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37 Marzo, 2017
Penumbria se forma utilizando software y tipografĂas open source.
Índice Torre de Johan Rudisbroeck Tienda de antigüedades del perverso Mefisto Cima El cuarto de arriba Sólo te extraño cuando respiro MiniRP 136 Chizoka Inmortalidad Evasión Los dones de los drones Ni siquiera su nombre MiniRP 137 La tierra del eterno retorno Biopsia Una pesadila Shiragiku Turista emocional Turista emocional (ilustración) El frasco de las inmundicias Oculorum La mudanza Con un tiro en la cabeza MiniRP 138 La hilera Belleza eterna Déjame ir La Iglesia del cráneo cósmico MiniRP 139 El efecto sombra Ritual Autómatas
4 5 6 8 10 11 12 13 16 17 18 20 21 23 25 26 28 30 31 34 36 39 41 42 43 48 51 51 52 53 55
Torre de Johan Rudisbroeck Miguel Lupián Iniciamos el año entre una densa nube de incertidumbre política/económica y tratando de curar las heridas que los ataques masivos a páginas web nos ocasionaron (esperamos haberlo solucionado para cuando estés leyendo esto). Pero para eso sirve la literatura fantástica: para ver la realidad desde otros ángulos, para ponernos en el lugar del otro, para escapar unos momentos y regresar con la mente burbujeante de ideas y hacerle frente a los problemas. Así lo hemos hecho los últimos cinco años y no hay razones para desistir; al contrario. Los participantes de nuestra convocatoria piensan lo mismo y atiborraron el correo con sus historias delirantes. A pesar de que no tuvimos un tema específico (sólo lo fantástico en general), predominaron dos tópicos. Por un lado, una doliente preocupación por el deterioro de las relaciones personales, sobre todo entre parejas (tal vez tuvo que ver el día del amor y la amistad). Por el otro, nuestra ilustradora invitada, en una coincidencia cósmica, nos entregó unas portadas deliciosamente lovecraftianas (recordemos que el 15 de marzo se cumplirán 80 años sin el abuelo Lovecraft). Para los números de este año decidimos incorporar la nacionalidad de los participantes, los tuits ganadores de nuestro ejercicio tuitero #miniRP y, a partir de este número, entregaremos un reconocimiento virtual (tentáculo de obsidiana) al mejor cuento (al más votado por el equipo editorial). En este caso, se trató de “Cima”, escrito por Guillermo Verduzco, con el que despegará esta antología. Bienvenidos a un 2017 que exigirá todo el poder de nuestra imaginación.
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Tienda de antigĂźedades del perverso Mefisto
TENTÁCULO DE OBSIDIANA
CIMA
Guillermo Verduzco México
Está sentado en la cima de la montaña, rodeado por sus Máquinas oxidadas e inservibles, el cadáver putrefacto de su hermano en el suelo, a un lado. Afila sus truenos. Afila sus truenos hasta que sus truenos tienen sólo dos dimensiones. El horizonte sin forma es de un azul hiriente. Se levanta pesadamente (cómo le duelen las piernas, cómo rechina su espalda, hueso raspando contra hueso, carne fláccida apuntalando apenas alrededor) y se acerca al borde de la cima. Observa a los hombres debajo, en el mundo. Corren, gritan. Se matan, fornican. Cada vez hay más, piensa. Apunta hacia donde se encuentra una buena concentración de cuerpos. Levanta un trueno afilado y lo suelta. Muerte y fuego. Los hombres que no han muerto al instante del impacto se retuercen y aúllan y segregan una solución de agua y sal y aceites desde sus ojos, una solución que tortura su carne quemada mientras desciende por lo que ya no se puede considerar rostros. Otros hombres lloran por los cuerpos destruidos y por los cuerpos que aún se encuentran vivos en el sentido más estricto de la palabra pero que serán solo cuerpos destruidos en meros momentos. Los hombres (todos hombres aunque entre esos cuerpos haya ellos y ellas) miran hacia la cima de la montaña y proyectan haces dirigidos de odio en su dirección. Los mira desde la cima, escucha sus aullidos. Regresa y se sienta entre sus Máquinas antiquísimas y rotas, al lado de su hermano postrado y roto. Afila otro trueno con otro trueno. Cada vez son más, le dice al cadáver de su hermano. El cadáver ha comenzado a emitir gases invisibles desde varios de sus orificios. Uno de sus ojos ha escapado de su órbita y se desliza por la mejilla azul y tumefacta como un enorme caracol sin concha. Las puntas de las costillas flotantes han comenzado a romper la piel del torso y sobresalen como cuernos blancos. Siempre iban a ser más que nosotros, dice el cadáver de su hermano. Siempre lo 6
supimos y aún así seguimos adelante. Cállate, le dice a su hermano y toma otro trueno de entre las Máquinas y lo afila hasta que es unidimensional. Una de las pantallas en una de las Máquinas inservibles emite un quejido profundo y electrónico que remueve algo oscuro en un recoveco húmedo de su cerebro. Una pantalla quebrada y cubierta por una película lechosa (como la mirada del cadáver de su hermano) se enciende y vomita una serie de números que también son palabras. Año cien mil, grita la Máquina con voz de pistones, año cien mil. Detener proceso, regresar a casa, grita. Sobre la montaña, afila sus truenos. Se levanta (hueso quejido edad tormento) y se asoma sobre el borde. Cada vez más. Observa con frío terror que han empezado a construir máquinas. Ya no viven en cuevas: viven en cuevas que no son cuevas y que están hechas con sus asquerosas manos. Toma uno de los truenos más afilados, aquél que es casi un pensamiento, y lo dirige hacia una enorme concentración de cuerpos y máquinas que no son Máquinas y cuevas que no son cuevas. Libera el trueno. El fuego casi lo hace sonreír, pero sabe que no puede tomar ningún placer de estas acciones. Abajo, un remedo de ciudad, una ciudad que no es Ciudad, arde entre fuego verde. Sus hombres, hombres-otros y hombres-larva mueren todos a un mismo tiempo. Esta vez no hay gritos, no hay tiempo. Pero mira más allá: cada vez son más. Regresa al lado de sus Máquinas y de su hermano, todos rotos. Cada vez son más, le dice a su hermano. El cadáver de su hermano ni siquiera mueve su boca llena de dientes rotos y lengua amoratada para responder: siempre lo supimos. Cállate, le dice al cadáver de su hermano. Afila un trueno hasta hacerlo desaparecer. Se levanta y mira el cadáver de su hermano que le sonríe y se dirige hacia el borde de la cima de la montaña y mira que cada vez hay más y que han construido máquinas que cada vez se parecen más a las Máquinas y que viven en cosas que ya no guardan ningún parecido con una cueva y que cada vez hay más y alista el trueno entre sus manos. El trueno es tan afilado que un extremo, casi abstracto, lastima uno de sus dedos. De la herida brota una sola gota de roja sangre. La gota cae desde la cima de la montaña durante años enteros hasta estrellarse con un sonido subliminal en la tierra del mundo debajo. De la tierra humedecida de sangre se alzan manos. Las manos están adheridas a brazos y los brazos adheridos a cuerpos que también se alzan. De la gota absorbida por 7
la tierra se levantan hombres: ellas y ellos, completamente formados. Desde la cima de la montaña mira la gota con expresión petrificada mientras la gota se derrama al aire en formas de hombres. Regresa y se sienta al lado del cadáver de su hermano, al lado de sus Máquinas. Siempre lo supiste, dice el cadáver de su hermano.
EL CUARTO DE ARRIBA
Yadira Oceguera México
Desperté sola. Él no subió a despedirse. No me sorprendió, habíamos peleado. Una tontería, evidencia de lo frágil de nuestra relación. La noche del pleito no contesté sus preguntas ni le di las buenas noches. Habíamos tenido una reunión familiar. En cuanto se fue el último invitado me dirigí al cuarto de arriba, refugio para cualquiera de los dos que lo invadiera primero. Usualmente lo compartimos. Cuando peleamos, en cambio, hay que darse prisa y establecerse en el cuarto de arriba primero que el otro. Es una regla tácita. Si hay una riña, seas culpable o no, tendrás que subir y disculparte con quien haya llegado primero. Aquel día lo gané yo. Esperaba una disculpa, algo de sexo, dormir acurrucada. No ocurrió. Cuando me levanté, él ya no estaba. Por la tarde antes de irme le envié un mensaje sugerente. Le avisaba que lo veía en la noche. Él entiende bien estos mensajes, los responde de inmediato, pero aquella vez debía sentirse muy ofendido, no respondió. Cuando volví, había luz en el pasillo. Escuché la regadera. Me alegré, pero él no había contestado mi mensaje, era obvio que seguíamos en guerra. Encendí el televisor de la cocina y me preparé la cena. Lo escuché saliendo del baño. Seguí haciendo mis cosas lo más ruidosamente posible. Me distraje con la televisión y la cena. De pronto me di cuenta que llevaba un rato sin escucharlo. Seguro ya está dormido, pensé. Limpié la cocina y subí. El cuarto de arriba está en el tercer piso. En el segundo está nuestra habitación. La puerta de ésta estaba entreabierta y la luz prendida. Una invitación a quedarme con él. El solo hecho de que no estuviera ya instalado en el cuarto de arriba era un buen signo. Pero no había salido a recibirme. Sin duda me oyó llegar con el escándalo que hice, por lo que volví a sentirme molesta. Seguí de largo para llegar al cuarto de arriba. Encendí la tele y puse una serie de misterio. Me sugestioné con la trama y creí oír ruidos extraños. Bajé el volumen. Eran sus ronquidos. Decepcionada al saber que no vendría, apagué el televisor y me dormí 8
también. Por la mañana percibí su voz. Me sorprendí, a esa hora él debía estar en el trabajo. Era el televisor de nuestro cuarto. Lo dejó encendido, cosa rara, porque suele cuidar escrupulosamente los gastos en casa. La cama estaba tendida. Otra anormalidad, nunca la tiende. Pensé que era por quedar bien conmigo, un signo de paz. Supuse que me llamaría en el día y se disculparía. No hubo tal llamada. Era viernes. Llamé a mi hermana para invitarla al cine pero tenía un compromiso. Lo menos que yo quería era pasar la tarde encerrada, así que fui sola. Mientras elegía la película me sentí observada. Al voltear creí verlo caminando entre las personas, pero no pude ubicarlo después. Compré palomitas. No me gusta comer en el cine, pero quería acompañarme de algo. La película logró arrancarme una lágrima: empezaba a sentirme desdichada. Casi al final sentí con claridad una mano tocándome el pelo. Recordé que creí verlo afuera y sonreí. Seguro está detrás de mí, pensé. ¿Le habrá avisado mi hermana a dónde venía? Lo escuché carraspear. Así que mi sorpresa fue enorme cuando volteé y no encontré a nadie detrás. Lo extrañaba con el alma. Decidí que sería yo quien doblaría las manos. De camino a casa pasé al súper. Me compré un calzón sexi, vino y cerveza. Al llegar a casa encontré la luz prendida. ¡Ya llegué!, grité. No hubo respuesta. Pero escuché el televisor. Coloqué velas. Me puse mi calzón nuevo. Serví las bebidas y así, en puro calzón, subí a ofrecerle mis más sinceras disculpas. No lo hallé en la recámara. Me asomé al baño, no lo vi. Subí al cuarto de arriba, nadie. Me asombré mucho. Tal vez yo dejé todo encendido cuando salí. Soy más descuidada que él. Me vestí y bajé a cenar sola. Me acosté tarde, en el cuarto de arriba. Llevaba un rato dormida cuando me despertó el ruido de su llegada. Claramente lo escuché cerrando la puerta, tomando una ducha. Escuché pisadas en la escalera de caracol y me latió el corazón. Vaya, pensé. Pues ahora no lo voy a pelar. Me hice la dormida, y luego realmente me quedé dormida sin darme cuenta. Al día siguiente no estaba triste sino enojada, muy enojada. Marqué a su celular. Entró el buzón. Marqué a su trabajo. ¿De parte de quién?, me contestó una mujer. De su esposa. ¿De su esposa?, repitió la voz. 9
¿Puedo hablar con él, por favor?, insistí. Es que… Permítame. Me respondió una voz de hombre, que me resultó conocida. ¿Señora? Soy el licenciado Vázquez. ¿Cómo está, licenciado? ¿Puedo hablar con mi esposo? Es urgente. Es que… No está aquí. Me explicó, como mejor pudo, que había sido despedido hacía una semana y no lo habían vuelto a ver. Colgué el teléfono con la misma extraña sensación que he tenido desde entonces. Han pasado dos meses. No estoy asustada. Lo escucho llegar e irse de casa. Lo oigo cuando está arreglando cosas. Ya no se esconde de mí… Lo siento cuando se acerca y me acaricia el pelo. A veces me respira en la nuca, como me gusta. En ocasiones pierdo un poco los estribos. Especialmente cuando la familia insiste en que lo busque. No tengo por qué buscarlo. O que busque ayuda para mí. No necesito ayuda para mí. Sólo me molestan sus nuevos hábitos: deja la tele encendida, la llave del agua abierta, la luz prendida… Así que de vez en cuando le lanzo objetos, como vasos y ceniceros, ahí donde sé que está, aunque no lo vea, y le exijo consideración. Esas noches me quedo en el cuarto de arriba y me deleito oyendo sus pisadas en la escalera de caracol y sintiendo sus manos acariciando mi cabello, a manera de disculpa.
SÓLO TE EXTRAÑO CUANDO RESPIRO
Mariano F. Wlathe México
Mario contenía el aliento. Estaba sentado en el fondo de la alberca de un hotel a veinte pisos de altura. No era un huésped, pagaba una mensualidad para poder usarla por las noches. Nadaba para escapar. Ese día, no tenía a dónde ir. Estrechó la pesa que lo mantenía sumergido. Cientos de burbujas se escabulleron por su boca, como las palabras que nunca dijo. «Pamela, ¡vete al diablo!». El agua clorada limpiaría toda la ira que aún le quedaba, la tristeza, el amor, los recuerdos. Pamela lo dejó seis meses atrás. Él no le dio ninguna razón para quedarse. Ambos estaban conscientes de eso. Sin embargo, Mario la amó. No de la forma que él hubiera querido ni de la que ella necesitaba, pero la amó. Cuando ella se fue, él sintió que merecía una compensación. Había dado mucho, incluso si nadie lo quiso o le importó. Pretendió estar enojado con ella, aunque siempre supo que esa furia era contra sí mismo. No quería verla de nuevo a pesar de que, por momentos, creía que esa era la única forma de resolver su condición. 10
Despertó en el hospital en medio de preguntas que no le importaban. Necesitó buscar otra piscina para nadar por las noches. Encontró una más pequeña en una planta baja, extrañaría la vista desde el hotel. La primera vez que entró al agua tuvo miedo. Dio un par de vueltas para acostumbrarse. Le costaba respirar. No alcanzaba la superficie, como si su cuerpo estuviera aún abrazado a la pesa. Nadar ya no era un escape. Dejó la alberca y salió a caminar. Terminó en un café. Tomó uno de los libros que estaban en la estantería junto a la puerta. Frecuentó el café por varias semanas. En un par de ocasiones platicó con el encargado. «No intenté suicidarme —decía—. Me ahogaba desde antes de entrar a la alberca. Quería recuperar el control. Dejar atrás el miedo, las mentiras, el recuerdo de Pamela». La mayoría de las veces sólo leía. Mario odiaba el espejo en el baño del café. El azul de la decoración le devolvía un reflejo que parecía sumergido. Un día, sintió que se ahogaba. Se sacudió en el piso del baño con los ojos en blanco y la boca abierta. Sus problemas para respirar empezaron dos meses después de que Pamela se fuera. Al comienzo, no era más que una sensación en la nariz, un aroma que permanecía. La primera vez que lo percibió caminaba por la calle. Llegó a él, como un recuerdo que no pudo reconocer. Anidó y creció con el tiempo; se volvió táctil. Los doctores no encontraron ninguna obstrucción o partícula. La dificultad para respirar se incrementó. Una noche, Mario despertó por la falta de aire. Mientras se estremecía en medio de la cama, reconoció el olor. Quiso llamar a Pamela y contarle, pero no tuvo el valor. No sabía cómo decirle que el aroma de su cabello lo estaba matando. Salió tambaleándose del baño. Deambuló de una luminaria a otra. Lo peor del olor, para Mario, no era que ocupara demasiado espacio impidiéndole respirar: era que todos los recuerdos que despertaba dolían. Apenas pudo caminar, se asfixiaba despacio con la fragancia de Pamela. Llegó hasta la banca de un parque, donde solía esperarla. Por un momento, antes de que sus pulmones colapsaran, Mario disfrutó de los recuerdos que traía el aroma. El olor era muy específico. No era su pelo, era una parte de su cuello, detrás de la oreja. La parte que besaba cada vez que se acostaban y él la abrazaba.
#MINIRP 136
@LobodePapel
Mucho después del espejo, Alicia atravesó el incendio para descubrir que las maravillas ya no son lo que eran. 11
CHIZOKA
Anthony Zaldívar Perú
Efenewa y Akumebe recorrían las calles de la ciudad que los abrazaba con sus paredes de geométricos arcoíris. Una amalgama de colores y formas que hubiesen puesto celoso al propio Ulunala, el sehari del arte. El delicioso aroma de las imendas, unas dulces frutas moradas, los llevó hasta un anciano que las ofrecía, con melodiosa voz, sobre un trozo de cuero de búfalo. —¿Qué trae a una odaboi y su kalunye a Zingoa?—preguntó el hombre, entregándole la imenda más grande y jugosa. Las odaboi, como Efenewa, eran mujeres a las que los Banwili, entidades divinas, habían otorgado el don de manipular el gaji en procura del bienestar de todos los seres de la Sabana Eterna. Ellas siempre iban acompañadas de los kalunyes, animales guardianes, unidos a las odaboi por un lazo de gaji, que los hacía uno ante la presencia de los Banwili. Akumebe era un grácil y fuerte guepardo, cauteloso y perspicaz. Sus oportunas intervenciones habían sacado de apuros a su compañera en más de una ocasión. —Una misión muy arriesgada —respondió Efenewa, después de engullir la mitad de la imenda de un enorme mordisco—. Luego, continuaremos con nuestro viaje. —Parecen hambrientos ¿Me regalarían el honor de alimentarlos en mi casa? Efenewa y Akumebe asintieron, pues no habían comido en dos días, así llenaban sus estómagos y alegraban a un viejo hombre que creía que alimentándolos se congraciaría con los Banwili. Tras una hora de caminata, llegaron a su humilde hogar, una pequeña choza con muros de colores carcomidos por el tiempo. El anciano puso ante ellos un festín de manjares: Estofado de gacela acompañado de garbanzos salteados y una jarra de licor de imenda. La celebración se prolongó hasta la noche, Medila, la esposa de su anfitrión, les pidió que antes de irse bendijeran a su nieta de apenas tres días de nacida; la madre había muerto durante el parto y temía que los malos espíritus le hiciesen daño. Efenewa sostuvo entre sus brazos a la pequeña criatura. Entonces, Akumebe se colocó en frente de ambas. —¡Mata al Chizoka! —vociferó el kalunye. —¿Qué pasa? —balbuceó Medila. La odaboi no podía creer que un ser indefenso como ese era la reencarnación del Chizoka, la entidad portadora del caos que cada mil años asolaba la Sabana Eterna. Desde el principio de su misión supo que sería difícil matar a un bebé recién nacido. 12
Aquel encuentro con el vendedor de imendas, aquel banquete ofrecido por él, todo había sido parte del plan urdido por Akumebe y ella para llegar a aquel momento. Efenewa jamás tendría una hija, pues las odaboi eran estériles; los Banwili celaban sus dádivas y no permitirían que obstáculo alguno se interpusiese en la senda de las mujeres que elegían. Ella nunca vería su oscura piel, sus largos rizos y marrones ojos en algo más que no fuese el reflejo de su rostro en el agua de un río. —¡Mátalo! —repitió Akumebe. Cuando la duda finalmente se disipó de la odaboi, una fuerte ráfaga de viento arrancó de sus brazos a la niña, elevándola en el aire a la vez que era envuelta en un remolino de sombras. De la oscuridad emergió una mayestática mujer desnuda que se alzaba por encima de ellos. Pareciese que en su derredor flotaban pequeñas partículas oscuras semejantes a una nube de cenizas. Akumebe se abalanzó contra ella, pero la encarnación del Chizoka se esfumó junto a la oscura aura que irradiaba. Efenewa y su kalunye habían fracasado, la destrucción de la Sabana Eterna era inminente.
INMORTALIDAD
Daniel M. Olivera México
Nunca, en toda mi vida, había conocido el mundo que existía fuera de mi habitación. Diecinueve años sin sentir el viento o el sol durante un único segundo de mi existencia. Mis padres nunca lo permitirían. Temían que yo, su única hija, cumpliera en carne las pesadillas de los habitantes del pueblo. Mis padres lloraban por lo menos una vez a la semana, por las noches: sus vecinos los odiaban, los insultaban, arrojaban rocas, animales muertos y pestes a nuestra casa. Mi madre rezaba fervorosamente para que Dios me arrancara la existencia. La única persona que entraba en mi habitación era un anciano sacerdote, el cual estaba casi ciego. Él tomaba mi confesión semana tras semana, sin falla. Dejó de asistir cuando, al darme fuerza, me tomó de la mano y luego tocó mi rostro: salió con rapidez, tropezando y murmurando en su huída. Mi cuerpo era una prisión dentro de una prisión. Yo estaba acostumbrada a las deformidades de mi rostro; a mi piel reseca, irregular y enferma. Los tumores y escoriaciones de mi carne dolían como un infierno, pero estaba habituada a ello desde mi nacimiento. Por las noches, me drogaban para que no despertara a nadie con mis aullidos de dolor.
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Tenía sueños maravillosos. En ellos, yo era un apuesto y joven profesor de otro tiempo: un siglo que no lograba reconocer. En cada sueño, seguía a un grupo de hombres morenos y casi desnudos. Nos adentrábamos en el corazón de la selva. Yo avanzaba dando tajos con los machetes; las botas sucias por el fango y la ropa empapada por la lluvia. Únicamente nos deteníamos para comer insectos y pequeños animales. Allí aprovechaba para revisar los antiguos mapas y libros que llevaba conmigo. Al despertar, regresaba a mi realidad: el sótano con olor a orina y mi carne llena de teratomas. Esos sueños eran mi única felicidad. Finalmente, mis padres encontraron un método para deshacerse de mí: me entregarían en matrimonio. Mi esposo llegó una noche oscura, en la hora exacta cuando nadie podía verme. Me cubrió con un velo negro y me llevó fuera de la celda donde había pasado mi vida entera. Ese fue el único momento en que pude observar el cielo abierto: era hermoso. Necesité mucho esfuerzo para subir a su carruaje, ya que mis rodillas deformes se negaban a doblarse. Mi esposo olía delicioso y estaba bien afeitado. Durante el viaje, él exigió que no me despojara del velo. No pude mirar ni un poco del mundo extraño y desconocido en el que vivíamos. Al llegar a mi nuevo hogar me recluyó, casi desnuda, dentro de una jaula, la cual reposaba en el interior de una carpa que no me permitía ver el cielo. Todas las noches las personas pagaban para verme y se horrorizaban. Me arrojaban huesos y basura. Me lanzaban esputos babosos que escurrían por mi rostro y me gritaban horribles insultos que me despojaban de mi dignidad. Mi esposo llegaba horas más tarde de que la función había terminado. Venía acompañado de sus amigos y sus amantes, quienes me azotaban con correas de cuero y perforaban mis tumores al clavarles la punta sucia de una barra de hierro. La última noche me azotó la cabeza con tal fuerza que quedé inconsciente hasta la mañana siguiente. Mi sueño fue diferente en esa ocasión. Los hombres morenos habían huido despavoridos por la selva. Yo, el explorador en sueños, entraba a un templo que parecía haber sido construido con los cuerpos de enormes insectos metálicos. Las columnas eran hélices perfectas, seccionadas, llenas de púas y ojos por doquier. Las puertas, los bancos, las mesas eran para hombres dos veces más altos que yo. Las paredes tenían aspecto orgánico: el interior de un costillar, una multitud de patas de insecto, los apéndices de un calamar. Cada objeto, cada lugar era 14
de un metal oscuro y brillante. Había una atmósfera decadente y malsana, como una enfermedad que ha durado varios siglos. En una de las cámaras, varios sarcófagos extraños y oscuros reposaban, alineados, como féretros. En su interior descansaban, petrificados, seres que no podían ser humanos. Entonces, en el sueño, un tropiezo me derriba hacia el interior de una de las tumbas abiertas, vacía. Desperté con un sobresalto. Uno de mis ojos había sido arrancado junto a un trozo de mi rostro y algunos de mis dientes flotaban, rotos, en el interior de mi garganta. Una de mis piernas también estaba en carne viva, con los tumores expuestos como nunca los había visto. Tenía ardores horribles en mis genitales; de los muslos escurrían sangre y babas. Cansada, usé mis últimas fuerzas para rasgar mis harapos y fabricar una cuerda. Hice una pequeña horca, la cual sujeté con fuerza de una de las barras de la puerta, a un metro de altura. No lloré ni una sola lágrima mientras me dejaba caer al piso para dislocarme el cuello. Fallé: tardé varios minutos en perder la conciencia. En ese momento, desperté. Hubo un momento de confusión, como siempre que regresaba a la realidad. ¿Qué año, qué siglo sería éste? ¿Cómo fue que esa mujer deforme me había soñado? ¿La vida de cuántas personas había representado hasta ese momento? Aún me encontraba dentro de ese maligno sarcófago en el que había caído durante mis investigaciones para la universidad. Sabía que mis guías y sirvientes indígenas habían muerto en la selva varios siglos atrás. Todo mundo se había olvidado de mí y de aquél templo biomecánico donde me encontraba prisionero. Mi cuerpo se había petrificado; mis ojos no eran más que un montón de ceniza. Sin embargo, esas probóscides como patas de cangrejo seguían clavadas en mi cráneo y me mantenían consciente, inmortal, atado a ellas. Vivía, una y otra vez, cientos de atormentadas vidas que no me pertenecían. Sólo me quedaba esperar; esperar que alguna de las visiones que había experimentado hasta ese momento me liberara, de una vez por todas, de mi inmortalidad con la muerte tan largamente ansiada.
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EVASIÓN
Mariángeles Abelli
Argentina
Nunca antes había sentido eso, ni siquiera al contacto del primer grillete. Pese al trabajo incesante, la náusea no se disipaba y comenzaba a invadirle el cuerpo. Aún restaba mucho por hacer, pero la voluntad dormía. Trató de reanimarla contando los picos y las palas que llevaba. El depósito no estaba lejos, pero conforme avanzaba, la carretilla iba perdiendo nitidez, sumiéndose en una bruma que no tardó en alcanzarlo. Despertó al sentir el tensiómetro en su brazo. Según el médico, la lipotimia fue producto del cansancio: media hora de reposo y de vuelta a trabajar. Cuando el doctor se concentró en su planilla, tomó un bisturí, y justo antes de que entrara el guardia, lo metió en el bolsillo. Esa tarde, los quehaceres parecieron prolongarse indefinidamente. Intentó retomar el ritmo habitual, pero sólo pensaba en la noche, en el revoque carcomido de su celda. La cena transcurrió con el tedio de siempre. Como de costumbre, se limitó a comer sin hablar con nadie. Antes de que apagaran la luz se acostó, y cuando el roncar de su compañero adquirió el compás que tan bien conocía, se levantó y empezó a tantear la pared. La celda no tenía ventanas; la poca claridad que entraba venía del puesto de guardia al final del pasillo, pero le permitió distinguir la zona carcomida que buscaba. La raspó con el bisturí hasta desprender un ladrillo, lo removió muy despacio y se acercó: la levedad del aire hizo temblar su mejilla, nuevas claridades entraron por el hueco y lo viciado, tan sólido hasta entonces, comenzó a resquebrajarse. Tocó el hueco con cuidado, casi con temor. Las aristas eran dulces al tacto y el hálito del musgo se le antojó fresco, nada penetrante. Se asomó: los guardias cabeceaban en sus puestos y la luna derramaba resplandores sobre el césped. Debía apurarse; pronto harían el relevo y no podía dejarse atrapar. Se desconocía. Antes del desmayo, la buena conducta regía su vida y no se hubiera atrevido a intentarlo. Oportunidades hubo de sobra, pero nunca se dejó influir por los otros presos. Ya casi amanecía. Ahora su torso pasaba por el hueco y la hierba humedecida rozaba su mentón. Oyó pasos. Si no vencía la estrechez del boquete, quedaría al descubierto. Tiró hasta desgarrarse, hasta que el espasmo le nubló la vista. Una plasticidad impensada se adueñó de él y logró cruzar. Al principio no advirtió lo que pasaba, aunque nunca cuestionó por qué ocurría. Desprendió el último resto de quien había sido y, reptando, se alejó.
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LOS DONES DE LOS DRONES
Krsna Sánchez Mexico
Una mañana, un dron llega por la ventana abierta. Es un modelo civil de cuatro hélices. Navega por el interior de la casa con habilidosa naturalidad. Trasporta un objeto sujeto con la pinza que cuelga de su parte inferior. Félix observa cómo se aproxima y suelta la carga delante de sus pies. La máquina gira expedita y se va por la misma ventana. El hombre levanta la entrega con cierta cautela. Se trata de un bate de béisbol. No tiene idea de qué significa ese regalo. Sólo se le ocurre que ha sido una equivocación del servicio de envíos. Por la tarde, mientras Félix lee Der Prozess sentado en una banca del patio, cae a su regazo un paquete de tabaco para liar. Levanta la mirada al cielo y avista un dron que se aleja entre las nubes. Por la noche, enrolla un par de cigarros y los fuma antes de ir a dormir. Poco falta para el amanecer, despierta sobresaltado por un zumbido mecánico. Le resulta fácil reconocer al causante del ruido, que recorre los pasillos de la casa. Al día siguiente descubre la estatuilla de una doncella sobre una repisa de la sala. A partir de entonces Félix recibe la visita constante de pequeñas aeronaves que acuden a dejar regalos. Nunca llega a averiguar si las controla algún enigmático benefactor o si son movidas por la ciega voluntad de servirle fielmente. Más allá del enigma, empieza a gozar los beneficios de tener una flotilla de esclavos voladores. Acarrean cosas muy diversas, sin importar el valor que tengan, desde una simple pieza de fruta hasta objetos muy preciados, como anillos de diamante y un reloj de oro. La variedad de los regalos depende únicamente de la capacidad de carga de cada dron individual. En el transcurso de unas cuantas semanas, el número de aparatos experimenta un aumento descontrolado. Todo el tiempo hay un nutrido tráfico aéreo que ingresa por la ventana y sale por un tragaluz destapado. Cuando Félix anda por la calle, los drones lanzan regalos a su paso. Se ve amenazado por una lluvia de libros de bolsillo, espejos de mano y cajas de chocolate. Los objetos se acumulan negligentemente dentro de las habitaciones de su casa. Al reducirse el espacio libre para realizar las entregas, las máquinas depositan sus ofrendas sobre el techo, que pronto se colma también. Quizá demasiado tarde, comienza a temer que la fortuna le juega una mala pasada, como hizo con el Rey Midas. Poco tiempo después, apurados por cumplir con su encomienda, un par de drones se estrella encima de Félix. Uno de ellos suelta a su cabeza un pequeño cactus con todo y maceta. No tarda en aparecer otro dron con un 17
botiquín médico. Luego de curarse el descalabro, decide que es el momento de terminar con esa situación. No existe una forma de razonar con las máquinas para que lo dejen en paz. Busca el bate de béisbol que recibió la primera vez. Blande el madero con ambas manos y arremete con toda su fuerza contra los drones. Las mansas máquinas ni siquiera hacen el intento de huir volando. Contempla los despojos de la masacre perpetrada: un revoltijo de cables y circuitos chispeantes. Sale al patio, recoge rocas y apedrea a los aparatos que sobrevuelan el techo. Por último, se encarga de tapiar las ventanas, cubre el hueco del tragaluz y bloquea las puertas. Considera que con esto ha resuelto el problema de los invasores aéreos. Al día siguiente, un fuerte zumbido estremece la casa entera. La vibración provoca que la estatuilla de la doncella recorra toda repisa hasta caer por el borde. Félix se aproxima receloso a una ventana y echa un vistazo por el resquicio entre dos tablas. Mira el horizonte cubierto por un enjambre que confluye hacia ahí. Los drones cooperan para trasportar cosas mucho más voluminosas. Traen automóviles, traen elefantes, traen peñascos.
NI SIQUIERA SU NOMBRE
Isidro Vargas México
El barco “La Encarnación” salía siempre desde el puerto de Veracruz y cruzaba todo el Atlántico, rumbo a Barcelona. Había hecho esto desde su nacimiento, hace apenas unos años. Y si hubiera tenido la oportunidad de hablar, diría que no encontraba en su futuro otra profesión que le gratificase de igual forma. Para La Chona, como la conocían los marineros, la vida entera era una sucesión de eventos rutinarios. Comenzaba con el trámite de los aranceles y la revisión del envío. Seguían las conversaciones con los aduanales, las cosas que pudieran ocurrir antes de que comenzara el viaje, el viaje y, después, al llegar al destino, la entrega de la mercancía. A esta última algunas veces pudiese precederle algún molesto escudriño de las autoridades, en una búsqueda, siempre infructuosa, de drogas. El fallo cotidiano de la búsqueda se debía a que, de regreso en México, existía un provechoso arreglo. Dicho arreglo había nacido en una cartera gorda e influyente. Y tenía, como único objetivo, permitir el libre paso de lo que se hubiera decidido enviar, desde las manos del Toro en México, hasta las del Marroquí en Europa. Es por ello que los eventos ocurridos en el último viaje de La Chona permanecen, hasta el momento, un misterio. De los tripulantes de La Chona, embarcados en tierras 18
jarochas, sólo uno llegó a Barcelona. Los demás miembros, que acorde a la nómina del barco eran casi 100, murieron. Sólo se encontraron sus cuerpos en un estado de descomposición avanzada, incapaz de corresponder al tiempo de duración del viaje. Por otra parte, del sobreviviente no hay mucho que se pueda decir. Se sabe que era un hombre especial o, en palabras simples, un tonto; alguien cuyas alas han abandonado la realidad sin la esperanza de volver a ella. Esto, aunado a la poderosa suma de dinero que El Toro apareció en las cuentas correctas, hizo que la policía se olvidara por completo del caso. Dejando, como único testigo, una grabación, un testimonio, por demás irreal, de los eventos ocurridos en aquel viaje. Aquello que sobrevivió se transcribe a continuación: El patrón nos dijo que no bajáramos al cuarto negro, debimos haberle hecho caso, pero no lo hicimos. Ni Jorge, ni el Cuate, ni la Negra, ni yo no lo hicimos. Creíamos que había lana, algo pa´sacar de más en el viaje y llevarnos un detallito a casa (…) Apestaba como a huevo rancio y estaba todo oscuro. Creíamos que el olor era gas, pero al Jorge le valió y prendió un cigarro; así fue como nos dimos cuenta que no (…) No había nada en el cuarto. Nos reímos y cerramos la puerta. La Negra nos dijo que faltaba el seguro. Miramos. Estaba roto, como arrancado. Nos dio mucho miedo y mejor corrimos (…) A mí me tocaba dormir en las mañanas, así que El Jorge y yo nos quedamos despiertos. Pa´ la hora ya se nos había olvidado. Estábamos fumando y, de pronto, escuchamos un grito. Fuimos a ver qué era. Pa´ cuando llegamos, La Negra estaba llorando. Gritaba que había despertado y que salió de su cuarto y vio al Cuate en el piso, muerto. Y ahí estaba él, tirado, todo jodido. Tenía la cara arrancada, la piel con ampollas color amarillo, le faltaban los dientes y unos gusanitos se movían por su boca (…) La Negra seguía chillando. No se daba cuenta, pero sus lágrimas se hicieron gusanos amarillos que después se le metieron por la boca mientras jadeaba. Jorge dijo algo, pero no lo oí, aunque me di cuenta que corrió. Yo estaba ido, no podía dejar de ver a La Negra. Para ese momento, ella ya no tenía cara. Era sólo un montón de gusanos que se la estaban comiendo. Intenté correr, pero no pude. Parecía venadito recién parido, me caí al piso y (…) Todos gritaban y se alejaban de mí. Yo no sabía lo que estaba 19
pasando. Me sentía mareado, como la peor cruda de mi vida. Mi cuerpo caminaba por sí solo, yo no tenía control, era como estar sentado viendo la tele, pero la tele era yo (…) En el piso había muertos y gusanos (…) Los que no huían, me estaban atacando; me aventaban cosas, palos, herramientas, incluso uno que otro balazo. A mí me dolía, así que intenté detenerme, pero no pude. Sentí como si quisiera devolverlo todo, me dolió la panza, me ardía bastante. Pa´ cuando me di cuenta, estaba vomitando gusanos directo a la cara de todos (…) Vi cómo los gusanos se los tragaban. Empecé a reír y llorar al mismo tiempo, no pude parar de (…) Eso es todo lo que se pudo rescatar de la grabación. Se sabe también que, para cuando el oficial de puerto, Antonio Miranda, abordó el barco, encontró los cadáveres putrefactos de los tripulantes de La Chona, pero no pudo reconocer a nadie. En el reporte oficial, Miranda menciona que sus caras estaban arrancadas y que, en el barco, no había otra cosa salvo la muerte y un hombre desnudo, llorando. Se dice que, en la estación, Antonio hizo dos llamadas. La primera de ellas a México, la segunda a su esposa. Se cree que de México recibió instrucciones de alguien, pues tras dejar pasar unos días, dejó libre al hombre cuyas palabras quedaron inmortalizadas en la grabación, y se dirigió al barco para incendiarlo. Las llamas le quitaron la vida a él y a los investigadores que aún estaban revisando lo ocurrido. Su esposa, usando de cómplice una soga, se quitó la vida apenas ocurrió el incendio. Con el tiempo, el caso de La Chona se perdió entre papeles de oficinas gubernamentales y periódicos; nunca más fue mencionado. Los pocos periodistas que se atrevieron a escarbarlo, desaparecieron. Conforme pasaron los años, la gente olvidó todo aquello. Las exportaciones entre El Toro y el Marroquí continuaron. Del hombre desnudo que vomitaba gusanos ya no se supo nada, ni siquiera su nombre.
#MINIRP 137
@maest__
El infierno son los otros. Siempre los otros. Nunca te das cuenta hasta que ya es demasiado tarde. Y los otros te rodean. Y agonizas. 20
LA TIERRA DEL ETERNO RETORNO
Christian Herrera Nicaragua
Corríamos sobre la tierra gris como niños. O más bien, como dos ancianos que despertaron una vez en sus cuerpos de infantes, llenos de hormonas jóvenes y precoces. Jugábamos entre los agrios matorrales a cualquier tontería, pues con el simple hecho de sentirnos felices juntos bastaba. Sudábamos uno sobre otro -tal vez por la gran humedad del ambiente- mientras nos revolcábamos entre espinas que no hieren ni causan comezón, sin el menor sentido de cansancio. Recuerdo muy bien cómo llegué a encontrarme con ella. Podría ser mi hermana, alguna abuela ancestral o la acompañante de vida que nunca conocí, no estoy seguro; pero llegó a dar luz a mi soledad perenne. Corría tratando de alcanzar con la mano su vestido de flores translúcidas y colores pasteles que no llegaba a sus pantorrillas y sus pies descalzos no parecían seguir un sendero concreto pero definitivamente regresábamos a nuestro hogar. Vivimos en el delta del Kirpes -principal afluente del Yann-, donde las ráfagas de aire de otros mundos empujan las aguas hacia tierra con estruendo y conducen a los hombres hacia las altas cumbres de Tora, donde cuentan anécdotas de las vidas que acaban de perder. Entre los amplios corredores, siempre ataviados de sus mejores memorias, caminan erguidos saludando e intercambiando recuerdos y evocando sus esperados regresos como grandes figuras públicas, científicos de renombre, profetas de nuevas religiones. Muchos, por otro lado, decidimos aventurarnos por nuestra cuenta a la infinitud de bellezas que ofrece este mundo interfecto. Descendimos a las amplias fosas de agua muerta y descubrimos las paisajísticas cavernas esculpidas a mano en la roca madre, con arquitectura de imperfectos trazos, que sugerían el origen del mundo sin fin. Llegamos al centro de la espesura selvática de Rirgo y toqué el vértice añil de la pirámide inversa de Rog, quien prorrumpió en versos dieléctricos sólo a restregarme mis debilidades y mi fragmentado porvenir. Más pesaroso que nunca, y esta vez por mi cuenta, me dirigí a las purpúreas dunas del desierto de Mustia, hogar de la colosal serpiente de losa, Muts. En sus suelos inestables encontré un antiguo anfiteatro, al parecer único vestigio del sultanato Sarim, destruido cuando Muts despertó y empezó a nadar en estas arenas con el único propósito de destruir. Fue en ese lugar donde la vi sentada con sus pies sobre el asiento de adelante, sonreía como si estuviera viendo una bella ópera desde la primera fila del segundo piso. Inmediatamente se dirigió a mí, 21
sorprendida al parecer por la presencia de alguien más en esos rumbos, y entre tantas cosas que hablamos me dijo que sólo podremos salir cuando Muts sueñe. Recuerdo distinguir desde la colina la desembocadura del Kirpes, maravillados al ver las inexorables corrientes de agua inclemente salir del Maelstrom a decenas de millas de la costa y dirigirse hacia tierra, golpear la roca y adentrarse hacia la montaña. En medio del delta habíamos encontrado muros de helechos que se levantaban a dos metros del suelo. Formaban una especie de laberinto curvo y sin esquinas; cada columna -de no más de ocho metros de largo- dibujaba giros al parecer aleatorios y finalizaba en un círculo de metro y medio de diámetro, generalmente de un verde más opaco. Habian varias capas de estas columnas dentro de otras y formaban amplios espacios donde estar, además que daban cierta sensación de privacidad. Tal vez porque desde que salimos de Muts nunca detuvimos la marcha, decidimos ocupar el delta como nuestro hogar. De pronto, hubo mucha calma. Demasiada. Ya me había acostumbrado al vaivén de la arena. Ella me contaba que si ponía atención lograría escuchar una melodía hermosa, como viniendo de una inmensa orquesta de palos de lluvia. Pero la orquesta había callado. Pasó mucho tiempo hasta que nos arriesgáramos a poner pies en la arena. Afuera no había fuente de luz definida, el cielo violeta terminaba justo encima del anfiteatro en un profundo hueco de sombras. Recorrimos demasiado, lo suficiente para perder el camino de regreso. Entonces, el más terrible gutural resonó bajo nuestros pies, como cuando el viento corre entre altísimas paredes de roca húmeda y puntiaguda. La arena ensalivada se perdía en la garganta de Muts en una horrenda espiral. Fue un terrible susto, eso sí. Pero, ¿dónde más podíamos ir a parar que a algún otro punto del mismo lugar? Rog, Muts, Mngånyo y muchos otros serán tal vez agujeros de gusano, terribles viaductos que comunican las extrañas regiones de este mundo aún más extraño. “¡Está pasando de nuevo!” La escuché decir desde lo alto de la colina. La misma desde la que una vez descubrimos el delta, pero sobre todo donde vimos la magia. Sus cabellos castaños dejaron de agitarse, el bamboleo de su vestido translúcido mermó. Cuando llegué arriba ya estaba sentada en la tierra gris, viendo el espectáculo. La primera vez fue un grupo de acacias que cayeron en la arena arrastradas por las fuertes corrientes. Al inicio vimos con ojos atónitos los árboles aparecer uno tras de otro y transfigurarse en la arena, luego comprendimos. Esta vez es una titánica ballena azul. Había salido del Maelstrom y ahora giraba sobre la arena de yeso. Hacia tierra subía rodando sobre sí misma, empujada por las terribles olas. Hasta aquí escuchábamos su lamento. A varios metros su carne putrefacta se desprendía a tiras y en un fulgor de luz ya era uno de nosotros. Caminó sin saber a 22
dónde ir, como lo hicimos alguna vez todos nosotros siguiendo el curso del río que guía a Tora. Ella me dio un beso y me hizo prometer que nunca dejaríamos el Kirpes.
BIOPSIA
Fabiola Soria Argentina
Son cinco escalones hacia abajo y la luz, filosa, se le mete por los ojos invadiendo sus cavidades. Ella detiene el movimiento hacia el vacío que había iniciado con su pie. Oscila entre el quinto escalón —el último— y la gramilla, que transpira humedad. La criatura observa su propia sombra y finalmente apoya el pie en la gramilla, que cede al aplastamiento. Permanece estática con los cinco sentidos invadidos por la luz, por la humedad de la gramilla, por lo que siente como una respiración profunda a la que se abandona. Unas columnas retuercen extrañas enredaderas. Piensa que eso no puede pasar, algo diferente al instinto se está abriendo paso ahora. Busca en sus recuerdos. Una hilera de focos avanzaba sobre ella, mientras la inercia la llevaba hasta el lugar donde alguien dijo que todo estaría bien. Adormecida, apenas veía los focos y algo como una medialuna de dientes que sin embargo estaban lejanos. Después, había sentido un dolor punzante en la espalda y había tenido esa sensación de otra inercia que la dejó en los escalones, en el movimiento iniciado por su pie sobre el vacío, en la visión de unas columnas hacia el fondo y la luz invadiéndole los poros. Había otros allí, podía escuchar sus voces. Pero otras voces fuera de aquel lugar decían que solamente se trataría de una punción, de una muestra de tejidos. No podía asegurar dónde estaban, pero parecían manipularla como a un objeto. Las otras, sin embargo, las que se volvían nítidas si se abandonaba a la luz, ésas le decían algo en su propio lenguaje. Tal vez fueran como ella y sí hubiese otros, sólo debía abandonarse. Se siente adormecida, sus miembros empiezan a ser parte de ese lugar que la recibe, azul, abrumadoramente azul. Las columnas se abren hacia ella como brazos, su cuerpo se vuelve etéreo, se percibe desde dimensiones distintas, casi omnipresentes. Hasta que un recuerdo antiguo le hiere la memoria. Cuando viajaba por el espacio, veía los mundos agrandarse a medida que se acercaba a ellos, los sostenía en su mano y esa mano era líquida; ella la hacía crecer hasta que ya no podía abarcarlos y entonces se volvía consciente de la posibilidad de que hubiese otros, si no como ella, al menos seres inteligentes entre los que pudiese mezclarse. Había necesitado creer que podría vivir entre ellos como una más, sólo debía 23
realizar otra metamorfosis —nunca eran tan complejas—, podría adaptarse y vivir. Las voces dicen cosas sobre ella, pero no a ella, son tan impersonales como las voces que se ha acostumbrado a escuchar. Sin embargo el lugar de las columnas y la gramilla es realmente hermoso. Desea desprenderse de la sensación definitiva de ser su cuerpo. Este mundo que se le presenta es más parecido al mundo de los sueños, más real que todos los mundos que conoció. Es único. Nunca había escuchado de él más que entre los humanos, nunca nadie lo necesitó tanto como ellos, como ella ahora. Advierte que la liviandad que siente la está liberando de las constantes metamorfosis, de la carga de la supervivencia, de las guerras que luchó ni siquiera por ella o por seres que fueran como ella, sino porque podía hacerlo. Ahora puede abandonarse, la gramilla la recibirá opulenta, y será una especie de redención. Pero el dolor que siente en su espalda podría devolverle el instinto y sus células actuarían sin que pudiese evitarlo. Su biología perfecta la alejaría de aquel lugar. Lucha contra el dolor en su espalda y abre sus ojos sin desearlo. Ve la medialuna de dientes que la observan desde atrás de un vidrio. Ve las caras de los seres que la rodean, ve los absurdos trajes que visten para evitar la contaminación. Podría matarlos si quisiera, ellos no saben, pero no es la primera vez que es capturada y ya ha sobrevivido a fuerza de rebelión. Pero es su instinto el que piensa eso y ella sólo desea volver a la gramilla. Cierra sus ojos y lucha contra sus células para que se abandonen. La imagen de la persona detrás del vidrio es tan parecida a tantas caras en tantos mundos. Entonces recuerda días y noches y lugares —una gruta espesa en estalagmitas en la que permaneció casi un siglo, el negro océano y sus extrañas criaturas luminosas, el desierto y esa piel que le quitó las manos, pero que le permitió enterrarse y reptar—, y también la primera vez que escapó. Era de un lugar similar a éste, aunque eran otros los instrumentos, la cámara de aislamiento, la criatura detrás del vidrio. Entonces había buscado entre quienes la rodeaban a alguien parecido a ella y apenas encontró simulacros de vida absurda. Le dijeron que era única, invulnerable y ella pensó en el significado de ese signo que rutinariamente aprendería después. Abre sus ojos en el lugar de la gramilla. Las columnas juegan con sus manos líquidas, escucha ese lenguaje familiar que le habla a ella. Siente ser ese sonido, se siente liviana como un gas. Pero las otras voces, las que la encadenan a la vida, el dolor físico que le provocan, la arrastran a sobrevivir. Alguien advierte sobre sus órganos vitales, que hay que mover los instrumentos con cuidado, que pueden perderla. Todos sus sentidos se activan y el dolor la transforma en el instinto que busca, otra vez, huir. Escapar resuena en la multiplicidad de sus células. Cómo, dónde. Sabe que su biología está 24
organizándose para arrastrarla lejos y sus esfuerzos por abandonarse serán en vano. La sala de aislamiento se llena de un gas cada vez más fino, que desaparece. Los instrumentos que sostenían a la criatura quedan vacíos y las voces gritan inútilmente tratando de retenerla. Las columnas, la gramilla, las imágenes anheladas del pequeño paraíso se tornan lejanas. Todas las voces se apagan. La criatura, nuevamente en el espacio, observa sus manos acuosas y los mundos que la rodean. Se pregunta si otros podrán recibirla, de nuevo, otros, otro mundo, otra vez.
UNA PESADILLA
Luciano Doti
Argentina
Lucas despierta y se siente extraño. Pese a que es un hombre de 40 años y casi 1,90 de altura, se ve a sí mismo como si midiera 1,40. Esa es la altura que tenía cuando era un niño. Su madre entra a la habitación. Él siente cierta vergüenza de que ella lo vea así. Trata de esquivar su mirada, pero ella lo ve. —Lucas, ¿qué te pasó? —No sé. Hace unos días que por momentos me achico. Ahora su tamaño es ridículo. Tanto como para que su madre le tenga que ayudar a subir a la cama. No puede solo. —¡Alberto, mira! —dice ella, llamando al padre. Alberto entra, ve a su hijo y se ríe. Luego dice: —Todos estamos igual —y su tamaño varía de más grande a más pequeño. —¿Qué está pasando? —pregunta la madre, desesperada. —No sé, Ma —responde el hijo. Madre e hijo se abrazan como hace años no hacían. —Acá hay algo —dice ella. Sólo quedan ellos dos. El padre desapareció. La atmósfera del lugar se ha tornado extraña e inabarcable. —¿Qué hay, Ma? —pregunta Lucas. —Algo, como un animal embalsamado. ¿No lo ves? —No, no lo veo. —Está hablando. —¿Qué dice? La madre no responde, pero lo ojos se le llenan de lágrimas. 25
—¿Qué dice? ¿Qué es, Ma? —insiste Lucas, temiendo que ese ser que ya imagina como salido de un cuento de Lovecraft esté anunciando lo peor. En ese momento, intuye que es una pesadilla y hace fuerza para abrir los ojos. Entonces sí realmente despierta.
SHIRAGIKU
Julián Araf México
Hay cuatro crisantemos blancos; cuatro crisantemos blancos cuelgan en los jardines del palacio. Puede que en otro tiempo las mañanas no fuesen tan funestas. Si ese fuera el caso, ya no lo recuerdo. No recuerdo las mañanas que no eran funestas, mas recuerdo los tiempos en donde no colgaban crisantemos blancos. El tiempo se aleja de mis memorias y me abandona en un momento de temple y furia, en donde el valor recorre mis entrañas. Las hojas van y vienen, el viento danza y no me queda más que el silencio para escuchar mis propias ideas y soñar. Sueño con el temple del acero, también sueño con el temple de mi mente. ¿Cuál de los dos será más firme y peligroso? El sueño podrá esperar, ya que es el mismo frío del acero el cual me despierta y enajena. El momento ha llegado. Hay cuatro crisantemos blancos; cuatro crisantemos blancos cuelgan, uno por cada pecado. Camino una vez más por el corredor con cautela; de nueva cuenta me invade el silencio. No habrá palabras que rezar, sólo un grito que huya de un par de labios ya sin vida. Mis piernas no resisten mi propio peso, no sé con certeza si por el miedo o la edad. He hecho esto durante tanto tiempo que ya no lo recuerdo. El frío de una gota recorre mi espina a la vez que se resbala como una daga, abriendo a su paso una herida de la cual brotará sangre en breve. Pero la gota no hace brotar sangre más que miedo; mi desesperación brota del camino dibujado por el sudor. Llego al patio principal más decidido que nunca, abrazo mi condena y maldigo al honor. El momento ha llegado. Hay cuatro crisantemos blancos; cuatro crisantemos blancos cuelgan por cada traidor. Los miro poco, dormidos y apacibles: los miro en secreto. Habrán conspirado de igual forma en secreto, perdiendo todo honor. No pierdo el temple ni dejo a la furia cobrar venganza, ya que no me lo permite. El acero está helado, más helado que nunca; hervirá sólo al calor de mis entrañas. Estoy sentado ya en el patio principal, abandonado 26
a mi suerte que me saluda de la mano de mi honor. Llegada la hora sólo puedo preguntarme si de verdad esto limpiará mi nombre y mi historia. ¿Será la muerte de verdad la que me halle? Siempre vi la vida como un camino, y en el final del mismo hallaba la muerte. ¿Qué sentido tiene traer el final a medio recorrido? Puede que nunca hubo más camino que este. Sentado en el patio principal mientras cuatro crisantemos blancos cuelgan por cada traidor. Desearía que cada flor fuese una cabeza. Hay cuatro crisantemos blancos; cuatro crisantemos blancos cuelgan impregnados de sangre y odio. El acero no se siente tan frío como en un principio. Entra, perfora y recorre desde mi vientre hasta el pecho, a decir verdad, no duele. Veo cómo mis entrañas se vacían y manchan el blanco que perdura en mi ropaje. Veo danzar las hojas rosas del cerezo, al igual que veo danzar a una doncella que me extiende un dulce beso. Recorre desde mi vientre hasta el pecho, y cuando menos lo espero, veo al fin que la sangre ya no brota. No entiendo aquél suceso tan extraño, sólo sé que recorre una sola idea mi cabeza. Recorro nuevamente el corredor, ya sin sigilo y con violencia. El frío del acero me parece cálido, aun así, frío en la medida perfecta. Veo cuatro crisantemos blancos, tan blancos como los rostros de aquellos que me ven. Ellos no ven a quien hace mucho fui, sólo ven a un muerto que enterraron hace tiempo. El primero fue a quien hace tanto llamé amigo, el segundo a quien traté como hermano, el tercero a quien creí padre, la última a quien amé en vida. Es el viento quien me trae los recuerdos que se borraron con el olvido. Veo días pasados y recuerdo, entre danzantes hojas de cerezo. El momento ha llegado. Hay cuatro cabezas colgando; cuatro cabezas colgando por la traición hecha a un guerrero.
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TURISTA EMOCIONAL
Vanessa Puga México
Cuando sonó la alarma, Marina estiró la mano buscando el celular que generaba ruido y la había arrancado del sueño de forma tan brusca. Una vez silenciada la alarma, Marina se estiró, con los ojos cerrados. Se sentía emocionada y conmocionada a la vez. Le causaba extrañeza sentirse tan emocionada. Tan… eufórica. Su teléfono sonó, un ligero “bip”. Un mensaje de él. Sonrió, el corazón acelerado. Qué bonito es el amor, se dijo con una mezcla de alegría y extrañeza. Ya no recordaba la última vez que había estado enamorada, la última vez que los mensajes en su teléfono le causaron emoción. “Buenos días, hermosura, te veo en un rato ” Marina sonrió al leer el mensaje y respondió con besos de emoticón. Ya le urgía estar con él. Poder abrazarlo, besarlo… hacer el amor (un estremecimiento de excitación le recorrió entre las piernas, pero ¿qué importaba? Estaba sola y en su derecho de pensar con anhelo y, sí, lujuria en el futuro). Estaba más impaciente que de costumbre. La alarma sonó de nuevo y Marina se levantó casi de un brinco. Un hueco en el fondo de su estómago la atosigaba. ¿Eran nervios? ¿Ansiedad? Quizá no era otra cosa más que hambre. Se apuró a arreglarse y fue al punto de encuentro donde él pasaría por ella. Malditas distancias, si tan sólo él no viviera tan lejos podrían verse más seguido, incluso entre semana. Mientras esperaba, volvió a sentir ese hueco apremiante en la boca del estómago. Le urgía que llegara, sumergirse en su aroma, saciar esa sensación tan… curiosa. El tren de pensamiento de Marina se frenó en seco por un instante. ¿Curiosidad? Sí, ésa era la sensación: estaba ansiosa por verlo porque sentía curiosidad. Como si fuera la primera vez que lo veía, como si fuera la primera vez que iba a ir a un hotel con él. Pero no era el caso... ¿Entonces? —Hola, hermosura —la voz de Iván la distrajo. Ella se lanzó a sus brazos con una sed desesperada. Y al momento de besarlo sintió que se disparaban fuegos artificiales en su cerebro. Todo era abrumante. Todo era eléctrico, como la más dulce de las drogas. Todo era para Grama, la turista 5867, tal y como se lo habían prometido: el enamoramiento es la sensación humana más excitante que hay. Una felicidad continua plagada de incertidumbre, de ansiedad e impaciencia. 28
El ser amado se convierte en el objeto de deseo, en la droga con pies del otro y la cantidad de dopamina liberada al momento de poder estar con quien amas es impresionante. Las neuronas se prenden y se apagan como luces multicolores, poniendo al cuerpo humano entero en alerta. El mejor malviaje de la historia, casi comparable con el rompimiento. Sólo que el rompimiento, Grama lo sabía bien, era la contraparte: el dolor de la desintoxicación, la necesidad punzante de recibir la misma cantidad de dopamina. Un corazón roto DOLÍA de verdad. Era un dolor agonizante, salvaje, adictivo. Grama había habitado al menos 10 humanos con el corazón roto. La agonía era deliciosa: ella era adicta a ese dolor. Pero esto, la sensación de enamoramiento, era de otro mundo. Marina estaba en brazos de Iván, temblando bajo sus caricias, ansiosa por quitarse la ropa, inquieta por saber qué se sentía estar con él. ¿Por qué me siento así?, se preguntó Marina entre beso y beso. Ya había estado a solas con Iván tantas veces. Nunca, ni siquiera la primera vez, le había causado tal aprehensión. Y ahora la curiosidad la abrumaba. ¿Por qué me siento así? Un mensaje de alerta surgió en la pantalla de control de viaje de Grama: Humano alterado. El manual del Turista Emocional indicaba que algunos humanos eran un poco más sensibles que el resto y que por lo mismo era posible que sintieran la presencia de los turistas, cambiando el tipo de viaje. En estos casos, se sugería cambiar de huéped. Sin embargo, los seres humanos más sensibles (generalmente artistas, literatos, filósofos, esas especies casi extintas en la segunda mitad del antiguo siglo XXI), aunque riesgosos, solían ser los mejores sitios para visitar: sentían todo de forma tan profunda, que los turistas emocionales podían beber las sensaciones a manos llenas, hasta saciarse. Grama contempló las opciones: la pantalla de control de viaje decía que había una contadora enamorada, lista para ser abordada en dos días. Pero eso era insulso, nada como una escritora enamorada. Decían que ellas hacían inmortales a sus amores. Grama había estudiado Historia Humana, siglo XXI al derecho y al revés. Había habitado en cerebros de drogadictos a todo: heroína, marihuana, música, alcohol, tabaco, sexo. Había habitado en bipolares, depresivos, gente con personalidades múltiples, borders, con el corazón roto. Amaba esa sensación de depresión, vivía para ella. Pero el enamoramiento sabía delicioso, era mejor que cualquier otra emoción humana. Había elegido a Marina como huésped porque era una mujer en extremo sensible. El amor le destilaba por los poros y la abrumaba. No, Grama no quería cambiar de huésped. Clavó su manivela más profundamente en el cerebro de Marina, para beber más amor. Grama 29
TURISTA EMOCIONAL Jovanna Plata México
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sentía tanta sed… Marina se empezó a marear. Grama clavó más profundamente la manivela, con avaricia, con deseo, con tristeza, toda la tristeza acumulada de los huéspedes anteriores. Todo el dolor de los corazones rotos que en el pasado Grama había bebido empezó a filtrarse por la manivela, colándose en el cerebro de Marina. La respiración de Marina se estaba agitando, enredada en el cuerpo de Iván, quien, escuchando los jadeos, aumentó el ritmo. Marina gritó largo, profundo, desgarrado. Una convulsión estaba a punto de desatarse en su cerebro. “Peligro, Humano en riesgo”, anunciaba la pantalla frente a Grama. La turista emocional alcanzó a frenar la convulsión. Pero no pudo evitar la infección. El corazón antes enamorado de Marina ahora era el de un drogadicto en recuperación: se le había roto con la fuerza de 10 desamores. Empezó a llorar, abrazada a Iván, consciente de que algo se había perdido y no lo podría recuperar. Grama fue teletransportada fuera del cerebro de Marina. Otra vez había tomado algo bueno y lo había descompuesto. Sabía que la Asociación de Turistas Emocionales la volvería a castigar por ello, pero ¡ah, tan adictivas las sensaciones humanas! Valía la pena, siempre lo valía. No importaba a cuántos humanos rompiera en el proceso. Había hallado una nueva adicción: el enamoramiento y el orgasmo, mezclado con depresión. Y buscaría más.
EL FRASCO DE LAS INMUNDICIAS
Valentín Chantaca México
Todo empezó con la manzana. Después vino el frasco. La compré en la tienda de los haitianos, donde siempre tengo cuidado de escoger las frutas más frescas. En ocasiones me tardo horas, selecciono una pieza a la vez. Me gusta juzgarlas, y arrojarlas de vuelta al montón si no me parecen dignas. Juzgar su apariencia y textura. Me gusta despreciarlas cuando no satisfacen mis expectativas. Los haitianos me observan como si estuviera loco; también me juzgan. Creen que no escucho sus murmullos. Suelo ser atento a los detalles, pero lo que ocurrió aquel día fue peculiar. No sé cómo lo pasé por alto, pero la manzana que compré estaba podrida. Ahora que lo pienso, se trataba de una ilusión asombrosa. Por fuera, la manzana lucía un rojo radiante e intenso. Su apariencia prometía el jugo más dulce, un sabor ligero y refrescante. Lucía tan bien que ni siquiera me molesté en olfatearla. Las manzanas de Haití son gigantescas, estiré la mandíbula cuanto pude. Justo entonces, recordé un documental de serpientes que vi hace años, en el que uno de los reptiles 31
estiraba la quijada para devorar los huevos de otros animales. La estiraba tanto que rompía los cartílagos de la mandíbula en el proceso. Cuando mordí la manzana, mi boca se llenó de saliva. Pasaron sólo dos segundos. De repente, en mi lengua flotaba una esencia penetrante y nauseabunda. Era lo más horrendo que había probado en toda mi vida. Aun así, podía detectar la frescura fosilizada. Ahí estaba: el recuerdo olvidado de su dulzura, sepultado bajo la podredumbre. A veces cubren las frutas con cera para preservarlas, es lo que dicen. Recordé otro documental. Los egipcios cubrían a las momias con vendas y bálsamos para preservar los órganos. Los egipcios maldecían a los que profanaban sus tumbas. Escupí el bocado. En mis dientes permaneció una desagradable viscosidad que no he podido ignorar desde entonces. Dejé la manzana sobre la mesa y corrí al baño. La impresión fue tan fuerte que me provocó vómito. Después de enjuagar mi boca, regresé a la cocina. La peste que escapaba de la fruta era insoportable. Una flota de moscas invadió por la ventana abierta. Revoloteaban alrededor de la manzana, como en ese documental que seguía a un grupo de salvajes del Amazonas, adoradores de una deidad pagana. No sé por qué lo hice. Tal vez fue desidia o cansancio. Tal vez fue fascinación. Tal vez quería descubrir cómo esa fruta se había convertido en algo tan impuro. No lo sé. El frasco estaba vacío, pero antes había contenido un galón de mayonesa. Era enorme. En el cristal había penetrado el olor amargo del condimento y despedía una peste similar al sudor. No sé por qué lo hice, pero deposité la manzana en el frasco y puse la tapa. Las moscas zumbaron alrededor de mi cabeza. Estaban furiosas, el banquete se había esfumado. Algunas huyeron en cuanto sacudí la mano. Las demás fueron fulminadas por el insecticida. Agité la lata y accioné la salida del veneno. Holocausto en miniatura. Cámara de gas, como en ese documental de la Segunda Guerra Mundial. Al cerrar la tapa, la peste quedó atrapada. Coloqué el frasco bajo el fregadero de la cocina y dejé de preocuparme. ¿Por qué lo hice? Semanas después, mientras buscaba una sartén, encontré el frasco. El corazón de la manzana estaba a punto de desaparecer. En su lugar había brotado una colonia de gusanos pequeños y lustrosos. Supuse que algunas moscas habían depositado sus huevos cuando se posaron sobre la fruta. Los gusanos se retorcían e intentaban trepar uno sobre el otro. Tuve que acercar mi rostro al cristal para darme cuenta de que se devoraban entre sí. Me sentí cautivado, como cuando vi el documental sobre caníbales en la Edad Media. Fue entonces cuando afiné los detalles de mi experimento profano. Supongo que siempre he tenido una retorcida curiosidad científica. Cuando los gusanos más fuertes prevalecieron, deposité en el frasco sobras de comida y huesos de 32
pollo. Usé un cubrebocas a partir de entonces. Sólo así resistía la fetidez. En poco tiempo, los zánganos engordaron y se convirtieron en moscas grandes y extrañas. Nacieron sin alas, además de que eran violentas y muy peludas. Sé que suena a locura, pero estoy convencido de que luchaban entre sí. Al principio creí que se apareaban. Después de unos días de observación, me percaté que cuando dos moscas unían sus cuerpos, al menos una terminaba muerta. Examiné el desarrollo de las criaturas, registré los ciclos de crecimiento y seguí alimentándolas con material orgánico. Las más fuertes sobrevivieron. Eran inmensas y se deformaron tanto que ya no parecían moscas. Cada día era más difícil ver el interior del recipiente. Una pelusa verdosa había surgido de la nada y se esparcía por la superficie del cristal, como una enfermedad contagiosa. Como tentáculos que arrastran a lo profundo. Tiempo después, la pelusa se volvió negra y viscosa. Sólo podía ver el interior del frasco cuando quitaba la tapa, y pocas veces reunía el valor para asomarme. Durante meses, mantuve vivas las horrendas colonias que había engendrado, además de que añadí arañas, escarabajos y pequeñas lagartijas. También deposité muestras de mis fluidos y mucosas; los escarabajos las devoraban con entusiasmo. Conseguí inmundicias de todos los colores, tipos y procedencias. Vómitos de bebés; mierdas de perros y gatos; carne de animales atropellados. Todo lo putrefacto que estaba a mi alcance acababa en el frasco. Hacia el final de la metamorfosis, el recipiente era tan opaco que sólo se escuchaban las batallas en el interior. Los gusanos devorándose entre sí; las arañas masacradas por las inmensas moscas; lagartijas acechadas, o acechando a los escarabajos. Pequeños monstruos condenados a un pequeño infierno. Pero había algo más. Algo que se mantuvo oculto, incluso cuando destapaba el frasco. Ahora que lo pienso, por las noches lo escuchaba gruñir. Lo escucho ahora mismo. Ya es muy tarde. Las criaturas han callado, sólo queda una. La peor de todas. Ya sé por qué lo hice. Ahora lo entiendo: todo empezó con la manzana. Ahora sé que yo soy el experimento. Me levanto de la cama y camino a la cocina. Mi voluntad no me pertenece. Ahora soy suyo. Me acerco al frasco y de inmediato vuelve aquel sabor a mi boca. Es lo más horrendo que he probado en toda mi vida. Me aproximo a la mesa y me asomo a las tinieblas del cristal. Recuerdo el documental sobre los depredadores del abismo. Se abre la tapa del frasco.
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OCULORUM
Rodrigo Ayala México
8:45 am. Estaba en la oficina ordenando papeles, redactando correos, intentando poner orden en mis documentos. Cuando bebía mi taza de café número tres, del fondo de mi brebaje emergieron ojos. Eran de diversos colores. Escupí sobre el escritorio el café y salí corriendo hacia el baño. 9:15 am. Ya más repuesto, volví a mi lugar. Nadie pareció darse cuenta de lo ocurrido. La taza seguía puesta sobre el escritorio con los ojos flotando en el fondo. Los examiné de nuevo: eran cerca de diez. 11:00 am. Con el paso de las horas, sentí una imperiosa necesidad de comerlos. Un antojo insoportable. La mezcla del rojo de la sangre con el blanco de la esclerótica era demasiada tentadora como para ignorarla. 3:00 pm. No fui a comer con mis compañeros. Me excusé diciendo que tenía una presentación muy atrasada y debía entregarla cuanto antes. Voy por mi ojo número seis. Es fácil comerlos. Al inicio su viscosidad me causaba cierto asco, pero al final les tomé el modo y ahora los muerdo con destreza. Truenan como deliciosas uvas. ¿Cómo es posible que emerjan de la nada en el fondo de esta simple taza de porcelana? Cuando se terminaron los diez, otros tantos aparecieron. Es algo asqueroso y demencial. Tomo dos y me los meto con deleite a la boca. Acaso la vida se está desquiciando y yo soy el primero en darme cuenta. 10: 16 pm. Sigo en la oficina. Ya todos se han ido. He perdido la cuenta de cuántos ojos he devorado. No he hecho nada de mis deberes. Por fortuna nadie me espera en casa. Vivo solo desde hace 5 años. 10:40 pm. Fui al baño a vomitar. Tengo una indigestión por el platillo que me ha mantenido ocupado este día. Al ver mi cara en el espejo, me di cuenta de que mis ojos se han empequeñecido. Asimismo su color se ha vuelto aun más negro. Regreso a mi escritorio, me siento y me como tres ojillos más. Medianoche (O algún momento en la oscuridad de esta ciudad). Fui a darme una vuelta por el piso donde trabajo. Llevo la taza en la mano. Escritorios vacíos. Sillas abandonadas. Botellas de agua a medio tomar de las compañeras que creen que con eso bajarán de peso. Portarretratos con fotos de la familia. Juguetitos y plantitas. Los típicos lugares Godínez que tanta lástima me dan. Tomé el celular y saqué una selfie. La envié a una amiga mía a la que conozco desde la primaria. Cinco minutos después, me respondió: Excelente truco. Se ven de pok 34
madre tus ojitos. Ya salte de la ofi, noño. Ja. Lo peor de todo es que no siento nada. Debería haber miedo en mí, desconcierto o un sentimiento semejante. Un paso a la locura. En su lugar, sólo un extraño y voraz apetito por comerme lo que emerge de la taza. Me metí a YouTube y busqué “Keep holding on” de WASP. Escuché la canción tres veces mientras seguía llevándome a la boca mi comida del día. La mirada perdida en las lámparas neón del techo. Qué deprimente es ver las sillas y los escritorios sin gente. Sólo el zumbido de la fotocopiadora rompe el silencio de este sitio. Eso y la canción y el crujir de los ojos en mi boca. Rebuscando en mi cajón, he encontrado un abrecartas. Me había olvidado que lo conservaba allí. Contaré todo de forma rápida: Fui de nuevo al baño. Me di cuenta de que los ojos de mi rostro se han hecho más pequeños. Apenas dos rayitas minúsculas como los de un bebé recién nacido. Aun así soy capaz de ver. Salí y me dirigí a la recepción. El primer vigilante estaba absorto viendo el televisor. No me escuchó llegar. Tras sacarlo del cinturón de mis pantalones, le clavé el abrecartas en el cráneo con un movimiento veloz y contundente. Chupé la sangre de la hoja para limpiarla. Cinco minutos después, el otro salió de los baños. No llevaba su cinturón con armas, lo cual facilitó mi ataque sorpresivo. Además es un hombre obeso, viejo y lento. Le clavé mi arma en la garganta después de un forcejo leve. Dediqué unos siete u ocho minutos a machacarle la cara hasta dejar un licuado rojo por doquier. Ahora me voy. Tengo ganas de caminar y sentir el fresco de la noche. Ya pasé varias horas encerrado en la oficina. Quiero ver el mundo desde otra perspectiva.
*** El hallazgo de los policías muertos causó un gran alboroto entre los empleados y personal de limpieza del edificio. Pero más lo que el circuito cerrado del edificio captó aquella madrugada. Se extendió con rapidez la noticia entre los empleados. Algunos lloraban, otros reían nerviosos; la mayoría se reunía alrededor del escritorio de alguno de ellos a comentar lo ocurrido. Tras enterarse de la noticia, la empleada 2378, Angélica López Quezada, encontró el texto anteriormente narrado en la computadora encendida del empleado 3789, Roberto Ahumada Hernández, desaparecido. Ambos sostenían una amistad entrañable desde hacía años. Movida por un impulso, y sabiendo lo que su amigo había hecho, realizó una impresión del texto, después cerró el archivo y lo eliminó antes de que los policías investigaran la computadora. Ahora lo guarda con sus papeles personales.
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***
Desde hace dos semanas llegó el sustituto de Roberto Ahumada, aún desaparecido. La taza de los ojos emergentes está en su lugar, limpia de cualquier residuo y lista para ser usada en el momento en que se le antoje tomar un café.
LA MUDANZA
Claudia Chamudis Argentina
Que era afortunada de haber podido alquilar una casa tan amplia en ese barrio, le dijo su prima la primera vez que la fue a visitar. Sí, María también estaba sorprendida: aunque estaba bastante deteriorada, una casona con tres habitaciones, galería y patio era un lujo que pensó que no iba a poder darse con su sueldo. Dejar el monoambiente en el centro no le costó nada. Necesitaba espacio, se lo repetía siempre, aunque ahora el vacío de las dos habitaciones extra parecía que quería absorber su energía o sus ahorros: debería comprar más muebles, distribuir los libros en una nueva biblioteca, descomprimir el ropero, rellenar con cuadros y percheros las paredes pálidas y húmedas. Las primeras noches fueron las más difíciles, hasta acostumbrarse a los nuevos ruidos. Pero a la semana ya pudo volver a dormir profundamente, con sus dos gatos ovillados a los pies de la cama. Esa primera noche de descanso profundo soñó que al lado suyo dormía un hombre robusto, de pecas en la espalda y cabellos rojizos. Ella apoyaba su mano en la cadera de él, siguiendo la respiración acompasada del hombre. Sabía que dormía, y el sueño dentro del sueño era de una tensa tranquilidad, como si al mover su mano algo pudiera desacomodarse. ¿Quién sería ese hombre?, se preguntó a la mañana mientras desayunaba en la galería. No conocía a ningún pelirrojo, y ciertamente no tenía pensado llevarse a ninguno a la cama. Con los primeros sorbos de té recordó otros detalles: un perfume a jazmines que provenía de su propio cuerpo y sus uñas, cuidadosamente limadas en perfectos óvalos rojos. Se rió, mientras mordisqueaba sus dedos, de la literalidad con la que le hubiera gustado tener manos de señorita, como le reprochaba su madre cuando todavía vivía. La segunda noche que soñó con el pelirrojo ya no estaban dormidos, sino sentados en la misma galería en la que había desayunado la mañana anterior. El hombre acomodaba unas herramientas pesadas en una caja metalizada, de un azul descascarado, y ella se acercaba con un mate en la mano. Está frío, le gritó él al terminar el primer mate, y ella sintió un nudo en el estómago cuando él apoyó de un golpe el 36
mate en la mesa de granito. Corrió a la cocina a poner un ratito más la pava en la hornalla, y cuando cebó otro mate para corroborar la temperatura del agua se dio cuenta de que le temblaban las manos. No entendía por qué. El olor de jazmines que venía de su cuello se mezclaba con el olor ácido del miedo. Detrás de su espalda adivinó la sombra de él tapando la puerta de la cocina. Ni para cebar mate servís, inútil. Y un golpe en la coronilla de la cabeza, con la punta apenas de los dedos, casi un chiste, pero sus manos temblando todavía, que el mate se volcó cuando le quiso extender el segundo, ahora sí, está justo, la yerba espumosa y humeante. ¿No vés lo torpe que sos? Ya andás chorreando el piso de la cocina y no son ni las ocho. Las uñas rojas atrapando un repasador para secar las gotas verdosas sobre el piso blanco, y cuando se agachó, sintió el rodillazo en la boca del estómago. El golpe la despertó, sudada y pálida. El dolor la partía al medio: se tomó con las dos manos el estómago y respiró profundo. Por la ventana vio las estrellas todavía encendidas pero sabía que ya no iba a poder conciliar el sueño. Se preparó un té y se sentó en la galería a esperar la mañana. Los días en el trabajo comenzaron a resultarle eternos. El sopor de la siesta era lo peor: aunque tenía la certeza de que ahí, entre las estanterías, podría dormir mucho mejor que en su casa, jamás se atrevió a intentarlo. No podía correr el riesgo de un sumario, ni soportar la vergüenza de que la encontrara algún compañero echada en el suelo, la espalda fresca contra el parquet recién encerado, pudiendo por fin, por fin, dormir sin pesadillas. Porque todas las noches era lo mismo: una escena que parecía tranquila, una crispación, una bofetada, el plato hecho trizas contra la mesada de la cocina. Y era despertarse a la mañana con el brazo entumecido, la mejilla ardiendo, un corte en la rodilla. Quiso darle, al principio, una explicación: tal vez los movimientos bruscos en el sueño, imitando los de la chica del perfume a jazmín, la contracturaban. Pero la mañana en la que despertó con la piel abierta como una boquita sangrante, justo cuando el colorado le había lamido el brazo con la cuchilla, supo que esto era otra cosa. Intentó hablar con la inmobiliaria varias veces: que le dijeran qué era lo que había pasado en esa casa, que quién vivía antes ahí, que por qué tan barato el alquiler. Una voz socarrona le contestó, la última vez, que si ese era el problema no tenían inconveniente en ajustar el precio a sus expectativas. Colgó. Le contó a su prima, de los sueños y las marcas, pero ella le recomendó, como cada vez que alguien comentaba algún problema, que hiciera terapia. Tu doctor Froid no me va a borrar estos moretones, le gritó, arrepentida al instante, mientras le mostraba los brazos azulados. Algo grave le está por pasar, Sonia. Nos está por pasar, y tengo que hacer algo para evitarlo. 37
Si es un fantasma, razonó Sonia, lo grave ya le pasó, María. La capacidad de racionalizarlo todo de su prima siempre la sorprendió, era capaz de hacerlo incluso hablando de fantasmas. Pero tenía razón. Trató de hablar con los vecinos, pero no es muy cómodo indagar en el barrio sobre los anteriores inquilinos. Ninguno parecía recordar nada, decían que la casa había estado desocupada bastante tiempo, la almacenera de la otra cuadra creyó recordar a una anciana muy mayor que tenía unos cuantos sobrinos que complicaron el trámite sucesorio. ¿Cuántos años habrían pasado? La casa estaba prácticamente igual, ella usaba unos vestiditos de fibrana livianos, fuera de tiempo, y él unos jeans grasientos y un reloj pulsera de malla de cuerina. Nunca escuchó la tele ni la radio en los sueños, las únicas voces que escuchaba eran las de ella, siempre suplicantes, las de él, ronco de ira y de indignación por la torpeza de su mujer. ¿Cuánto hace que estará muerta?, se preguntó María, en la certeza absoluta de que esta historia tenía un solo final posible. Lo sentía en su cuerpo cada noche, cada vez más violento él, cada vez más débil ella, lo único que conservaba era la esencia de jazmín. Ya se había cortado las uñas una vez que él le reprochó el filo de sus caricias. Habían pasado casi tres meses desde la mudanza y su estado era deplorable. Trataba de dormir sentada, en la galería, pero el resultado era el mismo. Habló nuevamente con la inmobiliaria para rescindir el contrato. ¿Qué pasa, no es lo suficientemente alto el alquiler para usted? La ironía de la empleada la sacó de quicio. La multa por recensión es alta, pero si usted lo desea, no hay problemas. Vamos a poner otra vez la propiedad en oferta, coordinaremos para que los nuevos inquilinos la puedan conocer. Le advierto, y esta vez el tono no fue irónico, que si usted hace algún comentario inconveniente sobre la casa a los candidatos a alquilar, deberá hacerse cargo del total del contrato. No necesitaba decir nada, pensó María. Por vivir tres meses en esa casa había quedado así de demacrada, ojerosa, pero igual lo mejor sería conseguir un nuevo inquilino lo antes posible, así podía terminar de una vez con las pesadillas. Así que la nochecita en que el encargado de la inmobiliaria le anunció que necesitaba mostrar la casa, ella tapó sus ojeras y su palidez con maquillaje y se puso una camisa de mangas largas para que nadie viera las laceraciones. Estaba más cerca de poder irse, de volver a comprimir sus pertenencias en un dos ambientes a estrenar, que ya había visto en la revista de otra inmobiliaria (nunca más con estos irresponsables, pensó, que son capaces de alquilar hasta la tumba de su madre). Abrió la puerta y, aunque lo intentó, no pudo sonreírle al empleado de traje y corbata que la había metido en semejante brete. Él extendió amable su mano, le agradeció la disposición y se apartó para que los nuevos candidatos pudieran conocer la 38
propiedad. María sintió la boca seca y tuvo que anudar sus manos detrás de la espalda para que no se hiciera evidente el temblor de sus dedos, mientras veía entrar a la casa a un hombre corpulento, de manos enormes y cabellos rojizos, seguido de una mujer menuda con un irresistible perfume a jazmín.
CON UN TIRO EN LA CABEZA
Jonathan Molina México
Maté al Tiempo con un tiro en la cabeza. Después, descargué el arma hacia su cuerpo que yacía tendido sobre la alfombra del departamento. Fue un verdadero desastre. ¿Por qué lo hice? No tenía opción. Escribía el final de la novela que cambiaría la historia de la literatura mundial: el best-seller de todos los tiempos, el relato eterno. ¿Saben?, la primera y última línea deben ser excepcionales. ¿Cómo cerrar una obra magnífica, magnánima y elegante? Elegía con cuidado: ¿aliteración? «Y, mientras sonreía, sentía el sabor de la sangre sobre sus labios…» No, era absurdo. Eso, en realidad, no era una gran aliteración. Borré el texto. ¿Utilizando el gíglico de Cortázar? «Y, como dos amalamas gemelanas que hablalaban un mélimo idioloma…» No, no podía replicar la estrategia de un gran autor en mi texto. Debía ser creativo, muy creativo. Las manecillas del reloj indicaban que eran las 23:45 horas. Tenía exactamente quince minutos para escribir la línea final y enviar al editor el archivo. Después llegaría la gloria, los premios, las conferencias, la prensa y, finalmente, el Premio Nobel de Literatura. Sí, sería mío. Murakami tendrá que esperar un año más. Es un gran amigo y lo siento mucho por él, de veras. Encendí un cigarrillo. Quince minutos es suficiente. Escribí: «Y la luna observó cómo dos almas se fundían en un…» ¿Acaso soy poeta? ¡No y no! Eliminé la frase. Llamaron a la puerta. No atendí. Debía concluir la tarea, era momento de cerrarla. —Quien sea, ¡largo! —grité desde el escritorio. —Alex Crown, escritor y creador de pesadillas, abre —una voz tétrica ordenó desde fuera. —Estúpido —susurré mientras un leve escalofrío recorrió mi cuerpo. 23:48 de la noche, restan doce minutos: «Y lentamente se acercó al cuerpo que yacía tendido…» Golpearon nuevamente en la puerta. Me levanté y caminé enfadado hacia ella. Mi paciencia llegó al límite. Abrí con fuerza: —¡¿Qué?! —grité. Un hombre alto, delgado y de rostro pálido vestido con traje negro y corbata del 39
mismo color que contrastaba con su camisa blanca, me miró de arriba hacia abajo. Unas ojeras profundas enmarcaban sus ojos oscuros. —Alex Crown, ¿me permite pasar? —me cuestionó. —¿Quién eres? —pregunté. —El tiempo se ha agotado —respondió. —¿El tiempo? ¡Ah! Jonh te envío. Debí imaginarlo. Es una persona muy ansiosa; no pudo esperar a recibir la novela en su bandeja de entrada, ¿verdad? Adelante —dije aliviado al entender que mi editor lo había enviado por el texto. El sujeto entró al departamento y se sentó sobre la sala. Cruzó la pierna izquierda sobre la derecha. Me observó atento. —Son las 23:50 p.m. Tengo diez minutos para concluir y entregarle la obra. Mientras espera… ¿café? —No —respondió de manera tajante—. Y no veré a Jonh… esta noche. —Está bien; permítame un momento, por favor —caminé hacia el escritorio. 23:53 p.m. Fumé lo que restaba del cigarrillo. La mayoría de mis escritos se caracterizan por tener un excelente final y éste, que me daría el Premio Nobel, debía ser superior y excepcional. «Y así, como un susurro se pierde en…» El hombre apareció frente a mí. —¿Qué hace aquí? Le pedí esperar en la sala —le interpelé. No respondió; se encontraba totalmente estático y me miraba fijamente. Escuchaba su respiración: inhalaba y exhalaba, inhalaba y exhalaba, inhalaba… «Al demonio», pensé. Regresé la mirada al monitor de la computadora. Inhalaba y exhalaba, inhalaba y exhalaba, inhalaba… el sonido poco a poco se volvió más y más perturbador. —¿Podría retirarse y permitir que concluya mi trabajo, por favor? Si no lo hace, nunca podré terminar y entregárselo para que se marche y lo lleve a Jonh… así que… ¡largo! —señalé la puerta de la habitación. —El tiempo se ha agotado —respondió. —¡No! Son las 23:57 de la noche, restan tres minutos. —El tiempo se ha agotado —insistió. —Si no me permite concluir, claro que se agotará —respondí molesto. El hombre acercó su rostro al mío. —No me interesa el relato. Tu tiempo se ha agotado —dijo. —¡Está loco! —intenté alejarme de él. —El tiempo que tenías destinado se ha agotado. —¿El tiempo? Son las 23:58 p.m., eso significa que tengo dos minutos. —¡No me refiero a la estúpida novela! —gritó—. Se trata de tu tiempo. 40
—¿Mi tiempo? —pregunté asustado. —El de vida: se ha agotado. He venido por ti. Quedé atónito: ¡moriré! —Sólo… sólo permítame escribir la última línea, ¿ok? —hablé con voz trémula. —Está bien —movió la cabeza de arriba hacia abajo—. Concluye. El hombre caminó hacia la puerta. No y no, aún no era momento de morir. No podría hacerlo sin concluir la obra y recibir la gloria del Nobel. Tenía que actuar y rápido. Abrí el cajón superior derecho del escritorio y… y… maté al Tiempo con un tiro en la cabeza. Después, descargué el arma hacia su cuerpo que yacía tendido sobre la alfombra del departamento. Fue un verdadero desastre. Observé el reloj: 23:59 de la noche. Un minuto; debía elegir con cuidado. ¿Saben? La primera y última línea deben ser excepcionales. Llamaron a la puerta. —¡Largo de aquí! —grité. —Alex Crown, escritor y creador de pesadillas, abre. —Quien sea, ¡váyase! —grité enfadado. —Alex Crown —una voz que había escuchado con anterioridad respondió—, ¿me permite pasar? —¿Quién… es? —el leve escalofrío regresó a mi cuerpo. Caminé hacia la puerta y acerqué el ojo a la mirilla: era él. Y desde esa noche, cada que el reloj marca las 23:45 de la noche, el Tiempo llama en la puerta de mi departamento con la intención de llevarme con él. Lo recibo con amabilidad, lo invito a pasar y hago lo que me obliga hacer: matarlo para ganar algunos minutos extra, escribir la frase excepcional y, al fin, ganar el Premio Nobel de Literatura.
#MINIRP 138
@Chioarreola1
Lo atraparon una noche, en el quinto anillo de Saturno. Divierte a los dioses contando historias sobre corrupción y hartazgo.
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LA HILERA
Marilinda Guerrero Guatemala
Vio su reflejo en el charco de sangre bajo sus pies. La casi ausencia de luz por causa de un daño en el sistema eléctrico hacía difícil la visión. Empuñó con fuerza el arma y se adentró en el laberinto. Dentro del estrecho camino surgían nuevos retos: rampas, puentes, escaleras, las paredes parecían desdoblarse frente a ella, cambiaban su posición segundos antes que llegara a las habitaciones con posibilidad de salida. El tiempo se agotaba. Las voces regresaron a su memoria, los gritos, las súplicas. Se detuvo con el sonido de una detonación. Creyó haber muerto, un cuerpo cayó frente a ella. A lo lejos, una silueta se acercó. Era inútil, la habían detectado. La interrogaron. Ataron sus muñecas con una sustancia que se adentró en el tejido conectivo y logró una unión a partir de la lámina basal, imposible de romper sin desangrarse. Sin posibilidad de huída, su cuerpo estaba siendo hundido en el suelo, unas máquinas volaban escaneando su cerebro, buscando cualquier indicio que pudiera llevarlos al origen. No sabían que ella había almacenado todo en una memoria que retiró, presionando el sensor que tenía tatuado bajo su pezón izquierdo. Toda la información, todo aquello que la incriminaba, flotaba en un pedazo de hilo que quedó a la deriva en el laberinto. Prefería olvidar quién era a ser sometida al escrutinio del consejo. El policía escupió, lo había logrado una vez más, cada vez era más astuta, cada nuevo crimen era mejor planeado, su tecnología había aumentado de forma considerable. Al verla de nuevo con el cerebro expuesto, vacío, sometido a los rastreadores, entendió que no era a ella a quien debía buscar. Era a sus proveedores, los que le daban la tecnología, las actualizaciones. Elevó su cuerpo del suelo y la llevó al escáner, un viejo aparato similar a una araña, donde las patas tenían la habilidad de rastrear todos los ángulos de una superficie al mismo tiempo. Las largas extremidades pasaron varias veces sobre los tejidos corporales y detectaron una implantación pequeña en la rodilla derecha, una especie de entrada antigua, de cientos o miles de años. Capturó la imagen y buscó en los archivos. Era una entrada VGA, colocadas en los primeros prototipos. En el sótano, sección archivos descontinuados de crímenes antiguos sin resolver, los cuerpos de los primeros prototipos pendían del techo. Buscaba alguno que tuviera características similares con Adriana. Ponía uno a uno frente a él, los examinaba cuidadosamente. No, el siguiente. Por varias horas estuvo buscando, incansable, hasta 42
que uno, Selenie, tenía el mismo puerto y misma fisonomía. Lo conectaron al simulador para revivirlo y estudiar su fisiología, tecnología, capacidades y debilidades. Selenie abrió los ojos y se encontró en una habitación brillante. Pequeños robots volaban a su alrededor, capturando información. Al sentir sus pies de nuevo contra el suelo, activó el proceso de reconstrucción. Entonces, desapareció. Atravesó la pared y frente a la mirada atónita de los investigadores, los aniquiló, uno a uno sin piedad. El camino se abrió y apareció el laberinto por el cual ella encontraría la iluminación. “Voy por ti, Adriana”, dijo, mientras cargaba la información que se encontraba a la deriva, en un pedazo de hilo flotante.
BELLEZA ETERNA
Pok Manero México
No soy bonita. Y nunca lo he sido. Simpática, tal vez. "Mona". O chistosa, como decía mi hermano cuando estaba chiquita y aún vivía con nosotros. ¿Pero guapa? ¿Bella, hermosa, linda? No. Estuve saliendo con un chico que no se cansaba de hacerme esos cumplidos, pero yo sé que mentía. Seguro le dice lo mismo a todas. Mi ex alguna vez me dijo que era muy buena cogiendo, eso fue lo más bonito que llegó a decirme, pero nada más. A veces me miro en el espejo, o en una foto, y pienso que podría ser bonita. Si tan sólo fuera más blanca, o más delgada, o mis senos fueran grandes. Si mi nariz no fuera tan alargada, si mis dientes estuvieran derechos, si mis ojos fueran más grandes. Pero tengo el cuerpo que tengo, y la cara con la que nací, y nada puedo hacer al respecto. Y está bien, prefiero enfocarme en ser inteligente y capaz, en salir bien en la escuela y tener buenos resultados en el trabajo. No soy superficial, prefiero que la gente me valore por lo que soy y no sólo por cómo me veo. Aunque hay días en que me gustaría verme como las modelos en las revistas, o que la gente me siguiera con la mirada a donde fuera. No tengo muchas amistades, me imagino que a la gente bonita le es más fácil hacerse de ellas. Las únicas amigas que he tenido han terminado traicionándome. En la secundaria, Montse siempre andaba con los chavos que a mí me gustaban. En la prepa, Fabiola siempre criticaba mi forma de vestir y cómo me delineaba los ojos, decía que tenía mal gusto y que parecía una puta, aunque después se compraba la misma ropa y se maquillaba igual que yo. Pero en ella sí se veía bien, aunque tampoco fuera guapa. Ahora que estoy en la universidad, tengo a Pamela. Ella también me dice que soy bonita y no entiendo por qué lo hace. Entiendo que los hombres mientan para que me acueste 43
con ellos, pero ¿Pamela? Hasta donde sé, no es lesbiana. Y aunque lo fuera, es tan bonita que podría ligarse a cualquiera, no tendría por qué fijarse en mí. Sus razones tendrá para mentirme. En el trabajo me llevo bien con Karina, aunque no la considero cercana. Está obsesionada con el K-pop, hasta toma clases de baile y toda la cosa. Dice que me tiene envidia porque estoy igual de flaca que las coreanas, que debería llevar los brazos descubiertos más a menudo porque se me ven muy bien, pero yo siempre le contesto que está loca. Si realmente estuviera flaca, no se me harían arrugas en la panza cuando me siento. Amigos hombres, ni se diga. Siempre que creo haber encontrado una amistad sincera, resulta que en medio de una peda me confiesan que están enamorados de mí y que les gusto mucho. Han de pensar que es más fácil cogerse a una fea, pero no voy a caer en sus tonterías. Hasta Martín, que según era gay, me la quiso aplicar. El único que no me ha hecho nada así, al menos no hasta ahora, es Yair. Pero desde que se fue a vivir a Cancún, cada vez nos hablamos menos. "¿Entonces quieres ser bonita?", escuché claramente, como si alguien lo dijera en mi oído. Pero no había nadie cerca de mí. Era de noche, iba caminando a casa después del trabajo, perdida en mis pensamientos. A mi izquierda estaba la calle, por donde algunos coches todavía transitaban a pesar de lo tarde que era. A mi derecha sólo estaba un callejón oscuro y vacío, sin contar al gato que estaba sentado sobre el basurero. Era pardo y atigrado, las líneas en su cara parecían formar una M en su frente. M de muerte, M de maligno, M de mágico, M de majestuoso. "Tú sabes quién soy", escuché en mi mente. Aunque parecía que el sonido venía desde donde estaba el gato, éste no movió la boca. Sólo me miraba fijamente. "Y yo sé lo que quieres. O, al menos, lo que crees querer. Lo que piensas que te falta". Volteé a mi alrededor y vi que estaba completamente sola: ya no pasaban coches ni había un solo transeúnte. A pesar de que estábamos a finales de enero, empecé a sentir una calidez que provenía del callejón. "Sé que no lo recuerdas, pero una vez me salvaste", continuó el felino. "Estaba herido y hambriento, y tú me cuidaste". En efecto, no lo recordaba. Siempre me habían gustado los gatos, pero nunca tuve uno en casa. "Quiero pagarte el favor. No soy del tipo altruista, así que no intentaré salvarte. Pero, como muestra de mi gratitud, te daré lo que deseas". Sin aviso, el gato saltó hacia un toldo cercano, de ahí a un techo y se perdió en la oscuridad de la noche, que volvió a tornarse fría. En su lugar, sobre la tapa del basurero, había una cajita metálica. Seguramente aluciné todo y el gato nunca me habló, tal vez ni siquiera hubo un gato en ese callejón, pero al menos esa cajita era real. También lo eran las píldoras azules en su interior. Por varios días estuve debatiéndome sobre qué hacer. ¿Y si era veneno? Aunque 44
no lo fuera, ¿cuántas píldoras debía tomar? ¿O cada cuánto tiempo? ¿Podría ocasionarme una sobredosis? ¿O intoxicación? Finalmente, me decidí a probar una. En el peor de los casos, moriría siendo fea y nadie me extrañaría. La pastilla era deliciosamente dulce, aunque dejaba un ligero gusto amargo en la garganta después de tragarla. A la mañana siguiente desperté sintiéndome distinta. Me vi en el espejo: mis facciones eran las mismas, pero se veían más suaves, más finas. Ya en la escuela, Pamela confirmó mis sospechas: dijo que me veía “radiante”. Me preguntó si había cogido la noche anterior, yo sólo solté una risita y la dejé que se hiciera ideas. No podría concentrarme en lo que decía, pues noté que el chico que me gustaba no me quitaba los ojos de encima. Al salir de clases, pasé junto a él y le di un papelito con mi teléfono. No le puse un “llámame” ni un corazoncito, nada parecido. Sentía que no me hacían falta esas cursilerías. Siempre lo había sabido: todo es más fácil si eres bonita. De camino al trabajo, un hombre bastante guapo me cedió su asiento y, aunque pretendía ir leyendo, era obvio que volteaba a verme a cada rato. Luego, cuando tomé mi camión, el chofer me dijo que las niñas bonitas no pagan y me dejó subir sin cobrarme. En el café, uno de los comensales me dejó una nota escrita en la servilleta que, de sólo leerla, hizo que se me subieran todos los colores a la cara. Muriéndome de pena, me encerré en el baño por varios minutos hasta que pude salir y comprobar que ya se había ido. Me dio miedo que se esperara a que cerráramos y me siguiera. Cada noche tomaba una pastilla de la cajita plateada, y cada mañana amanecía más bonita. No puedo decir que mis senos hubieran crecido, pero se veían más firmes, como si estuvieran ligeramente hinchados. Mi trasero se puso redondo y alzado; aunque Karina dijera que era por subir tantas escaleras en el metro todos los días, sabía que era por otra cosa. Mis pestañas se volvieron más alargadas, haciendo que mis ojos resaltaran y que mi nariz se notara menos. Y una noche, mientras me veía al espejo, empujé con el dedo mi diente chueco y éste cedió sin esfuerzo alguno, girando levemente de manera que quedó casi derecho. Me asusté y me hice para atrás al mismo tiempo que sentí el sabor a sangre en la boca. Pensé que se me iba a caer el diente, pero al tocarlo otra vez estaba totalmente firme en su nuevo lugar, por lo que decidí no darle mayor importancia. Sentí que debía cambiar mi guardarropa, conseguir prendas que fueran mejor con mi nuevo aspecto. Compré blusas de tirantes, ombligueras, shorts, faldas ajustadas, vestidos cortos, pantalones entallados, zapatos de tacón, botas, sandalias, chamarras de cuero, lentes oscuros, collares, anillos, camisas transparentes y mucha lencería. Todavía me daba pena modelarlas frente a otras personas, pero me gustaba verme con todas mis prendas, y sin ellas, en el espejo. Tampoco me atrevía a 45
preguntárselo a nadie, pero estaba segura de que mi piel se estaba aclarando poco a poco. Lo único malo de toda mi transformación eran las náuseas que sentía después de cada comida y la constante comezón en las plantas de mis pies. Pero era un pequeño precio a pagar a cambio de mi nueva belleza. Bueno, no era lo único malo. Si bien me encantaba la atención que generaba la mayor parte del tiempo, y el hecho de que los hombres estuvieran siempre dispuestos a hacer cosas por mí, también tenía su lado negativo. Cuando iba por la calle, seguido me gritaban cosas. Antes también lo hacían, pero me era fácil ignorarlos siendo fea. Ahora sentía miedo cada vez que alguien me chiflaba o decía algo sobre mi apariencia. Bastaba con que dijeran un “buenos días” mientras me miraban fijamente a los ojos, también los había quienes descaradamente me recorrían de arriba abajo con la mirada, como si yo fuera un maniquí que los percibiera. Y los peores eran los que me seguían: personas que simplemente caminaban cerca de mí, apenas detrás mío, durante varias cuadras. Yo podía sentir cómo sus ojos se clavaban en mi cuerpo, cómo recorrían cada centímetro como animales hambrientos. Antes, si alguien me seguía, pensaba que era un asaltante. Ahora creía que se trataba de un violador en potencia. Tampoco me gustaba cómo me veían las mujeres. Si bien ya dije que nunca había tenido muchas amigas y siempre había mujeres confabulando a mis espaldas para que yo no pudiera salir adelante, la envidia hacía que se ensañaran aún más. Adoraba ser el centro de atención, pero tenía sus desventajas. Y no puedo decir que me hubiera acostumbrado a ello por completo: en mi interior seguía habitando una chica tímida e insegura que sentía que el mundo conspiraba en su contra. Con el paso del tiempo, se iba quedando vacía la cajita. Me preguntaba qué pasaría si dejaba de consumir las pastillas. ¿El efecto sería permanente o se revertiría a como estaba antes? Además, ahora las náuseas eran cada vez más fuertes y venían acompañadas de intensos dolores de estómago. La comezón en mis pies también se extendió a la parte posterior de mis piernas y a toda mi espalda. Todo el tiempo sentía la picazón, pero era particularmente intensa cuando me preparaba para dormir. Más de una vez me rasqué hasta abrirme la piel sin querer. Pero mi belleza seguía creciendo y mi piel era cada vez más blanca. La noche en que me tomé la última píldora, experimenté un ataque de pánico. Me aterraba la idea de volver a ser fea, de volver a quedarme sin amigos ni pretendientes. Intentaba tranquilizarme, repitiéndome que yo no era superficial, que hay cosas más importantes que el aspecto físico, pero en el fondo me negaba a creer todas esas mentiras que me decía a mí misma antes, cuando no tenía opción más que de aceptarme como era. De manera súbita, sentí un agudo retortijón en mis entrañas. Esta vez las náuseas no pudieron ser contenidas y empecé a vomitar violentamente, ni 46
siquiera tuve tiempo de llegar al baño. Pero mi susto se incrementó cuando vi que lo que expulsaba por la boca era sangre. Desesperada, salí corriendo de la casa rumbo al callejón, a pesar de que todas las noches anteriores había pasado por ahí sin haber encontrado gatos ni cajitas de metal. Mi estómago se sacudió con fuerza y tuve otro espasmo, pero al momento de expulsar la sangre sentí que mi garganta se desgarraba y vomité algo más. No pude saber qué era, pero podría haber jurado que era mi propio estómago. Seguí avanzando por la calle, sacando de mi interior lo que parecían vísceras y entrañas cubiertas por el líquido carmesí. Al llegar al callejón, mi garganta se infló con algo que escupí de inmediato: era mi corazón que todavía latía. “Es verdad que los humanos pueden creer cualquier cosa que uno les diga”, escuché dentro de mi cabeza. Volteé hacia el basurero, pero no había nadie ahí. “¿En verdad pensaste que te estaba devolviendo un favor?” La voz provenía del fondo del callejón, de la esquina que se formaba entre dos edificios. En medio de la oscuridad, un par de brillantes ojos ambarinos me observaban. Me abalancé hacia ellos y, en lugar de chocar contra la pared, me sumergí en una negrura viscosa que parecía no tener fondo. La comezón en mis pies era insoportable, tuve que quitarme los zapatos. El suelo fresco me dio la bienvenida y, con cada paso que daba, aliviaba mi malestar. “Aún si me hubieras salvado en algún momento, ¿qué te hace pensar que yo podría sentir gratitud?” Me topé en medio de la oscuridad con lo que se sentía como una columna igualmente fresca, como si estuviera hecha de hielo. Sin pensarlo, me quité toda la ropa y recargué mi espalda contra ella. “Lo más irónico de todo es que yo nunca te di lo que querías: lo tuviste todo el tiempo. Fue por ello que me fijé en ti”. Conforme la comezón empezaba a desaparecer, me di cuenta de que no podía despegar mis pies del suelo. Ni podía separar mi espalda de la columna. Como cuando uno pega la lengua a un poste helado y no puede despegarse por más que lo intente. Poco a poco, la oscuridad empezó a disiparse y pude ver que estaba en un salón enorme, con paredes y piso del mármol más blanco. En el centro estaba el gato, aunque en el mismo lugar estaba un hombre vestido de rojo y con la misma mirada torva del felino. Ambos compartían el mismo lugar, se veían como cuando los negativos de dos imágenes distintas se imprimen en una misma fotografía, superpuestas una con la otra como visiones fantasmagóricas. Rodeando la estancia, enmarcando las paredes, había columnas blancas en las cuales estaban labradas esculturas de hombres y mujeres de gran belleza. Lo que las hacía aún más impactantes eran sus rostros: gestos de dolor y tristeza capturados para la eternidad. El gato/hombre seguía hablando, pero yo ya no podía escucharle bien. Mientras mi vista se nublaba, pude ver cómo se acercaba a mí hasta que posó su mano en mi rostro marmóreo, secando una lágrima arrepentida de su más nueva escultura. 47
DÉJAME IR
Macarena Muñoz Ramos México
Había dos fotografías encima de un mueble con cajones que estaba casi al centro de la sala. Delante de ellas, un puñado de velas apenas consumidas. Melena rizada al viento, sonrisa tímida y ojos claros. Ni guapa ni fea. Una chica normal de veintitantos años. Julián no dijo nada. Así que Victoria tampoco preguntó. Sabía que la culpa lo mortificaba. Pasaron el primer fin de semana juntos donde a partir de entonces sería su casa. La misma que Julián había compartido con Sandra. Victoria al principio no notó nada extraño. No era asustadiza y pronto se acostumbró a encontrar la luz titilante de las velas en medio de la oscuridad de la sala. A la corriente de aire que movió la cortina de encaje de la ventana de la cocina. A aquel roce afilado en su mejilla que sintió la primera noche. Julián trabajaba mucho. Victoria se tomó su tiempo para instalarse, para acomodar sus muebles y sus libros. Pronto le enviarían las pruebas editoriales de su nueva novela. Por algún tiempo estaría libre de presiones. La casa era algo grande para una pareja, pero le gustaba el jardín de atrás. Poco a poco comenzó a quitar todos los detalles decorativos que Sandra había dejado en cada maldito rincón de la casa. Julián parecía no darse cuenta. O fingía. Qué gusto más cursi: color rosa por doquier, cortinas de encaje, carpetitas tejidas, conejitos en los detalles de la cocina incluyendo el cuarto de baño y la cortina de la ducha. Se cumplían dos meses desde que Victoria había empezado a vivir en esa casa. Ocho meses del accidente. Suficiente duelo, suficientes velas encendidas día y noche. Una mañana tomó las fotografías, las puso dentro de una caja y la llevó a la habitación que servía como bodega. Tiró los restos de las velas, limpió a conciencia el mueble y puso un jarrón con un ramo de rosas de un rojo muy oscuro, sus favoritas. De nuevo, Julián no dijo nada cuando se encontró con aquello. Sólo la abrazó y le dio un beso casto en la frente. Al día siguiente, mientras Victoria limpiaba la habitación, sus pies chocaron con algo que estaba debajo de la cama. Se agachó y encontró una cesta pequeña de mimbre. No podía creer lo que había en su interior: tres vibradores y un pequeño dildo anal de látex. Todos de color rosa y de pilas, uno de ellos con un estimulador de clítoris con forma de conejo. Sorpresa y asco. ¿Cómo había llegado eso ahí? Metió la cesta en una bolsa grande de basura y, sin pensarlo dos veces, la tiró en el contenedor que estaba en la esquina de la calle. 48
Algunos días después, mientras vaciaba el cesto de la ropa sucia en el cuarto de lavado, encontró en el bolsillo de unos jeans de Julián algo que la sorprendió aun más: unas bragas de encaje rosa. Pero no se asustó. Imposible hacerlo. Desde el fondo de su alma brotó la risa más espontánea. Al extenderlas resultaron de una talla enorme, casi como si se tratase de una broma. Sin embargo, muy pronto dejó de reír. Aquellas bragas eran de Sandra. Las pocas fotos que había visto no mostraban los 125 kilos que pesaba. Su rostro era más o menos afilado y los grandes ojos claros le proporcionaban el único atractivo físico. Julián sonreía más a menudo. Se le notaba menos agobiado. Los amigos celebraban esos cambios y aquella tarde fortuita donde él y Victoria se habían encontrado en la agencia de Honda. Julián iba a gestionar algo del seguro de su auto que había sido pérdida total en el accidente. Ella, a preguntar por una financiación. Las cosas se dieron muy rápido. Mágica y misteriosamente. Claro que la muerte de Sandra estaba muy reciente. Pero ni él ni ella pudieron frenar lo que sintieron desde la primera vez que se miraron. Una noche, mientras hacían el amor, Victoria estaba encima de Julián y sintió que una mano invisible le daba una bofetada. Tan fuerte que cayó al otro lado de la cama. Era la primera vez que Julián notaba una pequeña parte de todas las cosas raras que ocurrían. De todas las que Victoria enfrentaba sin decir nada, tratando de buscar respuestas lógicas. De todos los ramos de flores que se marchitaban al poco rato de haberlos puesto en aquel mueble de la sala. De las apariciones de objetos raros como el collar que la mujer lucía en ambas fotos, en el joyero de Victoria. De su ropa interior guardada en el cajón pero manchada de fango como si la hubiesen arrastrado por el jardín. De las fotos en su laptop personal: cientos de selfies que Sandra se había tomado mientras le hacía sexo oral a Julián. Se trata de un espíritu furioso, le dijo Dyango a Victoria. Se conocían desde pequeños y su amigo siempre había mostrado aptitudes para la parapsicología. Era una antena que captaba todas las energías. Debemos dejarla ir, debemos obligarla. Julián tiene que ayudarnos porque es parte importante de las cadenas que la sujetan a este mundo. Tiene que dejar de sentirse culpable. Por el accidente. Por no amarla. Esa tarde, Dyango recorrió toda la casa, murmurando algo que sólo él entendía mientras esparcía el humo de un ramo de salvia ardiendo en cada rincón. Ellos lo esperaban en la sala que parecía ser el centro de energía de la casa. Julián confesó que había apreciado a Sandra, pero nada más. Que se metió en su vida y en su casa obligándolo a vivir juntos. Había amor y agradecimiento enfermizo en cada una de las acciones de ella. Había algo de esa niña que creció rodeada de burlas y desprecios por su complexión. Él fue tan cobarde que no pudo rechazarla. Sandra se comportaba como 49
su esclava, siempre metida en la cocina preparando grandes platillos, siempre atendiendo sus necesidades aun sin que él lo pidiera. Poco faltó para que lo esperase en la puerta con las pantuflas en la boca como perro faldero. Dyango, Victoria y Julián se tomaron de las manos. Cerraron los ojos y Dyango les indicó que respiraran lentamente, que debía estar tranquilos pero firmes. Sabía que él no creía en ese tipo de cosas. Ahora, le ordenó Dyango. Julián titubeó, carraspeó un poco: —Sandra, siento mucho todo lo que pasó, siento haber bebido esa noche del accidente, siento que hayas muerto... Pero necesito hacer mi vida. ¡Vete! ¡Descansa ya! —¡Nunca! ¡Tú eres mío! —gritó una voz de mujer enfurecida que cruzó de lado a lado la sala. Y un estruendo de cristales rotos se escuchó por toda la casa. Las ventanas habían estallado. Julián y Victoria abrieron los ojos, pero Dyango les apretó las manos con más fuerza. Y Victoria habló impulsada por una fuerza que no reconoció. —¡Vete, Sandra! Ya no perteneces a este mundo. Si tanto amaste a Julian, permite que sea feliz. Silencio. Todos abrieron los ojos y tan pronto como lo hicieron, Victoria sintió que la golpearon en el vientre. A punto estuvo de caer al suelo, pero Dyango y Julián la sujetaron. —¡Tú has creado vida, amas y eres amado! Yo me esforcé por dártelo todo y tú no me diste ni una migaja de amor —dijo Sandra entre sollozos—. ¡Tienes que vivir con tu culpa! Las lámparas de toda la casa se fundieron. Dyango, Victoria y Julián quedaron en penumbra. Se incorporaron y Dyango aprovechó para tocar el vientre de ella. —Lo sospeché el día que nos vimos, pero hoy lo confirmo: estás embarazada —confesó lo más tranquilo que pudo. Julián escuchó y sin más dijo con voz firme: —Yo te aprecié, Sandra... Aprecié tu amor y tu dedicación y estoy agradecido. Siento mucho el accidente, ojalá las cosas hubiesen ocurrido de otro modo. Sandra, escúchame... Déjame ser feliz, te lo pido. Entonces una gran ráfaga de aire recorrió toda la casa, como si fuese un tornado. Y Julián sintió que el espíritu de Sandra lo traspasó, pues reconoció el perfume que ella siempre usaba. Tras el vendaval, los tres alcanzaron a escuchar un sollozo que se fue apagando.
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LA IGLESIA DEL CRÁNEO CÓSMICO
Miguel Lupián México
Pronto todo habrá terminado. No desistas; en cuanto vea al diablo en tus ojos, de su pecho brotará el coral que te permitirá abrir el portal. Purifícate de la bondad que corroe tus entrañas. Recuerda, recuerda. Hace treinta y tres años iniciaste el largo recorrido hacia la inmortalidad: aprendiste de memoria los libros que no deben ser mencionados y asumiste tu grandeza. Sabes que cuando las estrellas se vuelvan a alinear serás demasiado viejo para intentarlo. Aguanta, es la última prueba. Superaste sin contratiempos, dejando en el camino a cultistas novatos, el ritual convocado por la Iglesia de la noche de los mil gatos: atrapaste a una gata negra preñada y enucleaste a cada uno de los siete animalillos; de la última cuenca cayó el ámbar que colocaste en tu anillo piramidal. Fuiste el único en superar el ritual de la Iglesia de la cabeza sangrienta: cortaste de un solo tajo la cabeza inocente de un niño bastardo y la colocaste en el nicho prehispánico que la congregación encontró en el sótano de una iglesia católica en ruinas, esperando que sus labios purpúreos se abrieran para escupir la amatista que colocaste en el anillo. En este siglo nadie había estado tan cerca de lograrlo. Sólo debes cumplir el ritual de la Iglesia del cráneo cósmico: ahogar en este cenote al amor de tu vida, ese que te abandonó cuando descubrió a tu otro yo, el que colocará el anillo completo en la cerradura del portal, permitiéndonos observar la Verdad. Cierra tus manos sobre su cuello un poco más, un poco más…
#MINIRP 139
@andresrsgalindo
Para que no se pierdan en el camino, voy dejando pedacitos de sueño desde el infierno hasta mi cama.
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EL EFECTO SOMBRA
Mónica Esquivel México
Comenzó con un pequeño punto negro en la punta del dedo índice de la mano derecha. Al principio lo confundió con una mancha de tinta y trató de quitarlo con jabón, no funcionó. Después intentó con quitaesmalte, thinner y gasolina, el resultado fue el mismo. Se encontró más puntos dos días después en la pierna derecha, fue al dermatólogo. Entre varios análisis y estudios se llegó a la misma conclusión: no sabían qué era. Aumentaron, en cuestión de días los puntos se transformaron en manchas, al ir creciendo le dolían. Pulsaciones sutiles que por la noche se volvían insoportables. Entre alucinaciones y gritos recordaba a Teresa, una vecina desaparecida. Iba él subiendo al camión cuando la vio cruzar la calle y ser abordada por dos hombres que de inmediato la tomaron por los brazos y se la llevaron directo a un auto. O Esteban, el hijo de su compadre, a quien corrieron de la casa porque resultó ser maricón. A los dos días habían encontrado su cuerpo en un terreno baldío, sin vida, lleno de sangre y moretones, ni siquiera la cara se le reconocía. Despertaba entre sueños con escalofríos de fiebre, rodeado de imágenes y recuerdos que le parecían falsos. Las manchas ya habían tomado la mitad de su cuerpo y no era el único. Por las noches la ciudad era invadida por gritos insoportables que anunciaban el inicio de una era intolerante y absurda, vacía y aburrida. Existía un pequeño alivio, si así podría decirse: la incandescente luz de las pantallas apagaba un poco el insoportable dolor de las manchas. Se levantaba en ocasiones a encender el televisor. La ciudad se aplacaba al mismo tiempo que se acompañaba del sonido de millones de computadoras, televisores, celulares, pantallas, tabletas. Y sombras. Ya sólo le quedaba intacto el rostro. ¿Qué había sido vivir? ¿Cómo era la vida antes de las manchas y el dolor? No había disfrutado lo suficiente, su corazón no se había enamorado, en parte porque no quería, le parecía intrascendente, en secreto lo anhelaba, encontrarse con la mujer ideal… o ya la había visto antes. Su piel era suave, poseía constelaciones de lunares, hermosos puntos cafés que pintaban dulcemente cada célula del cuerpo, desde la frente hasta la punta de los pies. Bella y majestuosa como un cisne. Ojos verdes, radiantes, adornados bajo el preciso 52
toque de cincel que eran sus cejas y pestañas. Labios rosas con pinceladas de escarlata. Había sido real, lo poco que ahora eso significaba. Entre falsas imágenes y recuerdos se le fue desvaneciendo. Al principio desapareció la carcajada, su risa, dno pudo recordar cómo era el sonido de su voz. Después olvidó sus lunares, su rostro, el dulce verde de sus ojos… Qué era el tiempo. Qué era el dolor. Un punto de color PANTONE 722C se pintaba en la parte interior de su palma derecha. Había visto ese color antes, en alguna parte. Volteó la vista hacia el televisor.
RITUAL
Ricardo Bernal México
I) La noche es de plástico. El suelo es un disco cuadriculado con muy pocos objetos en la superficie: lápices, torres y alfiles, mandarinas azules, ramas secas. II) La cosa sin ojos aparece volando en círculos concéntricos, aterriza en el disco y de inmediato se pone a danzar entre vapores y burbujas. Trescientos sesenta y cinco dedos meñiques plantados en el suelo la observan en silencio. III) Después de media hora de baile ritual, la cosa sin ojos abre la boca y escupe cuatro cubos: el verde, el amarillo, el negro, el gris. Arriba el cielo palidece, las estrellas son botones rojos y la luna es una dentadura postiza craqueteando y echando chispas. IV) Una nube se traga a la luna. En la penumbra, los dedos meñiques comienzan a silbar y los cuatro cubos se vuelven transparentes: en su interior se distinguen bocas, lenguas, uñas afiladas. La cosa sin ojos eructa, extiende sus enormes alas y se aleja volando. V) Ahora el silencio es perturbador. Los dedos meñiques sacan sus patas de pollo y se alejan trotando rumbo a una selva cercana que no existe. Arriba se escucha la 53
agudísima voz del sargento: un dos tres cuatro un dos tres cuatro un dos tres… De fondo, una voz maternal murmura avemarías azules, padrenuestros rojos. VI) Entonces los cuatro cubos se rompen, de cada uno sale una pequeña cosa sin ojos que resplandece en pegajosas fosforescencias multicolores. Son larvas, moscas sin patas, gajos de semivida que se arrastran, husmeando y zumbando, gimoteando, dibujando estelas de baba verde. De sus cuatro esqueléticos lomos brotan alas tontas con las que ensayan torpes y ridículos revoloteos. VII) No. No pueden volar, no saben cómo hacerlo: intuyen que su madre se ha ido y jamás volverá. Frustradas, chillan con voces de libélula y se revuelcan en los jugos de su propio desamparo. VIII) Arriba, entre nubes gordas, aparece una colosal puerta de mármol; un ojo encerrado en un triángulo y trece signos zodiacales la rodean. La puerta se abre lentamente, de su interior desciende la escalera de luz por donde la Virgen María baja, azul y divina, modulando un canto etéreo, conmovedor. IX) Las pequeñas cosas sin ojos dejan de chillar al mismo tiempo, se quedan quietas, como meditando… ahora comprenden: La Virgen María les enseñará a volar, las convertirá en ángeles. La noche de plástico se derrite: detrás resplandece el platino inmaculado del nuevo día.
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