que había visto en su vida. Era grueso y seguramente caliente, es cierto, pero parecía como si un niño le hubiese echado un montón de tubos de pintura acrílica encima. Y le venía tan grande que las mangas le caían por debajo de las manos. — ¿Qué es esto? —preguntó. —Un suéter —respondió ella, tirándose de las mangas y luego pasándose las manos por los brazos—. Abriga mucho. —Por favor, dime que no has pagado trescientos dólares por esto. —No, no, claro —le atajó rápidamente Darci—. Veintinueve con noventa y cinco en la tercera rebaja. Más el impuesto de ventas, por supuesto. Ello significa que me quedan 268, 21 para mi cuenta de ahorros. Adam no quería discutir con ella, pero su conciencia no le permitía que alguien que trabajase para él vistiese de forma tan desgarbada, sin mencionar que tendría que estar viendo esa cosa horrible. —Sígueme —le indicó seriamente, conduciéndola hacia la esquina. Cuando el único semáforo de Camwell se puso en verde, cruzó la calle. Darci corrió para seguirle el paso. Adam abrió la puerta de la pequeña tienda. En el escaparate había vestidos, zapatos y botas, todo muy bonito y caro. La dependienta les miró, y en cuanto vio a Adam, vestido con su ropa cara, sonrió cálidamente, pero cuando Darci entró tras él, su expresión se trocó en una mirada de desdén. El modo como vestía Darci, junto con el hecho de que hacía unos momentos había comprado un artículo barato, hizo que la mujer mirara a Darci por encima del hombro. En toda su vida, Adam nunca había visto que nadie le mirase del modo en que esta mujer miraba a Darci, quien, por lo que parecía, no era consciente de la mirada desdeñosa que le lanzaba la dependienta. Con una voz que apenas ocultaba su ira, le tendió una tarjeta Visa Platino y dijo: 44


—Pásela por la máquina. — ¿Perdón? —articuló la mujer, sin apartar la vista de Darci, que estaba ojeando un perchero lleno de blusas. La mujer la observaba como si pensase que Darci iba a robarle algo. —Pase la tarjeta por la máquina y déme la nota —refunfuñó Adam mientras señalaba hacia una pila de tickets que había detrás del mostrador. Esa voz captó toda su atención, y se apresuró a obedecerle. Desconcertada, le dio el ticket impreso, y Adam lo firmó. No aparecía ninguna cantidad en él. Solo su firma. —Ahora vístala desde el interior hasta fuera, y desde los pies hasta la cabeza —le ordenó en voz baja, dirigida solo a sus oídos—. Y quédese con ese espantoso suéter. Si le vende otra prenda como esa, le compraré esta maldita tienda y la quemaré entera (y mejor que no esté usted dentro cuando eso ocurra). ¿Me he explicado? —Sí, señor —masculló sumisamente.

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4 En toda su vida, Adam no había visto a nadie tan contento por algo como Darci con su ropa nueva. Cuando salió de la tienda llevando tres bolsas en cada mano, por poco se le escapa un comentario sarcástico sobre su gran talento para gastar el dinero que no era suyo. Pero la mirada que Adam vio en su cara hizo que contuviera esta observación. Tenía los ojos como platos, llenos de asombro, unos ojos que solo había visto en los niños pequeños la mañana de Navidad. Adam había pasado buena parte de su vida vagando por todo el mundo, y había visto muchas cosas. «Hastiado», le llamaba su prima Elizabeth. «Lo has visto, lo has hecho, y ya te aburre», era la opinión de la familia respecto a su oveja negra. Pero Adam pensaba que nunca había visto nada como la cara de Darci en ese momento. Miraba justo enfrente; parecía como si sus ojos no viesen nada, salvo alguna visión interior que la hacía sublimemente feliz. — ¿Quieres que te lleve estas? —se ofreció, incapaz de borrar la diversión de su voz. Como Darci no respondía, estiró el brazo para cogerle una de las bolsas, pero sus dedos las aferraban tan fuerte que hubiese tenido que rompérselos para soltarlas. —Quizá debería llevarte a ti —pero esa broma tampoco obtuvo respuesta. Todavía miraba fijamente al espacio, con los ojos llenos de asombro. —Vamos —dijo amablemente—. Volvamos al hotel. Es hora de comer. ¿Tienes hambre? Cuando la mención de la comida no provocó ninguna respuesta en ella, Adam agitó la mano delante de su cara. Darci no parpadeó. Por un momento, Adam se planteó la posibilidad de echarse a Darci al hombro y llevarla así; seguramente, las bolsas pesaban más que ella. Pero estaban en plena calle y no quería provocar más chismorreos de los necesarios. Metiéndose las manos en los bolsillos, se volvió hacia la acera y le dio un pequeño empujón para que moviese las piernas; luego dobló la esquina. 46


Cuando el semáforo cambió, Adam tuvo que empujar a Darci algo más fuerte para que empezase a andar, y tuvo que cogerla para que no se cayese cuando tropezó con el bordillo. Había un coche esperando en el semáforo, y la mujer del interior bajó la ventanilla y sacó la cabeza fuera para gritar: — ¿Está bien? —Sí, está bien —dijo Adam—. Ropa nueva —y señaló hacia las seis bolsas de ropa que Darci aferraba como si fuesen su sistema de respiración artificial. —Comprendo —respondió la mujer mientras volvía a meter la cabeza dentro del coche. Y Adam oyó cómo decía—: ¿Por qué tú nunca me compras nada nuevo? Al llegar al otro lado de la calle, Adam no lograba que Darci subiese a la acera, de modo que la cogió por la cintura y la levantó. Estaba acostumbrado a mujeres que pesaban más que Darci, de modo que al levantarla la elevó más de un palmo por encima del bordillo, y su cabeza casi le golpeó en la barbilla. Ya de nuevo en la acera, pudo hacerla girar hacia la entrada que conducía al Grove, pasaba junto a la casa principal y llevaba a su bungalow. Después de cruzar la puerta, Darci se quedó inmóvil. « ¿Qué hago ahora?», pensó Adam. Pese a todo lo que había viajado en su vida, y pese a que había visto mucho mundo, no estaba familiarizado con las situaciones domésticas. ¿Qué hace...? Bueno, ¿qué haría un marido en esta situación? Por otra parte, las mujeres corrientes, ¿actúan de este modo cuando han ido de compras? Absolutamente ninguna. ¿Dónde estaba su ropa? Por curiosidad, se acercó a la cómoda del otro lado de la habitación y abrió un cajón. Dentro había unas bragas de algodón blancas que ya llevaban muchos lavados y un par de calcetines con el talón muy fino, unos tejanos cuidadosamente doblados y una camiseta larga que supuso hacía las veces de camisón para dormir. Adam empezó a fruncir el ceño mientras se dirigía al baño. Sobre la estantería había un cepillo de dientes que por lo menos debía de tener cinco años —las cerdas estaban tan desgastadas que permanecían casi planas sobre el mango— y una 47


caja de bicarbonato de sosa que supuso utilizaba como dentífrico. También había una caja con desodorante que parecía como las que dan gratis en los hoteles. Mientras Adam volvía a la sala de estar, no paraba de refunfuñar. Le había mandado dinero, así que, ¿por qué no se había comprado algo decente para vestir? ¿Por qué no había...? Darci permanecía exactamente donde la había dejado. Moviendo la cabeza en señal de incredulidad, Adam la asió por los hombros y la condujo hacia su habitación. Cuando llegaron a los pies de la cama, empezó a extraer la ropa de las bolsas. Ni siquiera intentó que ella soltara las asas. Mientras sacaba las prendas de cada bolsa se le pasó por la cabeza que él había tenido dinero toda su vida, de modo que estaba acostumbrado a la ropa buena. Nunca había prestado mucha atención a las camisas y a los pantalones nuevos. Pero ¿qué significaba esta ropa para alguien que tenía tan poco? Mientras desempaquetaba sus prendas nuevas, se alegró al ver que eran de la mejor calidad. Que en una población tan pequeña como Camwell hubiese una tienda como aquélla significaba que sus habitantes debían de tener dinero. La cachemira era la fibra predominante en la ropa. Había suaves suéters, faldas de tweed con forro y con bolsillos (una de sus primas decía que una falda no servía de nada si no tenía forro ni bolsillos), y había unos pantalones que a Adam le parecieron demasiado pequeños incluso para un niño. Según se leía en la etiqueta del interior, eran de la talla dos. Había también una chaqueta deportiva azul marino con botones de plata, dos jerseys gruesos («Hecho a mano en Maine», decía en la etiqueta) y una chaqueta de punto lo bastante tupida y pesada para proteger a una orquídea en medio de una tormenta de nieve. Dentro de una bolsa más pequeña había joyas envueltas en una tela. Por supuesto, las joyas no eran de verdad, tan solo eran plata dorada y plata alemana, pero era evidente que las habían elegido para que hiciese juego con la ropa. La bolsa también estaba llena de lo que parecía ropa interior, pero simplemente cerró la bolsa, sin sacar nada de ella. Una vez hubo dejado toda la ropa sobre la cama, se fijó en Darci. Todavía sostenía las asas de las bolsas, con los puños bien apretados, aún mirando fijamente adelante sin ver nada, así que ¿qué debía hacer ahora? 48


Sin pensarlo dos veces, la cogió y la lanzó encima de la cama, sobre su ropa. ¡Eso la despertó! En un segundo saltó fuera de la cama. —Vas a estropearlos, vas a arrugarlos. Vas a... —su voz se desvaneció mientras se inclinaba para acariciar uno de los jerseys de cachemira. Uno era de color violeta intenso, y había una falda escocesa con un motivo que llevaba el mismo color. Mientras Adam contemplaba como ella tocaba la ropa con una reverencia que solo había visto usar con objetos sagrados, se dio cuenta de que estaba un poco molesto. Bien, tal vez no era enfado lo que sentía, sino... bueno, un poco de celos. Al fin y al cabo, era él quien había comprado la ropa, ¿no debería Darci...? — ¿Ya estás lista para comer? —le preguntó, y se enfadó aún más consigo mismo porque su voz había sonado dura y casi enojada. —Oh, sí —declaró ella recobrando el aliento—. Sí, sí, estaré a punto en un minuto. —Bien, claro —convino él mientras salía de la habitación para esperarla en la sala de estar. Diez minutos más tarde apareció, y de nuevo asía las seis bolsas de ropa. Era obvio que había vuelto a poner la ropa dentro de las bolsas. —No vas a devolverlas, ¿no? —inquirió pasmado. — ¡Claro que no! —respondió sonriendo—. Solo voy a enseñarle a todo el mundo del hotel mi ropa nueva, eso es todo. — ¿Qué vas a enseñar...? —empezó, y tuvo que sacudir la cabeza para aclararse—. Ni siquiera conoces a esa gente. ¿Qué les importa si tú, una forastera, ha ido de compras o no? Por un momento, Darci pestañeó, sin poder dar crédito a sus palabras. — ¡Mira que eres raro! —le lanzó; y luego se deslizó fuera, usando las puntas de los dedos para abrir el pomo de la puerta de entrada y sin soltar para nada sus seis bolsas. 49


Durante unos minutos Adam no se movió, pensando si debía seguirla o no. Era una niña, pensó, mientras fruncía el ceño con todo su rostro. Lo que no sabía sobre la gente podría llenar una biblioteca. Pero al cabo de unos minutos, cuando Adam llegó al comedor de la casa principal, permaneció un momento a un lado de la puerta y escuchó. —Y este suéter puede ir con esta falda, también —oyó que decía una mujer. —No me había dado cuenta —respondió Darci—. Usted tiene vista para esto. —A mí, me gusta este collar con esta blusa —comentó otra mujer. — ¡Oh!, esta falda es de mi color favorito —comentó la primera mujer. —Es porque tus ojos son exactamente de este tono azul —dijo una voz de hombre. — ¡Oh, Harry! ¡Vamos! —exclamó la mujer coqueteando. «Hace que todo el mundo se sienta bien, halagando a todos», pensó Adam mientras entraba por la puerta. — ¡Y aquí está el hombre que lo ha hecho! —anunció una mujer alta, de pelo oscuro en cuanto le vio—. ¡Qué gran jefe es usted! ¡Mírenlo! ¡Se ha sonrojado! Adam hubiera querido replicar a lo que parecía ser la población al completo del hotel, personal incluido, que él no se había sonrojado en su vida. Quería informarles de que él era un hombre con un cometido, un cometido altamente secreto, no era un hombre que pudiera sonrojarse por un montón de ropa nueva. Pero Adam no dijo nada de eso, sino que cogió a Darci por el hombro y la empujó hacia la puerta.

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—Vamos a comer fuera —masculló. No obstante, Darci se inclinó hacia atrás sobre sus talones de tal modo que si Adam quería sacarla de la sala, iba a tener que arrastrarla o llevarla a hombros. Al principio pensó que no quería dejar a los otros huéspedes, pero luego comprendió que era su ropa nueva lo que le impedía irse. Una de las mujeres, riendo, dió unas palmadas a Darci en el hombro. —Vete, cariño. Yo cuidaré de que te lleven toda tu ropa a la habitación. Hasta que no oyó esto, Darci no empezó a andar de nuevo para seguir a Adam hasta el hall de entrada. Justo cuando salían, dos mujeres iban a entrar y se detuvieron frente a Darci. Ambas vestían como hombres, con gruesas botas de trabajo, tejanos y abrigos Barbour. — ¿Nos hemos perdido el desfile de moda? —preguntó una de las mujeres, y Adam se preguntó cómo podían saberlo si estaban fuera. — ¡Hola, Lucy y Annette! —las saludó Darci como si esas mujeres fuesen amigas suyas de siempre—. No, mi ropa nueva todavía está ahí dentro. No se hubiese percibido una mayor carga de añoranza en la voz de Darci si hubiese sido una madre en el momento de separarse de su bebé recién nacido. — ¡Ah, bien! —dijo la mujer más baja—. Hemos corrido para llegar y poder verla. Por cierto, quería preguntarte algo: ¿Qué significa la T de tu nombre? —Tennessee —precisó Darci al instante—. Tennessee Clafin, la sufragista. —Y defensora del amor libre —añadió la mujer más alta—. ¡Muy bien, chica! Riendo, las dos mujeres entraron en el hotel, y Darci empezó a caminar de nuevo.

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— ¿Adonde quieres ir a comer? —preguntó, y entonces se detuvo al comprobar que Adam no estaba a su lado. Todavía se encontraba junto a la puerta de entrada. —Así pues, ¿qué significa la T? ¿Theda o Tennessee? —la miraba con los ojos entrecerrados, pero cuando Darci abrió la boca para responder, él levantó la mano—. No, no quiero oírlo, seguramente me darías una tercera respuesta. Dándole la espalda, Darci sonrió. — ¿Quieres ir a la casa de comidas? —le sugirió. —Claro. ¿Por qué no? No creo que haya mucho para elegir en Camwell. —Podíamos habernos quedado en el Grove. — ¿Y que todo el mundo nos devorase con los ojos? No, gracias —repuso él. Cuando él abrió la puerta de cristal del establecimiento para que ella entrara delante, la camarera les saludó: — ¿Otra vez aquí? —No podíamos dejar de venir, Sally —bromeó Darci mientras se dirigía al mismo reservado donde se sentaron la noche anterior. — ¿Cómo sabes su nombre? —le espetó Adam mientras se sentaba frente a la mesa y cogía el menú. —Está en la placa que lleva en el pecho —explicó Darci—. Lo he leído Adam no pudo contener la risa por el modo en como se lo había contestado. —Muy bien, de acuerdo —dijo entregándole el menú, ya que en la mesa solo había uno—. ¿Ves algo que te guste?

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—Todo —respondió Darci sinceramente—. Pero supongo que tomaré el Especial. —Bien. ¿Qué será? —solicitó la camarera mientras ponía dos vasos de agua delante de ellos; a continuación tomó el lápiz y el bloc de notas del bolsillo de su delantal. Adam sabía que el «Especial» era lo más barato del menú, y su experiencia le decía que ese «Especial» significaba que el cocinero quería librarse de ello. — ¿Tienen bistec? ¿Quizá filet mignon? Sally mascaba chicle, y su pelo negro no parecía muy limpio. Además, el negro contrastaba intensamente con la extrema palidez de su piel. No parecía el tipo de persona que practica deportes al aire libre. —No tenemos bistec, pero hay una tienda de comestibles al lado. ¿Quiere que alguien vaya a buscarlos?

Adam miró a Darci. —Un bistec, ¿es demasiada comida para ti? Sin pronunciar una palabra, con la cabeza hizo que no. —Dos de los mejores —pidió Adam—. Con todo lo que tengan para acompañar. ¿Puede hacer un par de patatas en el microondas? — ¿Microondas? —replicó Sally mascando el chicle por un lado de la boca y con aire de aburrida—. No, no necesitamos microondas en Camwell. El cocinero es un mago, utiliza su varita mágica para... La mirada de Adam hizo que cortara la frase, pero se fue riendo. 53


—Así pues, ¿vamos a trabajar esta tarde? —preguntó Darci en cuanto estuvieron solos. —En realidad —respondió Adam mientras volvía a coger el menú y empezaba a leerlo totalmente concentrado—, esta tarde debo hacer algo personal, de modo que puedes empezar a trabajar mañana. Al ver que Darci no decía nada, levantó su mirada hacia ella. — ¿Personal? —se interesó en voz baja, escudriñando sus ojos con los suyos—. Lo que quieres decir es que vas a salir a fisgonear otra vez, por eso quieres que me quede sentada esperándote en la habitación del hotel. —No —respondió Adam lentamente—. Quiero decir que debo ocuparme de un asunto personal, de modo que tienes la tarde libre. Puedes pasar el rato con todos los amigos que has hecho aquí. ¡Ya lo sé! ¿Por qué no vas a la biblioteca e investigas acerca de esas mujeres que han desaparecido? O tal vez puedas encontrar 212 palabras para decir a la gente lo que significa la T de tu nombre. A lo largo de toda su vida, Darci había podido discutir con muchas personas a las que amaba, de modo que no iba a picarse ni a defenderse, ni tan solo a explicarse. —Si todo cuanto quieres que haga es esperar en una habitación de hotel, ¿por qué me contrataste al principio? Adam cogió su vaso de agua y bebió a grandes tragos. Darci le observó entrecerrando los ojos y haciendo suposiciones. — ¿Eres tan amable conmigo porque planeas sacrificarme ante esas brujas? Eso sobresaltó tanto a Adam que tosió y echó el agua encima de Darci. Ella no se movió, pero él cogió un puñado de servilletas del servilletero y se estiró hacia el otro lado de la mesa para secar el agua de su pecho; luego, pensándolo mejor, le tendió el pliego de servilletas. Ella se secó el mentón y tiró las servilletas sobre la mesa.

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—Pasa algo conmigo, ¿verdad? —murmuró con voz casi imperceptible y con los ojos fijos en los de él—. Vas a hacer algo relacionado con la brujería, ¿no? —Lo que yo haga con mi tiempo no es asunto tuyo —afirmó inclinándose tanto hacia ella que sus cabezas casi se tocaron. —Me contrataste como ayudante personal, de modo que si vas a hacer algo personal, voy a ayudarte. —Has acertado en la parte de «contrataste» —replicó, lanzándole una mirada enojada—. Yo te he contratado a ti, lo cual significa que tú vas adonde yo quiero que vayas y cuando quiero. —Vosotros dos, ¿queréis dejarme espacio? —les interrumpió Sally. Estaba de pie al final de la mesa, sosteniendo dos grandes platos y una cesta con la comida. — ¡Qué rápido! —exclamó Adam mientras volvía a sentarse en su asiento. —Tenemos un par de dragones que escupen fuego, ahí dentro. Así todo se hace más rápido. Mientras les ponía los platos delante, Adam echó una mirada seria a Darci para indicarle que era su boca abierta lo que la estaba poniendo en ridículo. Pero los ojos de Darci estaban clavados en la comida. —He puesto raciones dobles —comentó Sally a Adam—. La he visto comer y he pensado que necesitarán raciones extra. Y sé que si pueden gastar lo que han dejado hoy en la tienda de ropa, se lo pueden permitir —tras esto, se alejó de la mesa. —Todo el mundo lo sabe todo acerca de nosotros —murmuró Adam mientras cogía el cuchillo y el tenedor, y para cuando hubo cortado un primer pedazo, Darci ya se había comido la mitad de su plato con el bistec, las patatas, las judías verdes y la ensalada de col. Había también una cesta llena de rebanadas de pan de calabaza, dos tarrinas de mantequilla y una fuente que contenía tarta de arándano y porciones de mantequilla con gelatina de bellota y terrones de azúcar. 55


— ¿Fue por esa optativa, verdad? —articuló Darci con la boca llena. —¿Esa qué? —Esa asignatura optativa en la facultad. Me contrataste por esa asignatura, ¿verdad? Adam la miró parpadeando consternado antes de continuar comiendo. —Sí, claro. Tienes razón. Ese es el motivo por el que te contraté. Era un curso muy interesante. ¿Era...? —se puso un gran pedazo de bistec en la boca y movió la mano para que hablara ella mientras masticaba. —Brujería. —¿Qué? —replicó Adam, pero se obligó a continuar masticando tranquilamente. ¡Iba a asesinar a esa adivina de Helen! ¿Es esto en lo que pensaba cuando dijo que Darci no era lo que parecía?—. ¿Tuviste asignaturas de brujería en la Universidad? No sabía que en la facultad diesen asignaturas como esa. Darci le dirigía una mirada interrogativa. —¿No recuerdas haberlo leído en mi solicitud, verdad? Entonces, si esa no es la razón por la que me contrataste, ¿por qué lo hiciste? —Seguro que fue por tu Persuasión Verdadera —comentó sonriendo. Levantó la mano, estiró los dedos e hizo un movimiento como si fuese un brujo que la estuviese hechizando—. Me persuadiste de que te contratara. Darci no sonreía. —Llamaste antes de que tuviese tiempo de aplicar mi Persuasión Verdadera para conseguir el trabajo. Cuando telefoneaste a mi tía, yo estaba sentada en un banco de un parque comiendo plátanos. ¿Vas a contarme la verdad o no? —¿Qué sabes tú acerca de la verdad? 56


—Sé que no leíste mi solicitud, de modo que debías de tener otro motivo para contratarme. —Por supuesto que leí tu solicitud. Simplemente en este momento había olvidado los detalles, eso es todo. Creo que esta ensalada de col debe de ser la mejor que he probado nunca. ¿Qué opinas? O ¿qué opinabas? —precisó al ver su plato vacío. —Estamos aquí para buscar a un grupo de brujas; buscaste a una ayudante con nociones de brujería, pero «olvidaste» lo que había estudiado. «Lo olvidaste.» «Por un momento.» —¿Y qué es lo que estudiaste de brujería en la facultad? —preguntó con una sonrisa—. Es decir, por correspondencia. ¿Y dónde conseguiste los ojos de tritón, en Putnam? —En la tienda, claro —le soltó sin sonreír. ¿Cuándo empezamos a buscar brujas? —No vas a venir conmigo —insistió Adam, cuya boca formaba una línea recta—. Trabajo solo. —De acuerdo. ¿Y qué harás cuando una bruja te eche un hechizo? —¿Un qué? —preguntó mientras cogía una rebanada de pan de calabaza, luego esperó a que Darci cogiera una. Él la comió sola, mientras Darci extendía una capa de mantequilla en la suya. —Un hechizo que te inmovilice —le explicó—, que te impida escapar. —Eso son bobadas. Nadie en todo el planeta puede hacer eso. —Claro que no. El fracaso constante de la brujería es el motivo por el que su práctica ha proseguido a lo largo de los siglos. Adam empujó un pedazo de tarta de arándanos por su plato. «Tal vez este es el motivo real por el que la vidente me mandó contratarla», pensó, «tal vez ella sabía algo.» La miró de nuevo. —No tienes nada adecuado que ponerte para ir adonde voy. 57


—Bajo la ropa interior llevo unas mallas de lycra negras. Se llaman «traje de gato». Sonriendo, Darci se comió la última rebanada de pan en dos bocados. —¿Crees que tendrán algo de postre, hoy?

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5 —¿Qué tal estoy? —preguntó Darci mientras salía de su habitación vestida con el traje de gato, elástico, negro y de una sola pieza. Adam estaba muy molesto, se sentía manipulado por dos mujeres, primero la vidente, y ahora esta chiquilla. Había pensado en escabullirse de ella, pero no tenía ninguna duda de que haría algo como llamar a la policía local para que le buscasen. Y ya le habían dicho que la policía hacía la vista gorda con lo que sucedía en Camwell. «Mañana voy a enviarla a su casa», pensó. Era el único modo. Más tarde, cuando la necesitase, haría que volviese. Frunciendo el entrecejo exasperado, Adam se volvió para mirar a Darci; al momento se quedó boquiabierto. La ropa con la que la había visto hasta entonces le iba tan grande y tan holgada que no había visto mucho de ella, salvo la ropa. Pero ahora vestía un body y mallas en una sola pieza que se ajustaban perfectamente a su piel. Era curvilínea. No, era muy, muy curvilínea, tenía las caderas redondeadas, un trasero pequeño, la cintura diminuta y unos pechos pequeños y redondeados. —Te pareces a mi prima de diez años —opinó mientras se giraba de nuevo. —¿Prima o primo? —había un espejo grande en el lado interior de la puerta del pequeño ropero de la sala de estar, y ella estaba dando vueltas delante del mismo, contemplándose. «No está mal», pensó ella. No había mucho arriba, pero el resto de ella parecía estar bien colocado. —¿Qué? —preguntó Adam. —Tu pariente de diez años, ¿es niña o niño? —Niña.

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—¿Sabes? Creo que el hijo de los Anderson tiene unos doce años. ¿Crees que yo le gustaría? Adam se rió. —Vamos. Es decir, si puedes dejar de admirarte. —Puedo, si tú puedes —contestó Darci jovialmente, y Adam dio un resoplido en respuesta, mientras le tendía una de sus chaquetas para que se la pusiese sobre el traje de gato. —Si encontramos a alguien, haz como si estuviésemos dando un paseo. Y hazme un favor: no anuncies a nadie adonde vamos. —Como no tengo ni idea, no puedo decírselo a nadie, ¿no es cierto? —respondió mientras salía por delante de él. Luego, una vez fuera, se quedó tras él y le siguió. «Izquierda», le indicó ella al cabo de un momento. —Sally dijo que saliéramos por la puerta de atrás y a continuación girásemos a la izquierda para tomar el sendero. —De acuerdo —aceptó Adam mientras le hacía caso—. Pero es una pena que no sepas adonde vamos. Ella sonrió detrás de él mientras le seguía por el sendero. Hundió su cara en el abrigo, frotando sus mejillas con la suave lana. La chaqueta olía a él. Era el hombre más generoso que había conocido en toda su vida, pensó, mientras recordaba toda aquella ropa preciosa que había comprado para ella. El sendero prácticamente se había borrado bajo la gruesa capa de hojas multicolores caídas de las altas copas de los árboles. Después de caminar durante unos minutos, Adam se detuvo ante una fila de edificios bajos que habían sido restaurados. —Las dependencias de los esclavos... —susurró Darci, y ella en seguida se calló a la señal de los ojos de Adam.

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Él no dijo nada, pero hizo un gesto con la mano. Darci sabía que significaba que debía quedarse donde estaba mientras él entraba en una de las cabañas. Pasados tres minutos, aún no había salido y Darci entró a buscarle. Tuvo el tiempo justo para ver cómo el pie de Adam desaparecía detrás de una puerta oculta. «Si le hubiese obedecido, habría ido solo», pensó. Cruzó la puerta y se deslizó hacia la oscuridad que había detrás de él. Adam llevaba una linterna, un aparato diminuto que iluminaba las escaleras que bajaban hacia la oscuridad. Al pie de las escaleras, movió la luz a su alrededor. Ante ellos se abría un túnel excavado en la negra tierra de Connecticut, que contenía miles de rocas, algunas de las cuales sobresalían de la pared. A cada metro aproximadamente, el túnel estaba apuntalado con sólidas vigas y postes. El túnel giraba hacia la derecha un metro más adelante, de modo que no podían ver mucho más allá de donde estaban. —Quítate el abrigo —susurró él—, quizá tengas que moverte rápido y te estorbará. Ella se quitó su cálido abrigo y se lo tendió, y él lo escondió junto con el suyo bajo las escaleras de madera. Adam empezó a avanzar por el túnel, seguido de cerca por Darci. Ella no quería admitir que todo aquello la ponía nerviosa. Lo que deseaba hacer era bailar y cantar en voz alta, lo que fuese para romper ese silencio amenazador. Intentó con todas sus fuerzas pensar en los hombres y mujeres, probablemente esclavos, que habían excavado ese túnel en una tierra llena de rocas. —Excavaban un paso hacia la libertad —susurró a Adam—. ¿Qué crees que usaban para cavar? ¿Conchas de almejas? ¿O lo hacían con sus manos desnudas? —¡Silencio! —le dijo por encima del hombro. Mientras observaba las paredes, Darci estaba segura de oír ratones correteando por ahí. O tal vez eran ratas. Todas las historias de Edgar Allan Poe le venían a la mente. Seguía a Adam tan de cerca que su nariz continuamente chocaba con su espalda.

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—No —susurró intentando distraerse—. Estoy segura de que usaron las cadenas para excavar y abrirse camino hacia la libertad de sus almas. Adam se paró y se volvió hacia ella. Darci pudo ver entonces el destello de su mirada enfurecida, que la instaba a guardar silencio. Darci se asió al cinturón de Adam y su silencio duró unos dos minutos. Cuando el túnel empezó a ensancharse, ella empezó a hacer conjeturas sobre su uso actual. —Tal vez es obra de las brujas. Deben de haber trabajado de noche, bajo una cobertura demasiado secreta incluso para las linternas, mientras excavaban este túnel con hachas y azuelas. De pronto, Adam paró en seco, haciendo que Darci chocara contra su espalda. —¡Oh! —se quejó, frotándose la nariz. Ahora había luz a su alrededor, no la suficiente para leer, pero sí para ver el rostro de Adam. —¡No te muevas! —le ordenó—. Y no digas una palabra. Darci asintió, pero dio un paso. Adam se detuvo de nuevo —¿Quieres que busque una de esas cadenas de los esclavos y un gancho? —le susurró. Ella no quería que hiciese nada de eso, pero una vez su primo Virgil había... Darci hizo que sí con la cabeza y se quedó mirando atentamente cómo desaparecía detrás de la curva del túnel. Seguramente solo desapareció unos segundos, pero a Darci le parecieron una eternidad. Cuando por fin volvió por el recodo, le sonreía de un modo extraño. —¿Qué? —le preguntó ella frotándose la nariz.

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Conservando aún esa rara sonrisa, Adam le dejó paso para que avanzase por el túnel delante de él. Había apagado su linterna, pero ahora había bastante luz para ver el camino. Unos diez metros más adelante, el túnel se abría a una gran sala subterránea rodeada de luces eléctricas y a un lado había una de esas pequeñas excavadoras que todos los parientes masculinos (y algunos femeninos) de Darci querían apasionadamente: una mini excavadora. Ni conchas de almeja ni cadenas, se habían usado para excavar el túnel, sino que se había abierto con una máquina moderna. Miró alrededor de la gran sala vacía. No había sillas ni muebles, solo la miniexcavadora y algo muy curioso: apoyadas en la pared de enfrente había un par de máquinas expendedoras. En la pared más lejana había tres agujeros negros, tres puertas que daban a otras galerías subterráneas. Ahora Darci sí entendía su extraña mirada. No era más que una sonrisa de satisfacción y una mirada burlona a una chica tonta. Una mirada que decidió pasar por alto. Pero también pudo ver cómo Adam estaba tan impresionado como ella por el tamaño del grupo de brujas. Que se hubiese podido excavar una sala de esas dimensiones, sacando los escombros a alguna parte, significaba que había muchas, muchas personas implicadas en ello. De nuevo, Darci hubiese querido escapar, pero se obligó a sí misma a fingir que era valiente. No iba a hacer o a decir nada que pudiese provocar que Adam la despachase. Con su propia sonrisa y un aire temerario en sus hombros, Darci se dirigió hacia las máquinas expendedoras. —¿Tienes cambio? —No, no tengo —respondió, y se interrumpió porque los dos habían oído un ruido. Darci estaba frente a una de las máquinas, pero al segundo siguiente le habían dado un tirón que la había colocado en una posición resguardada detrás de la mini excavadora. Adam había envuelto su cuerpo con el suyo para protegerla. Tenía la espalda apretada contra su pecho, y no podía pensar más que en cómo el corazón de él latía contra su 63


espalda. Durante un instante cerró los ojos y pensó que si muriese en ese preciso momento, moriría feliz. Pero muy pronto vieron a un gato negro que merodeaba por la sala, observaba a su alrededor y se volvía por donde ellos habían entrado. Darci notó cómo el cuerpo de Adam se relajaba, y supo que ese momento de contacto físico íntimo estaba a punto de terminar. Pero antes de que él apartase los brazos de su alrededor, ella se levantó. —Nunca había estado tan asustada en mi vida —admitió mientras se balanceaba sobre sus pies y se ponía el dorso de la mano en la frente. —Me siento tan... Oh, Dios mío —exclamó, y sus rodillas se doblaron. Pero Adam dio un paso justo cuando Darci se caía —con lo cual cayó sobre su espalda. —Normalmente, la gente antes de desmayarse se queda blanca —dijo Adam examinándola—. No se pone colorada de emoción. —Intentaré recordarlo —respondió mientras se frotaba por detrás, evitando mirar a Adam. No quería ver otra vez esa mirada burlona. Cuando Darci se levantó, vio que Adam estaba examinando las tres aberturas que daban a los otros túneles. Como un explorador que buscase su pelotón, tenía una rodilla en el suelo y la otra aguantaba su codo mientras examinaba el suelo en busca de huellas y señales que pudiesen indicarle por dónde debía seguir. Para encontrar lo que fuese que andaba buscando, pensó Darci haciendo una mueca, ya que él no le había dicho nada. Aún, pensó ella. No le había dicho nada aún. De nuevo se dirigió hacia las máquinas expendedoras. El temor, la actividad y la proximidad de Adam se habían unido para hacer que se sintiese muy hambrienta. De hecho, pensó que si no tomaba algo de chocolate y lo tomaba ahora, se moriría. —¿Seguro que no tienes cambio?

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—¿Eres capaz de pasar diez minutos sin comer? —replicó Adam, sin mirarla desde el suelo del túnel. Ahora estaba estudiando la segunda abertura. Darci desvió la mirada de él a la máquina expendedora y de nuevo a él. Sabía que fuera era de día, y ¿qué bruja que se respetase actuaba de día? Por supuesto, Adam lo sabía también, o si no no estaría fisgoneando por allí ahora. Pensándolo bien, consideró que era muy poco probable que se encontrasen con nadie allí abajo a esa hora del día. Con esta idea en mente, paseó por detrás de la máquina y le dio tres patadas secas, exactamente en el sitio que le había enseñado su primo Virgil. Desgraciadamente, sus patadas y el ruido que provocó la caída de las chocolatinas resonaron considerablemente dentro de la sala subterránea. —¡Qué demonios! —gruñó Adam poniéndose de pie de un salto justo a tiempo para ver cómo media docena de chocolatinas caían en el cajón de la parte frontal de la máquina. —Sabía que no debía haberte dejado venir conmigo —se lamentó Adam asiendo el brazo de Darci, al tiempo que la apartaba de la máquina. Pero el otro brazo de Darci estaba dentro del cajón, y su mano asía con fuerza tres chocolatinas, de modo que lanzó un grito de dolor. Al instante, Adam le soltó el brazo. —¡Vete! —siseó a través de sus dientes apretados mientras apuntaba hacia la tercera abertura. Darci cogió las chocolatinas y las sostuvo con ambos brazos mientras corría hacia el túnel. El hecho de que no hubiese aparecido nadie para investigar el ruido la tranquilizó. Estaba segura de que en los túneles no había nadie más. Pero entonces, quizás Adam había oído algo que ella no había percibido. Obedeciendo la orden de Adam, se apresuró hacia el túnel, seguida de cerca por él, pero se le cayó una de las chocolatinas y paró para recogerla. En cuanto se levantó, vio a Adam que la miraba furioso, de un modo que ella conocía perfectamente: Ira Masculina. Le dirigió una sonrisa vacilante, pero su cara no se suavizó, sino que elevó la luz de la linterna y apuntó en silencio hacia la oscuridad que tenían por delante. Darci echó a andar. 65


Sin embargo, no resultaba fácil caminar por un suelo irregular y sucio mientras llevaba las nueve chocolatinas. Además, las zapatillas deportivas que había comprado esa mañana en la tienda le quedaban un poco grandes, de modo que los talones le bailaban dentro. Debido a las chocolatinas y a las zapatillas, volvió a caerse detrás de él, pero tan silenciosamente como pudo se apresuró hasta que estuvo de nuevo a su lado. —¿Puedo ponerte algunas en los bolsillos? —le susurró. —No —se opuso Adam secamente. —Es que los trajes de gato no tienen bolsillos —repuso Darci, con una voz que sonaba a gemido. —Eso es porque las mujeres que tienen tipo para vestir trajes de gato no comen chocolate —dijo Adam refunfuñando. Cuando Darci estuvo a punto de perder otra chocolatina (una Snickers, su favorita), se abrió la cremallera de delante del traje y se las puso todas dentro. Al oír ese ruido, Adam se giró, dispuesto a estrangularla si no guardaba silencio. Pero cuando vio su pecho lleno de bultos y que se metía el brazo dentro como si buscase una chocolatina en concreto, su ira se desvaneció. Sacudiendo la cabeza con incredulidad, dijo por encima del hombro: —En Kentucky, ¿toda la gente es como tú? —No —replicó Darci, todavía buscando la barrita de Snickers dentro de su vestido ajustado. —Incluso en Putnam soy única —añadió mirando su espalda—. Por eso Putnam está tan loco por mí. —¿Te hace el amor apasionadamente, no? No le gustó su tono, que implicaba que era imposible creer que a ella alguien pudiese hacerle el amor apasionadamente.

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—De la forma más salvaje. Todo el día y toda la noche. Es muy joven, ¿sabes? Tras esta última observación, Darci percibió un sutil movimiento en los hombros de Adam, como si le hubiesen alcanzado con una flecha justo entre los omóplatos. —¡Hmmm! —dijo— ¿Y tiene nombre de pila, este chico? Como Darci no respondía, Adam dejó de andar y se volvió hacia ella. Todavía tenía el brazo dentro del vestido, y si hubiesen estado en otro momento y otro lugar, seguramente habría encontrado esa pose interesante, pero ahora había una mirada de profunda reflexión en su cara que le intrigó. —¿Sabes? —explicó Darci—, creo que nunca se lo he preguntado. Si tiene nombre de pila, no estoy segura de haberlo oído nunca. Es muy fácil poner una sola palabra a todo. —Oh, sí, tú eres la que tiene un novio con fábricas, ¿no? ¿Quince, verdad? —Dieciocho —respondió mientras se sacaba la mano del traje; entonces sonrió al ver la barrita de Snickers y empezó a abrir el envoltorio—. Recibí una carta suya, y su padre ya ha construido algunas más —explicó mientras mordía el chocolate—. ¿Quieres un poco? —¿De Putnam? —preguntó Adam—. ¿O de chocolate? —De las dos cosas —respondió seriamente—. Hay bastante de las dos cosas para compartir. Putnam jugó en la selección universitaria de fútbol americano. Uno ochenta y ocho y ciento cincuenta quilos. —Pero tú —Adam se interrumpió mientras la observaba de arriba abajo. Dudaba mucho de que, incluso con las chocolatinas, pesase cuarenta y cinco quilos. —No te preocupes por nosotros —declaró amargamente—. Nos las arreglamos —esperó que su tono sonase mundano, o por lo menos que pareciese entendida.

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—Tienes chocolate en este diente —dijo Adam, señalando a su propio incisivo, y luego se giró sonriendo. Por un momento, Darci tuvo una visión en la que ella se transformaba en la Mujer Formidable, una criatura de una fuerza increíble, para poder coger las piedras de esas paredes y tirárselas a la cabeza. Pero cuando Adam se volvió para mirarla, sonreía con dulzura y ya se estaba terminando su tercera chocolatina. Adam se detuvo unos minutos más tarde, poniendo su brazo por detrás para evitar que Darci chocara contra su espalda. Cuando ella abrió la boca para hablar, puso su cálida mano sobre su boca. A Darci, eso le gustó tanto que no dijo una palabra. Inclinándose hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los de ella, se puso el dedo sobre los labios para indicar silencio y alzó las cejas en señal de pregunta. ¿Lo entendía Darci? Ella asintió; entonces, con el ceño fruncido, Adam cogió la mitad de la chocolatina que ella aún no había comido, la puso por dentro de su traje y silenciosamente le subió la cremallera hasta el cuello. Señalando la pared de enfrente, le indicó que se quedase de pie junto a ella. Darci no quería admitir que el modo de actuar de él la estaba asustando, pero tenía miedo. De hecho, su corazón latía con fuerza en su pecho mientras miraba cómo Adam desaparecía detrás del recodo del túnel. Cuando estuvo fuera de su vista, hizo exactamente lo que le había indicado, permaneció allí en silencio y esperó. Y siguió esperando. Esperó aún un poco más. Nada, ningún sonido en absoluto. Quizá si recitaba un poema... «En una oscura y lúgubre noche...», pensó y se interrumpió adrede. Tal vez tenía problemas, se dijo. Tal vez le habían capturado unos seres malvados. Tal vez... En resumidas cuentas, decidió que era mejor no pensar en nada de aquello estando en un túnel oscuro. Se veía luz que procedía de la dirección en la que Adam se había ido, pero no lograba divisar su linterna. ¿La había abandonado? Con las manos sobre la sucia pared de roca, avanzó lentamente hacia la dirección en que se había ido él. Sus pies no hacían ningún ruido sobre el suelo. Poco a poco, fue avanzando, y con cada paso que daba, sentía más miedo por lo que iba a ver al final del túnel. 68


Pero cuando pudo llegar hasta la tenue luz y pudo ver, quería gritar a Adam Montgomery que no tenía derecho a asustarla de aquel modo. A un lado del túnel se abría una sala excavada en la tierra. Delante de la misma se alzaba una valla de hierro y en el interior de esta se veían estanterías llenas de cajas de cartón rotuladas con nombres como tazas o platos. Era un armario corriente para guardar objetos. Si bien es cierto que estaba bajo tierra y que había una sólida valla de hierro por delante, aparte de esto todo era corriente. Junto a la pared, al otro lado de la valla, había una mesa y algunos estantes con más cajas, pero nada de lo que veía le parecía extraño, o ni siquiera interesante. Así pues, ¿qué es lo que su apreciado jefe estaba haciendo frente a la verja? Tenía el cuerpo doblado en una posición difícil. Se había inclinado hacia la valla por el lado izquierdo, y tenía la mitad de su mano izquierda dentro de la misma. No podía ver lo que sostenía, pero parecía el palo de una escoba. Muy apropiado, reflexionó, considerando dónde se encontraban. Pero ¿qué es lo que estaba intentando alcanzar? Sigilosamente, se adelantó hasta situarse a su lado. —¿Qué estás...? —empezó. Pero él no tuvo ocasión de decir una palabra porque de pronto el aire se llenó del pitido ensordecedor de una aguda sirena. Llevándose las manos a los oídos, Darci miró a Adam. Pudo ver que le estaba gritando, pero no tenía idea de qué le decía. ¡Oh, sí!, ahora podía leer sus labios: »¡Has hecho saltar la alarma! —le gritaba. Había otras palabras que completaban la frase, pero prefirió no intentar descifrarlas. Quería disculparse, pero detrás de él divisó una luz redonda que se dirigía hacia ellos: la luz de una linterna, y por su aspecto, quienquiera que la llevase avanzaba rápido. Darci la señaló, y al girarse, Adam vio la luz. En el momento siguiente, cogió de la mano a Darci y la arrastró hacia el final del túnel por el que acababan de venir. Sin embargo, ella no se movía. Sus pies sí andaban, aunque su cabeza permanecía en el mismo lugar. Gritó asustada, pero ni siquiera podía oírse a sí misma debido al alarido de la sirena. 69


Adam vio en seguida lo que pasaba: el pelo de Darci se había enganchado en la cerradura de la verja. Adam se movió sin pensarlo. Introduciendo su brazo entre los barrotes de la verja, asió el puñal del que había estado intentando apoderarse sin hacer disparar la alarma, y de un golpe, cortó el pelo de Darci por detrás de su cabeza, dejando un grueso mechón del mismo en la cerradura. En un abrir y cerrar de ojos, la cogió y la lanzó hacia una de las estanterías altas del exterior de la valla, entre las cajas. Darci se encogió como una bola, haciéndose lo más pequeña posible. Pero el problema era que en su postura no podía ver nada. No podía ver qué estaba haciendo Adam ni dónde estaba. No iba a hacer algo estúpido pero heroico, ¿no?, se preguntaba. Cuando la alarma dejó de sonar, Darci tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para mantenerse acurrucada donde se encontraba y no moverse. Necesitaba urgentemente frotarse las orejas y el mentón, y estirar las piernas bien rectas. Pero sobre todo quería ver dónde estaba Adam. —¡Odio este aparato! —profirió una voz de hombre—. ¿Por qué no lo arreglan? El maldito trasto se dispara dos veces cada noche. —Ya está arreglado. Así es como ella lo quiere. Sensible. —Sensible, ¡demonios! —replicó el primer hombre—. Un simple estornudo lo hace saltar. Y juraría que esos gatos lo hacen adrede. —Mira esto —señaló el segundo hombre. —¿Qué es? No veo nada. —Cámbiate las gafas. Es un poco de pelo largo. Estaba en la cerradura. —Alguien ha echado un hechizo, seguro. Reinó el silencio durante un tiempo, y Darci quería saber desesperadamente qué estaban haciendo, pero no se atrevía a moverse y arriesgarse a llamar la atención. Mientras no la encontrasen a ella o a Adam, todo iría bien. Pero ¿por qué solo había un poco de su pelo?

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Cuando Adam se lo había cortado, le había parecido como si le cortase la mitad de su melena. —¿Sabes una cosa? —dijo en voz baja el segundo hombre—, creo que este pelo es de una rubia natural. No veo raíces oscuras. —Qué gran sentido del humor tienes. Una rubia natural. Has bebido demasiado de ese brebaje que preparan en el túnel. —Tal vez —admitió el hombre con aire pensativo—. Pero, de todas formas, llevémosle el pelo a la jefa. —Como quieras. Quizá nos suba el sueldo. —Sí, bueno, yo de ti me esperaría sentado. No ha conseguido lo que tiene siendo generosa. ¿Estás listo? —Sí, claro. Este lugar me da escalofríos. —Eso es porque sabes demasiado —comentó el segundo hombre, y se rió desde lo profundo de su garganta por su propia broma. Darci oyó cómo los hombres se iban, pero permaneció inmóvil en su escondrijo de la estantería. No levantó la cabeza ni movió las piernas, aunque las tenía dormidas. No respiró hasta que Adam la cogió, la bajó del estante y la dejó en el suelo. Y cuando sus piernas entumecidas cedieron, Adam puso sus manos bajo sus brazos y la tiró hacia arriba. Con una breve sonrisa, Darci se señaló las piernas para indicarle que no les llegaba la sangre. Adam le dirigió una mirada calculadora para ver si estaba fingiendo o no. Entonces se la cargó sobre el hombro y empezó a avanzar a paso rápido por el túnel por el que habían llegado. Para cuando llegaron a la sala grande con las máquinas expendedoras, Darci pudo haberle dicho que sus piernas ya estaban bien y que podía andar por sí misma, pero mantuvo la boca cerrada. En lugar de protestar, puso sus brazos alrededor de la cintura de él —iba 71


cabeza abajo, claro, pero era su cintura y eran sus brazos—, y su cabeza descansaba en la región lumbar de su espalda. No era su hombro, pero era mejor que nada. Él la puso en el suelo cuando llegaron a la escalera. Llevándose un dedo a los labios, la avisó de que no dijera nada; entonces hizo deslizar los brazos de ella en las mangas de su holgada chaqueta, y fue en ese momento cuando Darci se dio cuenta de que él estaba furioso. Seguramente muy furioso, si conocía a los hombres. Adam se puso su chaqueta y la empujó ligeramente para que subiera a la superficie. Cuando salió a la relativamente intensa luz de las cabañas de esclavos restauradas, tomó una gran bocanada de aire y corrió hacia la puerta, hacia el aire puro.

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6 —De todas las cosas estúpidas y tontas que he visto en mi vida... —masculló Adam Montgomery entre dientes cuando aún estaban a pocos metros de las cabañas de los esclavos—. Esa gente es peligrosa, pero tú te lo tomas todo como si fuese un juego. ¡Máquinas expendedoras! ¡Chocolatinas! ¡Y hablas sin parar! Te dije que te quedaras donde te dejé y que me esperases, pero tú ¿qué es lo que haces? ¡Metes la cabeza en medio de un rayo láser y haces saltar una alarma! ¿Tienes idea de lo que podría haber sucedido si nos hubiesen atrapado? Darci no pudo reprimir un bostezo. Tal vez debería irse a la cama más pronto esa noche, pensó. Cuando dejó de oír la voz de Adam, le miró. La estaba mirando fijamente con ojos enfurecidos. —Veo que mis palabras no tienen efecto alguno en ti —continuó él fríamente. —Claro que sí. Estoy muerta de miedo —y otra vez intentó ahogar un bostezo. Durante unos minutos caminaron codo con codo, aunque él le sacaba más de un palmo; ambos guardaban silencio. De pronto, Adam sintió que no quería seguir enfadado. No deseaba sermonear a Darci sobre la importancia de lo que acababa de suceder y sobre lo que podía haberles pasado. Desde que tenía tres años había empezado a enfadarse, y en ocasiones parecía que esa ira no se había desvanecido desde entonces ni siquiera por unos segundos. Sin embargo, había algo en Darci que hacía que solo viese el presente. Cuando estaba cerca de ella, era como si desapareciera el pasado y el futuro. Sí, el túnel de las brujas había resultado espantoso. Y pensar que el mal podía haber excavado un lugar como ese... Y pensar en lo que él sabía que a veces ocurría en esos lugares... Pero ahora, en ese momento, el aire era puro y fresco; las hojas, preciosas, y sabía que ese pequeño duende del bosque que tenía a su lado estaba a punto de reír. Ya se había dado 73


cuenta de que Darci siempre estaba a punto para extraer una nota de humor de cualquier situación. —Si hubiesen mirado en la estantería —dijo Adam con suavidad—, me pregunto qué habrían pensado que eras. ¿Uno de sus gatos? Ella levantó los ojos hacia él arqueando las cejas. —¿Dónde estabas tú? —Escondido bajo la mesa de detrás de la caja. Pero no cabía muy bien, de modo que tenía los pies en un lado de la caja, las manos en otro, y la cabeza... —ladeó la cabeza hasta dejarla en una posición que parecía incómoda, y que mostraba perfectamente cómo estaba encajonada bajo la mesa. Darci soltó una carcajada. —Por lo menos podías estirar las piernas. A mí se me quedaron dormidas. Ni siquiera podía tenerme en pie. Adam se puso la mano en las lumbares como si le doliesen. —¿Y qué me dices de esto? —se quejó haciendo una mueca de dolor. —¿Estás insinuando que peso demasiado para ti? —fingió indignarse Darci. —Creo que es por las chocolatinas —prosiguió con una sonrisa burlona—. No estoy seguro, pero apostaría que ese vestido negro que llevas, por dentro está cubierto de chocolate. Darci no necesitaba mirarse. Se habían roto los envoltorios y las chocolatinas se habían aplastado mientras Adam la llevaba a hombros. Movió las pestañas mientras le miraba. —¿Quieres un poco? —¿Siempre estás pensando en comer? —preguntó él. 74


Ella le sonrió. —Si no te interesa, creo que a ese chico tan guapo del 4B sí le interesará —replicó avanzando dos pasos por delante de él. Adam la asió por el brazo y tiró de ella hacia atrás. —No puedes pensar en ir tras... —empezó, pero vio algo en sus ojos que le indicó que si terminaba esa frase, lo lamentaría. —¿Sabes? Me iría bien comer algo —le corrigió ella. —¿Qué te parece si vamos a la tienda de comestibles a ver qué encontramos, lo llevamos a la casa de huéspedes y nos damos un banquete? Hubo un momento en que Darci no le hizo caso. —¿Quieres decir comprar cualquier cosa que nos guste? —Lo que sea —respondió Adam con una sonrisa—. Bollería, charcutería..., lo que sea. En la casa hay nevera, de modo que podemos dejar allí las sobras. —¿Sobras? —preguntó—. ¿Es una palabra yanqui? —Es una... —Adam empezó pero en seguida comprendió que estaba bromeando—. Incluso podemos comprar un par de bolsas de caramelo de Halloween. —¡Te echo una carrera! —gritó Darci y arrancó a correr. Esbozando una sonrisa, Adam la siguió. No tenía que correr mucho para mantener su paso mientras bajaba corriendo el camino del edificio principal del Grove hasta la calle. De nuevo, cruzó a la otra acera corriendo, justo entre dos coches, para llegar al colmado de Camwell.

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Adam fue hasta la esquina y esperó a que el semáforo cambiase antes de cruzar la calle. A través de los grandes ventanales de la tienda podía verla empujando un carro de compra y examinando los artículos de la tienda. Le hizo sentirse... bueno, agradecido, pensó. Darci disfrutaba tanto con las cosas más sencillas de la vida, como la comida y la ropa, que le hacía ver cuántas cosas había dado por sentado. Pero mientras él sonreía beatíficamente, Darci se dio la vuelta y le vio la parte posterior de la cabeza. ¡Le faltaba un gran mechón de pelo! Por lo que había comprobado de esta ciudad, si alguien le veía el pelo, en tan solo cinco minutos todos sabrían quién había estado fisgoneando en los túneles. Cuando el semáforo se puso en verde, Adam ya estaba en mitad de la calle, y en cuatro zancadas largas se plantó en la tienda. Atrapó a Darci justo cuando estaba cogiendo algo llamado jamón picante.

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Mientras, una mujer se estaba acercando por el pasillo. Conociendo la propensión de Darci a hablar con cualquier persona y en cualquier sitio, Adam estaba seguro de que Darci iba a entablar una conversación con esa mujer. Como no disponía de nada más, Adam puso su mano sobre la parte posterior de la cabeza de Darci para cubrir la zona donde faltaba el pelo. —¡Aquí estás! —dijo en voz alta—. Te he estado buscando por todas partes. Tenía que agradecérselo a Darci. No se alteraba en absoluto. Cualquier otra mujer de las que Adam conocía habría preguntado qué era lo que estaba haciendo él con la mano en su cabeza apretándole con tanta fuerza. —¡Suerte que me has encontrado! —replicó Darci alegremente, y sonrió a la mujer mientras pasaba junto a ellos con el carro. Estirándose, Darci puso ambas manos sobre las de Adam. —No puede estar ni un minuto sin mí —comentó a la mujer—. De verdad, es insoportable. Siempre está: «¿Dónde está Darci?, ¿Alguien ha visto a Darci?, ¡Necesito a mi Darci!». ¡No tengo un minuto de descanso! La mujer esbozó una sonrisa tímida como respuesta y empujó el carro hasta el otro extremo del pasillo. Cuando los hubo dejado atrás, casi se puso a correr hasta el final de las estanterías y giró. —¿Quieres parar? —le susurró Adam mientras tiraba con fuerza de su mano atrapada bajo las de ella—. ¿Necesitas decirle a todo el mundo todo cuanto hacemos? —¿Así que es verdad? ¿Realmente no soportas estar sin mí? Frotándose la mano, ya que Darci la había apretado tanto que le había cortado la circulación, Adam sacudió la cabeza en señal de frustración. —No, no es cierto, cubría tu pelo. Te falta un gran mechón, y no quiero que la gente lo vea. 77


Darci se palpó la cabeza. —Es cierto. El mechón rubio que el hombre iba a enseñarle a una bruja. ¿De verdad solo cogió unos cabellos? Parece como si me faltase un puñado. En seguida observó que Adam había cerrado la boca de un modo que significaba que no iba a responder a esa pregunta. «Lo averiguaré más tarde», se prometió a sí misma. Entonces, bajando la voz, pestañeó delante de Adam. —¿Sabes? Soy rubia natural. —Y por tanto, fácil de reconocer —puntualizó Adam—. Vamos, salgamos de aquí. Mañana haremos algo con tu pelo. ¿Qué es esto? —le preguntó escudriñando el carro de la compra. —Comida —respondió, perpleja. —No, esto —precisó sosteniendo un paquete de queso con porciones envueltas individualmente y otro paquete de snacks de pizza. —Es... —empezó. —Sé lo que es —replicó impaciente—. Puedo ver lo que es. Solo quería decir... —no continuó, pero examinó todo lo que había en el carro y lo puso en una estantería, frente a las latas de guisantes. —No deberías hacer eso —objetó Darci enfurruñada—. Lo volveré a colocar todo en su lugar. —¿Y dejar que todo el pueblo entero te vea el pelo? Te diría que vuelvas a la casa de huéspedes y me esperes allí, pero no creo que me obedezcas. Ve a buscar alguna de esas cosas que las chicas usáis para ataros el pelo a fin de esconder el mechón que te falta. Yo haré la compra. —¿Tú...? —exclamó Darci con unos ojos abiertos como platos, como si hubiese oído algo extraordinario. 78


—Déjame adivinar —expuso Adam en voz baja—. No te asustan los túneles subterráneos, pero sí te deja perpleja la idea de que un hombre haga la compra. Darci inclinó la cabeza en silencio. —Pasa delante —le indicó Adam— y no dejes que nadie te vea la cabeza por detrás. Nos reuniremos afuera. Quédate en algún sitio donde la gente no te vea, y no hables con cualquiera. ¿Entendido? Darci no se movió. —Tengo que pagar las cintas del pelo. Adam empezó una frase sarcástica sobre lo poco que le iban a costar, pero suspiró y le tendió un billete de diez dólares. Sosteniendo el billete, Darci le miró, aún inmóvil. —¿Cómo te devolveré el cambio? —Te lo confío hasta que volvamos a la habitación. Darci permaneció estática. —¡Quédate el maldito cambio! —le soltó en voz mucho más alta de lo que pretendía; entonces Darci echó a correr tan rápido por el pasillo que le recordó al Correcaminos, el personaje de dibujos animados, cuando el pájaro levanta una nube de polvo a su paso. —Nunca antes había visto a alguien tan enamorado del dinero como ella —murmuró Adam mientras empujaba el carro hacia la sección de embutidos y empezaba a llenarlo. Empezó con queso Brie y una tarrina de paté de garbanzos. —¿Para qué estará ahorrando? —siguió murmurando—. ¿Un regalo de boda para su grande, fuerte y joven Putnam?

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—Disculpe, no he oído lo que decía —dijo el hombre de detrás del mostrador, y Adam quedó azorado porque le habían pillado hablando consigo mismo. Pidió tres ensaladas frescas y cien gramos para cada uno de cuatro tipos de carne distintos. —Pensándolo mejor, que sean doscientos gramos de cada —añadió. Al final, compró el doble de comida de la que debería haber comprado. Pero se encontró a sí mismo pensando: «Me pregunto si Darci ha comido alguna vez una granada.» Mientras iba y venía por los pasillos de la tienda, continuaba poniendo artículos en el carro, todo el tiempo concentrado en sus pensamientos. «Debo hacer que se vaya. No entiende cuan peligroso puede ser esto. ¡Oh!, me pregunto si le gustarán las ostras fumadas. Se lo toma todo a broma. La puedo llevar a Hartford en coche mañana y buscar una buena peluquería. Debo alejarla de aquí hasta que la necesite. Quizá si probase un chocolate realmente bueno dejaría de comer estas horribles chocolatinas.» El último pensamiento le vino cuando introducía una caja de bombones Godiva de veinticinco dólares en la cesta. Luego se vio a sí mismo cogiendo seis ramos de flores secas del surtido expuesto junto a una pared mientras empujaba el carro hacia la caja. Tal vez si iban a Hartford tendrían tiempo de ver la casa de Mark Twain. A Darci seguramente le gustaría verla. —¿Tarjeta o en metálico? —preguntó la mujer de la caja, y Adam tuvo que volver a la realidad. —¿Hay una tienda de bebidas alcohólicas por aquí cerca? —se interesó Adam—. Una tienda donde pueda comprar una botella de vino —sonrió mientras le explicaban que había unas dos puertas calle abajo. Una vez de vuelta a la casa de huéspedes, Darci desapareció unos momentos para quitarse las chocolatinas aplastadas del interior de su vestido de gato, y Adam esperó que se pusiese algo menos sugerente. Sin embargo, cuando volvió a aparecer todavía llevaba las ceñidas mallas. Su única concesión al pudor fue coger una sudadera suya del ropero y ponérsela encima, pero sus piernas enfundadas en lycra eran visibles por debajo.

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—¿No has encontrado nada tuyo que ponerte? —le lanzó con una voz más gruñona de lo que pretendía. —Es que no quiero arrugar nada —pretextó mientras recogía las bolsas con comida y las llevaba a la exigua cocina. Adam había pensado hacer sándwiches, algo rápido y fácil, pero Darci lo apartó y se hizo cargo de todo. No colocó la comida sobre la pequeña mesa de la esquina de la sala, sino que despejó la mesa de café, apartó el jarrón con flores artificiales y puso platos, cuchillos y tenedores y vasos del armario de la vajilla. En la cocina, empezó a sacar la comida de las bolsas de plástico. Revolvió en los armarios hasta que encontró un jarrón. Él contempló sorprendido cómo cogió unas tijeras del cajón y con gran pericia recortó los tallos de las flores. En unos segundos las había arreglado, haciendo que formasen un óvalo perfecto sobre el jarrón. —¿Dónde has aprendido a hacerlo? —le preguntó. —Flores Putnam. Trabajé allí unos meses. —Algo útil —comentó—. A mi prima Sarah le gustaría saber hacerlo. Tiene miles de flores en su jardín, pero no tiene ni idea de cómo arreglarlas. —Miles —repitió Darci mientras llevaba las flores a la sala de estar. —Sí, bueno, es una casa grande —explicó Adam, algo incómodo. No le gustaba contar cosas de sí mismo, y se sentía agradecido cuando Darci no le hacía preguntas. Se reclinó y observó cómo sacaba largas rebanadas de pan francés de la bolsa, luego abría las cajas con diversos productos y los colocaba cuidadosamente en los platos que traía desde la cocina. Él habría comido de los envoltorios directamente, pero al parecer, Darci quería preparar una mesa lo más elegante posible. Cuando hubo terminado, ella le invitó a tomar asiento en un sofá que había al otro lado de la mesa de café, e inmediatamente empezó a hacerle preguntas sobre cada uno de los productos que había comprado.

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Cuando Adam vio que no tenía un cuchillo afilado para abrir la granada, le trajo uno al instante. Entonces observó atentamente cómo Darci partía la granada e iba sacando los granos. Sin dudarlo, se llevó un puñado a la boca y declaró que eran deliciosos. Lo probó todo, dio su opinión con deleite sobre cada producto, y Adam se encontró hablando sin parar de la comida. Quería saber dónde se hacía cada uno de los quesos, cómo se fumaban las ostras, y por qué los Water Crackers se llamaban así. Adam intentaba responder a cada pregunta, y cuando no conocía la respuesta, le tendía el envase y ella leía lo que había impreso en él. Hablaron mucho acerca de viñedos y de cómo se hace el vino. Al final, la comida se alargó más de dos horas, y a su término Adam se dio cuenta de que había estado muy a gusto. Y no podía creerlo, pero entre los dos habían acabado con todo. Pese a ello, comprobó que aún le quedaba sitio para los bombones Godiva. Durante un instante observó como Darci cerraba los ojos y dejaba que ese espléndido chocolate se derritiese en su boca. Adam sabía que tenía que decir algo o se encontraría acercándose a ella. —¿Por qué no engordas? —curioseó. Darci abrió los ojos. —No tengo células adiposas. No las desarrollé de niña y mi metabolismo es muy rápido. Mi madre asegura que lo heredé de mi padre, porque dice que ella se come una hoja de lechuga y ya coge peso. —¿A qué se dedica tu padre? Darci miró la caja de bombones y no le dio ninguna respuesta. —Tan solo era curiosidad —señaló Adam—. A menudo mencionas a tu madre, pero nunca a tu padre. ¿También vive en Putnam? —No lo sé —reconoció ella en voz baja—. A veces se pueden guardar secretos en un pueblo pequeño, porque no sé quién es mi padre —bajó la cabeza y le sonrió—. ¿Y el tuyo? 82


—¿Mi padre? Murió. Los dos han muerto. Fallecieron cuando yo tenía tres años, de modo que no les conocí. —¿Cómo murieron? —se interesó ella, pero en cuanto hubo formulado la pregunta vio que esa mirada cerrada aparecía en el rostro de Adam. Ahora ya sabía que cuando se acercaba demasiado a un punto al que no dejaba acceder a la gente, se quedaba mudo como una piedra. Así pues, si no quería que se levantase y se fuese de la sala, debía cambiar de tema y averiguar lo que quería saber de un modo menos directo. —Yo tampoco —aseguró Darci— conozco muy bien a mi madre. Siempre estaba trabajando o... bueno, ocupada. —¿Quién te crió? —Toda la gente del pueblo, es lo que dice mi tío Vern. Me iban pasando de uno a otro. Siempre oía esto: «¿Puedes vigilar a Darci esta tarde para que pueda tomarme un respiro?». Ella le miraba como esperando que él sonriese a su broma, pero Adam no encontró nada gracioso en lo que decía. —No me mires con ojos de pena —le pidió ella, todavía sonriendo—. Yo era un diablillo muy revoltoso. A mis ocho años, ya conocía el secreto de cada una de las personas del pueblo. Siempre que quería ver una película, todo lo que tenía que decir era: «¿Quieren que espere fuera mientras usted y el señor Tal pasan la tarde... hablando?». Y ¡Zas! Ya tenía dinero en la mano para ir a ver una película. O ropa, o un pedazo de tarta. Fuese lo que fuese lo que necesitaba, me lo daban rápidamente. Adam tampoco sonrió ante este intento de hacer una broma. Ella quería quitarle importancia, pero él veía la soledad de su niñez. Darci aprendió a chantajear a la gente para que le diesen comida, ropa y cobijo a sus ocho años. Pero él no dijo nada. Tal como le había pedido, no quería ver pena en sus ojos.

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—¿Y qué fue lo que hizo que te decidieras a pasarte la vida luchando contra el mal? — preguntó. Entonces Adam sí sonrió. —¿Tiene Superman un motivo para hacer lo que hace? —replicó él levantando una ceja. —¡Por supuesto! Quiere ir por ahí en mallas y con capa —contestó rápidamente, haciendo que Adam soltara una carcajada—. ¿Cuándo vas a enseñarme el cuchillo? —le sondeó Darci cuando ya iba por su tercer bombón. —¿El qué? —articuló para ganar tiempo. —Ya sabes, el cuchillo que robaste de detrás de esa verja de hierro, en el túnel. El que usaste para cortarme el pelo. Y por cierto, ¿qué fue de mi mechón de pelo? Esos dos hombres dijeron que habían encontrado unos pelos, no un manojo como el que tú cortaste. —Fueron listos al ver que era de una rubia natural, ¿verdad? —prosiguió Adam tranquilamente—. Estaba pensando que mañana iremos a Hartford para que te cortes bien el pelo. Que te hagan algo que te cubra la cabeza por detrás. Quizá deberías teñírtelo también. Tal vez tendrías que hacerte pelirroja. Darci no le sonrió en absoluto, sino que escudriñó sus ojos con dureza para indicarle que su cambio de tema no le iba a funcionar. —En el bolsillo de mi abrigo —reveló haciendo una mueca—. ¿Por qué no podías haber olvidado ese puñal? En dos segundos Darci estuvo de pie y casi echa a correr hacia el guardarropa. Al volver a la mesa, sostenía el puñal sobre sus manos extendidas. Adam tuvo que refrenarse para no quitárselo porque anhelaba echarle una buena mirada. Su plan era mirarlo solo, en su habitación, una vez Darci se hubiese dormido. Como si supiese lo que estaba pensando, le tendió el puñal y empezó a llevarse los restos de la comida. Estaba dando tiempo a Adam para que examinase la daga a solas. 84


Moviéndolo desde el suelo hasta el sofá, sostenía el puñal bajo la lámpara, en un extremo de la mesa. El puñal no era muy grande, solo de unos dieciocho o veinte centímetros, con hoja de acero y unas picaduras de óxido en su superficie. El mango era dorado y negro, y mientras lo hacía girar bajo la luz observó que el relieve dorado eran letras. El texto se había dispuesto de forma sinuosa sobre el mango, de modo que parecía más un dibujo que una frase. Sin embargo, Adam estaba seguro de que era algún tipo de lenguaje. Demasiado pronto, Darci volvía a estar sentada a su lado. De hecho, estaba tan cerca de él que hubiese podido sentarse en su regazo, y la sudadera que le había quitado dejaba ver demasiado de ella. —¿Nunca te pones tu propia ropa? —le lanzó—. No es posible que hayas limpiado tan rápido, ¿y por qué no te sientas en ese lado del sofá? —Ya te dije que no quiero arrugar mi ropa nueva. Hay un lavaplatos. Y hay más luz en este lado —se justificó sonriéndole. Al cabo de un momento, le tendió la mano, con la palma hacia arriba. Dando un suspiro, Adam le entregó el puñal. Se habría apartado de ella, pero su lado derecho estaba aplastado contra el brazo del sofá, y no quedaba espacio para moverse. «Actúas como un chico de instituto, Montgomery», se regañó a sí mismo, y se obligó a calmarse. —Tú estudiaste brujería. ¿Reconoces algunos de los símbolos que estudiaste? —le interrogó. Durante unos segundos, Darci sostuvo el puñal bajo la luz, volteándolo con ambas manos. —Es maléfico. Muy maléfico. —Espero que no pagases mucho por esos estudios que cursaste —apostilló Adam. 85


—Ni un centavo. —¿Tuviste una beca? —No. En realidad, Putnam pagó mis estudios —aclaró Darci con una sonrisa, y luego bostezó—. ¿Sabes? Aunque esto es muy fascinante, tendré que irme a la cama. Adam se sintió decepcionado por un instante. Una parte de él quería hablar con ella del puñal. Esa noche habían conversado sobre comida y vino, se daba cuenta de que lo pasaba bien hablando con ella. Siempre tenía una respuesta a punto para cada pregunta. —Y bien, ¿adónde quieres que vaya a dormir esta noche? —le consultó Darci, y bostezó tan fuerte que él pudo oír como se estiraba su mandíbula. —¿Adónde? —le soltó Adam, pero luego empezó a reír; su mal humor se había desvanecido—. En tu propia cama. Vamos, sal de aquí. Te veré por la mañana. Darci se demoró en la puerta de su habitación. —Señor Montgomery, hoy lo he pasado bien—expresó suavemente. Él empezó a precisar que lo habría pasado mejor si hubiese permanecido detrás de él y no hubiese hablado sin parar mientras andaban por el túnel; si no hubiese fingido un desmayo, ni hubiese estado a punto de romperse un brazo intentando sacar chocolatinas de una máquina, ni le hubiese vuelto a desobedecer, haciendo saltar la alarma. Pero no podía decirlo porque no era verdad. En lugar de todo eso, sonrió y le dijo: —Soy Adam. Buenas noches, señorita Mansfield. Darci se subió la sudadera hasta la cintura y ladeó las caderas adoptando una pose de mujer fatal de los años cincuenta.

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—Buenas noches, Adam —pronunció con voz entrecortada en una imitación sorprendentemente buena de Marilyn Monroe. Adam volvió a reírse, y movió la mano para despedirla mientras ella entraba en su habitación y cerraba la puerta. Cuando estuvo solo en la sala de estar, vio que había dejado una pequeña bandeja con queso y crackers para él, y una copa de vino tinto. Todavía sonriendo, cogió la copa y tomó un sorbo mientras sacaba papel y lápiz de su maletín y empezaba a calcar los caracteres en relieve de la hoja del puñal. Cuando hubo terminado, se dirigió a su habitación y envió por fax el papel a un amigo de Washington D.C., con una hoja previa en la que decía: «A ver qué puedes averiguar sobre esto. ¿Lo harás? Si es escritura, ¿de qué tipo y qué dice?». Y firmó, «A. Montgomery». Acto seguido tomó una ducha y se puso un pijama. Se sintió tentado de abrir la puerta de Darci y comprobar si estaba bien. Pero pensó que era mejor no hacerlo. Se fue a la cama y, como la noche anterior, se durmió al instante.

7 —Bueno, ¿qué piensas? —se interesó Darci, mirando a Adam, con el pelo recién cortado y teñido—. ¿Te gusta? Pero la mirada atónita de Adam lo decía todo. Llevaba prendas de las que habían comprado por primera vez: una falda corta de lana verde oscuro, un suéter de cachemira de color borgoña y una chaqueta de tela escocesa de dos tonos. Las botas marrón oscuro que llevaba estaban forradas con piel de cordero y parecían sumamente calientes y cómodas. Cuando esa mañana Adam se levantó, Darci ya estaba vestida y esperándole, deseando llegar a Hartford e ir a la peluquería. Mientras él se vestía, corrió hacia la casa principal y volvió con cruasanes, café y fruta, que él tuvo que tomarse en el coche de camino. —Vas a hacer que engorde —le dijo con la boca llena. 87


—¿A quién le mandaste un fax anoche? —preguntó mientras él se llevaba la taza de café a los labios. Al oírlo, Adam tosió y se tiró todo el café encima del suéter, y mientras se limpiaba con las servilletas que Darci le ofrecía, ella llevaba el volante del coche de alquiler. —¿Tienes que entrometerte en todo? —protestó. —Tengo muy buen oído —se explicó ella—. Así, ¿a quién le enviaste un fax? —A mi novia —aseveró, aún frotándose las gotitas y cogiendo de nuevo el volante. Esta afirmación silenció a Darci de forma tan efectiva que casi lo lamentó. —Bueno —prosiguió al cabo de unos minutos de silencio—. Hice un calco de los relieves del puñal y se lo envié a una amiga de Washington D.C. Ella sabe mucho de lenguas, de modo que tal vez sepa, o pueda averiguar, qué hay escrito en el puñal. Es decir, si es escritura. Ni siquiera estoy seguro de que lo sea. —Tal vez sea un puñal mágico y conceda a su amo tres deseos —Darci pronunció esta frase sin sentido para ocultar la irritación que había notado cuando Adam había dicho «ella». Pero el silencio de Adam hizo que Darci le observara atentamente. —Mmmm —hizo ella. —¿Qué significa eso? —le espetó Adam. —Observo que ha vuelto el señor Mal Humor. Adam suspiró. —De acuerdo, vamos a dejarlo. ¿Qué hay en esa cabecita de Kentucky? —En realidad nada —contestó lentamente—, pero cada vez que menciono ciertas palabras, pierdes la chaveta. 88


—No pierdo «la chaveta», tal como dices con tan poca elegancia. Puedo asegurarte que en toda mi vida no he perdido la chaveta. —Por supuesto. Pero reaccionas un poco, bueno... con intensidad cuando digo palabras como sacrificio o magia. —Claro que sí. Ayer estuvimos dentro de los túneles subterráneos del aquelarre de las brujas. ¿Lo has olvidado? Algunas palabras están asociadas con las brujas, y es de esperar que... —¡Palo de escoba! —pronunció Darci en voz alta—. ¡Caldera! ¡Gato negro! No, no, ya veo que estas palabras no surten efecto en ti. Pero la idea de una daga mágica y un sacrificio, concretamente mi sacrificio, casi te pone los nervios de punta —ella le miraba fijamente, sin duda esperando una respuesta. —Quería preguntarte por qué tienes tan poco acento del sur. En realidad, casi hablas como si procedieses de esta zona de los Estados Unidos. Apartando la vista de él, Darci se removió en su asiento y se puso a mirar por la ventana. —De acuerdo, así que no quieres decírmelo. Todavía. No quieres decírmelo todavía. Puedo esperar. Darci respiró profundamente. —Lecciones de elocución. En la Universidad Develop-mental de Mann para Señoritas daban lecciones de elocución. Yo escuchaba las cintas y repetía. —Muy interesante —consideró Adam—. ¿Por qué no me lo cuentas todo sobre esa Universidad? Ella le miró entrecerrando los ojos. —Preferiría que me contases qué es lo que estás buscando y por qué me contrataste a mí entre todas aquellas chicas. 89


Adam espiró soltando el aire en un largo suspiro. —Los árboles están realmente preciosos en esta época del año, ¿verdad? Tras esto, no volvieron a tocar ningún tema importante, y cuando llegaron a Hartford, Adam entró en un salón de peluquería y diez minutos más tarde salió y le dijo a Darci que ya la estaban esperando. La chica no preguntó cómo había conseguido que la cogieran sin cita previa en un salón que parecía tan selecto, pero en Camwell ya había comprobado que él era capaz de lograr que la gente hiciese cosas. Unas horas más tarde, su peinado estaba listo y ella pensó que le quedaba bien. De hecho, una de las peluqueras había dicho a la que le había cortado el pelo: «Creo que es el mejor corte que has hecho nunca». «Yo también», corroboró la peluquera, encantada, mientras contemplaba a Darci en el espejo. —¿Te gusta o no? —interrogó Darci a Adam. Adam la estaba mirando como si nunca antes la hubiese visto. Su largo pelo rubio, que le llegaba a los hombros, ahora era corto, y estaba escalado de modo que su cara parecía más grande. Además, lo habían teñido de un rubio fresa que se complementaba perfectamente con su piel pálida. Y también sus ojos se veían distintos. No apreciaba maquillaje en su cara, pero sus ojos sin duda eran distintos. —Se llama corte Pyxie, con y en lugar de i. Así es como lo escriben. Y me han rebajado el pelo. Eso significa que han oscurecido partes del mismo en vez de aclararlo, que es lo que normalmente hacen con el pelo de las mujeres. ¿Me escuchas? —Cada palabra —respondió, aún mirándola fijamente. —En cuanto me senté en la silla, apliqué mi Persuasión Verdadera a la esteticista (es decir, la peluquera) y le dije que me hiciese el mejor corte que había hecho a nadie en toda su vida —Darci se pasó la mano por el pelo, que al momento volvió a ponerse exactamente en su sitio—. Creo que tal vez lo haya hecho. Dijo que la parte de debajo de mi pelo, la que cortó, estaba estropeada, pero que en la parte de arriba era más grueso y estaba sano. Toca. 90


—No. Darci esbozó una sonrisa. —¿Temes que si me tocas el pelo vas a apasionarte por mí locamente? —Déjame respirar, ¿quieres? —profirió Adam con expresión ceñuda; pero como ella seguía mirándole, suspiró en señal de capitulación. Darci se inclinó hacia adelante para que Adam pusiese su mano sobre su cabeza. —Precioso. —¿Estás seguro? Adam sonrió. —Sí, estoy seguro —afirmó mientras se volvía y empezaba a andar hacia donde había aparcado el coche. Pero cuando notó que Darci no estaba a su lado, paró y miró hacia atrás. Estaba leyendo un menú expuesto delante de un restaurante italiano. Adam no se molestó en proponer que podían volver a Camwell y comer allí. Como tampoco mencionó que solo habían pasado tres horas desde el desayuno. Además, la verdad era que tenía un poco de hambre. Volvió hacia ella, le abrió la puerta del restaurante y la siguió al interior. Una vez hubieron pedido (Darci deseaba berenjena Parmigiana, porque decía que nunca antes había probado la berenjena), ella le dijo que le habían contado todos los chis-morreos en la peluquería. —En esta ciudad, todo el mundo, y quizá toda la población del estado, considera Camwell un lugar que da miedo. Y el Gro-ve está encantado. Nadie de quienes viven a cien millas del pueblo pasaría una noche allí. Y la camarera de Camwell decía la verdad: todos los años, desde hace cuatro años, alguien ha desaparecido. Darci hablaba con una voz tan baja que él apenas podía oírla. Cuando le preguntó por qué hablaba tan bajo, ella le explicó que no se podía confiar en la gente de la «gran ciudad». 91


Adam tardó un momento en asimilar esta frase. En el pequeño Camwell, un lugar que la gente llamaba «maldito», Darci cotilleaba con todo el mundo sobre cualquier cosa. Pero aquí, en la «gran ciudad» de Hartford, Connecticut, se comportaba como si todas las personas del restaurante fuesen espías. Adam no se proponía entender su «lógica», sino que introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un fajo de papeles. —Mientras tú estabas haciendo embrujos en la peluquería, yo he ido a la biblioteca y he fotocopiado algunos artículos sobre las cuatro mujeres que han desaparecido. Darci le sonrió cálidamente. Le gustaba que dijese fotocopiar y no xerocopiar. Alargó el brazo para coger los papeles, pero Adam los apartó. —No, ahora no —susurró—, nuestra mesa puede estar pinchada. Nunca se sabe lo que estos hartforditas son capaces de hacer. —Muy divertido —dijo ella, pero lanzó miradas a un lado y otro. Como ella no le pidió más información sobre los papeles, los apartó. Debido a la opinión de Darci de que no debían hablar de nada importante en la «gran ciudad», durante la comida se limitaron a conversar sobre uno de los temas favoritos de Darci: la comida. —¿Has estado en Italia? —inquirió, y cuando él asintió, le acosó con preguntas: ¿Cómo era la comida en Italia en comparación con la comida italiana de los Estados Unidos? ¿Eran distintos de los estadounidenses? Las preguntas de ella y las respuestas de él los mantuvieron ocupados durante toda la comida. El único momento en que se hizo un silencio fue cuando ella le preguntó por qué había viajado tanto a lo largo de toda 92


su vida. —¿No querías tener un hogar? ¿Niños? —se extrañó. Pero como tan a menudo sucedía, Adam dejó de hablar y empezó a mirar su plato en silencio. Ella aguardó, esperando que le explicase algo de sí mismo, y en dos ocasiones parecía que estaba a punto de hablar, pero volvía a bajar la vista y no decía nada. Tras unos momentos incómodos, ella le preguntó si había estado alguna vez en Grecia. En cuanto a Adam, había llegado al punto en que deseaba contarle algo sobre sí mismo, pero no conseguía hacerlo. Le gustaban las risas que intercambiaban con frecuencia, y no quería arriesgarse a que eso cambiase. Cuando ella dejó de mirarle fijamente y preguntó por otro país, él sonrió aliviado, levantó la cabeza y la miró. La ropa, el pelo y fuese lo que fuese que se había hecho en los ojos, la habían cambiado. No podía creer que esta bonita chica fuese la misma persona que se había sentado en el borde de la silla y balanceaba las piernas en su primer encuentro. Más tarde, ya en el coche, de regreso a Camwell, Adam no pudo evitar preguntarle: «¿Qué te has hecho en los ojos?». —Me han teñido las pestañas. Ahora son negro azabache —le explicó volviéndose hacia él y pestañeando—. ¿Te gustan? —Se ven artificiales —comentó Adam secamente. Lo había dicho en broma, y al mismo tiempo de modo seductor. Pero su frialdad hirió los sentimientos de Darci.

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—¡Ah! —hizo con los labios tirantes—. Y supongo que te gustan las mujeres naturales: las mujeres de campo de reseca, que llevan un palo para pescar en un hombro y la escopeta en el otro. Adam sonrió imaginando la estampa que había descrito. No podía imaginar un tipo de mujer que le gustase menos. —Es exactamente mi tipo ¿Cómo lo has adivinado? —¿Es ese el aspecto de Reneé? —replicó Darci. Entonces Adam casi se sale de la carretera. —¿Dónde puñetas has oído su nombre? —exclamó cuando recuperó el control del coche. —No digas palabrotas. No queda bien. Adam le echó una mirada y volvió la vista a la carretera. —¿De dónde sacaste su nombre? —Hablas cuando duermes. —¿Y cómo lo sabes? —Cuando hablas dormido, hablas muy alto. Durante unos segundos, Adam permaneció en silencio. —¿De qué más he hablado? —preguntó en voz baja. —No mucho —dijo ella sonriendo, disfrutando visiblemente de su incomodidad—. Solo de Reneé.

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Él le echó una ojeada, para intentar asegurarse de si le decía toda la verdad o solamente parte de ella. —¿Qué dije? —le preguntó muy serio. —Bueno... Veamos... si lo recuerdo bien... dijiste: «Oh, Reneé, querida, te quiero con todo mi corazón, y te echo taaaanto de menos.» Los labios de Adam se contrajeron en una carcajada ahogada. —Seguro que me oíste bien, porque eso es exactamente lo que siento por ella. La diversión de Darci se esfumó. —¿Cómo es ella? —refunfuñó con los brazos cruzados rígidamente; sus labios se habían reducido a una línea recta. —Pelo largo y sedoso, enormes ojos castaños, nariz pequeña y bonita —detalló alegremente. —¿Educada? —Aún mejor, es obediente. —¿Qué es? —explotó Darci. Entonces, mientras le observaba, sonrió—. Comprendo, ¿tiene las orejas muy largas? —Por lo menos quince centímetros —le informó Adam, y empezaron a reír juntos. —¿Tu perra? —Un setter irlandés. Y la echo mucho de menos. —Si quieres que alguien más, es decir, además de tu perra, te haga compañía por la noche... —añadió Darci suavemente. 95


Adam no se atrevió a mirarla. La chica menuda y pálida que se sentó delante de él en el almacén de Nueva York no tenía ningún interés para él. Pero el recuerdo de la imagen de Darci con el traje de gato y su actual corte de pelo pyxie empezaba a ponerle, bueno... nervioso. Era mejor que volviese a encauzar las cosas. —Tengo un librito negro —dijo—, y se supone que tú debes ser fiel al hombre que amas con todo tu corazón. ¿Recuerdas? Apuesto a que Putnam sí te es fiel. Esta frase hizo reír a Darci de tal modo que pensó que iba a ahogarse. Pero por mucho que lo intentaba, no conseguía que ella le dijese qué es lo que era tan extraordinariamente divertido de lo que había dicho. Al repetirle la pregunta «¿Putnam no te es fiel?» obtuvo tantas respuestas como antes ella a las preguntas que le había planteado a él. Unos minutos más tarde, Adam dejó la autopista y tomó una pequeña carretera local. —Espero que no te importe si volvemos a Camwell por caminos vecinales —le dijo en lo que esperaba fuese una voz normal—. Los árboles están tan bonitos que quiero ver más paisaje. Pero Darci no había picado. Le miraba inquisitivamente. Quizá no había aprendido nada más de Adam Montgomery, pero sí sabía que estos paisajes no le interesaban. —¿Se perdieron por aquí algunas de las mujeres desaparecidas? Al oírlo, Adam balanceó la cabeza sin poder dar crédito a la precisión de su intuición. —Si alguna vez quiero obtener información sobre alguien, voy a mandarte a ti para que hagas los interrogatorios. Sí —dijo con un suspiro—. Dos de las mujeres desaparecieron en esta carretera. —¿Lo averiguaste antes de ir hoy a la biblioteca o después? —Hoy. No he tenido noticias del pueblo de Camwell durante mucho tiempo, ni de lo que había ocurrido aquí. Yo... —se detuvo porque no quería contarle nada más de lo debido. Cuanto menos supiese, más segura estaría, pensó—. ¡Mira! —exclamó como si estuviese

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viendo un prodigio nunca antes visto en el mundo—. Ahí hay una tienda; necesito... mmm... dentífrico. —Tienes un tubo entero —replicó Darci antes de que pudiese refrenarse. Mientras paraba el motor, Adam la miró. —¿Y cómo lo sabes? Él levantó la mano cuando ella empezaba a hablar. —Mejor no me lo cuentes. Puedes oír como el dentífrico habla en sueños. Darci sonrió mientras Adam salía del coche; después él se dio la vuelta y miró dentro justo cuando ella salía. —Quizá deberíamos comprar pasta de dientes para ti. A menos que te guste utilizar bicarbonato de soda. Sintiéndose como si hubiese ganado un juego en el arte de aventajar siempre a los demás, Adam cerró la puerta y subió al porche de madera de la pequeña tienda de pueblo. Había un par de mecedoras usadas en el porche y también algunas cajas para embalar que parecían llevar algún tiempo allí. La pared del fondo estaba forrada con unas tiras de cuero perfectamente envejecidas, y tenían todo el aspecto de haber estado colgadas allí desde que McKinley fue presidente. Pero Adam observaba que, en realidad, todo era nuevo. De hecho, al fijarse mejor en los peculiares artículos del porche, era evidente que todos ellos eran reproducciones, y hacía que se preguntase si el propietario de la tienda había contratado a algún diseñador de Nueva York para crear una «auténtica» tienda rural para atraer a turistas. Cuando Darci entró detrás de él, Adam le preguntó: —¿Así son las tiendas de Kentucky?

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—¡Cielos, no! —respondió ella—. Si una tienda tiene porche, el propietario la llena con máquinas de videojuegos. Y en Kentucky, cuando el cuero de un arnés se estropea, lo tiramos. Aún riendo entre dientes, Adam abrió la puerta y pasó al interior con Darci pegada a sus talones. —Buenas tardes —exclamó un hombre de pelo gris desde detrás de un alto mostrador de madera. Frente al mostrador había tarros llenos de caramelos duros y fruta seca. A la derecha había unos barriles llenos de manzanas y naranjas. Todas las estanterías de la tienda eran de tablones de pino sin barnizar, y los artículos modernos se alternaban con cajas llenas de cosas pasadas de moda, como elixir revitalizante Mother Jasper's. —¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó el hombre mientras salía de detrás del mostrador. Vestía un delantal tejano y llevaba unas botas negras muy gruesas, como si en cualquier momento pensase volver a labrar al campo. —Seguramente ha comprado todos estos cacharros por internet —musitó Darci cuando Adam se dobló para examinar una caja de las estanterías. Sonriendo, Adam volvió a mirar al dependiente. —Dentífrico —pidió. —Y desodorante y todo lo que tenga —añadió Darci rápidamente, y miró a Adam con aire interrogativo. Él sabía que le estaba preguntando en silencio si iba a pagarlo todo. Asintió con la cabeza, pero se recordó a sí mismo que iba a tener que preguntarle qué problema tenía con el dinero. ¿Era simplemente una agarrada, o tenía una razón para no gastar nunca un penique de su propio dinero? —Aquí mismo —dijo el hombre, y tendió a Darci una cesta que Adam estaba seguro que estaba hecha a mano en la región de los montes Apalaches y valía una fortuna.

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Mientras Adam esperaba, ella paseaba por la tienda, mirando los toneles de dentro de los armarios. Cuando él abrió una puerta de madera, por un momento se quedó pasmado al ver una nevera moderna detrás. Sacó un par de limonadas Snapple y vio que Darci ya estaba frente a la caja, a punto para pagar. Cuando llegó a la caja registradora, vio que había comprado productos de aseo por un valor de 58,68 dólares. Básicamente eran productos para el pelo, entre ellos un acondicionador que valía dieciocho dólares el frasco. —La peluquera me ha recomendado todo esto para mantener mi pelo bien cuidado —se justificó Darci mientras miraba a Adam, nuevamente preguntándole en silencio si iba a pagar esos artículos tan caros. Encogiéndose de hombros, Adam entregó al vendedor un billete de cincuenta y uno de diez; entonces cogió las dos grandes bolsas llenas de artículos y tendió la mano para que le diese el cambio. —Mantener guapas a las señoras cuesta mucho —dijo el dependiente, con una risa sofocada mientras miraba la expresión de resignación de Adam. Pero cuando el hombre tuvo el cambio, Darci adelantó su mano también. Al verlo, el tendero rió abiertamente. —Es más bonita que usted —dijo a Adam girándose para darle el cambio a Darci. Pero cuando el hombre vio la mano izquierda de Darci, su rostro perdió todo el color. Sus ojos se abrieron y la mano que sostenía el cambio le empezó a temblar. Parecía como si quisiese decir algo, y pese a que abrió la boca varias veces, de ella no salió ninguna palabra. Además, el temblor aumentó hasta que las monedas cayeron al suelo, y en ese momento, el hombre se dio la vuelta y cruzó corriendo una puerta cubierta con una cortina. Adam tardó un momento en recuperarse del susto. Había observado la reacción del hombre estupefacto, y cuando este arrancó a correr, Adam soltó las bolsas y se fue tras él. Pero como tuvo que saltar por encima de dos barriles y de una pila de cajas de naranjas secadas artificialmente, para cuando hubo cruzado la puerta y llegado a la trastienda, el 99


hombre ya no se veía por ningún lado. Había una puerta trasera, pero cuando Adam la abrió, fuera no vio más que una zona de aparcamiento vacía, y acres de bosque de Connecticut por detrás. No había ni rastro del dependiente. Adam volvió a la tienda con aire preocupado, sintió pánico por un instante cuando no vio a Darci. ¿La habrían raptado?, fue su primer pensamiento, un pensamiento violento que hizo latir su corazón aceleradamente. Pero sus latidos se calmaron cuando la vio agazapada detrás del mostrador. Cuando vio a Adam tendió su mano, que encerraba un cuarto de dólar y dos peniques. —Hiciste bien en perseguirle —señaló enfurecida—, creo que nos había estafado cinco centavos. O bien se han caído en el suelo. Adam se inclinó, cogió su mano izquierda y giró su palma hacia arriba. Por lo que podía ver, no había nada extraño en su mano. Era pequeña como la de un niño, y su palma estaba rosada porque la había apretado contra el suelo. El único rasgo peculiar que observaba en ella eran unos lunares en su palma. —¿Qué es esto? —requirió. —Creo que ya lo entiendo —dijo mientras retiraba su mano de la de Adam y empezaba a gatear hacia el otro extremo del mostrador. —¿Me has oído? —insistió—. ¿Qué son estas marcas de tu mano? Darci dejó de gatear, se sentó en el suelo, alzó su mano izquierda y contempló su palma. —Lunares. Todo el mundo los tiene. Tú también. Tienes tres pequeños junto a la oreja derecha y otro en... —Ese hombre te miró la mano, se quedó blanco y echó a correr. Intenté atraparle, pero... —¿Podrías levantar el pie?

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—¿Qué estás haciendo ahí abajo? —Estoy buscando los cinco centavos —respondió Darci—. O bien no nos ha dado bien el cambio o la moneda ha rodado por el suelo. Adam, ahora ya impaciente, sacó su cartera, extrajo un billete de veinte y se lo tendió. —¿Te levantarás ahora? Y no te atrevas a preguntarme si puedes quedarte el cambio. Asiendo con fuerza el billete y el cambio que había encontrado, Darci se puso de pie, pero sus ojos seguían rastreando el suelo en busca de los cinco centavos. Sin embargo, Adam no le dio más tiempo para seguir buscando. Cogiéndola por el brazo, prácticamente la sacó de la tienda arrastrándola. Darci aferraba las bolsas que contenían sus compras y las de él. De camino de vuelta a Camwell, Adam no pronunció una sola palabra. Una vez llegados al Grove, cuando ya se encontraban de nuevo en su casa de huéspedes, entonces Adam se dirigió a ella. —Sabía que dentro de mi cabeza había algo que me sonaba, pero no recordaba qué era. Sacó de la chaqueta la pila de fotocopias de periódicos que le había enseñado mientras comían. Luego se había quitado la chaqueta y la había lanzado sobre el respaldo de una silla. Unos segundos más tarde, había extendido los artículos sobre la mesa de café, se había sentado en el sofá y había empezado a leerlos. Lentamente, sin preguntar por qué estaba tan alterado, Darci colgó su chaqueta y la de él, se fue al baño, volvió para sentarse junto a él en el sofá y esperó. Tal vez si se estaba muy quieta y se limitaba a esperar, él le diría qué era lo que le había disgustado. —Lee esto —le dijo, tendiéndole las páginas.

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Darci tardó unos minutos en leer los artículos atentamente y despacio. Pero al terminar de leer todo lo que le había dado, no sabía qué era lo que al parecer tenía que ver. Se trataba de artículos tristes sobre chicas que habían estado en la zona de Camwell por una razón u otra y habían desaparecido. Una de ellas era fotógrafa; estaba fotografiando las iglesias antiguas de la zona de Nueva Inglaterra; las otras dos estaban de vacaciones. Una de las jóvenes se había alojado en el Grove en su luna de miel. Aunque las historias en sí mismas eran horribles, Darci no alcanzaba a comprender qué era, en concreto, lo que había afectado tanto a Adam. Le miró con ojos interrogativos. —Mira de dónde eran las chicas —señaló él. Ella repasó todos los artículos: «Virginia, Tennessee, Carolina del Sur y... esta es de Texas», leyó aún sin comprender. —Ahora mira las fotos. Todas ellas eran chicas guapas, la más joven de veintidós años y la mayor de veintiocho. «Pero, ¿es que no todas las fotos de víctimas de asesinos en serie, secuestradores y otros sociópatas mostraban chicas guapas?», pensó. —Todas ellas son rubias, de estatura pequeña y del sur —concretó Adam en voz baja. Darci pestañeó, por fin le entendía. —¿Como yo? ¿Es lo que quieres decir? ¿Crees que yo voy a ser la siguiente que desaparezca? ¿Por qué piensas eso? ¿Es por esto por lo que me contrataste? ¿Para utilizarme como anzuelo? —¡No seas absurda! —replicó Adam rápidamente, rechazando sus exclamaciones como algo demasiado ridículo para tomarlo en cuenta—. ¿Crees que te hubiese traído aquí si existiese esa posibilidad?

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Adam tomó su mano en la suya y la contempló bajo la luz. —Me gustaría saber por qué a ese hombre casi le dio un ataque al ver tu mano. —Tal vez su novia también tenía lunares en la palma —supuso Darci mientras retiraba su mano; luego se levantó y se dirigió hacia la cocina. Quería estar sola un momento para pensar. Intentaba por todos los medios conservar la calma después de todo aquello que había visto y averiguado, pero no era fácil. Que las mujeres desaparecidas fuesen bajas, rubias y del sur podía ser una coincidencia, pero también podía significar que, como al parecer Adam temía, ella fuese un objetivo. O el objetivo, pensó con un escalofrío de miedo. ¿Y por qué Adam la había escogido a ella? Entre todas esas mujeres con formación y talento que habían solicitado el trabajo, ¿por qué ella? En cuanto recuperó el control de sí misma, llenó dos vasos con hielo y limonada Snapple y los llevó a la sala de estar. Adam estaba sentado en el sofá, mirando fijamente los artículos que tenía delante con la misma mirada oscura y siniestra que tenía desde que le vio por primera vez. Pensaba en algo que decirle que le hiciese reír, pero de momento no se le ocurría nada divertido. Era como si las caras de las jóvenes desaparecidas llenasen su mente. —La forma en que el hombre reaccionó al ver mi mano tal vez no significaba nada — consideró Darci lentamente—. Pudo ser una coincidencia o algo sin relación con las brujas. De hecho, no sé cómo puedes relacionar a un hombre de una pequeña tienda que parece falsa con unas mujeres que han desaparecido... Darci se interrumpió cuando Adam se levantó, fue a su habitación y volvió con una agenda. Era un librito con tapas de cuero que tenía el aspecto de haber viajado por todo el mundo. Cuando lo abrió, ella se fijó en que las páginas estaban muy usadas y los números de teléfono habían sido tachados y cambiados repetidamente.

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Adam repasó la P, y luego cogió el teléfono y llamó a alguien. «Jack», dijo al cabo de un momento. —Soy Adam Montgomery. Necesito que me hagas un favor. ¿Puedes buscar información sobre las desapariciones de cuatro muchachas durante los últimos cuatro años en Camwell, Connecticut? —se detuvo y esperó—. Sí, sé que la policía cree que su desaparición tuvo algo que ver con la supuesta práctica de brujería en esta zona. Y sí, he leído todo lo que se ha publicado en los periódicos, pero también sé qué tipo de investigaciones soléis hacer, pero tú siempre sabes más sobre los casos de lo que vas contando por ahí. Lo que quiero saber es: ¿había algo peculiar en las manos de las mujeres desaparecidas? ¿Y concretamente en su mano izquierda? —de nuevo, esperó y escuchó—. De acuerdo. Llámame al móvil —terminó Adam. Luego colgó y miró a Darci—. Va a llamarme en cuanto averigüe algo. —¿Es policía? —quiso saber ella. —Del FBI. «Oh», musitó, y se detuvo. En cuanto a su vida, a Darci no se le ocurrían preguntas que hacerle. ¿FBI? El FBI no era algo con lo que ella tuviese contacto en la vida real. Tras un instante de silencio, recuperó su cara más feliz. —Bien, ¿qué vamos a hacer mientras esperamos? Necesitamos algo que calme nuestros nervios. Tal vez debiéramos irnos juntos a la cama y hacer el amor desenfrenadamente toda la tarde. Podríamos... Pero la mirada que le lanzó Adam hizo que dejase de hablar. Era obvio que no estaba de humor para reír en ese preciso momento. Y lo cierto era que ella estaba demasiado nerviosa para hablar. Pronto comprobó que cuando Adam estaba preocupado, se convertía en una persona silenciosa que solo deseaba estar sola. Volvió a coger los artículos fotocopiados y empezó a releerlos uno a uno atentamente. Darci se acercó a la silla que había junto al sofá, tomó tres revistas que había en el estante bajo la mesa de café y se puso a hojearlas, simplemente esperando que sonase el teléfono. 104


Pensaba que había conseguido calmarse, pero cuando el teléfono sonó, dio un salto tan fuerte que las revistas resbalaron de su regazo y cayeron al suelo, sobre una alfombra. Antes de que terminase el primer pitido, Adam ya había cogido el pequeño teléfono negro de la mesa, pulsado el botón y respondido «¿Sí?». Luego escuchó. Mientras Darci le observaba, su cara se puso pálida, y no estaba segura, pero le pareció que una mano incluso le temblaba un poco. Él casi no decía nada, solo escuchaba y repetía «sí» de vez en cuando. A Darci le pareció que habían pasado horas cuando dejó el teléfono. Pero incluso después de hacerlo, él no habló. Tan solo permaneció sentado mirándola. Darci esperó a que hablase. Deseaba desesperadamente que le contase lo que el agente del FBI llamado Jack le había dicho, pero temía que si lo preguntaba, Adam podía cerrarse y negarse a contárselo. No, era mejor esperar y dejar que él le diese la información. Pero Adam no habló, sino que al cabo de unos largos y silenciosos minutos se levantó y se fue a la habitación de ella. Darci corrió tras él y, de pie en la puerta, vio que él abría la puerta del armario y sacaba su vieja y raída maleta. Después de mirarla, pasó junto a Darci, atravesó la sala hacia su habitación, sacó sus dos maletas del armario y las llevó a la habitación de ella. Entretanto, Darci le observaba. Cuando Adam hubo colocado sus maletas sobre la cama, las hubo abierto y empezaba a poner su ropa dentro, Darci se situó entre Adam y las maletas abiertas. —¡Quiero saber lo que sucede! —exclamó ella con la voz llena de la exasperación y la frustración que sentía por el hecho de que le contaba tan poco de lo que pasaba. —No, no quieres —respondió mientras descolgaba su chaqueta azul marino de la percha y la colocaba dentro de la maleta. —¡Sí quiero! —insistió—. ¡Quiero saberlo! Para su desesperación, se dio cuenta de que estaba a punto de ponerse a llorar. La iba a hacer volver, pero ella no quería regresar a Nueva York con su tía y su tío. No, la verdad era que no quería separarse de él. No quería estar en otro sitio que no fuese allí, con Adam Montgomery. 105


—¿Por qué me despides? —le preguntó con la voz llena de las lágrimas que estaba intentando contener. —No te despido —le explicó con calma mientras colocaba dos faldas en la maleta—. Te estoy protegiendo. —¿Protegiéndome? ¿Por qué necesitas protegerme? Como él no respondía, ella prosiguió: —Si quieres que me vaya a causa de los lunares de la mano, podemos ir a un médico para que me los quite. Hay montones de alternativas a mi marcha. Podríamos alojarnos en otra parte y venir solamente cuando tengamos que hacerlo. Podríamos... Cuando vio que sus palabras no lograban que parase de hacer las maletas, le pidió: —Por favor, no me obligues a irme —su voz suplicaba, casi desesperada—. Necesito el dinero. Necesito... —se detuvo para tomar aliento—. No comprendes lo que este trabajo significa para mí. Necesito... —No vas a necesitar nada si estás muerta —cortó Adam en un tono inexpresivo. —Por favor —le suplicó mientras avanzaba hacia él y ponía sus manos sobre su brazo, mirándole con sus grandes ojos que brillaban llenos de lágrimas—. Dime qué te ha contado el hombre que ha llamado. Por lo menos explícame qué es lo que pasa y por qué quieres que me vaya. Me lo debes, ¿no? Bajando su mirada hacia ella, Adam tuvo que contener el impulso de estrecharla entre sus brazos. Tal vez podría usar su propio cuerpo para protegerla. Tomó una gran bocanada de aire y se sentó en la cama. —Bien —empezó suavemente, sin mirarla. No quería contarle nada, de modo que le costaba encontrar las palabras—. Sabes que en la mayoría de los casos la policía se reserva información, algo que no cuentan al público. Es para protegerse de...

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—Los que confiesan asesinatos que no han cometido —terminó Darci mientras se sentaba a su lado en la cama. —Sí, exactamente —corroboró con una débil sonrisa. Era tan pequeña, pensó mientras la miraba; sería muy fácil dominarla. —Mi amigo del FBI ha hecho algunas llamadas y ha averiguado que en este caso ha habido un gran encubrimiento. Es decir, se le ha ocultado algo al público. El alcalde de Camwell dijo que ya se había hecho demasiada publicidad nefasta de este encantador pueblo, y que no admitía que se hiciese más. No quería que su pueblo quedase marcado por cuatro asesinatos y mutilaciones que nadie podía demostrar que se hubiesen producido en su pueblo. —¿Asesinatos? —prorrumpió Darci con los ojos muy abiertos—. ¿Mutilaciones? —se llevó la mano al cuello. —Sí. De nuevo, Adam tuvo que luchar contra el impulso de rodearla con el brazo para protegerla. Pero no quería suavizar lo que estaba diciendo. Ella debía sentir todo el impacto para comprender la gravedad de la situación. —Las chicas desaparecieron en esta zona, pero cada una de ellas finalmente fue encontrada. Muerta —le dio un momento para que lo asimilase—. Hallaron sus cuerpos. Uno a uno, a unos ciento sesenta kilómetros de aquí, cada uno en una dirección distinta desde Camwell. —Pero ¿qué hay de...? —empezó Darci frotándose la mano izquierda con la derecha. Adam tomó su mano izquierda, la retuvo bajo la suya un momento y lentamente la giró para observarle la palma.

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—Las desapariciones de las mujeres salieron a la prensa en titulares, porque habían sucedido cerca de Camwell, pero la noticia de sus muertes apareció en la contraportada porque... —Porque otros lugares no están mancillados por la asociación con la brujería, de modo que el lugar donde las mujeres eran halladas nunca era tan interesante como Camwell —continuó Darci contemplando como sostenía su mano entre las suyas. Las imágenes que se formaban en su cabeza la estaban asustando. —Sí, exactamente —su voz era muy suave, y su pulgar acariciaba la palma de ella—. Los periódicos no lo mencionaban, pero a las cuatro chicas cuyos cuerpos fueron hallados les habían amputado la mano izquierda. Al oírlo, Darci casi retira la mano de entre las suyas, pero él la retuvo. ¡Debía oírlo todo! —Les faltaba la mano izquierda —continuó Adam—. Les falta. No encontraron las manos. Darci apartó la mano y la sostuvo como protegiéndola con la derecha. —¿Crees que buscaban algo especial? —logró decir al cabo de unos segundos. —Creo que te buscaban a ti. Tras esta afirmación, la primera reacción de Darci fue levantarse de un salto, salir corriendo de la sala y coger el primer avión que despegase de Connecticut. No obstante, cerró los ojos un momento y usó su Persuasión Verdadera lo mejor que pudo en sí misma. Necesitaba conservar la calma, ahora. Necesitaba..¡Necesitaba saber qué estaba pasando! Lentamente, Darci se levantó, se puso en jarras y le lanzó una mirada furibunda. —Bien, Adam Montgomery, esto ya ha ido demasiado lejos. Quiero saber por qué me elegiste a mí. Y para qué me elegiste. Suéltalo. ¡Ahora! Antes de que Adam empezase a hablar parecía como si estuviese luchando consigo mismo.

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—Supongo que te lo debo —dijo por fin—. En realidad, si sabes más cosas, quizá desearás irte por voluntad propia. —Pronunció esta última palabra como si al decírsela, tranquila o no, ella se iría—. ¿Recuerdas a la mujer que estaba conmigo en la sala el día que hiciste la entrevista para el trabajo? —¿La mujer de los ojos grandes? —preguntó Darci mientras volvía a sentarse en la cama, a su lado. —Sí, se llama Helen Gabriel, y es vidente. Me dijo que ella podía encontrar a la mujer indicada para que me ayudase a combatir esas brujas, y cuando me indicó que tú eras la mujer, te contraté. Darci esperó unos segundos, pero al parecer eso era todo cuanto él iba a explicarle. «¿Eso es todo? —deseaba gritarle—. ¿Es eso todo lo que vas a contarme?». Pero no lo dijo, porque estaba segura de que esas palabras harían que Adam se negase a explicarle nada más. Por el contrario, le dijo poniéndose de pie: —Así que planeabas sacrificarme. —¡Yo no planeaba tal cosa! —protestó Adam—. ¡Qué idea tan horrible! ¿Te parezco el tipo de persona que...? —Pues seguramente tan solo pretendías dejar que me atrapasen para poder planificar mi rescate en el último minuto. ¿Es eso? —le preguntó escudriñándole los ojos—. ¿Eres un agente secreto del FBI? ¿Es así como obtienes tus informaciones secretas? —Si lo fuese, no me vería en la necesidad de ir a una biblioteca a buscar recortes de periódico sobre las mujeres desaparecidas, ¿no crees? —Pero ya sabías lo que había pasado, ¿verdad? La primera noche, cuando la camarera nos habló de personas desaparecidas, eso es lo que dijo: personas. Pero tú sabías que eran mujeres. —¡Menuda memoria tienes! —exclamó procurando no proporcionarle más información.

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—Dime, si no quieres que te haga de anzuelo, ¿para qué me quieres? —le interrogó con mirada furiosa. Tras algunos segundos intentando formular una respuesta, Adam dejó caer sus manos en señal de derrota. —De acuerdo, no quería decírtelo todavía. Lo cierto —tuvo que respirar profundamente antes de continuar— es que el poder de ese grupo de brujas se basa en... Bueno, hay un objeto, y mientras esté en sus manos, ellas serán fuertes. Mi objetivo es arrebatárselo y de ese modo quitarles su poder. Dicho esto, Adam esbozó una leve sonrisa, como para decir: «Ahí está. Ahora ya lo sabes todo.» Pero Darci no sabía ni un uno por ciento de lo que desearía saber. —¿Y yo, dónde encajo en todo esto? —inquirió—. ¿Qué tengo que ver yo con ese «objeto»? —Solo determinadas personas pueden abrirlo —reveló Adam alegremente—. Yo no puedo. Esa vidente, Helen, me contó que si ponía un anuncio en el periódico, la mujer adecuada tal vez contestaría al anuncio y ella, Helen, me indicaría a qué mujer debía contratar —Adam sonrió de nuevo a Darci—. Mi ilusa idea era que tú permanecieras aquí, en la casa de huéspedes y esperaras hasta que yo encontrase el objeto, luego te lo traería y tú lo «abrirías», por así decirlo. Juntando las manos por la espalda, Darci empezó a andar de un lado a otro de la habitación. Sentía que Adam le decía la verdad, pero también sabía que se había reservado mucha información. Quería saber cuál era el objeto, pero antes necesitaba otro dato. —Obviamente, saben que alguien va a intentar robarles ese objeto —apuntó ella—. Y al parecer conocen, básicamente, mi aspecto físico. Si saben esto, debe de existir alguna profecía o predicción según la cual una chica baja, delgada y rubia del sur, con lunares en la mano izquierda, va a venir a arrebatarles ese objeto que da poder. Supongo que no quieren arriesgarse, y todas las chicas bajas, delgadas y rubias que llegan a Camwell desaparecen. 110


Darci se sentía bastante orgullosa de sí misma por haber llegado a esta deducción, pero cuando se volvió hacia Adam, vio que tenía mal aspecto. Sin pronunciar una palabra, se levantó y prosiguió colocando su ropa en la maleta. —Tienes que salir de aquí. Te vas a casa ahora. —Y supongo que ese hombre de la tienda todavía no les ha dicho a todas las brujas lo que vio. A quién vio. Así pues, sí, es mejor que me vaya, porque estoy segura de que a quienquiera que se lo diga no podrá hablar con alguien del pueblo para averiguar que soy de Putnam, Kentucky. Y no podrán encontrar de ningún modo el apartamento del tío Vern en Nueva York. Y, por encima de todo, estoy convencidísima de que no podrán encontrar a un tipo rico como tú y utilizar la brujería para hechizarte y lograr que les digas dónde estoy. —No intentes engatusarme. Te vas de aquí, ¡y te vas ahoral —¿Y después qué? —objetó Darci con voz tenue— ¿Alguna otra chica bajita, delgada y rubia del sur desaparece? —luego respiró profundamente—. Mira, no podemos dejarlo así. Tú y yo juntos podemos hacer algo respecto a esto. ¿No era ese tu plan? ¿No es para eso para lo que me contrataste? Podemos... —¡No! —atajó Adam—. No podemos hacer nada. Tú te vas a algún sitio donde estés segura. Ella le ignoró —¿Eso significa que pretendes quedarte aquí? Adam recogió sus botas nuevas del suelo del armario y las dejó caer en la maleta. —Digamos tan solo que tengo un interés personal en resolver esto. De pronto, ella supo por dónde exactamente podía acceder a su secreto. —¿Y qué es eso? —casi gritó—. ¿Por qué lo haces? ¿Cuál es tu gran secreto? ¿Por qué no puedes contarme cómo murieron tus padres? ¿Qué demonios hay en tu mente, en tu vida, que te impulse a perseguir a esas brujas? ¿Qué tienes que ver con ello? ¿Por qué 111


contrataste a una vidente para que te ayudase? ¿Y por qué yo? ¿Qué vio esa mujer en mí para afirmar que soy yo la que puede abrir ese... ese objeto? Darci esperó sus respuestas, y él estuvo a punto de decir algo, pero entonces se dirigió hacia la cómoda, tiró de un cajón y sacó el camisón de noche. Ella se daba cuenta de que no iba a responder a sus preguntas, y quería gritar por la frustración que sentía. Como siempre, él iba a contarle lo mínimo y solo cuando tuviese que hacerlo. —Tengo un interés... personal... —dijo por fin. Parecía tranquilo, pero ella veía como la vena de la sien le palpitaba; tan solo esta breve confesión le resultaba difícil. —¡Bueno, yo también! —gritó ella. Él se volvió hacia ella, y su rostro denotaba sorpresa. —¿Qué interés personal tienes tú? De repente, sus ojos se encendieron. Era evidente que esta no era la Darci bromista, risueña y despreocupada que había visto hasta entonces. —Es mi única ocasión de hacer algo con mi vida, es eso. ¿Qué puedo conseguir con un título de una universidad que la mayoría de gente no reconoce como tal? ¿Qué posibilidades tengo de competir con mujeres como las que vi en Nueva York? Tienen formación y experiencia. Tienen conocimientos que son de utilidad en un puesto de trabajo. En cambio, ¿qué puedo hacer yo? Aplicar a alguien la Persuasión Verdadera para... para... — repentinamente, se giró, incapaz de decir nada más. Si continuaba, iba a empezar a llorar. Cuando le volvió a mirar, estaba más tranquila. —Pongámoslo así —dijo lentamente—. Si me mandas que me vaya, volveré a Camwell, haré circular por el pueblo que quiero unirme a esas brujas, y... —¿Me estás haciendo chantaje? —Sí —respondió escuetamente. 112


Adam la miró con ojos suplicantes. —Tengo familiares que podrían esconderte —dijo en voz baja—. Podría llamarles y vendrían a buscarte. Te mantendrían a salvo hasta que esto hubiese terminado. —Pero sin mí, esto no va a terminar, ¿no? —discrepó—. Si yo soy la persona que buscan, esto no se puede resolver sin mí, ¿no? —y tomó una gran bocanada de aire para calmarse—. ¿Por qué no me cuentas todo lo que necesito saber? No hace mucho que te conozco, pero estoy segura de que eres la clase de hombre que solo utilizaría a una vidente como último recurso. No puedo imaginarte participando en hechizos y maldiciones. ¿Cuánto tiempo estuviste trabajando en esto... sea lo que sea, antes de estar tan desesperado como para acudir a una vidente y hacer lo que ella te indicase? —Tres años —respondió con un hilo de voz. Darci parpadeó. —¿Trabajaste en esto durante tres años antes de encontrarme? —hubiese querido que le contase qué le había empujado a dedicarse a esto a lo largo de esos años. Pero no deseaba ver esa mirada cerrada en su cara, y no quería arriesgarse a que se callase de nuevo—. ¿Y vas a tirar por la ventana esos años en un instante? —le insinuó en voz calmada. —No puedo poner a otro ser humano en peligro. Esas personas han hecho... —Algo personal contra ti —le dijo llanamente, con resentimiento en su voz porque no confiaba lo suficiente en ella como para contárselo. —¡Oh, sí! —admitió—. Muy, muy personal. —Entonces debo quedarme y ayudarte —afirmó, con las palmas de las manos hacia arriba en un gesto de súplica—. Por favor, deja que me quede. Me necesitas. No puedes hacer esto sin mí. Por favor. Adam tuvo que apartar la mirada de la de ella. Sabía que cada una de las palabras que decía era verdad. Realmente la necesitaba. Sabía que no podría conseguir nada sin ella. 113


Pero instintivamente también intuía que antes de que terminase ese año, otra chica «bajita, flaca, rubia y del sur», tal como ella las describía, iba a desaparecer. Más tarde encontrarían su cuerpo lejos de Camwell. Y su mano izquierda... Como dijo Darci, él quería acabar con esto. Con todas sus fuerzas, quería detenerlo. Se volvió y la observó. —Tendrás que obedecerme —dijo al fin—. Y tendrás que permanecer siempre a mi lado. No puedes ponerte tu traje de gato y escaparte sola. —¿Te mencioné que soy cobarde hasta la médula de mis huesos? —le dijo suavemente con los ojos brillantes. Adam movió la cabeza. —No hay nada cobarde en ti, Darci T. Monroe. Nada que ni remotamente se parezca a la cobardía. Durante unos breves segundos, ella permaneció inmóvil mirándole. —¿No es ahora cuando el héroe y la heroína se abalanzan uno sobre otro y se hacen el amor apasionadamente? Adam se echó a reír, y cuando lo hizo, ella supo que había ganado, ganado de verdad. Dejaría que se quedase, y no iba a hacerla volver con la cola entre las piernas para tener que oír al tío Vern decir: «Sabía que no iba a poder con un trabajo como ese». Ni tampoco tendría que oír a la tía Thelma comentar: «Hubiese estado orgullosa de ti, pero parece que, finalmente, tendrás que volver con tu madre». Sin embargo, no iba a tener que ver de nuevo a su madre mirándola de pies a cabeza, echándole el humo del cigarrillo a la cara y sonriendo de ese modo que hacía sentir a Darci que por muchas carreras universitarias que tuviese o por muy bien que hablase, nunca iba a salir del lugar en el que su nacimiento la había situado. —¿Sabes qué? —dijo Darci por fin—. Quiero darme una ducha. ¿Te importa? —sin rodeos, señaló con la cabeza hacia la puerta. 114


—Claro —dijo Adam, que parecía contento de que la fuerte tensión de los últimos minutos se hubiese desvanecido—. Tómate tiempo para pensarlo con calma —insistió—. Yo también lo haré. Tal vez los dos decidamos que no vale la pena arriesgarse. Tal vez decidamos que... Ella cerró la puerta de la habitación tras él porque no quería oír sus pensamientos negativos. Lo cierto era que tenía ganas de meterse en la ducha y llorar. Quería llorar porque estaba asustada. Realmente asustada.

8 Después de tomar una ducha, Darci se secó, se puso el camisón, introdujo los brazos en el grueso albornoz de toalla que llevaba el nombre «The Grove» bordado en el bolsillo y salió de la habitación. Lo primero que observó es que no había maletas llenas de ropa a los pies de la cama. Y cuando echó una mirada al armario, comprobó que estaba vacío; los cajones de la cómoda también estaban abiertos y vacíos. Inmediatamente fue presa del pánico. ¿No habría cambiado de parecer, no? ¿No iba a mandarla a casa, después de todo, no? Dejando abierta la puerta de su dormitorio, Darci corrió hacia la sala de estar. Pero estaba oscura. Por un momento se sintió confusa, pero se volvió y vio que la puerta de la habitación de Adam estaba unos centímetros abierta y dentro había luz. Abrió la puerta lentamente. Él estaba sentado en la cama más cercana a la puerta del baño, llevaba una camiseta y su mitad interior estaba cubierta bajo la manta. Leía. —Ponte en esa cama —dijo sin levantar la vista. 115


—¿De verdad? —preguntó Darci entrando en la habitación—. Ya sabes que duermo desnuda ¿verdad? —¡Ya no, ahora no! —replicó Adam en seguida, y la miró severamente. Como Darci estaba de pie con una mueca en la boca, Adam dejó el libro y la miró serio—. Pensándolo bien, creo que sería mejor que dejases de hacer estas... Estas insinuaciones y estas... —¿Invitaciones? —continuó Darci, sonriendo. —Como quieras llamarlo, creo que deberías dejar de hacerlo. Si vas a quedarte y a ayudarme con esto, no podrás estar fuera de mi vista ni siquiera unos minutos. Y no voy a dejar que duermas sola en una habitación con ventanas donde cualquiera podría... —su voz de nuevo se apagaba, como si la idea de lo que pudiese pasarle fuese demasiado para pensar en ello—. Ahora métete en la cama y quédate ahí. Pero Darci seguía inmóvil en su sitio y exhibiendo una ancha sonrisa. —Claro —dijo mientras se quitaba el albornoz y se deslizaba bajo las mantas—. ¿Has podido ya averiguar algo sobre el puñal? —No —respondió con la cabeza inclinada, todavía leyendo—. Mañana vamos a pasar el día investigando. Me gustaría saber algo más sobre... —le echó una mirada, y luego, involuntariamente, sus ojos se desviaron a su mano izquierda. —Yo también —añadió Darci. Su sonrisa había desaparecido. Pensar en lo que había visto y oído había conseguido borrar su alegría. De pronto, se sentía exhausta. Girándose sobre un lado, tiró de la manta para cubrirse los hombros y dijo:— Buenas noches, Adam —y dejó que su cuerpo se relajase por completo. Pronto dejó oír la respiración suave y lenta de una persona dormida. Adam la miró con incredulidad. ¿Podía alguien de más de cuatro años quedarse dormido tan fácilmente?, se admiró. Fijó de nuevo la vista en su libro, sabía que quería leer más, lo necesitaba, pero entonces bostezó. Había sido un día agotador, y tal vez también podría dormirse tan pronto como ella.

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Después de apagar la lámpara de la mesita se acurrucó bajo las mantas, cerró los ojos y al momento cayó dormido. En la cama de al lado, Darci sonreía. La Persuasión Verdadera funcionaba siempre, pensó, y entonces sí se quedó completamente dormida. —Nada —dijo Darci indignada—. No he encontrado absolutamente nada. Por lo menos nada que sea interesante para nosotros, vaya. Le dolían los hombros y le picaban los ojos después de pasarse todo el día en la biblioteca de Camwell intentando encontrar algo sobre una profecía según la cual una chica flaca y rubia del sur iba a ser la perdición de las brujas de Camwell. Inicialmente querían ir a la biblioteca de otro pueblo para investigar, pero después de echar un vistazo rápido en la biblioteca de Camwell comprendieron que no iban a encontrar una selección mejor de libros sobre ocultismo que la de la biblioteca local. —Viene gente de todas partes para consultar nuestros libros —dijo la bibliotecaria con ojos risueños—. Son pocos los días en que no llaman de la Universidad de Yale para preguntar si tenemos algo. —¿Y lo tienen? —preguntó Darci. —¿El qué? —Los libros que piden en Yale. —Oh, sí, sí. Aún no les he fallado. Si no lo tengo, sé dónde pueden encontrarlo. Debo admitir que una vez tuve un problema para encontrar un libro que no ha se había impreso desde 1736, pero lo encontré. —¿Dónde? —preguntó Adam, y cuando la bibliotecaria solo le miró, añadió—: ¿Dónde encontró ese libro tan antiguo?

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—¿Por qué...? —empezó la mujer, y se interrumpió—. El teléfono. Discúlpenme, debo cogerlo. Pero no sonaba ningún teléfono. —Seguramente la llama su gato negro —musitó Darci. Pero incluso en su amplia lista de referencias, Darci no encontró nada sobre una mano izquierda con lunares. Mientras Darci había estado encerrada en la biblioteca, Adam se había pasado el día haciendo consultas en internet y por teléfono, intentando recabar toda la información posible. Sobre qué, Darci lo ignoraba, porque tapaba el ordenador portátil cada vez que ella se le acercaba. Con el permiso de la bibliotecaria, conectó su ordenador a una línea telefónica de la biblioteca, de modo que tenía a Darci a la vista todo el tiempo. Pero gran parte del día había estado fuera, al sol, hablando por el teléfono móvil —siempre con un ojo puesto en Darci a través de la ventana. Una vez, ella le había puesto a prueba permaneciendo diez minutos en la sala de descanso. Pero Adam se hallaba en la puerta cuando ella volvió a la biblioteca. —Sería una ayuda si me dijeses qué es ese objeto mágico —le preguntó Darci cuando pararon para comer. Ella había cruzado la calle corriendo, para entrar en una tienda y comprar sandwiches y botellas de zumo de fruta que tomaron sentados en las escaleras de la biblioteca. Adam ni siquiera le pidió que le devolviera el cambio. —¿Y qué debe de haber en mí que me permite abrir... esa cosa? —preguntó mientras tomaba un bocado de pavo y pan integral—. Sea lo que sea, no puedo seguir llamándolo «cosa». ¿Y cómo la abriré? —Temo que me estarás dando la lata sin parar —murmuró Adam. Pero tanto si le daba la lata como si no, Adam no iba a contarle nada más por ahora. Por mucho que ella le pinchase, no iba a darle más información de la que le había proporcionado la noche anterior.

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Al final del día, cuando volvieron a la casa de huéspedes, Darci estaba más que enfadada con él. —Me has metido en la biblioteca solamente para tenerme donde pudieses verme, ¿no? — le lanzó una mirada encolerizada—. No he encontrado nada sobre una profecía y aún menos sobre brujas zurdas. O lunares. O lo que fuese. Y tú sabías que no iba a encontrar nada, ¿verdad? Lo sabías porque sabes mil veces más de lo que me cuentas ¿no? Pero lo que planeas es tenerme bien ocupada para que no me entrometa en tu camino hasta que encuentres esa... esa cosa, ¿y después? La abro para ti, tú descubres lo que querías saber... ¿y me envías de vuelta a Putnam? ¿Es este tu plan? —¿Putnam el hombre o Putnam el pueblo? —preguntó Adam intentando hacer una broma y calmar los ánimos. Pero no era tan bueno como Darci bromeando, y su intento fracasó. —Creo que quiero acostarme pronto esta noche —aseveró Darci, con ojos fríos. Su mandíbula dibujaba una línea recta. Adam esbozó una sonrisa de engreído. —¿Seguro? ¿Qué te parecería un bistec para cenar? Tal vez puedas sonsacar información a Sally. —No, gracias —respondió Darci, luego giró sobre sus talones, se fue a su habitación y cerró la puerta detrás de ella. Adam se quedó en la sala de estar, con la boca abierta. —¿Había rechazado Darci una comida? Bueno, pensó, está enfadada conmigo. Así será más fácil apartarla de todo esto. Lo que deberíamos hacer es coger los dos el primer avión que saliese de Connecticut e irnos a casa. Pero dónde estaba su hogar, pensó. ¿Era su hogar allí donde había crecido con su tía, su tío y sus primos? ¿Un lugar donde nunca había encajado? ¿No era este viaje un intento de averiguar la verdad sobre sí mismo? ¿De saber algo sobre su hermana? 119


¿Y qué había de Darci? ¿Volvería a Putnam y a su alto y fuerte novio y se casaría? ¿O volvería con su tía y su tío sabiendo, como ella misma había dicho, que estaba poco preparada para cualquier trabajo? No la veía como recepcionista. Tal vez como ayudante personal de algún hombre gordo que la perseguiría alrededor del escritorio, o... Antes de seguir pensando, Adam caminó hacia la puerta de la habitación de Darci y levantó la mano para llamar, pero no lo hizo. —Es un espejo —dijo a través de la puerta cerrada—. Las brujas tienen un espejo que muestra el futuro y el pasado: lo que ha pasado y lo que pasará. Ignoro si existe una profecía sobre alguien escrita en algún lado. Sin embargo, alguien está leyendo en el espejo, probablemente te ha visto y sabe que vas a ser la próxima que lo va a leer. Esperó unos momentos, pero no oyó ningún ruido dentro de la habitación. —¿Qué es lo que quieres ver en el espejo? —su voz surgió de detrás de la puerta—. ¿El pasado o el futuro? —No tientes a la suerte —respondió Adam. Al cabo de un momento, el pomo giró y Darci salió de la habitación. No le miró directamente, pero él pensó que estaba enfadada con él. La única idea de Adam es que ella recuperase su buen humor. Una Darci callada no era muy divertido. —¿Te enteraste de algo en la biblioteca, hoy? —le preguntó mientras abría el guardarropa y sacaba la chaqueta de ella. Era de un color borgoña intenso, y la piel era suave como... bien, casi tan suave como el pelo de Darci—. Es decir, algo que no fuese acerca de brujería. Vi que leíste mucho, e hiciste varias preguntas a la bibliotecaria. Pensé que quizás habrías leído sobre algo más —sus ojos parpadearon—. ¿Tenías alguna revista de cine escondida debajo de los libros? Mientras introducía los brazos en las mangas, Darci le miró entrecerrando los ojos. Durante todo el día sabía que no iba a encontrar nada, porque lo que buscaba no existía. Mientras le abría la puerta, ella le sonrió. 120


—De hecho, he averiguado algunas cosas —le dijo con ojos llenos de inocencia—. He averiguado que tu familia es una de las más ricas del mundo y que lo ha sido durante siglos. Tu familia aparece mencionada por lo menos en una decena de libros. Dicen que se remonta hasta la época de los caballeros medievales. Tus antepasados luchaban bien, y además tenían facilidad para casarse con mujeres ricas. La casa en la que te criaste fue construida por uno de esos magnates, llamado Ken Taggert, el cual... Darci se rió cuando Adam le puso las manos sobre los hombros y la empujó hacia fuera. —Se suponía que debías investigar sobre algo que yo no sé —dijo con firmeza cuando estuvieron fuera—. Cobras para ayudarme, no para fisgonear en mi vida personal. Además... —Por cierto, ¿no me debes una paga? —Si descuento todos los champús y comidas que te he pagado, no te debo... Al oírlo, Darci se dio media vuelta y se dirigió a la casa de huéspedes. Obviamente, no quería comer si ello significaba que iba a tener que pagarlo todo. Pero Adam la cogió del brazo y tiró de ella para que anduviese a su lado, y como aún dudaba, tomó su brazo en el suyo y continuó avanzando. —Por cierto, ¿qué te pasa con el dinero? ¿Estás ahorrando para algo? Es decir, aparte de la libertad. Como ella no respondió en seguida, Adam supo que había dado en uno de sus secretos. —¡Aja! —exclamó—. Ahora eres tú la que tendrá que responder. Quizá tendría que indagar en internet y no en las fábricas de coches de Putnam. En cuanto hubo dicho eso, supo que se había equivocado. Pero Darci no se había dado cuenta de lo que acababa de decir. Tal vez ella pensaba que... Darci se detuvo bruscamente y le miró.

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—Has buscado Putnam, ¿verdad? Alguien me dijo que internet era peor que el Doomesday Book. No se pueden tener secretos con nadie. De hecho... Entonces, antes de que Adam pudiese parpadear, Darci le había abierto la chaqueta, había introducido su mano y cogido un pliego de hojas que llevaba en el bolsillo interior. ¡Eso ya era demasiado! —¡Devuélvemelos! —dijo mientras le arrebataba los papeles. —¡Estaba en lo cierto! —confirmó Darci poniendo el papel bajo la luz—. El nombre de Putnam aparece en todas estas hojas. Has estado indagando sobre él. Por encima de su cabeza, Adam le quitó las hojas de las manos y las introdujo de nuevo en el bolsillo. Luego se cerró la cremallera hasta el cuello. —Sentía curiosidad sobre él, eso es todo —declaró Adam firmemente—. Estás tan obsesionada por el dinero, que pensé... —la observó por el rabillo del ojo. No quería que se perdiese esa sensación de sentirse despreocupados—. Pensé que quizá Putnam te estuviese chantajeando —explicó, para hacerla reír. Pero otra vez su intento fue un fracaso. En lugar de reír por esta frase sin sentido, Darci permaneció callada. Se apartó de él, echó a correr hacia el semáforo y apretó el botón. Como siempre, no pudo esperar a que el semáforo cambiase para cruzar la calle corriendo, haciendo que una mujer que conducía un enorme coche SUV negro tuviese que dar un fuerte frenazo. Minutos más tarde, cuando Adam entró en la casa de comidas frunciendo el ceño y dispuesto a sermonearla sobre la seguridad, Darci habló antes de que él empezase. —Hay gente en nuestro reservado —dijo ella, señalando con la cabeza a dos personas que estaban sentadas con sendas tazas de café delante. —Hay otros cuatro libres —dijo Adam mientras ella se quitaba la chaqueta—. Sentémonos en uno de esos.

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—No —se opuso Darci en voz baja, mirando a las personas de «su» reservado—. Ahí es donde siempre nos hemos sentado y donde quiero sentarme ahora —su voz era cada vez más suave, y dejaba pausas entre las palabras—. Voy a usar mi Persuasión Verdadera y... hacer que... se vayan. Sonriendo y moviendo la cabeza hacia ella, Adam contempló cómo Darci fijaba la vista con gran concentración en las dos personas mayores que se encontraban en el reservado donde ella y Adam se habían sentado otras veces. —¡Ya está! —dijo al cabo de un momento, y Adam levantó la mirada para ver cómo la pareja se iba. Pero claro, seguramente habían terminado su café, y eso tenía que ver con que se fueran, pensó, riendo entre dientes. Pese a ello, no iba a decir nada, no fuera que ella se enfadase otra vez. —¡Buen trabajo! —dijo, sonriendo por encima de su cabeza; entonces esperaron a que el chico limpiara la mesa para que pudiesen sentarse. —Bien, cuéntamelo todo sobre ese espejo —le pidió en cuanto estuvieron sentados. —Ustedes, ¿quieren el especial, o bien les traigo todo lo que hay en el menú? —dijo Sally, la camarera con su sonrisa de satisfacción. —Tomaremos lo que nos recomiende —respondió Adam, y sonrió mirando a Sally de un modo que le hizo dejar de mascar el chicle un momento. Sally se inclinó sobre Darci y le dijo en tono de conspiración: —Estás muy ocupada con él, cariño. Quizá deberías mirarle como lo hiciste con esa pareja de ancianos. Haz que se porte bien —tras esto, se fue riendo. —¡Esa mujer es demasiado entrometida! —murmuró Adam en cuanto se fue. —Es un pueblo pequeño —respondió Darci en tono despectivo—. Bien, cuéntamelo todo. —Si Putnam es tan rico y vas a casarte con él, ¿por qué necesitas contar cada penique? 123


—Ya sé bastante de Putnam —protestó Darci impaciente—. Quiero que me hables de ese espejo. ¿Cómo supiste que existía? —Es una larga historia —dijo mirando el puño de su blusa, que sobresalía por debajo del jersey—. ¿Te había dicho que el color del suéter que llevas te queda muy bien? Hace juego con tus ojos. Ella le lanzó una mirada furiosa. —Este jersey es violeta y, a menos que no distingas los colores, estás intentando cambiar de tema. Adam tardó un poco en hablar, cuando lo hizo, habló con una voz tan baja que Darci apenas le oía. Ella se inclinó, imitándole, hasta que sus cabezas casi se tocaron. —Ya te dije que en el espejo se puede ver el pasado. Muestra lo que ha pasado, y en el pasado sucedió algo que quiero averiguar. Como Adam no continuaba, Darci se reclinó sobre el respaldo del reservado y pensó en lo que él le había dicho y en lo que ella sabía de él. —Tus padres —afirmó en voz baja—. Se trata de eso, ¿verdad? Dijiste que habían muerto, pero ¿cómo murieron? —No lo sé —dijo Adam de nuevo en voz tan baja que ella casi no lo oyó—. Mira, la verdad es que todo eso que se dice del espejo es una leyenda. Podría ser mentira. Tal vez ni siquiera exista de verdad. Tal vez... —bajó la mirada y parecía valorar si debía contarle más—. Es el espejo de Nostradamus —pronunció de un tirón. Al oírlo, Darci se quedó con la boca abierta. —Ese espejo es... —Sí —dijo Adam—. El espejo. Miró en el espejo, vio el futuro y escribió sobre ello.

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Los ojos de Darci tenían una mirada ausente cuando siguió hablando. —Pero predecir el futuro era algo ilegal en la Francia del siglo XVI, por eso puso en clave todo lo que escribió, de modo que aún hoy la gente no sabe qué es lo que predijo. Durante la Administración Kennedy aparecieron una decena de libros que decían que muchos de los versos de Nostradamus se referían a esa familia. Pero claro, veinte años más tarde, los textos se interpretaron de forma completamente distinta. No aludían a los Kennedy. Pero Dolores Cannon dice... ¿Qué ocurre? —exclamó Darci porque Adam la miraba como si le hubiese salido una tercera cabeza. —¿Cómo diablos sabes tanto sobre este espejo? Darci se encogió de hombros. —Me interesan muchas cosas, y leo mucho. En Putnam no hay mucho que hacer, y puedes creerlo o no, pero el pueblo tiene una biblioteca pública. —¿De quién es? —preguntó Adam al momento. —De Putnam, por supuesto. El padre, no el hijo, aunque Putnam da a su padre listas de libros que cree que la biblioteca debería comprar. —De acuerdo —dijo Adam pensativo—. ¿Y quién elige los libros que aparecen en las listas? ¿El padre o el hijo? —Cest moi —dijo Darci alegremente, lo cual hizo reír a Adam. —Debería haberlo adivinado —dijo él—. Así que tu novio te compra los libros que quieres y los pone en la biblioteca para ti. Dime, si es tan rico, ¿por qué no llevas un anillo de compromiso? —No quiero anillo —replicó Darci de un modo que evidenciaba su deseo de cambiar de tema—. Así que encontraste el espejo —dijo con la voz llena de admiración—. No sabes cuántas veces me he preguntado qué había sido de él. De hecho, me preguntaba qué había sido de todos los objetos mágicos. La lámpara mágica de Aladino probablemente tenía una 125


base real. ¿Y qué hay de la alfombra mágica? ¿Y qué pasó con el espejo que le decía a la reina que era la más bella de todas? —¿De qué estás hablando? —inquirió Adam. —Ya sabes, en Blancanieves. La reina. —Blancanieves. ¿Es la que cayó en la madriguera de un conejo? No, ése era un conejo blanco. ¿O no? Pero ¿qué tiene que ver todo esto con un espejo? Aquí se detuvo porque Sally colocó las fuentes llenas de comida frente a ellos. Había lonjas de pavo con salsa de arándanos, puré de calabaza, patatas asadas, succotash y una cesta llena de pequeños bollos con trocitos de calabacín por encima. —Esto debería sustentarla un buen rato —dijo Sally a Adam—. De todos modos iré a por tarta de calabaza. —Vaya un sentido del humor tan extraño tiene esta mujer —comentó Adam frunciendo el ceño. —Me recuerda a la bruja de Hansel y Gretel, cuando engordaba a los niños. —¿Para qué? —preguntó Adam mientras cogía un bollo. Pensó que mejor coger uno ahora, antes de que Darci se los zampase todos. —¿Para qué? —¿Para qué engordaba a los niños, la bruja? Darci le miró con incredulidad. —Para comérselos, por supuesto. ¿Dónde creciste que no conoces estos cuentos? ¿No conoces Blancanieves ni Hansel y Gretel? Adam abrió la boca para hablar, y en seguida la cerró y bajó la mirada al plato. 126


—En lugar de preparar una mentira, ¿por qué no me dices la verdad? —le sugirió. —Lo haré en cuanto tú me cuentes lo tuyo con el dinero y Putnam —le lanzó él. Darci empezó a decir algo, pero se puso un pedazo grande de pavo en la boca y le indicó a él con la mano que no podía hablar. —De acuerdo —accedió Adam—. En cuanto a los cuentos, si tratan de brujas que engordan a niños para comérselos, me alegro de no haberlos oído nunca. Suena horrible. —Muy mal, es cierto. En una ocasión hice un trabajo sobre el origen de los cuentos de hadas y averigüé que su contenido ha sido considerablemente suavizado desde que se empezaron a contar. ¿Sabías que la mayoría de versos del Mother Goose surgieron como poemas populares políticos? —No, cuéntame —dijo Adam, mientras le tendía la cesta de bollos. Dos noches antes había platicado sobre comida y vinos, pero hoy le tocaba a ella contarle todo lo que sabía. Al principio, la única intención de Adam al pedirle que le hablara acerca de canciones infantiles era evitar que le hiciese más preguntas sobre el espejo y sobre cómo sabía lo que sabía. Pero mientras escuchaba, Adam se dio cuenta de que le interesaba lo que ella estaba contando. Al final, tuvo que admitir que sus conversaciones con ella superaban las conversaciones que sostenía cuando cenaba con una mujer. La mayoría de las veces se sentía como si le hubiesen puesto bajo un foco y le interrogasen: «¿Dónde te criaste? ¿A qué universidad fuiste?», le preguntaban. «Oh, ¿eres pariente de esos Montgomery?». Esta última frase la decían con lo que su primo Michael llamaba La Mirada del Dinero. Pero hoy Darci había averiguado quién era su familia y, salvo que le había gustado descubrir algo que él no quería que supiese, no parecía que su actitud hacia él hubiese cambiado en absoluto. Sonriendo, le pidió que le contase más cosas sobre cuentos infantiles. Mientras, en la parte trasera de su mente, Adam estaba forjando un plan. Quizá no habían logrado encontrar nada en la biblioteca ni en Internet, pero había alguien que sabía mucho: el hombre que salió corriendo de la tienda, el hombre que había huido al ver la mano izquierda de Darci. 127


Todavía sonriendo, Adam asintió a lo que le decía Darci.

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9 Adam no se atrevía a poner la alarma del reloj a las cuatro de la madrugada porque estaba seguro de que Darci lo oiría cuando sonase. En lugar de ponerla se obligó a despertarse temprano. De este modo abrió los ojos a las tres cuarenta y cinco. «No está mal», se dijo a sí mismo, mientras echaba una ojeada a la esfera luminosa del reloj. Muy lentamente, sin hacer el más pequeño ruido, apartó las mantas y salió de la cama. La noche pasada, durante la cena, mientras Darci hablaba él la escuchaba, no obstante, también había planeado esto cuidadosamente. No quería dejarla sola, desprotegida, ni siquiera unos minutos, pero imaginó que si tenía que dejarla, de madrugada era mejor que de noche. Así, la noche anterior, mientras Darci se duchaba, Adam había guardado algo de ropa en el cajón inferior de la mesa que había junto al sofá, en la sala de estar. Ahora, había salido de puntillas y se había vestido en la sala. Como no oía ningún ruido de Darci, sonrió, pensando que estaba a punto de lograr un gran éxito. «¡Qué perspicaz!», pensó. Lo extraño es que no hubiese encontrado la ropa que había escondido ni hubiese deducido lo que pensaba hacer. Cuando Adam se hubo puesto un chándal oscuro, escribió una nota diciendo que había salido a correr; luego puso la nota sobre la mesa del comedor, junto a la ventana. Muy despacio y en un silencio absoluto, abrió la puerta de la calle y salió de puntillas. Si la suerte le acompañaba, pensó que estaría de vuelta antes de que Darci se despertase. La noche anterior había ideado una excusa para salir fuera el tiempo necesario para mover el coche. Quería que estuviese más lejos de la casa de huéspedes para que el ruido del motor no despertase a Darci de madrugada. Una vez dentro del coche, con el motor encendido, Adam relajó los hombros y sonrió. No había sido tan difícil, ¿no? Pero la puerta del pasajero se abrió y Darci entró de un salto al asiento vacío. Vestía su camiseta a modo de pijama y sostenía la ropa bajo el brazo. Ni siquiera le miró, sino que sus ojos se mantuvieron dirigidos al frente.

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Adam abrió la boca para decirle que no deseaba que fuese con él, que tenía algo personal que hacer, y que ella debía quedarse. Quería decirle que se bajase del coche y le esperase. Quería decirle... Pero sabía que iba a malgastar sus fuerzas. En lugar de darle la lección que debía darle, suspiró y puso marcha atrás. —¿Vas a aguantar sin comer? —le preguntó. —Oh, sí —respondió ella con una sonrisa que le hizo saber que había ganado—. Puedo pasar días sin comer. —No quiero saber cómo lo sabes —dijo Adam mientras hacía girar el coche y se dirigía hacia la carretera donde se encontraba la tienda rural. Darci extendió sus tejanos y empezó a subírselos por debajo de la larga camiseta. —La gente se olvidaba de darme comida hasta que aprendí a utilizar la Persuasión Verdadera en ellos —le explicó; su voz le decía lo contenta que estaba por haberle encontrado. Adam intentaba con todas sus fuerzas no mirarla mientras se vestía. Era como si, otra vez, le hiciese sentirse como si fuese un chico de de quince años desesperado por estar con una chica. —De acuerdo —dijo—, voy a picar. ¿Qué es exactamente tu Persuasión Verdadera y cómo funciona? —necesitaba algo que le distrajese. ¿Se iba a quitar la camiseta antes de ponerse el jersey de cuello alto? —Cualquiera puede hacerlo —empezó Darci quitándose la camiseta por debajo del jersey y, por lo tanto, sin enseñar en absoluto la piel—. De pequeña leí en un libro que si concentras la mente en algo, puedes hacer que suceda. Todo lo que tienes que hacer es pensar intensamente en lo que quieres que una persona haga, y puedes lograr que lo haga. —¿Como mirar la parte posterior de la cabeza de alguien y hacer que la gire? 130


—Sí, exactamente. —Pero tú has hecho de ello una forma de arte. —¿Te ríes de mí? —Sí, porque si no busco algo de humor en esta situación, podría parar el coche y atarte en el maletero. ¿No ves que si me iba sin decirte adonde es porque no quería que vinieses conmigo? —Claro que sí. Pero si hacía lo que tú querías que hiciese, tan solo estaría sentada y esperando Dios sabe qué. ¿Quieres que te siga hablando de la Persuasión Verdadera o no? Podría serte de ayuda alguna vez. De hecho, cuanto más te conozco, más pienso que necesitas Persuasión Verdadera en tu vida. ¿Como puedes haber crecido siendo tan rico y sin embargo ser tan inútil? Contra su voluntad, Adam sonrió. —Hacía mucho tiempo que no oía esa palabra. Ser rico no lo es todo. Hay otras cosas en la vida, además del dinero. —¿Habías observado que solo la gente rica dice eso? —señaló Darci—. Los pobres están tan ocupados en pagar sus facturas que no pueden pensar en nada más que en el dinero. —¿Es ese tu problema? ¿Tienes facturas que pagar? ¿Es ese el motivo por el cual te tiras al suelo por cinco centavos? —Darci no respondía, y Adam cambió de tono—. Mira, si necesitas dinero para algo, puedo ayudarte. Tardó un momento en empezar a hablar. —¿Tienes montones y montones de dinero? —le preguntó en voz baja. Al girarse, Adam comprobó que de nuevo tenía la mirada fija hacia delante, y la expresión de su rostro era seria.

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—Sí, lo tengo —respondió—. ¿Cuánto necesitas? —No lo sé exactamente —replicó girando la vista hacia la ventana de la puerta—. Tengo que sumarlo, pero creo que son unos siete millones. Entonces Adam desvió el coche hacia un lado de la carretera, apagó el motor y se giró para mirarla. —Bien, ahora dime. Necesitas dinero. ¿Cuánto dinero necesitas? —Unos siete millones —respondió, y su voz sonó como si dijese «siete dólares»—. Pero no pasa nada. Hay otras formas de devolver el dinero. Creo que es mejor que continuemos. Los tenderos se levantan temprano. ¿Es allí adonde vas, no? Adam esperó, pero Darci no dijo ni una palabra más. —¿No vas a decirme nada más de ese dinero que debes? —No, si puedo evitarlo —dijo Darci, y acto seguido cerró la boca firmemente. Adam volvió a arrancar el motor del coche y avanzó hacia la carretera. —Un día tú y yo vamos a tener una larga conversación. —Estaría bien —respondió ella—. ¿Qué te parece si empiezas tú? Quiero saberlo todo acerca de tus padres, por qué no sabes cómo murieron y cómo sabes que existe ese espejo, y, por supuesto, quiero que me digas toda la verdad sobre por qué me contrataste. Es decir, aparte de porque puedo mirar ese espejo y ver el futuro. Y el pasado. ¿Y cómo sabes que esas personas tienen el espejo? ¿Quieres explicarme todo eso? —Tanto como tú deseas contarme tu propia historia —le soltó Adam secamente. Entonces aminoró la marcha porque se estaban cerca del desvío de la tienda—. Ahora escúchame — le apremió con un tono de voz urgente—. Quiero que te quedes en el coche mientras voy a hablar con ese hombre.

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—¿Hablar con él? Si querías hablar con él, ¿no deberías haber venido cuando la tienda estuviese abierta? Ahora tan solo empieza a clarear. —Bueno, tal vez quiera mostrarme un poco expeditivo. La verdad es que estoy en un callejón sin salida. Pensé que iba a resultarme más fácil conseguir el espejo. Pensé... —se interrumpió y la miró de soslayo. —Comprendo. Pensaste que eras una especie de imán para ese objeto, ¿no? Tu vidente te dijo que encontrarías ese espejo, y tú pensaste que sería como una bruja de agua y ¿adivina dónde está? Lo pensaste, ¿no? —Tienes una forma muy desagradable de plantear las cosas —arguyó Adam mientras abría la puerta del coche; luego volvió a mirarla—. Ya has oído lo que te he dicho, ¿no? Debes quedarte en el coche con todas las puertas cerradas. Durante unos segundos, el rostro de Adam empalideció; cuatro chicas que encajaban con la descripción de Darci habían desaparecido en esta zona, y más tarde se habían encontrado sus cuerpos mutilados lejos de aquí. —No voy a... —prosiguió mientras cerraba la puerta y cogía la llave. —¡Voy a salir! —dijo Darci, y salió del coche antes de que él pudiera detenerla. Tenía que dejarla, ¡sin duda podía atravesar corriendo los bosques de Connecticut! Era ágil como uno de esos ciervos que merodeaban libremente y comían todo lo que se plantaba alrededor de las casas de campo, al tiempo que iban dejando tras ellos millones de garrapatas. Adam corrió tras ella, quería gritarle, pero al mismo tiempo no podía alertar a quienquiera que pudiese estar en la tienda. —La mataré yo mismo —dijo mientras saltaba por encima de un árbol caído. La agarró por detrás del cuello justo cuando llegaba a la grava del solar del aparcamiento situado detrás de la tienda. Pero antes de que Adam pudiese decir nada, oyó que se acercaba un coche. De un solo movimiento, se echó al suelo arrastrando a Darci con él.

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Una vez en el suelo, la rodeó con su brazo y le puso la mano sobre la boca. Estaba seguro de que si ella veía al vendedor, le llamaría y le preguntaría qué sabía. No podía dejar que preguntase al hombre por las manos con lunares. El coche, sin embargo, no se detuvo, sino que dio dos vueltas alrededor de la tienda, la segunda vez avanzando muy despacio cuando pasó cerca de ellos. Mientras pasaba, Adam bajó la cabeza y escondió a Darci debajo de su cuerpo, de modo que casi no se la veía. El coche se fue del solar del aparcamiento después de la segunda vuelta, pero Adam esperó hasta que pudo ver el coche entre los árboles, cuando ya volvía a la autopista. —Bien —susurró a Darci—. Vamos. —¿Adónde creen que van? —dijo una voz detrás de ellos. Adam se dio la vuelta, a punto para dar una patada a la persona que tenían detrás, pero el hombre estaba fuera de su alcance. Era evidente que había aprovechado el ruido del coche sobre la grava para evitar que oyesen que se acercaba. Aunque llevaba la cara tapada, Adam en seguida supo que no era el hombre de la tienda. Este era más alto y delgado, vestía ropa de deporte holgada y oscura y parecía que estaba en buena forma. Ocultaba su rostro tras un pasamontañas de esquí negro, y su mano sostenía una semiautomática, una 38, supuso Adam. —¿Queréis moveros de ahí? —dijo el hombre lentamente, apuntando con la pistola hacia un claro entre los árboles. Adam empezó a andar delante de Darci. —Déjela. Ella no tiene nada que ver con esto. El hombre soltó una carcajada ahogada. —Por lo que sé, ella tiene mucho que ver con esto.

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—¡No! —protestó Adam—. Ella no es quien creéis que es. Es mi... —No me importa lo que hagas con ella, eso no es cosa mía. Tan solo tengo que... ¡Hey! — exclamó. Permaneciendo de pie, Adam contempló con estupor cómo el hombre bajaba lentamente el brazo que sostenía el arma. Realmente, parecía como si no pudiese controlarse, como si su brazo derecho estuviese controlado desde el exterior. Cuando Adam se giró para mirar a Darci, vio que tenía esa mirada de intensa concentración en su rostro que ya había visto antes. La noche anterior, pensó. Había visto cómo miraba del mismo modo a esa pareja de ancianos cuando quiso que se fueran de «su» reservado. ¿Qué fue lo que dijo? Que iba a aplicarles la Persuasión Verdadera. En el mismo momento en que Adam pensaba esto y hacía estas observaciones, se preguntaba por qué no daba un paso. ¿Por qué no daba un salto y aprovechaba aquello que estaba provocando que el hombre bajase el arma? Lo más extraño fue que Adam sentía que no podía moverse. Era como si todo su cuerpo, desde el cuello hasta los pies se hubiese convertido en una estatua, como si estuviese congelado. Podía mover el cuello poco a poco y mirar de Darci hacia el hombre y de nuevo a Darci, pero al parecer era incapaz de mover el resto del cuerpo. Pasados unos momentos, Darci, sin perder la concentración, sin apartar la vista del hombre, lentamente avanzó hacia él y le quitó el arma de la mano. La sostuvo por la empuñadura, con la mano en el gatillo, con aire de saber utilizarla, y apuntó a la cabeza del hombre. —Ahora quítate el pasamontañas —le dijo. Pero entonces Darci estornudó. Y su estornudo truncó su concentración. Una vez se hubo cortado, su poder sobre el hombre y sobre Adam desapareció. El hombre intentó arrebatarle la pistola a Darci. Pero ella echó a correr por el bosque. —¡Eres una bruja! —gritó por encima del hombro—. ¡Y te atraparán! 135


Adam tardó unos momentos cruciales en recuperar los sentidos, tanto de la mente como del cuerpo; pero en seguida salió tras el hombre. No obstante, era demasiado tarde. Además, el enmascarado conocía el bosque y Adam no. Como si hubiese desaparecido en medio de una nube de humo, el hombre se había esfumado. Lentamente, Adam volvió hacia Darci. Estaba sentada sobre un tronco, con la pistola sobre el regazo, y la vio pálida de agotamiento. Le temblaban los hombros, parecía como si fuese a desmayarse de un momento a otro. Adam sabía que debía confortarla, porque, obviamente, lo que acababa de hacer la había dejado agotada. Pero por más que lo intentaba, Adam no era capaz de ayudarla. Tampoco se le ocurría nada que decirle. En primer lugar, no estaba seguro de lo que acababa de ver y sentir. Lo que había sentido era lo más increíble. De algún modo, Darci había utilizado su mente para paralizar a dos hombres adultos. —Tu suéter se te ha caído hacia atrás —le dijo después de mirarla unos segundos. —Oh, ¿sí? —apartó la pistola de su regazo, la dejó a un lado, sobre el tronco, y poco a poco y con cuidado, se levantó, sacó los brazos del suéter y le dio la vuelta. Adam cogió la pistola y la sostuvo por detrás de la espalda.

—¿Lista para que nos vayamos? —le preguntó suavemente—. No creo que averigüemos nada... más —añadió esto porque, aunque todavía no estaba seguro, pensó que tal vez ya había averiguado más de lo que quería saber. Recordó lo que Helen, la vidente, había dicho acerca de Darci: «No es lo que parece, ni lo que ella cree que es, ni tampoco como tú la ves». Después de decir esto se había reído. Adam caminó detrás de Darci hacia el coche, preparado para cogerla si se caía, pero no la tocó ni le habló. Una vez ella estuvo dentro del coche, reclinó la cabeza sobre el asiento, cerró los ojos y se quedó como dormida. Pero cuando Adam se sentó en el asiento del

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conductor, le lanzó una mirada y pensó que la muchacha estaba despierta, aunque demasiado agotada para hablar. Arrancó el motor del coche y se dirigió hacia la autopista. «Policía», pensó. Al fin y al cabo, un hombre enmascarado le había estado apuntando con un arma. Adam también sabía que la policía le haría demasiadas preguntas. ¿Qué estaban haciendo en el bosque antes de que amaneciese? Si hubiesen estado en una ciudad, habrían podido escapar con la excusa de que estaban dando un paseo. Pero en este pueblo tan pequeño, no le cabía ninguna duda de que todo el mundo sabía qué era lo que le interesaba. Mientras conducía, Adam miró a Darci. Si la llevaba a la policía, si se abría una investigación y atrapaban al hombre, entonces, ¿qué sucedería? ¿Hablaría el hombre de lo que Darci le había hecho? En el fondo de su corazón, Adam sabía que Darci era la persona a quien el asesino de esas chicas estaba buscando. Si acudían a la policía, ¿estaría Darci corriendo un peligro aún más grave? Cuando llegaron a Camwell, aparcó delante del colmado y empezó a abrir la puerta del coche. —¿Estás enfadado conmigo? —susurró Darci con voz ronca—. No quería... Movió la mano para indicarle que guardase silencio. —¿Qué te parece si compro algo para desayunar y lo llevamos a la casa de huéspedes? Creo que deberíamos tener una larga y tranquila charla, ¿no? —¿Una charla sobre ti o sobre mí? —le respondió con una sonrisa cansada. —Sobre ti —dijo Adam con firmeza—, sin duda. Comparado contigo, soy un tipo sumamente aburrido. Intentaba mantenerse tranquilo y actuar como si lo que acababa de experimentar fuese algo que había visto mil veces. Al fin y al cabo, era un hombre de mundo, ¿no? Pero 137


realmente, había una parte de él que deseaba salir del coche y correr tan rápido y tan lejos como le fuese posible. —¿No prendes fuego a las cosas, no? —preguntó suavemente, medio en broma pero al mismo tiempo en serio. —Aún no he conseguido hacerlo —admitió ella con tal resignación que Adam se puso a reír. Al reír, su sensación de... escalofríos, desapareció. Tan solo era Darci. No era un fenómeno de una atracción de feria ni un personaje de novela. Era una chica divertida que además poseía una facultad extraordinaria. Sonriendo, moviendo la cabeza con incredulidad, salió del coche y en seguida se inclinó hacia la ventana. —Quiero que te quedes en este coche mientras estoy ahí. ¿Entendido? Darci asintió. Todavía estaba pálida y su mirada era lánguida. —Y no quiero que apliques tu Persuasión Verdadera a nada ni a nadie. ¿De acuerdo? De nuevo asintió, pero tenía un aspecto tan triste que empezaba a sentir pena por ella. Sonriendo le dijo: —Antes de que llegases, compré unos rollos de canela deliciosos en esta tienda. ¿Qué tal una bolsa de rollos, zumo de naranja recién exprimido y leche? ¿Qué clase de fruta quieres? —Algo lo bastante bueno para que me digas «Gracias por salvarme la vida» —dijo, sin mirarle.

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Adam quedó desconcertado unos segundos; luego empezó a defenderse, pero en seguida lo dejó, moviendo la cabeza asombrado. Quizás ella le había salvado la vida. Aún no estaba seguro de cómo lo había hecho, pero de algún modo había detenido a un hombre armado. Y a él. Darci T. Monroe sabía usar su mente para inmovilizar a la gente. Todavía moviendo la cabeza, todavía incrédulo, Adam entró en el colmado y salió quince minutos más tarde con cuatro bolsas, una llena de bollos, zumo y leche, y las tres restantes llenas de cada una de las frutas que había en la tienda.

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10 —Ni siquiera tarta de chocolate cubierta de frambuesas —dijo Darci enérgicamente, y luego añadió—: Lo vi una vez en una revista. ¿Suena bien, no? Pensaba en la cena... —Podemos pedirla —dijo Adam molesto—. Mira, quiero hacer solo otra prueba y ya está. Quiero ver si puedes... —¿Qué? —le espetó— ¿Hablar con animales? ¿Es eso lo que vas a pedirme a continuación? —No, claro que no. Eso es absurdo. No... No puedes, ¿verdad? —preguntó Adam. Darci le lanzó una mirada furiosa. —Me voy a dar un paseo. Un largo paseo. Sola. —Suena bien —dijo Adam jovialmente—. Creo que iré contigo. —He dicho que quiero ir sola. Adam le mostró una sonrisa falsa. —Los únicos lugares a los que te está permitido ir sola son el baño e ir a tomar un avión. E incluso en ese caso elegiré tu destino. Pero si te quedas, permanecerás cerca de mí, nada de paseos a solas. —Y pensar que creí que eras... —decidió dejar la frase sin terminar. —¿Que era qué? —le preguntó mientras la seguía hacia fuera—. ¿Guapo? ¿Inteligente? ¿Qué? Darci se paró y le miró.

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—Me habría equivocado si hubiese pensado algo de eso, ¿no es cierto? —No todos podemos ser una rareza, ¿verdad? —dijo estas palabras a modo de broma, pero en cuanto las hubo pronunciado, lo lamentó. Sin una palabra, Darci empezó a andar de nuevo, ahora más rápido. Detrás de la casa de huéspedes había un camino en dirección opuesta a las cabañas de los esclavos, y ella lo tomó. Adam se quedó unos pasos por detrás, sin alcanzarla. La verdad era que necesitaba algún tiempo para pensar en lo que había pasado durante el día y en lo que había visto y, lo más importante, en cómo continuar. Solo eran las seis de la mañana cuando volvieron a la casa de huéspedes del Grove. Adam iba cargado con las cuatro bolsas de comida. Una vez en el interior, con mucho tiento había preguntado: —¿Te sentirías mejor si fuésemos a la policía? —Claro —respondió con una mueca—. Nos pasaríamos días respondiendo preguntas. «Y ¿cómo escaparon de ese hombre armado?», preguntarían. Y tú dirías: «Oh, mi asistente, que es un fenómeno, utilizó...». —¿Primero quieres melón o mango? —preguntó Adam cortándola. Darci le miró pestañeando. —¿Está bueno el mango? A partir de entonces no hablaron más de la policía, había entre ellos un silencioso acuerdo tácito. Habían extendido la comida encima de la mesa de café; Adam estaba sentado en el sofá y Darci en el suelo.

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—Bien —empezó Adam en cuanto se hubieron acomodado—. Quiero saber exactamente qué puedes hacer. —¿Por qué algunos pomelos son rosa y otros amarillos por dentro? —preguntó Darci—. Los rosas están cruzados con otra fruta, ¿o crees que los productores han hecho que sean rosa porque algún estudio del mercado mostraba que los compradores prefieren los pomelos rosas? —Ya veo —dijo mientras mordía un panecillo con melón— que cambias de tema. ¿Significa eso que quieres que lo averigüe por mí mismo? —No —dijo con dulzura mientras pinchaba una porción de mango con el tenedor—. Quiero castigarte. He intentado hablarte de mi Persuasión Verdadera desde que llegué aquí, pero tú te has burlado y me has tratado con condescendencia cada vez que lo he mencionado. Así que si ahora quieres sacarme una sola palabra, vas a tener que pedirlo —en ese momento mordió el mango—. ¡Oh, qué bueno! ¿De dónde son? Durante un instante, Adam la miró consternado, no tenía ni idea de qué hacer exactamente. ¿No se daba cuenta de que este... este «poder» que tenía estaba relacionado con el motivo por el que la vidente dijo que Darci podría leer el espejo? ¿No comprendía cuán importante era este descubrimiento? Con un fuerte gruñido, como si fuese un hombre mayor, Adam se levantó del sofá y poco a poco se puso de rodillas sobre la alfombra. Levantó los codos hacia los lados, con los antebrazos hacia arriba, dejando que las manos le colgasen flácidas, abrió la boca, sacó la lengua y empezó a decir jadeando: —Por favor, dime. Por favor, te lo pido. Te lo pido con... con cada mango y kiwi que ha existido en todos los tiempos. Después del susto inicial, Darci se puso a reír.

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Por fin, pensó Adam, había conseguido hacer reír a Darci. Por fin había hecho una broma que no había caído mal. Y se sorprendió de lo bien que se sentía por haber provocado esa sonrisa en su preciosa cara. —Por favor —continuó, alargando la broma—. Solo una prueba pequeñita. Solo una. Una prueba y escucharé todas las historias de Putnam que me cuentes. Incluso te escucharé cuando hables de tu primo Vernon. —Tío Vernon, primo Virgil —le corrigió Darci—. Y podrías aprender algo si me oyeses hablar de él. Fue él quien me enseñó a usar un arma. Adam se levantó —Quizás esa historia sería demasiado para mí —objetó mientras volvía a ocupar su sitio en el sofá—. Así, ¿toda la gente de Putnam sabe que... que... puedes hacer eso? —A la gente de Putnam le gusta tanto escuchar como a ti —respondió Darci al instante. —Oh... Supongo, pues, que no te han reclamado mucho para que lo usases. —Lo he hecho, pero nadie lo ha notado. Adam pestañeó. —Comprendo —dijo, procurando que sonara como algo natural. Pero entonces pensó que por qué intentar hacer algo que era incapaz de hacer—. No, de hecho, no lo comprendo. ¿Me estás diciendo que durante toda tu vida has estado inmovilizando a personas y que nadie se ha dado cuenta? Darci se estiró por encima de la mesa y pinchó un trozo de mango del plato de Adam. —En realidad, pese a lo que puedas pensar sobre cómo ha sido mi vida, esta ha sido la primera vez que alguien me ha apuntado con un arma, de modo que no sabía que era capaz de inmovilizar a una persona —entonces se detuvo para masticar y engullir—. Todo cuanto he hecho esta mañana ha sido pensar tan intensamente como he podido que quería que 143


ese horrible hombre bajase el arma. Pero al mismo tiempo no quería verte a ti haciendo ninguna estupidez, como pelearte con él para quitarle el arma. Eso es todo. Lo pensé y sucedió. —Entiendo. —¿Quieres dejar de decir eso de una vez? —exclamó—. Pareces Abraham Lincoln. —No le conoces, ¿verdad? —le preguntó, con los ojos muy abiertos. —¿Es una broma? —Quería que lo fuese. A menos que puedas ver a personas de... del más allá. Esa vidente que conociste, Helen, habla con personas muertas constantemente. —Es extraño —comentó Darci. Adam estuvo a punto de formular: «¿Y qué sabes hacer que no sea extraño?». Pero decidió que lo más sensato sería no decir nada. —¿Has explorado tus habilidades? Darci tomó los dos últimos trozos de mango del plato de Adam. —¿Por qué no dices de una vez qué es lo que quieres de mí y acabamos ya con esto? —Quiero ver qué puedes hacer —respondió Adam sinceramente—. ¿Te importaría mucho si hiciese algunos experimentos contigo? Darci se quedó inmóvil cuando se llevaba un trozo de mango a la boca. —¿Quieres decir como con ratones de laboratorio?

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—No —dijo lentamente—. Más bien como... —Adam levantó la cabeza—, como el primer amigo que has tenido que ha observado que puedes hacer algo extraordinario y quiere saberlo todo. Todo sobre ti. Mientras Darci se sentaba parpadeando y pensando en sus palabras, él notaba que su desconfianza se desvanecía. —De acuerdo —dijo suavemente— ¿Qué quieres que haga? Al principio, Adam no tenía ni idea de lo que quería hacer o averiguar. Ni siquiera estaba seguro de qué quería saber. En realidad, nunca le habían interesado las facultades físicas ni las experiencias paranormales. A algunos de sus primos les encantaban las historias de fantasmas, pero a él nunca le habían llamado la atención. El único motivo por el que pretendía recuperar el espejo era por sus padres. Y porque... —Bien —dijo Adam despacio, pensando en qué tipo de prueba le haría—. Primero... ¡Ya lo sé! Escribe algo en un papel, dale la vuelta y utiliza tu mente para intentar que yo haga lo que has escrito en el papel. Quiero ver si eres capaz de hacer que la gente siga tus instrucciones. —Me gusta la idea —dijo Darci entusiasmada mientras cogía un bloc y un lápiz del trinchero. —No vale el sexo —puntualizó Adam. —¿Cómo? —No se haga la inocente conmigo, señorita Monroe. No escribas en ese papel que quieres que te lleve a la cama y me pase todo el día haciéndote el amor. Ni siquiera que te bese en el cuello y... Darci le estaba dirigiendo una sonrisa amenazadora para que se sonrojase. —Nunca lo he tenido en la mente —dijo—, pero obviamente tú sí. Que nunca se diga que yo interrumpí a un hombre. Besarme el cuello. Y luego, ¿qué? 145


—No estoy seguro de que esta actividad en concreto sea una buena idea —se retractó Adam, mirando a otro lado. —No, no, querías hacerlo y vamos a hacerlo. Ahora no puedes rajarte y abandonar. Acto seguido escribió algo en el papel, lo volvió hacia abajo y miró a Adam totalmente concentrada. Durante unos segundos, no pudo apartar la mirada de ella. Entonces pensó que no le gustaban esos experimentos y que debían dejarlo. Quizá sería mejor que él no supiese lo que ella podía hacer. A fin de darse cierto tiempo para pensar, se levantó y se fue hacia la nevera. —¿Quieres un refresco? —le preguntó. —Sí. Seven Up. Mientras seguía pensando, intentando decidir si quería continuar con ello o no, con mirada ausente, Adam cogió una bolsa de galletas saladas de la cesta de snacks que el servicio había dejado en la habitación, las dos latas de soda y lo llevó todo a la mesa de café. Pero en cuanto llegó, se dio cuenta de que Darci querría tomar su refresco en un vaso con hielo. Para ser una chica de campo, tenía ciertas maneras elegantes, pensó. Mientras cogía un vaso y el hielo y vertía en él la bebida, pensaba que quizá debiera abandonar todo el proyecto. —¿Bien? —le preguntó mientras ponía su bebida sobre la mesa—. Estaba pensando que no estoy seguro de que debamos hacer esto. En realidad, pienso... —se interrumpió porque Darci había vuelto el papel hacia arriba. En él decía: «Tráeme una bebida, un vaso, hielo y galletas saladas, y piensa en abandonar todo tu plan.» —Oh —exclamó Adam al tiempo que se sentaba en un extremo del sofá. No sabía si debía sentirse ridículo, asustado o entusiasmado. Ella había hecho que él realizase una tarea. Como un mono adiestrado, pensó.

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Pero lo más asombroso fue que había usado su mente para hacerle pensar lo que ella quería que él pensase. —Si sigues mirándome así, yo... —Darci no sabía qué decir para completar la amenaza, pero sabía que estaba a punto de echarse a llorar.

Adam tuvo que esforzarse por mantener el control de sí mismo. Respiró profundamente e intentó calmarse. —¿Por qué no has intentado usar este... este poder con la persona a quien le debes siete millones de dólares? —se interesó, sorprendido de que pudiese formar las palabras. Su mirada continuaba fija en el papel de la mesa. Darci empezó a sacar los restos del desayuno de la mesa. Mientras lo hacía iba diciendo: —Lo hice. Hice que Putnam me pagase los estudios. —¿Así que se los debes a él? ¿A Putnam? ¿A tu novio? —A su familia —dijo, pero cambió de tema—. Pensé que querías que te hiciese hacer cosas. —Quiero entender todo esto —dijo Adam seriamente, apartando la vista del papel para mirarla a ella. ¿Cómo era posible que esta mujer tan pequeña tuviese tanto poder? Le costaba entender lo que ella podía hacer. Era capaz de usar su mente para hacer que la gente hiciese (y pensase) lo que ella quisiese. ¿Tenía idea de las posibilidades de este tipo de poder? —¿Qué has hecho con esta habilidad que posees? —le preguntó suavemente—. ¿Has utilizado ya este poder a lo largo de tu vida? ¿Cuándo te diste cuenta de que podías hacer esto? ¿Cómo lo has perfeccionado? ¿Has trabajado en ello? ¿Quién está al corriente? —¿Cuál de todas estas preguntas quieres que te responda primero? —le preguntó Darci mientras se sentaba en el suelo y sorbía su bebida—. Quiero dejar algo claro desde el 147


principio. Nunca he usado lo que tú llamas mi poder para hacer algo malo a nadie. La verdad es que, hasta hoy, no sabía que podía... Que podía hacer que la gente se quedara quieta. Miró a otro lado un momento, y cuando volvió a mirarle, la cara de ella le suplicaba que la comprendiese. —¿Sabes?, siempre he creído que todo el mundo podía utilizar la Persuasión Verdadera, pero la gente decide creer que no puede. Prefieren lamentarse de que no pueden hacer eso o lo otro porque alguien no les dio algo, no les amó bastante o cualquier otra excusa que tengan para no hacer algo. —Pero no puedes creer que las personas normales... —Adam interrumpió la frase cuando Darci empezó a levantarse—. Perdona —añadió rápidamente, y ella volvió a sentarse—. Mira, es bonito pensar que todo el mundo en todas partes puede hacer lo que tú haces, pero no pueden. Y me alegra que no puedan. Si todo el mundo pudiese hacer lo que tú... — se pasó la mano por la cara para quitarse de la cabeza esa idea. Mirándola de nuevo, tomó una bocanada de aire. Necesitaba entender todo aquello para sí mismo. —De acuerdo, tal vez no has explorado esta habilidad que posees. Eres joven, y no has tenido tiempo. Y no lo has compartido con nadie porque no creciste en una familia acogedora, que te quería, que se sentase a tu lado y te explicase las cosas, y... —¿Y tú sí? —le lanzó—. No te he oído decir nada cálido ni cariñoso sobre tu niñez. ¿Qué es lo que les pasó a tus padres que es tan horrible que no puedes hablar de ello? Y no me vuelvas a decir que «no lo sabes». ¿Cuántos años tienes, por cierto? —No estamos hablando de mí —dijo, más alto y en tono más irritado de lo que quería—. Se trata de ti y de cómo puedes inmovilizar a una persona en un sitio. ¡Oh, no, no lo haces! — corrigió cuando vio la dura mirada de Darci—. ¿No irás a...? —pero al momento siguiente se inclinó sobre la mesa y le dio un beso en la mejilla.

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Una parte de él estaba enfadada, pero una parte mucho más grande vio regocijo en lo que ella acababa de hacer. Reclinándose sobre el sofá, la contempló. —Quiero que me lo digas todo. Quiero saber qué puedes hacer, qué has hecho ya y quiero averiguar qué es lo que no sabes que puedes hacer. —¿Por qué? —respondió—. Dame una buena razón por la que deba compartir el secreto de mi vida contigo si no lo he compartido con nadie más. Adam tardó un momento en formar una respuesta. —Cuando empecé esta búsqueda, era algo personal. Todo lo que quería saber era qué les había sucedido a mis padres —cuando Darci empezó a hablar, él levantó la mano—. Sí, eso es lo que quiero saber. Pero también quiero saber qué me hicieron a mí. ¡No! No puedo entrar en eso ahora. No es el momento. De todos modos, empecé a investigar y he aprendido mucho sobre cosas horribles que suceden en este mundo. Me gustaría acabar con tantas cosas repugnantes como me sea posible. —Lo que me estás diciendo es que quieres usarme para conseguir aquello que quieres. Adam respiró profundamente. ¿Debía mentir? ¿O debía decirle la verdad y arriesgarse a que ella se enfureciese tanto que se marchase? —Tal vez —dijo, decidiéndose por la verdad—. La idea que voy modelando es que tu podrías estar en un lugar seguro y usar tu mente mientras yo... —Adam levantó las palmas hacia arriba para indicar que no estaba seguro de lo que quería decir. —¿Quieres decir que hemos formado un equipo? —dijo Darci sonriendo—. Casi se podría decir un matrimonio. Adam sonrió. —Supongo. —Tiene sentido —dijo Darci suavemente—. ¿Por dónde quieres empezar? 149


—Con tu historia —respondió rápidamente—. Dime qué has hecho y qué sabes —inquirió mientras sacaba su maletín de debajo del sofá y extraía un bloc de notas y un lápiz. Esta vez, cuando ella empezó a hablar, Adam escuchó. Anteriormente le había acusado de no escucharla, y sabía que ella tenía razón. Cuando ella empezó a hablar, Adam se devanó los sesos para recordar cada vez que había mencionado la Persuasión Verdadera, intentando recordar lo que había dicho —y lo que había pasado—. En su primera noche en Camwell, le dijo que le había encontrado aplicando la Persuasión Verdadera. En Hartford la usó con la peluquera para que le hiciese un magnífico corte. La había usado en las dos personas que se habían sentado en «su» reservado. Y la usaba de niña para conseguir que la gente le diese comida. La había utilizado asimismo para paralizar a dos hombres adultos. —Estornudaste y se rompió el hechizo —dijo Adam, interrumpiéndola—. ¿Durante cuánto tiempo puedes mantener un hechizo? —No soy una bruja —afirmó Darci—. No voy embrujando a la gente. Solo... —Haces que la gente haga lo que quieres que hagan. ¿Durante cuánto tiempo les mantienes bajo tu... —Adam buscó la palabra— «encantamiento»? —Unas personas son fáciles y otras difíciles. Pero creo que depende de lo obstinadas que son. Pero si pienso muy intensamente durante días, puedo hacer caer casi hasta a la persona más obstinada. Sin embargo, a veces no puedo persuadir a alguien, y entonces tengo que manipular a otros de su alrededor. —¿Qué significa eso? —Adam hizo todo cuanto pudo por evitar que su rostro no revelase sus sentimientos. Al parecer, ella no tenía ni idea de lo realmente increíble que era lo que decía. Pero sabía que si hubiese manifestado su asombro, ella hubiese dejado de hablar. Sostuvo el lápiz a punto para anotar su respuesta. —¿Qué vas a hacer con tus notas?

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—Publicar tu biografía y hacer millones —respondió rápidamente—. Te insultarán o te adorarán. Pero sin duda serás una celebridad. —Muy divertido —dijo, aunque no rió, sino que le miró con dureza. —¿Estás intentando que vaya a buscarte algo o intentas leer mi mente? —Leo tu mente —dijo—, cosa que, por cierto, no consigo. ¿Era una broma lo de escribir mi biografía? Nunca estoy segura de cuándo bromeas. —Sí, bromeaba. ¿Sabes?, algunas personas piensan que tengo un excelente sentido del humor. Ellos..., pero eso no importa. Quiero que me expliques qué puedes hacer. Lo sé. ¿Y si me das un ejemplo? Piensa en algo que hayas hecho y háblame de ello desde el principio hasta el final. Dame un ejemplo de cuando hayas trabajado con una persona obstinada. —De acuerdo —respondió Darci despacio—. En Putnam había un hombre llamado Daryl Farnum que tenía un perro muy malo. De hecho, el señor Farnum tenía muchos perros y algunos de ellos seguramente eran encantadores. Supongo. Pero al parecer nunca nadie había visto los perros buenos del señor Farnum, porque los tenía en la parte trasera de la casa, donde no entraba nadie. Salvo el señor Farnum, claro. Lo cierto es que tenía el perro fiero encadenado en el patio y el animal intentaba morder a todas las personas que pasaban por delante de la casa. Y como vivía al lado de la escuela primaria, muchos niños se asustaban. Además, el animal ladraba todo el día y los maestros que estaban en ese lado del edificio apenas se oían a sí mismos. —¿Y qué le hiciste hacer al señor Farnum? —Adam preguntó. —Irse de Putnam. La cara de Adam mostró su decepción por su respuesta. —No era un trabajo fácil —dijo a la defensiva—. La casa y la propiedad del señor Farnum eran una pocilga, de modo que lo primero que hice fue intentar con todas mis fuerzas que el señor Farnum lo limpiase. Pero no conseguí que lo hiciese. Si hay algo que he aprendido, es que toda la Persuasión Verdadera del mundo no puede cambiar un carácter. Ese hombre 151


era holgazán hasta los huesos, y por mucho que le enviase pensamientos laboriosos, no creo que hubiese podido cambiarle. Así que tuve que trabajar con el alcalde de Putnam para que quisiese ver ese lugar limpio; luego tuve que trabajar con el padre de Putnam... —¿También llamado Putnam? —Sí —respondió, entrecerrando los ojos—. Trabajé con Putnam en Putnam. ¿Estás contento? —Con Putnam en Putnam —repitió Adam mientras escribía, y luego la miró—. Continúa. —Ahora entiendo por qué sigues soltero aun siendo tan mayor. Ninguna mujer te tendrá. —No te engañes —dijo alegremente—. ¿Y qué hizo Putnam de Putnam? —Lo pagó todo, claro. Eso es lo que los Putnam hacen. Pagan. Intenté introducir en la cabeza del alcalde de Putnam la idea de que la finca del señor Farnum era una desgracia para el pueblo (sé que se preocupaba mucho por el pueblo) y luego trabajé con Putnam para que quisiese pagar la excavadora. —¿Excavadora? —preguntó Adam levantando las cejas. —Ya te dije que el lugar era asqueroso —replicó Darci exasperada—. ¿Otra vez no me escuchas? Dejando a un lado el bloc de notas, Adam la contempló con auténtico interés. —Al lado de la escuela de primaria había una casa tan... asquerosa que se necesitaba una excavadora para limpiarla. —La propiedad privada es un concepto sagrado en Putnam, de modo que la gente no se entromete en el derecho de un hombre a hacer lo que quiere en su propio terreno. Y los Farnum siempre tenían perros —dijo—, muchos perros. Generaciones de perros. Generaciones de Farnums y generaciones de perros, todos en un acre y medio.

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—Ya veo —dijo Adam, pero sin duda no quería ver. Ni oler. Su nariz hizo un movimiento solo con pensar en el olor—. Así que lograste que Putnam pagase la... limpieza. Apuesto a que el señor Farnum se alegró. Todos esos... perros debían ser una molestia. —En realidad, el señor Farnum no quería que le limpiasen su terreno. Era un hombre anticuado, y decía que lo que estaba bien para su padre, estaba bien para él, y quería que las cosas siguiesen como estaban. Y con esa actitud supe que no podía pasar nada bueno si el señor Farnum permanecía en su casa todos los días y todo el día, como normalmente hacía. Además, tenía algunas escopetas, algunas de ellas de la época... Bueno, de cuando se inventaron. Y sabía usarlas. Ningún vecino del pueblo daba problemas al señor Farnum... —Tengo curiosidad. ¿De qué vivía ese hombre? —Vendía perros. Todos los Farnum tenían buen ojo para los perros. Unos ejemplares que ellos criaron ganaron en todas las exposiciones. No es que los Farnum enseñasen los perros que criaban. No, se dedicaban más bien... a la cría. Y cuando un forastero quería comprar un perro, el señor Farnum mandaba un montón de cachorros a la casa de su hermana en Lexington. Oí que tiene una casa bonita, de modo que el comprador nunca veía de dónde procedía su encantador cachorro. —Así que tenías que sacar al señor Farnum de casa para que no disparase a nadie, ¿verdad? ¿Le enviaste con su hermana? —¡No, por Dios! Daryl Farnum no se hablaba con su hermana porque se había ido al norte y se había casado con un yanqui. —Creí que habías dicho que vivía en Lexington. ¿Lexington, Kentucky? —Al norte de Lexington —dijo enérgicamente—. Norte. Yanquis. ¿Vale? —¡Oh! —exclamó Adam—. ¿Y cómo te lo hiciste para sacar al señor Farnum de su casa para poder limpiarla?

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—Sabía que al señor Farnum le gusta beber whisky, de modo que pensé que si lo emborrachaba lo suficiente, lo encerrarían en la prisión de Putnam un par de días, y eso daría tiempo al pueblo para limpiar su finca. —Pero, ¿eso no es ilegal? ¿No es una entrada ilegal? —Cierto. Pero trabajé en ello tan duro que la gente que participó no pensó en eso. Además, si participaba un Putnam en ello, ¿qué podía objetar nadie del pueblo? —No sé por qué no se me había ocurrido. Este lugar, Putnam, está en los Estados Unidos de América, ¿no? ¿Se rige por leyes estatales y federales? —Solo vagamente —dijo Darci, y le lanzó una mirada impaciente para que le dejase continuar su historia. —Así que emborrachaste al señor Farnum. —Me costó lo suyo, porque, ¿sabes?, en Putnam no está permitido el alcohol, de modo que no sabía cómo conseguir que tomara whisky. Estaba segura de que ningún propietario de una tienda de bebidas alcohólicas querría venir desde Tennessee y presentarse ante el señor Farnum con una caja de lo que fuese, así que tuve que ponerme en contacto con el fabricante de licor ilegal. —El fabricante... —empezó Adam, y en seguida cerró la boca afectadamente. —Tuve que hacer que el señor Gilbey, el fabricante ilegal, visitase al señor Farnum, lo cual no era fácil, porque el tatarabuelo del señor Gilbey había dejado encinta a la tatarabuela del señor Farnum cuando ella tenía trece años, de modo que existe una fuerte hostilidad entre las dos familias. Y antes de que digas nada, la edad no le importaba a nadie, el caso era que la niña era tan bonita que estaba comprometida con un Putnam. La familia del señor Farnum se enfureció porque decían que la familia del señor Gilbey le había robado su única oportunidad de unirse a los Putnam, porque, bueno, por norma general, los Farnum no suelen tener hijos bien parecidos.

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Las cejas de Adam estaban tan levantadas que casi quedaban escondidas bajo su pelo; tuvo que contener su impulso de decir «comprendo». —Pero ¿conseguiste reunir a esas dos familias enemistadas? —Sí. Sabía que al señor Gilbey le gustan los perros, de modo que me concentré tan fuerte como pude y le dije que absoluta y positivamente debía tener un perro de Farnum. Que no podía vivir sin un perro de Farnum. —Bien —dijo Adam cogiendo su bloc y repasando sus escasas notas—. Veamos si lo he entendido bien. Al principio intentaste que el señor Farnum limpiase su propiedad, pero como no lo hizo, hiciste que el alcalde pensase que la casa de Farnum era una vergüenza para la belleza de Putnam, con todos los perros... trastos y todo lo demás. Entonces hiciste que el señor Putnam... —oh, no, señor no, solo Putnam—. Cuando hablas con alguien del pueblo, no un forastero como yo, ¿siempre añades padre o hijo a los nombres para que el que te escucha sepa de qué Putnam hablas? Darci movió la cabeza. —No, todo el mundo lo sabe. —Claro. Así que Putnam accedió a pagar la limpieza con una pala excavadora y... —Se necesitó una excavadora. Era peor de lo que nadie creía. —Ah, sí, una excavadora. Y esta limpieza se hizo cuando el señor Farnum estaba en prisión por... ¿qué? ¿Alteración del orden público? —Comportamiento lascivo delante de las ventanas de la escuela de primaria de Putnam. —No haré preguntas —dijo Adam—. ¿Y qué pasó después de que la excavadora limpiase el terreno? —Dejaron salir de la prisión al señor Farnum, y cuando vio su casa limpia y recién pintada, montó en cólera. Dijo que habían arruinado su amado hogar, la casa de sus antepasados. 155


—Pero no podía emprender ninguna acción legal porque un Putnam había participado en ello, ¿correcto? —Correcto. Así que quemó toda la casa y se fue. No sé adonde. Tenía primos en Virginia Occidental, de modo que tal vez se fue allí. Pero lo bueno es que se llevó los perros y, después de eso ya pudimos oír a los maestros. Sin embargo, muchos niños decían que era una lástima. —Y no estaban enfadados contigo porque no sabían que tú eras la causante de todo, ¿verdad? —¡Ooooooh, no! —exclamó Darci, mirándole como si fuese la cosa más horrible que hubiese oído nunca—. Ponía mucho cuidado en que nadie supiese lo que podía hacer. Si alguien del pueblo hubiese sabido de lo que yo era capaz de hacer... ¡Oh, no! Me hubiesen atosigado. —Es cierto —dijo Adam, pensando en ello—. Pero, ¿no lo sabía nadie? ¿Ni siquiera tu madre? En respuesta, Darci soltó una risa ahogada. —Jerlene era la última persona de Putnam que yo hubiese querido que se enterase de que yo podía aplicar la Persuasión Verdadera a la gente para que hiciese cosas. Si lo hubiese sabido... Bueno, digamos que algunos chicos del pueblo no hubiesen estado seguros. Mirándolo bien, Adam decidió que era mejor que no siguiese en esa línea de preguntas. —¿Y qué edad tenías cuando hiciste eso? —Ocho años. Adam se quedó boquiabierto. —¿Tenías ocho años cuando hiciste eso?

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Darci asintió. Después de esta revelación, Adam decidió que ya había oído bastante sobre Putnam por aquel día. Entonces decidió ver qué era lo que Darci podía hacer, y comenzó a preparar pruebas. Ella dijo que no podía leer el pensamiento, pero Adam quería asegurarse. Al fin y al cabo, esa mañana Darci había averiguado que tenía la capacidad de hacer algo que hasta ese momento ignoraba. Si él miraba los símbolos de las cartas y se concentraba, ¿podía ella «ver» lo que le enviaba? Se pasaron tres horas haciendo pruebas con las cartas y los símbolos hasta que por fin la creyó. Por lo que había comprobado, no era mejor que cualquier persona de capacidad media leyendo los pensamientos.

A continuación, después de hablar mucho para convencerla de que lo intentase, Adam hizo que intentase mover un par de objetos sobre la mesa de café. No podía. O bien, como pensó Adam, no quería hacerlo. Al parecer, Darci tenía ideas claras sobre lo que era «raro» y lo que no. Ser capaz de mover un lápiz sobre la mesa de café con la mente sería para ella «demasiado raro». Pero por mucho que indagase, Adam no conseguía imaginar otros experimentos que exigiesen que ella le dijese lo que tenía que hacer o que pusiese pensamientos en su cabeza. En un momento dado, Darci se quejó en tono de frustración: —¡Solo me pides cosas que no puedo hacer! Sus palabras hicieron que Adam comprendiese que la verdad era que estaba un poco asustado por lo que le había visto hacer esa mañana. Y estaba más que un poco asustado mientras averiguaba el alcance de su talento. Debido a su frustración al intentar hacer cosas que no podía, a las cinco de la tarde Darci decidió que ya había tenido bastante y salió de la casa de huéspedes diciendo que se negaba a que Adam intentase ningún experimento más con ella. Ni siquiera con «pastel de chiffon de chocolate cubierto de frambuesas». 157


Ahora Adam la seguía en silencio mientras reflexionaba. No le gustaba lo que le rondaba por la cabeza. Ellos —quienquiera que «ellos» fuesen— probablemente sabían quién o qué era Darci. Y después de ver y oír lo que ella podía hacer, a Adam no le quedaba ninguna duda de que las chicas a las que habían matado habían sido raptadas porque creían que eran Darci. Incluso el dependiente de la tienda supo que la mujer «adecuada» tenía lunares en la mano izquierda. Y Adam la había traído aquí. En su búsqueda de información sobre su propio pasado, había traído a esta chica aquí poniendo su vida en peligro. ¿Qué debía hacer ahora? Adam estaba seguro de que como Darci había dicho, si se iban ahora, les perseguirían. Ya habían enviado a alguien para... ¿Para qué? ¿Qué había dicho el hombre de la pistola? «Te cogerán.» Obviamente, alguien quería hacerse con ella.

Adam levantó la cabeza y miró a Darci, que caminaba delante de él. Si alguien sabía lo bastante sobre ella para ser consciente de que tenía un poder del que Adam creía que ni siquiera Darci conocía el alcance, entonces... Adam inspiró. Entonces en algún sitio había alguien que sabía mucho más acerca de lo que Darci podía hacer. Seguramente sabían más que la propia Darci. Y sin duda alguna, más que Adam. Aspiró de nuevo profundamente para calmarse. Era cierto que, bien, tal vez si tuviese más tiempo, pongamos un año aproximadamente, podría averiguar exactamente lo que ella podía hacer y cómo se podía usar su poder. Pero no disponían de tiempo. Faltaba poco para que acabase el año. Habían pasado casi 12 meses desde que había «desaparecido» la última mujer. Según indicaban las estadísticas, ello significaba que solo les quedaban unas semanas, ocho a lo sumo, para descubrir qué podía hacer Darci y cómo usarlo. Y mientras tanto, era preciso protegerla cada segundo. ¿Y cómo podía él, uno solo hombre, hacerlo? Realmente, era una estupidez que en ese momento estuviesen donde estaban. Si hubiese sido sensato, habría puesto a Darci en el primer avión y... ¿Qué? ¿Hacerla volver a Putnam? Como había dicho ella, ¿cuánto iba a durar allí? ¿Cuánto antes de que la encontrase quien fuese que había enviado al hombre de esa mañana? 158


Exasperado, Adam se pasó las manos por la cara. ¿Qué es lo que querían de ella? ¿Cómo podía averiguar sus intenciones? ¿Cómo podía acelerar el curso de los sucesos? Darci podía vencerles. Estaba seguro de ello. Pero, ¿cómo? ¿Cuál era su poder? No podía inmovilizar a todo el grupo de brujas en un determinado lugar. Detener tan solo a dos hombres durante unos minutos la había dejado tan exhausta que había tardado horas en recuperarse. Y un simple estornudo había acabado con el hechizo. Sin embargo, tenía poder para vencerles, de otro modo no la temerían tanto. Pero, ¿cuál era su poder?», se preguntó de nuevo. Era culpa suya que ahora ella se encontrase en peligro de muerte, de modo que él tenía la responsabilidad de protegerla. Y el único modo de protegerla era que los enemigos de ella —y también suyos— fuesen vencidos. Durante un instante, Adam miró hacia el cielo y rezó pidiendo ayuda; luego miró la espalda de Darci. Tenía un palo en la mano y lo arrastraba sobre las hojas caídas. Estaba seguro de que alguien, en alguna parte, sabía qué podía hacer Darci. Tal vez su abuela había tenido ese talento. O un primo. Al parecer, tenía muchos parientes en su pueblo. En dos zancadas largas estuvo a su lado. —¿Eres la única de tu familia, de la familia extensa, claro: primos, tías..., todos, que tiene este poder? Darci pareció sorprendida por la pregunta. —No lo sé. Sé que mi familia materna no ha formado un solo pensamiento en toda su vida, pero no tengo ni idea de cómo es la familia de mi padre. —Quiero preguntarte algo, pero no quiero ofenderte —dijo Adam lentamente. —Adelante, tengo la piel dura —respondió, pero levantó los hombros como si él fuese a darle un golpe. —¿Es posible que tu madre tuviese relaciones con... un ser sobrenatural? Darci se relajó, y las comisuras de sus labios dibujaron una leve sonrisa. 159


—¿Quieres decir si es posible que mi madre se acostase con un brujo y me concibiese a mí? —Parece una estupidez cuando lo dices en voz alta —admitió—. Pero sí, supongo que es lo que pretendía decir. Más o menos. —Habría dependido de cuál fuese su aspecto. A mi madre le gustan los chicos jóvenes y guapos, así que si lo era, seguramente lo hizo. Adam, ahora con el ceño fruncido, evitó hacer ningún comentario sobre la moral de su madre. —Si has podido mantener tus facultades en secreto, quizá tu padre también lo hiciese. Quizás hay otra persona en Putnam que tiene poderes como tú. ¿No sabes de quién podría tratarse? —No se limita a Putnam. A veces mi madre va a Louisville en busca de una «fiesta», como lo llama. A mi madre le encantan —Darci, estaba pensando que tal vez recibiste este talento a través de la familia de tu padre, de modo que puede haber alguien de esa parte de tu familia que sepa algo sobre lo que eres capaz de hacer. La gente de aquí te tiene miedo. ¿Por qué? Exactamente, ¿qué puedes hacer que pueda afectarles a todos ellos? No puedes leer el pensamiento. Puedes inmovilizar a personas, pero con un enorme esfuerzo, y no puedes resistirlo mucho tiempo. Y no tenemos tiempo para hacer lo que hiciste con el señor Farnum, de modo que... —se encogió de hombros en señal de impotencia—. Por eso he pensado que tal vez un pariente tuyo pudiese saber algo. Si no es por parte de tu madre, quizá por el lado de tu padre sabrían algo. Pero antes necesitamos saber quién es tu padre. ¿Crees que podrías convencer a tu madre para que te lo dijese? Los ojos de Darci se giraron hacia un lado. —No serviría de nada preguntarle. No recuerda sus... fiestas. Y no creo que le gustase recordar el verano en que me concibió. Se hizo una ligadura de trompas después de que yo naciese porque decía que no quería cometer ese error otra vez.

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Adam le echó una mirada rápida, pero no vio ningún resquicio de autocompasión en ella. —¿Puedes llamarla? —insistió él. Con el palo que llevaba, Darci pinchó un montón de hojas secas junto a una piedra, al lado del camino. —No serviría de nada. Además, casi nunca está en casa. —¿No tiene móvil? —Sí, tiene uno, pero... —Darci se calló, miró a Adam y vio que la miraba atentamente—. Oh, no —dijo, apartándose de él—, el trabajo no implicaba llamar a mi madre. Adam, atónito, la miró pestañeando. Esta chica tenía poder para paralizar a dos hombres, pero ¡le daba miedo llamar a su madre! —Cuanto antes se lo preguntes, antes lo averiguaremos. Darci seguía apartándose. —A mi madre no le gusta que la molesten. No... —entonces se detuvo, respiró profundamente y se puso la mano en la oreja como si sostuviese un teléfono—. ¿Qué se supone que debo decirle? Mamá, me acaban de decir que tengo unos poderes extraños. Sí, bueno, puedo hechizar a la gente. Sí, como en Embrujada. ¿Es estupendo, no? Bien, tengo a mi lado a mi jefe... sí, es guapo, pero es demasiado mayor para ti, mamá. Bien, mi jefe cree que es posible que tal vez haya heredado esta capacidad de algún pariente de mi padre, de modo que se preguntaba si podrías recordar con quién estabas ese verano, y quién pudo ser mi padre. De acuerdo, mamá, solo era una idea. Mamá, no tienes por qué gritar tan fuerte y no es necesario que uses esas palabras. No suenan bien. No, mamá, no estoy contestando, No, mamá, no pretendía ofenderte. Y no, mamá, no volveré a molestarte. Que tengas una vida feliz. Darci colgó el teléfono imaginario y levantó los ojos hacia Adam. Adam tardó unos segundos en recuperarse de la visión que ella había puesto en su cabeza. 161


—Bien —dijo lentamente—, si no podemos recurrir a tu madre, ¿cómo podemos averiguar quién es tu padre? Me dijiste que en Putnam nadie puede guardar secretos, de modo que ¿quién podría saber con quién estuvo tu madre ese verano? —Su hermana, Thelma —respondió Darci en seguida—. La tía Thelma está algo celosa de mi madre, y siempre ha habido una tremenda rivalidad entre ellas. Creo que es muy probable que la tía Thelma recuerde a cada uno de los hombres con los que mi madre ha... estado. —¿Vamos a llamarla? —preguntó Adam en voz baja—. No te importa hablar con tu tía, ¿no? —En absoluto. Y si el tío Vern no está en casa para escucharla, a la tía Thelma le encantará cotillear sobre mi madre. Por mucho que lo intentó, Adam no pudo reír al oír esta frase. Después de lo que había oído hasta ese momento sobre la gente de Putnam, le gustaría ir a ver ese pueblo con un lanzallamas. —Muy bien —dijo—. ¿Vamos a llamarla desde dentro? Quizá necesitemos tomar notas. Sabía que estaba siendo más amable de lo normal con ella, y suponía que Darci protestaría diciendo que no quería que sintiese lástima por ella. Pero no podía sacarse las imágenes de la infancia de Darci de la cabeza.

Mientras andaban uno al lado del otro, Darci tropezó con una piedra, e instintivamente, él la sujetó para que no se cayese. Cuando la miró, se le ocurrió que nunca en su vida había visto nada tan precioso como ella. Llevaba un suéter grande, rosa y suave que era exactamente del mismo color que sus mejillas. No pudo evitar tocarle el pelo cuando le cayó por delante de la cara. —Siento haberte mezclado en esto —confesó en voz baja mientras le ponía un mechón de pelo detrás de la oreja—. Es demasiado para ti. Es demasiado peligroso.

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Al mirarla, sus labios le parecieron muy atractivos, y no pudo evitar inclinarse y besarla. Cuando su cara se encontró a pocos centímetros de la de ella, observó de nuevo sus ojos. Tenía los iris tan cerrados que apenas eran una mota. Se estaba concentrando tanto que sus ojos casi no dejaban pasar la luz. Y sabía perfectamente bien en qué se estaba concentrando: ¡en él! —¡Vaya con la mocosa! —exclamó sin respiración, y buscó un modo de romper su concentración. Si iba a besarla a ella o a otra, iba a hacerlo cuando él quisiese, y no cuando le hiciesen vudú para que besase. Como sus palabras no rompieron su concentración, ni borraron su impulso de besarla, la cogió entre sus brazos y le dio... «¡El mejor beso que has dado a nadie en toda tu vida, nunca!» Esas fueron las palabras que flotaban claras y altas en su cabeza. Luego la cogió y la cargó sobre su hombro. En cuanto sus pies se levantaron del suelo y perdió la concentración, la «necesidad» innegable e irresistible de besarla se desvaneció. —Escúchame, mocosa —dijo mientras empezaba a hacerla girar—. ¡Nunca en la vida vuelvas a usar ese... lo que sea que tienes contra mí! ¿Me oyes? ¿Me he explicado claro? —Creo que me estoy mareando —avisó Darci mientras Adam la hacía girar. Él se puso a girar aún más rápido. —Quiero que me lo prometas. —Voy a devolver —advirtió la chica—. ¡Y voy a ensuciarte la espalda! —Pues me lo vas a prometer después de vaciar el estómago —insistió, sin ceder—. Hablo en serio, Darci T. Monroe. Quiero tu promesa más sagrada y solemne de que nunca vas a volver a usar ese poder que tienes contra mí—entonces dejó de dar vueltas—. ¿Me lo prometes?

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Oyó que le venían arcadas, pero cuando miró por encima del hombro, vio que no había sacado nada. Entonces la dejó en el suelo, le puso las manos sobre los hombros y la observó. —¿Me lo prometes? Darci se dobló, poniendo las manos sobre las rodillas. —Odio dar vueltas —dijo tomando grandes bocanadas de aire—. Era la única niña de Putnam que odiaba los caballitos de las ferias. Aún inclinada, ladeó la cabeza para mirarle. Pero la cara de Adam mostraba que no sentía ninguna simpatía hacia ella. Ostentaba una mirada furibunda. —Quiero que me lo prometas. Que no vas a utilizar tu poder contra mí. Nunca. —Pero necesitas dormir —dijo Darci, aún con la cabeza vuelta hacia abajo. -¿Qué? —Dormir. No duermes mucho, de modo que me concentro y te ayudo a relajarte. Adam no sabía por qué esa respuesta le puso furioso, pero lo hizo. La podía perdonar por hacer que quisiese besarla; al fin y el cabo, era halagador, ¿no? Además, tal vez también quería besarla... Pero la idea de que usase sus facultades para hacerle dormir... ¡La idea le puso furioso! Darci no necesitó poderes especiales para ver que había dicho algo que no debía. En seguida se irguió. —Bien, te lo prometo —dijo rápidamente—. Lo juro. Es mi palabra sagrada de honor. ¿De acuerdo?

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Adam temía lo que iba a decir si abría la boca, así que se metió las manos en los bolsillos y se dirigió hacia la casa de huéspedes dando tales zancadas que Darci tuvo que correr para atraparle. —Estás furioso porque no quieres admitir que querías besarme. Con todo tu corazón y tu alma quieres besarme. Quieres tomarme en tus brazos y decir: «Darci, mi amor, nunca he conocido a nadie como tú, y sé que nunca lo haré. Nunca había hablado tanto con una mujer como contigo. Nunca había revelado tanto sobre mí mismo como lo he hecho contigo. Y nunca...». Pero Adam no se reía con sus palabras, sino que se detuvo en la puerta y la miró. —Si vamos a estar juntos, tengo que saber que no vas a hacer nada contra mí. Necesito poder confiar en ti. Necesito tu promesa. Sin bromas. Tu promesa. —Ni siquiera... —empezó, pero al ver su mirada lo dejó—. De acuerdo —accedió por fin—. Puedes dar vueltas toda la noche y no te ayudaré. ¿Estás ahora contento? —Más de lo que lo estaba —dijo, y abrió la puerta para que entrase delante de él. —Pero querías besarme, ¿no? —insistió por encima del hombro—. No tuve que esforzarme mucho para que quisieses besarme. Sonriendo a su pesar, Adam la siguió adentro. —De acuerdo, tú ganas. Me moría de ganas de besarte desde que te vi por primera vez. Ahora llama a tu tía. Darci se inclinó sobre el teléfono del trinchero y empezó a pulsar botones. —Te lo he prometido, pero quiero que sepas que me resulta difícil. Tengo la costumbre de... —Yo no formo parte de tu «costumbre» —dijo Adam mientras cruzaba la habitación para estar cerca de ella. 165


—Claro que no —dijo Darci, y miró al teléfono—. Comunica —le indicó, y colgó. No le gustaba que no le estuviese permitido poner cosas en su cabeza, pensó, porque en ese instante le gustaría decirle: «Darci es una persona tan estupenda que quiero pagarle un bistec para cenar y tres docenas de rosas amarillas». —No sé si es «estupenda» —dijo Adam—, pero con lo del bistec estoy de acuerdo. Ahora bien, después del truco que has intentado utilizar, no mereces ni un manojo de nabos, y mucho menos amarillos... —Adam dejó la frase en suspenso cuando vio la cara de Darci. Le miraba como si estuviese en trance. Al principio no entendió su expresión atónita, pero en seguida cayó en la cuenta del motivo. —¿No lo dijiste en voz alta, no? Solo pudo responderle moviendo la cabeza. —Dime algo más. En silencio. —Me gustaría que me tomases entre tus brazos y... —Eso no —replicó impaciente—. Algo que pueda oír y —sus ojos se abrieron de par en par—. Pero te he oído, ¿verdad? —dijo en voz baja—. He oído lo que has dicho. Di algo más. No, espera un minuto. Vamos a la casa de comidas, pedimos algo y lo traemos aquí. Llamaremos otra vez a tu tía, y luego buscaremos en internet a ver qué encontramos sobre los nombres que nos dé tu tía. Es decir, si nos da nombres. Tiene que haber alguien en algún lugar que sepa algo sobre lo que eres capaz de hacer. «No mucho contigo», pensó Darci haciendo una mueca, y luego se irritó al oír que Adam se reía. ¿Ahora él podría leer su mente? ¿Oír cada uno de sus pensamientos? ¿No iba a poder tener nunca más un pensamiento privado? Cuando miró a Adam, por su sonrisa de satisfacción pudo ver que estaba pensando exactamente lo mismo.

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Sonriendo, intentó cerrar su mente a él. Entonces pensó «Tu pelo está ardiendo». Cuando vio que Adam no se movía sino que continuaba sonriendo, se relajó. No, solo podía oír sus pensamientos cuando ella quería que lo hiciese, o cuando estaba demasiado relajada como para mantenerse en guardia. Cuando salieron de la casa de huéspedes, Darci dio un suspiro de alivio.

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11 —Así, ¿qué ha sido eso? —preguntó Adam enojado—. ¿El número doce? ¿O era el número doscientos seis? Darci miró la lista de nombres que su tía Thelma le había dado y contó. —Catorce. —Aún no puedo creer que tu tía recordase todos estos nombres. —Escribe diarios —explicó Darci, mirando la pantalla del ordenador portátil de Adam, que él sostenía sobre sus piernas. Había pasado unos quince minutos enseñándole cómo utilizar Internet, y luego había continuado ella. Adam escribía con dos dedos y el pulgar. En cambio, los finos dedos de Darci volaban sobre el teclado. —Creí que no estabas cualificada —dijo cuando vio cómo escribía—. Y que no sabías nada de ordenadores. Darci era consciente de que todavía estaba enfadado porque había encontrado el modo de impedir que leyese sus pensamientos. Suponía que él quería oír todos sus pensamientos para saber lo que estaba haciendo cada segundo del día. —Internet no es exactamente una ciencia, ¿no? —comentó ella. —Es como un gran buzón. —Escribes la dirección y voilá, ahí está. —No tienes un pelo de tonta, ¿eh? —¿Pensabas que sí? —replicó indignada. Adam juzgó que era mejor no responder aquella pregunta. 168


En cuanto volvieron a la casa de huéspedes cargados de comida, Darci llamó a su tía Thelma y le preguntó lo que quería saber. —No sé si a Jerlene le gustaría que te dijera esto —objetó Thelma, pero incluso Adam, que no conocía a la mujer y que estaba escuchando por el teléfono supletorio, notó la falta de sinceridad en su voz. Thelma se moría por hablarle de las relaciones de su hermana. Como Darci no se molestó en responder el comentario retórico, Thelma prosiguió. —Pero una chica debería saber quiénes son sus padres, ¿verdad? Es lo que le dije a Jerlene y es lo que ahora te digo a ti. Le dije que una chica debe saber quiénes son sus padres. ¿Y sabes qué respondió tu madre cuando le dije eso? —No, pero puedo imaginármelo —dijo Darci, cansada, después de haber escuchado las discusiones entre las dos hermanas durante muchos años. Thelma hizo caso omiso del tono de voz de su sobrina y siguió hablando. —Jerlene dijo: «Entonces, imagina quién es su padre y díselo tú». Que no se diga que yo haría algo sin el permiso de mi hermana. Así que conservé todos los nombres de los chicos que había anotado ese verano. Todos ellos iban detrás de tu madre, y yo tenía el presentimiento de que iba a pasar algo, y cuando pasó, yo tenía esos nombres. Que conste que no se los he enseñado nunca a nadie, no creas, pero sabía que algún día tú podrías preguntar. Lo cierto es que, Darci, querida, hice todo lo que pude para que tu madre me dijese quién era tu padre, quería encontrarle para que pagase por tu sustento. Sin embargo, ya sabes cómo es tu madre, así que puedes creerme cuando te digo que algunos de esos chicos conducían Cadillacs. Pero ya conoces bastante bien a Jerlene, solo se rió y dijo algo desagradable sobre lo que podía hacer con mi lista. Ahora, Darci, tendrás que imaginar cuál de ellos es tu padre. ¿Tienes papel y un bolígrafo bien cargado de tinta? Darci se pasó diez minutos al teléfono con su tía mientras anotaba los nombres de esos chicos.

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—El segundo de la lista es completo —dijo Thelma—. Sé que es tu madre, Darci, cariño, pero dime qué piensas de una mujer que... —Muchas gracias, tía Thelma —dijo Darci—. Es justo lo que necesitaba —y acto seguido colgó. Era casi medianoche, y pese a que tanto Adam como Darci estaban cansados, todavía continuaron consultado nombres en un par de buscadores de Internet. Sin embargo, era difícil conseguir información porque no tenían más que los nombres de dieciséis hombres. No disponían de ningún número. Tampoco sabían de qué estado procedían esos hombres. Fue una búsqueda larga, tediosa y frustrante, ya que ambos buscadores al introducir los nombres respondían «Datos insuficientes». En un momento dado, Adam dijo: —Tu madre no... ¿Sabes...? con todos esos hombres, ella... Quiero decir, no en un verano. —Lo dudo. La tía Thelma seguramente anotó el nombre de cada uno de los hombres con los que mi madre habló ese verano, y seguramente ella acusó a mi madre de irse a la cama con todos ellos. Y a mi madre le encanta llevar la contraria a su hermana confirmándole que sí, que se lo hizo con cada uno de ellos. Para intentar encontrar a esos hombres, tuvieron que probar individualmente con cada estado y con todas las formas posibles de escribir esos nombres. Los bancos de datos tardaron cierto tiempo en buscar en todas sus bases. —¿Cuántos más? —preguntó Adam. —Solo uno —respondió Darci bostezando, con ganas de irse a la cama. Tal vez Adam era un ave nocturna, pero ella no. Miró la lista que acababa de aparecer ante sus cansados ojos—. Taylor Rayburn —dijo, y volvió a bostezar—. Taylor es mi...

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—Vete a la cama si quieres —dijo Adam cogiéndole el ordenador—. Puedo hacerlo solo. ¡Mier...! —empezó, pero se detuvo evitando hablar mal. Darci había escrito el nombre de este modo: «Rayburn», pero la búsqueda había sido reorientada hacia «Raeburne». Había 821 ciudades con «Taylor Raeburne». —No debe de ser el mismo tipo —murmuró Adam mientras hacía click en la primera dirección—. ¿Qué es lo que un tipo brillante, como obviamente debía de ser, haría en Putnam? ¡Oh! Estás justo sobre mi pie. —¿Ah, sí? —preguntó Darci—. ¿Y qué es lo que decías de Putnam? —¿Hombre, chico o ciudad? —preguntó Adam, con los ojos fijos en la pantalla. Entonces, de pronto, se echó atrás y giró el portátil para que ella pudiese ver. Había encontrado una bonita página web con «Taylor Raeburne» en unas letras azules grandes que se movían por la pantalla. A la izquierda había una lista de opciones con los contenidos que incluía el sitio web. «Taylor Raeburne, autor de cuarenta y dos libros sobre ocultismo», se leía en la pantalla. —No pensarás... —empezó Darci. —i... que es un brujo de los más malignos? —Adam terminó la frase por ella. —¿Me estás leyendo los pensamientos otra vez? —le preguntó, intentando inyectar algo de humor en la situación. —No, esa idea es mía —bajó por la lista, buscando una biografía del autor. Cuando vio la palabra biografía al final de la lista, puso el cursor sobre ella y luego miró a Darci—. ¿Estás preparada? —Sí —respondió—. ¿Por qué no? Como tú has dicho, qué haría un hombre como él en Putnam. Estoy segura de que todo lo que hizo fue detenerse en la estación de servicio, y mi tía anotó su nombre en la lista. Te aseguro que mi madre no es de las que les gustan los hombres que escriben libros. Le gustan... ¡Oh, Dios mío! —exclamó Darci.

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En la pantalla había aparecido una gran fotografía de un hombre. Incluso para Darci, su parecido con él era evidente. Era su misma cara, en mayor y de hombre, pero sin duda era la cara de Darci. Se dejó caer hacia atrás en el sofá, con los ojos abiertos como platos y sin poder hablar. Todo cuanto podía hacer era mirar fijamente a la foto de la pantalla. —Creo que le hemos encontrado —dijo Adam, con voz entusiasmada—. Eres su viva imagen. Ya conoces aquel dicho según el cual el primer hijo siempre se parece al padre. En este caso... —cuando miró a Darci, dejó de hablar—. ¿Estás bien? No respondió, sino que continuó con la mirada fija en la foto de la pantalla, así que Adam hizo click en «Salir», cerró el sistema y apagó el ordenador. —Creo que ya es suficiente por esta noche —concluyó Adam, pero como Darci aún no reaccionaba, hizo lo que le dictaba el instinto: la cogió en brazos y la sostuvo, con la cara reclinada sobre su hombro—. Vaya golpe, ¿eh? —le preguntó suavemente. Ella asintió. —En tu vida has tenido a una madre realmente mala y... —empezó a levantar la cabeza al oír esto, pero él se la reclinó hasta que Darci se calmó—. Sí, una madre realmente mala y un padre ausente, y ahora averiguas que, desde el principio, tenías un segundo padre. Apartándose, Darci giró la cabeza para poder mirarle y puso la punta de los dedos bajo su barbilla. —No vas a abandonar ahora, ¿verdad? —le preguntó Adam—. Vamos a ponernos en contacto con él, ¿no? —Tal vez yo no le guste —conjeturó Darci con un hilillo de voz. Adam le sonrió.

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—¿No gustarle? —exclamó—. ¿Cómo podrías no gustarle? Eres lista, algo que evidentemente heredaste de él. Y tienes un sentido del humor que puede hacer que incluso una persona seria como yo se ría, y eres frugal, hasta el punto de... Bueno, en resumen, gustas a la gente. Trabas amistad con todo el mundo y en todas partes y... ¡Deja de mirarme así! —exclamó. Luego apartó la mano de su cara y se levantó del sofá—. Te dije que no podías utilizar tu poder contra mí. ¡Nada de pensamientos de besos! —¡Yo no estaba utilizando ningún poder! —protestó Darci—. Simplemente lo deseaba mucho, mucho, eso es todo. ¿Y por qué no? Creí que te gustaba. Decías unas cosas preciosas sobre mí. En ese momento, Adam desvió la cabeza y luego volvió a mirarla, y cuando habló, su voz sonó tranquila. —Eres encantadora. Al principio no lo pensaba, pero... Por favor, deja de mirarme así. Intento ser sincero. Eres una persona estupenda. Nunca antes había conocido a nadie como tú. He vagado por todo el mundo y nunca he conocido a nadie con tu... entusiasmo por la vida. La verdad es que me gustas más que... bueno, más de lo que deberías —de pronto se calló—. Creo que deberíamos hablar de esto en otro momento. —¿Te estás sonrojando otra vez? —le preguntó Darci con los ojos muy abiertos. —No, claro que no. Los hombres no se ruborizan. Vamos a la cama —dijo molesto. —Oooooh, sí —susurró Darci. Adam se rió. —Levántate y ve a ponerte el pijama. Y ponte uno de los grandes, no ese camisón negro que te compraste, sino un pijama grande, ¿lo has oído? ¡Y compórtate! Sonriendo, Darci se levantó del sofá y se fue a la habitación. La habitación que compartían, pensó. Cuando estaba en el baño preparándose para ir a la cama, decidió que era mejor tener en la cabeza a Adam que la noticia que acababa de encontrar sobre su padre. Un padre era algo que Darci no podía asimilar. En el colegio de Putnam, los demás niños a 173


menudo se burlaban de ella diciéndole que cualquier hombre de Kentucky podía ser su padre. Darci mantenía la cabeza bien alta y usaba la Persuasión Verdadera para hacer que los niños se marchasen. Ahora, mientras se acurrucaba en la cama junto a la de Adam, recordó que en una ocasión había hecho un trabajo tan bueno usando la Persuasión Verdadera con un niño para que se estuviese callado, que el niño estuvo tres días sin poder hablar. Cuando fue capaz de hablar de nuevo, le dijo a todo el mundo que se lo había hecho Darci. Pero por suerte, nadie le creyó. «La gente no puede hacer cosas como esa, ¿no?», decían. Aún así, a partir de entonces era como si la gente de Putnam notase que Darci era «diferente». No sabían de qué modo era diferente, pero sabían que lo era. Y esta era la diferencia que hacía que Putnam la quisiese. Pese a que su mente estaba muy agitada, Darci se durmió casi antes de que sus ojos se cerraran.

Cuando Darci despertó a las cinco de la madrugada, se veía luz por la puerta entreabierta de la habitación. «¿Está ya despierto Adam?», se preguntó. Se giró, miró hacia su cama y vio que no había dormido en ella. Saltó de la cama y se fue a la sala de estar frotándose los ojos. Las cortinas todavía estaban echadas, y Adam seguía inclinado sobre su ordenador, estudiando la pantalla. —¿Sabes que ya es de día?— le preguntó bostezando, y se sentó a su lado. Adam no respondió, pero señaló con la cabeza una pila de papeles colocada sobre la mesa de café. Ahora encima de la mesa había una pequeña impresora conectada al portátil de Adam por un grueso cable. —¿De dónde la has sacado? —le preguntó ella. —La pedí prestada en la 3B —respondió él sin levantar la vista—. Lee esos papeles.

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Bostezando de nuevo, Darci los cogió. Al principio no sabía qué estaba mirando, ya que solo veía listas de nombres y direcciones. En la parte superior de la primera página aparecía un nombre: «Taylor Raeburne», y al final, el nombre de una empresa que incluía la palabra «spy». El título de la página iba seguido de hojas y hojas de información sobre distintas personas. En cuanto se dio cuenta de lo que estaba mirando se sentó erguida y empezó a leer con interés. Adam había hecho una búsqueda con las palabras «Taylor Raeburne» y con los datos de la página web, y Darci quedó impresionada al ver toda la información que había conseguido. Los lugares donde había residido el señor Raeburne en los últimos veinte años constaban en esas hojas. En la lista aparecían los nombres de sus vecinos, sus respectivas direcciones, números de teléfono y profesión. Había tres páginas de personas «probablemente relacionadas o implicadas con Taylor Raeburne». Después de las páginas de direcciones, Darci quedó boquiabierta al repasar las que contenían información sobre la situación financiera de Taylor Raeburne. Horrorizada, Darci volvió a poner las hojas sobre la mesa, sin leer las últimas páginas. —Esto es una invasión de su vida privada —objetó. —Ya no existe la privacidad en los Estados Unidos —replicó Adam, que seguía con la mirada fija en la pantalla—. Todo lo que he tenido que hacer es dar mi número de tarjeta de crédito, esperar seis horas y me lo han enviado todo por e-mail. —No me gusta esto —protestó Darci con firmeza—. Los asuntos de cada persona deberían ser privados. —No parecía que te preocupase mucho informarte sobre mis asuntos privados —dijo Adam—. Y bien ¿quieres informarte sobre tu padre o no? —¿Mi...? —musitó Darci, no lo suficientemente despierta para haber pensado en esta idea.

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—Sí, tu... —Adam la interrumpió porque finalmente se había girado para mirarla—. Te dije que no te pusieses este camisón negro. Te dije... Llevaba un precioso camisón de seda negra que había comprado junto con el resto de ropa. Era un camisón perfectamente respetable y una pequeña bata, simplemente una combinación con tirantes y una chaqueta de encaje transparente que le cubría los brazos. No era demasiado corta ni demasiado escotada, ni... Levantando los brazos, Adam apuntó hacia la puerta. —Vete. Ponte ropa y haz algo con tu pelo. Tráeme comida. ¡Hazlo ahora! Sonriendo y muy complacida consigo misma, Darci le obedeció. Cuarenta y cinco minutos más tarde había ido al colmado y ya estaba de vuelta —Adam estuvo a su lado cada minuto, sin dejar de leer las páginas que había impreso— y había preparado un apetitoso desayuno en la barra de la cocina. Había dispuesto una fuente con fruta, cruasanes calientes y café, y se lo había llevado; entonces se sentó en el suelo, al otro lado de la mesa de café, con su plato. Ahora que Darci iba decente, él estaba de mejor humor. —Y bien, ¿qué quieres saber primero? —le preguntó. —Lo que sea, todo —respondió ella con la boca llena. —Escribe libros de investigación sobre videntes, pero no es un bicho raro. Es decir, no escribe libros para el gran público sobre lugares encantados donde una camarera dice que ha visto humo gris saliendo de una esquina de una habitación y asegura que era un fantasma, o ese tipo de cosas. No, ese hombre tiene tres doctorados, uno de ellos en filosofía, y está muy bien considerado en los círculos académicos. Lo que no alcanzo a imaginar es ¿qué hacía en Putnam, Kentucky, y por qué...? —tras una rápida ojeada a Darci, dejó la frase en suspenso. —¿Se lo hizo con mi madre? —le preguntó. —Yo no lo hubiese dicho de ese modo, pero bien...

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Darci levantó la mano un momento mientras terminaba de masticar; entonces se levantó, cogió su bolso, abrió la cartera, sacó una foto y se la tendió a Adam. Sintiendo curiosidad, Adam cogió la foto y la observó. Era una foto de una mujer increíblemente bella, cuyo pelo largo, de color rubio miel, acariciaba sus hombros perfectos. Realmente, no solo era guapa, sino que tenía una belleza increíble. Era alta y delgada pero muy curvilínea, y con unas piernas larguísimas. En cuanto a su cara, era una mezcla de Grace Kelly y Angelina Jolie. Tenía un aspecto muy sensual, y al mismo tiempo el de una esposa pura e inocente que ha perdido a un soldado en la II Guerra Mundial. Adam estaba seguro de que ni él ni el resto del mundo nunca habían visto nada como ella. Adam soltó un leve silbido y acto seguido miró a Darci. —¿Es tu madre? —Esta es mi madre. —¿Cuántos años tiene esta foto? —Unas tres semanas. —¿Tu madre tiene este aspecto ahora} —Eres demasiado mayor para ella —le lanzó Darci al instante, sin un ápice de humor en su voz. Adam se pasó la mano por el pelo. —Quizá podría tapar los pelos grises, perder un kilo y... —quería hacer reír a Darci, pero ella le estaba mirando sin esbozar siquiera una sonrisa. —Sin duda podrías intentarlo, ya que ahora se considera vieja y fea. Ya no tiene el aspecto de la época en que me tuvo. Quizá tengas alguna posibilidad.

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Adam miró de nuevo la foto. —¿Vieja y fea, mmm...? Ahora entiendo por qué un hombre como tu padre se sintió atraído por ella. Me pregunto cómo se conocerían. —En la gasolinera, seguramente —respondió Darci. —¿Tu madre pasaba el rato en la gasolinera cuando tenía... diecinueve o veinte años? — preguntó incrédulo—. A esta mujer deberían haberla inmortalizado en la pantalla. En fotografías. En... —Tenía diecisiete años cuando me tuvo, dieciséis cuando se quedó embarazada —explicó Darci con voz inexpresiva—. Después de las clases y durante los fines de semana trabajaba en la gasolinera de su padre, que estaba en el cruce de la rampa de salida de la autopista interestatal que pasa por Putnam. —¿Y ponía gasolina? —preguntó, todavía incapaz de creerlo. —Sí, llevaba unos monos rosas que, según decía la tía Thelma, le iban tan ajustados que se podía ver el contorno de su ombligo. La tía Thelma contaba que mamá solía mojarse la ropa dos veces al día para que se le pegase aún más. De nuevo, Adam tenía las cejas tan levantadas que se las cubría el pelo. —¿Para conocer a hombres? Supongo que es lo que quería. —Lo que mi madre quería era irse de Putnam —replicó Darci airada—. Dijo que el único modo de encontrar a un hombre que no viviese en Putnam era ir allí donde estaban, lo cual, para ella, significaba los coches que viajaban por la autopista. Adam sacudió la cabeza, sin entenderlo. —¿Y por qué no buscaba un trabajo en una ciudad y se trasladaba? Darci se encogió de hombros. 178


—Eso no es lo que se hacía, supongo. Su madre le había dicho que lo más importante en la vida era encontrar un marido, y eso es lo que intentaba hacer mi madre. Pero me tuvo a mí, y no se casó con nadie. —Comprendo —dijo Adam, y luego lo lamentó. Pero empezó a hablar antes de que Darci pudiese volverle a decir que sonaba como Abraham Lincoln. A juzgar por la mirada de Darci y por el modo como cerraba los puños, pensó que probablemente era mejor dejar de hablar de Jerlene Monroe. —Tengo el número de teléfono de tu padre ¿Le llamamos? Está en una universidad de Virginia, y tal vez da clases todo el día, de forma que este momento, a primera hora de la mañana, puede ser una buena ocasión para encontrarle. —Quizá deberíamos esperar hasta más tarde —propuso Darci en seguida. Pero Adam ya iba hacia el teléfono y cuando la llamada conectó y el otro aparato empezó a sonar, pulsó el botón del altavoz para que Darci oyese lo que decía. —¿Sí? —dijo una voz ronca que claramente no quería que la molestasen. —¿Es usted Taylor Raeburne? —preguntó Adam, sorprendido al notarle la voz nerviosa. Adam cayó en la cuenta de que independientemente de lo que averiguase sobre sus propios padres, quería ayudar a Darci a encontrar a su padre. —¿Quién llama? —le soltó el hombre—. Mire, no tengo tiempo para las preguntas y respuestas habituales. Dentro de diez minutos debería estar en clase. Si se trata de ... —Se trata de Jerlene Monroe y Putnam, Kentucky, y el verano de... —miró a Darci interrogándola. —Mil novecientos setenta y ocho —dijo ella. —Y mil novecientos setenta y ocho —dijo Adam por teléfono.

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—No tengo ni idea de sobre qué me habla. Nunca había oído hablar de Putnam, Kentucky, o de Jenny Monroe. Tengo que irme. Puede llamar a mi despacho y hablar con mi secretaria. Ella... —Jerlene Monroe trabajaba en una gasolinera junto a una autopista que pasa al lado de Putnam. Solía llevar un mono rosa que, según dice su hermana, le iba tan apretado que se le veía el ombligo. Tenía el pelo rubio, natural... —miró a Darci para que se lo confirmase, y ella asintió—. Rubia natural. No creo que usted haya olvidado a esa mujer, aunque hayan pasado más de veintitrés años desde que la vio. Hubo un silencio al otro lado de la línea, tan prolongado que Adam pensó que el hombre tal vez había colgado. —¿Está usted ahí? —Sí, estoy aquí —dijo en voz baja, esta vez sin prisas—. Y sí, una vez conocí a esa mujer. Pero a esa edad, todos los jóvenes hacen cosas que... —Creo que esa unión pudo haber dado una hija —continuó Adam rápidamente, y vio como Darci tomaba aire y aguantaba la respiración. —Si esto es un intento de extorsionarme... —empezó Taylor Raeburne. —Tiene siete pequeños lunares negros en la palma de la mano izquierda, y... —¿Dónde está usted? —inquirió el hombre en seguida. —Camwell, Connecticut. Taylor dio un grito ahogado. —¡Dios mío! ¿Acaso no sabe que este pueblo está lleno de...? —¿Brujas? —preguntó Adam—. Sin duda, lo sé. El problema es que estas personas al parecer quieren a su hija para algo, pero no sé para qué, es decir, no del todo. Y ya han 180


matado a cuatro mujeres que se parecían a ella y les han cortado la mano izquierda. Me preocupa que su hija sea el próximo objetivo. Quiero que se vaya del pueblo, pero ahora que saben quién es, temo que no existe ningún lugar en la Tierra donde se pueda esconder. De nuevo se hizo un largo silencio. Si Darci y Taylor Raeburne no se hubiesen parecido tanto como para asegurar que eran padre e hija, Adam no se hubiese atrevido a explicar lo que dijo a continuación. —Ayer, un hombre nos apuntó con una pistola, y Darci, su hija, usó su mente para detener al hombre (y a mí) en el sitio donde estábamos. Ambos nos quedamos paralizados. Es decir, hasta que ella estornudó y se rompió la conexión. No hubo ninguna vacilación antes de que Raeburne hablase: —Estaré ahí tan pronto como pueda. —Nos hospedamos en... —Adam no terminó la frase porque se había cortado la comunicación. Adam colgó el teléfono, miró a Darci y por la expresión de su cara no sabía si iba a reír o a ponerse a llorar.

«¿Realmente crees que le gustaré?», le interrogó Darci en su mente. —Sí —respondió él—. Lo creo de verdad. Mira, ¿por qué no tomamos la autopista hoy y hacemos un poco de turismo? A menos que tu padre venga sobre un palo de escoba, disponemos de varias horas antes de que llegue. Darci no rió con este intento de bromear de Adam, sino que le lanzó una dura mirada.

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—Si quieres que hoy nos vayamos de aquí, es porque tienes un motivo. ¿Qué es lo que buscas, de verdad? —Que salgamos los dos de aquí por unas horas. Que nos quitemos todo esto de la cabeza. Darci le miraba fijamente, y tan seria que él supo que no creía una palabra de lo que le decía. Adam dejó caer las manos, rindiéndose. —De acuerdo, demándame. Quiero sacarte de aquí. No sé por qué. A menos que sea porque alguien quiere matarte. O quizá quieren raptarte y utilizarte, porque haces cosas asombrosas con tu mente. Tienes un poder increíble, pero al parecer no tienes ni idea de lo peligroso que podría ser en según qué manos. Tú... ¡Oh, al diablo! —dijo—. Coge el abrigo. Y no te atrevas a decirme que no hable mal. Si sobrevivimos a esto, quizá me dedicaré a hablar mal como hobby. Darci no dudó, corrió al guardarropa y cogió su chaqueta. Diez minutos después estaban dentro de un coche de alquiler en la autopista.

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12 Bueno, ¿adonde quieres que vayamos? —preguntó Darci en cuanto estuvieron solos en el coche—. ¿Qué se puede ver por aquí? —No lo sé —respondió Adam—. Tan solo quiero desconectar de ordenadores y libros de consulta. Ya ha habido bastante de... bueno, demasiado de todo. —Quieres decir que ya has tenido bastante de mí, ¿no? De mí y de mi familia, de la familia de Putnam y ahora mi padre. Dijo el último nombre en un tono más bajo. Aún no podía asimilar la idea de que iba a conocer a su padre. La carcajada de Adam la devolvió al presente. —No he estado tan entretenido en toda mi vida. Si alguien se inventase tu pueblo, nadie lo creería. ¿Por qué no dejas de preocuparte por conocer a tu padre y miras el paisaje? Nueva Inglaterra está preciosa en otoño. En lugar de mirar por la ventana, Darci abrió la guantera y miró en su interior. —¿Qué te hace pensar que estoy preocupada por conocer a mi padre? —¿Cuántas uñas te has comido en la última hora? Darci dobló los dedos con un suspiro. —Siempre me muerdo las uñas, es por los nervios. Eso no significa... —¡Ja! Te limas las uñas todas las noches. Siempre les das una forma perfecta de óvalo rosado, nunca tienes una rota. Y ahora están... —se detuvo porque Darci le dirigía una mirada inquisitiva—. ¿Qué es eso? —exclamó cuando ella sacó algo de la guantera. 183


—Un mapa de Connecticut —respondió Darci sonriendo mientras lo abría—. Te gustan mis uñas, ¿verdad? —¿Por qué miras el mapa? —quiso saber Adam frunciendo el ceño—. Yo conozco esta zona. No necesitas mirar un mapa. —¿Qué hay de malo en mirar un mapa? —le preguntó, dirigiendo la mirada hacia él, pero algo del mapa retuvo su atención. —¿Pasa algo malo? —dijo Adam rápidamente. —Nada malo —respondió en voz baja, con los ojos fijos en el mapa. —¿Qué te parece si vamos a Bradley? —dijo él en voz alta—. Es una ciudad pequeña y bonita, y creo que hay algunas tiendas de antigüedades espléndidas. ¿Te gustan las antigüedades? —Me gustas tú, por lo tanto... —dijo Darci distraída, todavía estudiando el mapa. Sus dedos contaban la distancia entre Bradley y otra ciudad. —Muy divertido —prosiguió Adam—. ¿Qué es lo que te cautiva tanto del mapa? —Nada —respondió ella, luego dobló el mapa y lo devolvió a la guantera—. De acuerdo, vamos a Bradley De hecho, como es en esta dirección, casi creería que es adonde planeabas ir. —Me has pillado —admitió Adam—. He estado allí antes, de modo que sé que es bonito. Nos irá bien pasar todo un día sin nada que tenga que ver con brujas y... Darci no oyó el resto de lo que decía porque miraba su perfil y se estaba concentrando. Tan solo necesitaba librarse de él por unas horas. Si conseguía que se fuese él solo un rato... —¡Para! —protestó Adam sin apartar la vista de la carretera—. Al principio no me he dado cuenta, pero cuando haces eso, me duele un poco debajo del omóplato izquierdo. No es exactamente dolor, sino una sensación, pero me basta para saber que estás... Cuando 184


intentas manipularme y controlarme —le explicó lanzándole una mirada enfurecida que le decía lo que pensaba de su acción. Entonces, echándole una mirada aún más airada, dijo—: Tu «palabra sagrada de honor» no significa mucho para ti, ¿verdad? Darci sonrió, impertérrita ante este intento de hacerla sentir culpable. —No he hecho nada. Pero parece que cuando pienso en cosas concentrándome, tú lo notas. Tal vez eres un vidente. De todas formas, esa molestia que notas puedo hacer que sea mucho peor. Puedo darte dolor de cabeza. ¿Quieres verlo? —Hazlo y lo vas a lamentar —replicó al instante. Girándose para mirar por la ventana, Darci le ocultó su sonrisa. Era extraño, era horrible y era maravilloso, todo al mismo tiempo, hacerle saber a alguien lo que podía hacer. Pero era absolutamente... delicioso hacérselo saber y que no pensase que era extraña, algo que ella siempre había temido. Ese era el motivo por el cual no contaba a nadie lo que podía hacer. Sabía que la gente de su pueblo la consideraban «diferente», aunque no tenían la menor idea de la profundidad de la verdad. Con los años, Darci casi se había convencido a sí misma de que lo que ella podía hacer, lo podía hacer todo el mundo. Pero ahora se había mostrado como era y este hombre que la conocía actuaba como si su «poder» fuese algo casi normal. Al cabo de diez minutos estaban en Bradley, y Darci pudo comprobar que realmente era una pequeña y bonita ciudad de Nueva Inglaterra, recubierta de hojas otoñales de espléndidos colores. Había algunas tiendas pintorescas que le hubiese encantado ver, pero sabía que no podía. Después de mirar el mapa y ver un nombre que saltaba a la vista, supo que había algo más que ella debía hacer ese día. Adam aparcó el coche en la calle, y los dos salieron. —Necesito ir al servicio —dijo Darci de repente. Y sin que él pudiese pronunciar una sola palabra, cruzó la calle corriendo hasta una gasolinera.

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Adam se enojó porque otra vez había cruzado sin mirar, pero permaneció en ese lado de la calle y la esperó. Miró su reloj, viendo que el tiempo pasaba rápido, y sabía que necesitaba cuanto más tiempo mejor para llevar a cabo lo que debía hacer hoy. Pero estaba malgastando unos minutos preciosos mientras esperaba a que Darci... «¡Cielos!», pensó mientras miraba al otro lado de la calle. «¿Qué estará haciendo ahora?» Estaba de pie junto a los surtidores hablando con un chico que ponía gasolina al Volvo de un cliente. ¿Tenía que hablar con todas las personas con las que se encontraba? ¿Es que no podía...? «No, espera», pensó, «esto me va bien.» Miró al chico con el que hablaba. Parecía tener unos veinte años y tenía cierto atractivo. ¿Podía Adam hacerle creer a Darci que estaba celoso de ese chico? No, ella no lo creería. Ni en un millón de años creería que él, Adam Montgomery, pudiese estar celoso de ese chico flacucho y con granos en la cara. Pero al volver a mirar a su reloj, Adam vio que no tenía tiempo para buscar otra razón para empezar una discusión. Cuando vio a Darci apartarse del chico, Adam respiró profundamente. Esperaba no herir demasiado sus sentimientos cuando empezase a discutir con ella. Pero necesitaba estar un rato solo y por experiencia sabía que no podía pedirle a Darci ese tiempo. No, debía empezar una pelea, y luego conseguir que se lanzaran mutuamente algunos improperios, tras lo cual debiesen separarse durante el resto del día. Lo bueno era que se encontraban a muchos kilómetros de Camwell, así que no creía que corriese un gran peligro si la dejaba desprotegida unas horas. —¿Quién era? —preguntó Adam en cuanto Darci volvió. —Alguien que he conocido —dijo ella—. ¿Qué quieres ver primero? Hay un par de tiendas de antigüedades cerca de aquí. —¿Por qué hablabas tanto rato con él? Darci le miró, con cara enfurecida.

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—¿Sabes una cosa? Estoy harta de tus celos, ¡hasta la coronilla! No puedo hablar con nadie. Ni siquiera me dejas ir a la casa de comidas porque no quieres que me encuentre con otras personas. —Yo no hago eso —respondió Adam sorprendido—. Puedes comer donde quieras. Creí que te gustaba la cena y que te gustaban nuestros... picnics en la casa de huéspedes. —Pero nunca me preguntas qué quiero yo, ¿no es cierto? Para tu información, me gusta mucho más cenar en la casa de comidas. Por lo menos allí yo puedo dar órdenes. Cuando como a solas contigo no paras de darme órdenes. «Tráeme algo que comer», dices. ¿Es porque piensas que eres superior a mí dado que yo soy del sur? ¿Es algo racista? —¿Racista? —preguntó Adam—. ¿De qué estás hablando? ¡Tú y yo somos de la misma raza! ¡Y puedes comer donde quieras! No tenía ni idea de que comer sola conmigo te ofendiese —tenía la espalda tan tensa que le empezaban a doler los músculos. —Puedo asegurarte que prefiero con mucho comer con gente que no me da órdenes. De hecho, me divertiría mucho más en cualquier parte que con un viejo aburrido sin humor y puritano como tú —le soltó—. Me divertiría mucho más en una convención de monos que contigo. —Con... En una... —dijo con una voz que no era más que un susurro—. Muy bien. ¿Puedo sugerir que nos separemos? De hecho, sugiero que cuando volvamos a Camwell, nos separemos de forma permanente, pero por hoy, me gustaría ver Bradley. Solo. En realidad, quiero comprar un regalo para alguien. Se encontraban frente a una joyería —Tal vez diamantes —dijo—. Para una mujer. Darci no pronunció palabra, solo le lanzó una mirada encolerizada. Adam no podía creer que las palabras de esta chiquilla pudiesen herirle tanto. No es que no le hubiesen llamado soporífero antes (era el calificativo favorito de sus primos), pero no se

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hubiese imaginado que Darci le considerase... No quería pensar en lo que ella acababa de decir de él. —Muy bien —dijo Adam apretando los dientes—, estás libre de mi compañía por hoy. Nos vemos aquí, en este lugar, a las cinco. ¿Crees que tendrás bastante tiempo para «divertirte»? Pronunció la última palabra como si fuese algo infame. —Sí —respondió Darci—, de sobras. Después de lo que le había dicho, pensaba que Darci habría echado a correr para escapar de él, pero en lugar de hacerlo se quedó inmóvil mirándole. Quizá él tampoco debería moverse, pensó. Quizá tendría que darle tiempo para que se disculpase.

—Mira tu reloj, y asegúrate de que lo tienes en hora. —Puedo imaginar qué hora es —su voz sonó hostil, al decirlo, como si lo que acababa de decir fuese otra calumnia a su persona. —De acuerdo, pues. Nos vemos más tarde. Pero ninguno de los dos se movió. Permanecieron donde estaban con los ojos clavados el uno en el otro. Al fin y al cabo, desde hacía unos días no se habían separado ni siquiera unos minutos. Adam pensaba que iba a, bueno, que encontraría a faltar su compañía. Pero «no», se dijo a sí mismo. Era responsable de ella. Ella le necesitaba. —¿Tienes dinero? —le preguntó secamente—. ¿Metálico? Porque sé que te morirías de hambre antes de gastar nada de tu propio dinero, y no quiero que se diga que no alimento a mis empleados. Darci no respondió, tan solo le miró. Adam sacó su cartera y le dio un billete de diez. Como ella no lo cogía, sacó uno de cincuenta. Darci los cogió, se giró sobre sus talones y se fue rápidamente. Mientras Adam 188


miraba como se iba, sintió el impulso de correr tras ella. ¿Estaría bien? ¿Quién iba a cuidar de ella si no estaba a su lado cada minuto? ¿Quién le haría reír? Justo entonces recordó lo que ella le había dicho, que quería escapar de él y de sus maneras «puritanas». «¡Le gustaría enseñarle su puritanismo!», pensó. Si no se viese coaccionado ahora mismo, coerciones vitales que incluían no tocar a Darci, ya le enseñaría... Pero Adam no podía perder tiempo pensando en lo que le gustaría hacer con Darci. Iba a hacer lo que se había propuesto, y tenía que apresurarse para estar de vuelta en Bradley a las cinco. Sin embargo, cuando volvió a mirar su reloj, supo que el motivo por el cual Darci no había comprobado el suyo era que no tenía reloj. Cuando se volvió, la reluciente ventana de la joyería estaba frente a él. Al abrir la puerta de la tienda, Adam no pensaba en lo que hacía ni en por qué, pero quince minutos más tarde salía con una cajita que contenía un reloj de oro Piaget. Entonces, sintiéndose un poco engreído porque le había comprado un regalo tan espléndido aun después de lo que ella le había dicho, volvió al coche, mientras miraba si veía a Darci y procuraba que ella no le viese irse de la pequeña ciudad de Bradley. —No sé como agradecértelo —dijo Darci por la ventanilla del coche al muchacho que iba sentado en el asiento del conductor. —Claro que sí —dijo en un tono sumamente sugestivo—. Puedo imaginar miles de maneras con las que puedes pagarme. Podríamos... Con una sonrisa, Darci se bajó a la acera. —Gracias de nuevo —atajó de modo terminante—. Es mejor que vuelvas, o tu jefe se va a preocupar. —Na... —respondió—. La gasolinera es de mi tío y... ¡Oh! Quizá tengas razón. Debería volver.

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Mientras se apartaba bruscamente del bordillo en su ruidoso coche cubierto de óxido e imprimación, Darci dio un suspiro de alivio y se frotó las sienes. Había tenido que aplicarle la Persuasión Verdadera con tanta insistencia que le dolía la cabeza. Pero entonces pensó que también podría ser que tuviese hambre, ya que llevaba horas sin comer. Buscó en el bolsillo de su falda, sacó un trocito de papel y miró la dirección que había escrito en él. «Susan Fairmont, 114 Ethan Way», leyó, y luego el número de teléfono. Pero Darci no quería llamar a la mujer por miedo a que le denegase su petición. Caminó a lo largo de dos manzanas y dobló a la izquierda. El chico había dicho que Ethan Way estaba justo al final de la calle. Quería llevarla hasta la misma dirección, pero Darci había echado una ojeada a la sombreada calle bordeada de árboles y le había dicho educadamente «No, gracias», podía andar. Ya había tenido bastante de que sus manos «accidentalmente» se desviasen del cambio de marchas a su rodilla. «¿Qué hora debe de ser?», se preguntó, mirando al sol, como si eso pudiese ser de ayuda. Debía estar de vuelta en Bradley a las cinco, y solo Dios sabía cómo iba a volver. Su plan (si algo tramado tan de prisa se podía llamar un «plan») era pagarle al chico veinticinco dólares por el viaje de ida y vuelta. Él quería quince por llevarla a Appleby, pero ella pensó que una vez en el coche podría usar la Persuasión Verdadera para que aceptase veinticinco por llevarla de vuelta. Sin embargo, sus manos y su convencimiento de que lo que ella quería no era que la llevase sino a él, hicieron imposible que se concentrase lo bastante para emplear su técnica y lograr que hiciese lo que quería. Así pues, ahora estaba en Appleby, pero no tenía ningún medio para volver a Bradley. Ahora bien, quizás podría usar este problema como excusa para llamar a la puerta de Susan Fairmont. «En lugar de pagar un teléfono», murmuró Darci. «¡Oh, sí!, es una gran idea. Estoy segura de que dejará entrar a una extraña en su casa.» En la esquina vio la placa de Ethan Way. Se volvió y examinó los números de las casas. Ciento treinta y dos era la primera casa. Mirando de nuevo el papel que tenía en la mano comprobó el número de la casa que buscaba. Como tenía la cabeza inclinada hacia abajo y la atención puesta en otras cosas, no se dio cuenta de que un hombre de un metro ochenta de altura asomaba por detrás de un seto, 190


hasta que chocó con él. «Disculpe», dijo. Entonces levantó los ojos y vio a Adam Montgomery. Darci sabía que lo iba a pagar. —Tú planeaste esto —masculló Adam entre dientes—. Tú, intrigante, maquinadora... —¿Yo? —replicó en el mismo tono calmado pero insistente. Era un día cálido y algunas de las casas tenían las ventanas abiertas. —Tú también estás aquí. ¡Eso significa que persigues lo mismo que yo! Y tú... —Darci le miró reflexionando—. Lo planeaste anoche, ¿verdad? Es lo que hiciste cuando te quedaste toda la noche despierto —su voz pasó a falsete—. Tan solo querías «irte unas horas», ¿no? ¿No es lo que dijiste? Querías que nos «olvidáramos de todo». Pero aquí estás... —Tú dijiste que estar con una panda de monos muertos era más divertido que estar conmigo —le soltó en tono seco. —¿Y lo creíste? Adam abrió la boca para replicar, pero la cerró, y volvió a abrirla. —Claro que no, pero... No es agradable que te lo digan. Darci lo pasó por alto —¿Te parece bien? La gente asesina a mujeres y... Cogiéndole fuerte del brazo, Adam la llevó unos metros más allá, apartándola de la esquina. —Bien, ya has jugado a tu juego, así que ahora siéntate en el coche y espérame. —Es una buena idea. Creo que simplemente haré eso —dijo con suavidad.

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Adam soltó su brazo, contó hasta diez y tomó una bocanada de aire. —De acuerdo, ¿cuál es tu plan? —No he tenido tiempo para pensar uno. A diferencia de ti, no me quedo despierta toda la noche planificando cosas tortuosas y turbias que hacer a alguien con quien se supone que trabajo. Además, el chico del coche tenía tantas manos que no podía pensar, y antes de eso fuiste tan horrible conmigo que tampoco entonces pude pensar. —¿Yo fui horrible? —preguntó Adam, mirándola sin dar crédito a lo que oía—. No me digas que te fuiste sola en coche con ese chico de la gasolinera y... —¡Estás celoso! —exclamó con los ojos muy abiertos. —No lo estoy... —empezó Adam, pero se detuvo. Estaban de pie bajo una sombra en un bonito barrio residencial. Detrás de ellos había una pared de cemento y por detrás unos setos altos. Adam retrocedió y se sentó en la pared. —Bueno, estás aquí, así que por fin podré ver que no te metes en problemas. Quizá debiéramos trabajar juntos y... —¿Disculpa? —le cortó Darci, que aún no estaba dispuesta a perdonarle que hubiese querido engañarla. Una cosa es hacer algo sin pensarlo, y otra trazar un plan y mentir deliberadamente... Bueno, es la diferencia entre el homicidio involuntario y el asesinato—. ¿Cuál fue la palabra que dijiste? —preguntó, llevándose la mano a la oreja—. No la cogí. Empieza por J. ¿Juntos? ¿Tú y yo? —Muy divertido —replicó Adam—. ¿Quieres ayudarme o quieres bromear? —Tendremos que volver a hablar de esto. Adam la miró entrecerrando los ojos. —Bien —dijo ella dando un suspiro—. ¿Qué propones que haga? ¿Qué planeabas hacer solo? —no pudo reprimir un último golpe. 192


—Pensé que iba a improvisar sobre la marcha, pero ahora que estoy aquí, no tengo ni idea de cómo hacerlo. A menos que... -¿Sí? —Tienes la misma edad, más o menos, que la chica que murió, de modo que tal vez podrías decirle a su hermana que eras amiga de la chica muerta. Podrías hacer como si no supieses que ella ha muerto, así podrías hacerle unas preguntas. ¿Crees que podrás fingirlo? —Esta mañana te engañé —preguntó Darci sonriendo—. Creíste cada una de las palabras que dije, ¿verdad? —Claro que no —respondió Adam, pero miraba por encima de su cabeza, no a sus ojos—. Tan solo... Cuando volvió a mirarla, ella sonreía con aire engreído. —Si mantienes esta actitud, llamaré al pulpo de tu novio y le diré que venga a buscarte. Por un momento, Darci se quedó pálida. —Bromeas, ¿no? —¿Me has creído? —le preguntó en el mismo tono que ella había usado al preguntarle si la había creído cuando le había dicho que era aburrido. —De acuerdo —dijo Darci—, tú ganas. ¿Qué hacemos? Yo finjo que soy amiga de la chica. ¿Y tú? ¿Quién eres? ¿Mi padre? —Continúa así y no te daré el regalo que te he comprado. Al oír esto, Darci cerró la boca y se calló.

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Sonriendo, Adam resumió el plan que había trazado en los últimos minutos. De hecho, ahora que lo pensaba, era mucho mejor que Darci estuviese con él, ya que pensó que la hermana de la chica asesinada preferiría hablar con Darci antes que con él. —¿Lista? —le preguntó cuando hubo acabado de perfilar el plan. Darci asintió, y empezaron a andar hacia la esquina para girar por Ethan Way.

—¿De veras me has comprado un regalo? —preguntó en voz baja. Durante unos segundos, Adam se sintió incómodo. ¿Por qué le había comprado un regalo? En el momento de comprarlo pensó que podría ser un regalo de despedida. Había estado pensando que Darci iba a salir de su vida para siempre, y no porque él quisiese dejar que se fuese. Había demasiado peligro para que estuviese desprotegida. Pero pensó que ella quería apartarse de él. —En realidad, lo he comprado para mí —dijo bruscamente—. Como autodefensa. Puede haber ocasiones en que debamos concretar una hora para encontrarnos, y tienes que saber qué hora es. —¿Me has comprado un reloj? —le preguntó en voz baja, mirándole. Encogiéndose de hombros, como si no fuese un gran trato, Adam extrajo la cajita del bolsillo de su chaqueta y se la dio. Siguieron andando, mientras Adam la miraba por el rabillo del ojo. Cuando abrió la caja y vio el precioso reloj de oro del interior se detuvo. Permaneció de pie, mirando el reloj dentro de su caja y no se movió. No caminaba, y parecía como si no respirase. De estar congelada, no hubiese estado más inmóvil. —¿Te gusta? —le preguntó Adam sonriendo, y dejó de andar para mirarla. Como no respondía le dijo: 194


—¿Darci? —con voz divertida. Ella seguía sin responder, simplemente estaba de pie contemplando el reloj. —Darci, ¿estás bien? —le preguntó, esta vez con voz preocupada. Entonces observó que el color volvía a su cara. Una vez le habían dicho que la gente se queda pálida antes de desmayarse, y eso es lo que Darci hacía ahora. Mientras la miraba, sus rodillas parecían ceder; ¡se caía al suelo! Con un movimiento rápido, Adam la cogió antes de que se golpease contra el suelo. Le pasó los brazos por debajo de las piernas y de la espalda; luego, mientras la sostenía, miraba con incredulidad como su cabeza le caía hacia un lado, desmayada.

Pero todavía sostenía la caja que contenía el reloj, apretándola con fuerza. —¿Está bien? —se oyó la voz de una mujer, y Adam se volvió y vio a una mujer aproximadamente de su edad que estaba a su lado. Al momento, Adam supo quién era. Las fotos de la chica desaparecida en Camwell aparecieron en su mente, y esta mujer era una versión en mayor de una de las chicas desaparecidas. —Usted es Susan Fairmont, ¿verdad? —preguntó Adam con voz tranquila—. Usted es la hermana de Laurie. Ella asintió mientras contemplaba a Darci, desmayada sobre sus brazos —Ella y su hermana eran amigas, y acaba de enterarse de la muerte de Laurie. La mujer reflexionó un momento, y Adam se dio cuenta de que pensaba en qué debía hacer. Una ola de culpabilidad le invadió. ¿Cuántas personas en busca de relatos sensacionalistas se habrían acercado a ella para hacerle preguntas sobre su hermana fallecida?

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—Pase adentro —dijo por fin la mujer, y le dejó que pasara por el camino que conducía a la casa. —La policía dijo que no era un asesinato. Comentaron que Laurie podía haberse suicidado —explicó Susan Fairmont con amargura en la voz. Su acento suave revelaba su origen sureño—. O tal vez se durmió al volante del coche y por eso se estrelló contra un árbol. Habían pasado veinte minutos y estaban en casa de Susan, rodeados de antigüedades de los primeros americanos. Darci y Adam estaban sentados en un sofá que pudo haberse usado en Williamsburg. Susan se había acomodado en una silla de orejeras enfrente de ellos, con una taza y un platillo en la mano. Les había preparado té, y lo servía con una bonita tetera decorada con flores. Darci todavía estaba pálida y parecía un poco temblorosa, de modo que Adam se sentó a su lado por si se desmayaba otra vez. Sostenía la taza de té con una mano, pero sabía que su mano izquierda, escondida bajo la falda, seguía asiendo con fuerza la caja que contenía el reloj.

—Te pareces un poco a Laurie —dijo Susan a Darci en cuanto se sentaron, y como lo único que hizo Darci fue asentir, Susan pareció satisfecha con ello, lo cual hizo crecer la sensación de culpa de Adam. Habían mentido a esta mujer tan amable y confiada. —Fue horrible —dijo Susan, dejando su té—. Laurie desapareció cuando fotografiaba iglesias antiguas en ese detestable pueblo de Camwell, y en seguida todo el mundo supuso que era brujería. —¿Usted no cree que fuese eso? Durante largos momentos, Susan permaneció sentada y les miró en silencio. Parecía estar considerando algo. —No digo lo que pienso porque, verá... —musitó en voz tan baja que apenas se la oía—. Me han avisado. Me han avisado de que tenga la boca cerrada. —¿Quién se lo dijo? —inquirió Darci con voz indignada, y por fin volviendo a la vida. 196


—La policía y un hombre del FBI. —¿El FBI? —preguntó Darci—. ¿Qué tienen que ver con esto? Sobre todo si la policía local dijo que creían que era un suicidio —había tal desprecio en la voz de Darci que Adam la miró pensativo. ¿Le salía así o estaba actuando? —Creo que el FBI ha estado investigando las brujas de Camwell desde hace años y... —Entonces, ¿por qué razón no han hecho nada al respecto? —preguntó Darci rápidamente—. ¿Cuánta gente tendrá que morir antes de que finalmente las paren? ¿Sabía usted que hay túneles subterráneos donde se reúnen? Unos túneles enormes. Adam quería tapar la boca de Darci con su mano. —Sí, claro que lo sé —respondió Susan—. Todo el mundo que vive a esta distancia de Camwell lo sabe. Es una gran organización, y reclutan a gente para que se unan a ellos. La perspectiva de lograr un gran poder es un buen aliciente. —Así, ¿por qué el FBI no...? Ahora le tocaba a Susan interrumpir. —¿Por qué no entran con excavadoras, destruyen esos túneles y ponen fin a todo esto? —Puedes destruir la colmena, pero si no atrapas a la reina, construirán otra colmena —dijo Adam con suavidad. —¿Es usted agente del FBI? —Susan le espetó. —Piensa como ellos —afirmó Darci—. Así pues, ¿qué es lo que le dijeron que no contara? De nuevo, Adam quedó atónito por la osadía de Darci. Pero esta vez no se sorprendió cuando Susan contestó. Ya había comprobado que Darci tenía la capacidad de acercarse a la gente.

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—Me dijeron que mis teorías eran solo una opinión personal, y que si las difundía podía causar muchos problemas. Uno de los ayudantes del sheriff de Camwell me preguntó si estaba al día con mis impuestos. Esta pista significaba que él podía conseguir que me hiciesen una auditoría. —¡Oh! Chantaje del más bajo. ¿Qué norteamericano no teme al IRS? —Exactamente —dijo Susan—, de modo que he mantenido la boca cerrada durante dos años, desde que Laurie desapareció, Y la he tenido cerrada desde que encontraron el cuerpo de mi hermana meses más tarde aplastado en su coche, que se había empotrado contra un árbol. Dijeron que seguramente había conocido a un hombre en Camwell, había escapado con él y más tarde, mientras conducía, se había dormido al volante y había tenido el accidente. —O tal vez había roto con ese hombre y se suicidó por desesperación —añadió Darci en voz baja. —Exactamente. Eso es exactamente lo que me dijeron. Pero conozco a Laurie. ¡Es mi hermana! La tarde que desapareció pensaba venir a mi casa, a la fiesta de cumpleaños de mi hija, que hacía tres años. Laurie quiere... quería mucho a su sobrina, a mi hija, mucho, y no se hubiese perdido la fiesta por nada. Aquel día fue para volverse loco: dieciséis niños de alrededor de tres años, pero aún así, me da vergüenza confesar que no me di cuenta de que mi hermana no estaba. Más tarde, cuando mi marido y yo terminamos de recoger, fui a ver a mi hija. Estaba en la cama llorando. Cuando le pregunté por qué, me dijo que era porque su tía Laurie no había ido a su fiesta.

Cuando Susan terminó de hablar, Darci le preguntó con voz suave: —¿Qué hiciste? —Calmé a mi hija haciéndole promesas que no he podido cumplir, pero por dentro sentía pánico. Sabía que pasaba algo malo. No se imagina cómo se querían Laurie y mi hija. Yo sabía que solo algo horrible podía haberle impedido estar aquí ese día tan especial. Cogí el 198


teléfono y llamé al móvil de Laurie, pero no contestó. Entonces me puse histérica. John, mi marido, me dijo que quizás habría olvidado el móvil en el coche mientras estaba en el hotel durmiendo. —Pero usted sabía que no era verdad —dijo Adam. —Sí, Laurie era una persona de costumbres. Le encantaba programar su tiempo, y sabía dónde estaría con cuatro meses de antelación. Pero entonces empezó a vivir como si fuese la fotógrafa que quería ser. Ella... —interrumpiéndose, Susan se levantó, se dirigió hacia una estantería que estaba detrás y cogió un libro fino y alto que entregó a Darci—. Quizá lo hayas visto. Era un libro titulado Time and Place, con fotografías y texto de Laurie Handler. —Explicó que se trataba de estar en el lugar y en el momento adecuados —dijo Susan—, y prepararlo requería tiempo y descartar toda idea de una vida personal. Mi hija y yo éramos todo lo que Laurie tenía aparte de su trabajo. Darci colocó el voluminoso libro sobre la mesa y lo abrió. Dentro había fotografías grandes en blanco y negro. Cada una contaba una historia. La primera que abrió era de una pareja que se abrazaba delante de una casa destruida por un huracán. Pero pese a la tragedia que mostraba, se apreciaba un leve destello en el anillo de casado del hombre, como si un rayo de sol iluminase el anillo y nada más. El anillo, que resaltaba sobre la piel, revelaba que lo había llevado durante mucho tiempo. Precisamente el anillo conducía el ojo de quien contemplaba la foto a la manera como se abrazaban, con las caras sumidas en la sombra, con una confianza absoluta entre ellos, con una familiaridad absoluta. De algún modo, Laurie Handler había convertido una foto de un desastre en una foto de amor, de amor real, no de lujuria, sino de la clase de amor que dura para siempre. Cuando Darci lo vio, pensó —y no pudo evitar enviárselo a Adam—: «Me gustaría que alguien me amase así. Alguien que me amase cada día y siempre». Pero cuando levantó los ojos hacia Adam, en su rostro tenía esa mirada que le decía que se comportase y se acordase de para qué estaban allí.

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Todas las fotos del libro eran de este tipo. Fuesen cuales fuesen las circunstancias, por muy terrible que fuese el tema y el entorno, Laurie parecía decir que todavía había amor en el mundo, un amor profundo y duradero. —Dios mío —exclamó Darci al cerrar el libro—. Estas fotos me hacen sentir... —¿Que el amor lo conquista todo? —dijo Susan amargamente. —Sí, supongo que sí—asintió Darci—. ¿Es eso malo? —Lo es si eres un agente del FBI. Dijeron que estas fotos eran la prueba de que Laurie era una romántica, lo cual demostraba que probablemente había escapado con algún hombre. Por lo tanto, su desaparición no tenía nada que ver con el hecho de que existiese o no existiese un grupo de brujas en Camwell. —Sin embargo, usted sabe que no es cierto, ¿verdad? —preguntó Adam—. ¿Lo sabe solo porque Laurie no se habría perdido el cumpleaños de su sobrina o tiene alguna otra razón para pensar que hubo un crimen? —Laurie no era el tipo de persona que «escapa» con alguien —declaró Susan, y en seguida miró a Darci—. Tú la conocías. Dile cómo era. Pero Darci se quedó muda. Se volvió a Adam y pestañeó. «¿Qué puedo decir?» —Darci es... —Oh, no es necesario que mientas —dijo Susan, moviendo la mano para corroborarlo—. Ninguno de los dos conocíais a Laurie. No sois su tipo. Los dos sois guapos, demasiado elegantes, el clásico estadounidense medio. Y tú —añadió mirando a Adam— estás forrado de dinero. ¿He acertado? Adam irguió su espalda, pero Darci se echó a reír. —Montones de dinero —dijo jovialmente—. Tiene dinero a patadas. Dinero y...

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—¡Por favor! —dijo Adam secamente. —No pasa nada —siguió Susan—. No sé exactamente por qué os he dejado entrar, salvo que sí sois mi tipo. Me imagino que si habéis representado esta payasada para poder entrar y hablar conmigo, debe de ser por algo personal —se interrumpió un momento—. ¿De modo que qué buscáis? —preguntó Susan. Darci habló primero. —Él quiere acabar con las brujas. Tiene un motivo personal que le impulsa a hacerlo, pero no quiere decirme lo que es. Aún no he podido sacárselo, aunque... Adam la cortó. —Lo que Darci quiere decir es que sí, es muy personal para mí. Para nosotros, de hecho, y le agradeceremos cualquier ayuda que pueda prestarnos. Si nos pudiese contar algo que usted sepa, o algo que crea que pudo estar relacionado con la muerte de Laurie, se lo agradeceremos. Cualquier cosa. Adam lanzó a Darci una mirada seria para avisarla de que no contase mucho más. Pero Darci hizo caso omiso. —¿Tenía Laurie algo peculiar en la mano izquierda? Al oírlo, Susan abrió los ojos e inspiró profundamente. —La mano izquierda... La perdió en el accidente. La policía dijo que le había salido por el parabrisas y se había seccionado. Pero no la encontraron. Dijeron que como el accidente había sucedido en una carretera local y pasaron horas antes de que alguien la encontrase, pensaban que... que... tal vez los perros salvajes la habían... —Entiendo —dijo Adam. «Pregunta por los lunares», dijo Darci mentalmente. 201


—Me gustaría hacerle una pregunta un poco extraña. ¿Había algo peculiar en la mano izquierda de su hermana? —No —respondió Susan frunciendo el entrecejo—. No tenía ninguna marca de nacimiento, tampoco un dedo de más, si es eso a lo que se refieren. No había nada extraño en mi hermana. Es decir, salvo su talento. —No quería decir nada malo —insistió Adam—, me refería... —Como esto —concretó Darci mostrando su mano izquierda, con la palma hacia arriba. Durante unos segundos, Susan se quedo muy quieta, pestañeando, mirando la palma de Darci sin entender. Entonces lo comprendió todo. —Sí —susurró—, Laurie tenía lunares en la mano, como esos—. Formaban un pato. -¿Qué? —Cuando éramos niñas, acostumbrábamos a coger un lápiz y unir los lunares de la mano de Laurie, y según cómo lo hacíamos, salía un pato. Solíamos... —su voz se cortó y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Era una cosa de niñas, pero lo solíamos llamar Ducky Doodle y ella hacía un ruido como de pato, así... —Susan dejó de hablar porque se estaba ahogando con sus lágrimas. —Creo que debemos irnos —dijo Adam levantándose. Darci hizo lo mismo—. Gracias — susurró. Miró a Darci y vio que tenía la mirada fija en Susan. Esta había bajado la cabeza y se secaba los ojos con un pañuelo. Adam sabía que Darci estaba usando su poder, la Persuasión Verdadera, con la mujer, y su primer pensamiento fue hacer algo para romper su concentración y detenerla. Pero su intuición le dijo que fuese lo que fuese lo que Darci estaba haciendo, no iba a hacerle daño a Susan. Al cabo de un momento, Susan levantó los ojos y estaba sonriendo; todavía tenía lágrimas en los ojos, pero su sonrisa era de verdad. 202


—Vais a pensar que estoy loca, pero acabo de imaginar que Laurie estaba aquí y que me decía que se encontraba bien. Ojalá pudiese creerlo, y... —¿Qué? —preguntó Adam mientras Darci todavía la miraba fijamente. —Ojalá se pudiese acabar con esto. ¿Sabéis que en los últimos cuatro años en la zona de Camwell han desaparecido algunos niños y también mujeres adultas? Nadie ha podido demostrar que las brujas tuviesen nada que ver con ello, pero cuando pienso en mi hija y... ¿Estás bien? —preguntó Susan a Adam. —Sí, estoy bien —su voz sonó dura—. Gracias por su tiempo. Gracias por todo. Súbitamente se dio la vuelta y salió por la puerta, dejando a Darci dentro.

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13 —¿Quieres decirme qué ha pasado? —le preguntó Darci cuando se reunió con él fuera, en la acera—. Has salido un poco bruscamente, ¿no? —Los niños —dijo Adam. Su voz era tan dura que ella apenas le entendía—. No sabía que seguían utilizando niños. —¿Seguían? —inquirió Darci—. ¿Qué significa eso? No me habías comentado que esas personas «utilizaban» niños. ¿Para qué los utilizan? —Solo ellos lo saben. Una vez los niños desaparecen, no se les vuelve a ver. O si reaparecen, no recuerdan qué les ha pasado. ¿Estás preparada para que nos vayamos de esta ciudad? —le preguntó, avanzando a un paso demasiado rápido para que Darci pudiese andar a su lado. Ella corrió un poco y le alcanzó. —¿Qué es lo que los niños olvidan? ¿Cómo lo sabes? Yo no recuerdo haber leído nada sobre niños en los trabajos de investigación que vi. —Seguramente no se explicaba allí —respondió Adam, que seguía caminando tan rápido que ella tenía que correr para ir a su lado—. ¿Tus lunares forman alguna figura? —No tengo ni idea. A decir verdad, nunca les he prestado mucha atención. Era más bien: «Hay lunares en mi mano», y no «¡Oh! No puedo creerlo. ¡Tengo lunares en la mano!». ¿Podrías aflojar el paso, por favor? —Disculpa —dijo Adam, aminorando el paso—. Es tarde, debes de estar hambrienta. ¿Qué quieres comer? —Comer y hablar. Quiero que acabes con esto y me cuentes absolutamente todo lo que sabes acerca de esas brujas y acerca de Camwell, y sobre todo por qué te ha afectado tanto 204


lo que ha dicho Susan Fairmont sobre la desaparición de unos niños. ¿Acaso no lees esos anuncios que envían con fotos de niños desaparecidos? Todos los días desaparecen niños. —¿Y eso debería hacerme insensible a lo que les pase? —dijo con una voz que destilaba una ira apenas controlada—. ¿Por el hecho de que desaparezcan miles de niños todos los años yo no debería preocuparme? Darci le miraba fijamente, y él notaba que usaba su mente para calmarle. Una parte de él quería gritarle que le había dado su palabra de honor de que no iba a utilizar su poder sobre él, pero otra parte le estaba agradecida por el efecto calmante que sentía. Ni siquiera le importó la aguda punzada que la concentración de Darci le produjo en el hombro izquierdo. No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron al coche que habían alquilado. Para cuando Adam arrancó el motor se sentía mucho más calmado y quería suavizar el ambiente. —Mientras venía he visto una pequeña taberna. En el rótulo se leía que el edificio había estado ahí desde 1782. ¿Te gusta, para comer? —Me encanta —afirmó Darci, reclinándose contra el reposacabezas—. Tal vez será parecido a un pub de Inglaterra. ¿Has ido alguna vez a Inglaterra? —Muchas veces —respondió Adam mientras daba marcha atrás en la zona de aparcamiento. En ese momento, Darci parecía agotada. ¿Lo que había contado Susan la había dejado así? ¿O calmarle a él le había exigido toda su energía? Sabía que debía echarle un sermón porque había roto su palabra, pero no podía pensar con claridad cuando le embargaba la ira. Lo sabía porque había pasado gran parte de su vida demasiado enfurecido para poder pensar. Tal vez el hecho de no mencionar que había roto su palabra era una salida cobarde, pero Adam no podía obligarse a sí mismo a regañarla. —Putnam dice que me llevará a Inglaterra después de que le dé un hijo —dijo Darci—. Una semana en Inglaterra. Pero si es una hija lo que tengo primero, serán dos semanas en Nebraska. En agosto. 205


Frunciendo el ceño, Adam salió a la carretera. —Cuando esto haya acabado, yo te llevaré a Inglaterra. Seis semanas. Nos alojaremos en hoteles rurales. Cuestan una fortuna, pero merecen la pena. —Cuéntame algo del país —le pidió Darci con los ojos cerrados mientras se reclinaba sobre el asiento. Adam vio que todavía sostenía la caja del reloj con su mano izquierda. ¿La soltaría cuando fuese a darse una ducha? —¿Sobre qué quieres que te hable primero? —Sobre Cambridge. He oído que hay unas tiendas fabulosas y que la universidad es preciosa. Quiero que me hables de Bath. Me gustaría ver... ¡Oh! —exclamó sentándose bien erguida—. ¿Podríamos pasar una noche en el Clarendon? Es terriblemente caro. —Sí —respondió él—. Clarendon. Tres noches. La mejor habitación será para ti. Sonriendo, estacionó en el aparcamiento de la pequeña taberna y entraron en el restaurante. Una vez hubieron pedido unas costillas y les avisaron que tardarían un poco, Adam se sentía tan bien que hizo otro intento de bromear. Darci estaba muy concentrada, no con esa mirada que tenía cuando le estaba sometiendo a su Persuasión Verdadera, sino como si estuviese pensando en algo con todas sus fuerzas. —Te enseñaré el mío si me enseñas el tuyo —le dijo en tono jovial. Darci le miró. —No tengo ninguna esperanza de que hables de sexo, de modo que debes referirte a que te enseñe o te cuente mis pensamientos.

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Adam suspiró. ¿Siempre había sido tan malo haciendo bromas? Le parecía recordar que antes hacía reír a la gente. Entonces, ¿por qué la mayoría de sus bromas no hacían reír a Darci? —Darci, sobre... el tema del sexo —empezó con gran dificultad—. No es que no me sienta atraído por ti, solo es que... —Adam dejó la frase en suspenso. —¿Qué es? —Creo que es mejor que mantengamos una estricta relación jefe-empleada entre nosotros. Deberíamos esforzarnos por mantener nuestros sentimientos personales al margen. —Tiene sentido —dijo ella—. Así, dime, ¿dormir en la misma habitación juntos es adecuado en esta relación jefe-empleada? ¿Y qué hay de cogerme en brazos y hacerme dar vueltas? ¿Qué hay de...? —De acuerdo. Me has convencido. —Hay otra razón por la que me llevas del brazo, ¿verdad? —dijo ella mirándole de reojo como si intentase leer sus pensamientos. —Hace tan solo diez minutos me hablabas de los hijos que vas a tener con Putnam, y ahora estás... —Tengo que casarme con Putnam, sí —replicó—, pero eso no significa que no pueda... —¿Qué significa esto? —le espetó Adam— ¿Por qué «tienes» que casarte con él? —¿Por qué motivo tiene que casarse una mujer? —respondió ella, mirándole y pestañeando—. Estoy embarazada de él. Adam no sonrió. —No quieres decirme la verdad, ¿no?

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—¿Y qué te hace estar tan seguro de que no te estoy diciendo la verdad? —le soltó. —Porque eres una... —Adam se calló y miró a otra parte. —¿Qué soy? —le preguntó, ladeando la cabeza, muy interesada en lo que quería decir. —Eres un fastidio, eso es lo que eres. ¿Por qué no nos limitamos a hablar de lo que nos ocupa y dejamos de lado los temas personales? —Muy bien —afirmó Darci, y luego miró la vajilla de la mesa. Estaban en un reservado que era una imitación mala de los ingleses. Era tal como un americano pensaba que debían ser los pubs ingleses. Además, las mesas y las sillas eran demasiado grandes para Darci. La mesa era tan alta que le llegaba a la clavícula. Ahora mismo, con la barbilla bajada, aparentaba unos diez años.

Por otra parte, su pelo estaba precioso, y a Adam le hubiese gustado coger su mano entre las suyas. De hecho, le gustaría besar su suave piel blanca y... —¿Cuándo crees que llegará tu padre? —le preguntó para apartar de su mente ese tipo de pensamientos. La cabeza de Darci se levantó y estaba sonriendo, como si por fin hubiese hecho una broma que le hacía reír. —¿Qué? —preguntó él. —Acabas de decir que no tocaríamos más temas personales y en la frase siguiente me preguntas por mi padre. Lo he encontrado divertido. —Ya me conoces, Una-Broma-por-Minuto-Montgomery —dijo, y Darci soltó una carcajada, pero no sabía muy bien si se sentía complacido o molesto. No obstante, algo de la risa de Darci era contagioso y de pronto se encontró riendo con ella. 208


—De acuerdo —convino Adam—, basta de hablar de temas personales o del trabajo. Hablemos de viajes. ¿A qué otro sitio quieres ir, además de Inglaterra? —¿Eso no es personal? —Solo vagamente. ¿Vamos a discutir por las palabras o vas a hablarme de países? He estado en todas partes. —Sin duda. Bien —prosiguió Darci, y reflexionó un momento—. Santa Lucía. ¿Sabes dónde está? —He estado allí tres veces. Un lugar lento y pausado. La sopa de caracolas es divina. ¿Sabías que después de sacarla de la concha deben golpearla con fuerza para ablandar la carne? Los isleños tienen una expresión: «Ella le pegó como a una caracola». —Probablemente lo merecía —dijo Darci—. ¿Qué hay del Tíbet? —Un lugar tranquilo. Tengo una rueda de plegarias en la habitación. Te la enseñaré cuando volvamos. —Egipto. —Viví allí durante tres años. Me encantaban los egipcios. Tienen un gran sentido del humor y son gente muy inteligente. De hecho, se parecen mucho a los norteamericanos. Tras esto, Darci se mostró insaciable en su deseo de oír cada palabra que Adam pronunciaba sobre sus viajes. Llegaron sus platos con la comida y continuaron hablando. Darci pronto se dio cuenta de que él respondía todas las preguntas sobre dónde había estado, pero ninguna sobre por qué había viajado tanto. —He vagado por todo el mundo —es todo cuanto le sacaba. —¿No querías establecerte, tener un hogar de verdad? —le preguntaba con incredulidad.

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—No —era la escueta respuesta que le daba, y ella seguía haciéndole preguntas impersonales sobre dónde había estado y qué había visto. —Cuéntame más —pidió Darci cuando parecía que Adam se detenía. —Con una condición —objetó—. Tienes que soltar la caja del reloj, sacarlo y ponértelo en la muñeca. ¿No te resulta difícil cortar el asado con una sola mano? —No —replicó Darci—. Es muy tierno. Entonces levantó un bocado que había cortado usando el tenedor de lado y se llevó todo un gran pedazo de carne. Lo volvió a dejar en el plato. —De acuerdo, el reloj en la muñeca. Por un instante, Adam dejó de comer mientras la observaba cómo abría la caja y sacaba el reloj. Lo sostuvo como si fuese una pieza sagrada y lo miró del mismo modo como miraba la ropa que le había comprado. —¿No vas a desmayarte otra vez encima de mí, verdad? —le preguntó. Y de nuevo la broma no surtió efecto. «Déjalo ya, Montgomery», se dijo a sí mismo; entonces, por encima de la mesa, cogió el reloj de su mano y se lo puso en la muñeca. Darci se dejó caer contra el respaldo, levantando su mano derecha y contemplando el reloj. —Es lo más bonito que he visto en toda mi vida —dijo en voz baja. —Bien —dijo Adam, mirando su plato, después de ver como sus mejillas se sonrojaban. Darci se inclinó sobre la mesa hacia él. —Cuando volvamos a la habitación te lo voy a agradecer con actos sexuales desenfrenados. Voy a... —¿Sí? —le preguntó levantando las cejas—. Sigue. Dame los detalles. 210


Darci se irguió, puso el brazo con el reloj sobre su regazo y empezó a comer de nuevo con una mano. —De vuelta a casa, quizá deberíamos parar en la biblioteca —dijo ella—. Hay algo que necesito averiguar. —¿Y qué podría ser? —preguntó con voz burlona—. ¿Tal vez actos sexuales desenfrenados? ¿Intentas decirme que tú y Putnam no habéis hecho actos sexuales creativos e innovadores juntos? Sonriendo, le devolvió su mirada. —No, no los hemos hecho, porque solo éramos niños. Quizás un tipo mayor como tú querría enseñarme para que se los pueda enseñar a él. Tómatelo como si hicieses algo por ayudar a una generación más joven. Un acto filantrópico, por así decirlo. Adam se salvó de responder gracias a una llamada de su móvil. Según la experiencia de Darci, cuando alguien tenía un móvil, siempre estaba hablando con él, pero Adam raramente lo utilizaba. Al instante sacó el teléfono del bolsillo de su chaqueta y respondió. —¿Sí? —dijo, y luego escuchó—. Gracias por llamar y avisarme. Mientras Adam cerraba el teléfono y lo dejaba a un lado, tenía los ojos puestos en Darci. —Tu padre ha llegado y se ha instalado en el Grove. Pedí en recepción que me llamasen si aparecía. —Muy amable —dijo mientras movía un trozo de asado por el plato. Al cabo de un momento, dejó el tenedor y le miró. —Sabes, me gustaría mucho ver otros lugares de Connecticut. Ibas a enseñarme Bradley, pero era un truco, una de tus estrategias para...

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—No vas a poder entablar una discusión conmigo —dijo tranquilamente—. Una discusión al día es mi límite. Sugiero que volvamos a Camwell inmediatamente y nos reunamos con tu padre. Es evidente que quiere verte. ¿Crees que habrá tomado un avión privado para llegar aquí tan rápido?

—No lo sé —dijo Darci recostándose contra el respaldo y mirando su nuevo reloj. —Vamos, termina de comer y nos iremos. —No tengo hambre —respondió. —¿Te llevo al médico? Darci le lanzó una mirada de enojo, pasando por alto su intento de bromear. —Estaré a tu lado —le dijo. —¿Se supone que esto debe hacer que me sienta mejor? Seguramente le dirás que soy una palurda de Kentucky y que inmovilizo a la gente con el pensamiento. Seguramente le dirás que te sorprendiste al comprobar que sabía leer, y... —Continúa y dime tantas cosas insultantes como quieras, pero no vas a provocarme para que discutamos. Así pues, si has acabado, vámonos. Estoy seguro de que tu padre es un hombre agradable, y quiere conocerte. —¿Qué tipo de hombre deja embarazada a una chica de dieciséis años y la deja? —Déjame adivinar. ¿Te lo dijo la tía Thelma? —En realidad, todo Putnam lo decía. —¿Y si a un hombre no le dicen que ha dejado atrás a una chica embarazada? El hombre paró, puso gasolina en el coche, y ahí estaba esa impresionante mujer —dijo poniendo 212


énfasis en la palabra— que llevaba monos rosa y estaba... Bien, lo que me viene a la cabeza es la película La leyenda del indomable, en que una chica bien dotada lava su coche y hace enloquecer a los prisioneros con... En fin, ¿has visto la película? Darci asintió en silencio. —Mi madre lo haría. Haría cualquier cosa para llamar la atención de un hombre. Dice que la atención de los hombres es lo único que importa en la vida. —Pero sabes que no es verdad, ¿no es cierto? Levantando la vista hacia él, Darci pensó durante unos segundos. —No, no estoy segura de saberlo. ¿Cuánto tiempo vas a hablarme como si creyeses que eres mi padre? Adam levantó las manos indicando que lo dejaba, cogió la cuenta, esperó a que ella saliese del reservado y pagó al salir.

En el corto trayecto hasta Camwell notaba la tensión de Darci, y quería que se tranquilizase. —Es una pena que no puedas aplicarte la Persuasión Verdadera a ti misma —dijo sonriendo—. Podrías calmarte, como hiciste conmigo al salir de casa de Susan —no pudo evitar darle a entender que sabía lo que había hecho. —Lo es —dijo sin mucho interés—. ¿Tengo buen aspecto? —Darci, ¡eres preciosa! —dijo Adam, y sus palabras fueron tan sinceras que se sintió un poco violento —Bien. Supongo... —dijo Darci sin mucha energía—. Si le gustan las mujeres guapas. ¿Cómo crees que será nuestro encuentro?

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—Creo que al principio se mostrará cauto —conjeturó Adam, intentando prepararla para lo que imaginaba que le esperaba—. Ninguno de los dos conoce al otro. Cuando me pasé la noche buscando en Internet, contrariamente a lo que tú crees que hice, estuve leyendo sobre Taylor Raeburne. Hay muy pocos datos personales sobre él. Es profesor en una universidad y... —¡Justo esto! ¿Qué va a pensar de una hija que está licenciada por el Mann's Developmental College para señoritas? —¿Me lo preguntas en serio? Darci le miró con incredulidad. —¿Qué significa eso? —Solo quiero decir que si las demás señoritas que se licencian en esa universidad tienen el mismo nivel de formación que tú, entonces diría que esta universidad está entre las cinco mejores del país. —¡Oh! —dijo, pero sin energía—. Pero él no lo sabe, ¿no? —Tampoco lo sabía yo cuando te conocí. Por lo menos ahora llevas ropa decente y no tienes esa mirada de niña desamparada. En cuanto lo hubo dicho, deseó no haberlo hecho. —¿Es eso lo que pensaste de mí? Supongo que te disgustaste cuando esa vidente amiga tuya te dijo: «Es ella». Apuesto a que dijiste: «¡No, esa chica escuálida no! ¡Oh, no! ¿Por qué no podría ser una chica alta y guapa, licenciada por Yale?». Lo que dijo era casi exactamente lo que Adam había pensado y notaba que se estaba cubriendo de rubor hasta la punta de los dedos.

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—¡Lo pensaste! —dijo Darci entre dientes—. Es exactamente lo que pensaste. Adam Montgomery, eres el mayor esnob que ha existido nunca sobre la faz de la tierra. Crees que porque naciste rico, puedes... —¿Crees que será él? —preguntó Adam. Darci estaba tan ocupada despotricando contra Adam que no se había dado cuenta de que habían llegado a Camwell y entraban en el aparcamiento del Grove. Echando una ojeada por la ventana, Darci vio a un hombre de pie bajo un árbol de hojas de un tono rojizo oscuro. Como estaba de espaldas no podía verle la cara, pero sabía que hasta ahora no había visto a ese hombre con su abrigo perfecto de lana azul marino en el hotel. Llevándose las manos delante de la cara, Darci recostó la cabeza en el regazo de Adam. —No puedo hacerlo —dijo—, no puedo hacerlo. No le gustaré. ¿Qué le diré? Querrá que le demuestre que soy su hija. Pensará... Cuando ella puso la cabeza en su regazo, Adam sintió tal carga de electricidad que inmediatamente hubiese querido cogerla, levantarla y... bueno, pensó, probablemente violarla en el asiento trasero. Pero al cabo de un momento de mantener las manos levantadas y obligándose a no tocarla, empezó a oír sus palabras. Le puso las manos sobre la cabeza, sobre su pelo suave y sedoso, y después de respirar profundamente un par de veces para calmarse, le acarició el pelo. —Vamos, sé valiente. Ya te dije que estaría aquí para protegerte. La cabeza de Darci se levantó tan rápido que casi le golpea en la barbilla. Se quedó a la altura de su cara, con los labios muy cerca. —¿Me lo prometes? —Claro —su voz sonó áspera. —Júralo. 215


Ella le cogió de la chaqueta y tiró de él, acercando aún más la cara de él a la suya. Su aliento era tan agradable que por unos segundos Adam quedó aturdido. —¡Júralo! —repitió ella—. Júralo por... ¿Qué es sagrado para ti? —En este momento, mi juicio. —No es momento para tus bromas tontas. Esto es importante. —Juro por la vida de mi hermana que no te abandonaré. Esta afirmación hizo que maldijese entre dientes, porque había revelado algo que no quería revelar. Quizás ella no se daría cuenta de este desliz. Pero los ojos de Darci se abrieron hasta que pudo ver el blanco todo a su alrededor. —En internet decía que eras hijo único. ¿Quién es tu hermana? —Ella... —Adam miró alrededor de la cabeza de Darci—. En el hotel deben de haberle dicho qué tipo de coche llevo, porque tu padre viene hacia aquí. —¡No! —casi chilló, y Adam casi lloró de alivio cuando se apartó de él echándose hacia el otro lado del coche. La ansiedad por su padre hizo que dejase de hacerle preguntas sobre su hermana. Por un momento, Adam cerró los ojos e intentó recuperar el equilibrio. Al no oír ningún sonido de Darci, la miró, sentada en el asiento de al lado. Tenía la cara blanca como un merengue. «No va a desvanecerse otra vez, ¿no?», pensó, y al mismo tiempo se preguntó cuánto tiempo iba a tener que actuar como mediador entre esos dos extraños. Lo que quería hacer era trabajar en el problema que le ocupaba, pero ahora tendría que hacer de consejero familiar. La verdad era que estaba esperando que este tal Taylor pudiese hacer de canguro a Darci durante un día o dos para poder volver a los túneles. Si iba solo podría hacer un plano. Si iba solo podría...

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Cuando oyó que Darci abría la puerta del coche, interrumpió estos pensamientos y la miró. Tenía la vista fija, con una mirada que no le había visto nunca antes, en el hombre que andaba lentamente hacia ellos. Sin duda, el hombre se parecía a Darci, pensó Adam. No sería necesario hacer pruebas de ADN para comprobar la paternidad. Darci empezó a salir del coche.

—Espera un minuto y estoy contigo —dijo Adam—. ¡Maldita sea! —el cinturón de seguridad se había bloqueado y aunque apretaba con todas sus fuerzas el botón rojo, no se soltaba. Al cabo de un momento dejó de apretar el botón y observó por la ventana lo que sucedía. Mirando como si estuviese en trance, Darci había salido del coche, dejando la puerta abierta y había empezado a andar lentamente hacia el hombre mientras él andaba hacia ella. Sus ojos estaban fijos en la chica que se dirigía hacia él, y cuanto más se acercaban, más rápido caminaban. Cuando estuvieron a unos diez metros el uno del otro echaron a correr. Un coche entró en el aparcamiento y pasó junto al de Adam. De él salieron media docena de personas cargadas con bolsas de compras, pero cuando vieron a Darci y al hombre caminar el uno hacia el otro, se detuvieron para mirar. Adam no podía sino admitir que era algo digno de ver: dos personas muy parecidas corriendo una hacia la otra con los brazos abiertos. Cuando Darci estuvo a un metro del hombre tropezó. Adam contuvo la respiración unos segundos. Entonces tiró fuerte del cinturón y se soltó. En un movimiento rápido estuvo fuera del coche, listo para correr en su ayuda por si el hombre no la cogía.

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Pero no tenía por qué preocuparse, porque él la cogió y la estrechó entre sus brazos. Darci le rodeó por la cintura con las piernas y hundió la cabeza en su hombro mientras se abrazaba a él en completa y total sumisión. Y amor, no pudo dejar de pensar Adam mientras los contemplaba. Una intensa emoción le embargó. Sentía algo parecido a la ira, no... De hecho era más bien rabia, pero también se sentía como... Sus pensamientos fueron interrumpidos por la gente que estaba junto a su coche. ¡Estaban aplaudiendo! Una de las mujeres se secaba los ojos llenos de lágrimas; un chico se puso los dedos en la boca y lanzó un fuerte silbido, y continuaron aplaudiendo. Adam estaba bastante molesto. Se sentía inclinado a increpar a los turistas diciéndoles que era una reunión privada entre un padre y una hija que no se habían visto nunca, de modo que... Pero Adam no dijo nada. De hecho, no dijo ni una palabra a esas personas, aunque estaban hablando entusiasmados de lo «romántica» que había sido la escena. Después de cerrar el coche con llave, Adam se fue a la puerta del lado del pasajero y la cerró también. Cuando pensó que ya había dejado pasar todo el tiempo posible, se volvió y empezó a andar despacio hacia el padre y la hija, que ahora estaban de pie juntos. Taylor Raeburne rodeaba los hombros de Darci con su brazo, y ella le cogía por la cintura. Taylor Raeburne medía un metro sesenta y cinco, tal vez setenta, observó Adam al acercarse. En la foto, la madre de Darci parecía bastante alta, de modo que se preguntaba por qué Darci era tan baja. Al principio imaginó que era malnutrición. Pero ahora supo que era hereditario. De hecho, viéndolos juntos, pensaba que seguramente nunca había visto un padre y a una hija tan parecidos como ellos. —¿Tú eres Montgomery? —preguntó Raeburne al ver a Adam. Con solo mirar a los ojos del hombre, Adam supo que no había mucha gente que le llamase Taylor Raeburne «el bajo» y pudiese contarlo. Le recordó a un gladiador de la Antigüedad: bajo pero fuerte. Este hombre tenía un aire que hacía que la gente se fijase en él allí adonde iba. 218


—Sí —dijo Adam, intentando no mirar a Darci abrazada a ese hombre—. No necesito preguntarte quién eres. Al oírle, Raeburne le miró fijamente, como si no hubiese comprendido su idioma. —No le hagas caso —dijo Darci—. Siempre intenta hacer bromas pero no lo consigue. Quería decir que es evidente que eres mi padre. Darci le miró con tanto amor en sus ojos que de nuevo ese sentimiento invadió a Adam, esta vez tan intensamente que se vio obligado a mirar a otro lado durante unos segundos. —Y bien ¿por dónde empezamos la limpieza de brujas? Adam volvió a fijarse en el hombre, contento de pasar a un terreno que le era familiar.

—Pensé que tal vez usted y Darci podrían pasar un tiempo juntos para conocerse mientras yo trabajo un poco... Bueno, haciendo planos. —¿De los túneles? —inquirió Darci apartando su brazo de la cintura de su padre—. ¡No puedes ir sin mí! —¡Lo haré mucho mejor sin ti! —le soltó Adam—. ¡Mira lo que hiciste la última vez! —Cogí el puñal, eso es lo que hice. Tú no podías alcanzarlo, pero hice saltar la alarma y te di tiempo para que entrases y lo cogieses. Aunque encontrar ese puñal no ha sido de ninguna ayuda. —Hablas como si lo hubieses planeado —replicó Adam—. Hablas como si... —¿Os habéis enamorado? —preguntó Taylor, interrumpiéndoles. —¿De él? —dijo Darci, casi con desprecio—. No, se guarda para Reneé. —Muy divertido —Adam miró a Taylor—. Renee es mi perra. 219


Taylor Raeburne no rió. —Es perfecto que no seáis amantes, porque como estoy seguro que sabéis muy bien, mi hija debe ser virgen para poder leer el espejo. Cuando Taylor dijo eso, Adam sintió la mirada de Darci en él. «¡Es por eso por lo que me contrataste!», gritaba por dentro. «Me contrataste porque soy... soy...». Ni siquiera en su mente podía pronunciar la palabra. —Darci, yo... —dijo Adam volviéndose hacia ella—. ¡Oh! ¡Eso duele! —exclamó cuando un dolor agudo le invadió la cabeza. En una sien notó un dolor como de una aguja de hielo que le cruzase el cerebro y le saliese por la otra sien. —¡Para! —susurró, poniéndose las manos a los lados de la cabeza. Mientras pasaba esto, Taylor se había mantenido en silencio, mirándoles, pero ahora entendía lo que sucedía. Cogiendo los finos hombros de su hija, se colocó entre ella y Adam. —Darci —dijo, pero la expresión de su cara no cambió. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, y no veía. —¡Darci! —le ordenó, y la sacudió por los hombros—. ¡Para! ¡Detente o vas a matarle! En un instante, Darci salió de su estado de enajenación; miró a su padre como si no supiese quién era y luego vio a Adam detrás. Estaba arrodillado sobre la hierba, apretándose las sienes con la palma de las manos. Le salía un poco de sangre por el lado derecho de la nariz. —¿Yo he hecho esto? —susurró, sosteniéndose en los fuertes brazos de su padre, porque si no se sostenía en algo, iba a caer. Todo su cuerpo estaba débil, exhausto. No le quedaba energía en su interior.

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—Sí —dijo Taylor, mirándola fijamente, viendo como la sangre se le iba de la cara—. ¿No sabías que podías hacer esto, verdad? Ella le miró. —¿Qué puedo matar a personas con mi mente? —le preguntó, porque sentía que de haber continuado atacando a Adam hubiese podido hacer que le explotase la cabeza. Su voz apenas era un susurro—. No, no sabía que podía hacerlo. No quiero saberlo. No quiero ser un monstruo. Ni siquiera quiero ser un... un... —sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz se apagó. Taylor la atrajo hacia sí, escondiendo la cabeza de ella en su hombro. —¿Estás bien? —preguntó a Adam. Adam se había doblado para apoyarse con una mano en el suelo, y con la otra se apretaba la nariz, que aún le sangraba, pero asintió con la cabeza para decir a Taylor que estaba bien. —Lo que más me gustaría es ir a algún sitio y hablar, pero creo que no tenemos tiempo — dijo Taylor—. Hoy es día treinta. Darci y Adam se dirigieron una mirada interrogativa. —Por favor, decidme que sabéis lo que eso significa —dijo Taylor. —Adam no me cuenta nada —se quejó Darci enfadada. —Y ella todavía menos —replicó Adam con voz ronca, aún incapaz de tenerse en pie.

—No estoy seguro —dijo Taylor despacio, mirando de uno al otro—, pero supongo que ninguno de los dos tiene mucho que contar —miró a Adam—. ¿Le explicaste a mi hija — Taylor se detuvo porque al pronunciar esa palabra se le hacía un nudo en el cuello— por qué haces esto? ¿Le hablaste del secuestro? 221


—No —respondió Adam levantándose lentamente. Todavía no había mirado a Darci. Una parte de él quería protegerla, pero otra parte quería escapar de ella. ¿Realmente podía matar a una persona con la mente? Pero lo peor era que había vuelto su poder contra él. —¿Y tú? —preguntó Taylor, empujando a Darci para separarla de modo que pudiese mirarla a los ojos—. ¿Qué sabes acerca de lo que puedes hacer? —No sé mucho acerca de nada —respondió, también sin mirar a Adam. Podía notar su ira, y lo que era peor, notaba que tenía miedo de ella. Taylor dio un paso atrás y los observó a los dos. —Tenéis un buen corazón —murmuró—. Los dos tenéis buen corazón, pero disponéis de poca información —dio un suspiro y dijo en voz más alta—: Muy bien, dejadme que os lo explique en detalle: tenemos hasta el treinta y uno, mañana, para encontrar lo que estáis buscando —declaró mirando a Adam—. ¿Es el espejo o la mujer que puede leerlo, lo que más te interesa? —Ella es un rumor. Nadie sabe con seguridad si existe —respondió Adam, con los ojos muy abiertos. —¡Oh!, ella existe, sí..., pero enséñame el pecho. Quiero comprobar que eres quien afirmas ser. —¿Cómo te has enterado de esto? —quiso saber Adam. —Hay una mujer que trabaja para mí, la señora Wilson. Esa mujer puede averiguar cualquier cosa sobre cualquier persona en menos tiempo del que necesitamos tú o yo para leer nuestro permiso de conducir. He venido en coche desde Virginia, y para cuando he llegado y enchufado mi fax, ella ya disponía de mucha información —explicó mirando fijamente a Adam—. Se ha escrito bastante sobre ti, si eres el hombre que afirmas ser, claro. Adam se tomó un momento para reflexionar. En ese preciso instante debía decidir si le revelaba o no a este hombre quién era y qué es lo que buscaba, a un extraño. Pero había 222


visto como Darci formaba parte de él y solamente con las miradas podía tener por cierto que este hombre formaba parte de Darci. Además, el hombre sabía que existía el espejo. Y conocía la existencia de «la persona que puede leerlo». —¿Vamos a la casa de huéspedes? —preguntó Adam. Creo que por hoy ya hemos llamado bastante la atención. —Sí —convino Taylor—. Vamos a un lugar privado. Cuando Adam pasó junto a Darci, ella susurró: —Lo siento. No quería hacerte daño. Pero Adam aún no podía perdonarla.

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14 Una vez dentro de la casa de huéspedes, Adam se quitó el jersey por la cabeza y se desabrochó la camisa. En el lado izquierdo de su pecho, justo encima del corazón había una cicatriz. «No», pensó Darci al mirar esa zona. No era una simple cicatriz, era una marca. Se había desdibujado con el paso de los años, ya que era evidente que la cicatriz tenía muchos años, pero se notaba que al principio debía de haber tenido una forma. Sin embargo, Darci no lograba identificarla. Ahora mismo notaba que Adam todavía estaba tan enfurecido con ella que no quería que se le acercase, de modo que no dio un paso adelante para observar la marca más de cerca. —¿Sabes qué es? —le preguntó Taylor, sin tocar a Adam, pero examinando con atención la vieja cicatriz. —Una torre —precisó Adam—. De la baraja del tarot. Es la carta de la muerte. —Sí. Es su símbolo personal. Debe de odiarte mucho, puesto que te marcó con esta señal — declaró Taylor, que acto seguido contempló a Adam con aire pensativo—. Pero todavía estás vivo. ¿Cuántos años tenías cuando te hizo esto? —Tres —Adam se abrochó la camisa—. Pero no me preguntes qué pasó porque no lo recuerdo. Y antes de que me lo pidas, te diré que me han hipnotizado varias veces, o por lo menos lo han intentado algunas personas, pero sigo sin recordar lo que sucedió. —Si no hubiese podido borrar este recuerdo de tu memoria, no sería tan poderosa, ¿no? —¿A quién os referís? ¿Quién es ella? —voceó Darci. Taylor quedó estupefacto ante la pregunta de Darci. —El personal del hotel me ha contado que lleváis cinco noches aquí. ¿Es que no os habláis? 224


—Ella no para de hablar —dijo Adam, pero no la miró—. Pero básicamente habla de Putnam: hombre, chico y ciudad. —Y de mi Persuasión Verdadera —le lanzó Darci. Quería sentir pena por Adam, por lo que le habían hecho cuando tenía tres años, pero en ese preciso instante estaba tan enfadada que no podía sentir nada por él. Taylor miraba a uno y a la otra alternativamente. —Adivino que ninguno de los dos tiene la más mínima idea de lo que está pasando. Parece que lo poco que sabéis, cada uno se lo ha guardado para sí mismo y no lo habéis compartido. Supongo que ni siquiera conocéis la conexión que existe entre vosotros, ¿verdad? —Si quiere decir que me mete cosas dentro de la cabeza, lo descubrimos la otra noche — incluso a Adam mismo la frase le sonó a queja de un niño enfurruñado. —Darci, querida, dame tu mano izquierda —pidió Taylor mientras se sacaba una pluma del bolsillo de la chaqueta—. Siete lunares. ¿No me dijiste que tiene siete lunares en la mano? —Sí, conté siete, no creo que ella los haya contado nunca. Sosteniendo la mano de su hija, Taylor le frotó suavemente la palma con sus dedos. —Nunca pensé que tendría un hijo —dijo en voz baja—. Tuve un accidente de coche unos dos años después de conocer a tu madre. Como todos los hombres, pensé que disponía de todo el tiempo del mundo para formar una familia, pero quedé herido en ese accidente, no de forma fatal, pero lo suficiente para que algo se estropease, y pese a que me he casado dos veces, no tengo hijos. Una de mis esposas me dejó por eso. Pero entonces, esta mañana, he recibido la llamada y... —cuando le miró a los ojos, le mostró todo su amor. Conservando entre sus manos la de su hija, Taylor miró a Adam. —Mi hija desciende de un largo linaje de mujeres poderosas. He escrito acerca de mis ascendientes femeninas y sobre lo que eran capaces de hacer, pero pensé que no habría 225


más mujeres estupendas como ellas. Pensé que el linaje se había truncado. ¿Sabes que puede percibir la felicidad o la infelicidad de la gente? Ahora mismo está notando lo que sientes por ella. Darci retiró su mano de entre las de su padre. —No me gusta esto. No quiero ser una persona rara, extraña... —¡Pues no intentes matar a la gente! —le soltó Adam, pero cuando vio lágrimas en los ojos de Darci, su cólera desapareció—. ¡Caray! —exclamó. —No seas malhablado —dijo, empezando a sollozar. Adam dio un paso hacia ella, con los brazos abiertos, dispuesto a consolarla, pero Taylor se cruzó entre ellos. —Todavía no —dijo—, dos días más y te la llevaré al altar, pero aún no. —¿Altar? —saltó Darci levantando las cejas. —Está comprometida con otro —explicó Adam—. Además, ella y yo no somos..., es decir, no... —Entiendo —le cortó Taylor; era evidente que le divertía la frase de Adam, y no pudo evitar reírse abiertamente—. Sí, veo bien claro que vosotros dos «no» estáis... —aún sonriendo se volvió, cogió la mano izquierda de Darci y empezó a dibujar sobre ella. Estaba uniendo los lunares de su palma. —Ducky Doodle —dijo Adam con voz suave para hacer sonreír a Darci. Cuando Taylor la miró con aire interrogativo, ella le dijo: —A veces sus bromas no son tan tontas —y acto seguido profirió un «¡Oh!» de sorpresa.

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—Es lo que yo pensaba —dijo Taylor—. Hay nueve lunares, no siete. Los otros dos están más abajo, en su muñeca. ¿Los ves? «Es mejor que me sostengas», dijo Darci en su mente a Adam mientras miraba su palma, porque otra vez las rodillas empezaban a flaquearle. En su palma había exactamente la misma forma, la torre, que alguien había marcado en el pecho de Adam. Adam apartó a Taylor, cogió a Darci en sus brazos y la llevó al sofá.

—Dale un poco de agua —instó al hombre, sintiendo vergüenza por lo bien que se sentía por haberse deslizado entre Darci y su padre—. En un vaso. Con hielo. Cuando Taylor volvió con el vaso lleno de agua dijo: —¿Seguro que no es tan solo hambre? Está muy delgada. ¿Le das de comer? Era justo lo que necesitaban para romper la tensión. Adam miró a Darci echada en el sofá, que de nuevo estaba a punto de desmayarse, y empezó a reír. Y sus carcajadas hicieron irrumpir las de Darci. Mientras Adam se dejaba caer en un extremo del sofá, Darci se incorporaba para sentarse y se puso a reír más fuerte. Y cuanto más reían, más ganas sentían de reír, hasta que se acercaron el uno al otro y se abrazaron. Taylor se había quedado de pie mirándolos con aire pensativo. Al cabo de un momento comenzó a pasear por la casa. Cuando vio la ropa de los dos colgada en un lavabo y se dio cuenta de que sin duda dormían en la misma habitación, cogió el teléfono, llamó a recepción y pidió que le hicieran y trasladaran las maletas a la Cardinal House. Con la voz de Taylor y su tono de autoridad, el muchacho que respondió al teléfono no se atrevió a replicarle que rehacer las maletas y trasladarlas no era uno de los servicios habituales del hotel. El chico solo dijo: «Sí, señor. Me aseguraré de que lo hagan». Treinta minutos más tarde, Taylor respondió a la llamada a su puerta y dejó pasar a la casa de huéspedes lo que parecía ser el servicio en peso del Grove. Cada uno de los empleados llevaba una maleta, una caja de cartón o un maletín de una forma extraña. 227


—¡Qué demonios...! —empezó Adam contemplando el desfile. —He decidido instalarme aquí, en esta casa —dijo Taylor sin rodeos, mirando seriamente a Adam—. Habrá que dar una propina al servicio, y estoy seguro de que tú te lo puedes permitir mucho más que yo.

Adam iba a hablar, pero en lugar de hacerlo abrió su cartera y dio varios billetes al personal que estaba esperando. —De tal padre, tal hija —masculló entre dientes. Los empleados salieron sonriendo. —¿Quieres decirme a qué viene todo esto? —preguntó Adam girándose hacia Taylor. Taylor se sentó en una silla frente al sofá —No he tenido mucho tiempo para organizarme, de modo que he traído todo lo que he pensado que íbamos a necesitar. Esta noche debemos intentar hacernos con el espejo. Mañana es treinta y uno, así que... —Halloween —dijo Darci. Estaba sentada en un extremo del sofá, y Adam en el opuesto. Ella se dio cuenta de que no había prestado atención a la fecha. —Sí, exactamente —asintió Taylor—. Si esperamos hasta mañana, será demasiado tarde, si ella conserva su poder pasada esta noche, ese poder se duplicará. Utilizará niños en el ritual. —dijo bajando la voz—. Pero ignoro dónde guarda el espejo. Ella... —¿La jefa? —preguntó Darci, intentando no pensar en lo que acababa de decir su padre—. Así es como he oído que la llamaban.

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—¿Cuándo ha sido eso? —inquirió Taylor, que levantó la mano—. No me lo digas. No hay tiempo. No nos esperará esta noche. Estoy seguro de que ha visto a Darci en el espejo, por ello... —¿A mí? ¿Por qué a mí? —interrumpió Darci. —Tú puedes leerlo —respondió Taylor antes de que Adam tuviese tiempo de hablar. —Ah, sí, lo había olvidado —dijo Darci amargamente—. Me han contratado porque soy... soy... ¡Espera un minuto! Si esta bruja está leyendo en el espejo, ¿significa eso que ella nunca ha...? —Esto me desconcierta —admitió Taylor en tono grave—. ¿Se ha hecho monja por el espejo? ¿O bien aquello de que solo puede leerlo una virgen no es más que una leyenda? —No tiene sentido. Sin duda Nostradamus no era virgen. Tuvo dos esposas e hijos —objetó Darci—. Así pues, ¿por qué quien lo lee debe ser... casto? —dijo tragando saliva, pensando en todas las veces que había hablado de sexo con Adam. Sin embargo, él era consciente de ello durante todo ese tiempo que ella no sabía nada. ¡Cómo debía haberse reído de ella! —Quizás es que hicieron el espejo para él —señaló Adam lentamente, y el modo como lo dijo hizo que Darci se girase bruscamente hacia él. —¿Qué más escondes —le preguntó—, además de cicatrices espantosas e información sobre los secretos más íntimos de una persona? Adam inspiró profundamente. —Existe la posibilidad de que mi hermana sea la que lee el espejo —explicó—. Mi madre estaba embarazada cuando... Cuando desapareció. Me contaron que había tres personas en el avión en el que desaparecieron mis padres, y que una de ellas todavía está viva. Mi hermana tendría unos treinta y dos años, ahora.

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Tras esta revelación, Darci no podía apartar los ojos de Adam. No era de extrañar que buscase el espejo con tanto empeño. Si lo encontraba, tal vez hallaría a su hermana. Tal vez encontraría a la mujer que la había tenido cautiva toda su vida. —¡Ah! —exclamó Taylor—, esto hace que todo resulte aún más imperativo —sus ojos saltaban de Darci a Adam, y observaba cómo se miraban el uno al otro. La mente de Taylor trabajaba con mucha rapidez. A causa de las mujeres de su familia, había dedicado su vida al estudio de una de las facetas más desagradables del mundo. Por dos veces había logrado infiltrarse entre las brujas y derrotarlas. Pero en ambas ocasiones las cosas que había visto le habían puesto enfermo. Cuando Adam Montgomery le había llamado esa mañana a primera hora, Taylor no se había tomado tiempo para sentir alegría por haber averiguado que tenía una hija —una hija con el poder que había detentado su familia a lo largo de todo el tiempo que se recordaba—. En lugar de eso, se había sumido en una actividad frenética. Había recogido toda su documentación sobre Camwell —cajas enteras— mientras dictaba a su ayudante de siempre, la señora Wilson. Fue ella quien se acordó del rumor acerca de un espejo. Taylor había oído hablar del espejo años atrás a un alumno suyo cuya hermana había entrado en el culto. En su intento de que su hermano se uniese al grupo de brujas, la chica cometió la estupidez de hablarle del espejo. —Nos permitirá conquistar el mundo —le había dicho su hermana —. Tiene a una virgen, una virgen de cierta edad, debe ser virgen, que lee el pasado y el futuro en ese objeto. Habían dicho a Taylor esas pocas frases, y él había pasado todo el tiempo que pudo intentando averiguar qué quiso decir la chica, pero fue poco lo que descubrió. Estaba ya camino de Camwell cuando la señora Wilson le llamó para decirle lo que había encontrado acerca de Adam Montgomery y lo que le había sucedido de niño. La señora Wilson le había advertido: «Y hay algo interesante: la madre de este hombre estaba embarazada cuando ella desapareció». Taylor había tardado unos segundos en atar 230


cabos. «Una virgen de cierta edad», había dicho la chica. «¿Qué edad tendría su hija ahora?», preguntó Taylor por teléfono. La señora Wilson estaba preparada para esta pregunta; llevaban muchos años trabajando juntos. «La muchacha tendría unos treinta y dos años, ahora.» Taylor necesitó unos instantes para calmarse. Por mucho que hubiese oído antes sobre el mal en la tierra, nunca estaba lo bastante preparado para enfrentarse a él. ¿Se habría criado en cautividad, la chica? ¿Fue educada de forma que supiese leer un espejo mágico? Para cuando Taylor llegó a Camwell, disponía de diversos datos, pero no estaba muy seguro de cómo encajaban. No revelaría esa información aunque le torturasen, pero a menudo el FBI le consultaba cuando en un caso existía la posibilidad de una conexión con la brujería. Debido a este contacto, la señora Wilson había podido obtener información sobre la forma de la marca que los médicos habían visto en el pecho del niño que habían encontrado perdido en un bosque muchos años atrás. Taylor incluso sabía que el FBI —con la autorización de los tutores de Adam— había ordenado al médico que curase la herida de modo que el tejido cubriese la marca. Los tutores de Adam no querían que tuviese un recuerdo visual de aquello por lo que había pasado. También habían pedido la intervención de Taylor en el caso cuando había desaparecido la primera chica cerca de Camwell unos años antes. Él era uno de los que se habían dado cuenta de la cuestión de los lunares cuando desapareció la segunda mujer. Pero hasta ese mismo día, cuando estaba conduciendo, Taylor no adivinó —una intuición basada en años de investigación y experiencia— algo sobre la forma de los lunares de la mano de Darci y sobre la señal que habían marcado en el pecho de Adam siendo este un niño. Así, ahora Taylor sabía más de lo que hubiese querido saber. Esa «jefa», esa mujer pérfida que había raptado a una niña antes de que naciera y la había retenido durante treinta y dos años, ahora iba en pos de la hermosa —y sumamente valiosa— hija suya. Taylor había oído una versión abreviada de lo que le había pasado a Adam Montgomery, pero ¿estaría Adam realmente preparado para lo que podía esperarle ahora?

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¿Estaría Adam preparado para lo que tal vez le esperaba? ¿Y Darci, que parecía la inocencia en persona, estaría preparada para lo que pudiese ver? Una parte de Taylor quería pasar un rato hablando con ellos, previniendo a estos inocentes. Hubiese querido hablarle a Adam sobre esa joven que había estado prisionera durante toda su vida. ¿Merecería la pena salvarla? Pero no disponía de tiempo para hacer una disertación sobre filosofía, o para contar los horrores que había visto durante todo el tiempo que había pasado luchando contra esas personas maléficas. Si iban a hacerlo, debían hacerlo en ese momento. Si no lo intentaban, o si lo hacían y fracasaban, al día siguiente moriría otra persona, o personas.

Taylor inspiró profundamente. —Primero Darci tiene que averiguar dónde está el espejo; luego debemos ir allí y, de algún modo, intentar entrar y apoderarnos de él. Estoy seguro de que esté donde esté, lo mantienen bien vigilado, por ello me traje gafas para vigilancia nocturna. No creo que exista algún hechizo contra estos instrumentos —añadió, porque Adam y Darci le miraban con incredulidad. Taylor se puso serio. —Adam, creo que debes estar preparado para la posibilidad de que sea tu hermana quien lea el espejo... Puede haberse pasado... al otro lado. —¿Al mal, quieres decir? —preguntó. —Sí —Taylor miraba con dureza a Adam, intentando leer sus pensamientos, y Adam le miraba con la misma intensidad, como si algo se transmitiese entre ellos —Siento interrumpir esta encantadora sesión de vinculación afectiva entre hombres —dijo Darci—, pero ¿podríamos volver al punto donde has dicho «Darci debe encontrar el espejo»? ¿Esa Darci soy yo? ¿O tenéis en mente a otra persona llamada Darci? 232


Adam miró a Taylor y este miró a su hija. —¿Acaso no sabes que puedes encontrar cosas? —Cuando la conocí pensaba que todo el mundo podía hacer lo que ella, simplemente poniendo la mente a trabajar —explicó Adam. —¿Te estás riendo de mí? —preguntó Darci, mirando a Adam con los ojos entrecerrados—, porque si lo haces... —¿Qué me harás? —preguntó Adam. —¡Niños! —gritó Taylor sonriendo—. Darci, querida... —¿No te gusta como suena? —preguntó ella, juntando las manos y llevándoselas al corazón, con los ojos cerrados en éxtasis—. Darci, querida. —Lástima que la palabra no empiece con la letra t —dijo Adam, de nuevo invadido por esa sensación—. Si empezase con t podrías decir que es tu segundo nombre de pila. Y no, no sabe que puede encontrar cosas. Pasé un día entero intentado averiguar lo que puede hacer, pero es evidente que no le planteé las preguntas adecuadas. Taylor le dedicó una sonrisa cariñosa a su hija. —Creo que cuando uno tiene un talento es difícil imaginar que otros no posean esa habilidad extraordinaria. Sé lo que puede hacer solamente porque he pasado gran parte de mi vida investigando a las mujeres de mi familia e informándome sobre lo que eran capaces de hacer. Cada generación de nuestra familia —y considerando que una generación podría ser solo treinta años, ha habido muchas— ha dado una chica que tenía el don de Darci. Pero este don no se ha transmitido a través de una línea recta. A veces, una mujer que lo poseía podía tener diversas hijas que no lo heredaban. O bien podía tener una hija que sí lo poseía, pero moría de niña, de modo que parecía que el talento se saltaba una generación. Lo que quiero decir es que así como algunas mujeres crecieron junto a una madre que les enseñaba lo que podían hacer, muchas de ellas eran como Darci, y crecían sin tener ni idea del poder que poseían. Además, la intensidad del don variaba de una mujer a otra. Solo al233


gunas de ellas tenían la capacidad de proyectar sus pensamientos a otra persona, como Darci hace contigo. —Darci puede hacerlo, ya lo creo —dijo Adam con el ceño fruncido; luego se frotó la sien. «¡Ya te dije que lo sentía! ¿Qué más quieres?», le dijo ella con la mente. «¿Y si me pides perdón?», respondió Adam, y Darci sonrió sabiendo que se refería al rato que había estado de rodillas y se había comportado como un perro que pide caricias. «No en esta vida», dijo, pero estaba sonriendo. —Ya veo —les interrumpió Taylor, reclinándose en la silla y mirándoles con atención—. Puede hablar contigo claramente, no solo con visiones o ideas, sino con palabras. Debo admitir que estoy celoso. Las mujeres de mi familia, en todos los casos, pueden hablar con una sola persona. Darci puede hacer que la gente sienta cosas y piense cosas, pero con palabras, solo puede hablar con una persona, en cambio, la mayoría de mujeres no podían hacerlo. Muy a su pesar, Adam se sintió complacido. —¿Alguna de esas mujeres utilizó en alguna ocasión su poder para el bien a gran escala? ¿O para el mal, claro? ¿Y cómo lo mantuvieron en secreto a lo largo de los siglos? —Sí a las dos preguntas —dijo Taylor—. Algunas de mis antepasadas fueron criaturas horribles. Una mujer aterrorizó a toda una ciudad con su poder, hasta que alguien le puso veneno en la sopa y ese fue su final. Y creo que ha habido cosas positivas a gran escala que efectuaron mis antecesoras, pero no puedo demostrarlo. Creo firmemente que una tía mía participó activamente en el cese de la guerra de Vietnam, pero como he dicho, no puedo demostrarlo. Otras usaron su poder para aplacar a la gente, con el propósito de cambiar las cosas para bien. —Darci ha hecho esto conmigo —dijo Adam con voz baja—. Y soluciona problemas en su pueblo, en Putnam.

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—En cuanto a mantenerlo en secreto, ello ha dependido de la población donde vivía la mujer. A veces sus vecinos lo sabían; otras, no. En ocasiones, solo conocían y utilizaban un aspecto o dos de sus poderes. Una antepasada mía encontraba ovejas. Vivía en Escocia y todo cuanto hizo fue encontrar ovejas perdidas. —Con eso volvemos al punto de partida —advirtió Adam—. Dijiste que Darci puede encontrar cosas, pero no he observado ninguna prueba de ello. —¿No? ¿Es que no te encontró? ¿No fue así como os encontrasteis? Darci sonrió. «Yo, yo te encontré, no tú a mí». —Ella me encontró la primera noche —dijo Adam despacio—. Yo estaba paseando por el pueblo, a oscuras, sin siquiera una linterna, pero ella me encontró. —Sí —dijo Taylor mientras se levantaba—. Venid conmigo, quiero que miréis algo.

Taylor les condujo a la habitación que iba a ser la suya, pero mientras la examinaba se preguntó si iba a dormir en ella. Si llevaban a cabo la invasión esa noche, no iban a poder volver aquí. Apartó un par de maletas y cogió un maletín negro. Lo llevó a los pies de la cama e hizo girar las ruedas de la combinación de la cerradura hasta que esta saltó. Luego abrió la cremallera. Lentamente, como si su contenido fuese muy valioso —o tal vez horrible—, extrajo una pequeña caja de piel roja. Se volvió y la entregó a Darci. Pero ella no quiso tocarla, sino que empezó a retroceder hasta que estuvo fuera de la habitación. Caminó hacia atrás, hasta la luminosa sala de estar. Taylor y Adam la siguieron. —No me gusta esto —protestó, aún retrocediendo—. Sea lo que sea lo que hay dentro, es malo. Putnam tiene una colección de armas de asesinos famosos, y tampoco las toco. Sea cual sea el contenido, es igual que esas armas.

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—No —replicó Taylor—, lo que hay aquí es mucho peor. Perteneció a ella. Me ha llevado varios años encontrar algo que le perteneciese, pero lo he conseguido. Darci, si queremos detener esto, si queremos encontrar a la hermana de Adam, debes ayudarnos. Poco a poco, Taylor abrió la caja de piel, y Adam contuvo la respiración, preparándose para lo que estaba a punto de ver. ¿Sería un amuleto maligno? ¿O «tan solo» un objeto viejo y repugnante? ¿Sería una parte de un cuerpo? Pero cuando hubo abierto la caja, todo lo que Adam vio en su interior fue una aguja pasada de moda, un objeto sencillo e infantil, con una imagen esmaltada de una niña preciosa en un marco dorado rodeado de aljófar. —¿Es esta la bruja? —preguntó Adam, ya que la chica no parecía perversa. Tenía el pelo oscuro, abundante, unos grandes ojos castaños y la boca pequeña, con labios gruesos. Incluso en la imagen parecía como si estuviese a punto de reír. Mirándola bien, Adam no había visto nunca un objeto que pareciese menos maligno que esa aguja. Pese a ello, Darci no se acercaba al estuche. Y después de echar una ojeada a la aguja, miró a otra parte. —Dime qué ves, Darci —le pidió Taylor con voz suave. —No quiero ver nada —protestó Darci—. Yo no pedí tener poderes para ver o hacer cosas que otra gente no tiene. Tenía la voz llorosa. —Lo sé —dijo Taylor con voz calmada, para tranquilizarla—. Durante años he trabajado con muchos videntes, y todos los buenos pronunciaron estas mismas palabras. Aquellos que afirmaban ser los «más poderosos», aquellos que veían demasiado poco para asustarse de lo que observaban, estaban contentos de poseer su pequeño don. Sé que no quieres ver cosas, esa es la razón por la que has reprimido tus poderes todos estos años. Pero, Darci, no eres un ser extraño, no eres una mutante. Tienes un talento especial. Lo que tienes es un don de Dios, y... 236


Darci estaba muy nerviosa, levantó la cabeza y miró a Adam. —No, la chica de la imagen no es una bruja. Esta chica fue asesinada por una persona malvada. Y... —se interrumpió y se volvió a Adam—. Conozco a la asesina. —¿Quién? —saltaron Taylor y Adam al unísono. —La mujer de la tienda de ropa, creo —dijo Darci rápidamente—. Fue un trabajo repugnante. Ni Adam ni Taylor podían asegurar si Darci bromeaba o no, y a juzgar por la mirada que veían en su cara, ella tampoco. Ella no decía nada más, y ambos comprendieron que no iban a sacarle más información. En respuesta a la mirada inquisitiva de Taylor, Darci aclaró: —Sí, estoy bromeando. No sé quién la asesinó, pero siento que la conozco —se puso las manos en las sienes—. Esto no tiene ningún sentido. Si puedo notar el mal en una aguja, ¿cómo es posible que conozca a una persona malvada y no la identifique? —Ella puede bloquear cosas, disfrazarse —explicó Taylor, girando su cara hacia otro lado para que no le viese. De haber sabido que tenía una hija que estaba dotada del poder de las mujeres de su familia, hubiese podido prepararla. Le hubiese explicado lo que podía hacer. Y ella nunca hubiese tenido la sensación de que era un ser extraño. Sin embargo, toda su vida había ignorado que tenía una hija, nunca en su vida había pensado que un polvo con una chica impresionante en la sala de descanso de una gasolinera hubiese tenido como resultado una hija. En aquel momento, Taylor solo pensó en irse en seguida. Se había enfadado consigo mismo por haber mostrado tan poca integridad. De hecho, su mayor preocupación fue la posibilidad de que hubiese contraído alguna enfermedad de la mujer que le había pedido que la llevase con él. «¿Y si la hubiese llevado conmigo?», pensó Taylor ahora. Habría tenido a Darci todos esos años. Habría sido suya para amarla y...

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Se volvió para mirar a su preciosa hija. —¿Crees que podrías encontrarnos algo en un plano? —preguntó Taylor con voz baja—. Necesitamos saber por dónde debemos empezar a buscar el espejo.

—No sé cómo hacerlo. Nunca he... —empezó, pero dejó la frase en suspenso cuando miró las caras de los dos hombres. Parecían dos niños a los que acababan de decir que no podían tomar el postre—. Bueno, puedo intentarlo —añadió al final. —Es todo cuanto podemos pedirte —la animó Taylor dando un suspiro de alivio.

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15 —¿Estás segura? —preguntó Adam, observando la casa absolutamente ordinaria que tenían enfrente. Era cierto, era antigua, pero estaba en Connecticut, un estado donde había muchas casas viejas. Y era cierto que el edificio estaba rodeado por acres de césped bien segado, sin arbustos ni árboles tras los cuales los intrusos pudiesen esconderse, pero en este estado abundaban las casas rodeadas de césped. Era una casa de campo de dos pisos, grande y laberíntica, que parecía construida a base de añadidos a lo largo del centenar de años trascurridos desde el inicio de su construcción. La casa no parecía un lugar maligno. Y no tenía en absoluto el aspecto de una prisión. No había muros altos ni cercas que rodeasen la propiedad, nada de lo que se podría esperar cuando se piensa en brujas y aquelarres y en una mujer que ha sido mantenida prisionera toda su vida. —Sí —respondió Darci tragando saliva—. Esta es la casa. «¿No lo notan?», pensó. «¿No notan el mal que rodea la casa?». Para ella el mal era algo que se veía, como los colores. No, la malevolencia era más bien como llamas que ascendían por la vieja casa. —Sí, estoy segura —repitió—. Adam, no puedes entrar. Tú no puedes. —Intentó que la voz no revelase que lloraba, pero no pudo.

Darci fácilmente había podido cerrar los ojos, pasar los dedos por encima del mapa de la zona de Camwell y encontrar el lugar que se correspondía con lo que había sentido al ver la imagen esmaltada de la chica asesinada. —Ya has hecho esto antes —dijo Taylor, mirándola atentamente. —Sí —admitió ella con resignación. —Darci, sabes mucho más sobre lo que puedes hacer de lo que aparentas, ¿verdad? — preguntó su padre. 239


—Sí —respondió—. Tan solo es que nunca he querido averiguar qué podía hacer. Nunca he querido ser distinta, y sobre todo no quería que los demás supiesen nada de esto. Nunca he... —Está bien—dijo Taylor, cogiéndola entre sus brazos, apoyando su cabeza en su hombro—. Está bien. Una vez haya terminado esto, podrás venir a vivir conmigo a Virginia. Tengo una casa muy bonita y... —No —dijo Adam—. Se vendrá a mi casa. —Vamos a ir a Inglaterra —explicó Darci a su padre, apartándose de él—. Adam me prometió un viaje de seis semanas —dijo por encima del hombro mientras cruzaba la puerta de la casa de huéspedes. —Llévatela adonde sea sin antes casarte y te mato —murmuró Taylor Raeburne mientras salían de la casa de huéspedes. Al oírlo, Adam sonrió pero no dio respuesta alguna. La verdad era que no estaba preparado para pensar en qué sentía por Darci. Sabía que nunca antes había conocido a nadie como ella, y también que ella tenía la capacidad de ponerle en un estado en que nadie le había puesto. Con el resto de las personas, y desde los tres años, había mantenido un escudo protector a su alrededor. Nadie había logrado hacerle amar ni tampoco odiar. Desde que había sido marcado por esa pérfida mujer en su tierna infancia, era como si se hubiese cerrado a todas las emociones, tanto a las buenas como a las malas.

Pero desde que conocía a Darci, era capaz de reír. Era capaz de bromear. Y pensaba en cosas que no pertenecían al lado oscuro de la vida. Ella había hecho que desease comprarle regalos y enseñarle cosas. Quería enseñarle el mundo. Tal como le había dicho, había vagado por todo el planeta, había visto muchas cosas y conocido a montones de personas. Pero nunca había sentido alegría en sus viajes. En una ocasión, un anciano le había dicho: «Chico, estás buscando algo con mucho empeño. Pero creo que no sabes qué es lo que andas buscando».

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Las palabras de aquel anciano parecían resumir la vida de Adam. Y no supo lo que estaba buscando hasta un fatídico día de verano de unos años atrás, cuando miraba como sus primos jugaban a tenis. Ese día, un comentario hecho a la ligera le había puesto en el camino que conducía hasta donde se encontraba ahora. «Hasta aquí, hasta Darci», pensó y sonrió mientas seguía a Taylor al otro lado de la puerta. Darci había sacado cosas de Adam que nadie antes había hecho aflorar. A cambio, él habría querido darle algo. Había intentado hacerla reír, pero las pocas veces que lo había logrado se había sentido como si su risa fuese un raro y valioso regalo. Había querido protegerla y... Y había querido hacer el amor con ella, pensó mientras sonreía. Darci se había enfadado cuando él había adivinado que mentía cuando le hablaba de sus experiencias sexuales, pero le gustaba que aún no hubiese conocido a otro hombre. Le gustaba que pudiese pertenecerle a él y solo a él. Pero eso vendría más adelante, pensó. Primero tenían que terminar la difícil tarea que les había reunido.

Así que ahora los tres estaban echados boca abajo sobre la capa de hojas caídas, en lo alto de un pequeño montículo, a unos centenares de metros de la casa que según Darci estaba llena de mal. Taylor les pasó las gafas de visión nocturna a los dos, pero no vieron nada fuera de lo habitual. No se veía a nadie. Fuera no había guardianes ni perros, nada que pudiese considerarse una barrera para su entrada en la casa. Solo había una luz encendida en el interior, y se encontraba en lo alto del tercer piso, en lo que seguramente era el desván. Había una ventana redonda en el hastial del tejado, y dentro brillaba una cálida luz amarilla. —Esto no me gusta —declaró Taylor mientras se sentaba—. Que no esté protegida me da más miedo que cualquier cosa de lo que he visto antes en estos asuntos. ¿No creéis que el pueblo sabe que esta casa pertenece a la mujer y por ello la dejan tranquila? 241


—Probablemente —dijo Adam, que también se sentó—. Pero aún así, pone los pelos de punta, ¿no? Pensaba que este lugar sería una prisión, con muros altos y guardianes armados. Si posee algo tan valioso como el espejo, ¿por qué no lo protegen? —¿Sabes quién más está al corriente de que tiene el espejo? —preguntó Taylor. —Además de mí —respondió Adam—, creo que lo saben varios videntes, y por lo que me ha parecido, seguramente la mitad de Camwell lo sabe. Y tú, ¿quién crees que lo sabe? —Tenía una estudiante que entró en el culto y, por lo que sé, el espejo es la base de todas sus esperanzas de alcanzar el poder. —Videntes y rumores —comentó Darci, sentándose junto a Adam—. ¿Lo que estáis diciendo los dos es que no estáis del todo seguros de que ese objeto existe? No había mucha luz, pero Darci vio como Adam abría y cerraba la boca un par de veces, como si estuviese preparándose para defenderse. Pero entonces miró a Taylor. Por fin, Adam se volvió hacia Darci. —De acuerdo. Esto es lo que hay. No estoy seguro de nada. Me pasé tres años intentando por métodos humanos encontrar información, pero no conseguí encontrar mucho, así que recurrí al lado inhumano. O al lado paranormal, supongo. Mientras Adam decía esto, estaba mirando hacia arriba, hacia los árboles. Cerca de ellos había un roble que debía ser varias veces centenario. Tenía unas gruesas ramas que caían hacia abajo.

—Taylor, viejo —dijo Adam—, ¿podrías darme un empujón? Me gustaría subir para intentar ver algo dentro de la casa. Tal vez vea algo o a alguien. —Viejo —repitió Taylor dando un bufido. Solo tenía siete años más que Adam—. Ven, hijo, te ayudaré a subir —juntando las manos, miró a Adam.

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Adam puso el pie sobre las manos del hombre, luego sobre su hombro, se agarró a la rama más baja del roble y empezó a trepar. «No subas demasiado arriba», le decía Darci con la mente. «Por favor, no te caigas. No quiero que te hagas daño. Si te haces daño...» «¡Tranquila!», siseó Adam. «No puedo pensar si hablas tanto.» Con cuidado, caminó por una gruesa rama sosteniéndose en otra más alta, luego se apoyó sobre el estómago, se puso las gafas de visión nocturna y observó. «¿Qué ves?», inquirió Darci, pero Adam no respondió. —¿Y bien? —preguntó Taylor a su hija. Ella se encogió de hombros. Solo podía proyectar pensamientos a Adam, no recibirlos; no podía oír lo que pensaba. Unos minutos más tarde, Adam bajó del árbol, balanceándose en la última rama y saltando al suelo. —Hay alguien en esa habitación de la parte alta de la casa. Es una mujer, y he observado que va de un lado a otro. Se mueve como si fuese joven. —No es mucho para empezar —manifestó Taylor. Adam miró muy serio a Darci. —Cuando estaba arriba con las gafas puestas he visto unos rayos láser sobre la hierba. Desde este ángulo no los podéis ver. Tampoco se perciben desde cinco metros de altura. Hay que subir hasta donde yo me encontraba. Es un sistema de protección de los más modernos —afirmó—. Tiene ciertos dispositivos de los que ni siquiera había oído hablar antes —se detuvo un momento, con los ojos fijos en los de Darci—. Pero puedo colarme. —¿Cómo vas a hacerlo si no puedes ver dónde están los rayos? —preguntó Darci al momento—. ¿Sabes qué es lo que yo creo que deberíamos hacer? Deberíamos llamar a la 243


policía y dejar que se ocupen de esto. O aún mejor, llamemos a tu amigo del FBI. Ellos tienen experiencia en estas cosas. —¿Y no crees que lo vería en el espejo? —le preguntó Adam con suavidad. —Si les ve llegar a ellos, también debe habernos visto a nosotros —replicó Darci exasperada—. ¡Oh! Nos habrán visto en el espejo —dijo pensando en Susan Fairmont y en su hermana fallecida, que se parecía a Darci. —Las predicciones de Nostradamus, aunque eran acertadas en el tiempo, nunca dieron de lleno en el blanco —afirmó Adam—. Incluso los cuartetos que la gente ha podido descifrar, fallaron por unos años. Estoy seguro de que el espejo te ha mostrado a ti, Darci, pero dudo que sepan la fecha exacta en la que aparecerás. Y mi suposición es que te esperan en los túneles.

—Creo que los túneles podrían ser más seguros que este lugar —conjeturó ella—. Estuvimos dentro, y no sentí nada horrible en el interior. —Se frotó las manos al sentir escalofríos—. Pero ahora... Nunca había sentido nada tan... triste como lo es esta casa. Ninguno de los dos hombres respondió a esto, sino que continuaron observándola. Sabía que esperaban algo de ella, pero ignoraba de qué se trataba. Hizo caso omiso de ellos mientras pudo, y luego saltó: «¿Qué?». Adam miró a Taylor y en silencio acordaron que su padre se lo diría. —Darci, tú puedes guiar a Adam entre los rayos láser. Debes encaramarte al árbol, ponerte las gafas e indicarle con la mente por dónde debe ir para esquivarlos. Su boca se transformó en una línea rígida. —No me gustan los lugares altos. No me encaramo a los árboles, y sobre todo, no me gusta que nadie entre en casas llenas de cosas malignas.

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Adam frunció el entrecejo. —Si tuvieses una hermana y ella se encontrase... Taylor puso su mano sobre el brazo de su hija. —¿Y si Adam quedase atrapado en esa casa? ¿Qué harías para sacarle? Darci estaba molesta porque su padre, este hombre al que acababa de conocer, pudiese ver tantas cosas en ella. —Nada —dijo, intentando mantener intacta su dignidad—. Ni siquiera levantaría un dedo para sacarle de donde fuese. Tan solo hace unos días que le conozco y, pensándolo bien, no es más que un pesado... Se calló porque Adam la había cogido por la espalda y la atraía hacia él levantándola del suelo. Entonces la besó. La besó con todo lo que había llegado a sentir por ella. La besó recordando la primera vez que la había visto con el traje de gato. La besó pensando en todas las veces que le había hecho reír. La besó por cada vez que habría querido tocarla pero no se lo había permitido a sí mismo. Y sobre todo, la besó por... bien, no estaba seguro, pero pensó que quizás la besaba por amor.

Cuando la dejó de nuevo en el suelo, el cuerpo de Darci se balanceaba un poco, y Adam tuvo que ponerle una mano sobre el hombro para afianzarla. —¿Quieres que te empuje? —le preguntó con voz ronca. Darci no pudo hacer sino asentir. Pero en lugar de empujarla, Adam le quitó la chaqueta, de modo que ella se quedó frente a él con sus mallas negras. Entonces él la aupó hasta la rama más baja. Pero mientras la le245


vantaba, sus manos subieron por todo su cuerpo, tocándole los lados de los pechos y bajando por las costillas hasta la cintura, y luego notando los lados de su trasero y las piernas. —¿Estás a punto para ayudarme? —le preguntó cuando estuvo sentada en la rama más baja. Todo lo que logró hacer Darci fue asentir en silencio. —Buena chica —dijo Taylor, mirando a Adam con el ceño fruncido. Si te... —empezó a decir entre dientes. Adam volvió su cara fría hacia Taylor. —Has investigado a mi familia. ¿Encontraste algún acto deshonroso en ella? —Ninguno —admitió Taylor—. Algunas tragedias, algún que otro fracaso y muchos triunfos, pero no hay relatos de traiciones por parte de los Montgomery. —Bien —prosiguió Adam—, y puedo asegurarte que no seré el primero —se volvió para levantar la vista hacia Darci—. Ahora, preciosa, sube hasta donde yo estaba. Ten cuidado, ve despacio y no te caigas. Pero recuerda, si te cayeses, yo estaré aquí para cogerte. ¿De acuerdo? De nuevo, Darci asintió; entonces, poco a poco, empezó a trepar por el árbol. No se movía con la misma seguridad que Adam, pero sabía encontrar el camino y colocar los pies donde debía. —Eso es —le llegó la voz susurrante de Adam desde abajo, pero no miró hacia el suelo, por si acaso el miedo la dominaba. En ese instante, la sensación de los labios de Adam sobre los suyos y de sus manos sobre su cuerpo le daban fuerza y valentía. Pero si miraba abajo y veía la realidad, observaría que el suelo estaba seis metros por debajo, y no estaba segura de que ningún recuerdo pudiese sostenerla.

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Una vez estuvo sobre la rama en la que Adam se había situado, muy despacio y con cuidado se tendió sobre el estómago, se puso las enormes gafas y miró hacia la casa. Efectivamente, veía los rayos rojos de la luz láser que se entrecruzaban, rodeaban el edificio y lo protegían. «¿Qué pasaría si alguien se cruzaba con uno de esos rayos de luz?», se preguntó. «¿Saldrían unos perros que atacarían al intruso? ¿O bien los dragones que escupían fuego, aquellos que mencionó Sally, la camarera charlatana, aparecerían para devorar al fisgón?» —¡Basta ya! —le susurró Adam—. Estás pensando en voz alta, ¡y no me gusta lo que estoy oyendo! Darci tomó una gran bocanada de aire. Debía concentrarse para no enviar sus pensamientos a Adam, y cuando estaba distraída con otra cosa, era como si sus pensamientos fuesen hacia él de forma espontánea. —¿Lista? —preguntó hacia arriba. «Sí», le respondió; luego respiró profundamente para afianzarse, de modo que pudiese concentrarse en la tarea que le esperaba. En seguida comprendió que no iba a ser fácil. Los rayos de luz rojos no se movían según una pauta y, lo que era peor, resultaba muy difícil adivinar a qué altura estaban del suelo. Desde su posición elevada era prácticamente imposible distinguir si los rayos estaban a medio metro del suelo o a tres metros.

«¡Para!», gritó Darci en su mente. Tan solo había dado dos pasos y ya estaba a un centímetro del primer rayo. «A la izquierda, ahora a la derecha. Ahora... Espera.» Darci tuvo que quitarse las gafas y frotarse los ojos un momento. «Dame fuerzas», rezó, «Dame intuición.» Tal vez era cómo se había puesto las gafas al principio o tal vez, pensó, era su plegaria, pero ahora veía que los rayos presentaban intensidades distintas de rojo. Los rayos más elevados eran más claros que los que estaban cerca del suelo. Ahora podía decir a Adam cuáles podía cruzar por encima y cuáles por debajo.

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«Abajo», ordenó. «Ahora abajo. Más abajo, al suelo.» Darci enviaba indicaciones a Adam; unas órdenes breves, enviadas con una fuerza que a Adam le producían dolor de cabeza. «¡Arriba!», señaló, «De pie y salta por encima. La pierna más alta. Ahora échate boca abajo. Sigue así. Gira a la izquierda. Más a la izquierda. No, atrás. Al suelo. Arriba. ¡Ahora! Cuidado con los pies. ¡Despacio!» Desde el suelo, Taylor no oía nada. De pie en ese pequeño montículo, usaba las gafas de visión nocturna para observar a Adam haciendo lo que parecía una danza contorsionista en el césped de delante de la casa. A Taylor le daba un poco de miedo que Adam pudiese oír las indicaciones de Darci tan claramente en su cabeza. Ahora Adam estaba de pie y levantaba las piernas por encima de una línea invisible, luego se dejó caer y reptó. Avanzaba un metro y retrocedía otro metro y medio. Para Taylor, observar era emocionante y aterrador al mismo tiempo. Se había visto envuelto en lo sobrenatural durante toda su vida adulta. De niño había escuchado los relatos susurrados de sus antepasados sobre lo que las mujeres de su familia podían hacer. Para los Raeburne eso era algo de lo que estar orgulloso, pero al mismo tiempo había que mantenerlo en secreto a toda costa. En 1918 muchos miembros de su estirpe murieron a causa de una epidemia de gripe, y la familia nunca había logrado recuperarse en cuanto a número de miembros. Nunca habían sido muy prolíficos, pero tras las pérdidas por la epidemia parecía que a cada generación el número de miembros iba disminuyendo. Su madre le había dicho mil veces que le tocaba a él generar una hija con el «don». Precisamente cuando supo que desde el accidente de coche era infértil, Taylor había empezado a interesarse cada vez más por lo oculto profesionalmente. Pero con los años había desarrollado la teoría de que entre todos los videntes y las personas con poderes, aquellos que poseían un mayor poder mental, aquellos que tenían más talento, se mantenían alejados de personas como él, que querían estudiarles y clasificar lo que hacían. En todos los años que llevaba investigando, nunca había visto nada como lo que estaba presenciando en ese momento, con esa preciosa chica tendida sobre la rama de un árbol que utilizaba su mente para guiar a un hombre por entre un campo cubierto de rayos láser.

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Adam tardó casi cuarenta y cinco minutos en cruzar el campo, y cuando llegó al porche de la casa, Taylor se sintió tan aliviado que tuvo que sentarse. «¿Y ahora qué?», pensó. «¿Cómo iba a entrar Adam en la casa? ¿Esconderían las brujas la llave bajo la estera?» Adam, por fin en el porche, parecía estar pensando lo mismo. Se giró, miró hacia el árbol donde Darci se escondía y levantó las manos y los hombros como para preguntar «¿Ahora qué?». Un segundo después asintió, de modo que Darci debía de haberle dicho algo. Taylor distinguió que los hombros de Adam se alzaban, como si se preparase para dar un golpe. Poco a poco adelantó la mano hacia el pomo de la puerta. Entonces, aún más despacio, empezó a hacer girar el pomo. Por ahora no había sonado ninguna alarma. Pese a ello, mientras Taylor observaba cómo Adam hacía girar el pomo, su corazón empezó a latir más rápido y contuvo la respiración. Cuando la puerta se abrió, Taylor respiró de nuevo. Echó una ojeada hacia Darci, deseando poder compartir un grito de triunfo con ella. Pero no era posible. Volviéndose, miró como Adam desaparecía dentro de la casa. —¡No le veo! —llegó un grito ahogado de Darci desde el árbol, y Taylor percibió la angustia en su voz. ¿Qué estaría pasando dentro de la casa? Taylor hubiese querido tranquilizarla, pero no podía. Hubiese querido decirle que todo saldría bien, pero era incapaz. En el curso de los años había visto más cosas horribles de las que nadie debería ver en toda su vida, de modo que sabía, mejor que ellos, lo que podía suceder. Todo cuanto podían hacer era esperar. ¿Quién habría dentro de la casa? ¿Estaría alguien esperando a Adam? La bruja había fracasado en su primer intento de aprisionar a Adam muchos años atrás, pero Taylor dudaba de que fallase en su segunda oportunidad. No iba a dejarle escapar otra vez. Taylor necesitó todo su autocontrol para calmarse y obligarse a esperar. Y esperar. El tiempo pasaba. No sabría decir si eran minutos u horas. Escudriñó la casa hasta que le dolieron los ojos. En lo alto del árbol, Darci guardaba silencio.

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De pronto, Taylor tuvo una intuición. Algo iba mal. Lo sabía. Había pasado algo malo. Adam tardaba demasiado. Pero había otra cosa que iba mal, algo que no lograba identificar pero que podía sentir. Se ajustó las gafas de nuevo y miró hacia la casa y el terreno. Nada. No notaba nada extraño. —¿Qué pasa? —susurró Darci hacia abajo, al sentir el temor creciente de su padre. Taylor le hizo una señal con la mano para que estuviese tranquila. No veía nada malo, pero tenía el vello del pescuezo de punta. Poco a poco, descendió del montículo hacia la casa. No percibía los rayos, y si Darci le veía pasar cerca de uno, no podría avisarle como había hecho con Adam. Lo único que podría hacer sería gritarle, pero era consciente de que eso generaría un alboroto que no se podía permitir. No podían arriesgarse a hacer nada mientras Adam estuviese en la casa.

—¡Allí! —gritó Taylor en cuanto le vio. Estaba tan oscuro que al principio no había distinguido nada. Sí, la bruja les había estado esperando. Y sí, sabía lo que iban a hacer. Muy, muy despacio, por las ventanas y las puertas bajaban unos barrotes de acero. Su lento descenso debía evitar que cualquiera que contemplase la casa se diese cuenta de que los barrotes se movían y diese una voz de aviso, ya fuese física o mentalmente. La mujer debía de saber que habría alguien vigilando y que tendrían la atención puesta en los rayos láser rojos y en la puerta de entrada, que no estaría cerrada con llave. —¡Darci! —gritó Taylor tan alto como se atrevió—. ¡Las ventanas! ¡Mira las ventanas! En ese preciso instante, una fría ráfaga de viento hizo caer una cascada de miles de hojas de otoño. —¿Qué? —gritó Darci, que no le había entendido —¡Las ventanas! —repitió—. Mira las ventanas. ¡Haz que Adam salga ahora mismo! 250


Cuando por fin Darci oyó a su padre, miró hacia las ventanas y vio que los barrotes ya estaban a media altura. Avanzaban tan lentamente que ella no había reparado en que se movían. ¡Era evidente que sus ojos no habían captado el movimiento! «¡Sal! ¡Sal! ¡Sal! ¡Sal!», gritó a Adam tan fuerte como pudo, pero al no ver ningún movimiento dentro de la casa, se incorporó.

Llevada por el pánico, Darci había olvidado que estaba en un árbol y que justo encima de ella había otra rama. Su cabeza dio de lleno con la rama, y durante unos momentos todo le dio vueltas. Un segundo después cayó hacia atrás sobre la rama y su mejilla se arañó al rozar la rugosa corteza. —¡Dios mío! —dijo Taylor, que lo había visto todo desde abajo. «¡Piensa!», se ordenó a sí mismo. Ahora debía actuar él, ¿qué podía hacer? Todos los barrotes estaban ya tan bajos que un centímetro más y Adam no podría escapar de la casa. Si Taylor fuese capaz de cruzar los rayos corriendo, si pudiese colocar un objeto sólido bajo una ventana, si pudiese... Al momento, Taylor ya estaba corriendo pendiente abajo y dando gracias a Dios porque había decidido traer su Range Rover en lugar del coche de alquiler de Adam. El Range Rover era un vehículo especial. Era un caballo de tiro comparado con los caballos de carreras que son la mayoría de coches de las carreteras. El Range Rover era lento y perezoso; era un fastidio para conducir por autopista. Era grande y voluminoso, y más pesado que un volquete. Su verdadera tracción en las cuatro ruedas hacía que su dirección fuese dura, pese a la dirección asistida. Y en los semáforos seguramente un niño en un triciclo salía más rápido. Pero lo magnífico del Range Rover era que podía subir por una montaña de hielo. Y por terreno mojado. Taylor había viajado con su Rover por los bosques más remotos de Virginia, Carolina del Norte y Kentucky, y no había un lugar por donde su vehículo no pudiese pasar. Podía subir pendientes, avanzar sobre rocas y cruzar barrancos secos. Era capaz de vadear ríos en los que se podía ir en barca, y de pasar por encima de troncos caídos en las pistas de montaña. Mientras el Range Rover tuviese una rueda en contacto con el suelo, sin duda avanzaba.

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Pero ahora mismo, lo que más necesitaba Taylor era el peso del Rover. Era un coche pesado, muy pesado. Miles de kilos de acero, con un motor que funcionaba pasase lo que pasase. Sacándose las llaves del bolsillo mientras corría, Taylor saltó al asiento de su Range Rover rojo, arrancó el motor y puso la marcha más corta. Había tenido tres Range Rover en quince años, y aunque había subido incluso montañas con ellos, nunca había utilizado la marcha más corta, aquella que según decían los vendedores de la marca, se necesita para «terrenos realmente difíciles».

—¿Qué tal iría para casas realmente difíciles? —dijo en voz alta mientras ponía el coche en primera y daba gas. Los Range Rover nunca dan sacudidas, al igual que un elefante macho tampoco necesita dar sacudidas. Cuando un vehículo tiene su par de torsión y su potente tracción, no necesita saltar. La entrada hacia la casa estaba medio kilómetro más adelante. Se habían mantenido alejados de la entrada principal, pero Taylor no quería tomar el camino de acceso al edificio. Encendió los faros y empezó a subir por el montículo situado entre donde él se encontraba y la casa en la que Adam estaba quedando lentamente aprisionado. Sin ninguna dificultad, el Range Rover subió por la ladera, y cuando Taylor estuvo en lo alto, supo que si quería hacer un agujero en esa casa debía golpear muy fuerte la pared. Cuando llegó a lo alto de la elevación, el Range Rover iba sobre dos ruedas, y al llegar abajo dio tal golpe que Taylor saltó sobre su asiento. Por suerte, como era bajo, sus piernas se frenaron con el volante y eso evitó que se diese con la cabeza contra el techo.

En cuanto había empezado a bajar por la ladera del montículo, Taylor se había preparado para oír el ruido de las alarmas que creía que se iban a disparar cuando tocase los rayos láser. Pero no se oyó ningún sonido. O bien eran falsos o bien Adam los había desconectado de algún modo al entrar en la casa.

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Sin embargo, Taylor no tenía tiempo para pensar, porque se acercaba a la casa velozmente, e intentaba prepararse para el impacto que le esperaba. Sabía que no podría saltar del coche antes de la colisión. Si soltaba el pedal del gas, el Rover se detendría en ese punto y no abriría un agujero para que Adam pudiese escapar. Con la luz de los faros vio que ahora los barrotes de acero estaban a unos pocos centímetros de los alféizares de las ventanas. ¡Adam estaba atrapado dentro! Taylor irrumpió en la casa. El voluminoso coche había abierto un boquete a su paso, y por mucho que había intentado mantener la cabeza recta, cuando el coche chocó contra la escalera del otro extremo de la habitación y se detuvo, la cabeza de Taylor impactó contra el volante y el golpe le dejó inconsciente. Adam estaba de pie en lo alto de la escalera cuando el coche chocó contra esta. Sobre el hombro derecho llevaba el cuerpo de la joven que creía que era su hermana, con las muñecas y los tobillos atados. Y en el izquierdo, una bolsa de piel que contenía un espejo viejo y estropeado, con un aspecto de lo más ordinario. El impacto del coche al atravesar la pared de la casa y chocar contra la escalera había derribado a Adam. Este había hecho todo lo posible para proteger a la mujer que llevaba al hombro mientras bajaba, pero oyó su «¡Uf!» amortiguado cuando Taylor y el coche se estrellaron contra la escalera y los dos se cayeron al suelo. Adam ignoraba qué era lo que iba mal. Había oído a Darci gritar que debía salir, pero en ese momento no podía, porque no había terminado de atar a la mujer. Un poco antes, cuando Adam había hecho girar el pomo y había encontrado la puerta abierta, se le había hecho un nudo en la garganta. Estaba tan seguro de que las alarmas iban a saltar que durante unos segundos el silencio le pareció ensordecedor. Mientras salía de la casa contenía la respiración y todos sus sentidos estaban alerta. Además, tenía a mano un arma, escondida bajo su sudadera. Pero no vio a nadie ni oyó a nadie. Después de permanecer un momento inmóvil, escuchando, avanzó por el pequeño pasillo de entrada y miró en la habitación que se abría a su derecha. Miraba buscando eventuales atacantes, pero no podía reprimir su curiosidad por cómo sería el interior de la casa. ¿Cómo vivía una mujer tan malvada? 253


Adam había crecido en una casa llena de antigüedades dignas de estar en un museo, pero aún así, esa casa era un hogar. Pero en seguida Adam se dio cuenta de que esta casa no era un hogar. El mobiliario de la sala de estar había sido adquirido en una sala de exposición de muebles y lo habían colocado en esa estancia sin preocuparse mucho por la comodidad. La sala no tenía un aspecto acogedor; no había objetos personales, ni fotos en la chimenea, ni cuadros en las paredes que le diesen un toque personal.

Pese a sí mismo, Adam sintió un escalofrío al contemplar la habitación. Había algo extraño en este lugar, aunque su vista no captaba nada claramente siniestro. Todavía sosteniendo el arma, pasó al comedor. Era igual: nada personal, nada que tuviese el aspecto de haber sido utilizado por un ser humano. ¿Era esta casa una simple tapadera para la mujer? ¿Vivía en otro lugar, en una casa protegida por muros y vallas? ¿Era esta casa un decorado para atraer a Darci hacia ella? Durante unos momentos, Adam sintió que le invadía el pánico. Había dejado a Darci sola, con Taylor como única protección. Al pensar en esto, su pánico creció. ¿Qué sabía realmente de Taylor? Ese hombre había escrito muchos libros sobre ocultismo. Tal vez sabía tanto porque formaba parte del sistema. Tal vez... Adam tuvo que inspirar varias veces para calmarse, o nunca podría llevar a cabo lo que se había propuesto. A pesar de todo lo que había dicho sobre el espejo, su verdadero propósito era sacar a la mujer que había visto en la casa y escapar de allí. Había una cocina en la parte trasera del edificio, y Adam se tomó un momento para abrir un par de armarios. Vacíos. Si esta casa era una tapadera, si no se utilizaba, ¿por qué Darci había dicho que estaba «llena de maldad»?

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Poco a poco, para que sus zapatos no hiciesen ruido sobre el suelo de madera, Adam subió por la escalera. La mujer estaba arriba. ¿Es ahí donde estarían las trampas? ¿Es ahí donde el mal que Darci había sentido se escondía? Una vez estuvo en lo alto de la escalera, Adam se detuvo. A lo largo del pasillo había cuatro puertas cerradas. ¿Debía subir el último tramo de escaleras y pasar de largo de estas puertas? ¿Saldría de detrás de ellas todo un ejército en cuanto empezase a subir? Lenta y silenciosamente, avanzó por el pasillo hacia la primera puerta y la abrió. Empujó la puerta hasta que esta chocó contra la pared. Era un dormitorio, también impersonal, cuyo contenido se había adquirido en su integridad en la exposición de una tienda de muebles. Las cortinas no se correspondían con la medida de las ventanas, y no habían intentado arreglarlas. La cómoda era demasiado grande para la habitación y se solapaba con una ventana. Nuevamente, no había ni siquiera un cepillo para el pelo en la habitación. La estancia siguiente era un baño, con baldosas blancas y toallas blancas que parecían estar por estrenar.

Luego venía otro dormitorio, pero este era distinto. No había nada personal en él, y tampoco en el baño contiguo, pero parecía como si lo hubiesen usado. El cubrecama, de algodón blanco y liso, tenía el aspecto de haber sido lavado muchas veces. Los muebles eran esas imitaciones de piezas antiguas que los fabricantes hacen tan bien, pero presentaban un aspecto brillante que las antigüedades verdaderas nunca tienen. Tras un rápido reconocimiento de la habitación, Adam salió. El cuarto siguiente también era un dormitorio, pero este hizo que se le revolviera el estómago a Adam. En él había una sola cama de hierro, como la cama de un niño. Había un escritorio y algunas estanterías en las paredes. Podía haber sido una habitación normal si no hubiese sido por las paredes. En la de detrás de la cama había pintada la imagen de una torre de la baraja del tarot: la forma que le habían marcado en el pecho, la forma que se obtenía al unir los lunares de la mano de Darci. 255


En las otras paredes había grupos de armas dispuestas formando figuras, algo que obviamente era una copia de las colecciones similares que él había visto en los castillos medievales de Europa. Lo que le puso enfermo de esta habitación es que Adam supo que era la de un niño. Y no le cabía ninguna duda de que su hermana había crecido aquí. Adam hizo un rápido repaso por el baño contiguo, ojeó ese sitio estéril y salió lo más rápido que pudo. Su mente volaba, llena de todo lo que acababa de ver, y llena de lo que Taylor le había preguntado. ¿Era posible que su hermana se hubiese aliado con la mujer que era la jefa del grupo de brujas?

A pesar de que Adam quería desesperadamente sacar a su hermana de este lugar, sabía que él no podría confiar en ella desde el principio. Ella tendría que ganarse su confianza. No podía... Adam puso el pie en el primer peldaño de la escalera, preparándose para subir, pero de pronto paró. Había algo que resonaba en la parte posterior de su mente. ¿Qué era? Durante un momento cerró los ojos y dejó que las imágenes de lo que acababa de ver cruzasen su mente. ¿Qué había visto? Había algo extraño. Algo estaba fuera de su lugar. «¿Dónde?», gritó dentro de su cabeza. «¿Qué es lo que no está bien?». No lograba adivinarlo, pero en cuanto puso el pie en el segundo peldaño, lo supo. Todo el contenido de la casa, salvo las armas de las paredes, era nuevo e impersonal. No había nada antiguo en toda la casa. Muchas cosas habían sido cortadas, raspadas y moteadas por los fabricantes a fin de imitar las antigüedades, aunque Adam sabía que eran imitaciones. Pero no todo, pensó; entonces se dio la vuelta y casi corrió por el pasillo hacia el dormitorio del cubrecama blanco. En la pared más alejada había tres cuadros, todos ellos eran de esas típicas rosas de Redouté que se ven por todas partes y que a los diseñadores les encantan. Pero al detenerse en la puerta y observar los cuadros, Adam supo que el marco de uno de ellos no era una imitación; era auténtico. Todos los tratamientos artificiales del mundo no darían a la madera ese aspecto. 256


Adam cruzó la cama de un salto y descolgó el cuadro de la pared. En cuanto lo tuvo en sus manos supo que estaba en lo cierto. Era antiguo, por lo menos del siglo XV, calculaba. Con unas manos que casi le temblaban, volteó el cuadro y le dio unos golpes por detrás. El cristal se desprendió en sus manos, y también la impresión de las rosas pegada al mismo. Cuando Adam volvió el marco hacia arriba, vio que sostenía un espejo, y cuando miró en él no vio nada. No tenía tiempo para felicitarse por su inteligencia, pero se metió el marco con el espejo dentro de la sudadera, se ató el cordón de los pantalones alrededor y prácticamente subió las escaleras corriendo. Había una sola puerta en lo alto de las escaleras, y sabía que ella le esperaba dentro. «¿Con un arma?», se preguntaba. ¿Abriría la puerta y le derribarían con un disparo? ¿O con una ballesta? Abrió la puerta de golpe mientras se escondía a un lado. Luego esperó, pero no le llegaba ningún sonido del interior. Con gran cautela, asomó la cabeza por el marco de la puerta. Ella estaba sentada en una silla, mirando hacia la puerta, y se hubiera dicho que le estaba esperando. La silla era una de esas de mimbre, con un respaldo alto y redondeado que le daba un aire de trono. La hubiese reconocido en cualquier parte. Tenía el rostro de su familia: ojos verdes y barbilla partida. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le caía sobre un hombro, le cruzaba el pecho y le llegaba al regazo, lo cual le hizo preguntarse si alguna vez se había cortado el pelo. Durante unos segundos se reclinó contra la pared. Ahora no era el momento de dejarse llevar por el sentimentalismo. Esta mujer podía estar vinculada a él por la sangre, pero la habían criado de una forma que ni siquiera quería imaginar. Esto debía haberla afectado. Sosteniendo la pistola con la mano, Adam entró en la habitación, vigilándola en todo momento. Su hermosa cara era algo inexpresiva. Solo le miraba como si supiese lo que estaba pensando. «No», pensó Adam, le miraba como si supiese lo que estaba a punto de hacer. Sin decir nada, tendió sus manos hacia él, manteniendo las muñecas juntas. Momentáneamente, él tuvo una sensación sobrecogedora. Era verdad, pensó. Todo lo que le habían contado era verdad. La habían raptado para que leyese un espejo mágico, y en el espejo ella veía el futuro. Ella sabía mejor que él mismo lo que iba a hacer. 257


No desperdició más tiempo pensando en cómo o qué sabía. Había varios pañuelos de seda colgados sobre el brazo de la gran silla. Después de introducir el arma en el bolsillo de los pantalones, rápidamente usó los pañuelos para atarle las manos y las muñecas. Ella no le habló, y él lo agradeció. Justo mientras le ataba los tobillos oyó que Darci le gritaba dentro de su cabeza que debía salir enseguida. ¿Qué habría notado?, se preguntó. ¿O visto? ¿Es que percibía el peligro que emanaba de esta mujer?

Apresurándose, Adam amordazó a la mujer con un pañuelo; no podía arriesgarse a que ella diese voces de aviso a cualquiera que estuviese escondido esperándole. Pero cuando hubo terminado de atarla y amordazarla, se volvió y vio un pequeño escritorio y una silla de tijera hecha de mimbre junto a la pared. Sobre el escritorio había un pequeño espejo en un marco. El marco era de oro —oro de verdad, era evidente— y en él había engarzados diamantes no tallados, rubís y esmeraldas. Sabía que el marco valía muchos cientos de miles de dólares, por lo menos, si no más. Adam no buscaba premios llamativos como este, pero sabía que lo habían colocado allí para su provecho. Pero, ¿quién lo había dejado? Si lo había puesto ahí esta mujer, su hermana, ¿lo había hecho con la intención de tenderle una trampa? En este caso, haría bien en no confiar en ella.

Lanzándole una sonrisa, una sonrisa que esperaba que le hiciera creer que había encontrado el espejo de verdad, lo cogió y miró en él. Pero no vio absolutamente nada. —Eso demuestra que no soy virgen —dijo en voz alta. Entonces oyó un sonido de la mujer por detrás de la mordaza. «Debe de estar volviéndose loca», pensó, porque sonó casi como una carcajada. «No puede ser», pensó. «No una carcajada a una de sus bromas.» 258


Ahora bien, Adam no disponía de tiempo para entretenerse. En lo que estaba seguro que era un montaje para que él se llevase el espejo, habían incluido una bolsa de piel colgada de un clavo en la pared. Adam tomó la bolsa e introdujo el espejo con el marco de oro dentro; entonces, dando la espalda a la mujer, se sacó a escondidas el otro espejo de debajo de la sudadera y también lo puso en la bolsa. Después de colgarse la bolsa del hombro, se inclinó y se cargó a la mujer sobre el otro hombro. No resultaba del todo fácil, considerando que era casi tan alta como él.

Estaba bajando las escaleras que daban al primer piso cuando todo se tambaleó y un coche rojo entró destrozando la casa. Adam recogió la bolsa y la mujer, se puso de pie, miró abajo y vio la parte superior de la cabeza de Taylor apoyada sobre el volante. Tal acto por parte de Taylor solo podía significar que se había terminado el tiempo. La escalera se había derrumbado, así que Adam no podía bajar por ella. No había tiempo para vacilaciones. Dando un gran salto, pasó al techo del Range Rover y con cuidado bajó a la mujer. Le miraba fijamente y desesperada, intentando decir algo. Pero Adam no quería escuchar lo que tenía que decirle. ¿Le estaría diciendo que se arrepentiría de habérsela llevado? ¿O iba a darle las gracias por rescatarla? En ese preciso instante, Adam no tenía tiempo para averiguarlo. Bajó con dificultad por el lado del coche, abrió la puerta y empujó bruscamente a Taylor hacia el asiento del pasajero. No era momento para sutilezas.

Pero ¿qué estaba pasando?, se preguntaba Adam. Aunque un lado de la casa estaba destruido, no sonaba ninguna alarma. Y lo que era peor, en su cabeza no había ningún grito de Darci advirtiéndole que tenía que salir. ¿Dónde estaba Darci? Adam bajó a la mujer de encima del coche y la metió en el asiento trasero. Acto seguido se puso al volante. «Por favor, funciona», rezó. El motor todavía estaba en marcha, de modo que quizás había alguna posibilidad. Puso la marcha atrás y el coche se movió. «Gracias», musitó, alzando los ojos al cielo. Entonces pasó por encima de los escombros y cruzó el boquete tan rápido como pudo. Los neumáticos rascaban con algo que había aplastado el coche, y Adam veía que salía humo de debajo del capó, pero el resistente coche seguía funcionando. 259


Cuando llegó a lo alto del promontorio, Adam saltó del vehículo. Ya no había ninguna necesidad de evitar los ruidos, de modo que gritó hacia el árbol: —¡Darci! «Aquí», le llegó su débil respuesta. «Estoy...» —Ahhhhhh —gritó al caer. El grito de Adam la había despertado, pero había perdido el equilibrio y se había caído. Adam la atrapó al vuelo, pero la fuerza de su caída hizo que él cayese de espaldas sobre el duro suelo. —Adam, querido —dijo Darci. Tomó su cara entre sus manos y empezó a besarle. —¿Estás bien? —Sí, estoy bien —consiguió decir—. Pero debemos irnos. ¿Puedes entrar en el coche? Estaba muy mareado por el impacto del golpe recibido, pero no quería que lo supiese. Sin embargo, cuando se levantó y respiró profundamente, pensó que tal vez se había roto un par de costillas. —Estás herido —adivinó ella. Adam vio cómo se doblaba hacia un lado. Ella también ocultaba heridas. —¿Puedes entrar en el coche? —repitió—. Tenemos que salir de aquí. Rápido. —Sí, claro —respondió.

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—Detrás —dijo Adam, con la mano en un costado mientras le abría la puerta—. Cuidado. Ella está ahí dentro. Durante un instante aterrador, pensó que se refería a la «jefa», la bruja, pero miró adentro y vio a la mujer atada y amordazada echada en el asiento. Al momento, Darci supo que de esta mujer no emanaba ningún mal. No lo pensó dos veces antes de levantar con suavidad la cabeza de la mujer y ponerla sobre su regazo. Darci notaba el mal cuando estaba cerca, y esta mujer no era malvada. Tan pronto como pudo, Adam se sentó en el asiento del conductor. Taylor estaba de nuevo consciente y se había reclinado en el asiento. —¿Adónde vas? —preguntó con voz ronca. —Tan lejos de este lugar como me sea posible —respondió Adam—. Ya tengo lo que vine a buscar, de modo que me voy. —Ella tomará represalias —dijo Taylor con una voz que apenas era un susurro—. Deja que me baje. —¿Qué? —exclamó Adam. El coche estaba estropeado y no iba a durar mucho, de modo que debían alejarse cuanto antes. —Querrá que alguien tome represalias, ¡así que déjame salir ahora! —dijo Taylor enérgicamente. Pero este esfuerzo le dejó sin fuerzas, se recostó sobre el asiento de piel y cerró los ojos. —Voy a sacaros a todos de aquí —declaró Adam con calma. —Ahora sabe quién es Darci —aclaró Taylor, con un hilo de voz, pero en tono insistente—. Darci no volverá a estar segura nunca más en toda su vida. Vaya donde vaya, esa mujer la perseguirá.

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—¿Y tú vas a detenerla? —le preguntó Adam—. ¿Cómo lo harás? Ni siquiera sabes qué aspecto tiene. Además, estás herido. —Pero yo sí —dijo una voz del asiento trasero, una voz que ni Adam ni Taylor habían oído antes. —¿Le has quitado la mordaza? —exclamó Adam horrorizado mirando a Darci por el retrovisor. —Le dolía —respondió desafiante. —No sabemos nada de ella. Podría ser... —Pero tú lo sabes todo de mí, ¿verdad, hermano? —dijo la mujer, y con la ayuda de Darci se levantó y miró a Adam por el retrovisor. —Yo puedo ayudar —dijo—. Yo puedo ayudar a acabar con ella, pero no lo puedo hacer sola. Pronto amanecerá. Debemos descansar. ¿Hay algún lugar donde podamos descansar? Esta noche es la fecha. Si no la detenemos esta noche, su poder se duplicará. El modo como hablaba era extraño, pronunciando cada palabra cuidadosamente, como si hubiese aprendido a hablar leyendo, en lugar de oyendo hablar a otras personas. —¿Por qué? —preguntó Taylor, volviéndose para mirar a la mujer. Pero le dolía demasiado la cabeza para girarse del todo, de modo que no podía verle la cara—. ¿Cómo? ¿Qué planea? —Ella sabía todo esto. Ha visto una parte. Yo lo vi todo, pero le mentí, como hago a menudo. Sin embargo, tiene a otras que pueden ver en el espejo, y así comprueba lo que le digo. No tenéis el espejo verdadero. Lo conserva ella. Tiene a varios niños encerrados, y esta noche planea sacrificarlos. Tengo que detenerla. —¡No estarás sola! —aseveró Taylor, que tuvo que recostarse en el asiento para recuperar el aliento.

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—Y yo también te ayudaré —dijo Darci en voz baja. —¡Oh, diablos! —profirió Adam. —No seas malhablado —le riñó Darci al mismo tiempo que la mujer decía: «No seas malhablado». Las dos mujeres se miraron y, pese a gravedad de la situación, se sonrieron.

En el asiento delantero, Taylor también sonrió, pero Adam no lo hizo. Si hubiese estado solo, habría accedido en seguida a perseguir a esa mujer perversa, pero ahora tenía a Darci. Miró por el retrovisor y pensó que también tenía una hermana. Echando una ojeada a Taylor, el cual era evidente que sentía dolor, Adam reconoció que, con el padre de Darci, ahora tenía una familia, su propia familia, no una en la que se sentía un forastero, un intruso. Ahora que tenía todo lo que había deseado tener en su vida, debía arriesgarse a perderlo todo en una noche.

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16 —Supongo que esto es lo más seguro que podemos encontrar —dijo Adam resignado mientras entraba con el estropeado Range Rover en la parte trasera del aparcamiento de un motel barato. Aparcó en la gravilla, bajo un árbol, en un lugar que no se veía desde la carretera ni lo distinguiría alguien que circulase por el aparcamiento. Dejó a los demás en el coche, despertó al propietario del motel y pagó en metálico una habitación con dos camas grandes. Mientras hacía esto, pensaba en qué podía decirle a Darci para persuadirla de que no interviniese aquella noche. Adam sabía que tendría que ir a los túneles o adonde fuese que «eso» iba a llevarse a cabo esta noche —la mención de los niños le había decidido a hacerlo—, pero no quería que Darci interviniese. Mientras tuviese fuerzas, haría todo lo posible por evitar que hiciesen daño a otro niño, pero no quería que Darci o Taylor, ni siquiera esta otra persona, su hermana, se mezclasen en ello. En cuanto a su hermana, todo lo que veía cuando la miraba era esa habitación con la torre pintada sobre la cama. Considerando cómo la habían criado, a juzgar por lo que sabía, esta mujer podía ser tan diabólica como la bruja junto a la que había crecido. Había admitido que el espejo que le había visto coger no era el verdadero, pero Adam no se decidía a enseñarle el otro que había encontrado. Ya había comprobado que él no veía visiones en él. Tal vez Darci sí; o puede que no. El único modo de averiguarlo era enseñándoselo y, por el momento, no podía hacerlo en secreto. Es decir, todavía no. Quizá por la noche, después de descansar, encontraría el modo de mostrarle el espejo a Darci en privado. Cuando Adam volvió con la llave de la habitación, los tres estaban fuera del coche esperándole. Los estudió bajo la intensa luz amarilla del motel. Taylor tenía mal aspecto. Había una enorme magulladura oscura en su frente, y se sostenía el brazo con dificultad. Darci tenía los ojos rojos y parecía un poco aturdida, desorientada. Junto a Darci estaba la mujer que Adam tenía por cierto que era su hermana. Debía admitir que parecía una figura heroica, allí de pie y con las manos atadas por delante. Era extraordinariamente alta, y al caer su espesa mata de pelo negro se había soltado. Ahora le caía

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ondulado hasta más debajo de la cintura, sobre una blusa blanca abotonada en el cuello. Llevaba una falda larga de algodón y sandalias. Le miraba tan desafiante que Adam pensó que no le gustaría enfrentarse con una mujer como ella. Pese a todo, hasta ahora sus palabras habían sido absolutamente correctas, pese a todo era su hermana y, pese a todo, no se había peleado con él cuando se la había llevado. Pero en su mente aún tenía que demostrar quién era. Adam abrió la puerta del motel, dejó que los demás entrasen delante de él, pero cuando la mujer pasó a su lado, no pudo evitar decir: —No confío en ti. —Haces el tonto, pues —respondió, y pasó junto a él con la cabeza erguida. Una vez dentro de la habitación, Adam cerró la puerta. —Creo que deberíamos dormir —propuso mirando las dos camas. En otras circunstancias, lo lógico habría sido que las dos mujeres ocupasen una cama. Pero no iba a dejar que Darci se acercase a esta mujer de más de metro ochenta de altura. De pronto, Darci se giró hacia él. —¡Adam! —le soltó enfadada—. Estás haciendo el imbécil. —Estoy de acuerdo —añadió Taylor mientras se sentaba en una de las dos sillas de la habitación—. Creo que tu hermana ya ha aguantado bastante en su vida para soportar ahora el trato tan cruel que les estás infligiendo. ¡De verdad! ¡Mírala! —dijo volviendo los ojos hacia la mujer que estaba de pie frente a la puerta. Era alta, bonita, regia. Llevaba ropa pasada de moda, y tenía las manos atadas delante. Parecía una heroína romántica sacada de una historia de clanes, guerras y honor.

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—Me recuerda a alguien —afirmó Taylor con una voz extraña. Eso hizo que Darci le observase. Desde que la había visto, parecía incapaz de apartar los ojos de esta orgullosa y escultural mujer. —A mí también —dijo Adam—, pero no sé a quién. —Una reina —sugirió Darci mostrando una cálida sonrisa a la mujer—. Parece una reina. Al oírlo, la mujer sonrió un poco a Darci, pero no inclinó el cuello, y no perdió la arrogancia con la que había mirado a su hermano. —Boadicea —dijo Adam—. La reina guerrera. Es a ella a quien me recuerda. Entonces la mirada altiva de la mujer se desvaneció y sonrió; en seguida empezó a reír. De hecho, se reía tan fuerte que tuvo que sentarse a los pies de una cama. —Alguien se ha reído de una de tus bromas —dijo Darci a Adam sorprendida—. Si tenías alguna duda de que sois parientes de sangre, aquí tienes la prueba. Adam no pudo evitar sentirse complacido por las risas de su hermana, pero por más que lo intentaba, no veía dónde estaba la gracia. Boadicea era una reina del siglo I que lideró a los británicos en su lucha contra los romanos. Pero ¿qué es lo que resultaba tan divertido en ello? Girándose, la mujer miró a Adam. —Me llamo Boadicea. —Muy apropiado —apostilló Taylor, cuyos ojos no se apartaban de la mujer. En ese momento, Darci se relajó. Tal vez Adam era poco razonable con su hermana, pero si ella se reía de sus bromas sin gracia, Darci estaba segura de que él pronto entraría en razón.

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—Además de mí, ¿alguien tiene hambre? —preguntó. Los hombres no respondieron. Adam observaba atentamente a Boadicea pensativo, como si intentase entenderla. Y Taylor la contemplaba embobado como si se hubiese enamorado de ella. Pero Boadicea tenía la atención puesta en Darci. En cierto modo, es como si descartase a los hombres porque fuesen poco importantes. —¿Crees que podríamos comprar lo que la gente llamáis comida basura? Siento grandes deseos de probarla. —Yo crecí a base de eso —dijo Darci jovialmente—. Hay una tienda de comestibles al otro lado de la calle y... —Yo iré —se ofreció Taylor—. Os traeré todo lo que os apetezca. —No, iré yo —objetó Adam—. Creo que es mi deber. Girándose, Darci miró a los dos hombres sorprendida. Era como si se estuviesen peleando por quién iba a buscar comida para esta mujer de belleza extraordinaria. Darci hizo una mueca y miró a Boadicea. —¿Has oído alguna vez la expresión «Los hombres son fango»? —Peor que eso —dijo Boadicea—. Ella dice que no sirven para nada. Tras esto, las dos mujeres compartieron una carcajada. Negándose a comentar el motivo por el que las mujeres se reían, Adam consultó su reloj. —Son las cuatro de la madrugada y creo que deberíamos dormir un poco. Más tarde haremos planes sobre... Sobre lo que vamos a hacer esta noche. En cuanto a la comida, tendremos que esperar a que la tienda esté abierta. Y respecto a dormir, creo... 267


Adam no terminó la frase. Si esta mujer era su hermana y no una enemiga, entonces era perfectamente lógico que Darci durmiese con ella. Pero la verdad era que Adam quería sentir a Darci entre sus brazos. Lo malo era que no sabía cómo conseguir este objetivo sin decir abiertamente qué quería. Taylor se levantó lentamente. Sabía lo que Adam quería, y también sabía que era demasiado tarde para sutilezas. —Creo que Boadicea es una desconocida y, por lo tanto, no debemos confiar en ella — cuando la miró de reojo, pudo ver que empezaba a enfurecerse—. Por lo tanto, opino que un hombre debe dormir entre ella y la puerta. —¿Él? —dijo Boadicea, alzando sus manos atadas para señalar hacia Adam. Su voz tenía un tono de mofa. —¡No! —respondió Adam—. Yo debería... —por mucho que pensaba no se le ocurría ninguna razón por la que debiese ser él quien durmiese con Darci. Al fin y al cabo, ¿no era lógico que padre e hija durmiesen en una cama y hermano y hermana en la otra? —Vosotros dos no cabríais en una cama —dijo Darci a Adam—. Mírala, es tan corpulenta como tú. Uno u otro estaría cayéndose de la cama toda la noche. Durante un momento, los tres miraron a Darci perplejos. Las camas eran bastante grandes. Pero todos sonrieron al entenderlo. —Sí —asintió Adam—. Es una solución perfecta. De acuerdo. ¿Quién va al baño primero? —¡Yo! —gritó Darci, y fue corriendo. Darci despertó de un sueño profundo acurrucada en los brazos de Adam. Al principio estaba demasiado cansada y desorientada para darse cuenta de que la llamaba susurrando. Horas atrás, cuando se había metido en la cama con Adam, estaba segura de que iba a morirse de éxtasis. Sería del todo incapaz de dormirse.

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—Si no hiciésemos nada, nada de ruido —le susurró mientras se deslizaba entre sus brazos— podríamos hacer el amor ahora mismo. Adam acercó sus labios a su oído. —Tienes que prometerme algo, Darci T. Monroe —dijo—. Si salgo de esta vivo, juro por lo más sagrado que no seguirás siendo virgen más de cinco minutos después de que me digas lo que quiero saber del espejo. ¡Eh! No vayas a desmayarte encima de mí otra vez, ¿eh? —Quien sabe... —respondió—. Si me desmayo, ¿me vas a besar más? —No puedo besarte sin perder el juicio. Tan solo cogerte hace que pierda la —sonrió— chaveta. ¡Y para ya! Prohibidos esos movimientos. Ella dejó de moverse, pero mantuvo su cuerpo pegado al de Adam. Él nunca le había dicho que la amaba, pero sentía que tal vez era así. En realidad, quizá Darci había sentido su interés por ella desde el principio. Siempre la había mirado como a una persona única. —¿Quieres quitarte el reloj? —le preguntó Adam. Todavía llevaba las mallas negras y el precioso reloj de oro que le había regalado. —No —respondió—, pienso llevarlo todos los días durante el resto de mi vida. Me van a enterrar con él. —Para entonces ya te habré comprado una docena de relojes, y de este pobrecito ni siquiera te acordarás. Darci tuvo que respirar profundamente antes de responder a eso. Ella sabía que se estaba refiriendo a... Casi no se atrevía a pensar en la palabra... casarse. Quería creer en ese sueño, pero también quería ser honesta con él. Inspiró con fuerza. —En otras circunstancias, tal vez yo no te gustaría. Me necesitas para que lea el espejo, por eso soy importante para ti. Pero yo crecí en un entorno menos que afortunado, y ciertas cosas personales podrían hacerte cambiar de parecer. Yo...

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Darci se interrumpió porque Adam de dio un beso. No la besó muy fuerte, como lo había hecho antes, porque en la situación en que se encontraban ahora, no estaba seguro de poder parar. Pero la besó lo suficiente como para que dejase inacabada la frase. —No quiero volverte a oír decir nada parecido —dijo—. Ya me gustabas mucho antes de que supiera que tenías facultades para dar órdenes a la gente con la mente. Y en cuanto al lugar de donde procedes, recuerda que he viajado por todo el mundo y he conocido a muchas personas. Créeme, Darci, cuando te digo esto: «Eres única, y no importa dónde creciste». —¿Es eso bueno o malo? —le preguntó en serio. —Es bueno. Por cierto, ¿crees que podrías enseñarme a hacer un hechizo? —¿Qué es eso? —preguntó soñolienta. —Un hechizo para inmovilizar —respondió—. Lo aprendiste en la universidad, ¿recuerdas? En el curso de brujería. Darci sonrió mientras el sueño ya la dominaba. —No estudié brujería, sino poesía. —¡Eres una canalla y una rastrera mentirosa...! —exclamó imitando las palabras que ella había usado, pero notó que Darci se había dormido, así que le besó el pelo y cerró los ojos. Pero Darci no dormía. No estaba segura, pero pensó que, tal vez, Adam planeaba esperar a que ella se durmiese e irse a los túneles solo. No le extrañaría nada que les encerrase en el motel y les dejase sin medio de transporte. Sabía que Adam siempre había sido un llanero solitario, y esta vez no sería distinto. Darci no podía arriesgarse a que él intentase salvarles a todos ellos sin ayuda. Acurrucándose junto a él, utilizó su Persuasión Verdadera para tranquilizarle y hacer que se durmiese. Pero ahora, unas horas más tarde, la había despertado porque se revolvía en la cama y gemía. 270


—¿Está bien? —preguntó Taylor incorporando la cabeza—. ¿Puedes calmarle? —No —respondió Darci con el ceño fruncido—. Lo he intentado, pero está en una especie de trance profundo, y no puedo llegar a él. —Adam —le llamó Taylor, inclinándose sobre su hija e intentando despertarle. Veía que Darci estaba concentrada, intentando llegar a Adam con su mente. Taylor ignoraba si se proponía calmarle para que se durmiese o despertarle. Detrás de ellos, Boadicea permanecía en silencio en la otra cama, sin que lo que sucedía la alterase. De pronto, Adam dio un puñetazo y casi alcanzó a Taylor en la mandíbula. —¡Despiértale! —ordenó Taylor a su hija—. Lo que está recordando debe de ser horrible. Darci se había pasado la vida utilizando su poder solo de las maneras más superficiales. Hacer que el fabricante de licor ilegal quisiese un perro no le había exigido una enorme concentración. Pero ahora, llegar hasta Adam, que estaba sumido en un trance, requería un gran esfuerzo. Además, le dolía la cabeza en el lugar donde se había golpeado con el árbol —no se lo había dicho a nadie—, y al utilizar la Persuasión Verdadera el dolor se agudizaba. No obstante, dejó de lado el dolor mientras se adentraba en sí misma. Se concentró hasta que le pareció que la habitación desaparecía. Ya no estaba dentro de un cuerpo, tan solo era energía, la energía de su mente. Y esta energía podía ir adonde quisiese, y hacer lo que debía. Pese a que el dolor de cabeza iba en aumento por el gran esfuerzo que realizaba, apartó las molestias por temor a que Adam las sintiese. Se concentró simplemente en tranquilizar a su mente torturada. Imaginó una luz dorada que cubría su cuerpo y lo calmaba. —¡Darci! —gritó su padre—. ¡Darci! Vuelve en ti. Lentamente abrió los ojos para mirar a su padre. La estaba cogiendo por los hombros y la sacudía. Cuando abrió los ojos, la abrazó y la estrecho contra él. —Pensé que te había perdido. Darci, era como si hubieses muerto. No te sentía el pulso. Incluso parecía que no respirabas. 271


Volviéndose poco a poco porque le dolía el cuello, Darci miró a Adam. Ahora dormía apaciblemente, pero notó que estaba a punto de despertar. —¿Estás bien? —le preguntó Taylor, examinándola preocupado—. Nunca había visto a nadie entrar en un trance tan profundamente como lo has hecho. Creo que te podría haber atropellado un tren y ni te habrías dado cuenta. —Estoy bien —respondió Darci, intentando sonreír para calmar su inquietud—. Pero necesito ir al baño. —Claro —dijo Taylor, apartando el cubrecama para ayudarla a salir de la cama. Darci necesitó toda emplear su capacidad de concentración para no caerse en cuanto puso un pie en el suelo. Pero no quería preocupar aún más a su padre. La magulladura de su frente ahora tenía mal aspecto, y se sostenía el brazo izquierdo junto al costado. —De verdad, estoy bien —aseguró otra vez—. Solo... —hizo un gesto hacia el baño y empezó a andar. Darci tuvo que controlarse para cerrar despacio la puerta del baño. En cuanto estuvo a solas, se arrodilló y vació el estómago en la taza del váter. Cuando no pudo sacar nada más, lo intentó de nuevo haciendo que su estómago se contrajese, hasta que sintió como si lo tuviese pegado a la columna vertebral. Se tomó tiempo para lavarse la boca e intentar hacer desaparecer el olor a vómitos del ambiente. No quería que los demás supiesen que había devuelto. Tampoco quería que supiesen lo fuerte que se había golpeado contra el árbol la noche pasada. En el coche, mientras Adam conducía y explicaba que no quería continuar, Boadicea permanecía sentada en silencio junto a Darci, y esta se alegraba de que la presencia de su hermana distrajese a Adam. Él no había visto que Darci se secaba la sangre de la cabeza con un paquete de kleenex que había encontrado en el asiento trasero del coche de su padre. Y cuando entraron en la habitación del motel, Darci había sido la primera en entrar al baño, de modo que se había podido lavar la sangre del pelo y la cabeza. Pero ahora, unas horas más tarde, el corte todavía sangraba un poco y le producía un intenso dolor.

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Pese a ello, no iba a dejar que esta noche una herida le impidiese participar, al igual que su padre no iba a dejar que su brazo le detuviese. Además, aunque Adam fingía que estaba bien, Darci sabía que tenía unas costillas lesionadas. De los cuatro, solo Boadicea parecía estar ilesa. Cuando volvió a entrar en la habitación, Adam estaba sentado en la cama. —Siento mucho haberos dado tanto la lata —se excusó, y Darci vio que intentaba decirlo en tono desenfadado. En la otra cama, Boadicea estaba echada en silencio, con los ojos abiertos, y Darci tuvo la sensación de que estaba acostumbrada a permanecer callada y a escuchar. —Quiero que nos cuentes lo que te ocurrió de niño. Quiero que nos expliques cómo te hicieron esta marca en el pecho —dijo Taylor—. Creo que todos merecemos esta explicación. Al pronunciar estas palabras, sus ojos incluían a Boadicea en su afirmación, y la forma como ella asintió hizo que Darci se preguntase qué había pasado entre ellos esa noche. ¿Habría contado algo su padre a Boadicea sobre sí mismo? ¿Sobre ella? ¿Sobre Adam? Fuese lo que fuese lo que había pasado, Darci percibía que se había creado un vínculo entre esa bella mujer y su padre. Darci quería preguntarle acerca de lo que sentía, pero él tenía razón. Ahora se necesitaba un tipo distinto de información. Sería de ayuda para todos, y tal vez su valentía se fortalecería si Adam les contaba el relato entero de lo que le había pasado de niño. Al principio Adam protestó, pero una sola mirada a los ojos de Taylor le hizo callar. Incluso después de acceder a contárselo, Adam se tomó unos segundos antes de empezar, porque no había contado nunca a nadie toda la historia. —Cuando tenía tres años —empezó Adam, con voz débil, temblorosa y llena de emoción—, me contaron que mis padres habían muerto en un accidente de avión, de modo que me mandaron a vivir a una enorme casa en Colorado, con mis prolíficos y ruidosos parientes,

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los Taggert —Adam respiró profundamente—. Pero la verdad es que a los tres años me raptaron, y a causa de ello mis padres murieron. Aquí Adam tuvo que detenerse y a Darci le costó reprimir un comentario sobre lo mal que debía de haberlo pasado llevando la carga de esa culpa toda su vida. Pero no, no iba a interrumpirle. No obstante, utilizó la mente para intentar consolarle, para decirle que se encontraba a salvo entre la gente que le amaba. —Hasta la fecha, nadie ha sabido qué es lo que sucedió de verdad —continuó Adam—. Siempre fui un niño independiente al que le encantaba jugar al escondite. Un día, en Nueva York, me escondí de mi madre cuando estaba comprando ropa. Más tarde, mi madre explicó a la policía que todo el rato estaba viendo mi zapato, que sobresalía de una pila de ropa, de modo que no se dio cuenta del peligro. Estaba viendo donde me encontraba yo, de modo que siguió haciendo las compras. Al cabo de unos diez minutos aproximadamente, cuando ya estaba preparándose para pagar, se fue de puntillas hacia la pila de ropa, apartó de golpe la pila y dijo: «¡Oh!», pero allí solo estaba mi zapato —Darci no podía siguiera imaginar el pánico, el terror que debió de sentir su madre. La muchacha extendió el brazo y tomó la mano de Adam entre las suyas. «Después de una hora o más registrando la tienda, llamaron a la policía, y luego al FBI. Pero pasaron dos días y no sucedió nada. Los secuestradores no se pusieron en contacto con ellos. Al cabo de tres días de espera, mis padres salieron furtivamente del apartamento y desaparecieron. Hasta ahora, nadie sabe por qué. ¿Recibieron un mensaje de alguien? En este caso, ¿de quién? —Darci y Taylor esperaron en silencio a que Adam continuase. Ambos percibían los largos años de agonía que Adam había pasado esperando desesperadamente para saber quién o por qué. »Tras la desaparición de mis padres, preguntaron a todos los miembros de las fuerzas de policía. Una mujer policía declaró haber visto a mis padres entrar en el dormitorio y cerrar la puerta durante unos minutos. Cuando salieron, parecían serios, como si hubiesen tomado una decisión. Dijo que en ese momento no había pensado nada del incidente, pero más tarde recordó la mirada que tenían. »Dos horas después de que mis padres hubieran estado a solas en su habitación, mi padre le dijo a uno de los agentes del FBI que había dejado de fumar hacía unos años, pero que en 274


ese momento necesitaba respirar, necesitaba un cigarrillo, de modo que bajaba a la tienda para comprar un paquete. El agente le ofreció uno a mi padre, pero dijo que no era de su marca. Más tarde explicó que mi padre parecía muy nervioso, pero que era lo lógico en esas circunstancias. »Nadie sabe cuándo se escabulló mi madre. Minutos después de que mi padre saliera del apartamento, el teléfono sonó y todos saltaron para cogerlo, dispuestos a localizar la llamada si resultaba que eran los atracadores. Pero al cuarto timbrazo, cuando mi madre no salió para responder, se dieron cuenta de que no estaba en el apartamento. Todos la buscaron, pero nadie la encontró en los pasillos, ni en el ascensor, ni en las escaleras ni en ninguna parte. Y cuando fueron en busca de mi padre, tampoco dieron con él. «Posteriormente, el FBI intentó reconstruir los hechos. Mis padres entraron en el dormitorio y mi padre bajó por la escalera de incendios al apartamento de mi primo, desde donde llamó a una empresa de helicópteros que a veces utilizaba en su trabajo. Cuando fue la hora de que llegase el helicóptero, mi padre salió del apartamento, supuestamente para ir a buscar tabaco. El FBI imaginó que había tomado el ascensor hacia arriba, hasta el tejado, y luego llamó a su apartamento desde el teléfono que había en el ascensor. Sonó el segundo teléfono y los agentes del FBI corrieron hacia él, mientras mi madre se escabullía por la puerta de entrada y subía corriendo por las escaleras hasta el tejado. Mi padre y mi madre ya estaban volando cuando los agentes del FBI descubrieron que ella se había ido. »Fue bastante fácil averiguar que el helicóptero había aterrizado en Nueva York, en un pequeño aeropuerto donde mi padre guardaba su propio avión de cuatro plazas. El piloto del helicóptero, que no conocía su situación, les saludó con la mano mientras mi padre avanzaba por la pista y despegaba —Adam cerró los ojos un momento. »Nunca volvieron a ver a mis padres. —¿Y tú? —preguntó Darci—. ¿Cómo escapaste del secuestrador? —No lo sé —respondió Adam—. Tres días después de que mis padres desaparecieran, una mujer de Hartford, Connecticut, llamó a la policía. Estaba muy alterada y les contó que había encontrado a un niño. Vagaba solo por el bosque de detrás de su casa.

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—Eras tú... —adivinó Darci, apretando su mano entre las suyas. —Sí, yo. Estaba desnudo y cubierto de garrapatas, y muy pronto tuve una fiebre muy alta, probablemente a causa de la enfermedad de Lyme. Darci y Taylor le miraron en silencio, esperando que continuase. —No recuerdo nada de lo que pasó mientras me tuvieron secuestrado. Ya sé que los niños no suelen tener recuerdos de antes de su tercer cumpleaños, pero yo sí. De hecho, recuerdo tantas cosas sobre mis padres y sobre nuestra vida juntos que años después el psiquiatra al que terminé yendo no me creía. Llamó a mi primo para comprobar lo que le contaba. —Pero tenías razón —dijo Taylor en voz baja. —Cada palabra. Recuerdo... —Adam se detuvo y respiró hondo—. Digamos que si mis padres entrasen por esta puerta ahora, les reconocería. —¿Qué averiguó el FBI cuando investigó tu desaparición? —se interesó Taylor. —Nada. Creen que mis padres de algún modo recibieron un mensaje con alguna pista sobre mi paradero. Seguramente decía: «Dígaselo a la policía y el niño morirá», o algo así. Pero solo son especulaciones, porque no lo saben. Ni siquiera se imaginan cómo pudieron enviarles un mensaje secreto. —¿Adónde fueron tus padres cuando cogieron el avión? —preguntó Taylor. —Nadie tiene la más remota idea. El FBI cree que el avión cayó al mar, pero nadie vio nada ni se ha encontrado nada, ni siquiera restos de metal que pudiesen pertenecer al avión. —¿Y qué hay de ti? Eras muy pequeño —dijo Darci. Levantó su mano y la sostuvo contra su mejilla un momento. —Yo estaba... hecho un desastre —dijo Adam—. Tenía frío y hambre, estaba deshidratado y tenía una fiebre muy alta cuando me encontraron. Además, en el pecho tenía una llaga que 276


sangraba y que se había infectado. Cuando me encontraron había cientos de personas buscándome a mí y a mis padres —Adam miró a Taylor—. El FBI logró mantener el rapto en secreto, pero cuando mis padres desaparecieron, todo salió a la luz y la prensa lo publicó. —Así, después de su desaparición te mandaron a vivir con unos parientes —dijo Taylor, con la voz alterada—. Y adivino que tu familia decidió que sería mejor para tu paz mental no decirte nada. —Sí. Estoy seguro de que lo hicieron con buena intención. Pensaron que era lo bastante pequeño como para olvidarlo todo, especialmente si no seguía viviendo en un lugar que me recordase a mis padres. Y consideraron que era demasiado niño para tener opinión acerca de dónde quería vivir. —Pero no lo eras, ¿no? A los tres años ya tenías una opinión formada —dijo Darci enérgicamente. —Oh, sí. Recuerdo que gritaba y decía que quería subir a un barco e ir a buscar a mi papá y a mi mamá. «Yo también», pensó Darci mientras apretaba su mano con más fuerza. «Yo quería ir a buscar a mi madre. Mi madre de verdad. La que me quería con locura.»

Cuando Darci vio que su padre la miraba con curiosidad, como si se preguntase qué pensamientos estaría enviando a Adam, ella se aclaró la garganta y soltó la mano de Adam. —¿Así que te fuiste a vivir a Colorado? —Sí. Viví con mis primos, los Taggert, en una casa enorme construida en la década de 1890. Una casa preciosa. —Pero te perdiste —apuntó Taylor.

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—Me perdí —repitió Adam—. Había ocho niños en la familia, ninguno de ellos embargado por la pena. Su madre, mi prima Sarah, intentó que yo formase parte de la familia, pero no lo consiguió. No. No es justo. Yo no me permitía formar parte de su familia. Sé que muchas personas consideran que un hijo único está solo, pero yo no me sentía así —su boca dibujó una leve mueca—. A mí me encantaba tener el cien por cien de la atención de mis padres. Darci no sonrió. Sabía lo que era la soledad, tanto de niña como de adulta. —¿Y qué te pasó? —preguntó ella—. Es decir, una vez en Colorado. —Nada. Crecí. Mis primos pronto aprendieron a dejarme solo. Yo no era como ellos. No me gustaba jugar en equipo. De hecho, tener mucha gente alrededor me pone... bueno, nervioso. Y los espacios pequeños... Adam se tomó un momento para calmarse. —Bien, a los doce años, empecé a tener pesadillas. Eran... bastante horribles. Gritaba muy fuerte y despertaba a toda la casa, y cuando Sarah —nunca conseguí llamarla madre— intentaba cogerme, me enfrentaba a ella, a patadas y puñetazos. Una vez le dejé una marca desde aquí hasta aquí —dijo pasándose la mano por la mandíbula—. Después de eso, solo venían los hombres cuando empezaba a gritar. Y como mis pesadillas no cesaban, me llevaron al psiquiatra. —¿Pudo ayudarte? —preguntó Taylor. —No mucho. Intentó hipnotizarme varias veces, pero no lo logró. Sin embargo, hizo que mis parientes me dijesen la verdad sobre el rapto y que me contasen lo poco que sabían sobre la desaparición de mis padres. Eso hizo que me sintiera todavía peor. Si no hubiese sido por mí, no habrían muerto. Taylor quería apartar de Adam esos pensamientos; advertía la angustia de su voz. —¿Y qué pasó con el psiquiatra?

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—Al cabo de un año de tratarme, abandonó. No podía sacar nada de mí porque yo no recordaba, y no recuerdo, lo que pasó después de que me raptasen. Y las pesadillas desaparecieron tan rápidamente como habían empezado. —Así que volviste con tu familia y llevaste una vida normal —dijo Taylor, sonriendo por su propia broma. —En realidad no. Nunca se lo he contado a nadie, es decir, hasta ahora, pero después de que los sueños desapareciesen, empezaron a atormentarme los recuerdos de mis padres. Me parecía poder recordar cada momento que había vivido con ellos. Adam cerró los ojos unos segundos, y Darci sintió que estaba luchando por contener las lágrimas. —Les echaba de menos. Echaba de menos la risa de mi madre, y el modo en que solía... Adam tomó una bocanada de aire. —En suma, les añoraba, yo... —... querías saber qué les había pasado —prosiguió Taylor. —No, entonces no. Durante esos años, yo... me encerré en mí mismo. —Te dabas cuenta de que eras distinto a las otras personas, por eso creaste tu propio mundo en tu interior —dijo Darci en voz baja—. Querías escapar del mundo exterior. Durante un instante, Adam la miró en silencio. Estaba bloqueando su mente para no enviarle pensamientos, pero él sabía lo que pensaba: «Como yo». Adam no tenía una facultad o un «don», como Taylor llamaba lo que Darci podía hacer, pero el horror de la infancia de Adam le hizo tan distinto a los demás como lo era Darci. —Sí, exactamente —dijo al cabo de un poco—. Fui a la universidad, y mientras mis parientes se hacían médicos o abogados o se especializaban en empresariales, yo estudié historia antigua. No sabía lo que haría con este título, pero desde hacía mucho tiempo me 279


gustaba leer obras sobre civilizaciones de tiempos remotos. Después, al salir de la universidad, fui de un lado a otro. Me ofrecieron un par de puestos de trabajo como profesor gracias a los contactos de mi familia, pero lo que de verdad quería hacer era... ¿Tiene algún sentido decir que quería desaparecer? Quería escapar de mí mismo. —Sí, del todo —dijo Darci antes de que Taylor pudiese hablar. —Tengo dinero de mi familia, pero no lo he tocado. En realidad, no le decía a nadie dónde estaba o adónde me iba. Cogía trabajos allí donde los encontraba. Fui marinero de cubierta en un vapor volandero durante cuatro años. Trabajé en un rancho en Argentina un par de años. Simplemente vagaba por todo el mundo, viviendo aquí y allá, pero sin vivir de verdad. Durante un tiempo pensé que quería escribir, pero lo que me salía parecía llamar al lado oscuro de mi alma, al que no quería mirar, de modo que lo dejé. —¿Qué es lo que te hizo empezar con esto, en esta búsqueda del mal e introducirte en temas de brujería? —preguntó Taylor. —Una de mis primas Taggert me derramó una taza de té encima. ¿Qué ironía, no? Había viajado por todo el mundo buscando... No estoy seguro de lo que buscaba, pero sé que no lo encontré. Entonces, en uno de mis escasos viajes de visita a Colorado, varios de nosotros estábamos fuera, en la pista de tenis. Estaban riendo y hablando, pero yo tan solo estaba sentado mirándoles, allí, pero no con ellos. Todos tomábamos bebidas frías, pero mi prima Lisa tomaba té caliente todo el año. Estaba de pie para animar a sus hermanos en un partido de tenis y derramó el té, que me cayó sobre el lado izquierdo del pecho. En realidad no fue nada, pero Lisa se alarmó e hizo que me quitase la camisa para ver si me había hecho daño. Adam respiró hondo. —El té no me había quemado porque tenía una gruesa cicatriz en esa parte del pecho. —De la herida que sangraba —dijo Taylor en voz baja. —Sí, era una cicatriz que yo tenía desde que puedo recordar, y no le había prestado mucha atención. Mi prima Sarah dijo que suponía que me había caído sobre unas rocas, pero que 280


no estaba segura. Como había una gran porción de mi vida que no recordaba, la cicatriz me parecía lo menos importante. En esa zona la piel estaba tensa y, a veces, cuando levantaba el brazo por encima de la cabeza, me tiraba un poco, pero nunca le había prestado más atención. —Hasta ese día —se adelantó Taylor. —Correcto —respondió Adam—. Ese día, una de mis primas, que tenía un año menos que yo y no recordaba nada del secuestro, dijo que era una cicatriz horrible y que debería ir a un cirujano plástico para que me la quitase. Entonces su hermano, que me lleva seis años, añadió: «Tal vez debería averiguar qué hay debajo». —La marca —dijo Darci—. Estaba oculta bajo el tejido de la cicatriz. —Sí —en cuanto mi primo hubo dicho eso, su madre le pidió que entrase en casa y que le llevase un jersey, pese que estábamos casi a 30 grados en la sombra. —¿Preguntaste a tu primo qué quería decir con eso? —No, por la cara de su madre deduje que no quería que hablásemos del secuestro y de lo que había pasado. Siempre me ha sabido mal por ella, porque hizo todo lo posible para que yo formase parte de su familia, pero no lo consiguió. Sé que se culpaba a sí misma por... —¿Por tu tristeza? —preguntó Darci. —Sí. Mi tristeza y mi sensación de que no pertenecía a su familia. —¿Entonces qué hiciste? —preguntó Taylor. —Me marché al día siguiente, tomé un avión hacia Nueva York, donde fui a ver a un cirujano plástico. Le dije que quería que me quitasen la piel de la cicatriz con mucho cuidado porque había algo debajo que quería ver. Era más que una marca. Primero... —su voz sonó como si estuviese hablando de otra persona, no de sí mismo— habían cortado la piel, y el hierro para marcar llevaba un pigmento negro. Cuando sacaron la piel de la cicatriz, el dibujo negro se veía claramente. 281


—Y fue entonces cuando comprendiste que había más de lo que te habían contado — adivinó Taylor, sentándose en la silla y mirando a Adam absorto. —Sí. Primero empecé a buscar información por la vía «normal». Fui a ver a unos detectives privados, e incluso consulté los archivos del FBI, pero allí no había nada. Al final, cuando ya había agotado todas las vías, acudí a una vidente. Sin embargo, todo cuanto me dijo fue que mis padres habían fallecido y que su muerte estaba rodeada por el mal. Fue muy desagradable oír esas tonterías. Yo quería saber quién y cómo, y sobre todo por qué. »¿Por qué mataron a mis padres antes de que pudiesen pagar un rescate? Mi padre había empezado a vender acciones en el momento que supo que había desaparecido. Pero no se pagó nada. ¿Qué le había pasado al avión? Miles de preguntas se amontonaban en mi cabeza. Pero los videntes a los que consulté no tenían respuestas para mí, y salía de su consulta con más frustración de la que tenía al entrar. »Ya había decidido no consultar a más videntes cuando una de ellas me llamó y me dijo que Helen Gabriel quería hablar conmigo. Como no había oído hablar nunca de esa mujer, su nombre no me decía nada, pero la vidente que me había telefoneado insistió en que tenía que llamar a Helen. Por lo que pude sacarle, esta Helen Gabriel era una vidente de videntes. —Los videntes de verdad están lejos del mundo de la publicidad —habló Taylor por propia experiencia. —Sí—respondió Adam—. Al parecer, esa mujer no admitía clientes. Es decir, no se puede fijar una cita con ella. Uno debe ser invitado a asistir a una sesión con ella —Adam miró a Taylor—. ¿Conoces a gente como ella? Taylor sonrió. Parecía que estaba sopesando si debía contar lo que sabía o no. —Hay doce mujeres... —dijo lentamente. —... que pueden cambiar el mundo con sus mentes —continuó Darci, con los ojos brillantes de emoción—. Avatares.

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Cuando Taylor sonrió a su hija, había tanto amor —y orgullo— en su rostro que Darci se sonrojó complacida. —Más adelante, quiero que me hables de tus estupendos estudios que te han permitido descubrir un dato tan oscuro como este. Darci, complacida en extremo, miró a Adam, que exhibía en su cara un «ya te lo dije». Le había dicho que su padre se daría cuenta de que tenía estudios. —Entonces, ¿qué te dijo Helen? —preguntó Taylor. Por el modo de pronunciar el nombre, Adam tuvo la certeza de que conocía a la mujer. —Al principio me decepcionó, porque me dijo que no estaba segura de lo que le había pasado a mi familia. Y después me dejó asombrado al revelarme que una persona de mi familia seguía con vida. —Supongo que saber esto te hizo enloquecer —conjeturó Taylor. —Oh, sí. Quería contratar a matones y atacar a quienquiera que retuviese a mi padre o mi madre, pero no sabía por dónde empezar a buscar ni a quién atacar. Fue entonces cuando Helen me dijo que había una única manera de averiguar la verdad sobre el pasado. Me explicó que había una mujer en Camwell, Connecticut, que tenía en su poder un espejo mágico. Cuando me dijo eso, estuve a punto de levantarme e irme. Siempre he sido realista. De niño ya odiaba esas historias con objetos mágicos. —Eso es cierto —dijo Darci sonriendo—. No sabe nada acerca de los cuentos de hadas. —Creo que Helen me leyó la mente, porque entonces añadió que había cierta magia que era real. Me dijo que el espejo antiguamente había pertenecido a Nostradamus. Realmente, no podía creer lo que me estaba contando. Pero insistió que si conseguía apoderarme del espejo, podría ver lo que le había pasado a mi familia. Fijaos que siempre decía «familia», no «padres». Yo no me di cuenta de esto hasta más tarde. —Y con el espejo es cuando Darci entró en juego, ¿no? —dedujo Taylor. 283


Adam no podía mirar directamente a Darci porque no quería que oyese lo que le habían contado. Cuando por fin habló, su voz era poco más que un susurro. —Me dijo que yo podía robar el espejo, pero que solo una virgen de más de veintidós años podría ver visiones en él. Si no tenía a la virgen, el espejo no sería más que un pedazo de cristal. Por ello me aconsejó poner un anuncio en el New York Times. Así encontraría a la virgen que sería capaz de leer en el espejo. —¿Quieres decir que ninguna de esas mujeres a las que entrevistaste...? —dijo Darci. —Ninguna —respondió Adam sonriendo a Darci, pero no estaba preparado para decirle que ella era la rareza. —Asombroso —dijo. Adam se giró para mirarla. —No es que me queje, pero ¿por qué no has...? ¿Sabes? Darci se encogió de hombros —Nunca he encontrado a nadie que ni siquiera me tentase —dijo sinceramente. Lo que no dijo, en voz alta ni en su mente, fue: «Hasta que te encontré a ti». —Así, ¿por qué estás prometida en matrimonio con Putnam? —dijo Adam más enfurecido de lo que quería mostrar. —Oh... —dijo Darci—. Son negocios. —¿Qué tipo de negocios hace que te comprometas con...? —¿Cómo averiguaste que tenías una hermana? —le cortó Taylor.

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No le gustaban los enfados, y no quería que perdiesen el hilo de la historia de Adam. Habría tiempo para hablar de los problemas de Darci en Putnam más tarde. Como lo que Adam sabía podía ser de ayuda esa noche, su historia era lo más importante. Con cierta reticencia, Adam dejó de preguntar a Darci. —Como decía, no me había fijado en que Helen hablaba de «familia» en lugar de «padres», pero un día mencionó «los tres». Le pregunté si me incluía a mí como tercera persona. Helen pareció sorprendida y dijo: «No, me refiero a su hermana». Pensé que había perdido la cabeza. Tardé un rato en sacarle que, para ella, solo porque la niña fuese un feto cuando el secuestro tuvo lugar, no significaba que la niña no fuese a nacer. Y todavía hoy me enfurece que nadie de mi familia se preocupase de decirme que mi madre estaba encinta cuando la raptaron. Adam respiró hondo. —Y esto nos lleva hasta hoy. En los últimos minutos no había mirado a Darci, y temía que lo que estaba diciendo la pusiese furiosa. La había contratado con un pretexto, diciendo que quería una ayudante personal, pero en cambio la había implicado en un asunto en el que se habían producido asesinatos. La había contratado por su «cualificación», su virginidad.

Darci sabía lo que estaba pensando, y era consciente de por qué no la miraba. —Y pensar que la gente me acusa de ser una mentirosa —masculló entre dientes. Entonces, antes de que pudiese replicar, dijo—: ¿Crees que la tienda ya estará abierta? Bo y yo estamos muertas de hambre. Al oírlo, Boadicea se sentó en la cama y miró a Darci con una expresión curiosa. —Bo —susurró—. ¿Es esto lo que llaman un apodo?

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«Ha visto menos mundo que yo», dijo mentalmente Darci a Adam, sorprendida por esta constatación. —Creo que tu padre quiere enseñarle el mundo —susurró Adam al oído de Darci, y luego señaló con la cabeza hacia Taylor, que estaba inclinado hacia Boadicea en actitud solícita. Ya no tenía las manos atadas, y estaba mirando a Taylor con los ojos muy abiertos, unos ojos que parecían decir que le seguiría a cualquier lugar. —Tengo que hablarle de los hombres —dijo Darci indignada. —¿Y qué es lo que sabes? —preguntó Adam. Era extraño, pero de pronto se sintió aliviado (incluso más feliz) de lo que se había sentido en años. Acababa de contar la espantosa historia de su vida, y nadie sentía pena por él. Nadie le miraba con ojos que dijesen «Pobre Adam. Pobre Adam raptado y huérfano. Si no se hubiese apartado de su madre siendo un niño pequeño, sus padres todavía estarían vivos.» No, en lugar de esto, en la habitación había otras tres personas cuyo pasado era tan terrible como el suyo. A Darci la había dejado su hermosa madre para que la criara alguien que la tenía en su casa. Se había pasado toda la vida escondiendo su extraordinario poder. Adam no quería pensar en cómo se había sentido Taylor cuando le dijeron que no era fértil. Su madre le había metido en la cabeza que le tocaba a él transmitir el «don» de la familia, y él le había fallado. Se había pasado la vida intentando resarcirles por haber roto la línea hereditaria. Luego Adam miró a esa mujer que era su hermana, y no conseguía imaginar cómo debía de haber sido su vida de prisionera. Verdaderamente, no podía imaginarlo. Era egoísta por su parte, lo admitía, pero estar con estas personas le hacía sentir bien. Cuando estaba con ellos no era la oveja negra. Era uno de ellos, formaba parte de ellos. —¿Me has oído? —preguntó Adam—. ¿Qué sabes tú de los hombres? Darci le miró perpleja. ¿Hablaba en serio? ¿O estaba bromeando? Con Adam y su insondable sentido del humor, era imposible decirlo. 286


—¿Mmm? —preguntó Adam, que empezó a andar hacia Darci, con expresión amenazadora. Instintivamente, Darci retrocedió. —No sé nada. Soltó un chillido cuando Adam la cogió por la muñeca, la levantó y la echó sobre la cama. Inclinándose sobre ella como un monstruo gigante, se dobló y arqueó los dedos como si fuesen garras. Entonces empezó a hacerle cosquillas. Al principio Darci no sabía qué ocurría, porque en toda su vida nadie le había hecho cosquillas. Había sido una niña seria, y nadie se había preocupado de atravesar esa seriedad ni se había esforzado por hacerla reír. Pero Adam lo hizo, y en unos minutos Darci estaba dando vueltas sobre la cama riendo a carcajada limpia. —¿Y qué vas a decirle a mi hermana sobre los hombres? —le preguntó. —Que son buenos y maravillosos —dijo Darci levantando las rodillas hacia el pecho y chillando. —¿Y amables y cariñosos? —preguntó Adam pasándole las manos por las costillas. —¡Oh, sí!, ¡Sí, sí, sí! —gritó ella. —Bien —dijo Adam en tono serio, apartándose de ella—. Creo que ya lo hemos aclarado. Boadicea, que hasta ese momento se había mantenido apartada de los demás, ahora estaba plantada a los pies de la cama observando este espectáculo con la fascinación de un antropólogo que estudiase a unos nativos en su hábitat natural. —Interesante —dijo cuando Adam dejó de hacer cosquillas a Darci—. Ahora quizá podemos ir a buscar comida —sugirió mientras se volvía hacia la puerta. 287


«Señora Spock», dijo mentalmente Darci a Adam, haciéndole reír muy fuerte cuando se dirigían hacia la puerta. Adam se quitó la sudadera y se la puso a Darci por encima del traje de gato. —Si crees que vas a salir en público vestida así, estás equivocada —dijo. —¿Qué tiene de malo lo que llevo? —dijo por encima del hombro al salir de la habitación del motel. —La ropa no tiene nada de malo —respondió Adam—. Es lo que hay dentro lo que me preocupa. —¿De verdad? —dijo Darci sonriéndole—. ¡A que no me atrapas! —le gritó echando a correr, haciendo que el corazón de Adam casi se parase cuando cruzó corriendo la carretera, que iba cargada de tráfico. Dentro de la tienda, todos lo pasaron bien observando el asombro de Boadicea ante lo que veía. Cada uno de ellos intentó imaginar lo que debía ser no haber visto nunca una tienda de comestibles. Todos querían hacerle preguntas, pero cuando se las hacían, Boadicea respondía: —Aún no. No es el momento de hablar de mí. Ya habían podido comprobar que esa mujer era una curiosa combinación de inocencia extremada y de madurez. Boadicea irritaba a Adam y fascinaba a Darci. Solo Taylor parecía aceptarla tal como era, evitaba preguntar acerca de ella más allá de lo que estaba dispuesta a contar. Pese a sus problemas, y pese a lo que les esperaba esa noche —o quizás a causa de ello—, formaban un grupo alegre y risueño mientras compraban bolsas y bolsas de comida, comida que sabían que no iban a consumir. 288


Pasase lo que pasase aquella noche, no iban a regresar a este lugar. Como se reían tanto y solo estaban pendientes de ellos mismos, no repararon en una mujer mayor que apareció por la parte de atrás de la tienda y les estudiaba. Y si la hubiesen visto, no hubiesen pensado nada en particular de ella. Ni siquiera Darci habría sentido la maldad de la mujer, porque esta había aprendido hacía ya mucho tiempo a bloquear las vibraciones que emitía. Para casi todas las personas del planeta tenía el aspecto de una mujer mayor cualquiera. Nadie se fijó en que cogía un teléfono y llamaba a un número que solo conocían tres personas en todo el mundo. Y ninguno de ellos oyó como decía: —Están aquí.

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17 Extendieron la comida sobre la cama más cercana a la puerta. Adam y Darci se sentaron juntos, con las piernas cruzadas sobre la cama, mientras que Taylor acercaba una silla a la mesa. Boadicea se sentó aparte, en una silla que estaba a unos metros. Pero al cabo de unos minutos, Taylor movió su silla para situarse frente a Boadicea. Los dos comieron en una estrecha mesa que se encontraba bajo la ventana. Mientras estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, comiendo y dando bocados de comida a Adam, pensó que nunca en su vida había sido tan feliz. Ahora los ojos de Adam eran alegres y le hablaban de las cosas maravillosas que les esperaban. Darci continuó pensando en la noche pasada, cuando estaba acurrucada cerca de él, rodeada por sus brazos. Nunca en toda su vida había soñado con encontrar a alguien como este hombre, pensó. Este hombre era alguien que la amaría, que iba a amarla siempre, como siempre había soñado. Ahora, sentada aquí junto a él, pensó en la vida que imaginaba que iba a llevar cuando llegó a Nueva York; pese a lo que había intentado hacer creer a Adam, no había sido una persona muy feliz. La gente de Putnam no consideraba que su futuro fuera a ser malo, pero ella sí. Sin embargo, tal vez ahora, debido a que había contestado a un anuncio de un periódico, su vida iba a cambiar. Para siempre. —Me miras de un modo extraño —dijo Adam—. ¿Estás intentando decidir de qué lado estoy de verdad? Como siempre, no le rió la gracia, sino que tan solo le miró. Estudiaba su pelo oscuro y sus ojos azules, se fijaba en su barbilla partida. Para ella era un hombre muy, muy guapo. Se había divertido más, y de verdad, desde que le conocía que en todo el resto de su vida. Era generoso y amable y... 290


—¡Eh! —dijo Adam en voz baja—, deja de mirarme de esa manera. Haces que piense cosas muy malas. Estaba partiendo un pedazo de pan de la hogaza (Darci había descubierto que Adam odiaba el pan cortado a rebanadas, de modo que en la tienda había pedido una hogaza sin cortar). —Estaba pensando si podría persuadirte de... —Adam vaciló. —¿Hacer sexo contigo antes de esta noche, perder la virginidad y no poder leer el espejo? —le preguntó, con los ojos iluminados por la esperanza. Durante un instante, Adam pareció pensárselo. —Aunque no pudieses leer el espejo, seguirías teniendo el poder, y tú eres la persona a quien vieron en el espejo. Eres tú quien ella cree que será su perdición. —Me estás diciendo que más vale que esperemos hasta que tengamos el espejo de verdad antes de... —Sí —corroboró Adam, lanzándole una mirada intensa—. Además, me gusta tomarme mi tiempo. —Eso suena... —se interrumpió porque había oído un ruido fuera. Girándose rápido, miró hacia la gran ventana, donde la cortina estaba corrida. Al ver la cara de Darci, Boadicea soltó la comida que tenía en la mano y se abalanzó hacia la ventana. —No hay nadie —dijo, pero miraba a Darci fijamente. —Puede que haya sido un coche —apuntó Darci en voz baja. —Hablando de esto —dijo Taylor mirando a Adam—. ¿Tienes alguna idea de cómo vamos a ir a Camwell esta noche? No creo que mi Rover nos lleve.

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Adam no quería pensar en esa noche. Quería dejar a las dos mujeres en un lugar seguro. Quería... —¿Y vamos a hacerlo sin armas? —preguntó Taylor. —Adam tiene una pistola. Se la cogió a un hombre que intentó secuestrarnos —contestó Darci—. ¿Dónde la pusiste? Adam se mantuvo en silencio unos segundos. Sabía que podía confiar en Darci y en Taylor, pero dudaba de si fiarse o no de Boadicea. Sí, era su hermana, y sí, actuaba como si estuviese de su parte. Pero todavía no estaba seguro de si podían confiar en esta mujer. Tenía los ojos clavados en los de ella. Boadicea podía haber contado a los demás que Adam había entrado en la habitación con una pistola en su mano, pero no lo había hecho. Y Adam no les decía que la pistola ahora estaba en la repisa de la ventana, detrás de la cortina, donde podía cogerla fácilmente. —¿Tienes un puñal? —inquirió Boadicea en voz baja—. Es suyo. Estaba enfurecida porque se lo quitaste. Tiene cierto poder. —Adam hizo un calco del mango —dijo Darci, obviamente sin dudar de podía confiar en Boadicea— y envió el calco a una mujer de no sé donde, pero ella no ha contestado. Entonces miró a Adam, que tenía la cabeza inclinada hacia abajo. —¡Eres un canalla y un rastrero mentiroso...! —empezó Darci—. Sí te explicó qué había escrito en el mango ¿verdad? Pero tú no me lo contaste. Adam fue a sentarse a la otra cama. No estaba acostumbrado a contar lo que sabía y, como consecuencia de ello, le resultaba muy difícil hacerlo. Pero ahora había tres personas mirándole expectantes. —Es... —comenzó vacilante— Es un cuchillo que en cierta época se utilizó para hacer sacrificios. Es un cuchillo de sangre. Darci... —prosiguió mirándola a ella con ojos suplicantes— No quiero que vengas con nosotros esta noche.

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—Solo yo —dijo con voz inexpresiva—. Los demás pueden ir contigo, pero yo no. ¿Te parece bien? ¿Es esto lo que estás pensando? —Eres tú, y solo tú, la que está en peligro —declaró Boadicea en su tono solemne—. A nosotros puede que nos maten, pero a ti te sacrificarían. Esta afirmación tuvo como efecto que los demás dejasen de hablar. —Perdona mi estupidez, pero dónde puñetas está la diferencia —le espetó Adam por fin, lanzando a Darci una mirada con la que le decía que no le mencionase lo de no hablar mal. Al oír el tono hostil de Adam, Boadicea cerró la boca y parecía que no iba a pronunciar nunca más una palabra. —La duración —precisó Taylor en voz baja—. Morir rápido es distinto a morir despacio. Adam se levantó. —Darci no va —dijo terminantemente. «Ven conmigo», oyó Darci en su cabeza. «¿Qué?», preguntó mirando a Adam. —He dicho que no vas, y no se hable más. Mira, he hablado con el propietario de este motel y nos deja utilizar su coche esta noche. Iremos a Camwell en su coche y volveremos, pero creo que podemos hacer lo que debemos sin Darci. Tú... —dijo a su hermana— ¿Conoces el camino por los túneles? Es decir, suponiendo que sea allí donde planea hacer... hacer... con los niños. —Sí —confirmó Boadicea—, utiliza los túneles para eso. Nunca he estado allí, pero los conozco mentalmente. Con cada idea que cruzaba por su cabeza, Adam se iba enfureciendo cada vez más —y su ira se dirigía hacia Boadicea.

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—¿No podías haber hecho algo para detenerla? Has estado con ella durante años. Por lo menos, ¿no podías haber intentado escapar durante todo ese tiempo? ¿No podías...? Adam se calló porque su hermana se puso de pie. Se levantó la falda para mostrar una pierna larga y bien formada. Pero en ella se veían muchas cicatrices, algunas de ellas redondas y con relieve. —¿Te enseño más? —le preguntó, sin enfado en su voz—. Quizá te gustaría ver mi espalda. Dejé de intentar escaparme cuando en lugar de desahogar su rabia en mí empezó a hacerlo con otros. Me entregó una parte del cuerpo de un niño y me dijo que me daría otra cada vez que intentase escapar. Después de aquello, le pregunté al espejo si alguna vez me alejaría de ella y fue entonces cuando os vi a vosotros tres. Os he esperado a los tres durante seis años. He esperado en silencio, a fin de que ella no matase a más niños por mi culpa. Boadicea ladeó la cabeza mirando a Adam. —¿Hice mal? Si hubieses estado en mi lugar, ¿hubieses intentado escapar, sabiendo que si lo hacías un número indeterminado de niños inocentes serían torturados y luego asesinados por tu culpa? Contéstame, me interesa tu respuesta. Ninguno de los tres sabía si Boadicea se estaba mostrando sarcástica o si planteaba la pregunta de verdad. Fuese lo que fuese, ninguno de ellos tenía una respuesta para esa horrible pregunta. —Le sabe mal —dijo Darci—. Tiene muy mal genio, y a veces dice cosas que no pretendía decir. Por favor, perdónale. «Ven conmigo», volvió a oír Darci en su cabeza. «Déjalos y ven conmigo.» Darci se llevó la mano a la frente y comprendió que las palabras procedían del interior de su mente, no de alguien de la habitación. —No te encuentras bien —dijo Boadicea observando a Darci.

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—No es nada —respondió ella—. Estoy bien. Ayer me di un golpe en la cabeza y todavía me duele, eso es todo. Los hombres sí están heridos. Adam ¿cómo tienes las costillas? Y... Papá, ¿qué tal tu brazo? —Bien —dijo Taylor, sonriendo porque le había llamado papá. «Ven conmigo, o les mataré.» A cada sílaba, las palabras se hacían más claras, y Darci sabía quién le hablaba desde su interior. «Esto es entre tú y yo, ¿no es cierto?» Darci rechazó la voz de su cabeza. Entonces miró a Adam para ver si había oído sus pensamientos. Pero Adam todavía estaba mirando a su hermana, reflexionando sobre lo que le había dicho. En la cabeza de Darci resonó el sonido de una carcajada; la intensidad del sonido hizo que las sienes le palpitasen y que se le cerrasen los ojos. «Oh, sí», dijo la voz. «Tú y yo. Nadie más.» Entonces resonó otra carcajada. «A menos que quieras perderlos a todos, ven conmigo.» Darci dijo: —Disculpad, necesito... —salió de la cama y se fue al baño. Una vez estuvo a solas en el pequeño cuarto, se sentó en el borde del váter y cerró los ojos. A través de la puerta oía el tono bajo y monótono de Boadicea y supuso que estaba contando a los hombres algo sobre su existencia en cautividad. Ahora Darci estaba sentada en silencio y escuchaba, esperando a que ella contase lo que iba a explicar. Le daba miedo intentar hablarle a la voz porque Adam podía oírle. Darci no estaba acostumbrada a hacer esto, pero acercó la cabeza a la cubeta de porcelana, cerró los ojos e intentó escuchar. «Esto es entre tú y yo», dijo la voz. «Entre dos brujas.» «No», pensó Darci. «¡No, no, no! Yo no soy una bruja. El poder que tengo es bueno.»

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Aunque Darci no proyectaba sus pensamientos como había aprendido a hacer con Adam, era como si la voz pudiese oír lo que estaba pensando. Esa persona —esa mujer, ya que parecía más bien una voz femenina— era capaz de oír todo lo que Darci pensaba. «Si eres buena, entonces les salvarás. ¿Te enseño lo que he hecho?» —¡No! —respondió Darci en voz alta. —Darci, cariño, ¿estás bien? —la llamó Adam desde el otro lado de la puerta. —Estoy bien —respondió—. ¿Te importa si me meto en la bañera y descanso un rato? —Claro —dijo Adam con una risa sofocada—. No tengas prisa. Darci abrió los dos grifos de la bañera al máximo para que el ruido del agua ocultase cualquier sonido que ella pudiese hacer. «No quiero tener nada que ver contigo», pensó. «Nada.» Pero involuntariamente le vino a la cabeza una visión. Era como si pasasen un vídeo dentro de su cabeza. Vio la espalda de esta mujer, una mujer alta y delgada que llevaba un tocado sofisticado y un vestido que parecía de terciopelo rojo. Frente a ella había un altar de piedra elevado y sobre este un niño al que sostenían tres hombres encapuchados. «No, no, no», decía Darci en su mente, mientras se cubría la cara con las manos. Hubiese reconocido esa cara en cualquier lugar y a cualquier edad. El niño del altar era Adam a los tres años de edad. —¿Darci? —le llegó otra vez la voz de Adam mientras llamaba con suavidad a la puerta. —¿Es que una chica no puede llorar un poco en paz? —le soltó. —Bien —le dijo suavemente—, pero si me necesitas estoy aquí. La cabeza de Darci aún conservaba la visión que había invadido su mente. «Haz que se vaya», pensó. «Oh, Dios, haz que se vaya.» En una película de terror, uno puede cerrar los 296


ojos y no mirar los pasajes más sangrientos, pero ella no podía bloquear la visión, ya que el vídeo estaba dentro de su mente. «No, por favor.» Se dirigió hacia la pequeña ventana del baño y miró afuera, pero la perspectiva que tenía delante no detuvo lo que estaba viendo dentro de su mente. La mujer delgada había cogido un puñal y había efectuado unos cortes profundos en la piel del niño. Entonces levantó un hierro para marcar, que estaba al rojo vivo, y... «¡Oh, Dios!», exclamó Darci, cayéndose de rodillas y cubriéndose la cara con las manos. Cuando el hierro tocó la delicada piel del niño, Darci tuvo que coger una toalla e introducírsela en la boca para que no oyesen sus gritos. Era como si estuviese allí mismo. Lo veía todo claramente y oía los gritos del niño. ¡Oh, Dios! Incluso notaba el olor a carne quemada. Súbitamente, la imagen de la habitación y el altar se desvanecieron, y en su lugar surgió la visión de un hombre. Tenía el rostro demacrado, casi estaba gris a causa de la angustia y el cansancio. Al instante, Darci supo que estaba viendo al padre de Adam. Mientras Darci miraba, salió de un pequeño avión y examinó a su alrededor un momento; entonces se volvió y ayudó a una hermosa joven a salir del avión. Al bajar, ella se puso la mano sobre el vientre, un gesto protector que es habitual en las mujeres embarazadas. Parecía que no había nadie a su alrededor, solo la pista de aterrizaje y el bosque contiguo. Pero Darci vislumbró sombras que se movían entre los árboles. Vio que cogían al hombre por detrás, y mientras su mujer miraba le cortaron el cuello. «Basta», pidió Darci, «basta.» Pero no había terminado. Hubo otra visión. En esta aparecía la madre de Adam en un estado avanzado de embarazo y atada a una cama. Estaba dando a luz y gritaba, pero no por el dolor del parto. No, gritaba porque le quitaban el bebé cortándola. Darci lo vio y sintió el dolor de la mujer. Sintió que la vida se escapaba de la mujer con la sangre que manaba de su cuerpo. No se hizo ningún intento por atajar la hemorragia. «Mis hijos», decía la mujer una y otra vez, mientras moría desangrada. «Mis hijos». «¿Quieres que te cuente más?» —dijo la voz.

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—No —susurró Darci—. No, por favor, basta. Estaba en el suelo, apretándose las rodillas contra el pecho y temblando. «Esto es entre tú y yo, no va con ellos ¿Me entiendes?» Darci asintió, sujetando sus piernas con fuerza, sintiendo el frío de las baldosas del suelo debajo de ella. Tenía tanto frío que sabía que nunca volvería a entrar en calor. «Haz que se duerman», dijo la voz. «Haz que se duerman, y después vete. Serás llevada a mí. ¿Lo entiendes?» «Sí», asintió Darci. «Sí.» Durante unos segundos hubo un bendito silencio. Dentro de su cabeza solo tenía el recuerdo de lo que había visto. Ya no estaba en medio de algo demasiado horrible para imaginarlo; estaba mezclada en algo que no tenía capacidad para detener. Poco a poco, con el cuerpo tenso y dolorido, Darci se levantó del suelo, se acercó a la bañera y cerró el agua. Entonces, también lentamente, se fue al lavabo y se miró en el espejo. Tenía unos arañazos profundos en las mejillas que le sangraban; debía de haberse clavado las uñas durante las visiones. Ahora no había ninguna necesidad de mirar en un espejo mágico, pensó, porque ya podía contar a Adam lo que les había sucedido a sus padres. Pero Darci no quería explicárselo. Y lo que era más importante, no quería ver como le sucedía lo mismo. Puedes hacerlo, se dijo a sí misma. Tal vez su padre tenía razón y Darci se había pasado toda su vida intentado reprimir lo que podía hacer con su «don», tal como lo llamaba. Tal vez era cierto que durante toda su vida había intentado ser tan normal como le había sido posible, pero había conseguido inmovilizar a Adam y a ese hombre armado justo en el sitio donde se encontraban. Había podido inmovilizarlos para que no pudiesen actuar. Si pudiese volverlo a hacer... Si pudiese utilizar cada gramo del poder que poseía para retener a esa horrible mujer lo suficiente para... 298


En realidad, Darci no sabía qué haría o qué podía hacer, pero las palabras de su padre volvieron a resonar en su cabeza: «No sabías que podías hacerlo, ¿no?» —¿Que puedo matar a personas con mi mente? —le había preguntado. «¿Podía matar a alguien?», se preguntaba Darci. Pero entonces las visiones volvieron a su cabeza y se pasó la mano por la cara para ahuyentarlas. Le quedó la mano ensangrentada a causa de los arañazos de la cara. Tenía la sangre en la mano izquierda, la mano con nueve lunares que formaban una torre, la misma forma que habían cortado y marcado en el pecho de Adam cuando era un niño. Sí, pensó, podía matar. Podía matar para salvar al hombre del que se había enamorado. Inspiró profundamente varias veces para calmarse, se sentó sobre la tapa del váter y cerró los ojos. «Dame fuerza, Dios mío», rezó. «Guíame, vela por mí y dame la fuerza que necesito para poner fin a este horror.» Articuló «Amén» en voz alta y concentró su mente en hacer que las tres personas de la habitación contigua se durmiesen. Ello requirió tiempo y concentración, ya que los tres estaban nerviosos, alertas y llenos de adrenalina, pero consiguió adormecerles. Notó cómo se relajaban. Oyó sus movimientos mientras se recostaban sobre las camas y se quedaban dormidos. Cuando el silencio fue absoluto al otro lado de la puerta, Darci oyó el rumor de la grava producido por un coche que acababa de llegar al motel. Sabía que ese coche la esperaba a ella. Y también era consciente de que debía llevarse la bolsa que Adam había traído de la casa de la mujer. Darci salió del baño silenciosamente y se detuvo un momento para mirar a las figuras que dormían en la cama. Su padre y Boadicea estaban acurrucados juntos, en la misma posición que ella y Adam habían estado poco antes. Poco a poco, Darci se dirigió hacia Adam, se detuvo a su lado y lo contempló unos segundos. Por primera vez desde que le conocía, no tenía una arruga profunda entre sus cejas. Incluso cuando se reía, nunca llegaba a desaparecer del todo ese aire de preocupación. 299


No obstante, ahora se había desvanecido, y Darci era consciente del motivo: por fin había compartido su historia. Sonriendo, se inclinó y le besó en la frente, luego puso sus labios sobre los de él y los mantuvo así un instante. «Pase lo que pase ahora», le susurró, «te querré para siempre». Le acarició el pelo y luego se volvió para dirigirse hacia la puerta. En una de las sillas estaba colgada la bolsa de cuero que Adam se había traído de la casa de la mujer. Boadicea había dicho que el espejo que Adam había encontrado no era el auténtico, no era el espejo mágico, de modo que, ¿por qué llevárselo ahora? Abrió la bolsa, miró en su interior y vio que contenía dos objetos. Los dos parecían marcos de cuadros. Uno era dorado y bonito, mientras que el otro era viejo y estaba estropeado. A Darci no le cupo la menor duda de cuál era el espejo mágico. Al salir de la habitación, no pudo evitar una sensación de ironía. Habían tenido el espejo de Nostradamus desde el principio.

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18 Adam se despertó bostezando, y lo primero que hizo fue buscar a Darci con la mano. Con los ojos aún cerrados, recordó cómo su trasero se amoldaba perfectamente a él. Sonriendo, extendió el brazo un poco más. Tal vez le haría el amor y al diablo lo de mirar el espejo, pensó. El pensamiento del espejo fue lo que le hizo abrir los ojos. Como la habitación estaba oscura y no veía nada, al principio no sabía dónde estaba. Pero paulatinamente todo le fue volviendo a la cabeza. Palpando la mesita, encendió la luz y miró a su alrededor. Boadicea y Taylor estaban en la otra cama, acurrucados como dos cachorros. Después de restregarse los ojos, Adam se sintió atontado, como si tuviese resaca. Supuso que Darci todavía estaba en el lavabo, tomando un baño y tal vez llorando. Cuando le había dicho que eso era lo que estaba haciendo, Adam había cogido el pomo de la puerta, pero Taylor le había frenado. «Déjala que esté un rato a solas», susurró, y Adam se alejó de la puerta. Eso era lo último que Adam recordaba. Ahora, aún parpadeando mientras intentaba despejarse, echó una ojeada hacia el baño. La puerta estaba entornada y dentro se veía luz. ¿Estaría aún en la bañera?, se preguntó, sonriendo al pensar en la vanidad de las mujeres. Que pudiese permanecer en la bañera... Adam miró su reloj. Eran casi las dos de la tarde y... Al cabo de un momento se sentó en la cama y se frotó los ojos. ¡Eran más de las ocho de la tarde! En una zancada estuvo junto al baño, abrió la puerta con tal fuerza que esta golpeó contra la pared produciendo un ruido sordo. El baño estaba vacío.

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Girándose hacia la habitación, vio que Taylor y Boadicea estaban despertando. —Se ha ido —dijo Adam con voz inexpresiva—. Darci se ha ido. El rostro de Taylor se quedó completamente blanco cuando todo lo que había aprendido a lo largo de su vida irrumpió en su mente. Estaba totalmente seguro de que Darci había hecho que se quedasen dormidos. Pero ¿por qué? —¿Dónde está la bolsa? —preguntó Boadicea mirando la silla donde se encontraba la bolsa. —¿Qué importa eso...? —empezó Adam, pero sus ojos se abrieron de par en par—. No... — apenas pudo susurrar. —¿Qué había dentro? —el tono de su voz iba subiendo. —Ahora no hay tiempo para eso —le soltó Adam—. Debemos encontrar a Darci, y tú debes mostrarnos el camino. —Lo encontraste, ¿verdad? —inquirió Boadicea con los ojos muy abiertos—. De algún modo encontraste el espejo auténtico. Taylor puso su brazo sobre el de Boadicea, pero ella lo apartó. —¿Por qué no me lo enseñaste? ¿O a ella? Uno de nosotros podía haber visto... —¿Tú? —dijo despectivamente Adam a su hermana—. ¿Cómo puedo confiar en ti? Vi aquella habitación. ¿Cómo puedo saber en qué te has convertido? Boadicea le miró con ojos enfurecidos. —Si viste la habitación, sabes que para sobrevivir tuve que luchar. —¡Basta! —gritó Taylor—. Ahora debemos pensar en Darci, mi hija, no en vosotros dos. Boadicea, ¿cómo la encontraremos?

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—No lo sé —respondió mientras aplacaba su enojo—. Es una buena persona, quizás eso la protegerá. Sé que solo Darci puede detener a esa mujer. Y si no lo hace, esa mujer adquirirá más poder del que tiene ahora. Ha aprendido mucho a lo largo del tiempo, y ha acumulado unos poderes que ni siquiera yo conozco. No sé nada de ellos. Además, controla a mucha, mucha gente. Lo que está haciendo lo lleva en secreto, pero si Darci no consigue detenerla esta noche, no sé qué va a pasar. —Prepárate —dijo Adam—. No hay tiempo para charlas. Adam salió de la habitación y se fue a recepción para recoger las llaves del propietario del coche. Mientras andaba abrió su móvil y marcó un número que conocía muy bien. —¿Mike? —dijo—. Soy Adam, sí, sigo en Camwell. ¿Recuerdas cuando te dije que quizá necesitaría ayuda? La necesito. Quiero que traigas a tanta gente como te sea posible y tan pronto como puedas. Y Mike, venid armados. Cerró el teléfono y entró en recepción.

—No me gusta este lugar —comentó Boadicea, mirando las sucias paredes que tenían encima y a su alrededor—. Ella podría inundar este lugar, podía hacer que ardiese en llamas. Sus secuaces se escondían en todas partes. Ella... —¡Basta! —ordenó Adam por encima del hombro. «Darci», pensó intensamente, pero no recibió respuesta. ¿Por qué, pensó, no habían practicado enviarse pensamientos del uno al otro en lugar de que se los enviase solo ella? Ahora quería gritar su nombre, llamarla. Quería saber dónde podría encontrarla. —¿Adónde vamos? —quiso saber Adam al llegar a la gran sala de las máquinas expendedoras. Cuando había estado aquí unos días antes con Darci, esta sala le había parecido casi acogedora; ahora... —Incluso a mí, este lugar me da escalofríos —observó Taylor—. ¿No dijo Darci que tú habías estado aquí antes? 303


—Sí —contestó Adam—, pero entonces fue... ¿Qué podía decir? ¿Que había sido divertido? ¿Podía contarles que Darci se metió unas chocolatinas dentro del traje de gato? ¿Podía explicarles que se había hecho un ovillo sobre una estantería? —¿Por qué es distinto ahora? —preguntó a su hermana. Cuando la encontró, se mostró hostil porque no confiaba en ella, pero ahora empezaba a comprender que Darci tenía razón y que debía haber confiado en esta mujer que había sufrido tanto. De haber confiado en su hermana, de haberle hablado del espejo que había localizado escondido bajo una pintura barata, tal vez habrían podido mirar en él y ver lo que le iba a ocurrir a Darci. A Adam le habían contado que el espejo mostraba lo que podía pasar; las predicciones podían verse alteradas. Después de salir del motel, Adam se había dirigido al Gro-ve. Había entrado en el aparcamiento y saltado del coche antes de que se parase el motor. Taylor y Boadicea corrieron tras él y entraron en la casa de huéspedes. La sala estaba vacía. Pero un ruido procedente de la habitación que había ocupado Darci hizo que se abalanzasen hacia ese dormitorio. Adam había apartado la cama y estaba arrodillado levantando una trampilla. —Aquí había un pozo de hielo, y a su lado corría un torrente —les explicó—. Solicité esta casa porque necesitaba un lugar donde esconderme. Buscando en la oscuridad de debajo de la trampilla extrajo todo un lote de armas: pistolas, rifles y revólveres. —¿Qué quieres? —preguntó a Taylor mirándole. —Nunca he... —empezó Taylor examinando las armas turbado. En cambio, Boadicea no se amedrentó. Se acercó, tomó una Luger nueve milímetros del montón que Adam acababa de sacar e introdujo una bala en la recámara. Los dos hombres la miraban sin pronunciar palabra. 304


—A ella le gusta todo lo que sirve para matar —les explicó—. De niña, yo no tenía juguetes. Adam miró a su hermana con respeto. Por primera vez pensó que, seguramente, su odio hacia esa mujer era más profundo que el que sentía él mismo. —Enséñale qué debe hacer —ordenó Adam a su hermana mientras señalaba con la cabeza hacia Taylor. Acto seguido, Adam se fue a su habitación para ponerse unas mallas para correr de lycra negra, parecidas a las de Darci. Al regresar a la otra habitación lanzó una prenda similar a Boadicea. —Póntelas. Podrás moverte mejor con eso que con lo que llevas. Y tú, ¿tienes algo que ponerte? —preguntó a Taylor. Sus bolsas de viaje estaban amontonadas en un rincón del dormitorio. —Sí —respondió Taylor. Tres minutos más tarde, los tres estaban fuera. Ahora se encontraban en los túneles. No se atrevían a utilizar linternas, pero llevaban gafas de visión nocturna. —¿Hacia dónde vamos? —preguntó Adam a su hermana una vez llegaron a la boca de los tres túneles que salían de la sala principal. —Por aquí —indicó ella, avanzando por el túnel más pequeño. La ropa de deporte de Adam le quedaba impecable a Boadicea. Llevaba un cinturón de cuero ancho, provisto de bolsas para munición, de donde colgaban tres revólveres. En las manos llevaba un rifle corto que era ilegal en los Estados Unidos. Adam llevaba las mismas armas, pero bajo su camiseta estaba escondido el puñal que había cogido de la caja. No habían ido muy lejos cuando Adam les detuvo. 305


—Oigo algo —anunció. Al instante, los tres pararon y escucharon, pero no se oía nada. No había ninguna luz al final del túnel ni tampoco movimiento, nada. Adam hizo señal de que continuasen, pero unos pasos más allá llegaron a una encrucijada, y de nuevo se detuvo para escuchar. «¿Adam?», oyó. En un segundo, sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡Estaba viva! La voz de Darci se percibía débil, pero estaba viva. «¡Aquí!, ¡Aquí!», quería gritarle, pero no podía hacerle llegar el mensaje. Ella debía confiar en que Adam se encontrase cerca y tenía que continuar hablando. —¿La oyes? —le preguntó Taylor. —Sí, aunque apenas —susurró Adam. Luego se apoyó contra la pared y escuchó con todas sus fuerzas. «Habla, cariño, háblame», intentó enviarle. «Indícame dónde estás.» «¿Adam? ¿Estás ahí?», le llegó a Adam, aún más débilmente si era posible. —Por aquí —señaló Adam—. Creo que es por aquí. Sin embargo, Boadicea le asió por el brazo y le detuvo. —No es por aquí. Algo va mal. Por aquí no vamos a la sala donde efectúa los sacrificios. —¡No vuelvas a pronunciar esta palabra! —le espetó Adam—. He oído la voz de Darci, y es por aquí. ¿Estás conmigo o no? Por un momento, pareció que Boadicea reflexionaba sobre esta pregunta. —Quiero que su reinado del terror acabe —declaró—. Y solo Darci puede hacerlo. «Adam, estoy aquí ¿Puedes oírme?»

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—Darci me está hablando —susurró, apresurando el paso. «Adam, ven conmigo. Tengo miedo.» —Algo va mal —insistió Boadicea desde detrás de ellos—. Algo va muy mal. Adam dejó de andar mientras tomaba una decisión que sabía que iba a afectar a varias vidas. Por un lado no confiaba en esta mujer alta; por el otro, intentaba imaginar el odio que debía encerrar en su interior. —Guíanos —articuló al fin, pero sus ojos la avisaban de lo que le haría si les mentía. Boadicea no dudó mientras les conducía por los túneles; se movía rápidamente, sin mirar nunca atrás para comprobar si los dos hombres la seguían. —Ha memorizado el camino —comentó Taylor a Adam cuando pararon un momento para esperar mientras Boadicea comprobaba si un corredor estaba libre. —Ha vivido esta huida en su mente durante años, y su creencia en esta huida, y en nosotros, es lo que evitó que perdiese las esperanzas. Cuando Boadicea les indicó que la siguiesen, Adam se puso a caminar tras ella, y Taylor cerraba el grupo. Al poco tiempo Boadicea se detuvo ante un umbral oscuro. —No lo entiendo —susurró—. Esta es la sala. Debería estar aquí. —Al parecer, ella sabía que le mentías —adivinó Adam—, y ella también te mintió a ti. —Pero el espejo mostraba que... —empezó, pero se interrumpió, desconcertada. —¿No me dijiste que el espejo muestra lo que puede pasar, y no necesariamente lo que va a pasar? —preguntó Taylor mientras buscaba en su bolsillo y sacaba un encendedor. En la pared había una vela colocada sobre un soporte metálico. Lo cogió, encendió la vela y sostuvo el soporte delante de él mientras cruzaba el umbral. Boadicea y Adam le seguían. 307


—¿Solo me lo parece a mí, o también encontráis extraño que en los túneles no haya nadie? ¿No hay ni siquiera guardianes? —Ella ha hecho algo inesperado —aseveró Boadicea, que se encontraba detrás mismo de Taylor. Este encendió otras dos velas, suficientes para ver la sala en la que se encontraban. En las paredes de esta sala excavada en la roca alguien había colocado unos altos paneles de piedra grabada. Elevando la vela, Taylor examinó uno de ellos. —Alguien ha robado unas criptas. Siglo I, diría. —Sí, tiene a muchos ladrones que trabajan para ella —explicó Boadicea, que se giró hacia la salida después de echar solo una ojeada al altar de piedra que se levantaba en el centro de la sala. El espejo le había mostrado para qué se había usado ese altar, y sabía de qué eran las manchas oscuras de su superficie. Taylor siguió a Boadicea, que ya salía de la habitación, pero Adam dudó mientras observaba el altar totalmente fascinado. Recordaba haber visto un pilar espantoso como este. Recordaba... —Vamos, hermano —le llamó Boadicea con voz suave mientras le tendía la mano para tomar la suya. Sabía muy bien que estaba a punto de recordar, ya que el espejo le había mostrado lo que le habían hecho a su hermano siendo un niño. Una vez estuvieron fuera de la sala, los tres se miraron unos a los otros. La pregunta «¿Y ahora qué?» estaba en el aire. Boadicea cambió de posición el rifle que llevaba. —¿Cómo averiguaremos dónde retienen a Darci? —preguntó Taylor, con cierto temblor en su voz. Se volvió hacia Adam—. ¿La oyes? —No —replicó Adam con la mandíbula rígida—. Su voz se ha callado.

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—O la han callado —supuso Boadicea, interrumpiéndose al ver la expresión de Adam. —Si pudiésemos encontrar el espejo —manifestó Adam— nos diría dónde está. Boadicea irguió la espalda. —El espejo ya no nos sería de utilidad. —Pero tú podrías ver... —No —refutó—. No podría ver en él. Ya no soy virgen. Adam solo fue capaz de mirarla atónito. Luego, lentamente, sus ojos pasaron a Taylor. Durante un momento, Taylor no levantó la vista hacia Adam, y cuando lo hizo, sus ojos reflejaban un sentimiento de culpa. —Pensé que Darci podría leer el espejo cuando lo encontrásemos. Adam hubiese querido dispararles a los dos, pero no había tiempo. Lo que estaba hecho, estaba hecho. Inspiró profundamente para calmarse y a continuación miró a su hermana. —¿No comentaste que tenía otros lectores, los cuales verificaban aquello que tú leías? Tal vez ahora tenga a alguien que le lee el espejo. Boadicea hizo un esbozo de sonrisa a su hermano; era evidente que se alegraba de que lo hubiese recordado. —Hay un lugar al que va para estar en privado. Quizá no haya tenido tiempo de ocultar el espejo en otro escondrijo. Venid conmigo. Acto seguido se giró y echó a correr por la galería tenuemente iluminada que se abría a su izquierda. Taylor la seguía y Adam iba detrás.

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Adam no podía dejar de pensar en lo que le habían dicho. ¿En qué momento Boadicea había dejado de ser virgen? Adam había dormido cuatro horas. ¿Habían estado despiertos Taylor y Boadicea? ¿Pensaron que Darci estaba en el baño todo ese tiempo? ¿O tal vez la oscuridad de la habitación les hizo pensar que Darci estaba en la cama, dormida junto a un Adam también dormido? Adam se acercó a Taylor. —Tú llévala adonde sea sin antes casarte y te mato —le dijo en voz baja, repitiendo lo que Taylor le había dicho pensando en Darci. Taylor volvió la vista atrás sonriendo, pensando que Adam bromeaba, pero el rostro de este no estaba risueño, sino completamente serio. Taylor hizo un movimiento con la cabeza y apretó el paso para atrapar a Boadicea. Esta les condujo hasta delante de una puerta de roble profusamente labrada en la que no se apreciaba ningún tirador ni cerradura. Boadicea tocó la puerta por tres puntos: en el ojo izquierdo de una figura horrible, en una hoja y en el centro de un medallón grabado, y la puerta se abrió. Boadicea entró la primera y observó buscando el espejo, pero Taylor y Adam, sosteniendo las armas preparados para disparar, no pudieron evitar escudriñar la habitación, también. La decoración de esta sala era tan recargada como vacías estaban las habitaciones de la casa donde habían encontrado a Boadicea. Aquí había una cama con decoración tallada que parecía una pieza de museo. Había mesas de madera labrada y dorada. Las paredes y techos estaban cubiertos por metros y metros de espléndidos brocados y sedas, todo ello en distintas tonalidades de rojo. El espejo mágico estaba en lo alto de un tocador de caoba, bien a la vista. Boadicea lo cogió, miró en él y contempló a Adam. —Nada —susurró, con una voz llena de dolor. A Adam no le gustaba pensar en la compenetración que debía haber tenido con el espejo, después de toda una vida mirándolo. 310


—¿Por qué diablos no podíais haber esperado? —exclamó arrebatando el espejo de las manos de su hermana y lanzándolo sobre la cama—. Ni siquiera alcanzo a imaginar cuándo... —Nunca has sentido la privación en toda tu vida —replicó Boadicea airadamente, dando un paso hacia él, como si quisiese pegarle—. Te lo dieron todo, y no te han quitado nada. —No sabes de qué estás hablando. Lo perdí todo. No tienes ni idea de cómo ha sido mi vida. No sabes nada de... —Aquí está —advirtió Taylor en voz baja. Mientras ellos estaban discutiendo, él se había acercado a la cama para contemplar el espejo sobre el que tanto había leído. Adam no prestó atención a lo que decía Taylor, pero Boadicea se giró hacia él para mirarle. Taylor sostenía el espejo y lo estudiaba admirado. —Les veo —dijo en un murmullo—. Veo una habitación y gente. Aquí, mirad. Les tendió el espejo, pero cuando Adam y Boadicea lo observaron, no vieron nada en él, ni siquiera su propio reflejo. —¿Qué ves? —preguntó Boadicea—. Descríbemelo. —La habitación está oscura, no veo mucho. Hay gente, y todos visten túnicas negras y llevan la cara cubierta, de modo que no veo quiénes son. No veo a Darci, ni tampoco al que podría ser el líder. Había temor en su voz, y abría mucho los ojos mientras miraba el espejo. —¿Algunas de las personas llevan joyas? —inquirió Boadicea. —¿Y qué diablos importa eso? —saltó Adam, pero se calló cuando Boadicea levantó la mano.

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—Sí, veo un anillo de casado en una mano. Es una mano de hombre, y es mayor, ya que tiene manchas en la mano. Y veo una marca de nacimiento en el cuello del hombre —lanzó una mirada interrogante a Boadicea. Esta se volvió hacia su hermano y le dijo: —Ve con más claridad que yo. Lo que yo veía era algo borroso, con los detalles difuminados. Pero él no es virgen. —No lo entiendo —declaró Taylor—. En mi familia solo las mujeres tienen ciertos poderes para lo oculto. Ninguno de los hombres ha tenido nunca poderes. Cuando Boadicea le miró, sus ojos eran cálidos, le acariciaban. —Tal vez Dios ha visto dentro de tu corazón y te ha dado lo que mereces. —¿Dónde está Darci? —preguntó Adam impaciente. Taylor volvió a mirar en el espejo.

—No lo sé. No la veo. Solo diviso a gente que está andando. El ángulo es desde la parte trasera del grupo. No veo qué sucede delante. —Pídeselo al espejo —le indicó Boadicea—. Debes pedirle lo que quieres ver. —¿Dónde está Darci? —preguntó Taylor; entonces, invadido por el pánico exclamó—: ¡Se ha ido la imagen! —Espera —le sugirió Boadicea en tono paciente—, no te extrañes, este ser tiene una mente propia. Permite ver lo que él quiere. Al segundo siguiente, el cuerpo de Taylor se relajó y, sentándose en la cama, escrutó el espejo. 312


—Veo a una mujer. No lleva túnica. Lleva... —¿Qué? —explotó Adam, impaciente—. ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Está Darci con ella? ¿Es la bruja? —Yo... —dijo Taylor con la vista fija en el espejo—. No veo a Darci. Solo a esa mujer. Está de espaldas. Lleva un abrigo blanco corto y mallas negras, pero el abrigo tiene capucha. ¡Espera! Se quita la capucha. Tiene... Taylor se reclinó sobre el espejo y lo contempló boquiabierto. Su cara revelaba que sufría un shock. —Es... —¿Quién? —preguntaron Adam y Boadicea al unísono. —La madre de Darci —respondió Taylor mirando a Adam. Durante unos segundos, Adam solo fue capaz de pestañear. —Jerlene. Pero si está en Putnam. —¿Por qué no iba a venir su madre si su hija la necesita? —sugirió Boadicea pasando por alto la impresión recibida por los dos hombres—. ¿Qué más ves? ¿Hay un altar? —Muéstrame el lugar donde se encuentra esta mujer —ordenó Taylor al espejo. En seguida sus ojos se abrieron, mientras la «cámara» se apartaba y revelaba que Jerlene Monroe estaba de pie frente a lo que parecía un altar de piedra. —Sí, hay un altar, ahí —dijo Taylor en voz baja. —¿Hay marcas en la piedra? —quiso saber Boadicea en seguida. —Sí. Parecen... —Taylor alzó la mirada hacia ella—. Creo que son jeroglíficos egipcios.

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—Sé dónde están —declaró Boadicea encaminándose hacia la puerta—. Vamos. ¡Y trae esto! —les ordenó, ahora corriendo. Adam corrió tras ella, y Taylor metió el espejo en su mochila y les siguió. Pero en el momento en que los hombres cruzaron la puerta, recibieron un fuerte golpe en la cabeza y se desplomaron. Cuando Adam despertó le dolía la cabeza. Intentó mover la mano, pero no pudo. Al girarse vio que tenía las dos muñecas encadenadas a un muro, y también los tobillos. No podía moverse. Estaba en una pequeña habitación subterránea, frente a una sólida puerta de madera bordeada de hierro. En las paredes, sobre pequeñas estanterías y colocadas dentro de hornacinas, había cientos de velas blancas. Frente a él había una pequeña mesa de roble, y encima estaba el puñal que había cogido del almacén. Adam centró su atención en las esposas de hierro que le sujetaban las muñecas. Si pudiese sacar una mano... —Buenas tardes —dijo una voz que le hizo volverse—. ¿O debería decir buenos días? Oh, no, aún no es medianoche, puesto que si no me equivoco, tu pequeña todavía está viva. Cerrando los ojos a causa del dolor que le atenazaba —al tener los brazos levantados, las costillas le producían un dolor atroz—, Adam miró a la mujer que tenía delante. Debido a que vestía una túnica larga bordada pródigamente con hilo dorado que brillaba a la luz de las numerosas velas de la habitación, tardó unos momentos en reconocerla. —Sally —dijo por fin. —Ese es uno de mis nombres, sí, y he sido tu camarera —esto pareció divertirla unos segundos, pero su cara en seguida se puso seria—. He trabajado casi nueve años en ese trabajo degradante, mientras esperaba a que ella llegase —pronunció la palabra ella como si le diese asco—. La reconocí desde el momento en que entró por la puerta. De hecho, tengo mucha práctica en buscarla, ¿no? —dijo riendo de un modo desagradable.

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Parecía como si Adam percibiese la locura en sus ojos. ¿O tan solo imaginaba lo que veía? ¿Es que toda la gente perversa tenía que estar loca? Esta mujer había conservado el control de un floreciente imperio del mal durante muchos años. —¿Dónde está? —le preguntó Adam. —Esperando a que el héroe la rescate —de nuevo, la mujer parecía divertida. Avanzó hacia Adam. Estaban solos en la habitación, él y la mujer. De haber estado libre, la habría partido en dos con una sola mano. Ahora, mientras se le acercaba, observó que era mayor de lo que pensaba. Tenía unas cicatrices pequeñas sobre los párpados. Mientras investigaba, había descubierto que este grupo de brujas de Camwell existía desde hacía mucho tiempo, y como se decía que una mujer lo había dirigido desde el principio, él buscaba a una persona mayor. Sin embargo, esta mujer había recurrido a lo más nuevo en cuanto a disfraces: un lifting. —¿Dónde están los demás? —preguntó. —A salvo, por ahora. Mientras andaba a su alrededor, cogió un palo que él no había visto y se lo pasó por el tórax. Cuando llegó al lugar donde estaba herido, le pinchó. Adam casi perdió el conocimiento a causa del dolor, pero se obligó a sí mismo a estar alerta. —¿Dónde están? —preguntó de nuevo. La mujer, esta «Sally», se giró dándole la espalda y se fue. Había una mesa de roble maciza en medio de la habitación, y ella había dejado el palo encima. Adam veía que era de acero y, al igual que el puñal, tenía grabados en la superficie. ¿Qué tipo de objeto maligno era? ¿Para qué lo habría usado anteriormente?

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—¿Sabes que crié a tu hermana como a mi propia hija? —le preguntó—. Nunca le faltó nada. Tenía lo mejor que este mundo despreciable podía ofrecerle. —Salvo la libertad —dijo Adam, pero al momento se maldijo por ser tan estúpido de contrariarla. —Es cierto —respondió Sally, girándose para sonreír a Adam—. No tenía eso. Y no tenía hombres. ¿Sabes que tú y ese otro sois los primeros hombres que ha visto de cerca? Pero ahora esto no importa. Será castigada, tal como sabía que iba a suceder. Sabe que no debe desafiarme. —¿Cómo puedes herir a alguien que ha sido como una hija para ti? —le lanzó Adam intentando con todas sus fuerzas pensar en algo para conseguir atraparla—. Debes quererla mucho. Sally parecía reflexionar sobre esto. —No, no creo que la quiera mucho. En realidad, ella nunca me ha querido. Si te contase lo que he tenido que hacer para conseguir que se comportase... Bueno, quizás espere y te lo enseñe. Sí, te dejaré ver lo que le hago a tu hermana. Entonces ladeó la cabeza como si estuviese escuchando algo. —Ahora debo irme. Ha ocurrido algo. —La madre de Darci —empezó Adam, que quería decir o hacer lo que fuese para ganar tiempo. —Sí —admitió Sally, con una leve sonrisa—. Dice que ella es la fuente del poder de su hija, pero que no lo demostrará hasta que libere a Darci. Por supuesto, miente, pero tengo que asegurarme. Dentro de dos horas será medianoche y debo acabar con esta brujilla que has traído contigo. Ella...

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—No —susurró Adam, levantando la cabeza—. Mira, soy rico. Mi familia posee grandes riquezas. Podemos pagarte lo que quieras. No tendrás que volver a trabajar en toda tu vida. Podrás vivir rodeada de lujo y... Dejó la frase en suspenso porque Sally se estaba riendo de él. —¿Rico? No tienes ni idea de lo que es la riqueza. Podría comprar a toda tu familia con lo que llevo en la cartera. No, el poder lo es todo. ¿Sabes que puedo quitarle el poder y quedármelo para mí? Conozco la manera de hacerlo. Si el poder que ella tiene no sale de la tierra, puedo quitárselo. Ya ves, esta es la clave. He leído todos los libros que ese hombre, Taylor Raeburne, ha escrito. ¿Te dijo que si se rompe la cadena, si no hay un descendiente directo, el poder pasa a la persona que lo toma?. Por lo menos, esa es la leyenda. Espero que sea verdad, porque planeo averiguarlo esta noche. Después de decir esto salió de la habitación y cerró la pesada puerta detrás de ella. Una vez hubo salido, Adam soltó un grito de dolor que casi hizo que se le cayese el techo encima. Se tiró de las esposas hasta que las muñecas y los tobillos le sangraron. «¿Adam?», oyó. Al acto se calmó porque oía la voz de Darci dentro de su cabeza. «Adam, ¿estás ahí? Ojalá lo supiera. ¿Todavía estás vivo? ¿Podrás perdonarme por haberme ido sin decirte nada?» —Claro que sí, Darci, mi amor —dijo Adam—. Te lo perdono absolutamente todo. No pienses en ello. Tan solo sal de donde estés. «¿Has visto quién era?», le envió Darci. «¿Recuerdas que te dije que me recordaba a la bruja de Hansel y Gretel?» «Sí», susurró Adam mientras las lágrimas le caían por las mejillas. «Estoy en una sala subterránea y me han puesto un largo vestido blanco. Tengo el aspecto de estar a punto de bailar y cantar alrededor del círculo de Stonehenge».

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Tirando de las cadenas con todas sus fuerzas, Adam sonrió por debajo de las lágrimas que ahora manaban imparables. Bromas, Darci siempre bromeaba. «Supongo que me han vestido de blanco porque soy virgen. Pero solo lo es mi cuerpo», le envió. «Puedo dar fe de que mi pensamiento no es virgen. Oh, Adam, ¿estás ahí? ¿Puedes oírme? No te ha matado, ¿verdad?» —No, querida, estoy aquí. Estoy cerca de ti —gritaba, al tiempo que tiraba frenéticamente de las cadenas. «No quiero pensar que te ha sucedido nada malo. Vas a irrumpir en esta habitación en cualquier momento para salvarme. Serás como uno de tus antepasados medievales que rescataban a la doncella hermosa, ¿verdad, mi amor?» Con la cara inundada de lágrimas, Adam tiraba de las esposas hasta que estas le cortaron la carne. —No, no, no —es todo lo que podía decir. «¡Adam!», le envió Darci. «Les oigo. Ya vienen. ¡Oh, Dios mío, quédate a mi lado! Adam, tengo miedo. Quiero... ¡Están aquí! Se abre la puerta. Oh, Adam, te quiero. Te quiero con todo mi corazón. Te querré siempre. Pase lo que pase, te querré siempre. Recuérdalo. Para siempre. Yo...» «Noooooooooo», gritó Adam y tiró de las cadenas hasta que no le quedó piel en los tobillos ni en las muñecas. Pero por mucho que tiraba, no lograba escapar. Cuando Adam despertó, tenía un dolor de cabeza atroz. Estaba mareado y desorientado. Alzó la mano para pasársela por la cara. —¿Estás bien? —le preguntó una voz desconocida. Adam tuvo que esforzarse para sentarse. Las costillas le dolían muchísimo y ahora tenía un dolor de cabeza terrible; tenía los tobillos y las muñecas heridos y ensangrentados.

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—Sí —logró decir, y luego vio los ojos de un azul profundo de un niño. Un niño grande. Estaba mirando a un muchacho muy alto que tenía la cara pecosa y el pelo rubio de un niño travieso y el cuerpo de un jugador de rugby. —¿Quién eres? —dijo Adam con voz áspera y llevándose la mano a la nuca. —Putnam —dijo el muchacho. Los ojos de Adam se abrieron como platos. —Tú... —empezó, pero se abalanzó sobre él. Después de todo lo que le había dicho Darci sobre los Putnam —padre, hijo y pueblo—. Adam deseaba destruirlos a todos ellos. —Cógete aquí —se ofreció el chico, poniendo la mano sobre el hombro de Adam—. No estás en forma para luchar con nadie —Te demostraré... —empezó Adam apoyándose en la pared para levantarse. —Será mejor que gastes tus energías en otras cosas —le llegó la voz de su hermana, y Adam tuvo que inclinarse todo lo que pudo para mirar por el lado de Putnam. Boadicea y Taylor estaban sentados en el suelo, al otro lado de la sala. Adam supo que ella estaba bien. Lentamente, intentando comprobar la gravedad de sus heridas, avanzó apoyándose en la pared hasta que estuvo de pie. —¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando a su alrededor. Se encontraban en una sala grande, subterránea, que al parecer no tenía salida. Las paredes eran de tierra, pero como la sala tenía forma de huevo, no podían trepar por los muros. Hasta que no miró hacia arriba no vio que muy por encima de sus cabezas había una abertura con una reja de hierro en la parte superior. Cuando volvió a bajar los ojos observó que la sala estaba vacía, no había más que las paredes de tierra y el suelo. Boadicea estaba sentada en el suelo, al lado de Taylor, y este tenía el espejo en su regazo. 319


—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Adam mirando a Putnam. —Jerlene quería venir a salvar a su hija y yo vine con ella. Darci y yo vamos a casarnos. —Sobre mi cadáver —le espetó Adam. —Según el espejo —añadió Taylor secamente—, eso es exactamente lo que va a suceder. Adam se pasó la mano por la cara e intentó calmarse. —Yo estaba encadenado a una pared. Vi la bruja y oí a Darci. Pero entonces me quedé inconsciente. ¿Qué pasó después? —Te tiraron por este agujero —respondió Putnam mirando hacia arriba—. Y yo te cogí. No estoy seguro, pero creo que se supone que vamos a permanecer aquí hasta que nos muramos. —Vaya idea —opinó Adam, girando los tobillos y las muñecas para ver si se había hecho mucho daño. Aún podía ponerse de pie y caminar—. Así, ¿cómo salimos? —Hacemos entre nosotros una escalera —propuso Boadicea mirando arriba y luego a Putnam—. Creo que él puede sostenernos a todos. —Claro que puedo —aseveró Putnam con una mueca que le daba un aire de niño de doce años. Adam se volvió hacia Taylor, que contemplaba el espejo fascinado. —¿Por qué no viste que nos iban a capturar? ¿Y por qué no te han quitado el espejo? Antes de que pudiese responder, Boadicea explicó: —Porque no hizo las preguntas adecuadas, y no creo que ella sepa que tenemos el espejo. —¿Qué es eso? —inquirió Putnam. 320


—Es un espejo que muestra el futuro —respondió Adam. —Genial. ¿Puede decirnos si podemos salir? —¿Podemos...? —dijo Taylor, pero Boadicea le cortó. —Oigo tus pensamientos. Piensa tu pregunta y te enseñará lo que quiera mostrarte. En su voz había amargura, y el tono era el de una mujer que tiene mucha experiencia con el espejo mágico. —Sí, podemos salir —anunció Taylor en voz baja. —¿Podemos salvar a Darci? —preguntó Adam. Taylor le miró un momento y dijo: —No. No podemos. La bruja es demasiado poderosa para nosotros. Nos matará a todos. —¿Dónde está Darci? —inquirió Adam de nuevo. —Está... —Taylor miró en el espejo—. Está dormida. Está... —llevó la mirada a Boadicea—. Ahora está atada al altar. Antes estaba vacío, pero ahora... —Taylor inspiró profundamente—. Ahora Darci está sobre el altar de piedra. —¿Dónde está Jerlene? —preguntó Putnam—. ¿Puede ella salvar a Darci? —¿Cómo iba a poder ella si nosotros no podemos? —le soltó Adam. —Va a ofrecerse a sí misma para ocupar el lugar de Darci —declaró Putnam.

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19 —Bien, ¿todos sabéis lo que tenéis que hacer? —preguntó Adam y las otras tres personas asintieron—. ¿Crees que puedes sostenernos, chico? —Claro, viejo —le lanzó Putnam sin rodeos. Adam hizo caso omiso de la burla y miró a Taylor. —¿No hay cerradura en la reja del techo? —No —respondió Taylor, mirando el espejo—. No hay necesidad, a esta altura. —Vamos a hacerlo despacio —indicó Boadicea—. El brazo de Taylor... Al decir esto, puso sus ojos en Taylor y entre ellos se cruzó una ola de sentimientos, como una corriente eléctrica. Con una leve sonrisa, Taylor respondió en respuesta. —Sí, poco a poco. No necesitamos más lesiones. Adam está... —se detuvo, porque no quería hablar del mal aspecto que tenía Adam, cuyas muñecas y tobillos sangraban. Taylor se volvió hacia Putnam. —¿Estás listo? —Sí, claro —respondió el joven, colocándose justo debajo de la reja. Juntando las manos, miró a Adam. Poco a poco, Adam se adelantó para subir a hombros de Putnam. Se movía con cautela, para no clavarse una de las costillas rotas en un pulmón. Las zonas donde las esposas de hierro le habían cortado le dolían una barbaridad. —¿Cómo tuviste noticia de esto? —preguntó Taylor a Putnam mientras ayudaba a Adam. El chico era más recio que una roca. 322


—La tía de Darci, Thelma, llamó para fanfarronear de que Darci por fin había preguntado quién era su padre. Thelma es horrible, y se muere de celos por Jerlene. Supongo que Jerlene siempre había sabido quién era el padre de Darci, porque llamó a tu oficina y le dijeron que estabas investigando en Camwell, Connecticut. Entonces Jerlene vino, me recogió y conducimos toda la noche para llegar aquí. Putnam juntó las manos para que Taylor se encaramase. Tenía que subir trepando por Putnam y luego por Adam. —No lo entiendo —dijo Taylor, que deseaba hablar para apartar de su mente el dolor que sentía en el brazo. No creía que estuviese roto, pero sí tenía un esguince—. Yo tenía la impresión de que la madre de Darci no sabía quién era el padre de su hija. —Eso es lo que Thelma le contó a todo el mundo. Siente un odio visceral por su hermana. De camino hacia aquí, Jerlene me contó la verdad. Robó unos papeles de tu coche, de modo que sabía quién eras. —Entonces, ¿por qué no se puso en contacto conmigo cuando supo que estaba embarazada? —preguntó Taylor. Lo cierto era que no tenía ni idea de lo que habría hecho si una chica que apenas conocía le hubiese dicho que estaba embarazada de él, pero por lo menos hubiese sabido que tenía una hija a lo largo de todos esos años. Putnam hizo una mueca de dolor cuando el pie de Adam se clavó sobre su hombro, pero no vaciló con el peso extra de Taylor. —Jerlene había planeado tener al niño, recuperar su figura y presentarse en tu casa con un bebé precioso. Pero te casaste —la voz de Putnam sonó como si no alcanzase a entender por qué Jerlene le había querido en cierta ocasión. Entonces Jerlene dijo que iba a esperar un par de años, hasta que se hubiese terminado la parte más dulce de tu matrimonio, para traerte a Darci y que la conocieses. Pero cuando Darci tenía cuatro años ya era muy extraña, y Jerlene había leído uno de tus libros, de modo que sabía que toda tu familia era una panda de seres anormales. Sin ánimo de ofender. Y Jerlene no te hizo saber que tenías una hija porque dijo que quería que su hija creciese como una niña normal. 323


—¡Normal! —exclamó Adam mientras afianzaba a Taylor sobre sus hombros—. A Darci la iban pasando de una persona a otra, mientras su madre iba de hombre en hombre. ¿Qué hay de «normal» en eso? Si Putnam hubiese podido hacerlo, se habría encogido de hombros. —Psé, bueno, Jerlene no ha ganado ningún premio por ser una buena madre. Mantenerse guapa requiere tiempo. Pero es buena de verdad, y preciosa. —Ella... —empezó Adam con voz airada. Taylor le cortó, mientras afianzaba su posición sobre los hombros de Adam. —Así que ¿por qué está aquí, ahora? —Para salvar a su hija —explicó Putnam, como si ya debiese saberlo—. Solo porque a Jerlene no le gustase estar cerca de una niña extraña como Darci no significa que no la quiera. Darci es de su propia sangre. Jerlene imaginaba que si te enterabas de la existencia de tu hija, querrías convertirla en una bruja, como las mujeres de tu familia. Y cuando supo que Darci estaba aquí y tú también, y este era un pueblo lleno de brujas, no le hizo falta ser un genio para atar cabos. Putnam miró a Boadicea, que estaba de pie frente a él, esperando para subir por la escalera humana hasta lo alto. —¿Quién eres tú? —Es una historia demasiado larga para empezarla ahora —le soltó Adam. Antes de que empezasen a formar la escalera, Taylor había consultado el espejo y había averiguado que la única manera que tenían de vencer a la bruja era con la ayuda de Darci. Pero Taylor había visto que Darci estaba dormida bajo el efecto de algún narcótico, de modo que no podía utilizar su poder.

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—¿Cómo vamos a despertar a Darci? —murmuró mientras ayudaba a su hermana a trepar por él y a llegar a Taylor. Intentaba concentrarse en lo que estaba haciendo, pero al mismo tiempo sabía que una vez estuviesen fuera, tendrían que superar muchos problemas. —Estimulantes —declaró Taylor— si tuviésemos estimulantes, podríamos despertarla. —¿Quieres decir como pastillas para adelgazar? —preguntó Putnam, con voz forzada a causa del peso que soportaba—. El bolso de Jerlene... lleno de pastillas para adelgazar — dijo—. Partidlas y ponedlas en la boca de Darci. —Pero pueden provocar una reacción con lo que le hayan dado para hacerla dormir — objetó Adam. Ahora aguantaba a Taylor y a Boadicea. —¿Tienes... una idea mejor? —preguntó Putnam, y al cabo de un momento Boadicea llegó a lo alto, abrió la reja y se empujó hacia arriba. Una vez estuvo fuera, en el aire fresco de la noche, Boadicea vio aproximadamente una decena de hombres, ahora agazapados, que corrían por los campos, y dentro de su corazón supo que eran los hombres a los que Adam había llamado. Había visto a esos hombres en el espejo hacía mucho tiempo. Se arriesgó y gritó la única palabra que sabía que iba a llamar su atención: ¡¡Montgomery!!

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20 Un año más tarde Adam miró a su hija recién nacida y no pudo evitar pensar en cuál sería su futuro. Tenía una madre con una capacidad aún no del todo explorada. Su abuelo, con su facultad de ver el futuro en un espejo, había dicho que nunca se sabía cuánto había heredado un niño de la familia hasta que era adulto. Ahora Adam se preguntaba si su hija iba a ser tan poderosa como su madre, o si... Devolviendo con cuidado el bebé a la cuna, cruzó la habitación hacia la otra cuna. Su hermana y Taylor habían tenido una niña, y se preguntaba qué poderes habría heredado. Cuando le anunciaron a Taylor que su mujer esperaba un bebé, no podía creerlo. Con mucha paciencia, le habló al médico de su herida. —Los conductos se han fusionado y cerrado —le explicó Taylor. El médico le sonrió y le dijo: —También lo estaban las tuberías del fregadero de mi cocina, pero volvieron a dejar circular el agua. Ahora, mientras Adam contemplaba las cunas que contenían los preciosos bebés, recordó esa noche de un año atrás. Había sido su primo Michael Taggert quien lanzó la cuerda y ayudó a Taylor, Adam y Putnam a salir de la Celda de la Muerte, como más tarde supieron que se llamaba la sala. Como le había pedido, su primo llegó con muchos hombres y un arsenal de armas, pero no hicieron un solo disparo, porque para cuando llegaron, todo había terminado.

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Gracias a las descripciones que Taylor le había hecho, Boadicea sabía exactamente dónde estaba retenida Darci, de modo que echó a correr antes de que los demás saliesen de la profunda celda. Michael había mandado a dos de sus primos a seguirla, mientras él permanecía detrás para proteger a los demás. Adam empezó a correr en cuanto estuvo arriba, y ya había dado alcance a su hermana cuando esta llegó a la cámara. Tuvieron que ayudar todos para abrir las enormes puertas recubiertas de acero que se alzaban al final de la galería. Y cuando las puertas estuvieron abiertas, Michael intentó evitar que Adam viese lo que había en la habitación, porque el absoluto silencio del interior le hacía dar por seguro que dentro no había nadie con vida. Pero Adam se separó de ellos y entró despacio en la habitación. Darci había entrado en esa sala sola, y él iba a hacer lo mismo. A su izquierda había un tabique —era un muro antiguo, cubierto por signos y símbolos— que formaba un pasillo. Apoyó la mano izquierda sobre la repugnante pared, aunque odiaba notar los relieves de las marcas, y se detuvo cuando sus ojos se adaptaron a la tenue luz de la habitación. Cerca de la puerta había una jaula, de aproximadamente un metro veinte de alto por metro ochenta de lado, y dentro había media docena de niños, todos ellos muy pequeños. El mayor no tendría más de cuatro años. Adam fijó su mirada en la jaula, sin acabar de entender por qué los niños estaban ahí, y por un momento pensó que estaban muertos. Se encontraban amontonados uno encima del otro, y los brazos y las piernas salían por los lados. Pero entonces uno de los niños se movió, y Adam se dio cuenta de que estaban dormidos. No tuvo ninguna duda de que Darci había utilizado su mente para dormirles. Unos pasos más llevaron a Adam más allá de los niños, y mientras avanzaba junto a la pared, vio a tres personas tendidas en el suelo, dos hombres y una mujer. Todos ellos vestían largas túnicas negras. Y los tres tenían un charco de sangre debajo de la nariz, como Adam el día en que Darci le atacó con su poder.

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A su izquierda había un altar de piedra. Cuando Adam lo observó, recordó lo que le había pasado a él muchos años antes. Recordaba el altar, la mujer y el cuchillo, y el extremo al rojo vivo del hierro para marcar que se le acercaba. Adam tuvo que detenerse un momento para sobreponerse a ese horrible recuerdo, y luego dio un paso adelante. Al girar al final del altar vio la cabeza de una mujer, cuyo pelo, ennegrecido artificialmente, se extendía sobre el suelo de piedra. Tenía la cara vuelta hacia otro lado, pero Adam sabía quién era. Era Sally, la camarera, la que había esperado a que él le trajese a Darci. Al dar otro paso adelante, Adam vio más o menos tres cuartos de su cuerpo y parte de su cara. Salvo por una pequeña mancha de sangre en la nariz, no se apreciaba ninguna herida en ella, pero su cuerpo yacía inerte. Dio otro paso y su corazón se aceleró. ¿Dónde estaba Darci? ¿Estaba viva? La mujer que estaba a sus pies asía el puñal, el mismo que él había robado de detrás de la verja de hierro. Adam comprendió que él le había devuelto ese puñal. Ahora estaba a solo un paso de distancia de su túnica extendida en el suelo. Otro paso y podría ver qué había detrás del altar. Adam cruzó por encima de la mujer muerta. Detrás del altar estaba el cuerpo pálido de Darci. Arrodillándose, Adam cogió con cuidado y ternura el cuerpo de Darci y lo estrechó contra su cuerpo. No sabía si estaba muerta o viva. Fue Taylor quien cogió el brazo de Darci y encontró el pulso. —Creo que todavía vive —dijo—, pero debemos llevarla a un hospital inmediatamente. Michael dijo que llevaría a Darci, ya que Adam no estaba en condiciones de llevar a nadie, pero Adam no la soltaba. En la puerta vio a Putnam mirando a Darci con ojos de enfermo de amor. Poco tiempo antes, Adam habría querido golpear a este chico por todo lo que le había hecho a Darci, pero ahora veía amor en su mirada. Y podía notar que el joven sabía que había perdido a la mujer que amaba. 328


Cuando Putnam se giró, Adam le preguntó: —¿Adónde vas? —A buscar a Jerlene —respondió. Adam tuvo un momento de vacilación. No quería dejar a Darci, pero sabía que tenía una gran deuda con Putnam y Jerlene. Venciendo una fuerte reticencia, Adam depositó a Darci en los brazos de su primo, cogió un rifle y siguió a Putnam. Cuando oyó a alguien detrás de él, se volvió, preparado para disparar, pero eran Taylor y Boadicea, con sendos rifles en el hombro. Adam quería decirles que se quedasen con Darci, pero no lo hizo. Boadicea conocía perfectamente los túneles. Adam se acercó a Putnam para indicarle que dejase que Boadicea les guiase; entonces los cuatro se agacharon y empezaron a correr. Como había muerto la mujer que dirigía el grupo de brujos, reinaba un caos absoluto entre ellos, ya que los secuaces huyeron para salvar sus vidas —aunque tuvieron tiempo para dedicarse a saquear a su paso las numerosas salas que se abrían dentro de los túneles. Después de una hora de búsqueda sin resultados, Putnam se apoyó contra una pared con lágrimas en los ojos. —Estará muerta. Sé que ha muerto. ¿Qué clase de Putnam soy si no puedo proteger a los míos? —dijo. —No te pertenece... —empezó Adam, pero cuando vio la cara de Putnam, no tuvo valor para continuar. Taylor estaba de pie bajo una antorcha y sacaba el espejo de su mochila. Tal como Boadicea le había avisado, este no cooperaba con él, y aunque se lo preguntaba de muchas maneras distintas, no le mostraba el paradero de Jerlene. Adam se giró hacia Putnam. —¿Por qué dice Darci que te debe siete millones de dólares? —preguntó en voz baja.

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—Oh —musitó Putnam mirando al suelo. Había vestigios de la deserción en masa en todo su alrededor. Junto a una pared se veía una caja medio abierta de tazas de papel, y al lado de otro muro, una mesa rota.

—Le dije que si se casaba conmigo perdonaría todas las deudas de toda la gente de Putnam —alzó la vista hacia Adam—. Ya sabes, hipotecas, préstamos para coches... ese tipo de cosas. Adam entrecerró los ojos mientras le miraba fijamente. —Pero les vas a perdonar las deudas de todos modos, aunque Darci no vaya a casarse contigo, ¿verdad? —Sí, por supuesto —respondió—. Pero no hay otra persona como Darci. Nunca encontraré... —¡Oh! —exclamó Taylor mirando al espejo—. Eso no es cierto. Te vas a casar bastante pronto y... —miró hacia Adam—. Dado que la iglesia de esta imagen está llena de los que parecen ser tus familiares, creo que Putnam se va a casar con alguien de tu familia. Al oírlo, Adam hizo una mueca y Putnam mostró una sonrisa burlona. —¿Puedo llamarte «papá»? —preguntó Putnam. —Hazlo y no vivirás mucho tiempo —replicó Adam—. Sigamos. Una hora más tarde encontraron a Jerlene —su belleza era radiante—, la cual estaba tan narcotizada que más tarde el doctor se extrañó de que continuase viva. —Las pastillas para adelgazar —dijo Putnam—. Su cuerpo está tan acostumbrado a los medicamentos que puede luchar contra todo.

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Cuando Jerlene se recuperó, les explicó que había estado hablando con la bruja el tiempo suficiente para poder vaciar los bolsillos de su abrigo de las cápsulas para adelgazar, abrirlas y reunir aproximadamente una cucharada de su contenido. Mientras fingía hacerle un conjuro a su hija, puso el producto en la boca de Darci. El estimulante hizo que despertase Darci lo suficiente para poder utilizar su poder a fin de detener a la bruja y a sus cuatro secuaces. Cuatro de ellos lucharon con Darci, pero ella venció. Había utilizado su Persuasión Verdadera, su gran y maravilloso don de Dios, para matarles. Más adelante las autopsias revelaron que los cuatro habían fallecido a causa de fuertes hemorragias cerebrales. Adam, Darci y Taylor tardaron mucho tiempo en recuperarse de aquello por lo que habían pasado. Darci estuvo en un estado similar al coma durante casi una semana. El médico había dicho admirado: —No van a creerlo, pero está dormida. ¿Cómo puede estar tan exhausta? —Sí —respondió Adam mirando como Darci dormía apaciblemente en la cama del hospital. Había llenado la habitación de rosas amarillas y había estado sentado junto a ella, cogiéndole la mano, todos los días que había estado durmiendo. Las pocas veces que la había visto utilizar su poder había notado que la dejaba agotada, de modo que no podía ni siquiera imaginar lo que le habría costado a su cuerpo matar a cuatro personas. Mientras Adam esperaba a que despertase, llevaba consigo, en un guardapelo dorado, el mechón de Darci que había guardado en secreto después de cortárselo cuando se le enganchó en la verja. Cuando despertó por primera vez, le sonrió, intentó sentarse, pero el agotamiento aún era excesivo, de modo que se volvió a dormir otra vez. Por la mañana siguiente, el sol entró a través de las grandes ventanas en la agradable habitación de hospital que Adam le había procurado, y Darci abrió los ojos para ver a Adam, Taylor, Boadicea, Putnam y a su madre de pie observándola. Darci pestañeó mirando a su madre, y luego cogió con fuerza la mano de Adam. —Está bien —dijo él—. Vino para ayudarte.

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Darci se giró hacia Adam, y su mirada decía que no podía dar crédito a sus palabras. —Una chica extraña —declaró Jerlene, y salió de la habitación. Una hora después Putnam pidió a Adam que saliera al pasillo, donde le dijo que Jerlene quería volver a casa. —¿Qué quiere? —preguntó Adam. Putnam parecía confuso. —Ir a casa —repitió. —No, quiero decir si hay algo en el mundo que le gustaría tener. Algo que yo pueda darle. Putnam sonrió.

—Entre tú y yo, creo que a Jerlene le gustaría ser una estrella de cine. —Sé lo que quieres decir —dijo Adam, sonriendo a Putnam—. ¿Y hay algo que tú quieras? —No, tengo dinero. Un montón. Yo quería... —se calló y sus ojos se desviaron hacia la puerta de la habitación de Darci. —Dijo... Es decir, el padre de Darci dijo que... —Putnam se miró un zapato. —¿Que vio en el espejo que te casarías con un familiar mío? —continuó Adam sonriendo—. ¿Crees que podrías soportar pasar unas semanas en casa de mis primos, en Colorado? Me aseguraré de que inviten a cada uno de los Montgomery y de los Taggert para que los conozcas. Un muchacho bien parecido como tú seguramente encontraría a alguien entre ese gentío.

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—¿Tú crees? —preguntó Putnam, cuyo rostro se había iluminado—. Las chicas de mi pueblo solo me quieren porque soy un Putnam. Darci era la única que no me quería. —Darci es única —musitó Adam, y tendió la mano para chocarla con Putnam—. Gracias por lo que hiciste. De no haber sido por ti, muchas personas no estarían con vida ahora —bajando la voz añadió—: incluidos Darci y yo. Putnam le estrechó la mano, pero miró hacia otro lado porque sentía vergüenza y se había sonrojado. —Vuelve dentro de media hora y lo habré dispuesto todo. Por cierto, ¿por qué no te llevas a Jerlene a Colorado? ¡Eh! Quizás deberías llevarla de compras por Nueva York antes de que os vayáis. —Creí que querías darme las gracias. ¿Ahora quieres mandarme de compras con una mujer? Adam se echó a reír. —Disculpa. En Colorado también hay tiendas. Me ocuparé de que vaya de compras allí. Sonriendo, Putnam se giró para irse. —Espera un minuto —le llamó Adam—. ¿Cuál es tu primer nombre? —No tengo —dijo Putnam por encima del hombro—. «Para qué preocuparse por eso», es lo que dijo mi papá. Nadie usaba el suyo, de modo que no me puso ninguno.

—¿Y qué significa la t del nombre de Darci? Putnam sonrió. —Taylor. Al parecer, Jerlene la llamó como su padre. 333


El joven dobló la esquina y Adam se apoyó contra la pared. Otro secreto que Darci no le había contado. Cuando vio la imagen de su padre en la pantalla del ordenador, no le dijo que su segundo nombre era Taylor. En ese momento, Adam se giró al oír que se abría la puerta de Maternidad, y Darci entró. Aunque estaba embarazada, no había engordado mucho. Su barriga ahora estaba enorme, pero no había acumulado grasa en ninguna parte del cuerpo. Un año atrás, en cuanto estuvo lo bastante recuperada, viajaron a Colorado. Necesitaba un lugar donde estar tranquila y descansar, y Boadicea quería conocer a su familia. Pero tras unos días de caos, con todos los Montgomery y los Taggert que llegaban en avión de todas las partes del mundo para conocer a un miembro de la familia desparecido hacía tanto tiempo, Boadicea no pudo soportarlo más. Después de vivir toda una vida de modo solitario, no podía aguantar el ruido de su bulliciosa familia. Una tarde, ella y Taylor se escabulleron discretamente y se casaron. Después se fueron en avión a Virginia, a casa de Taylor. —Ojalá lo pudiésemos hacer nosotros —le dijo Darci a Adam. —¿El qué? —preguntó él— ¿Ir a Virginia? —No. Casarnos en la intimidad y tener nuestro propio hogar. Con un cocinero. —¿Casarnos en la intimidad? —le preguntó sonriendo. Y cogiéndola entre sus brazos le replicó—: Pero dijiste que querías la boda más ostentosa que se hubiese visto nunca en los Estados Unidos. —La quería hasta que esa mujer... —¿La organizadora de bodas? —Sí. Ella. Me preguntó si quería que del pastel saliesen volando palomas rosas o palomas azules. Adam, no quiero esos sucios animales en mi boda. Tan solo quiero...

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—¿Qué es lo que quieres? —Nuestra familia. Tú, yo, tu hermana, mi padre y... —Darci bajó la mirada hacia el suelo. Poniendo la mano bajo su barbilla, Adam le levantó la cara. —¿Y tu madre? —Sí —dijo Darci—. ¿Crees que tendrá tiempo ahora que le has conseguido un papel en esa película de Russell Crowe? —Estuvo allí cuando la necesitaste antes, de modo que creo que seguramente estará contigo cuando la necesites esta vez. —Sí... —dijo Darci en voz baja, y luego apartó la mano de Adam de su muslo—. ¡Compórtate! Adam apartó la mano. —¿Qué fue de esa chica que me ofrecía su cuerpo a cada oportunidad? —Eso fue antes de que me amaras —respondió Darci sonriendo—. Mi plan era irme a la cama contigo y hacerte el amor de forma tan apasionada que te enamorases de mí. Pero ahora que estás enamorado de mí, no debo perderme teniendo sexo antes del matrimonio. —¿Perderte? —repitió Adam—. ¿Te das cuenta de que estamos en el siglo veintiuno? — Riendo entre dientes, sacudió la cabeza—. Y bien, ¿qué es aquello que te mueres por decirme? Casi puedo leer tu pensamiento. —¿Dónde vamos a vivir? Es decir, ni tú ni yo tenemos un trabajo, de modo que podemos vivir allí donde queramos. —¿Y dónde quieres que vivamos? Cuando Darci le miró, sus ojos se estrecharon hasta convertirse en un pequeño punto. 335


—¡No, no lo hagas! —dijo, la cogió y se la cargó sobre el hombro—. ¡No uses la Persuasión Verdadera conmigo! ¿Dónde quieres vivir? Como Darci no respondía, la dejó en el suelo y la miró a los ojos. Esta vez estaban bien abiertos. Le estaba preguntando algo en silencio, pero el silencio no duró mucho. Cuando ella respondió, lo dijo con la voz y con los pensamientos y el sonido resultante fue tan alto que Adam tuvo que taparse las orejas. «¡Virginia!», gritó.

—De acuerdo, de acuerdo —accedió Adam—. Tu padre y mi hermana. Lo he cogido. —Gracias —dijo Darci, tirándosele encima y rodeándole la cintura con las piernas y el cuello con los brazos. Y así fue como decidieron irse a vivir a Virginia. Adam compró una antigua casa colonial del sur ubicada en una finca de veinticinco acres, y dos semanas más tarde él y Darci se casaron, aunque antes ella le pidió que dejase que su padre y Boadicea se instalasen con ellos. Al principio a Adam no le había gustado la idea. Había crecido rodeado por demasiada gente, y quería tener intimidad. Pero los cuatro habían compartido tanto que les resultaba difícil separarse. Una vez empezaron a vivir en la antigua y espaciosa casa, Adam fue el que presentó a Boadicea al mundo. Por su parte, Taylor y Darci comenzaron a trabajar juntos para averiguar qué es lo que ella podía hacer con su Persuasión Verdadera. Darci dio a luz a su hija una semana antes de su primer aniversario de boda. Fue entonces cuando Adam le contó que su primo Michael había comprado el Grove, en Camwell, y que había contratado a hombres y excavadoras para que destruyesen los túneles subterráneos. Lo que Adam no contó a su mujer fue lo que encontraron dentro de algunas de las salas de los túneles. Una semana que Darci estuvo en cama con unos mareos matutinos interminables, Taylor y Boadicea —que no se había encontrado mal ni un solo día durante su embarazo— se fueron a Connecticut para ver los objetos que los trabajadores habían encontrado. Enterraron algunas cosas —con plegarias y un servicio religioso—, otras las 336


destruyeron y algunas las metieron en el Range Rover de Taylor para llevárselas a Virginia. La mayoría de estos objetos los guardaron en un sótano secreto que había dentro de la casa de Virginia. Pero Taylor conservó el espejo de Nostradamus en su habitación y lo consultaba todos los días. Trabajaba con su hija para cambiar o evitar aquello que veía. Ahora, mientras Adam miraba a su mujer, sonrió. —¿Eres feliz? —le preguntó. —Totalmente —respondió ella poniéndose de puntillas para besarle.

—¿No lamentas nada? —Nada —afirmó. Luego, tomando su mano, se dirigió hacia la cuna de su hija.

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Epílogo Tres años más tarde Las dos niñas, Hallie Montgomery e Isabella Raeburne, siempre andaban revolviéndolo todo. Contrataron a dos mujeres para que cuidasen de ellas, pero aún así, las niñas se escapaban. —¿Dónde estáis? —llamaba la desesperada niñera, buscándolas detrás de las sillas y puertas—. Cuando os atrape, lo vais a lamentar. Sin embargo, sabía que era una amenaza inútil, porque las niñas conseguían que se desvaneciera su enojo en cuanto ella las miraba a los ojos. En tan solo diez minutos ya habían sacado seis yogures de la nevera y habían vaciado los vasitos en el bote de harina. Y si echaban unas galletas para perros en la mezcla, los dos cachorros de setter irlandés saltaban por encima del pegajoso mejunje y se ponían a juguetear por toda la cocina. Cuando la niñera veía el desastre se enfadaba tanto que en ese mismo momento decidía dejar el trabajo. No obstante, en cuanto las niñas la miraban con sus grandes ojos, se lo perdonaba todo. Al final, ni siquiera hacía que las niñas la ayudasen a limpiar. Las aseaba con delicadeza mientras les cantaba sus canciones favoritas, y luego les daba leche con galletas antes de ponerse a fregar la cocina. Sin embargo, ahora ya estaba hasta la coronilla. Quería a las niñas con locura, pero estaba cansada de buscarlas, cansada de limpiar sus estropicios. Estaba cansada de...

La niñera dejó de pensar porque había encontrado a las niñas. Estaban sentadas en el suelo, sobre la alfombra de su sala de juegos, lanzándose un balón entre ellas.

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La niñera no dijo una palabra, solo salió de la habitación andando hacia atrás, se dio con la pared del pasillo y echó a correr. Le habían dicho que solo debía molestar a los padres en caso de una emergencia, pero ahora no dudó. Sin llamar, abrió la puerta del despacho. —¡Tienen que venir ahora! —les dijo sin aliento. —¿Quién está herido? —preguntó Darci, levantándose de la silla. Tenía unos artículos de periódico delante, y estaba intentando resolver los problemas de los que trataban. —Nadie está herido —replicó la niñera—. ¡Sus hijas están jugando con una pelota! —No creo que sea motivo para interrumpirnos —dijo Taylor—. Nosotros... Boadicea miró a Darci, y en ese momento las dos mujeres corrieron hacia la puerta, con Adam y Taylor detrás de ellas. En el cuarto de las niñas, las dos criaturas efectivamente estaban jugando con una pelota. Un balón rojo flotaba por el aire de una niña a la otra. Lo único extraño era que no utilizaban las manos. Las niñas usaban sus mentes para lanzarse el balón entre ellas. —¡Vaya! —exclamó Darci.

FIN

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