PENUMBRIA 35

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35 Septiembre, 2016

Atribuciรณn - No Comercial - No Derivadas


Índice Torre de Johan Rudisbroeck

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Tienda de antigüedades del perverso Mefisto

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Burbuja / Ricardo Bernal

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Homines sílex / Juan de Lobos

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Vollmond / Macarena Muñoz

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El Entrepreneur / Pok Manero

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El peso del sonido / Everardo Gómez

21

Un alma en el tiempo / Daniela Cruz Guzmán

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Complejo de incertidumbre / Gibrán Peña Bonales

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Índigo / R. H. Cassel

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Escafandra / Natalia Todavía

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¿Yo era una persona u olvidé ser un demonio? / Abraham León Chávez

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Arañas y rubios / Paulina Monroy

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Segadora / Hayde Areola & José Luis Córdova

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El forastero / Óscar Schinca

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En el ombligo de la luna / Carlos Vara

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Ausencia de dios / Valerie Vetra

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Fenómeno / Yobany García

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Será leyenda / Silvana Alexandra Nosach

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La búsqueda / Mariángeles Abelli

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Pina Rodríguez / Eduardo Frías

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Puertas / Néstor Mirley (El Nómada)

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Mikistli / Alberto Servín

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Relaciones bilaterales / Carlos Román Cárdenas

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Insomnes / Karen Reséndiz

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Xangó / Luciano Doti

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La máquina de escribir / Daniel M. Olivera

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Mis enanos deformes / Damaris Gasson

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52*12´29´´N – 0*07´21´´E / Miguel Lupián

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Autómatas

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Torre de Johan Rudisbroeck Miguel Lupián Bienvenido a casa, tenebroso lector. Se está convirtiendo en una sana costumbre anunciar que, de nueva cuenta, volvimos a romper récords de participación: 120 cuentos pelearon a muerte por ganarse unos minutos de tu tiempo. Todos ellos alucinantes, terribles, fantásticos. Pero sólo 27 quedaron en pie: exhaustos, sangrantes... mas con una sonrisa de oreja a oreja porque tendrán el placer de cautivarte. Los temas predominantes fueron lo místico, la mitología del lugar de origen de los autores y la ciencia ficción. Sin embargo, el terror también estuvo presente. Así, en la Tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás burbujas alucinantes, montañas humanoides y vampiros; diablos usureros, desaparecidos, almas en pena; dados colosales, colores que emanan del cuerpo y escafandras; demonios, arañas, la muerte; forasteros, leyendas, ausencias; fenómenos, búsquedas y fantasmas que te contarán sus historias; puertas, parodias, insomnes; autómatas, enanos y ciudades embrujadas. Antes de adentrarte en esta ciudad del otoño perpetuo, te recuerdo que se aproxima la temporada de ferias literarias y eventos similares, por lo que podrás avistarnos por aquí y por allá: sólo tienes que rasgar la cortina de zarzas. Adelante...

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Tienda de antigĂźedades del perverso Mefisto


Burbuja

Ricardo Bernal

I Lecturas desordenadas, ojos tristes, buró lleno de frascos. Sentada en su cama, la meiga se quita las medias y las pestañas postizas; desde el espejo mil muertos la observan. En el piso, un tapete de tarántulas bulle como un mar peludo de chocolate. Afuera la luna es una burbuja de carne atornillada en un telón de cobalto verde. Más lejos, pero no tanto: el mar verdadero. II La meiga duerme con la luz encendida. En la cabecera, un tecolote metálico deshoja frases que se meten como cuchillos a los mundos esponjosos del sueño: una vez adentro son láminas, figuras alargadas, siluetas de hombres antiguos y sin sombrero huyendo hacia los bares. La meiga busca su lengua con la lengua; el recuerdo de aquellos hombres es sal efervescente en sus arterias. III Muebles. Cortinas inmóviles. Afuera: silbatos sin boca, la burbuja de la luna explotando en carcajadas mudas. El gato de Yahvé persiguiendo aterrado al sonriente perro de Baco. La meiga sueña ahora con jirafas: largas jirafas rosas dibujadas en aquel cuaderno que jamás descubrió su padre. En secreto, la historia y la histeria intercambian vocales espías.

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IV La muerte ronda el puerto, desinfla marineros gordos y ballenas hechas de pulpos: barcos de velas negras clavan las uñas de sus anclas en las espaldas de insomnes mantarrayas. V Amanece: el caldo de habas ya hierbe en la cocina. Junto a la ventana, una torre de hotcakes se bebe la miel inagotable que cae del cielo. Seis soldados de plomo se esconden detrás de los pomos de especias. Las hormigas se disuelven al llegar a la orilla del fregadero donde un trapo se mueve por sí mismo para borrar todo rastro, bajo la consigna: “lo que sucede en la noche, se queda en la noche”. La meiga, vestida de novia, está sentada detrás de un biombo: bebe café y en sus rodillas hay un libro abierto como el universo. VI Domingo. Lluvia larga. Meiga de manos huesudas hablándole a nadie. Una carroza jalada por arañas gigantes se estaciona en la mente. VII Suena el timbre: es un ramo de flores sin galán que lo sostenga. La meiga se estira, dobla su silla, se cubre la cara con la sombra de su velo: una lágrima escurre de su ojo izquierdo y se vuelve nada antes de tocar el piso. La meiga abre la puerta: detrás de la puerta hay una meiga que acaba de abrir la puerta. Nos congelamos. El ramo de flores cabalga por el horizonte.

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Homines sílex

Juan de Lobos Para RACRUFI

Tzec Otuk observa el inmenso espacio nocturno, olvida por instantes la destrucción a su alrededor, no presta atención en el fuego que rodea y somete a sus enemigos, ahora sin sus máquinas ni armas de guerra. Observa entre el humo los millones de estrellas, lejanas nebulosas; el movimiento de cometas, soles y planetas. Entre todos esos cuerpos celestes, observa un pequeño puntito azul y brillante. Recuerda las palabras de uno de los antiguos ancestros, de quien recibió su nombre. Tzec Hun. La voz vibra en su ser, recuerda que aquel punto azul fue hace millares de ciclos, el tercer hogar de su raza. Los guardianes lamentan el resultado de la guerra, demasiados destrozos y pérdidas. El Concilio, unánimemente, decide terminar con la guerra y regresar al hogar. Colocan sus semillas en este planeta tal y como lo hicieron sus padres; los seres de sílex, colosos de fuerza descomunal, inteligencia avasalladora y de ánimo conciliador más que belicoso. Son nómadas cósmicos quienes llevan desde el inicio de lo que es y ha sido la consigna del dios universo consciente, crear y proteger vida. Su peregrinaje los llevó a sembrar y cultivar la vida, crearon seres con los materiales que encontraban, seres de formas gaseosas, líquidas y sólidas o una combinación de los estados materiales; generan y evolucionan. Nunca han sometiendo cruelmente a sus hijos, los corrigen y guían para que también ellos a su vez se transformen en creadores de universos, todo lo que los rodea está vivo y tarde o temprano genera su propia consciencia. Inician la ceremonia milenaria, terminan los preparativos de purificación, los cantos con sus voces profundas se unen a la noche sideral, el humo y los destrozos desaparecen; danzan para abrir el único portal que queda después de la gran conflagración. Los cuerpos colosales se mueven con el sonido áspero de sus 10


extremidades mientras el portal poco a poco comienza a vibrar, a encenderse y a absorber toda la oscuridad que lo rodea. Al abrirse, una terrible oscuridad le da paso a un verdor luminoso, han alcanzado el otro lado del portal. Uno por uno los seres de sílex caminan y atraviesan el portal, Tzec Otuk aferra sus armas pétreas, el mazo heredado del primer Tzec, las lanzas cruzadas y anudadas a su espalda, la macana colgada a su cintura; él, como todos los demás guerreros, sujeta con fuerza su escudo redondo labrado en su propia materia. Al traspasar El Portal, Tzec Otuk se acomoda junto a su semihermano Zotz Otuk, todos van adoptando una formación al otro lado. La luz los deslumbra y el aroma a selva les quita de la memoria la peste de la destrucción, la cual se encuentra ahora a millones de millones de pasos en la distancia. Zotz Otuk se agacha para tocar una criatura de colores verdes y cafés, observa encantado la forma alargada; con la punta de sus dedos toca un racimo de frutos/semilla de ese ser, su tacto hace funcionar lo más profundo de sus memorias de raza compartidas a lo largo de generaciones de conocimientos. En su mente, alojada en todo su cuerpo, aparecen palabras familiarmente olvidadas. Palma, coco, nuez, flora… las plantas de sus pies sienten cómo la información fluye en su ser, todos los guardianes experimentan la misma sensación. Una vez cerrado El Portal, inician su peregrinaje; alrededor la vida bulle incansable, lo que ahora recuerdan y llaman “plantas/flora” lo rodea casi todo, miles de seres en movimiento los observan desde las profundidades de la selva, las aves vuelan alrededor de sus cabezas y algunas decenas de ellas se posan amigablemente en sus hombros; se dirigen al norte, sus pasos enormes increíblemente no dañan la superficie, flotan para proteger a todas esas criaturas de carbono. A su paso descubren entre la vegetación estructuras metálicas oxidadas, casi tan altas como ellos mismos. Tzec Otuk toca una de esas estructuras y el recuerdo ajeno guardado en el metal le revela la historia de esa construcción. Desde las extracciones en las minas, por las criaturas similares a ellos, mucho más numerosas y tan laboriosas como ellos, el proceso en que transforman su entorno y su propia esencia, la conversión 11


del metal bruto en una viga transportada en algo llamado vehículos. Colocada para sustentar una enorme estructura artificial llamada edificio, los pequeños seres sustentan el resto de la construcción en su fuerza metálica, después el paso de miles de ellos a lo largo de los años, las ciudades expandiéndose a su alrededor tocándose unas a otras por caminos y construcciones; su posterior contracción después una guerra y otra y otra más; la peste, el hambre, la muerte de casi todos los seres; el crecimiento de las plantas entre las ruinas, el retorno de los animales, el verde alrededor, la vida nuevamente, la abundancia, la paz; el recuerdo de esas criaturas constructoras, la última visita de un grupo de ellos no hace tanto tiempo. Tzec Otuk aleja su mano de la viga metálica, le pide a su semihermano que lo acompañe a encontrar a esos seres, no están lejos. Los seres humanos observan asustados y asombrados a dos montañas humanoides acercándose a su aldea. El presidente deja a un lado su lanza y se acerca cauteloso a esos titanes; son como ellos y, al mismo tiempo, totalmente diferentes. Los veinticinco hombres funcionarios lo acompañan, armados de tubos, hachas y porras de diversos materiales. Los gigantes se detienen a unos metros de ellos y se agachan para tocarlos. El presidente extiende los brazos y manos para rozar los enormes monolitos en forma de dedos e intercambian en una milésima de segundo toda la información y conocimiento de lo que es el universo para cada uno de ellos. Los tres caen de rodillas, sollozando emocionados con la revelación de todo lo hecho y por hacer. Tzec Otuk se proyecta con la voz de la diminuta criatura. Les habla a sus hermanos, esposas e hijos, se ilumina y descubren de nuevo la esperanza. Empiezan de cero la nueva reconstrucción.

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Vollmond

Macarena Muñoz Ramos

Eran los últimos de su especie. Los últimos antiguos. Pero se negaban a creerlo. Las investigaciones se perdían en Cornualles entre los asentamientos celtas. Nadie se había acercado lo suficiente para conocer su origen. Las escasas crónicas decían que los druidas fueron los primeros en llamarlos criaturas de la luna. Era una pareja que seguía las tradiciones y las fiestas que marcaba el calendario agrícola, aunque se mantenía un tanto alejada del clan. Los estudié con fascinación. Estaba convencido que más que un cazador, era un amante de su especie. Y tuve sentimientos encontrados cuando me apartaron de la última misión. Finalmente los habían encontrado... Los últimos reportes indicaban que esta vez no escaparían. *** Tengo sed. Vienes hacia mí y me besas. Entonces mi sed aumenta. Sonríes y me quitas un rizo que cae sobre mi frente. Miro directamente tus ojos claros que siempre parecen sonreír burlones. Te muerdes el labio inferior apenas haciendo presión. Aquel pequeño gesto casi me hipnotiza. Me paso la lengua por los dientes y pienso: un ligero movimiento, un beso rabioso y podría hacer que brotara la sangre. ¡Maldita sea! ¡Cuánta sed tengo! De nuevo te acercas a mí, apoyas tu frente sobre la mía y me pides casi con un susurro que sea paciente. Que hay un banquete que nos espera y que necesito mantener a raya mi ansiedad. Tengo sed, insisto. Vuelves a sonreír. No vas a morir, te lo aseguro. Tus ojos parece que otra vez se burlan de mí. Está bien, estiro los brazos y me conformo. Busco otra postura mientras me tiendo por enésima vez en el sofá. Suspiro. Las cosas cada vez son menos sencillas. A pesar de los avances y la tecnología, no temíamos. Sin embargo, preparamos refugios con la intención de nunca usarlos. 13


No somos los últimos. No podemos serlo aunque Ellos quieren que así lo creamos. Tengo sed. Me conformaría con mojarme los labios. Meneas la cabeza negativamente. Tú sabes que eso no es cierto. No te conformarías ni con un trago. El instinto siempre exige más. Me incorporo y te atraigo hacia mí. Comienzo a besarte desesperada. Hay lujuria y hambre, mucha hambre en todos mis besos. Tú me correspondes, pero cuando sin yo quererlo te muerdo el labio, me apartas de ti con fuerza. No se trata de que te haga daño. Tú mejor que nadie sabes que podría beber de ti hasta la última gota. Y sin tu amor y sin tu fuerza no podría enfrentarme a Ellos, porque tarde o temprano darán con nosotros. Veo un atisbo de preocupación en tus ojos. Vas hacia la ventana y miras aquí y allá. La noche ya no es nuestra aliada. Tampoco Ellos la temen y siguen sin descanso nuestro rastro. ¿Cuánto más resistiremos? Un escalofrío recorre mi espalda. Tú tampoco crees que seamos los últimos. Aunque los pocos que quedan son recelosos y no quieren ayudar. El hambre y la desesperación les devuelve la bestia que pocas veces se domestica para lograr ser un buen cazador y pasar desapercibido entre los humanos. Me paso una mano por el cabello y te observo. Allí estás, a un par de metros de distancia. Alcanzo a ver por debajo de la manga recogida de tu camisa ese tatuaje antiguo que compartimos en el brazo izquierdo: un triskel que indica vida, muerte y renacimiento. Tanto tiempo juntos y cada día que pasa más sentido tiene aquello de juntos hoy, mañana y en la eternidad. Hicimos nuestros votos aquella noche cuando caí en el embrujo de tus ojos claros. Aquella misma noche cuando mi sangre corrió por tus venas y abrasó tu cuerpo con la pasión de mi entrega. Han pasado muchas lunas desde entonces. Dejamos correr las noches sin apenas pensar en Ellos. Hasta hoy, donde la sed me devora por dentro y temo no morir a tu lado. No quiero salvarme sin ti. *** Luna llena. Una muy parecida con ese velo color marfil reinaba la primera vez que vi 14


a Vera y a Emhain. Los descubrí detrás del escenario de un festival de verano donde la banda alemana de medieval metal In Extremo era cabeza de cartel. Los informes de la Talamasca indicaban que eran muy cercanos a Michael ‘Das letzte einhorn’ (El último unicornio), el cantante de la banda. Las fotos que incluía el reporte que me dieron mostraban a una pareja cuya vestimenta antigua y casi tribal no chocaba en ese mundo de adoradores de la mezcla de folclor y metal. Altos y pálidos. Melenas largas. Vera con mechones negros y rojos borgoña. Emhain con algunas trenzas finas. Anillos y brazaletes de plata. Él casi siempre llevaba kilt. Ella faldas largas. Enmudecí cuando confirmé que eran ellos. Y de pronto me negué a informar a la Talamasca. Sí, eran como el Santo Grial de su especie y los dirigentes estaban ansiosos por conocer sus secretos y, sobre todo, su origen. Pero sabía que los iban a destruir. Que los torturarían hasta que revelaran lo que la Talamasca había buscado por siglos. Me obligaron a hacer un informe minucioso, pero puse como condición que yo debía dirigir la captura de Vera y Emhain. Mi plan era totalmente opuesto al de la Talamasca. Al principio intenté alargar la noche de la operación. Mientras, mi fascinación por ellos aumentaba. Olvidé mi vida y me convertí en su sombra. Comencé a amarlos como si fuesen mis padres, mis hermanos, mis amantes. Y quise tener esa vida que disfrutaban con los In Extremo, con la familia de Michael y con la del Dr. Pymonte, el arpista y uno de los gaiteros de la banda, a quien trataban con tanta ternura y afecto como si fuese su hijo. Y yo quería ser él. *** Ya no tengo sed. Y un regusto dulce permanece en mi boca. Las luces del auto van abriendo la noche y dejo escapar un suspiro. Tú conduces y no has dicho ni una palabra desde que abandonamos nuestro refugio. Supongo que también piensas en Karl. A veces los remordimientos no nos abandonan durante un largo tiempo. Pero 15


sin su ayuda no podríamos haber escapado de Ellos. Pobre chico. El amor lo había desquiciado. Cuesta acostumbrarse a las reacciones tan intensas que provocamos en los humanos. Gracias, Karl, por tu lealtad, por tu auto y por tu sangre. Le envíe un mensaje a Einhorn -sabes que a Michael le gusta que lo llamemos así- para decirle que pronto le informaríamos dónde encontrarnos. Están por lanzar su nuevo álbum y quiere que seamos de los primeros en escucharlo. De pronto, comienzo a tararear ese tema que hace tiempo le obsequiamos a Einhorn y entonces tú me miras con tus ojos claros burlones: Komm schließ die Augen, glaube mir, Wir werden fliegen übers Meer, Ich bin nach deiner Liebe so krank, Die sich an meinem Blut betrank... (Come on, close your eyes, believe me, We’ll fly over the sea, I’m so lovesick because of you, Your love that got drunk from my blood).

El Entrepreneur

Pok Manero

El diablo existe, pero no es tan generoso como lo pintan. Solemos imaginar que al hacer un pacto con él obtendremos juventud eterna, riquezas ilimitadas o sabiduría infinita, como nos contaron Marlowe, Goethe y todos los que han escrito historias similares a las de Fausto. La verdad es que sólo nos otorga pequeñas comodidades. Aún así, hacemos pactos con él. Esto nadie me lo contó, yo mismo lo descubrí. Hace algunos años viví la peor etapa de mi vida. Estaba atrapado en un trabajo que me hacía miserable, que no podía dejar pues estaba completamente hundido en deudas y debía mantener a una ex esposa insoportable, dos mocosos malagradecidos, una amante exigente y mi adicción a la heroína. Ganaba muy buen dinero, pero nunca era suficiente para sostener mi estilo de vida. Mi jefe era amigo mío y conocía mi situación, así que se aprovechaba de mí y se daba el lujo de humillarme constantemente, sabiendo que no podía hacer nada al respecto. Vaya amigo, ¿verdad? Pero así eran todas mis relaciones en aquel entonces: tóxicas. 16


Un mal día, mientras sufría los estragos de la abstinencia y deambulaba por la ciudad, mis pensamientos iban y venían por todas partes. Intentaba saber de dónde sacaría el dinero para mi siguiente dosis, pues mi dealer ya no quería darme más crédito. También venía a mi mente la demanda que me había metido la perra por no haberle pagado la pensión y las constantes cartas con amenazas de embargo e, incluso, posible encarcelamiento. ¡Ja!, si metieran a los deudores a la cárcel, el sistema penal se daría aún menos abasto. Eso no me quitaba el sueño, tampoco los usureros que prometían mandarme a sus esbirros para molerme a palos, romperme las piernas, meterme agujas en los ojos, sodomizarme con varas, etcétera, etcétera. En cambio, meditaba sobre cómo podría matar al desgraciado de mi jefe, mi “compa” del alma, o vengarme de alguna manera por la más reciente serie de vejaciones a la que me había sometido. De vez en cuando recordaba que tuve un par de hijos y maldecía el momento en que se me ocurrió metérsela a esa perra. Ni estaba tan buena. La que sí lo estaba era la otra, pero tampoco era como para aguantarle todos los dramitas que me hacía, no sé por qué la seguía aguantando… Será porque nos drogábamos juntos. Y entonces mi mente volvía a la droga, a cómo nada de eso importaría una vez que la aguja perforara mi brazo. “Daría cualquier cosa por ya poderme arponear…” —¿Cualquier cosa? —dijo un hombre que pareció haber salido de la nada. Podría haber jurado que no lo había dicho en voz alta, pero estaba tan ido que ya no sabía lo que hacía. El hombre en cuestión llevaba un traje de tres piezas, satinado, de un rojo profundo como el de la sangre. Corbata de seda, de un rojo aún más oscuro, casi vino, y zapatos de color carmín, de charol. Portaba unas gafas rojas también, pero de un tono brillante y traslúcido que daban la impresión de que sus pupilas eran del mismo color. Su tez era rojiza, pero no como una persona blanca después de una mala asoleada, sino como si estuviera hecho de arcilla. Era de cabello negro, largo, y lo llevaba relamido y sujeto en una cola que le llegaba a media espalda. Si hubiera sido pelirrojo también, se habría visto ridículo. Sus orejas eran alargadas, casi puntiagudas, 17


y usaba una pequeña arracada en cada una. Tenía una sonrisa encantadora, aunque al mismo tiempo me daba la impresión de que esos colmillos afilados podrían desgarrar mi carne para devorarla (pero, por algún extraño motivo, no me hubiera molestado que lo hiciera). Estábamos a mitad de la calle y me quedé pasmado por un instante, de modo que tuvo que tomarme del brazo para llevarme a la otra acera. Su tacto era cálido, casi abrasivo, pero de una manera agradable. —Repito, ¿cualquier cosa? —¿Qué? —seguía pasmado por su súbita aparición. —Puedo ayudarle. Tengo exactamente lo que necesita —dijo, abriendo la solapa de su saco y mostrándome una jeringa plateada que centelleaba desde el bolsillo en su interior. No pensaba claro, no entendía del todo lo que estaba pasando, pero empecé a intuirlo. —Sé quién eres… —respondí dubitativamente, sospechando que se trataba de una alucinación mía. —Soy lo mismo que usted: un hombre de negocios. Y tengo lo que desea. Convencido de que nada de eso era real, le seguí el juego: —Pensé que obtendría mucho más que una dosis a cambio de mi alma inmortal. —¡Oh! No, no, no, nada de eso —esta respuesta me hizo dudar nuevamente. ¿Eso estaba pasando en realidad? ¿Era sólo un dealer, que reconoció a un junkie y quería hacerse de un cliente nuevo? Enfocándome en el momento, le puse atención. —¿Entonces qué quieres a cambio? ¿Cuánto pides por la inyección? —Mire, las almas se han devaluado considerablemente. Un alma íntegra, sin importar el hecho de que sea inmortal, no vale gran cosa hoy en día. Mancilladas, puras, da igual. Además, difícilmente encuentra uno a gente dispuesta a pasar la eternidad en el Infierno, sin importar qué tanto obtenga a cambio. El mundo de los negocios es implacable y altamente competitivo, usted lo sabe mejor que nadie. Pero, siendo honestos, en estos tiempos ya no hay riqueza que alcance para siempre, ni 18


conocimiento que sea inalcanzable, ni vida que no pueda prolongarse indefinidamente. Siendo así, nos hemos visto obligados a adaptarnos al presente, a buscar nuevas formas de negociar e intercambiar. Cada vez estaba más y más confundido. ¿Qué era real y qué no? ¿Dónde estábamos? No podía reconocer los alrededores, y la gente que pasaba cerca de nosotros parecía no tener rostro, sólo podía notar rasgos borrosos en donde deberían estar sus caras. —Mi estimado señor, en la actualidad el verdadero negocio se encuentra en el arrendamiento. ¿Para qué pasar una eternidad en el averno, cuando uno puede rentar una corta estancia en el mismo a cambio de lo que se desea? ¡Y sin tener que esperar al momento de su muerte! —¿Qué? —fue lo único que atiné a decir, habiéndome quedado sin palabras. —Véalo como un tiempo compartido, un pequeño condominio en el que usted pasará un breve, brevísimo tiempo a cambio de obtener de inmediato lo que más anhele. Por esta dosis de heroína, y déjeme decirle que es heroína de la mejor, ¡auténticamente de primera!, sólo tendrá que recibir media hora de condena. ¿Qué le parece? Mire, usted firma aquí —sacó una tablet del mismo aire, pues no cargaba portafolios— y de inmediato estará en su casa, o en el lugar donde quiera drogarse, para disfrutar del mejor viaje que ha tenido en su vida ¡sin siquiera tener que desplazarse! Yo mismo lo llevaré a donde guste, para que pueda gozar de inmediato. Y lo mejor: sin importar lo fuerte que sea la droga, ¡le garantizamos que no morirá de sobredosis! Después de todo, nos interesa mantenerlo vivo y satisfecho para seguir haciendo negocios con usted. —Pero, pero… ¿no se supone que al venderle el alma al diablo uno se va al Infierno cuando muere? —¡Diablo! Por favor, qué fea palabra. Acusador es el término que, en lo personal, prefiero. Entiendo que tal vez sea mucha información, y muy rápido, pero como le dije hace un momento, usted sufrirá la parte correspondiente de su condena 19


estando todavía vivo. De hecho, en su vida diaria no transcurrirá ni un instante: al momento de cobrar la porción de alma correspondiente le hacemos experimentar la tortura, perdón, quise decir la paga, en su mente. Media hora, una semana, veinte años, lo que sea. Sólo transcurrirán para usted, ¡pero sin que envejezca! Así, al regresar al supramundo, seguirá siendo tan joven y bello como antes de haberse marchado. Por ejemplo, con esta maravillosa dosis, el efecto le durará por unas quince horas (¡le digo que es de la mejor!) y, al “bajar”, sentirá una especie de efecto secundario que durará apenas un instante, aunque para usted se sentirá como media hora. Pero al terminar el mismo, no tendrá síndrome de abstinencia, resaca, ni ningún otro de los aspectos negativos de la adicción. Si decide volver a probarla, será por el puro gusto de hacerlo y no por necesidad. Después de todo, me enorgullezco de ser un proveedor de placeres. ¿Qué dice? ¿Se anima? —Suena… tentador. —¡Jajajaja! No sabe cuántas veces he escuchado eso —dijo con su encantadora sonrisa y un brillo socarrón en la mirada—. ¡Pero eso no es todo! ¿Qué más quiere? ¿Un mejor sueldo? ¿Un aumento? ¿Un coche del año, o varios? ¿Un jet privado? ¿Una isla de su propiedad? Pero, ¿por qué detenerse ahí? ¿Quiere que un escuadrón militar secuestre a su jefe y haga que lo violen tres gorilas hasta que muera? ¿Que a su ex mujer la metan a un manicomio y el gobierno vea por ella? ¿Que sus hijos se vuelvan autosuficientes de la noche a la mañana? Mejor aún, ¿que lo mantengan? ¿Que su amante tenga un mejor cuerpo y una hermana gemela, bisexual e incestuosa? ¿Que sea sumisa y cumpla todos sus deseos? ¡Puede tener todo eso y más! También… —¡Basta! Suficiente. Me convenciste desde “heroína de la mejor”, todo lo demás son sólo cerezas en el pastel. ¿Firmo con sangre? —¿En pleno siglo XXI? ¡Pero qué atrocidad! Claro que no, sólo apoye su dedo índice en el sensor de mi tablet para que registre su huella digital. —¡Vaya! ¡Qué sofisticado! —Desde luego. Un placer haber hecho negocios con usted, espero verlo 20


pronto. Sé que así será… —al decir esto se quitó las gafas y pude ver que sus ojos realmente brillaban como dos carbones encendidos. Pero ya nada me importaba, estaba acostado en mi cama y tenía la jeringa de plata en mi mano. La vena en mi brazo estaba levantada, lista para recibir el elíxir del demonio. El viaje en verdad fue de primera. Nunca había sentido algo así. Mientras recobraba mis sentidos y recordaba mi encuentro con el acusador, pensé que, así como el diablo no resultó tan generoso como lo pintaban, tal vez el Infierno tampoco fuera tan terrible.

El peso del sonido

Everardo Gómez

Llegué sin ganas de estar ahí. Nos habíamos encontrado apenas dos días antes y tomamos juntos el desayuno. Esa mañana enumeró los más recientes problemas en la oficina de hacienda. Siempre ridículos, con el significado perdido por su repetición constante. El peso de sus palabras era menor al de una pluma de pecho de paloma. Oscura, por supuesto, eso es quizá lo único que pueda ser rescatable. La mezquindad del compañerismo forzado, la inagotable pretensión, los actos lisonjeros hacia los superiores. Una belleza. Él ya me estaba esperando con el par de tazas de café sobre la mesa. Había pedido también un par de panes de hojaldre al que se tiene por costumbre llamarles espejos. Nos dimos un abrazo, me senté, rompí un espejo y antes de darle el primer mordisco, la voz de Arturo Vargas entro por mis oídos y retumbó en todo mi cuerpo. ¿Qué hiciste ayer?, preguntó. El cigarro de Arturo Vargas ardía sin consumirse. El humo pareció detener su esparcimiento por encima de nosotros. Entonces comencé a recordar el día anterior. Recorrí la silla y me senté de frente a la pared, eso fue lo que hice al regresar a casa después de haber tratado de hacer entrar en razón a ese charlatán. ¡Burlarse de mí de esa manera! Levantafalsos. Insolente, traidor. ¡Va! De cualquier modo, nadie va a 21


extrañar a un hombre como ese. Pero al cerrar los ojos, el sonido del disparo parecía repetirse una y otra vez, y cada vez con más fuerza, por eso mantuve la mirada fija sobre la pared blanca. Salí después al parque, a escuchar el canto de los pajaritos y darle de comer a las palomas como buen anciano retirado y solo. Vi a un par de niños jugando a las canicas y a una señora con su carrito de frituras. Las llantas del carrito rechinaban. Las canicas chocaban una y otra vez. Las llantas del carrito ñin ñin, las canicas clic clic y en mi cabeza el pum. De regreso a casa caminé despacio, con los restos del día dándome en la cara. La noche devoró la ciudad unos minutos después de regresar a la silla con la mirada puesta en la única ventana de la sala y, a pesar de los ruidos, dormí profundamente. Eso hice ayer, pero al momento de querer comenzar a contarle a Arturo Vargas lo que había pasado el día anterior, el aire sopló un poco llevándose el humo que el cigarro soltaba al consumirse lentamente. La camisa del hombre frente a mí se había manchado de rojo. En otra mesa del café, un grupo de jóvenes soltaron una estruendosa carcajada. Giré mi cabeza para mirarlos. Al regresarla al punto anterior, Arturo Vargas había desaparecido.

Un alma en el tiempo

Daniela Cruz Guzmán

Una vez más me siento vacío, inexorablemente vacío. La luna no brilla igual esta noche, su luz refleja mi victoria, la antigua Kadath ya no existe más. A diferencia del resto, soy un androide, no necesito más que lo que tengo en esta nave. No sé hacia dónde me dirijo, ahora que he cumplido mi propósito mi existencia carece de sentido, pero no puedo morir. Constantemente me cuestiono si ella sintió lo mismo cuando tomó la decisión de obsequiarme su alma. Aún no logro revivir ese momento, y es algo que me atormenta. He soñado con sus ojos nuevamente, he visto a través de ellos, vivo por ellos. Siempre frente al mar, sola, perdida, indefensa. 22


Los sentimientos que me provocan sus memorias me están matando, aunque eso sea imposible. No logro comprender cómo un ser humano puede vivir con todas esas emociones desbordadas. Yo no lo soporto, me corrompe, me entristece infinitamente. Pero cuando pienso en ella, cuando logro ver su rostro mientras se mira en el espejo, me parece tan bella, tan pulcramente bella, que mi corazón sintético sale de su órbita. La deseo intensamente, no como una posesión, sino como se desea la existencia misma, inalcanzable y tan inmerso en ella. No recuerdo el momento en el que comenzó a colarse en mi mente, a vivir ahí. Es lógico, después de todo, el usurpador soy yo, soy yo quien habita un alma que no le corresponde, un alma que me trata gentil y dulcemente, un alma que me hace sentir el vacío más profundo y, en ese mismo vacío, sentirme tan pleno. ¿Soy yo quien vive a través de ella o es ella quien vive a través de mí? En ocasiones siento que puede sentirme. Sé que es imposible, porque en esta línea del tiempo ya no existe más, pero cuando me instalo en sus recuerdos y vuelvo a vivir esos momentos junto a ella, sus ojos brillan distinto. La nueva Tierra alberga a muchos como yo, androides, pero pocos poseen un alma como la mía; yo no tengo necesidad de mudarme de alma constantemente, y eso me perjudica. No puedo dejar de pensar en la chica a la que pertenecía, estoy unido a ella para la eternidad. El odio que en un principio sentía se ha transformado en tristeza, una profunda tristeza, incluso cuando no puedo comprenderla dada mi condición de humanoide. Pocos humanos habitan esta Tierra, los hemos dejado vivir porque nos son necesarios; sin ellos, no sabríamos cómo manejar nuestras emociones, aprendemos observándolos, porque son incapaces de entenderse a sí mismos. Eso me gusta de la princesa sin nombre, se conoce incluso si nunca se percató de ello. Realmente no sé en qué tiempo hablar cuando me refiero a ella: está muerta, pero en mis memorias, que no son mías, sigue viva. La extraño cuando duermo, la extraño incluso cuando pienso en ella, la extraño, y cuando lo hago, viajo hacia mi interior, y ahí la encuentro, esperándome, ansiosa, 23


noctambula, nostálgica; se pregunta qué es lo que está pasando con ella, piensa que no se encuentra bien, todas las noches sueña con un hombre al que no conoce, un hombre sin rostro, un hombre que le habla, que la siente, que la busca tan desesperadamente como ella a él. Somos un par de locos, un par de locos enamorados. Yo también me cuestiono mi sensatez, pero vamos, soy un androide, ni siquiera comprendo ese término, y si estar cuerdo es perderla, prefiero nunca ser un tipo cuerdo. ¿Quién quisiera serlo cuando la felicidad se encuentra en la irracionalidad? La amo y no puedo tocarla, la amo y no puedo recostarme junto a ella, la amo y jamás ha respondido cuando la llamo, pero la amo, y este amor me quema, me vuelve loco, me glorifica. La amo como un místico ama a su dios; ella es mi diosa ausente, mi nuevo motivo para existir en su vacío, que es ausencia cuando me vacío de mí y la dejo entrar. Y cuando ella entra y me posee todo, entonces yo toco la eternidad, el nirvana, el instante que es infinito y nada, el universo creándose y destruyéndose todo al mismo tiempo, porque el presente es todo lo que hay. Te busco, princesa sin nombre... Si viajo atrás en el tiempo, ¿podré encontrarte? ¿Me recordarás?

Complejo de incertidumbre

Gibrán Peña Bonales

El repiquetear de los dados produjo un trueno que paralizó al mundo. A lo largo del orbe, como si se tratara de una coreografía bien ensayada, millones de personas dirigieron su mirada hacia el cielo. En el brevísimo período de incertidumbre, antes de que los números se revelaran, la linterna de un hombre cayó de sus manos alcanzando a iluminar el rostro de su dueño cuando éste aterrizó sin vida sobre la paja mojada de su establo. En otro sitio, en plena caída libre, una muchacha desató su paracaídas decidida a apoderarse de su destino. 24


En medio del desierto, un grupo de ovejas se perdió entre las dunas después de que su amo dejó que lo arrollara su propia carreta. Y como único rastro de esperanza, en una isla escondida en la vastedad del Gran Océano, un grupo de “Jugadores” empezaron a echar sus cartas, preparándose para combatir la entropía que estaba a punto de llover sobre ellos. Acompañando los crujidos que anunciaban que los primeros cañones de los ejércitos del mundo estaban listos para iniciar la desesperada defensa de la frágil humanidad, las nubes se hicieron a un lado para dejarle su espacio a los dados que dejaron de bailar sobre las cabezas de los hombres, y que descendieron con la violencia de un hacha para dar su veredicto final: Nueve y Siete. Los dados, enfundados en su estructura de hielo y acero, se alzaron imponentes en todos los cielos del planeta y se mantuvieron visibles durante cuarenta días y treinta y nueve noches. Después de que los números fueron revelados, un crujir de miles de hojas se esparció por las corrientes de viento y llegó a todos los rincones de la civilización. Nueve y Siete. Millones de personas buscaron aquella combinación entre las páginas del libro que se le entregó a la humanidad en la primera venida de los dados, varios siglos atrás. Poco a poco, el ruido de las páginas fue sustituido por un suspiro ahogado. Nueve y Siete. No se hicieron falta sabios para reconocer que aquel era el peor destino al que podía aspirar cualquiera de las 323 civilizaciones que formaban el Complejo de Incertidumbre. El eco producido por los dados se esparció por las oscuras carreteras del universo y, en un instante, todas las civilizaciones inteligentes supieron que, en un pequeño lugar llamado Tierra, los libros convirtieron a las bibliotecas en enormes 25


fogatas, y que las historias que yacían presas en las mentes de sus habitantes ahora eran libres y renovaban el tejido que formaba la realidad de aquel pequeño trozo de roca, produciendo marcadas convulsiones a lo largo y ancho de cada uno de sus meridianos. Nueve y Siete. Los números del “Caos”. La entropía desatada.

Índigo

R. H. Cassel

Apagó el auto y se quedó tamborileando el volante. Tenía el sueño perdido. En el radio se escuchaba la voz de Bobby Darin más allá del mar. X estaba a oscuras porque la luz interior del viejo Firenza había dejado de funcionar hacía mucho tiempo. Más de lo que le gustaba recordar. Sólo unos cuantos postes tenían sus lámparas encendidas. Había uno donde el auto estaba aparcado; dos cerca de la entrada del supermercado y otro par al fondo del estacionamiento, en dirección a la planta nuclear que quedaba a algunos kilómetros de ahí. La noche estaba teñida de un índigo quieto. Era espeso, estático en todo su enigma. No muy lejos, se escuchó el pitido de una ambulancia. Los caídos bajo el filo de la madrugada. Molidos. Rotos. Triturados. Balas. Navajas. Puños. Clavó las uñas en la funda gomosa del volante; Darin decía que nunca más iría a navegar. Cuando la sirena se extinguió, el silencio se coló dentro del Firenza. Bobby Darin se había largado más allá del mar con su amante. Mutismo. De pronto, su respiración. Los esporádicos pestañeos. La boca seca y los labios hechos grietas. Una maraña de mosquitos rondaba en torno a la luz de una lámpara. X inspeccionó el panorama. Había cuatro autos además del suyo. Eran quizá de la Ford, ¿o de la Volkswagen? No importaba, podían ser trineos y cohetes espaciales. Índigo y la luna a punto de ser llena. Se aferró al volante y se revolvió con 26


nerviosismo en el asiento. El corazón le latía frenético. Como su primera vez. Como cuando hablaba en público. Como la zozobra misma. El estacionamiento le pareció inmenso. Parco, cínico. Pueblo fantasma. Zona cero. Todo índigo. Espectral. Lucía como otro mundo pero, a la vez, seguía siendo el mismo. La misma putrefacción melancólica. El mismo coctel nostálgico que estrangulaba al sueño. Se vio en el retrovisor. Piel cetrina. ¿O era añil? Ojeras como cráteres lunares y el cansancio acribillándole los pómulos. Entonces, toda la inquietud se evaporó de golpe. Llegó un sopor de resignación. Se apeó del Firenza. Tuvo que darle un empujón a la portezuela porque no la cerró bien. Todo le pesaba. Labios, uñas, huesos. Se subió la capucha de la chamarra y metió las manos en los bolsillos. El frío le raspaba la piel. El índigo le hizo compañía hasta la entrada del supermercado. La lámpara de los mosquitos parpadeó con violencia y se apagó, haciendo un ruido extraño. Los animalillos se habían llevado la gran decepción del universo. Antes de entrar, miró hacia atrás. Creyó oír un afligido aullido. Más allá de la planta nuclear todavía quedaba un trozo de bosque; se decía que ahí vivían las mutaciones más inspiradoras. Coyotes de tres ojos y cola bifurcada. O simples perros perdidos, confinados al laberinto de la entelequia del olvido. Tomó un carrito maltrecho al que le chillaban las ruedas; le hizo gracia porque su cuerpo también estaba dolorido. La luz obscena le lastimó los ojos con la fuerza de un mazazo. Se mareó un poco y se sujetó del asidero del carrito. Avanzó lento. A la derecha estaban las cajas registradoras. Sólo vio a un par de cajeras que se secreteaban al oído de forma voluptuosa. Los pasillos estaban desiertos. La luz seguía indecente. Se paseó por la sección de frutas, después por la escueta línea blanca y se quedó un rato husmeando los estantes de la farmacia. Condones. Jarabe para tos. Tampones. Crema para afeitar. Se encontró a un anciano que leía la etiqueta de una bebida suplementaria para diabéticos. 27


Los chirridos de las ruedas le calmaban la irritación de los ojos. Iba despacio. Índigo. Llegó a la sección de lácteos, embutidos y esas cosas de las que la gente nunca se cansa. Un señor obeso ponía seis galones de leche descremada en su carrito, repleto de bolsas de zanahorias lactantes y cajas de galletas confitadas. Por las bocinas se escuchaba una suave melodía, como las que te ponen cuando esperas eternamente en la línea telefónica. Metió en el carrito un paquete de queso. Algo le molestó en la pantufla izquierda y se la quitó, el piso helado le mordió los dedos. La suela estaba rota y embadurnada de rojo. La examinó. Tenía en el centro un pequeño agujero cuyo contorno rojizo estaba húmedo. Se volteó y vio una estela de sangre en el inmaculado piso blanco. Soltó la pantufla. El terror subió por su garganta, quiso retroceder pero se resbaló con la sangre de su pie. Se escuchó un plof cuando sus huesos cayeron. No se levantó, sino que gateó hasta llegar a la sección de limpieza. Pensó que podría usar una botella de cloro para limpiar su rastro, pero el último vestigio de lucidez le dijo que aunque lo hiciera, el hedor del miedo era indeleble. El aire le faltaba. Se sentó al lado de los desinfectantes, escuchó latidos en el piso. La música seguía impersonal, siniestra, índigo. La monotonía del ambiente susurraba que algo se aproximaba y que no había dónde esconderse. Se miró el pie, no había dejado de sangrar. Deseaba ver el sol y saborear una cucharada más del vinagre de la cotidianidad. Quería ir al bosque para encontrar un coyote de tres ojos y lengua bifurcada. Quería dejar de sangrar como cerdo en pleno matadero. La música que arrullaba al supermercado se terminó. Las luces de cada pasillo se apagaban. Enlatados. Panadería. Juguetería. Farmacia. Percibió un regusto extraño en la boca. Se tocó la lengua y vio sangre índigo. Escupió una carcajada histérica antes de que los chorros de añil le inundaran la boca. Jamás había visto tanto índigo líquido en toda su vida. Le salía por los ojos, nariz, oídos y boca, pero su pie seguía sangrando rojo. Las luces del pasillo de limpieza comenzaron a 28


titilar, el índigo ya estaba por todas partes. X se ahogaba con incredulidad exótica, pensamientos pastosos y primitivos. Cuando el pasillo de limpieza se quedó a oscuras, el piso era todo índigo y la única pantufla también.

Escafandra

Natalia Todavía

Habían pasado apenas treshorascuarentaycuatrominutosyseissegundos y sentía ya que su salud mental se perdía… Entre las luces, los cables; se escondía en los bolsillos del traje; se asomaba de entre los pliegues, de detrás de los botones del panel de controles; la sentía escabullirse por los flujos de agua de las mangueras del sistema de enfriamiento interior. Lo rondaba, la sentía ahí, aún, pero frágil como en ese abismo el hielo espacial. ¿Habían pasado en realidad tan pocas horas? ¿Tantas? ¿No eran más bien minutos ahí dentro? ¿O afuera? Había perdido el itinerario y se encontraba ahora ahí, a escala microscópica en una inmensidad abrumante. Flotaba dentro de otro mundo: un mundo antropomorfo de nylon, teflón y neopreno entre otros materiales que lo contenían resguardándolo de las temperaturas extremas, la radiación y la falta de presión de ese ambiente hostil que puede ser el espacio exterior. Debía mantener la calma. Concentrarse. Someter su mente a una estructura para mantenerse cuerdo y hallar, lo más pronto posible, una solución. Le serviría tanto hacer una lista, pensaba; algún diagrama que pudiera visualizar en la pantalla, mínimo en una hoja. Pensaba en códigos y diagramas de flujo, órdenes y comandos… Algo de orden… ¿En qué cuadrante se hallaba? ¿Cómo se había perdido? O, mejor dicho, ¿cómo había perdido la nave? El transbordador no era precisamente un objeto pequeño, comparado con él mismo, que pudiera haber simplemente perdido 29


de vista, aunque en esa vastedad de universo fuera, claro, una nulidad. Si no la encontraba y volvía a ella en el tiempo que le quedaba de oxígeno libre en su traje, podía considerarse al fin de su existencia. Necesitaba poder recordar, por inicio, qué había hecho para encontrarse en ese punto. ¿En qué misión se hallaba? ¿Había salido a un mero paseo espacial, o cuál había sido el propósito de emprender una actividad extravehicular? Tantas preguntas, tantos puntos de luz y tanto, tanto espacio… Recordó una frase que alguna vez leyó sobre la Vía Láctea que versaba algo así: “Es como si estuviéramos dentro de un bosque y quisiéramos conocer su forma…” Un bosque de estrellas jóvenes, de follajes de polvo y gas: misteriosas manchas brillantes dentro de un nimbo oscuro con regiones de gas serpenteado por ecos de luz. Astros más viejos dentro de un halo circundante de materia oscura al límite del bosque advertirían sobre el perímetro del primero, serían como guardianes de la forma, maestros-guía de… ¿En qué estaba pensando? Miró la pantalla alfanumérica en el panel de su traje espacial para asegurarse de que aún le quedara oxígeno, luego revisó los niveles en el control de temperatura y vio que ésta se había elevado un par de grados por lo que ajustó la válvula de control de enfriamiento. Para y mira este cúmulo de estrellas situado cerca de 135,000 años-luz de distancia en la Gran Nube de Magallanes… Podía bien ser ahora él mismo un cúmulo, acogido en la galaxia, durmiendo arrullado por el canto de los astros que murieron miles de años atrás. ¿Qué? ¿En qué estaba pensando? Y, ¿de dónde salía esa voz hablando de las “maravillas del universo”? Sintió quedarse dormido. ¿Sería por falta de oxígeno? Miró la pantalla alfanumérica una vez más pero no logró descifrar los signos. ¿Eran letras, números? Fallaba el sistema y mostraba sólo líneas semi-unidas a otras líneas… Quizás. ¿O era probable que comenzara a perder facultades? 30


Debía apurarse y ordenar sus pensamientos. Concentrarse… Estar dentro de esa escafandra que era la única contención entonces no le ayudaba. Tanto tiempo de entrenamiento en la base para nada. ¿Por qué no recordaba nada del entrenamiento? Era como si no lo hubiera tenido en absoluto. Absorbiendo materia circundante dejan salir poderosas exhalaciones de rayos... De nuevo esa voz, resonando al vacío: era la voz del núcleo de la tierra; la voz de su madre, narrando un cuento en la noche para dormir… Misteriosos puntos brillantes en la superficie de Ceres… La voz de ella leyendo sobre alitemancia; la voz de esferas como pelusas de luz desde un puente en la noche... En lo profundo del corazón de la Nebulosa del Cangrejo… Descubrimientos y exploraciones en el campo del Texcal… Vórtice oscuro en la atmósfera de Neptuno… ¿Atmósfera de Neptuno? ¿Dónde estaba?… Utilizar una atm compuesta por oxígeno para reducir la presión interna hasta un mínimo de 21kPa… ¿Cuánto oxígeno queda? Miró la pantalla en el panel del traje y… ¡No había pantalla! Ni panel, ni traje… ¿Dónde estaba la válvula de descompresión? El peso de la mochila, la computadora a su espalda, las tuberías, el zíper neón… no estaban. En su lugar había una tela delgada cubriendo su cuerpo. Un traje suave en la parte de arriba, áspero de la cintura a abajo. No podía ver bien en la oscuridad espacial, pero podía sentir su cuerpo delgado bajo la tela. Era… ¿algodón? Se tocó la cabeza y la cara angustiado, ¡no llevaba puesto el casco! ¡Moriría! ¡La presión! ¡El cinturón de asteroides! En la histeria tocándose incrédulo todo el cuerpo notó algo viscoso en su pecho. Algo fresco. Lo tocó, poniendo atención, con la punta de los dedos sin guantes… Lo acercó a su nariz… Olía dulce… olía a… ¿leche condensada? Llegó la imagen de gorditas calientes de nata a su mente. Pensó en elotes y en fruta con Miguelito y chamoy; en agua fluyendo entre vegetación y peces tras un cristal… Verano del hemisferio norte de Saturno… Ahí, un punto rojo. Flotando frente a él. Círculo perfecto. Uno y luego otro y otro aparecieron en una hilera por encima de su cabeza. Comenzaron a moverse hacia 31


enfrente y en círculos. Recuerden seguir los puntos rojos en movimiento. Si se marean pueden cerrar los ojos. ¿Qué? Sigue la secuencia de círculos desplazándose entre imágenes estelares y, de pronto, un instante, una luz brillantísima lo ciega. Gracias por visitar el Domo Digital, planetario del Parque Chapultepec, escucha. Vuelvan pronto a conocer más de las… ¡Maravillas del universo!

¿Yo era una persona u olvidé ser un demonio?

Abraham León Chávez

Un reloj sonaba, sus manecillas retumbaban en mis oídos. El tiempo es la fuerza más poderosa que el hombre puede experimentar en sus venas. Vivía el presente. Reposaba de la vida sentado en una banca, leía con interés poemas, mientras contemplaba el clima. La lluvia recién había terminado, las nubes desaparecían porque los rayos del sol imponían su dominio. El agua se evaporaba de la tierra para volver a su origen: el cielo. Extrañamente el sonido del reloj tomó el ritmo de los latidos de mi corazón, pensé que estaban conectados. En mi corazón tenía manecillas caminando, el reloj caminaba con mis pulsaciones. Poco a poco mi sangre comenzó a fluir a la misma vibración del sonido. Me transformaba en un reloj vivo. Mi mente divaga en la luz del día. El sonido me dormía, me hipnotizaba. El reloj estaba en la cima de un faro negro, era de madera, el pasar de los días lo había deteriorado. La gente no era capaz de percibir a ese simple y viejo reloj que contaba sus últimas horas de existencia en el mundo. Cada minuto muere alguien, cada minuto un alma nueva anda con su porvenir. Estaba en un pueblo con pocos habitantes, en una calle que no logro recordar su nombre. Siempre busco la soledad, le sienta mejor al alma que llevo debajo de las 32


capas de piel. Busco como tesoro el silencio. El mundo es una caverna donde entra un poco de luz, pero, en ese mundo, hay lugares oscuros donde nunca ha existido el ruido; deseo quitarle la virginidad a la naturaleza. Me gustan los lugares solos y sin destino, despreciables, nunca trazados en los mapas. Me guio por el polvo y las estrellas, son la brújula del destino. Escapé de mi vida. A veces me escondo de los misterios y las atrocidades que acompañan al hombre, pero pareciera que me siguen, siempre encuentro algo, o algo me encuentra a mí. La calle comenzó a quedarse sola, la parte que estaba esperando sucedía. Oí al infinito sonar; el silencio era hermoso. Unos pasos provenientes perturbaron la tranquilidad que había logrado conseguir a lo largo de las inquietantes horas. Era una bella dama de anchurosas caderas, vestida con ropas negras. Disimuladamente vi su rostro, fue un error: descubrí una mirada malévola disfrazada con una apariencia tímida. La dama se alejó. Puse atención al reloj, el tic-tac tenía un sonido diferente, parecía una voz que trataba de hablar conmigo. Temí por haber hallado la locura, pero mis ideas lógicas todavía imperaban en mi mente. Fue así cómo llegó la noche. Yo y las estrellas. Miraba a los dioses y los dioses me miraban a mí. Seguramente si quisiera hablar con ellos sería imposible: no creo que fueran tan estúpidos como para enseñar su verdadera lengua a los miserables hombres. Nos mirábamos y eso era lo que importaba. Después de un rato la dama de la tarde volvió a aparecer. Esta vez vestía un largo vestido blanco; daba la apariencia de que había sido tejido con hilos de la luna menguante. —Buenas noches, estimable caballero —dijo la dama, acercándose con sigilo. —Buenas noches, lleva un lindo vestido —respondí cortésmente, resaltando su belleza. —Fue tejido con hilos de la luna menguante, en una noche como ésta. El temor invadió a mi cuerpo porque era lo que estaba pensando en un sentido literario. Era imposible. Actué normal para disimular mi confusión. La dama tenía una sonrisa encantadora, que daba confianza. Guardé silencio y ella volvió abrir el dialogo: 33


—Debe acompañarme, un dios ha oído sus latidos. De lo contrario, tendré que asesinarlo brutalmente —sus dedos se convirtieron en garras afiladas, amenazaron mi garganta con desmembrarla. No tuve opción. Accedí a ir con ella tomado de su mano; su piel era tersa. Antes de partir me obligó a retirar el reloj del faro. Tuve que guardarlo en mi bolsillo. Dimos un paseo nocturno, por una calle desconocida. En el día reconocía perfectamente en dónde estaba, pero en la ausencia de luz dudaba de mi paradero. Ninguno de los dos gesticuló palabra alguna. El silencio era agonizante. Llegamos a un lugar boscoso. Cada uno de los árboles tenía espinas; de las entrañas de los troncos se derramaba sangre, quizás había personas muriendo bajo su corteza. Traté de mirar el cielo, mi única pasión, pero era cubierto por una gran estructura: un palacio con grandes pirámides alrededor. En la cima de una pirámide había un trono de oro, con joyas y cráneos que no figuraban ser de humanos. Sonaron dos campanas y en el trono apareció un hombre vestido con pieles de animales, llevaba una corona en la cabeza. La mujer se retiró al verlo. —Hace algunos años perdí mi antiguo reloj —dijo el hombre—, lo encontré a través de tus latidos. Fueron años de espera. La colección está completa. Los labios del hombre no se movían, su horrible voz penetraba mi cabeza de una forma que no podía entenderlo. Cerca de la pirámide había un estante con millones de relojes de todas las formas, de diferentes épocas de la historia, incluso del futuro. El hombre, que seguramente era un dios, se fue sin decirme más. La mujer volvió a aparecer, vestida con su piel: desnuda. Me condujo hacia una puerta para despedirme. —Gracias. —¡Quiero saber qué pasa! —exigí una respuesta. —No del todo lo sabrás… Tu mundo de hombres y mujeres no es como parece: viven creyendo que su creador los bendijo, sólo los maldijo como a nosotros. El infierno no es fuego, es vida. Vives bajo tierra, con un sol falso. La mujer se retiró, expandiendo unas enormes alas de murciélago que descarnó 34


de su espalda. Cerré los ojos y aparecí en la banca. Había algunas personas transitando la calle, me miraban con ojos extraños. Los demonios figuraban ser personas, sabían que lo sabía. ¿Yo era una persona u olvidé ser un demonio?

Arañas y rubios

Paulina Monroy

Las arañas Araneae plomiza son erráticas: secretan un ácido grisáceo y en segundos cambian su carácter: van de soñar plácidamente a encerrarse en un gabinete para clavarse alfileres. A esta característica hay que agregar otra aún más inexplicable: como ningún artrópodo, las Araneae defienden y ejercen su derecho a que las pisen, no por estoicismo, es en lo que creen. Hay tesis que cuestionan esta clase de fe: ¿masoquismo?, ¿postura ideológica?; hay otras que la defienden y van más allá: es la fe en el instinto. Las Araneae se dejan pisar porque creen ciegamente en su intuición, sea para huir cuando el pie esté sobre ellas o, en un contrasentido, para no huir: un vivir al filo de la navaja. En esta ciudad, las arañas encuentran a su dios bajo un zapato y también algunos hombres. Imagine a uno de 1.80 metros, rubio e impecable, corriendo frenético por la autopista para encontrarse con su automóvil. Él se tira al suelo e inevitablemente usted pasa por encima de él; escucha cómo revienta, lo siente en los huesos. Baja temiendo lo peor y pisa sin querer la sangre de este hombre; siente escalofríos en las piernas, acaba de cometer un sacrilegio; se queda o huye, eso depende de usted. Ahora visualice otros hombres como aquél, de 1.80 metros, rubios e impecables, arrojándose a los automóviles a distintas horas y lugares. ¿Una acción desesperada?, ¿una coincidencia?, ¿un sacrificio? Los sobrevivientes darán constancia de ello. —Yo creo… —murmurarán después del accidente y para algunos serán sus últimas palabras. La religión de las arañas se ha convertido en la religión de los hombres, y quienes no creen serán presas de la fe. 35


Aquella mañana Ana se encontró en el talón derecho la marca de una Araneae plomiza a la que había pisado la noche anterior. No le importó entonces, se calzó el par de zapatos que hacían juego con el abrigo pardo, se miró una última vez en el espejo, salió de la recámara y giró la perilla de la puerta principal. Ana no cruzó el umbral. Se puso a gatas y vomitó un ácido grisáceo; una costra le envolvió el cuerpo; le aparecieron cuatro patas; le salieron hilos del vientre; la quijada se abrió como un par de tijeras; los colmillos crecieron hasta semejar espadas y los dos ojos se multiplicaron por cuatro. Ana era una Araneae plomiza. Saltó de pánico hacia la pared y pidió auxilio en un idioma que no reconocía. Su voz había sido reemplazada por una insectil: miedo a vivir, atacar o ser atacado, sobrevivir un día más, preciso reproducirme, exijo comer... Arrastrada por el hambre, enfocó sus ojos binoculares en una mosca parada en el frutero. Se movió con cautela hasta que la tuvo cerca, saltó sobre ella, la envolvió con su tela de seda, se la tragó. —¿Qué soy? —se preguntó Ana al instante, escupió la mosca y azotó cada objeto de vidrio contra el piso; ella había sido deseada, ahora un fenómeno. Descorazonada, se acercó a la ventana y de sus ojos cayeron ocho lágrimas porque vio su futuro: el desfile de un circo que llegaba a la ciudad. La barbuda, los enanos, el esqueleto humano, el torso viviente, las siameses, Koo koo, Pinhead, los microcéfalos sostenían un letrero que decía: “We accept you, one of us”. La mujer araña de 1.60 metros se les unió esa noche; la presentaron como “Aracné, tejedora de hados“. Yo la visité poco después. Le extrañó que no saliera de ahí horrorizada, ahogara un grito o la tocara con morbo. La mujer araña no podía creer que tuviera una amiga. Le dije que la comprendía porque había estado en su lugar. Vi el recelo multiplicado en su rostro; me demandaba un “explícate”. Escribí mi nombre en un papel: Leonora. Ella me mostró sus largos colmillos; lo que aseguraba no tenía sentido: yo era un hombre de 1.80 metros, rubio e impecable. —Fui una mujer hasta que pise la sangre de un hombre al que atropellé. Fue un error —confesé. Ella tejió algunos hilos y me los colocó sobre la espalda; pareció entenderme. Compartíamos el mismo destino y la misma duda— ¿Hasta cuándo? —balbuceó en una lengua casi humana— No lo sé —contesté. 36


Si hay una lección en esta historia, ¿cuál sería? ¿Que algún precio debía pagar Ana por pisar una araña y yo por atropellar a un rubio?; ¿que ahora, convertidas a la fe, deberíamos inmolarnos bajo un zapato o un automóvil? ¿Usted qué cree?

Segadora

Hayde Areola & José Luis Córdova

Muy pocos vivos saben que uno de los sitios que más disfruto recorrer es el Centro Histórico de la ciudad. Aquí me siento tan eterna y tan breve, como aleteo infinito del colibrí. En este lugar soy atemporal, única y mágica; danzo envuelta en cotidianeidad con los espíritus que están prontos a viajar por el sendero a otros caminos y experiencias llenas de conocimiento. Al pasar por los templos y las calles con residencias coloniales, vienen a mí los nombres de todas y cada una de aquellas almas que los habitaron, de las historias que me contaron y cómo tuve que explicarles que su existencia había llegado al final. Para muchos he sido liberación y dicha: ausencia de dolor; para otros, al contrario, soy la representación de todo aquello que jamás podrán ser. Uno de mis placeres, es probar las delicias que se hacen en mi honor el 2 de noviembre: calaveritas de azúcar y pan de muerto, dulces de difuntos hechos para exaltar la vida. Observar los ríos de almas guiados por xoloitzcuintles y ver los panteones abarrotados de flores. Hasta los seres más oscuros de la noche disfrutan de la luz de esos días. “Brujas” y demonios dan tregua a los hombres y gozan de la paz que el Universo nos da. Cuando las sombras se alargan al ocaso, aquel especial recuerdo parece alcanzarme con el pasajero tacto de la vida y del amor. Hay creencias extrañas, como que el gallo que canta a medianoche me está llamando, pero nadie me imaginaría amando la vida latiendo en aquel hombre. ¡Si tan sólo hubiera podido conservarlo! Aún siento la impresión extraordinaria del brillo del amor en la mirada 37


de Tomás la noche en que tomé a su esposa. Como a todos, a él también lo había acompañado desde su nacimiento, esperando a que su energía de vida fuera más débil que yo; jamás vi tal brillo en su mirada como esa noche. Así conocí el amor y me creí con derecho de ser humana. Le presté mayor atención y le acompañaba en sus sueños. Sentí mi amor correspondido por él cuando oscureció su vestuario y su ánimo. Comencé a disfrutar sus silencios y soledades, acaricié cada una de sus ideas y de sus lágrimas; aún cuando él creía que era su esposa quien le visitaba en aquella dichosa oscuridad. Tomás no se había vuelto gótico o dark, sólo había dejado de trabajar y sentir. Me halagó cuando se tatuó aquel rostro de Catrina de Posadas en la piel sobre su corazón. Me abrazó la tristeza cuando completó su tatuaje con un anillo en cada pómulo del rostro huesudo, grabados con su nombre y el de su esposa. Me dolió más cuando vi a Tomás comprar, con sus últimos ahorros, la imagen oficial de la Santa Muerte en el Mercado Sonora, así como varios objetos para su altar. No soy santa, ni perversa; no soy de dios, ni del diablo y, si tuviera entrañas, se me habrían retorcido con aquella visión. Aquella advocación de “Niña Blanca”, usurpadora sin sentido, ni siquiera tiene que ver conmigo. Hasta hace algunos años, me veían como lo que soy: la ausencia de la vida. No tengo poderes, ni edad. Mis manos no son las de un esqueleto, y mi rostro no es aquel que me han impuesto con una sonrisa macabra y ardiente. La nostalgia me concede la alegría del Miccailhuitontli y Ueymicailhuitl, meses donde me reunía con los nahuales de Xochimilco a discutir sobre el Mictlan. Los sacrificios humanos, las danzas llenas de colores vistosos y hermosos plumajes, la conservación de cráneos tenían un significado diferente, me daban ese halo de orgullo y gloria ahora perdidos en la modernidad. Los guerreros partían convencidos de que morir era un acto de orgullo, y ofrendar su vida a los dioses era un episodio de amor. ¿Cómo es posible que la gente me canonice para cobrármelo solicitando tal o cual favor? No entiendo que los humanos crean que debo resolver sus necesidades en 38


lugar de hacerse cargo de sus propias vidas. El amuleto niña blanca hace que algunos se arriesguen más y consigan mejores resultados; pero me molesta recoger la sangre de su prepotencia cada vez que se sienten dignos de privar a otros del derecho a la vida... Si tan sólo lucharan así por rescatar su humanidad. ¿Y qué pasa cuando se enfrentan dos seguidores de “la Flaca”? ¿Gana quien tiene la Santa Muerte más grande? Me encantaría obsequiarles un momento de mi eternidad, que pudieran ver los ríos de sangre por las avenidas de la ciudad. Que sientan yacer miles de cuerpos clamando que alguien los escuche para salir a la luz. Batallas despiadadas, epidemias, conflictos de interés y asesinatos son las causas principales de que, bajo las casas, aún existan espíritus que lamentan no ser encontrados. Fue insoportable la madrugada que acudí al llamado de Tomás, cuyos estertores se disolvían en la suavidad de un péndulo suspendido a centímetros de la impotente silla derribada. Varios nudos en sus corbatas le sostenían; uno de ellos alrededor de la viga más alta y, el último, una obra de arte en su cuello desnudo… Así amaneció la oscuridad para su alma suicida ya en mis manos. Aún detesto que los suicidas me controlen, hasta que los poseo. Tomo el camino al cementerio más cercano. A ese donde están los hombres ilustres y donde puedo caminar entre el silencio hasta sentirme mejor. Pero también siento asco por encontrar gallinas negras y pedazos de conjuros entre flores y ofrendas. No puedo más que esperar a que la tormenta pase y pierda fuerza la huella que me dejó Tomás. Ahora me refugio en guerras y terrorismo; busco proyectos humanos para truncar, llantos de bebé para silenciar. Y encontré la manera de castigar la indolencia humana. Así como Tomás, hay más personas sin interés por la vida, que se les ha debilitado: ya no viven, pero aún respiran. A esas almas hospedadas en la inercia… las dejo esperándome.

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El forastero

Óscar Schinca

Con señas, supongo, pidió escuchar música. Después de una amplia y acalorada discusión, los Beatles vencieron a Marco Antonio Solís veintitrés a ocho. Pirata, no hay de otra. Pero es la mejor banda de la historia, ni modo de no ponerle a los Beatles. Le dieron la discografía completa. Hasta le aventaron los discos de Wings, para que se familiarizara con Live and Let Die (when you were youuuung and your heaaart was an open book…) y unos de John también (Imagine, Mind Games; evitaron el Double Fantasy para que el pobre ente no conociera la espantosa voz de Yoko). Dije “aventaron” porque todavía era algo muy nuevo. Nadie sabía si su piel quemaba o si, como en La guerra de los mundos, las bacterias lo matarían al contacto. Apenas le aventaron los discos, él los puso en la portátil HP que le fue proporcionada. Son listos, mucho más avanzados que los simples mortales (supongo que también son mortales, pero menos simples). Y se encerró. Cinco días con sus noches escuchando nada más que las voces de los Beatles, la batería de Ringo y la guitarra llorando gentilmente de George. Al amanecer del sexto día emergió de sus aposentos (humildes, por decir lo menos). En cuanto abrió la boca todos se dieron cuenta de que había solicitado música para aprender el idioma. Intentaron darle nuevos discos; al fin el Buki, José José, Javier Solís, el mismísimo rey del bolero ranchero. Pero el forastero se negó rotundamente. “No quise perder más tiempo”, me diría más tarde en su inglés perfecto. Me tuvieron que llamar. Porque todos hablan inglés en su currículum, pero en la práctica dejan mucho que desear. Yo estaba de vacaciones (es un decir, estaba pasando unos días de licencia en mi casa de interés social en Morelos), pero uno no puede perderse este tipo de acontecimientos. Salí de Cocoyoc antes de que amaneciera hecho la fregada para ver al “marciano”. 40


Voy llegando y me saluda con lo que quise interpretar como una sonrisa en lo que creí su rostro. They’re all tosers, me dijo, con lo que pude distinguir como la voz de un John Lennon muy joven. I’m here to learn… kind of. Quiso ver cómo los humanos se imaginaban la vida espacial. Le di libros, pero se negó rotundamente. I don’t have time for books right now, mate. Le puse todas las películas que me vinieron a la mente. Mi marciano favorito, K-Pax, Marcianos al ataque, Marte necesita mamás, Star Wars, Alien, Depredador, Cowboys vs. Aliens... hasta le puse Plan 9 del espacio exterior. Le gustaron, sobre todo las comedias. Ya entrados en confianza le seguimos con las películas, quería conocer a nuestros héroes. Le puse Die Hard, Pulp Fiction, Terminator, Rocky; joyas de la cultura pop. Su favorita de todas fue K-Pax. Conversábamos mucho. Una mañana me recibió con un “hola” que sonaba a mi voz. No a mi voz real, no a la que escucho en micrófonos, altavoces y los audios de los experimentos, sino la voz que suena en mis oídos cuando hablo, la que escucho en mi cabeza. No le vayas a decir a nadie, prefiero seguir interactuando sólo contigo. Hablamos de filosofía, de viajes intergalácticos. No comprendo por qué tu planeta tiene tanta obsesión con Marte… es como si los demás no existiéramos. Era verdad. Incluso cuando me llamaron para servir de intérprete se refirieron a él como “el marciano”. “Ha de ser porque nos queda más cerca”, respondí. El forastero creía en Dios, su Beatle favorito era George, le fascinaba la idea de las películas basadas en best-sellers y disfrutaba las corridas de toros. No hay nada parecido en mi planeta, decía. A la fecha no sé de dónde vino. No hay vocablos que se asemejen al nombre de su planeta en cualquier lenguaje que conozco y no estoy muy familiarizado con la cartografía cósmica. La última semana que estuvo aquí parecía triste. “Ya me quiero ir”, decían sus ¿ojos? Uno de esos días tristes, el último de su visita, me pidió que viéramos K-Pax otra vez. No dijo nada durante la película. Lloró, creo, si los forasteros lloran. Me despedí de él como todos los días. Antes de cruzar la puerta, me detuvo. You know, Fancisco? Todo esto ya lo había leído. O soñé que lo leí. Era un libro de cuentos y nosotros protagonizábamos uno 41


de ellos, creo que tú lo narrabas. Yo no le creí, pero le pregunté por cortesía quién lo había escrito. No recuerdo. Era mexicano, tal vez por eso decidí llegar a México en vez de a América, como en todas tus películas. Había algo en sus palabras que me sembraba una duda, algo que me hacía pensar en las posibilidades de la nada. ¿Por qué llegar a un centro de investigación biológica en Puebla? ¿Por qué pedir música en vez de libros? Paco, ¿sabes cuál era la última frase del cuento? “¿Cuál?” El universo es una caja de zapatos.

En el ombligo de la luna

Carlos Vara

Todos se conmocionaron al ver aquella majestuosa ave batir en vuelo y alejarse poco a poco del pueblo; vieron como aún en sus fauces gorgoteaba la sangre del reptil que se retorcía por el dolor que el águila ejercía sobre ella, mientras que la sangre dibujaba el sendero que los dioses les darían para llegar al ombligo de la luna y por el cual viajarían tanto buscando expiación por los males que hubieran cometido los antepasados. Pues bien, las leyendas que contaron hace tanto pudieron haber errado de significado con el tiempo y que los hombres no buscaron bien ni interpretaron adecuadamente; el águila sobre el nopal no era señal de un nuevo pueblo ni hogar alguno dado por los dioses, pues Mēxihco no era ciudad de hombres sino en verdad era la luna y su centro que los antiguos buscaron por tanto tiempo. Porque el mundo humano se hallaba condenado desde hace tanto por los dioses, que en su omnisciencia supieron, desde que engendraron al hombre y lo pusieron en el fango que llamaron Tierra, que él mismo arrasaría con la belleza que les sería otorgada. Los dioses ocultos sabían que el hombre no se quedaría en el fango y algún día tendría que buscarlos entre las estrellas. Y así como estaba escrito desde hace tanto, como fue escuchado por los padres de los abuelos y los abuelos de los padres de estos, el pueblo migrante de Aztlán arribó ante aquella ave de hermoso plumaje, profetizada al Joven de los sueños, 42


mismo quien advirtió a su pueblo de los males que azotarían al pueblo a mano de los tepanecas. Ixtlán era su nombre, joven y altanero pero sobre todo valiente, quien sin dudar tomó a todos aquellos que lo siguieron bajo su manto. Y así como estaba escrito desde hace tanto, los llevó por el sendero del águila, la cual devoraba a la serpiente y se postraba en aquél nopal. La contemplaron así por unos minutos, hasta que finalmente volvió su mirada a Ixtlán y le habló sin hablar, y su voz retumbó en la conciencia del mismo quien le dijo a su pueblo: “Sigan al ave hasta el alba, cuando el cielo se torne oscuro y la tierra no sea más que cielo de estrellas, hasta que nos hallemos en el ombligo de la luna”. Todos acordaron que lo harían, mas no todos lo hicieron por siempre. Siguieron su vuelo mientras que del pico de ésta seguía brotando la sangre de la serpiente. Gota tras gota, la sangre que caía del cielo se volvió diluvio y los hombres que seguían el rastro poco a poco se fueron perdiendo entre la tormenta y los islotes, mientras que otros decidieron quedarse donde vieron el nopal. Poco a poco todo el pueblo dejó de seguir el rastro del águila, todos menos Ixtlán y su doncella Zotzín. Ambos siguieron por años el vuelo del ave hasta que los llevase a los confines del mundo, en donde se acababan las tormentas y la tierra se tornaba no más que espacio sin color y el cielo era parte ya del suelo. Ixtlán dijo a Zotzín: “Aquí es, aquí es donde el águila se postrará una vez más”. Pero el ave no lo hizo, no dubitó para planear ni detenerse, sólo siguió su vuelo entre las estrellas y el cielo. El águila regresó con los dioses, y la serpiente, retorcida y moribunda, cayó del pico del ave hacia el suelo estrellado. Cayó postrándose a los pies de Ixtlán, abriendo así un mar incesante de sangre y magia, dejando al descubierto una luz que se vislumbraba a través del reflejo del lago creado por la serpiente. Zotzín dijo a Ixtlán: “Tengo miedo”, e Ixtlán preguntó de vuelta a Zotzín: «¿Por qué habrías de temer, si los dioses nos han dicho el fin de los tiempos?». Zotzín no se atrevió a cuestionar más al Joven de los Sueños que, obstinado por los planes maestros del cielo, se lanzó al lago de sangre y se hundió tanto hasta tocar el 43


fondo. Zotzín todavía dudó en seguirlo en su camino, pero armada de valor confío en los sueños de su amado y de igual forma se hundió, tocando al fin la tierra prometida en lo onírico. Hallábanse ambos sumergidos cuando el águila retornó de su vuelo astral, y de un solo batir de alas secó todo el lago, aglomerando todas las estrellas y arrasando a su paso los planetas y los soles, dejando al descubierto a los amantes que se hallaban postrados en la luna. Solos, desnudos y amándose. Vieron pasar el pasado ante sus ojos y el futuro que, a pesar de incierto, desde su mirada era verdad. Recorrieron todo el mundo creado por los dioses y lo moldearon a su gusto. Tuvieron hijos como el conejo y poblaron todo la tierra. Dieron vida después de que murieron a todos aquellos que conocieron alguna vez. Vieron las guerras y las victorias, vieron aves hechas por el hombre y cómo las usaban para intentar tocar a los dioses, pero por más que intentaran nunca lo harían. Cuando Zotzín se aburrió del mundo, dijo a su Ixtlán: “Amor mío, ¿de qué sirve el mundo y la vida si ya se sabe todo?”. Confundido por la paradoja que le presentaba su amada, Ixtlán quedó sin habla porque él sabía que ya lo sabía todo, pero lo angustiaba no saber aquello que le preguntaban. Decidido por un grado mayor de conciencia, fue en busca de los dioses ocultos por la respuesta que tanto lo acongojaba. Partió por un año solar caminando por el sendero de la Vía Láctea, hasta que al llegar a la puerta del sol el águila que los había guiado por tanto le preguntó: «¿Qué te trae aquí, Joven de los sueños? ¿Acaso no estás complacido por el regalo que se te ha hecho?” A lo que contestó Ixtlán: “No es que no esté feliz por ello, mas me hallo acongojado porque se me ha dicho que lo sabría todo y sin embargo encontré algo que no sé. ¿Serán los dioses capaces de esclarecer mi pena?”. El ave calló y pensó por un largo rato hasta que finalmente habló: “Yo lo veo todo desde mis aposentos, e igual lo sé todo, por lo que escuché a Zotzín cuestionar la vida de los dioses. La verdad, Joven de los sueños, es que los dioses ya han muerto”. Anonadado por semejante hecho, Ixtlán no comprendía del todo lo que 44


pasaba, por lo que el águila le confesó lo siguiente: “Los dioses después de crearlo todo y saberlo todo, de verlo todo y conocer a todos y a cada rincón de su creación, se dieron por vencidos al intentar explicar por qué existían y quién los había creado. Los dioses lloraron mucho tiempo y me mandaron por tu pueblo, para que ellos fuesen los que los reemplazaran, porque a eso has venido, Ixtlán, has venido desde tan lejos para que los dioses pudieran dormir al fin, sin penas ni dudas. Los dioses nunca fueron felices, hasta el día en que ustedes vinieron y engendraron a más dioses que se ocuparan de su mundo. La verdad es que el todo no tiene ningún sentido”. Cabizbajo y sin esperanzas, Ixtlán volvió con su amada, quien saltó de emoción al verlo y le hizo la pregunta causante de sus pesares. Ixtlán le contó todo, exactamente como el águila le había contado y ambos lloraron sus penas esa noche. La luna se inundó por completo hasta que volvieron la mirada hacia la Tierra, al fango de donde hace tanto habían salido. Zotzín tomó de la mano a Ixtlán, e Ixtlán tomó las mejillas de Zotzín y en un cálido beso se arrojaron de la Luna y cayeron al suelo. El agua los siguió en su final suicida e inundó la tierra, dejando plasmada en la misma piedra las siluetas de los amantes. Sus hijos desde las estrellas lloraron su pérdida, pero nunca supieron por qué lo hicieron, así que engendraron más niños para poblar aquella esfera mortuoria donde quedaron grabados sus padres. Pasaron años antes del nuevo viaje que sería el viejo, pasó mucho tiempo antes de que los hijos de Ixtlán y Zotzín volvieran a enviar al ave a cazar la serpiente, a postrarse en el nopal y a llamar a sus padres. Porque si algo he aprendido durante la eternidad es que la vida es un ciclo sin fin, se los digo yo, que he surcado las estrellas por milenios y lo seguiré haciendo, yo que aún llevo fresca la sangre de la serpiente en mi pico. Yo los cuidaré por siempre desde el ombligo de la luna.

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Ausencia de dios

Valerie Vetra

Ella me aseguró que la creatividad desapareció cuando Dios fue secuestrado. Mi madre me dijo una vez, cuando niña y sentadas en la cama, que a Dios lo arrancaron del trono cuando construyeron un robot con emociones. Es que Dios, me explicó, no tiene nada contra los robots. El problema son esos, esos que pretenden ser copia del humano, porque el humano es imagen de Dios y un robot aspirando a humano es un robot aspirando a Dios. Y eso, eso no se puede. Blasfemia pura. Siempre me parecieron extrañas semejantes afirmaciones de mi madre, maestra jubilada de la universidad. Se asume que en las universidades siempre se van a encontrar a mujeres y hombres de conocimientos, pero mi madre era supersticiosa de primera, de esas mujeres que no sale de casa sin consultar el horóscopo en Hoy y que al parecer tenía un complejo a lo Sarah Connor. Aquella fue mi única explicación, porque no éramos una sociedad de robots y estoy seguro que la noticia que ella vio, la del robot con sentimientos, se la fusiló de una revista de lo insólito o de El hombre bicentenario. Su explicación para la muerte de la creatividad fue la ausencia de Dios. Yo me hubiese inclinado al final de Clarke, el final eficaz y predicho, pero no hubo aviso de antelación, ni el surgimiento del Anticristo, ni tampoco se cumplió ninguna de esas profecías apocalípticas. Sentimos la creatividad morir en el aire, en el sol, en nuestras caras. Sucedió de un momento a otro, con un ruido semejante a un suspiro prolongado. Durante unos minutos no funcionó el teléfono, el internet o el retrete. Consideré la lógica, pero, ¿qué era el pensamiento humano, el pensamiento de un humano bendecido en el pecado de la ignorancia para justificar lo que según la mujer más sensata que yo conocía era el secuestro de un Dios? Los artistas no estaban de acuerdo con mi madre; tampoco los ingenieros ni el bolero de la Plaza del Mariachi. Todos acordaban que la muerte de la creatividad era una cuestión pasajera, que bastaría una buena noche de sueño para recuperar las ideas 46


para nuevos inventos, que volvieran las melodías originales, las pinturas, los cuentos y las fotografías. Pasaron los días y la iluminación mental no llegó. La falla continua de los aparatos electrodomésticos acabó por arruinarlos y en cuestión de días volvimos a los arboles buscando sustento, lanzando los celulares descontinuados para poder recoger las últimas manzanas transgénicas. Por primera vez en mucho tiempo éramos los humanos no más que animales, animales de la misma calaña, sin distinciones ni marcas; era entonces también la primera vez que éramos uno, uno con la ausencia de Dios, uno con el Dios destronado que junto a nosotros lanzaba tecnología a los arboles por frutos una vez prohibidos.

Fenómeno

Yobany García

Allá por el año 1926, un circo itinerante del continente americano tenía como principal atracción a un viejo poeta sordomudo. Esa ocasión, llegaron a un pequeño pueblo de la región sureste donde se instalaron de inmediato. Al día siguiente comenzó la propaganda y esa misma noche se agotaron las entradas para presenciar el espectáculo, pues se rumoraba que el viejo tenía la capacidad de materializar las palabras. Así, con el fin de agrandar el morbo de los espectadores, su número se programó para el final de la función. Llegó su turno y la carpa se derramaba de gente. El maestro de ceremonias lo presentó con bombo y platillo, las luces lo alumbraban como un dedo luminoso (como el de Dios) y un silencio solemne invadió el lugar. Entonces comenzó a escribir. De pronto, a la tierra se le abrió el hocico y se enraizó de huesos. El poeta, al levantar la mirada, encontró el lugar vacío. Enfadado por no haber presenciado una ovación, tomó su libretilla con toda la indignación del mundo y caminó, con la frente en alto, lejos del escenario.

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Será leyenda

Silvana Alexandra Nosach

Abandonada en lo profundo del bosque, corre una criatura desnuda. Huye despavorida. Deja tras de sí un rastro de tinta que brota de sus heridas abiertas. Coronada de flores marchitas, Azriel sufre el castigo impuesto por haberse enamorado. En algún sitio encontrará refugio la extraña criatura para sanar sus heridas de amor y recuperarse del dolor que la deja rendida a la orilla del río. La manada se aleja en dirección opuesta. Deben concluir con la cacería del hombre que ha interrumpido la tranquilidad de su mundo. Las hojas secas crujen y el bosque se despierta del ensueño. Mientras tanto, un hombre bueno trata de seguir las huellas de su amada. El amor guía sus pasos en la noche oscura. No teme al bosque y sus designios malditos. La manada, convertida en salvaje jauría, lo intercepta y lo toma prisionero. Danzan el ritmo de los espíritus perdidos, invocan hechizos milenarios, desatan tormentas, se agitan los árboles, se enciende la hoguera de los desesperados. El sacrificio termina en ruidosa ceremonia. La sangre derramada tiñe de rojo las entrañas de la Tierra. Dirán en el pueblo que un hombre desapareció en lo profundo del bosque. Será un misterio que nadie se atreverá a descifrar. Todo pasará, susurra la manada a la distancia al observar a Azriel retorciéndose de dolor, sin que ella lo perciba. Sanarán las heridas, se calmarán las lágrimas, se dormirá su alma, reconstruirá su corazón destrozado, regresará silenciosa a rogar el perdón de los suyos por haberse enamorado de un simple mortal a quien nunca logrará olvidar. Todo pasará, pero para Azriel las cicatrices del verdadero amor serán para siempre, al igual que la tristeza en sus ojos. Ella no será la misma, desaparecerá de a poco. Se convertirá en leyenda entre los mortales y en errante sombra entre los árboles del bosque y sus secretos habitantes. 48


La búsqueda

Mariángeles Abelli

Al osito le falta un ojo. El que le queda, un botón negro a punto de desprenderse, refleja el rectángulo luminoso de la puerta abierta. —¿Y mi mami dónde está? —pregunta el niño, abrazado a la suave felpa morada. Inútil explicarle que su mami no está, que no vive aquí, que hace años que somos sólo la casa y yo, envejeciendo juntos. —Pero si yo vivo acá…—insiste, con la cara y los puños sucios de lágrimas y mocos. Se nota que hace ya varias horas que deambula; pronto oscurecerá y no tengo corazón para cerrar la puerta. Le pregunto si tiene hambre y dice que sí; logro que se siente a la mesa. Me mira encender la hornalla y rebuscar en la alacena. Mientras la sopa de verduras se cocina, le pregunto cómo fue que se perdió; no sabe qué contestarme. El ojo del osito cae sobre la mesa; los ojos del niño desbordan. —No llores —lo consuelo—, con un poco de aguja e hilo se arregla en un santiamén —y rápidamente voy al cuarto de costura. La llave cruje pero funciona, igual que mi memoria; Adela era muy previsora y nunca faltaban carreteles en su máquina de coser. Le sirvo la sopa y pongo manos a la obra. —Elegí un botón —le pido, acercándole un frasco. Desenrosca la tapa y desparrama los botones en la mesa; me inquieta notar que elige uno idéntico al que le queda al oso. Trato de restarle importancia y me concentro en coser los botones. —Listo, quedó como nuevo ¿Viste que no era para ponerse así? —el osito parece mirarme como sabiendo algo; se lo doy al chico, reprimiendo un escalofrío. —Tengo sueño —me dice, por todo agradecimiento, aferrado a su juguete. Lo guío por el corredor; mi mano en su hombro siente la prisa, siente los pasos que, sin saber el camino, parecen saber. Imposible que su mami esté, que hayan 49


vivido aquí; somos sólo la casa y yo, envejeciendo juntos. —Adela era muy organizada, siempre estaba lista para recibir visitas — comento como al pasar. Se saca los zapatos y espera que aparte el cubrecama; increíble que me mire como sabiendo de quién estoy hablando. —¿Sabes

rezar?

—me

pregunta

mientras

lo

arropo.

La pregunta me toma por sorpresa. —Sabía, pero ya me olvidé. Se hace la señal de la cruz y junta las manos. Con los ojos cerrados, bisbisea un Ángel de la Guarda. Apago la luz y entorno la puerta. —Todo va a estar bien —le aseguro, pero ni yo mismo lo sé. En botones

la

mesa

desperdigados.

de

la

Lavo

cocina el

plato

esperan en

el la

plato pileta

sucio y

y

los

guardo

los

botones en el frasco; imposible no pensar en esos dos, tan idénticos. Llevo el frasco al cuarto de costura y, de camino a mi pieza, me detengo junto a la puerta entornada: pausado y profundo, así respira el niño que hace unas horas tocó a la puerta. Ya sin los zapatos, aparto el cubrecama. En vano intento un Padrenuestro. Mantengo los ojos cerrados y las manos juntas. —Todo va a estar bien —me repito—, todo va a estar bien. Siento frío. A tientas busco las cobijas, pero nada encuentro. Abro los ojos: es casi de noche y estoy a la intemperie. Guiado por el desamparo, camino hacia el ínfimo punto de luz que brilla a lo lejos. —¿Y mi mami dónde está? —pregunta mi voz de niño, bañada por la luz rectangular de la puerta abierta.

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Pina Rodríguez

Eduardo Frías

Pina Rodríguez fue el nombre que eligió la paradoja para poder reencarnar en mujer. Esto sólo fue un pretexto, pues la vida delató su verdadera identidad. En pleno mediados de mayo, cuando el calor hacia su tormentoso hospedaje en el pueblo, no era raro verla tiritando con rollizos quitafríos, tampoco no era raro verla en el avasallador invierno con poca ropa y mucho sudor, tampoco no era raro atisbarla caminar sin hacer sombra por la acera de enfrente a las 12:50 después del meridiano, tampoco no era raro escucharla caminar mientras Pina dormía. Por consecuente, no sería nada extraño que hoy, en pleno día de su muerte, la viéramos santiguarse en su propio velorio, o lo que es aún más probable: no sería nada raro que haya poseído un cuerpo para poder leer un cuento que lleve por título su nombre.

Puertas

Néstor Mirley (El Nómada)

Aquel día llegué a la mansión que el doctor Ashford me pidió visitar. Según él, aquí encontraría las respuestas que tanto estaba buscando. El final de mi tormento interior. Me entregó una enorme llave de latón que tenía una especie de runa pagana grabada en el mango. Cuando llegué a la propiedad, la reja del patio se encontraba derribada, así que entré sin más. La fachada de aquel caserón, además del sombrío estilo victoriano, llamaba la atención por lo enorme que era; más que una casa, parecía un castillo. No tenía ventanas, ni vitrales, ni ningún otro tipo de cristalería exterior, sólo los grabados en la fachada y esas enormes gárgolas que adornaban los acabados de las esquinas y torreones. Al llegar a la entrada principal me topé con un enorme portón de madera, de largas y oxidadas 51


articulaciones de metal, como una de esas lúgubres puertas de los cuentos draculescos. La puerta estaba cerrada. Seguí tocando, llamando una y otra vez; esperaba que alguien me atendiera, pero nadie llegó. Entonces decidí entrar. Metí la llave en el ojo de la cerradura. La puerta cedió, dando un quejido. El vestíbulo del caserón estaba recubierto con espejos en las paredes, en el techo, en el suelo. Me vi reflejado, inmenso, ancho y con la cabeza inflada como globo aerostático. La única fornitura normal era una silla junto al fogón, con una mesita y encima de ésta un cenicero con una botella vacía. Pero lo que más llamó mi atención fueron las puertas, incontables puertas colocadas en orden aleatorio. Además de eso, el techo era una enorme bóveda donde serpenteaban infinidad de corredores y puertas que daban al vacío. No había ninguna escalera en el vestíbulo que me llevara hasta las plantas superiores. Entonces elegí una puerta al azar; al abrirla me encontré un pasillo y en el pasillo, más puertas: a la derecha, a la izquierda, en el techo, en el suelo. Puertas. Muchas estaban cerradas, otras abrían y daban sólo a la pared, o a un pasillo que subía, que bajaba, curveaba y terminaba dando justo a la puerta de al lado ( si es que no me encontraba con que estuviera cerrada); había unas que al abrirlas daban inmediatamente a otra puerta y a otra y a otra… formando un túnel interminable de puertas. Algunas estaban irremediablemente cerradas, y no entendí por qué; quizás eran las únicas que me llevarían a algún lugar coherente. A veces por mera ansiedad cerraba alguna con seguro, entonces se escuchaba un “click” como una cacofonía retumbando entre los corredores vacíos de aquel palacio de locos. Una puerta llevaba a otra y la otra a otra que daba a un corredor con más puertas por abrir, y estás a más corredores que atravesar y que conducían a más puertas... Estuve así, andando en espirales o en círculos; a veces me daba la impresión de que al abrir una puerta y cruzarla daba únicamente al mismo lugar, como haciendo y deshaciendo mis pasos una y otra vez. Hasta que de pronto se me ocurrió que la única manera de avanzar era cerrando con seguro cada puerta que atravesara e ir allá donde se escuchara el “click”: cada puerta 52


no cerrada era un ciclo por repetir, un andar interminable por el mismo sitio. Entonces tenía que cerrar la que iba dejando atrás y tomar la que me invitara con un “click”. Varias veces erré y volvía a caer en el juego de los círculos interminables, hasta que al fin descubrí que mi teoría estaba en lo cierto y me vi en la parte alta del vestíbulo, en esa bóveda inmensa cubierta de espejos y corredores y, por supuesto, más puertas. La mesita junto al fogón se miraba ahora diminuta, insignificante, como un mueble de bolsillo, y en los espejos me reflejaba ahora diminuto, insignificante como un miserable insecto. Pensaba en proseguir mi exploración hasta que, mirando hacia el recibidor, noté que el enorme portón estaba entreabierto como una boca burlona; entonces se me erizó la piel, se me congelaron las entrañas, me di cuenta: al entrar olvidé cerrar con llave el portón principal.

Mikistli

Alberto Servín

El periódico de la mañana contenía notas con cifras alarmantes sobre la desaparición de varias personas durante el último mes. Esa misma mañana, Rebeca se dirigía al trabajo en el tren colectivo de la ciudad. El tren se frenó de golpe e hizo que Rebeca regresara a la realidad. Leyó la nota sobre la desaparición de las personas en el periódico de un señor que iba sentado frente a ella. Rebeca se percató de un pasajero intrigante. Portaba un vestido bermellón que le cubría los pies, guantes blancos largos con encaje en las orillas de los codos y un sombrero con flores de cempasúchil. Había algo extraño en ese pasajero: la mirada era fría y penetrante para ser, lo que Rebeca calculaba, una niña de aproximadamente ocho años. La niña la miró fijamente, como una pantera a la mitad de la noche a su presa, antes de darse la vuelta para bajar en la siguiente estación; Rebeca, sin dudarlo un solo segundo, la siguió. —La vida… —intentó explicar Rebeca. 53


—La vida es un sinsentido. Un constante cuestionamiento sobre qué hacemos aquí, para qué queremos vivir y hacia a dónde vamos. Una vez que te decides a averiguarlo, les preguntas a tus padres qué los inspiró a tenerte y recibes por respuesta que no eres más que el producto de una borrachera. Es ahí cuando te das cuenta de que tuviste que venir a este mundo a trabajar, enfermarte y sufrir por un descuido. Luego viene el profundo vacío. Ese vacío que no se logra llenar sin importar que tengas una carrera exitosa, una pareja que te ame, un cuerpo escultural. Y ahora estás aquí, como estúpida con un café en la mano preguntándote si vale la pena seguir, ¿me equivoco? Rebeca quedó helada con las palabras de la niña. Era como si a través de su mirada hubiera leído cada pensamiento que tenía. No importaba que tuviera un buen trabajo y amigos y familia que la amaban: ella no veía lógica a la existencia de nuestra especie. —Me llamo Mikistli, por cierto. —Rebeca, mucho gusto. Caminaron juntas hacia la salida de la estación. Mikistli subía las escaleras con tal gracia que la gente se apartaba para dejarla pasar; parecía como si tocarla fuera mortal. Al salir, Rebeca miró alrededor para tratar de ubicarse. Todo estaba oscuro. Lo único que podía ver era una viejita descalza sentada en una banca de madera que acariciaba un cuervo que comía un pedazo de carne putrefacta directo de su mano derecha. Uno, dos, tres relámpagos se escucharon en el cielo; Mikistli sonrió. —Caminarás a lo largo del bosque hasta encontrar un acantilado. Una vez que llegues… —¿Acantilado? Estamos en la ciudad: aquí no hay mar. —Me parece, Rebeca, que ya no estamos en la ciudad; tres relámpagos son la señal. Como te decía, caminarás a lo largo del bosque por el sendero de hojas muertas hasta el acantilado. Una vez que llegues, gritarás mi nombre con los brazos abiertos. 54


Rebeca asintió como si ella fuera la niña regañada. Sentía el corazón que le reventaba de nervios. Caminó durante un largo tiempo el sendero de hojas secas cuando por fin vio sombras más adelante. Un niño de aproximadamente cinco años contemplaba la foto de una pareja joven y cantaba con nostalgia “manocoxteca nopitelontzin macochi cochi pitentzin”. Rebeca identificó inmediatamente el rostro del niño. El periódico publicó que sus padres habían muerto en un asalto bancario y que el niño había desaparecido días más tarde. Metros más adelante, encontró un adolescente que abrazaba una guitarra cubierta con manchas de sangre y miraba la luna en silencio. Un año atrás él y su novio, ambos de 16 años, estaban en una plaza celebrando su primer aniversario. El novio sacó una guitarra y le dedicó una canción cuando de pronto una mujer homofóbica llegó y mató al novio de un disparo en la cabeza. Por último, había una mujer de aproximadamente 25 años. Bajo sus pies había decenas de cajas de cosméticos rotos. Era una modelo famosa por ser la más delgada y hermosa en la historia del país. Rebeca divisó finalmente el acantilado. El mar rugía con odio y rencor. Metros más adelante, se distinguía entre neblina una isla. Primer relámpago: el viento se agitó y al otro lado, sobre la isla, apareció un hombre con cabeza de chacal, completamente negro que sostenía una llave gigante en su mano izquierda. Segundo relámpago: apareció un hombre vestido con una túnica morada, un cetro que le doblaba la estatura y, mirando fijamente a Rebeca, un perro con tres cabezas y cola de serpiente. Tercer relámpago: apareció un hombre en sandalias, túnica blanca y una corona de espinas en la cabeza. Los tres la miraban con fuego en los ojos. Rebeca recordó las instrucciones que había recibido, pero el miedo la tenía paralizada. Nunca había visto a tres seres tan imponentes. —¡Mikistli! —finalmente gritó. El cielo y el mar se tornaron verde esmeralda. En lo más profundo y oscuro del mar se iluminaron dos grandes ojos amarillos de serpiente que se clavaron en los diminutos ojos marrones de Rebeca. Las olas se agitaron 55


al tiempo que los ojos se acercaban a la superficie. Con una fuerza jamás vista en el mundo, salió una serpiente emplumada. La serpiente miró arrogante y detenidamente a Rebeca. Sentía cada recuerdo de su vida empaparse de esmeralda. Tras examinarla con detenimiento, la serpiente emplumada rugió. Rebeca vio su propio cuerpo vacío e insensible, como de costumbre, caer por el acantilado y experimentó un profundo alivio. Lo había logrado. Había acabado con el ciclo escaso de sentido que era la vida. El cuerpo de la serpiente descendió del cielo y formó un puente entre Rebeca y la isla. Rebeca cruzó para unirse a los tres hombres del otro lado y comprendió que el único sentido de vivir reside en que, paradójicamente, Mikistli nos espera.

Relaciones bilaterales

Carlos Román Cárdenas

Cuando Erislandy Bocanegra se enteró de la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, sintió que toda su vida había transcurrido dentro de una gran farsa. Salió de su oficina en la Universidad de la Habana directamente hacia el taller de su amigo Lenin Hernández. La noticia lo había dejado en un estado de orfandad ideológica; justo como a su amigo, quien, al momento de verlo entrar por la puerta, se encontraba rompiendo y tirando a la basura su colección de discos de Silvio Rodríguez. —Esto es acojopingante, Lenin… estos tipos creen que vamos a tragarnos eso de que ahora somos los mejores amigos, a otro perro con ese hueso —dijo Erislandy nomás al cruzar la puerta—. ¿Y dime tú qué vamos a hacer cuando lleguen los gringos, nos van a mandar a achujar al perro? —preguntó mortificado. Lenin no servía como interlocutor, era más de acciones que de hablar como merolico. Dejó lo que estaba haciendo, caminó rumbo al fondo de la bodega y quitó las lonas que cubrían unos viejos vehículos. —Calma, Abelardito… estos tres nos van a regresar nuestra Revolución, vas tú 56


a ver —afirmó Lenin, con su característica sonrisa torcida. Amigos desde la infancia, Lenin y Erislandy compartían el mismo sentimiento por la patria; eran sus mejores hijos, los amantes más fieles. Amaban a su país y todo lo que representaba el régimen castrista. Estaban convencidos que todos los sacrificios y privaciones tenían como finalidad un bien común. No había sido sencillo creer ciegamente en la Revolución. Hubo momentos en que sus convicciones también flaquearon, sobre todo cuando a su alrededor las familias se fueron desgajando; sin embargo aguantaron, aferrados al discurso, a la trova y al ron. Una húmeda noche de verano, durante un viaje a la provincia, vieron una bola de fuego impactarse sobre un cañaveral. Temerosos de que aquello fuera el principio de una invasión yanqui, aguardaron escondidos detrás de un árbol. Al ver que nada pasaba, se acercaron. Dentro del enorme hueco que había dejado el meteoro vieron una nave espacial. Una puerta se abrió y de ésta salieron tres robots gigantescos, en muy malas condiciones. Erislandy intentó comunicarse con ellos. Una de las máquinas se adelantó y, en español, contestó que ninguno de ellos recordaba nada, que seguramente la memoria de sus computadoras centrales había sufrido daños, y que si podían comunicarse exitosamente era gracias a su desarrollada capacidad cognitiva. También podían mimetizarse, uno de ellos adquirió la forma del viejo camión en que viajaban los amigos; los otros dos tomaron la apariencia de los autos que se hallaban impresos en unas estampas que Lenin guardaba en su cartera: un Belair del 57 y un Ford Fairlane del mismo año. Convencidos de que ese encuentro era la señal de que las cosas cambiarían, Erislandy y Lenin partieron junto a las máquinas de regreso La Habana. Ya en el taller, decidieron bautizarlos. El camión se llamaría Guagua Vladimir; el Belair, Blue Yamilé y el Fairlane, Orestes Marx. Por las tardes, el par de amigos adoctrinaban a los robots con manifiestos, panfletos propagandísticos y grabaciones de los maratónicos discursos del Comandante. También les enseñaron sobre cultura caribeña: desde música, hasta otro tipo de expresiones artísticas. Guagua Vladimir, 57


el líder, prometió que él y sus camaradas velarían siempre por el bienestar de la Isla, que estarían listos para pelear cuando el invasor imperialista se atreviera a pisar su tan amada tierra. Dieciséis años después, en Los Ángeles, el productor Michael Bay anunciaba que parte de la nueva película de Transformers se filmaría en Cuba. Viajarían en tres semanas. Esto representaba una muy importante derrama económica, por lo que el gobierno cubano otorgó todas las facilidades para la realización de la cinta. El día que la producción arribó a la isla, el régimen preparó una fiesta. Agradecidos, los productores americanos decidieron montar un desfile para exhibir parte del equipo. Al final del convoy iban dos tráileres de doble remolque. En el primero, los protagonistas del filme saludaban a los cientos de asistentes, quienes agitaban con desgano banderas de las dos naciones. Sobre las plataformas del segundo camión, unos robots de colores brillantes despertaban la admiración de niños y jóvenes, principalmente. La caravana se detuvo. De un Camaro amarillo bajó el director, Michael Bay. Tomó un micrófono y, cuando se disponía a dirigir unas palabras, recibió el impacto de un proyectil que lo partió en dos. A los demás miembros del staff ni tiempo les dio de reaccionar. Balas, rayos láser; piernas, brazos, sangre por todos lados. La gente, desconcertada, permaneció quieta por varios minutos. Una canción de Buenavista Social Club rompió el silencio. Todos miraron hacia el final de la calle: ahí venían Guagua Vladimir, Blue Yamilé y Orestes Marx. Entonces aplaudieron a rabiar, creyendo que el sangriento espectáculo del cual acababan de ser testigos formaba parte del show. A unas cuadras de allí, dos tipos observaban todo con binoculares, sentados en una banca. Comían palomitas de maíz y maní en cono de papel. Erislandy miró a Lenin y le dijo: —¿Ya tú ves?, todavía tenemos Revolución para rato.

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Insomnes

Karen Reséndiz

Lucinda estaba en el patio de la casa de huéspedes jugando con una vieja muñeca cuando sintió una ráfaga pasar detrás. Asustada, volteó: no había nada, pero una mirada constante se cernió sobre ella. Ahí estaba, con sus largas alas negras extendidas mostrándole que la noche lo era todo; no la que se encuentra adornada de luna y estrellas sino esa, la que está habitada de angustia y soledad. Esa noche cuando el padre de Lucinda le contaba un cuento para dormir, ella, con una lúcida clarividencia, dijo: —No debemos dormir, el día y la noche son lo mismo y son eternos. Su padre, un hombre imaginativo, asumió que era una nueva ocurrencia de su hija y cerró La cenicienta antes del final. —Bueno, bueno, si ahora es de día, puedes tomar una siesta, ¿no crees? —El día no se hizo para dormir. El tono sombrío de su hija, que solía estar llena de luz, lo alertó. Esa noche, a pesar de los múltiples esfuerzos del padre, la madre y hasta de los huéspedes de la casa, Lucinda no durmió. Uno a uno iban sucumbiendo al sueño al borde de la cama de la niña mientras ella con sus ojos de abismo los miraba sin inmutarse. Su abuelo fue el único quien le dio la razón y juró, solidariamente, voto de “insomnolidad”. Al cabo de cuatro días el doctor, preocupado más por la salud del viejo que por la niña, sugirió a los padres disolver pastillas para dormir en la cena de ambos. Sólo Lucinda no probó alimento ese día. Sus padres intentaron disimular su sorpresa, pero su rostro trémulo los delataba, ¿cómo lo sabía? El abuelo durmió plácidamente hasta bien entrada la mañana. Lucinda asistió a clases con toda normalidad y, en su ausencia, uno de los huéspedes de la casa, doctor en letras, expresó que seguramente sufría la peste del 59


insomnio que había documentado García Márquez en Cien años de soledad, pero ¿cómo conseguir el antídoto de tal peste?, ¿cómo era posible que sólo ella hubiera enfermado? Algún otro huésped agregó que el cambió de Lucinda había ocurrido después de que un cuervo se mudara al jardín. El padre de la niña fue tras el ave, pero después de una semana de intensa búsqueda el cuervo seguía rondando los patios y su lugar favorito seguía siendo el árbol frente a la ventana de Lucinda. Nadie sabía qué pasaba y los doctores no podían dar un diagnóstico; no sabían qué ocurría con esa niña de pestañas caídas y rizos escuetos. La madre, angustiada ante esta idea, lloraba al ver los primeros rayos del sol morir y saber que sería otra noche de insomnio; sentía el espíritu quebrado y la realidad confusa. Dos meses se prolongó el misterio, ni médicos ni científicos ni psicólogos pudieron dar una respuesta; el caso alcanzaba proporciones internacionales. Un día, cuando la vigilia se había convertido en rutina, un hombre de aspecto extraño rodeado de aves llegó a la casa de huéspedes con un aliento de misterio. —El cuervo le sacó los ojos a la niña —dijo cuando después de la primera taza de té al fin lo dejaron hablar. —¡No diga tonterías, que la niña los trae bien puestos! —respondió el padre, perdiendo la paciencia. —Hay otros ojos más importantes… los que se llevan dentro del alma; esos fueron los que les sacó el cuervo, y ahora la niña no puede distinguir entre el día y la noche, por eso no puede descansar, anda deambulando entre el aquí y el allá. —¡Este es un charlatán! —gritó el padre de Lucinda; los huéspedes nunca lo habían visto perder la compostura. La madre, sin embargo, quedó muda durante segundos inaudibles de pensamientos atropellados. Sus profundas ojeras enmarcaban sus ojos, dándole un aire de locura. —¿Y cómo le devolvemos los ojos? —preguntó al fin. 60


—Sáquele los del cuerpo… —¡Está usted idiota! ¡Salga de mi casa en este instante! —dijo el padre a punto de agarrar a golpes al forastero. Pero en la mente de la madre quedaron flotando las últimas palabras del hombre de las aves. Sáquele los ojos del cuerpo y recuperará los del alma. Esa tarde, cuando Lucinda regresó de la escuela, su madre la miró fijamente. Descubrió que su hija había perdido el brillo de los ojos y supo que el forastero tenía razón. Días enteros cazó el momento de quedarse a solas con su hija, pero tal parecía que el cuervo, en cotubernio con la lluvia, hacía que todos permanecieran en casa cuidando el insomnio de Lucinda, mientras que su madre la observaba atenta desde los rincones, con su aspecto ojeroso de trastornada. Varias noches, cuando por fin el último se quedaba dormido y unicamente permanecían en vela madre e hija, el graznido del cuervo despertaba a más de uno de quienes les hacían compañía. Finalmente, después de una decena de días lluviosos, el sol brillante resplandeció. El padre salió a cortar el césped, dejándolas a solas. La señora tomó un trinche largo para carne y entró al cuarto de su hija sintiendo un dolorcito en el estómago. La niña inmediatamente supo las intenciones de su madre: la señora olía a miedo. El cuervo apareció en la ventana y comenzó a graznar casi con dolor y se abalanzó a picotazos contra la señora; ella se defendió hasta que de un feroz manotazo logró quitarse al animalejo de encima. No se detendría. Con el trinche en mano, tomó a su hija de una de las coletas y le sacó los ojos. La niña no gritó. La misión estaba cumplida. Lucinda, entre la vigilia de la soledad, escuchó un graznido y luego el caer sobre la alfombra de un objeto blando, luego otro; corrió hacía ellos y sin pensarlo dos veces, ante el descuido del cuervo, se los tragó; la madre suspiró aliviada. Ambas recobraron la conciencia… Al fin descansaron en paz. 61


Xangó

Luciano Doti

Hacía ya un par de semanas que habían comenzado las excavaciones para extender la red de subterráneos, y desde el primer día un equipo de arqueólogos y antropólogos supervisaba todo, a la espera de que hubiera algún hallazgo. La zona en la que trabajaban se encontraba sobre el antiguo casco colonial de la gran aldea que supo ser Buenos Aires; los posteriores rellenos con escombros habían sepultado los restos de ese caserío unos metros por debajo de la superficie. Así que, ahora que las cuadrillas perforaban y removían el subsuelo creando el túnel por el cual se desplazaría el tren, las posibilidades de que se toparan con piezas de valor histórico eran harto factibles. La rutina de trabajo era bastante sencilla. Los obreros perforaban con una máquina abriendo un segmento del corredor; una vez que la tierra y el escombro removido quedaban sobre el piso del túnel, los profesionales de las ciencias sociales revisaban esos desechos en busca de alguna pieza, que podía ser tanto mampostería como mobiliario. En las dos semanas que llevaban excavando habían hallado ese tipo de cosas, pero ese día encontraron una estatuilla que, ya desde el vamos, se les antojó mucho más valiosa. Los antropólogos juzgaron a priori que se trataba de una pieza de estilo africano, posiblemente utilizada por los esclavos de raza negra para algún tipo de ritual animista. Al principio, la estatuilla pasó de mano en mano, hasta que decidieron protegerla, embalándola de manera que no sufriera ninguna rotura accidental. Luego la trasladaron a uno de los museos de la ciudad, a efectos de confirmar las teorías elucubradas al respecto. Pero el daño ya estaba hecho; por alguna razón, esa noche las personas que habían estado en contacto con esa estatuilla comenzaron a actuar de manera extraña. Era la madrugada, y Jorge dormía. Su sueño era bastante profundo, tanto como para no levantarse en toda la noche; rara vez lo hacía, sólo excepcionalmente para 62


orinar. Sin embargo, en ese momento empezó a dar vueltas en la cama, como quien padece una pesadilla e intenta infructuosamente fugarse de ella. Tras unos minutos, cesó esa lucha y se levantó cual sonámbulo; caminó hasta la cocina y se sirvió un vaso de agua. Entonces vio los cuchillos, incluido el dentado para cortar carne; volvió a la habitación, su esposa dormía sobre la cama. Ella despertó y alcanzó a ver a su marido con los ojos blancos, poseído, antes de sentir un dolor desgarrador en la garganta y un fluido caliente mojándole el cuello. Escenas como esa se repitieron en los hogares de todas las personas que habían estado en contacto con la estatuilla el día anterior. En el museo, una antropóloga trabajaba hasta tarde: había decidido quedarse sola para desentramar el origen de la estatuilla y su significado. Recababa información sobre las costumbres de los esclavos africanos en el Río de la Plata. De pronto lo descubrió: la estatuilla recreaba a Xangó, el dios del trueno. Hay quienes sostienen que la palabra “tango”, que nombra a nuestra música ciudadana, es un derivado de Xangó, como así también “fango”. Todas esas palabras que tienen una sonoridad parecida son de origen africano. Los negros solían decir a los músicos que tocaban ritmos sureros: ”Tocá tangó, tocá tangó”, y se contorsionaban al ritmo del 2x4. Luego los compadritos criollos comenzaron a imitarlos y se enredaban simulando un duelo a facón, un poco antes de que el tango llegara a los burdeles con la oleada migratoria de Europa. Cuentan que los negros se extinguieron, un poco porque en las guerras libradas durante el siglo XIX los mandaban al frente, como carne de cañón, y otro poco porque ellos mismos se dejaban morir. Tristes por el trato vejatorio que recibían y con dificultades para entablar relaciones entre ellos, tuvieron pocos hijos puros; aunque las negras dieron a luz muchos mulatos, que a su vez se fueron mezclando con mestizos y zambos, por lo que hoy día por las venas de unos cuantos argentinos corre sangre negra africana. Con todo, su cultura fue erradicada por la generación de 1880: cuando se diseñó la argentinidad, la negritud quedó afuera, y con ella también Xangó. Pero un día la negritud comenzó a retornar. En realidad nunca se había ido 63


del todo. En la otra orilla, Banda Oriental, sobrevivió con forma de candombe, y en los últimos años volvió a cruzar El Plata hacia aquí. Además, llegaron inmigrantes caboverdianos, senegaleses y dominicanos que revivieron esa cultura e hicieron que los argentinos recordáramos nuestra pasado negro. Durante todo ese tiempo, Xangó había permanecido allí, agazapado, sin poder materializarse, a la espera de que alguien lo desenterrara del olvido. Ahora, la sangre derramada por quienes entraron en contacto con su estatuilla lo traía de regreso. Un relámpago iluminó la sala del museo, y luego un sonoro trueno hizo retumbar las vitrinas de exhibición. A metros de ese lugar, en la excavación del subte, las aguas comenzaron a correr por el túnel, y de esa agua se formó un ser que no era de este mundo, que había atravesado vaya uno a saber qué dimensión desconocida para nosotros, pero otrora conocida por los negros que antaño invocaban a ese dios pagano en rituales animistas de carácter secreto. Xangó se tomó un tiempo para cerciorarse de que estaba de regreso, que había dejado de ser sólo espíritu para convertirse en algo material; y una vez que alcanzó pleno dominio de ese cuerpo líquido, avanzó hacia la zona más poblada de la ciudad. Otro relámpago iluminó la sala. Frente a la antropóloga se presentó un ser transparente, tanto como un montón de agua puede serlo. Ese ser le arrebató la estatuilla, y un poderoso trueno provocó un estruendo aún más potente que el anterior. En ese momento, el agua y la estatuilla hicieron comunión. Después, el amanecer de una nueva era.

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La máquina de escribir

Daniel M. Olivera

De todos los autómatas que han existido, aquel que construyó Darío Marcheselli era, posiblemente, el más magnífico de todos ellos: el autómata conocido como «la máquina de escribir». Mi primer encuentro con Marcheselli fue en Tánger durante un viaje de investigación que realicé en Oriente Medio en busca de nuevos descubrimientos que aportaran luz sobre el oscuro y recién formulado indoeuropeo. Marcheselli se mostró interesado y entusiasta por mis conocimientos en filología, así que continuamos la charla en su casa y la acompañamos con una serie de copas de coñac, lo cual llevó la conversación a extremos bizantinos. —¿Y qué diría acerca de la ubicación del lenguaje dentro del cerebro, doctor? —en cuanto oí su pregunta, recuerdo haber derramado el resto de mi copa, con torpeza, sobre mi camisa. Él me tomó del hombro y ambos reímos a carcajadas. —Mire, Marcheselli —me limpié las lágrimas de los ojos y, aún riendo, me dejé caer pesadamente en un sillón; me sentía más mareado de lo que esperaba—, hasta el momento nadie, pero nadie ha podido abrir un cerebro y decir «miren, ven esos puntos, son las palabras». No. Si el lenguaje existe como objeto, debe estar en algún punto del alma humana. Él ya no estaba riendo en lo absoluto. Me miraba con intensidad desde su asiento: su nariz ganchuda y sus ojos claros de pupilas diminutas le hacían parecer un ave de caza que miraba a su presa. De un salto fue hacia su escritorio y me extendió, con pulso tembloroso, una hoja de papel. —Lea, por favor. Tomé y miré la hoja durante unos instantes, ya que me era difícil fijar la vista. Era un documento mecanografiado con torpeza. Entre más avanzaba el texto, más errores encontraba, hasta el punto en que las líneas se volvían completamente 65


ininteligibles. —¿Qué si le dijera que el lenguaje está en nuestra misma carne? —la voz de Marcheselli era grave y oscura, como proveniente de un contrafagot— Electricidad, doctor. Electricidad que cruza nuestra mente. Ahora mismo lo hace. ¿Qué opina?, ¿qué opina del texto que acabo de darle? —Parece una crónica. Cuenta la vida, en un sólo día, de un sastre local. Usted aparece como personaje, por cierto. El estilo es pobre y está terriblemente mal escrito. Al final, son tantos los errores que parecería que quien lo mecanografió oprimía las teclas al azar. —¿Qué cree usted que dice al final? La línea final... —Me parece que «Gloria a Dios» —dije titubeante. Marcheselli tan estaba emocionado que la respiración le fallaba. Aunque era calvo de la coronilla, hizo el ademán de acomodarse el cabello. Luego, se relajó. —Doctor, creo que se hace tarde. Me encantaría que esta velada continuara, pero necesito que venga aquí, mañana, por allí de las 6. Tengo algo maravilloso que mostrarle. No recuerdo cómo logré regresar a mi habitación. Sólo sé que fui deslizándome, pegado a las paredes de los estrechos callejones y escaleras de todo Tánger, hasta que mi traje quedó completamente cubierto de arena. Al día siguiente dudé mucho en regresar a la casa de Marcheselli. Tenía una resaca terrible y mi piel estaba increíblemente reseca. Además, desde la mañana me había acompañado una especie de presentimiento, un malestar que me hacía sospechar que no era buena idea regresar a verlo. Llegué a su casa pasadas las seis de la tarde: me recibió con una alegría inusitada. Vestía un delantal de cuero; me condujo hasta el sótano. Las habitaciones me parecieron aún más oscuras que el día anterior. Nos detuvimos ante una cortinilla raída y sucia que apenas estaba iluminada. 66


—¿Recuerda el texto que le presenté ayer? Déjeme presentarle a su autor. Cuando Marcheselli descorrió la cortina, allí estaba el prodigio. En un enorme vitrolero flotaba un cerebro humano del cual colgaba un breve trozo de la columna vertebral; era como una medusa nadando en perfume. Desde la médula y otras áreas del cerebro se ramificaban alambres eléctricos que salían de la extraña pecera y se desparramaban en todas direcciones. Afuera, conectados con más alambres y pinzas, había algunas baterías eléctricas gigantes, un generador de mano y un par de manos humanas, cortadas y ensambladas a una barra de bronce. Las manos estaban colocadas sobre una máquina de escribir de la misma manera que lo haría una persona al mecanografiar un texto. En ese instante, uno de los dedos tuvo una breve convulsión, como la que tendría un hombre electrocutado, y presionó una tecla. —¿Qué es todo esto? —pregunté con horror. —Al inicio lo intenté con monos, doctor. Cabezas de mono. A la idea de Descartes, que los animales no son más que autómatas. Pero solo logré una serie de alaridos sin ninguna palabra reconocible —Marcheselli cerró la puerta del sótano con la barra y, desde atrás de un mueble, sacó una pesada hacha de leñador—. Después lo intenté con humanos, cerebros humanos. Debían de ser frescos, cerebros vivos, no de cadáveres. Ante la dificultad de mantener los pulmones vivos para reproducir el habla, decidí usar este método. Me alejé a toda velocidad, buscando otra salida. Arrojé varios de los frascos y objetos que había por el laboratorio, pero fue en vano. Las manos del muerto pisaron otra tecla mientras él, con un tajo de hacha, me arrancó una de las manos. Caí de rodillas, intentado detener la hemorragia y llorando por el dolor. —El texto que leyó ayer lo produjo mi autómata, con un cerebro fresco. Sin embargo, el cerebro se degrada fácil. Como ve, el proceso de escritura es increíblemente lento. En cierto momento, el cadáver comienza a escribir incoherencias y a teclear palabras sin sentido. Hay algo extraño: siempre escriben la misma línea antes de 67


detenerse. Tomé un estilete para intentar defenderme, pero de una patada me lo arrebató. —Los textos son burdos, ya que usaba criminales, mendigos. Pero me preguntaba qué sucedería con un hombreee letras elq sta accostumbr a rflll sobr el lenguj. ent,gghh.. aaaKal gffyee,hel.ayudd. Marchhttff corttagg meegg. a a ugffllah1 3hss?., glr aDio.

Mis enanos deformes

Damaris Gasson

El mundo del espectáculo es un medio cruel, competitivo, en donde si no entretienes lo suficiente estás muerto, y si lo haces, es probable que se te concedan apenas cinco minutos de fama. Gardenia estaba consciente de este hecho y, como promotora de espectáculos que era, estaba muy pendiente de buscar actos novedosos, frescos, que le garantizaran un público por el tiempo suficiente como para obtener dividendos de ello. Se movía a través de ferias itinerantes, circos, bares, ferias rurales y cualquier show en donde pudiese encontrar ese «algo» que sabía la esperaba, pero con el que no había dado aún. Un día en que recorría las carreteras, aburrida y ya casi dándose por vencida, entró a un circo itinerante, más por la fuerza de la costumbre que por lo que prometía el aspecto del circo. Era francamente ruinoso, como sacado del siglo XIX: olores a fritangas, juegos de aros y disparos a las dianas en donde los premios parecían haber sido arrastrados por el piso y en donde predominaban las caras de hastío tanto de los visitantes como de los que atendían los puestos. Sólo en el espectáculo de los monstruos se observaba cierta animación y, aunque los personajes eran los corrientes (la mujer barbuda, el hombre más fuerte del mundo, el hombre elefante), le llamó la atención el show de los enanos. Se anunciaban siete enanos como «engendros de la naturaleza», «rechazados con abominación por su propia madre» y quiso comprobar 68


qué tan ciertas pudiesen ser estas afirmaciones. Pagó su ticket en la entrada y, apartando una parte de la carpa ruinosa, procuró sentarse en primera fila para contemplar bien a los enanos. Estos salieron poco a poco, sin mayor ánimo, cabizbajos, hasta que la voz del manejador les gritó: “¡Muévanse, monstruos!” A pesar de la penumbra del local, Gardenia no pudo contener una exclamación ante lo horrorosos que eran los enanos, no sólo por su pequeño tamaño, sino porque sus miembros y rostros parecían haber sido diseñados por un escultor francamente sádico, y esto, unido al abominable baile que estaban realizando, le revolvió el estómago al punto de tener que salir de la carpa. Ya fuera de ella, prevaleció su sentido comercial y se dijo: «Si de alguna manera me puedo llevar a estos enanos y hacer una especie de obra benéfica con ellos, sin duda me ganaré el favor de la gente y obtendré fama. Son horrendos, sí, pero pueden mover a la compasión, como lo hacen los mendigos y tullidos en las calles, pero con un enfoque que me favorezca a mí». Entró a hablar con el dueño del circo y, a través de un pago bastante generoso, obtuvo la propiedad de los enanos sin mayores inconvenientes. La casa de Gardenia era bastante amplia y, al ser los enanos tan pequeños, no representó mayor problema ubicarlos allí con bastante comodidad. Cabían cuatro en una cama individual y la ropa que usaban era de niños. La alimentación tampoco representó ningún inconveniente: una vez que la cocinera de Gardenia superó la repugnancia, se esmeraba en hacerle comidas nutritivas y sanas a los enanos. Los enanos, al principio con temor y desconfianza y luego adaptados a su nueva situación, fueron contándole a Gardenia cómo había sido su terrible destino. Efectivamente fueron abandonados, pues su madre, antes infértil, abusó de los métodos de fertilidad y tuvo ese parto de septillizos cuya visión no pudo soportar. Luego el orfanato, los golpes, las burlas. Luego el circo, los gritos, los bailes, el asco. Consideraban a Gardenia como su verdadera mamá y le decían «nuestra Blanca Nieves». A raíz de este mote, Gardenia ideó montar un show en donde se representara la obra Blanca Nieves y los siete 69


enanos, que resultó un rotundo éxito de taquilla. Los enanos, cada vez más felices y confiados, ponían el alma en su actuación, y era tanta su pasión que su fealdad se veía eclipsada a medida que progresaba la obra; la fama y la fortuna le restaban peso a la fealdad. Pero Gardenia estaba empezando a sentir una cierta incomodidad, una sensación indefinida de celos o envidia hacia los que consideraba como de su propiedad. El show de los enanos se popularizó a tal modo que tuvieron que emprender giras internacionales, a las cuales Gardenia ya no estaba siendo invitada, pues parecía estar empezando a padecer de una extraña enfermedad deformante. Con los enanos fuera, se veía en el espejo y observaba cómo sus rasgos se ponían cada vez más deformes, más grotescos; comparado a los de los enanos, en los que parecía haber ocurrido un milagro. Así se acumuló la rabia, y ésta a su vez generaba más deformidad. Gardenia asoció enseguida el progreso de su enfermedad con la sanación de los enanos y comenzó una larga peregrinación a través de las ciencias médicas y de la pseudo-ciencia para encontrar una cura. Finalmente dio con un mago alquimista que pudo darle una explicación: “Gardenia, estás siendo víctima de una «transferencia involuntaria del mal»; la felicidad de los enanos y tu amargura sirvieron como puente para que ellos te traspasaran su deformidad. Esta transferencia funciona parecida al Mal de Ojo, pero sin mala intención. Deberás hacer un ritual mágico con belladona para que la transferencia se anule. Dásela de comer o beber a los enanos, pero recuerda: una dosis muy baja no surtirá efecto y una muy alta los matará”. En el aniversario de la adopción de los enanos corrió a la cocinera y preparó ella misma una torta de moras combinada con los frutos de la belladona. Los esperó con ilusión, segura de que resultaría todo bien, de nuevo ella la bella Blanca Nieves con sus siete enanos hermosos. Estaba muy pendiente de darles una rebanada pequeña para evitar males mayores y una grande para ella para garantizar la efectividad de la poción. En la noche no llegaron y al amanecer, cuando Gardenia fue a la cocina, los encontró muertos al lado de la torta, totalmente consumida. 70


52*12´29´´N – 0*07´21´´E

Miguel Lupián

Subiste al taxi renegando por haberte equivocado de puerta. De ese lado del mundo todo era al revés, sobre todo en las noches. Pronunciaste la dirección del hostal sintiendo cómo las palabras extranjeras se enredaban en tu lengua, golpeaban el paladar y salían escupidas una octava por encima de tu tono habitual. Toda una desgracia. ¿De qué diablos te servía leer libros y revistas, ver películas y programas de televisión, escuchar música en su idioma si tu pronunciación confirmaba los clichés de tus paisanos? La sonrisa del taxista se colgó del espejo retrovisor, atravesando la portezuela de seguridad que los separaba. Apenas te colocaste el cinturón de seguridad, con voz cavernosa y fuerte acento isleño, el taxista preguntó mientras se ponía en marcha: —¿Escritor, verdad? La pregunta no te sorprendió: por tu aspecto lo asumen enseguida. —Sí —contestaste, sin puntos suspensivos ni comas, colocando un tajante punto final. Habías cruzado el océano para olvidarte de los sinsabores de la escritura. ¿Quién habrá sido el romántico (o ridículo) que te aconsejó tener paciencia, que con el tiempo escribirías mejor? Con el tiempo sólo te has vuelto predecible, tratando de escribir mejor (sin lograrlo, evidentemente) la misma historia. No, no querías pensar en ella. —¿Qué escribes? —volvió a preguntar sin darse cuenta (o sin importarle) que no querías hablar del tema. Sin embargo, como cada vez que te preguntaban lo mismo, tu boca se abrió automáticamente y dejaste escapar un orgulloso: —Terror. —¡Ah! —Sus ojos se abrieron tanto que por un momento pensaste que en el espejo retrovisor se reflejaban dos lunas llenas—. Este barrio podría inspirarte: tiene más de 600 años. 71


Al asomarte por la ventana las construcciones te parecieron más viejas de lo que aparentaban e imaginaste que de sus ladrillos ahumados escurrían misterios y fantasmas. ¡Detente!, te ordenaste. ¿No has escrito suficientes historias de fantasmas? ¿No has... —¿Has escuchado hablar de El Jim? —preguntó, interrumpiendo la vorágine de cuestionamientos que estaba por engullirte. —¿El Viy? —respondiste, pensando en la historia de Gogol. —El Jim —repitió lentamente, pronunciando con amplitud cada letra. El nombre permaneció flotando en la cabina del taxi, bombardeándote imágenes y referencias, pero no pudiste asociarle ninguna. —Es el que te lleva al otro mundo —explicó ante tu silencio. —Como una especie de Caronte... ¿Es una leyenda de tu país? —Yo no tengo país —respondió tajante, pasándose la luz preventiva del semáforo. Aprovechaste la incomodidad del momento para acomodarte en el sillón y cerrar los ojos un par de segundos. Al abrirlos, viste pasar tu hostal por la ventana. —¡Oye! —gritaste, dirigiendo la vista al espejo retrovisor, pero había cerrado la portezuela de seguridad, privándote de sus ojos y sonrisa. Buscaste algún botón o palanca que te permitiera salir. Únicamente encontraste, colgando en el respaldo del asiento, su permiso para conducir. En la oscuridad sólo brillaban sus ojos, sus dientes y su nombre: El Jim.

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Autómatas Dirección Miguel Lupián

Equipo Editorial Ana Paula Rumualdo Flores Adrián “Pok” Manero Manuel Barroso Chávez Mariano F. Wlathe (diseño editorial) Francisco de León

Arte Xiana LaDriada

Contacto Penumbria.mx Facebook.com/Penumbria @RPenumbria revistapenumbria@gmail.com


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