PENUMBRIA 39

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39 Agosto, 2017

Penumbria se forma utilizando software libre y tipografĂ­as open source.


Índice Torre de Johan Rudisbroeck Piel de monstruos / Mariano F. Wlathe Tienda de antigüedades del perverso Mefisto El hombre invisible / Ramón Fernández Ayarzagoitia Etéreas reflexiones / Pablo Stanisci El profesor de alemán o el hombre invisible / Alina Tortosa Ser o no estar, esa es la cuestión / Carlos Enrique Saldivar El increíble hombre invisible / Víctor Pinche Pintado ¿Qué habrá pasado con el hombre invisible? / Ramón Fernández Ayarzagoitia El hombre invisible (fragmento) / H. G. Wells Drácula / Pok Manero Sombras de celuloide / Macarena Muñoz Ramos Ayudante de producción / Héctor Daniel Olivera Campos Vampiro / Gustavo Ramos Sangre virgen / Pok Manero Ahogándose en la laguna negra / El Antolo El monstruo de la laguna verde ecologista de méxico / Quidec Pacheco The essence of the soul / Iván Araujo Muerte en la laguna / Carlos Antonio Sámano Campos Más viejo que tu dios / Daniel M. Olivera Los consejos de la tía / Antolo Hernández La momia / Mariana Esquivel Mi abuelo, el faraón / Patricia Richmond Culto ancestral / Mariana Esquivel Conversación con una momia (fragmento) / Edgar Allan Poe No cantaremos ópera / Mariano F. Wlathe Mi fantasma / Erika Vanessa Arroyo Aguilar Noche de ópera / Maite Flores El fantasma de la ópera / Gerardo Lima Molina Dies irae / Mariano F. Wlathe The phantom of the opera (fragmento) Andrew Lloyd Webber... La criatura universal / Francisco de León Frankie XXI / Graciela Noyola El monstruo del río / Yitein Gastélum

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Ahijado / Arturo Molina Hernández Prometeo enamorado / Francisco de León Canis Lupus / Miguel Lupián En el trigal / Mariángeles Abelli Secretos en pareja / Julia Pateiro Prohibida la entrada a menores de doce años / Miguel Lupián Lika / Emiliano González La novia de Frankenstein / Ana Paula Rumualdo Encuentro en Gill-Man’s / Arnoldo Millán Zubia El doctor Tuétano y la segunda vida de Mariona Ripoll / Hermes Prous Monstruos clásicos / The Mountain with Teeth Autómatas

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Torre de Johan Rudisbroeck Miguel Lupian Bienvenido a esta morada de monstruos. Espero que hayas traído un quinqué (o golosinas). A finales del año pasado, cuando planeábamos las convocatorias para el 2017, sugerí editar un número especial dedicado a los monstruos clásicos de la Universal (seguramente inspirado por el hermoso paquete/sarcófago de Blu-Rays que salió a la venta unos años atrás y que por alguna extraña coincidencia nos miraba de reojo desde los anaqueles de nuestra filmoteca). Los monstruos, esos seres fantásticos que causan espanto, “santos patrones de la imperfección” (Del Toro) y que nos advierten sobre las fuerzas sobrenaturales del mundo (y de nosotros mismos), se han vuelto pieza clave en toda narración fantástica. Entonces, ¿por qué no rendirles un homenaje? Cabe señalar que esto se nos ocurrió antes de saber que Universal planeaba su Dark Universe… Aunque sí sabíamos que los monstruos (afortunadamente) estaban de regreso. Y justo hace unos días se lanzó el avance de la nueva película de nuestro héroe Guillermo del Toro (a quien ya le dedicamos un número doble), The Shape of the Water, que muestra, con toda la belleza siniestra característica de “el gordo”, a una especie de criatura de la laguna negra (cuya sección, contra todo pronóstico, fue la más nutrida de la convocatoria). Por lo que esperamos que esta antología sea parte del furor monstruoso. Aunque son muchísimas las películas que conforman a este ciclo (1923-1960), decidimos utilizar sólo a esos ocho incluídos en el paquete ya mencionado: Drácula, el hombre-lobo, Frankenstein, la novia de Frankenstein, el fantasma de la ópera, la momia, el hombre invisible y la criatura de la laguna negra. Pedimos a los participantes que retomaran la esencia del monstruo y lo transformaran en otra cosa; que lo actualizaran. Cada miembro del equipo

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editorial (e invitados) se encargó de seleccionar y prologar la sección de su monstruo favorito, enriqueciendo tanto la diversidad como el contenido de este número. Espero que estos cuentos te hagan desempolvar esas viejas películas que tenías olvidadas y pasar una velada monstruosa.

PIEL DE MONSTRUOS

Mariano F. Wlathe

Los monstruos clásicos de la Universal nos han marcado a todos. Sus historias penetraron nuestra piel y anidaron en cicatrices profundas retratando nuestras pasiones y temores. Por lo que no imaginamos mejor colaboración para este número que la de Mala Leche, cuyo trabajo decora la piel de varios autómatas en Penumbria. Con su estilo peculiar, reinterpreta a nuestros personajes favoritos. Sus tatuajes de monstruos ilustran nuestra relación con ellos, su nostalgia y actualidad. Seres trágicos que nos habitan, expuestos con tinta sobre la piel de creaturas tan oscuras como ellos mismos.

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Tienda de antigĂźedades del perverso Mefisto


El hombre invisible

Ramón Fernández Ayarzagoitia

En 1933 H.G. Wells tuvo la oportunidad de ver en pantalla a uno de sus personajes más icónicos. El hombre invisible llegaría a revolucionar los efectos especiales en el cine y se establecería como uno de los villanos más implacables de la historia. Según el propio autor, el personaje cinematográfico tiende más a la locura, mientras que el literario es amoral desde un principio. Sin embargo, ambos son personajes arrogantes que tienen una sed de poder incomparable. Jack Griffin, el hombre que desafió a la realidad misma, jamás se conformaría con menos que el poder absoluto. Como toda historia de Wells, el Hombre Invisible nos enfrenta con los horrores de lo desconocido en la época del conocimiento. Es incómodo pensar en que allá afuera pueda haber una persona que sabe más que nosotros, observándonos sin que lo podamos ver de vuelta. ¿Qué pasa cuando un hombre es tan amoral que pierde –literalmente—la imagen de sí mismo? A continuación encontrarán historias que retratan este preciso sentimiento. Cuentos que retratan a hombres astutos, invisibles y con intenciones turbias, en el mejor de los casos. Secuestradores, asesinos maniáticos, estrategas fríos y manipuladores. Hombres torturados por su propio conocimiento, que torturan a los demás por el mismo motivo.

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ETÉREAS REFLEXIONES

Pablo Stanisci Argentina

Sentado frente a su mejor amigo con la mirada perdida. Así se encontraba el hombre que alguna vez tuvo todo el poder de la libertad en sus manos. Quien disfrutó de las mejores bebidas, las más suculentas comidas y las damas más exuberantes. Su gran amigo supo verlo en mejores épocas mientras se probaba elegantes prendas robadas en algún atraco. La superficie acristalada de su mejor amigo ahora sólo reflejaba un cigarro encendido que flota en el aire. Aquel conocido como el Hombre Invisible dejó escapar el humo en sucesivos círculos. Desnudo se perdía entre los etéreos aros que dejaban sus labios. Estaba convencido de haber llegado al fondo. Esta vez no existía la más remota posibilidad de encontrar voluntad para otro día. En la habitación que había decorado con finos muebles y cortinajes a lo largo de estos delictivos años sólo resonaba una pesada respiración. Dejó el sillón de pana para acercarse a lo que su mejor amigo no reflejaba. Rozó el cristal en el lugar donde debía encontrarse su rostro, una imagen que no podía recordar. Con el correr del tiempo esa fue su verdadera maldición, ya no podía rememorar cómo lucía. Forzaba recuerdos para que lograran tomar forma, pero el resultado nunca lo convencía. En un arrebato pasado había quemado todos los retratos y fotos que poseía, con ellas se fueron los últimos vestigios de humanidad. Cuando se maquillaba para simularse corpóreo, el resultado era la burda imitación de una bestia. Por un tiempo había labrado un plan. Sus visitas nocturnas a los lechos de las mujeres no serían sólo para satisfacer los fuegos pasionales y llevar a sus parejas al mayor sueño orgásmico posible. Si no podía recordar, crearía una cara nueva. Los hijos de esos embarazos le otorgarían una oportunidad única de formar un nuevo yo. Pero los resultados fueron insultantes. Nunca eran como él o como su trastornada mente lo creía. Siempre había un ojo, unos labios, una oreja que no concordaba. Incluso golpeó a un primogénito en un ataque de furia. El pobre niño resultó lastimado y regañado por su madre. Ya no quedaban salidas a su odisea. Los pasados intentos de suicidio nunca logró concretarlos. Los métodos convencionales le parecían demasiado burdos para que un hombre de su calibre dejara este mundo. Hasta que ideó una variación práctica. Apagó el cigarro y tomó asiento otra vez. Observó una curvada daga india

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de la pequeña mesa junto al sillón. Era una antigüedad de un valor incalculable. La empuñadura se sentía helada al tacto, pero eso no rompió el trance. Sin dudar comenzó a cortar sus brazos. Heridas con la profundidad exacta para que el momento se prolongara. Durante los primeros segundos se dedicó a contemplar los hilos que corrían sobre su piel, pero, consciente del poco tiempo que restaba, arrastró el fluido para cubrir todo el brazo. El torrente no se detenía y con cada latido sentía cómo las venas se vaciaban poco a poco. Continuó su obra en el pecho, las piernas, la ingle y, como broche final, con las fuerzas debilitadas pintó su rostro. Era una visión nueva. La viscosidad dificultaba mover los párpados, pero no le molestó en absoluto. Como si de un nuevo nacimiento se tratara, volvió a reconocerse. Quedaba poca sangre en sus venas, los ojos comenzaban a fallar y entre las brumas finales logró hacerlo: pudo verse sonreír.

EL PROFESOR DE ALEMÁN O EL HOMBRE INVISIBLE

Alina Tortosa Argentina

Teresa, Clara y Margarita eran primas hermanas entre ellas, sus madres eran hermanas entre si. Los padres amigos entre ellos y en muy buena relación con sus cuñadas. Las tres familias vivían en Huerta Grande en la sierras de Córdoba, en la loma de los alemanes, como se le llamaba a esa calle ancha de tierra a cuya vera crecían molles añejos cuyas copas se encontraban en lo alto creando un techo vegetal. Las niñas se habían criado juntas, entrando y saliendo de sus casas, sin tener demasiado en cuenta cuál era de quién, al punto que los vecinos menos allegados las confundían. Las tres eran rubias de hermosos ojos verdes, heredados de su abuela materna. Teresa era un año mayor que sus primas y la menos expresiva. Clara, la más revoltosa y risueña. Margarita era naturalmente el centro de la atención de la familia inmediata por su manera de expresarse a través de muecas y gestos, que a todos hacían gracia. Los primeros años de la escuela primaria fueron al colegio del estado en el pueblo. Cuando Teresa cursaba cuarto grado y Clara y Margarita el tercero, las madres, de común acuerdo entre ellas y los padres, decidieron que al año siguiente irían pupilas al colegio inglés en Cruz Chica. Al finalizar el año escolar las niñas se

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despidieron de sus compañeros y de las maestras que conocían. Empezaron sus vacaciones pensando en Navidad y en la playa y no en qué les depararía el colegio nuevo. Quizá porque sus vidas habían sido hasta entonces libres y alegres, cerca de sus parientes cercanos quienes estaban atentos a su bienestar, sin ejercer presiones o imponer límites innecesarios. Como otros años, después de las fiestas las tres familias viajaron a Buenos Aires a visitar a los abuelos paternos de cada una, para reencontrarse en Mar del Plata por diez días. La última semana de enero los encontró nuevamente instalados en sus casas de Huerta Grande retomando sus ritmos y costumbres habituales. Uno de los primeros días de febrero, mientras sus primas sentadas sobre el pasto intercambiaban figuritas, Teresa, quien se había alejado unos pasos y miraba abstraída por encima del cerco, vio a un hombre que caminaba del otro lado. Si bien no lo conocía dedujo que sería el profesor de alemán, de quien se decía que vivía solo en la sierra, pero a quien nadie había visto. Sus padres y tíos habían comentado varias veces sobre la gente extraña que se instalaba en lo alto de las sierras, aislándose del resto de la comunidad, quizás escapando de algo o de alguien. Días antes, en la farmacia, la farmacéutica, en voz baja como quien encubre un misterio, le había preguntado a su mamá si había visto al profesor alemán. El hombre siguió caminando como si no las viese. Clara y Margarita seguían concentradas en sus figuritas, sin levantar la vista. Al día siguiente lo vio pasar nuevamente, y el otro, y el otro. Él no las miraba y sus primas no lo veían, aun cuando estuviesen mirando hacia donde él pasaba. Teresa, normalmente introvertida, se guardó la experiencia para pensarla sola, algo así como un juego entre ella y el hombre, a pesar de que aparentemente él no la veía. Teresa no hubiese sabido explicarlo y, posiblemente, el resto de su familia no la hubiera comprendido. Se veía vivir con sus primas y el resto de su familia como si ella no perteneciese del todo a lo que pasaba. Las historias que urdía en su cabeza, a las que les daba vueltas y vueltas agregándoles nuevas palabras a medida que las iba aprendiendo, le eran más reales que el resto de su vida. Algo en ese hombre que pasaba solo y no las miraba la atraía. Se acercaba el momento de ir al colegio en Cruz Chica, donde seguramente habría mas gente a su alrededor, menos lugar para estar sola. Debía acercarse a conocerlo antes de irse. Necesitaba saber cómo era estar sola como estaba solo él. Tres días antes de que empezaran las clases, abrió la portera del jardín cuando vio que el hombre estaba por pasar. Cuando estuvo a pocos pasos de ella se le acercó. Él se detuvo y le tendió su mano, sonriéndole como si la reconociese;

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ella le dio la suya y sintió que se aligeraba. Escuchó que sus primas la llamaban y, a pesar de que miraban hacia donde ella estaba, no la veían.

SER O NO ESTAR, ESA ES LA CUESTIÓN

Carlos Enrique Saldivar Perú

Hay un viejo chiste que quizás han visto por televisión, leído u oído en la radio o de la boca de algún amigo o familiar. Mariano me lo dice esta noche mientras vamos por la calle: —Aquél es el hombre invisible. —¿De qué me hablas, payaso? —Nos sigue de muy cerca, poco a poco se aproxima más. —¿El hombre invisible nos está siguiendo? ¿Y se nos está acercando? —Así es, está a un par de metros, y cada vez avanza con mayor velocidad. —Creo que no debiste tomarte esa cerveza en lata antes de venir conmigo. —Ahora está a sólo un metro, nos mira con detenimiento. —En definitiva, no debiste beberte esa cerveza, lo cual me sorprende, no eres un pollo, no eres de los que chupan un poco y empieza a tener visiones, a lo mejor ya enloqueciste. —Ahora él te observa solamente a ti, ha notado tu tono socarrón. Si hay cosas que odia, son el sarcasmo, la ironía, que menosprecien su superioridad física e intelectual. —No quiero imaginarme cuando lleguemos a la fiesta y consumas más licor. Eso te pasa por ver esas películas clásicas de la Universal, pero ya te dije que a mí no me interesan. —Tienes que tomar en serio lo que te digo, no es chiste; si me haces caso, tal vez… —Según tú, ¿qué hay que hacer al respecto? A ver, dime. —Lo mejor es apurarnos; no hay que tenerle miedo, hay que mostrarle respeto. —Respóndeme algo, dices que el hombre invisible está aquí. ¿Cómo sabes si no lo ves? —¿Acaso no miras que no lo miras? —Atorrante, ya deja de joderme.

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—Tú deja de joder al hombre invisible con tu necedad. —No me gusta que hables huevadas, no sueles ser así. —Por un momento me creíste. —No te creí, ja, ja, ja, sólo te seguí el juego para que te dieses cuenta de las pavadas que dices y te calles, porque de verdad no tengo ni tiempo ni cabeza para tus tonterías, pero al menos ya admitiste tu broma. Ahora, por favor, cállate y sigue andando. —No estaba bromeando, todo lo que te comento es en serio. —Ya cállate, Mariano. —Es en serio, Alberto. Hazme caso, no te cierres. —Huevón, tenemos que llegar a la fiesta, se nos hizo tarde y quiero ver a Roxana. No es mi culpa que seas un cojudo sin pareja que justo hoy actúa raro, haciendo pésimos chistes. —No me importa que hables así de mí, pero no hables de él de esa manera, podría… —Es una cojudez, sólo hablas cojudeces. —No debiste decir eso, es malo referirse de ese modo al hombre invisible. Como te dije: está aquí, andando con nosotros y puede escuchar cada cosa que mencionas. Te advierto, no está de buen humor; de hecho, presiento que en algún momento va a intentar algo contra ti. Quizá tengas razón, deberíamos correr; aunque dudo que lleguemos muy lejos. Él no ha intentado nada todavía, se está riendo, se vacila con tu ignorancia, podría ser que aún estés a tiempo de pedirle perdón, para que así te deje marchar. Créeme, tu única opción sería… —¡Cállate, no tenemos tiempo para eso! Si hablamos menos, llegaremos más rápido. —Tus oportunidades se acaban, el gesto del hombre invisible ha vuelto a ser aterrador. —¿Cómo sabes que ha puesto mala cara si no lo ves? —Porque lo percibo. Sé cómo hacerlo. Tú también podrías. ¿No te das cuenta de su presencia? ¿Por qué no haces el intento? Puede ser que también notes que está cerca de nosotros. Vamos, gira la cabeza un instante. —De acuerdo… No, no hay nada ahí. —¿No te das cuenta de que allí está? —Me doy cuenta, ¡porque no lo veo! —¡Listo, ahí lo tienes! El hombre invisible está aquí, a mi costado, y tú acabas de aceptar que así es porque no puedes verlo.

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—Me doy cuenta de que no hay nadie cerca, porque no veo a nadie, tampoco percibo nada, excepto que estoy apuradísimo. Aceleremos el paso. Te dije que tomáramos taxi. —La seriedad de su rostro ha trocado en un gesto de muy mal humor. Me parece que ya perdió la paciencia. ¡Rápido, pídele, suplícale que te perdone! Aun podrías salvarte, Alberto. —Camina y no jodas, en tres minutos llegaremos, ya falta poco, unas cuantas cuadras, una cuadra por minuto. Sólo mueve más las piernas y deja de ejercitar la lengua, huevón. —El hombre invisible siente que lo quieres dejar atrás, que te burlas de él. —Si nos apuramos llegaremos en diez minutos; maldita zona, es la peor de Lima, ningún microbús se detiene por aquí. De repente valdría la pena pagar cinco soles a un taxista para que nos lleve de la avenida Tacna hasta la Abancay, la casa de la amiga de Roxana está… —El hombre invisible siente que lo ignoras, que lo tratas como basura. No le gusta. —Bueno, de repente luce como basura, por eso es invisible, ja, ja, ja… —Ya la cagaste, ahora se ha puesto furioso, se acerca a ti… —Pareces un loquito hablando huevadas, ¡avanza rápido! —Ha pasado de mi costado al tuyo, ahora camina contigo. —Mejor que camine detrás de mí y me huela el culo… —Esta enojadísimo, te mira como si quisiera matarte. —De acuerdo, ¿y qué quieres que haga? ¿Que yo lo mire? —No, pero ya lo he resuelto, no tienes que rogarle que te disculpe. Simplemente haz como yo, abre tu mente y percíbelo, así no te hará daño. —¿Abrir mi mente? ¿Qué crees que soy? ¿Un drogo? —Es tarde para rogarle perdón. Tienes que percibirlo. —Jódete, Mariano, y que se joda el hombre invisible. —¡No, Alberto! ¡Ya no digas…! —¡Vete a la mierda, hombre invisible! Entonces recibí un puñete en el rostro y una patada en los cojones. Mordieron mi cuello, dolía, sentí un calor húmedo. Quise cubrirme, defenderme, pero algo bloqueaba mis manos. Me abrazaron fuerte, me taparon la boca y me llevaron hacia la oscuridad de una calleja. Los gritos de Mariano a la distancia se hicieron imperceptibles…

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EL INCREÍBLE HOMBRE INVISIBLE

Víctor Pinche Pintado España

Así como no se puede proyectar una película sin pantalla, para ver la luz necesita posarse sobre la retina, en el interior del ojo. Si alguien se hace invisible, también se hará invidente. Michi iba a ser el primer Hombre Invisible. El doctor Barrera ni se había molestado en explicarle los efectos adversos del experimento, por lo que el tipo quedó bastante disgustado cuando vio que no veía. —¡Doctor! —gritó Michi, enfurecido— ¿No podría haber avisado? —No —respondió el científico sin un amago de empatía—. El centro no se puede permitir un sujeto de control por si de repente sufres una ceguera psicosomática. Espera a ver. —Que espere a ver, dice —y tuvo que esperar una hora antes de recuperar la vista, como en un lento fundido desde negro. Michi siguió acudiendo al laboratorio cada tres semanas. Siempre el mismo experimento. Pero cuando llegó el verano, el doctor se preguntó si su sujeto no se había vuelto también mudo. Lo llamó y lo llamó, sin respuesta. Llegó a pedir a unos becarios que viniesen a palpar por toda la estancia. Michi se había fugado. Durante los últimos meses había aprendido a moverse casi como un ciego y, descalzo y desnudo como estaba, se dirigía al apartamento de su ex-novia, la ingrata. Había practicado distancias por las calles menos transitadas. Finalmente, cerca de su destino, había dejado escondida una lima, para frotarse la mugre pegada en los pies durante el trayecto. Llamó a la puerta. Marta abrió de golpe. Menos mal que era invisible, se dijo Michi, o no le hubiera dado tiempo ni a esconderse. Marta salió a mirar al pasillo, y el hombre invisible aprovechó para colarse en el apartamento en silencio. Cuando ella volvió a entrar, casi se rozaron en el umbral del salón. Por suerte, la mujer se metió en el cuarto de baño sin atender a más misterios. Michi quería fingir que era un fantasma, asustarla y adiós. Una pequeña venganza antes de dar carpetazo a lo suyo. Fue a sostener en el aire unos cuantos libros de la estantería. Todo estaba como hace un año. Salvo un sillón orejero, con el que Michi se golpeó el dedo chico del pie. —¡Ay!

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Marta abrió la puerta del baño y asomó la cabeza, enjabonada. Guardó silencio. Se volvió a meter. El increíble hombre invidente se limpió las dos lágrimas y agarró los susodichos libros. Esperó a que la mujer saliera de la ducha. Y esperó. Y esperó un poco más. Y ya no le daba tiempo a volver con margen al centro de investigaciones, así que abrió la puerta del cuarto de baño, descorrió la cortina y arrojó a su ex lo que parecían tres libros normales o dos libros gordos. Marta gritó de puro terror, porque se le iban a mojar y los había conseguido en un mercadillo de descatalogados. Así, Michi consiguió su venganza. Volvió al laboratorio, deprisa y pegado a las paredes para no darse topetazos con los viandantes. Gracias a la práctica no corrió demasiado peligro, pero poco antes de llegar un perro viejo se puso a olisquearlo y Michi se dio tal susto que los últimos metros los hizo corriendo por miedo a las encías del animal. Por supuesto, se dio un golpe contra las puertas de cristal del centro. Fueron a abrir y se escurrió de milagro al interior, donde el doctor Barrera ya se llevaba las manos a la cabeza. De repente, el científico fijó su mirada justo donde estaba Michi. Un fino reguero de sangre parecía manar de la nada. Esa sangre salía de la nariz de su sujeto y ya formaba unos bigotes y una perilla flotantes. Todos se pusieron a aplaudir y enseguida fue reapareciendo la figura maltrecha del Hombre Cobaya. —¿Se encuentra usted bien? —le preguntó el doctor— ¡Esta vez ni siquiera podíamos palparle! —Oh, doctor, si yo le contara… —y Michi comenzó a justificar su ausencia con todo el melodrama que le quedaba—. Sentí que me hundía en un mundo etéreo, lleno de sonidos apabullantes y seres misteriosos que se quedaban quietos y no me decían nada... —¡Esta vez hemos ido demasiado lejos! ¡Mírese, está sangrando! ¡Rápido, un scanner! —Descuide, doctor, descuide. Estoy bien. Y quiero que sepa que siempre contará conmigo para estos experimentos. ¡Por el futuro de la ciencia!

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¿QUÉ HABRÁ PASADO CON EL HOMBRE INVISIBLE?

Ramón Fernández Ayarzagoitia México

Mientras esperaba a su siguiente metro, a Griffin le sobrellevó una profunda desesperanza. Había logrado tanto y tan poco. Hace más de un siglo desafió a la ciencia misma cuando desapareció su cuerpo. Su genialidad lo hizo invisible, pero su hambre de poder lo obligó a fingir su propia muerte en ese fatídico día nevado. Como resultado de esto había logrado su nueva afronta a la ciencia: descubrió la manera de vivir para siempre. El Doctor Griffin sabía que esta era una muestra más de cómo estaba por encima de las leyes del hombre y se dedicó con más ahínco a sus planes de dominación del resto de sus inferiores congéneres. Decidió, entonces, obtener el poder máximo mediante la guerra. Crear y destruir potencias y posicionarse del lado de los ganadores. Desató conspiraciones, mató duques y echó culpas por todos lados para comenzar sus guerras. Una vez que logró esto, se hizo el dueño fantasma de industrias enormes en ambos bandos, mismas que serían destruidas por un conflicto que se saldría de las manos de todos los involucrados. Para cuando la guerra borró a dos pueblos enteros de la existencia con unas simples bombas, Griffin se había quedado como al principio. Así pasaría el Hombre Invisible la mayor parte del siglo XX, provocando los más grandes conflictos de la humanidad y acabando en el mismo lugar de siempre. Se maravillaba de su genialidad cada vez que separaba países enteros por la mitad y moría de rabia cuando veía que las grandes potencias simplemente se repartían los restos como fichas en un juego sin objetivo. Griffin era la personificación de cada conspiración en el mundo y al mismo tiempo era incapaz de predecir el caos en el sistema. Era un titiritero que sólo era capaz de operar la mitad de los hilos. Enfocaba su enojo y frustración en provocar desorden. Cuando se desesperó por lo lento que iba la guerra fría, decidió hacer públicos los secretos de Nixon. Un hombre perdió su empleo, los medios y la sociedad se escandalizaron y de todo ello sólo resultó que todo escándalo político posterior tendría el sufijo gate. ¿Clinton? Pervertidón, nada nuevo, pero las travesuras de Griffin estaban de nuevo en la televisión sin que nadie lo supiera. Un día, tomando tequila en México, el Hombre Invisible teorizó qué se necesitaría para que Estados Unidos temiera de su pequeño vecino y creó una crisis económica a base de pura especulación y susurros. Nada

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cambiaba en el agregado, pero el sentimiento de ser quien provocaba el caos le daba un profundo placer al Doctor. Tuvo una epifanía: su verdadera vocación, lo único que tenía sentido, era simplemente generar el caos. Ver cómo se retorcían sus pequeñas ratas de laboratorio cuando las enfrentaba con lo inútil que era todo su progreso. Llegó el siglo XXI y con él la era de la información, cosa que emocionaba mucho a Griffin. Nadie entendía lo invisible mejor que él y nadie pareció entender que cuando tienes acceso a la fuente de información no necesitas robártela cuando la convierten en un montón de unos y ceros. Las películas mostraban a un montón de lerdos tecleando furiosamente un teclado, él sólo tenía que pararse detrás del que escribía las contraseñas. Dedicó sus siguientes años a vender secretos por internet, por dinero que utilizaba después para crear y reventar burbujas bursátiles y tambalear al mundo a su placer. Desde fotos y videos de gente famosa desnuda hasta secretos de Estado, nadie vendía a su nivel ni ocasionaba el caos que él ocasionaba. Invertía dinero, vendía secretos bursátiles a compañías oportunistas y reía mientras todo el mundo se preocupaba por su mercado inventado. Mientras más hacía de las suyas, sin embargo, Griffin se daba cuenta de que él era irrelevante en este proceso. Los mercados se habían hecho tan intangibles que se destruían y rehacían sin que él moviera un dedo. Las personas se hacían cada vez más públicas y volvían irrelevante al espionaje de Griffin. Los secretos de Estado eran tan bien sabidos que Wikileaks no provocó el escándalo que él esperaba, ni siquiera cuando le pagó a ese pesado de Assange para que se fingiera el culpable. Lo real y lo falso cada vez importaba menos. Un niño enclenque podía hacer una historia falsa, disfrazarla de noticia y hacer más daño del que Griffin podía hacer con la realidad. Productos televisivos se hacían presidentes por todos lados. El mundo se había hecho inmune a lo invisible: lo había adoptado. El hombre invisible miraba a su alrededor con desesperación. La gente aceptaba acuerdos de confidencialidad que vendían su información privada a todos (o a nadie, no importaba) y aceptaban cada vez más vivir en un mundo completamente vigilado. Ya no había escándalo que no pudiera suceder sin Griffin y, peor, ya no importaba, porque simplemente se dividiría el mundo en grupos irracionales e irascibles que defenderían sin razón alguna la veracidad o falsedad del mismo. Ser invisible era tan irrelevante en el siglo XXI que ser El Hombre Invisible no tenía sentido. Griffin caminaba por las calles de los países buscando desesperadamente

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cómo ser relevante. Ya no tenía sentido aterrorizar a pueblos enteros con actos vandálicos y asesinatos fortuitos: hoy en día los terroristas son públicos y le dan miedo hasta a él. Pasó días enteros en el metro intentando generar conflictos. Empujando a alguien por acá o haciendo sentir incómoda a la mujer de allá. Cosa que, se dio cuenta, hacen todos los otros hombres sin necesidad de ser invisibles. Sin que él moviera un dedo. Jack Griffin saltó a las vías del tren. Unas pocas estaciones después nadie entendía por qué la cabina del conductor se estaba manchando de sangre.

EL HOMBRE INVISIBLE (FRAGMENTO)

H. G. Wells Reino Unido

…Y, si te paras a pensarlo un momento, verías que el polvo de cristal también se puede hacer invisible, si su índice de refracción pudiera hacerse igual al del aire; en ese caso, tampoco habría refracción o reflexión al pasar de un medio a otro. —Sí, sí, claro —dijo Kemp—, pero ¡un hombre no está hecho de polvo de cristal! —No —contestó Griffin—, ¡porque es todavía más transparente! —¡Tonterías! —¿Y eso lo dice un médico? ¡Qué pronto nos olvidamos de todo! ¿En tan sólo diez años has olvidado todo lo que aprendiste sobre física? Piensa en todas las cosas que son transparentes y que no lo parecen. El papel, por ejemplo, está hecho a base de fibras transparentes, y es blanco y opaco por la misma razón que lo es el polvo de cristal. Mételo en aceite, llena los intersticios que hay entre cada partícula con aceite, para que sólo haya refracción y reflexión en la superficie, y éste se volverá igual de transparente que el cristal. Y no solamente el papel, también la fibra de algodón, la fibra de hilo, la de lana, la de madera y la de los huesos, Kemp, y la de la carne, Kemp, y la del cabello, Kemp, y las de las uñas y los nervios, Kemp, todo lo que constituye el hombre, excepto el color rojo de su sangre y el pigmento oscuro del cabello, está hecho de materia transparente e incolora. Es muy poco lo que permite que nos podamos ver los unos a los otros…

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Drácula

Pok Manero

Peter Murphy dice que Bela Lugosi murió, pero Todd Browning lo inmortalizó en 1931. Si bien ya gozaba de fama en el teatro e interpretó muchos papeles en su carrera, incluyendo a otros monstruos y su última aparición en la infame Plan 9 del espacio exterior, su nombre quedó perpetuamente unido al personaje que Bram Stoker creó treinta y cuatro años antes, el vampiro por excelencia, el conde Drácula. En mi opinión, la razón más válida (si no es que la única) para hacer un remake o una adaptación es acercar al público a la obra original. Y si bien seguramente nuestros lectores ya han visto la película producida por la Universal hace casi un siglo, y también han leído la influyente obra de Stoker, no está de más que viajen nuevamente a las lejanas tierras de Transilvania y visiten al solitario conde. Fílmicamente pueden hacerlo también con la versión de la Hammer (protagonizada por Christopher Lee), la adaptación llamada Nosferatu (tanto la de Murnau como la de Herzog), la película ya clásica que dirigió Francis Ford Coppola o el ballet que filmó el canadiense Guy Maddin en Drácula: páginas del diario de una virgen. Ahora que si desean acercarse a la parte literaria, no pueden dejar de hacerlo por medio de la versión ilustrada por la talentosísima Becky Cloonan o con la adaptación a comic que hizo Leah Moore (la hija del mismísimo Alan) junto con su esposo John Reppion, los artistas Aaron Campbell y Colton Worley, y las portadas de John Cassaday. De una forma u otra, como sea que quieran revisitar esta maravillosa historia, sepan que el vampiro siempre les dará la bienvenida.

SOMBRAS DE CELULOIDE

Macarena Muñoz Ramos México

Quizás era buena idea no utilizar colmillos. Lo más probable es que debían ser incómodos de llevar y desde la última fila del teatro no se alcanzaban a percibir. Ni ahora las cámaras de cine lo conseguirían. Sonreíste mientras te mirabas en el espejo. De esa manera turbia que encantaba a las mujeres. Te pasaste una mano por el cabello engominado. Afortunadamente ya no usabas el maquillaje verdoso que 21


durante poco más de tres años luciste en todas las funciones. Ahora, sólo resaltaba tu palidez y tus ojos de mirada profunda. El camerino era sencillo. Si acaso el único lujo que exigías eran esos ramos de rosas tan oscuras. Su aroma perfumaba cada rincón y eso a ella le gustaba mucho. Geraldine. La novia rubia que se distinguía de las otras dos morenas. Esos vestidos de gasa que intentaban darles una apariencia etérea no permitían admirar sus cuerpos. Geraldine era alta y de formas curvilíneas. No entendiste cómo pudieron contratarla para ser la doble de Greta Garbo. De esa mujer llena de huesos y un tanto desgarbada. Bueno, sus facciones eran parecidas y si Geraldine desordenaba un poco su melena corta rizada, tal vez daba más el pego. Al principio te asombró cómo las mujeres caían rendidas a tus pies. Americanas que adoraban a Rodolfo Valentino sin haberlo escuchado hablar jamás. Tú te esforzarte por aprender a relacionarte en inglés, de forma comedida y cuidando la entonación. Pero era inevitable que tu acento húngaro apareciera. Entonces tu sonrisa turbia se convirtió en la mejor disculpa. Y ellas te adoraron aun más. Sin duda, esto fue lo que terminó por darte el papel principal en esa obra de Broadway, interpretando a aquel conde tan oscuro y siniestro. Sin embargo, era seductor aun cuando no hubiese mujeres en escena. Llenos totales temporada tras temporada. A pesar del maquillaje verdoso, más de la mitad del público estaba compuesto por mujeres que con impaciencia esperaban tu aparición dándole la bienvenida a Renfield a tu castillo enclavado en algún lugar perdido de Europa. Y contenían el aliento cuando mordías a Lucy. En el fondo, sabias que el conde y tú compartían muchas cosas. Y jugabas con eso a tu favor. Eras extranjero, sí, de algún lugar europeo que casi nadie sabía dónde ubicar en un mapa. Y también muy misterioso. Protegías tu intimidad de los periodistas y, a pesar de que explicabas un poco tu trayectoria en la compañía nacional de teatro de tu país, ocultaste la Primera Guerra Mundial y las secuelas que dejó en ti. ¿A quién le importaba esa vieja herida en la pierna que ahora a tus casi cincuenta años te complicaba caminar? Dosis repetidas de morfina. Sólo eso te podía aliviar. Sí, el conde y tú compartían mucho. Aunque no necesitabas los colmillos. Disfrutabas mordiendo zonas tan exquisitas como el inicio de los pechos o el cuello. Te fascinaba el espectáculo que te ofrecían las mujeres al borde del éxtasis suplicando ser tuyas. Algo en ti surgía de forma pausada, aunque feroz. Han llamado a la puerta con esa clave que ya te resulta familiar. Es que quieres evitar que Browning intente conversar contigo arrastrando las palabras y

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con la petaca de licor en la mano. O que Karl se tome demasiado en serio su papel de director “suplente”. Así que sabes que se trata de Geraldine. Su actuación ha sido muy breve; sin embargo, lograste que fuese la única novia enfocada saliendo de su ataúd. Y aunque ya no es necesario que acuda al set de filmación, se escabulle para visitarte en tu camerino. Te levantas de la silla y notas que la morfina ya ha hecho efecto, aunque ya es más por costumbre que mantengas tu figura muy erguida lo que hace que parezcas mucho más alto del metro con ochenta y cinco centímetros que mides. Una sonrisa turbia aparece en tu rostro cuando admiras tu imagen impecable en el espejo. —Oh, Bela, te has dejado puesta la capa —dice la rubia, lanzándose a tus brazos.

AYUDANTE DE PRODUCCIÓN

Héctor Daniel Olivera Campos España

Martes noche, un bar lúgubre en Los Ángeles. En un extremo de la barra, dos hombres sentados en sendos taburetes beben whisky y charlan entre ellos. Uno es corpulento, el otro, delgado en extremo. Los nudos de sus corbatas están flojos y los sombreros reposan sobre la barra. A unos metros de los clientes, el barman dormita. —¿Así que de la industria del cine? —deja caer la pregunta retórica el hombre corpulento. —Ayudante de producción de la Universal —responde el flaco que habla casi sin separar los labios, lo que vuelve su dicción espesa. —¿Y qué se supone que hace un ayudante de producción? —Muchas cosas, pero yo me dedico en exclusiva a atender a los monstruos. —¿Monstruos? —Sí. ¿Usted ha visto Drácula? —Sí, claro. —Pues Drácula existe. No es un actor, es un vampiro de verdad. No se ría, no miento. Y lo mismo puedo decir de la momia y de los demás. —¿Y Lon Chaney, Bela Lugosi, Boris Karloff, etc, a qué se dedican? —Son hombres de paja. No podemos revelarle al público la verdad. —Le escucho, señor….

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—Edgar. —¡Claro! Como Edgar Allan Poe. —Esto que le voy a decir es confidencial, ha de jurarme que no compartirá con nadie lo que yo le cuente esta noche. —Se lo juro. —La mía es una profesión terrible. Paso miedo, auténtico terror. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo, es como ser verdugo. ¿Me comprende? Drácula, por ejemplo, lo tenemos recluido en una mansión en Sunset Boulevard. Su dieta es sangre humana, probamos con sangre de cerdo, pero no funcionó. Todos los viernes por la noche acudo a un banco de sangre y los empleados, que han sido sobornados por la Universal, me entregan las bolsas con plasma que llevo a Drácula. Me presento provisto de ajos, crucifijos, agua bendita y estacas. Toda precaución es poca. Su sed de sangre es insaciable, podría atacarme en cualquier momento. —Interesante. Los Estudios le pagarán un plus por peligrosidad, supongo. —Frankenstein —Edgar hace ver que no ha escuchado la ironía—. Todo lo que tiene de fuerza física, le falta de cerebro; el tipo sólo piensa en joder, en meterla. Yo soy el que le llevo a su novia para que se la beneficie, he de vigilar que no la lastime. Sigamos: La criatura de la laguna negra... Logramos que las autoridades declararan el lago en el que habitaba reserva natural y que se prohibiera la pesca, pero como siempre hay pescadores furtivos, nos vimos obligados a recrear su hábitat en un estanque artificial. No se imagina el trabajo que nos dio eso. La momia… —No me diga más: fuma y se le queman las vendas. —No, al igual que Drácula, es fotosensible. Los hemos de filmar en noche americana. El que fuma es el hombre invisible y, menos mal, porque suele ir desnudo por la casa y no lo ves, así que cuando fuma sabes dónde está por el cigarrillo que parece danzar en el aire. El tipo es un incordio, aprovecha su invisibilidad para gastarte bromas pesadas. El siguiente: El hombre-lobo es tan peligroso como Drácula, mire lo que llevo conmigo —el flaco extrajo una bala de su bolsillo de la chaqueta americana y la colocó sobre la barra—, es de plata. —Sí que lo parece —examinó la munición su interlocutor. —Hay que vacunarlo y desparasitarlo cada tres meses. Ya ha matado a dos veterinarios. Al principio lo ocultábamos en otra mansión de la Universal situada en Mulholland Drive, pero el imbécil, cuando había luna llena, se dedicaba a aullar y los vecinos llamaban a la policía, protestando. Era cuestión de tiempo que lo descubrieran. Así que tuvimos que llevarlo a una granja abandonada en el desierto

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de Mojave. Y, por último, el fantasma de la Ópera. ¡Insufrible! No hay quien lo saque del teatro de la Ópera. Es un género que no soporto: gordas sobre el escenario lanzando gorgoritos... Pues tendría que verle usted cómo llora el amigo: llora a lágrima viva, embargado por la emoción estética. —Desde luego se gana usted el sueldo. —Y todos ellos tienen muy mal humor. Al principio de instalarlos, se equivocaron los de las mudanzas y le entregaron el sarcófago a Drácula y el féretro a la Momia y no quiera ver la que me armaron. —Mire, amigo… Edgar, eso dijo, ¿no? Yo me llamo Willy Loman, viajante de comercio. —Encantado, Willy, no nos hemos presentado como es debido. —He entrado a este tugurio porque, tras un maldito día de ventas fracasadas, necesitaba una jodida copa. Pensé que iba a ser otro día de mierda en mi decadente carrera de vendedor, pero, gracias a Dios, has aparecido tú y me has contado todo ese montón de mentiras y estupideces y me he olvidado de mis problemas. Me has hecho disfrutar de lo lindo. La próxima ronda corre a mi cuenta. —Willy, no son mentiras. —Claro, claro, los actores han de ser fieles a su papel, por absurdo que sea. —He venido a este bar porque te estaba buscando. —¿A mí? —No a ti en particular, buscaba una víctima; te vi entrar, estás rollizo, tu aspecto es saludable. Éste es perfecto, me dije. —¿Perfecto? —Loman comenzaba a inquietarse. —Sufrí un accidente el viernes pasado y todo cambió. —¡Ah! Entiendo, te mordió el Conde Drácula y ahora eres un vampiro. —¿Cómo lo has adivinado? —Era previsible. Como comediante me troncho de la risa, pero como guionista eres malísimo. Willy Loman bajó la cabeza para apurar su postrero trago de whisky. Lo último que sintió fueron los colmillos de Edgar clavándose en su yugular.

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VAMPIRO

Gustavo Ramos Argentina

Cuando todo sucedió yo tendría dieciséis años. Vivía con mi madre. En la casa de al lado vivía mi tío Oscar, era un cuarentón, fanático acérrimo de las películas de terror, más que nada, las clásicas. Pero ella veía con malos ojos la cercanía que yo tenía con él, creía que era mórbida esa costumbre de encerrarse allí, de dormir casi todo el día, de despertarse al atardecer luego de estar mirando películas durante la noche; su condición de soltero. Por eso decía que era un depresivo que siempre estaba en penumbras, pero yo no lo veía triste, más triste era mi madre, los profesores de mi colegio; mi tío era más bien un adolescente incurable. Nuestra costumbre era que yo lo visitara cuando caía la noche. A mi tío le encantaban los vampiros y de esa forma lo vería mi madre, era un extraño Lugosi en esta ciudad desencantada. Nunca nos cansábamos de encender la videocasetera y apagar las luces, cerrar las cortinas, armar nuestro cine privado en su casa y deleitarnos con los gritos y alaridos. Así pasábamos las noches. Mi tío Oscar parecía tener una aversión por el sol, siempre tenía las persianas cerradas, decía que le hacía mal tanta luz, que así podía ver sin ningún reflejo de luces en el televisor sus amados films. Recuerdo que se le había metido en la cabeza que quería hacer una película de vampiros. Ese era su verdadero sueño, quería crear su propio vampiro como Lugosi y Cristopher Lee y no quería morir sin verlo realizado. El guion ya lo venía masticando desde hacía tiempo: él interpretaría a un conde antiguo viviendo en un oscuro castillo. Su baño sería el supuesto exterior, el baño de la joven presa y así ella se convertiría en su amada vampiro viviendo entre las sombras. Luego de repetírmelo tanto, le dije que lo ayudaría, que contara conmigo para lo que necesitara. Lleno de energía por mi respuesta, mi tío me dio dinero para que comprara una cámara, algo de vestuario, unos colmillos y algunas velas para los decorados. Todo se reduciría a su casa, que ya era bastante lúgubre, rodeada de telarañas, con pocas luces y una escalera ruinosa. Sólo debía buscar más actores, los dos sabíamos quién sería el conde. A mí la idea también me parecía fantástica y se me ocurrió que mis compañeros de clase podían ser perfectos actores. A Sabrina, una tímida muchacha con aires darkies, le apasionó la idea y a Fede, mi mejor amigo, le interesaba ser el

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que manejara la cámara. Más que nada era ver consumada su obra, verse a sí mismo como un Drácula, poder prender la videocasetera y mirar aquello, ver la escena donde aparecía por primera vez su imagen pálida, su capa roja, verse mordiendo la joven yugular en el clímax de la obra, soltar la sangre falsa. Así fue como llegó el día y llevé a mis dos amigos a la casa de mi tío. Ellos entraron algo asustados. Ni bien terminaron de subir las escaleras, una figura los recibió vestido ya como un conde transilvano, logrando paralizar los corazones de mis compañeros. Luego, más relajados, a los dos les agradó mi nada convencional tío Oscar. Empezamos a ensayar; él emanaba autoridad, firme en su papel de vampiro. Lanzó sus líneas al aire y yo veía cómo se compenetraba con su papel y era como si al parafrasear tantas películas que había visto antes, estuviera también allí su deseo real, el de hallar una compañera que aquietara sus noches solitarias. Entonces llegó la escena principal: la escena de la bañera donde Sabrina entraría en las aguas que habíamos llenado con espuma de baño. Estábamos los cuatro metidos en ese pequeño baño: ella ahí, en la tina, Fede filmándolo todo, yo en el marco de la puerta y mi tío, que a la señal también entraría. No escuchamos el ruido del picaporte. Dijimos “Acción” con toda naturalidad. No escuchamos los pasos acercándose. Mi tío entró y se acercó a Sabrina con su boca abierta y sus colmillos falsos. No escuchamos la presencia que venía, y ya el conde tapaba a su víctima con su larga capa, ocultando el jugo de tomate que acercaba al cuello de Sabrina y se precipitaba a morderla cuando un grito desesperado, histérico, irrumpió con todas sus fuerzas y se lanzó contra la escena para separarlos. Era mi madre. Para sus ojos, su pervertido hermano envuelto con una niña y, para colmo filmándolo, siendo filmado por otros niños, era algo tan perverso que no podía entenderlo. Sacó de un tirón a Sabrina de la bañera. Le gritó a mi tío cosas horribles y nos llevó a mi casa. Nos gritó y se llevó a mis amigos a sus respectivos hogares, intentando explicarles a sus padres lo que había pasado. Entre tanto, mi tío no pudo decir palabra alguna, tan callado quedó, tan triste. Su sueño había quedado destruido, no estaba haciendo nada malo, pero ¿quién podía explicárselo a ellos? Nosotros quisimos ayudarlo, él no nos forzó. Nosotros estábamos haciendo una peli de terror, nada más, pero no nos creyeron. Los padres de Sabrina no le creyeron, pensaron que era parte del shock y la cambiaron de colegio. Fede me evitaba ahora en los recreos, más por sus padres que por él. Hace mucho que no le dirijo la palabra

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a mi madre, creo que ya es un caso perdido. Y lo peor, mi tío Oscar se ha marchado. No sé si los padres de mis amigos hicieron una denuncia, si quisieron ocultarlo, lo que sé es que mi tío ya no está. Espero que esté bien, espero que donde esté consiga una dama simple y bella como él y continúe con su sueño. Me gustaría darle las gracias por su legado, me ha dejado su videoteca como testamento para que no pierda su rostro.

SANGRE VIRGEN

Pok Manero México

A Bela, Christopher, Max, Klaus, Gary y todos aquellos que han dado no-vida al Conde.

El ataúd se abre lentamente, revelando una pálida mano que sale de su interior. La extremidad se estremece con dolor y anticipación, seguida por un brazo cubierto por la tela de un elegante saco negro, unido a su vez al majestuoso cuerpo del vampiro. Éste abandona la falsa comodidad de su féretro y se aproxima a las voluptuosas doncellas que, convenientemente, duermen en una cama a escasos metros en la misma lúgubre y derruida habitación. El Conde levanta nuevamente su mano, aquella que hace apenas unos instantes se movía incierta, demostrando ahora firmeza y gran determinación. Gesticula un comando y las jóvenes, que están ataviadas con escasos y seductores ropajes, se levantan cual sonámbulas y empiezan a tocar sus turgentes cuerpos. La mirada fascinadora del monstruo las observa mientras se besan y se despojan de las pocas prendas que portaban. Da un paso más, aproximándose al lecho de lujuria, a punto de extraer su rígido miembro para que las núbiles mujeres puedan… —¡Corte! —interrumpe la escena el enfurecido grito del director— ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir, “Conde”? Tienes que sacarte la verga ANTES de acercarte a ellas, no hasta que llegas a la cama. —Perro siento que, al serr un gentil hombrre victorriano, mi perrsonaje sentirría un poco de pudorr al… —responde con su marcado acento el actor, mas no puede terminar la oración. —¡Carajo! Estamos haciendo una película porno. Una Porno. ¿A quién le interesa lo que sienta el personaje? Ciertamente a mí no, y a los espectadores

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menos. Ahora encuérate para que sigamos, ya quiero terminar —ordena el director, agregando en voz baja y para sí mismo:— Me caga trabajar con extranjeros, méndigos actores “de método”. El Conde se prepara a continuar grabando y reflexiona en su decadencia, a pesar de que sigue haciendo lo mismo que ha hecho siempre: interpretarse a sí mismo. Tras dejar Inglaterra después del fiasco en Whitby con Van Helsing, se refugió brevemente en Irlanda e hizo amistad con el escritor que, inadvertidamente, lo inmortalizaría. Entonces huyó a los Estados Unidos, seducido por la libertad que dicho país parecía prometerle. Fue desconcertante para él enterarse de que se había vuelto prácticamente una celebridad, con la salvedad de que el mundo lo creía un personaje ficticio. Le fue fácil integrarse a una compañía de teatro, siempre tuvo una gran afinidad artística. Cuando fue elegido para personificar a Drácula en Broadway, todos menos él se sorprendieron de la naturalidad con que asumió al personaje. El salto a Hollywood fue inevitable, y entonces gozó de fama real. Pero conforme pasaban los años y él no envejecía, empezó a levantar sospechas. Le reveló su secreto a su amigo Edward Wood Jr, quien comenzó a ayudarle todos los días a maquillarse para aparentar vejez a cambio de que le permitiera incluirlo en sus cada vez peores películas. Finalmente, el Conde llegó a la conclusión de que lo más conveniente sería fingir su propia muerte, pero siguió en contacto con el cineasta. Esta relación lo llevó al bajo mundo de la pornografía, cuando ya nadie quería financiar los otros proyectos de Wood. Cuando la carrera de éste, y su depresión, habían tocado fondo, el Conde le ayudó a morir. El dictamen indicó que fue un paro cardiaco, pero nadie mencionó la ausencia de sangre en su cuerpo ni las peculiares marcas en el cuello. Tras algunos años en el anonimato y varios viajes a través del continente, regresó a los Estados Unidos con el cambio de siglo. Buscando la manera de procurarse víctimas, trató de reavivar su carrera como actor. Intentó en vano volver a interpretarse a sí mismo en producciones serias, de las cuales siempre era rechazado por ser demasiado “clásico”. Por fortuna para él, siempre habrá películas de ínfimo presupuesto donde puede volver a hacer el papel de su vida, literalmente. Y si no, nunca falta alguien que quiera hacer un filme pornográfico de vampiros. —Vamos a retomar la escena desde que sales de la tumba, pero ahora vas a salir sin ropa, nada más con la capa. Cámara uno, close-up de su mano saliendo del ataúd. Es lo que mejor le sale, igualito que a Karloff. —Lugosi —corrigió el actor desde el interior de la caja.

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—Sí, ése. Corre cámara. —Corriendo. —¿Sonido? —Grabando. —Bien, Sangre virgen, escena tres, toma siete... ¡Acción! Bufón insufrible, piensa el vampiro en la confortable oscuridad. Si tan sólo pudiera imaginar lo que es sentir el dolor de la muerte cada tarde, al despertar, durante más de un siglo de maldición. O lo horrible que es tener que visitar Miami para estos rodajes amateur, con el implacable sol brillando en el exterior durante las interminables horas de insomnio. Sangre virgen, ¡ja! Sus coprotagonistas son todo menos vírgenes, jovencitas precoces que dejaron sus hogares ante la promesa de dinero fácil y vidas glamorosas. Al menos halla consuelo en haber encontrado una productora dispuesta a hacer filmes snuff con él, de modo que tras satisfacer sus impulsos carnales también podrá aplacar momentáneamente su eterna sed. Y así, con la promesa de sangre fresca aunque nada virginal, extrae su mano una vez más, como lo ha hecho en tantas ocasiones a través del tiempo, en busca de sus próximas víctimas.

Ahogándose en la laguna negra

El Antolo

La criatura de la laguna negra o Gill-Man, como ha sido llamado, es un ser que siempre me ha llamado la atención: a pesar de ser un cliché de aquel monstruo incomprendido, me encanta su diseño: esa figura humanoide y sus aletas adornando la cabeza, esas manos membranosas que culminan en letales garras y su rostro, que hace pensar que lo más terrorífico al respecto de él es la semejanza el ser humano y no a un monstruo en sí. En esta selección de cuentos es interesante ver cómo cada uno de los autores se apropia de la criatura y nos muestra una faceta que corresponde a cómo lo queremos ver: podemos ver a Gill-Man dedicándose a la política, como un ente mítico o aquel ser al cual le tenemos que ofrecer sacrificios. Honestamente no hay muchas historias o más caracterizaciones de esta criatura más que diversas parodias. A pesar que se ha vuelto una figura muy reconocida, no encontré demasiado material que realmente capture su esencia y creo que la mejor manera de poder conocer un poco más de él es por medio de sus

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películas. Disfruten los textos selectos de este ser y esperemos que le vaya mejor en su próxima caracterización.

EL MONSTRUO DE LA LAGUNA VERDE ECOLOGISTA DE MÉXICO

Quidec Pacheco México

—Y por eso, es que no debemos flaquear en la misión que la naturaleza nos entregó, la misión que sostengo en mis manos junto a mis colegas: un México mejor, más limpio, más justo para todos. El aplauso no se hizo esperar. Gillman, o “Gil”, como lo llamaban en CDMX, sonreía tanto como sus escamosos labios reventados lo permitían. A falta de maquinaria más sofisticada, un atomizador automático rociaba agua sobre su rostro cada 20 segundos, y sus dedos palmeados saludaban al foro con entusiasmo. —No tenemos mucho tiempo, pero venga la primera pregunta. ¿Señorita… —Micha, Adela. Gil, tú has repetido hasta el cansancio la situación de Xochimilco y pretendes reformular el programa “Hoy no circula”. Dejando fuera la cuestión de los recursos y suponiendo que las cámaras de diputados y senadores apoyen tu plan, ¿qué no vienes tú de un lugar llamado —Adela miró por un momento su libreta de notas— Black Lagoon, o sea, Laguna Negra, lugar del que tú eras el único habitante? ¿Por qué “negra” y no “verde” o “azul”? ¿Qué dice eso de tu huella de carbono? Un mar de quejas reventó. La sonrisa nerviosa pero persistente de Gil buscaba el silencio del público. —Un gusto, Adela. Mira, el nombre de Laguna Negra estaba mucho antes de que yo llegara ahí, y se quedó mucho después de irme. No creo que un capricho como el nombre de una colonia o municipio tengan relevancia en mi campaña, la gente puede ponerle el nombre que quiera, porque antes que nada, yo defiendo la libertad de la gente para crear el mejor ambiente para subsistir. Aplausos. —Pero aquí dice, y cito “La historia de la vida está escrita en la tierra, donde, 15 millones de años después, en el punto más alto del Amazonas, el hombre aún intenta leerla”. Esta cita, tomada directamente del documental sobre tu vida El

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monstruo de la laguna negra, infiere que existes desde antes que el ser humano, e inclusive que tienes más de 15 millones de años de exis... —Tus fuentes no infieren nada sólido. Estás tomando tiempo valioso de otras preguntas, Adela, y te agradecería que no usaras el término “monstruo” conmigo. ¿Siguiente? —Yo, Don Gil. Revista Índigo. ¿Cómo puede afectar el desvío de presupuesto del SEDESOL al SEMARNAT, que está escrito en su carta propositiva? A pesar de que no lo ha mencionado en campaña ni una sola vez, es un punto importante. La creatura puso su mano verde sobre el micrófono. Giró su cabeza para recibir indicaciones y, tras de él, un hombre alto y musculoso, con tuercas en el cuello y muchas cicatrices le susurró al oído. —No es un desvío, estimado. Es una fusión en la que SEMARNAT absorbería las funciones de SEDESOL. Necesitamos más enfoque en la industria marítima y proteger las áreas naturales. Es común que algunas personas sin conciencia ecológica, como tú, intenten impedir la mejora de condiciones medioambientales. —Pero cómo funcionaría una fusión ent... —¡Última pregunta, por favor! A ver… El atomizador salpicaba agua sobre el rostro arrugado y contrito de Gil. Una mujer pálida gritaba con fuerza, el candidato no tuvo más opción que darle la palabra. Agitada, lanzó su pregunta. —Señor Gil. Gran admiradora de su trayectoria, desde su corta carrera como atracción de zoológico hasta su transformación en asesino que respira aire. Algunos suspiros de asombro y susto se oyeron. Muchos tomaron nota. Gil sacudía su cabeza pegajosa. —Señorita, eso no... —Mi pregunta es si habrá espacio en su gobierno para gente como yo... La chica tomó a Adela, sentada a su lado, por la nuca. —Hambrienta. Lanzó un mordisco al cuello de la reportera, que salpicó sangre como una manguera. Gritos de horror llenaron el auditorio y Gil fue llevado tras bambalinas con velocidad por sus guardaespaldas, mientras la mujer pálida gritaba: “¡Siempre serás un monstruo, Gillman!” Ya en el auto, el hombre verde sobaba su rostro con toallas húmedas y le lanzaba miradas a su asesor de imagen. —Esto pasa, Gil. Drácula anda bajo de votos, por supuesto que te iba a jugar sucio, se la podemos voltear de agua.

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—Ese no es el punto, Franky. ¿Qué pedo con esas preguntas? Dijiste que aquí nadie hacía su tarea. “Cero investigación de antecedentes”, ¿no? —Pues, ¿qué te puedo decir, Gil? Los tiempos cambian. Este no es el México de hace décadas. La gente ya no le tiene miedo a los monstruos. La creatura le lanzó una mirada profunda y negra. —Perdón, a las “creaturas”. Mira, tú no te apures, yo sé manejar masas de gente enfurecida.

THE ESSENCE OF THE SOUL

Iván Araujo México

Algunos escucharon el rugido de una bestia, tal vez el gemido de un mastodonte que se había fugado de un circo ambulante; a otros les recordó el canto de batalla de los cachalotes en lo profundo del mar; hubo quien pensó en abducciones extraterrestres o manifestaciones surgidas del inframundo; pero todos guardaron un silencio sudoroso, angustiante, y mantuvieron los ojos bien abiertos… Cuando retumbó el segundo ruido, helando sus corazones, comprendieron que no se trataba de una pesadilla y, levantándose aprisa, comenzaron en estampida la remontada entre la espesura hacia el pueblo más cercano… Sin embargo, lo que para ellos había sido un estruendo sibilante, surgido de los más profundos misterios de la noche, no era más que el suspiro de un ente que penetraba con su mirada el infinito más allá de las estrellas. Con sus ojos inmensos, desorbitados, de sapo y camaleón, tan grandes que parecían más deformes, no podía dejar de reflexionar, porque, más allá de sus rasgos serpentinos y batracios, del destello fulgurante de sus escamas y el aliento de dinosaurio, sus ojos albergaban cierta inteligencia, así como la sensibilidad de un espíritu atormentado… Esa noche había recibido la tercera visita de aquella misteriosa procesión, la misma que le había aullado sus cánticos ancestrales a la luna hasta la llegada del amanecer, hace una y dos lunas llenas, respectivamente. Recordaba su huida sobre lanchas, río abajo, todavía alumbrados por antorchas, y el pesado ídolo que arrastraban atado con cuerdas, tallado con tal brusquedad en arcilla azulada, pero que le pareció tan cercano y familiar, que lo obligó a gritar hasta ahuyentarlos, sin querer… Apenas era capaz de repetir gravemente el sonido de las palabras, pero

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comprendía la trascendencia que para los humanos tenían las formas; lo que le había llamado más la atención de aquel desgastado ídolo, precisamente, era la particularidad de sus rasgos: entre una masa reptante de ojos ciegos y órganos tentaculares había descubierto su rostro, al menos algo parecido a su reflejo en las aguas cenagosas del lago… Levantó su larga y afilada garra derecha; al mover, doblar y extender los dedos, también se contraía entre ellos una fina membrana, como las que adornaban a la figura… Amnésico, furioso, despertado hace varias lunas por un movimiento telúrico, escuchó aquellos cánticos y se sintió hipnotizado por una época perdida; tal vez, sumergido por varias edades, o más bien encarcelado entre las aguas pantanosas del lago. “¿Por quién? ¿Para qué?”, lo ignoraba... Inesperadamente, un despistado reptil cruzó demasiado cerca; la misma garra azotó furiosa para atraparlo y después, mansamente, conducirlo hasta su doble hocico, uno que cerraba verticalmente, seguido de otro que lo hacía de manera horizontal, para asegurar la trituración antes de tragar. ¿Su único destino sería el de asustar campistas, triturar bestias o apresar bellezas rubias en aquella perdida selva?, se preguntaba desde lo profundo de su alma. Curioso: cada luna llena sentía una atracción brutal, frenética, particularmente por mujeres con ese color de piel, pero las rubias tenían muy pocos conocimientos para succionarles, eran débiles, demasiado estrechas para sus filamentos, incapaces de almacenar su simiente, y casi siempre morían de tristeza. En unos cuantos meses, había abarrotado las cuevas con sus blancos huesos y ya no quedaban más especímenes a la redonda… Desesperado, pero resuelto, como los gatos en celo que pueden viajar kilómetros para encontrar a su hembra, o su hogar, esperó la caída del sol y, guiado por el instinto, comenzó a remontar las aguas podridas río abajo, hacia donde había ido aquella comitiva. Algo le decía en su interior que ellos podían ofrecerle una respuesta... ¡Por fin! Después de largas e infinitas noches, primero nadando frenéticamente en la oscuridad líquida y pegajosa, luego, dejándose arrastrar por la corriente en el largo brazo de un río, que conectaba con un litoral de un azul marino y nauseabundo, allende los contornos vagos de Thule, hasta topar con un maravilloso arrecife diabólico, luego de rodear los puertos, casi abandonados, de los humanos, la creatura vislumbró la punta de un campanario y unas destartaladas viviendas. Una pulsión relacionada con el instinto, un aroma a pescado descompuesto, una serie de furtivas sombras, al parecer humanas, que evitaban

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cruzarse en su camino, pero que nunca dejaban de seguirlo, le aseguraron que había encontrado lo que buscaba… En efecto, las sombras, en vez de huirle, como la mayoría de los seres, parecían acompañarlo hasta la plaza de aquel olvidado pueblo. Siguió por un divino pasaje de antorchas; entre las ruinas dinamitadas habían vuelto a erigir sus túmulos, y toscas esculturas con aletas, escamas y anchas bocas, que le erizaron las branquias de la emoción. Los mismos cánticos que le ofrecían a la luna llena, entre el horrible ulular de las flautas, comenzaron a retumbar en las viejas estructuras, envolviéndolo en un dulce adormecimiento; lo recibían: “¡Tsathoggua! ¡Nyarlathotep! ¡Mynarthitep! ¡Te adoramos, Azathoth!”, se escuchaba entre otras frases oscuras, cada vez más cerca. Una de aquellas sombras, ataviada con un largo ropón negro, se acercó humildemente hacia él y le habló en una lengua primitiva que reconoció al instante. Le contó de una época sumergida en el tiempo, donde era adorado, junto a los más Altos Dioses, y gobernaba los pueblos de la tierra; luego vino la más feroz de las batallas, entre lluvias de fuego y estrellas, donde su pueblo fue obligado a huir y ocultarse hasta el fondo del mar, y cualquier otro resquicio sobre la tierra. “Ha llegado el momento en que nuestra estirpe se levante y reine sobre los hijos de los hombres”, clamó aquella sombra, y de las oscuras aguas de un riachuelo brotaron los bronceados cuerpos de hermosas doncellas rubias, pelirrojas, que bajo la luz de las antorchas y la nitidez de la luna descubrieron sus formas híbridas de peces humanos, y ¡sus ojos! eran inmensos y bellamente deformes como los de la misma creatura, y se acercaron hacia él sin temor, acariciando sus relucientes escamas, mientras la silueta vestida de negro le suplicaba: “Por favor, mi señor, danos tus semilla para volver a poblar nuestro mundo con tu sangre divina. Te ofrezco a cambio mi vida, aliméntate de mi carne y recupera la memoria que te fue robada”. Y, sin decir otra palabra, mientras las doncellas rubias untaban su piel con aceites pestilentes y abrían sus vaginas dentadas como capullos de Lirio y Boca de Dragón, el orador vestido de sombra, que también resultó ser una dama rubia, se fue desnudando ante la presencia ominosa, quien, con un hambre inaudita de conocimiento, distendió hasta dislocar su doble boca para ir triturando la cabeza de su ofrenda viviente; sólo entonces, mientras comenzaba la orgía, pudo comprender tantas cosas…

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MUERTE EN LA LAGUNA

Carlos Antonio Sámano Campos México

Mirando mi pasado y presente poco agraciado vi la oportunidad que se me daba en ese futuro brillante y efímero, lleno de muerte y pesadillas; aunque si salía airoso, garantizaba mi vida entera llena de reconocimiento y lujos que jamás imaginaría. Me encontraba, por pura casualidad, en la oficina de un conocido arqueólogo amigo mío de la infancia, que por azares del destino (o no) me había invitado a charlar de los últimos acontecimientos en la comunidad. Aunque él estaba enterado que yo no había acabado mi carrera, era uno de los más brillantes en ese entonces, cuando ocurrió la desgracia en mi familia. Aunque al principio pensé que mi pasado no estaba relacionado con mi próximo viaje, el final del mismo representará para el que se atreva llevar este relato a una imprenta o publique en alguna revista de interés sensacionalista una sorpresa. Cuando todo debía estar escrito en mi carrera, mi familia entera, a excepción de mi persona, falleció en un viaje de vacaciones en una extraña laguna que había sido descubierta apenas en este siglo XXI, una atracción excéntrica que no trajo más que desgracia a mi persona. En plena ruina y sin ninguna fortuna (aparentemente quedó congelada hasta que yo tuviera cierta edad, la cual no me dio oportunidad a seguir mis estudios y terminé en los mares yendo a expediciones, buscando aventuras... Ahora que lo pienso, buscando la muerte en el fondo). —Julio, viejo amigo, sé que las noticias vuelan con el favor de las redes sociales y demás, pero esta vez sólo unos cuantos lo sabemos: ha ocurrido un trágico accidente, el cual debemos revisar antes que nadie. Su voz me sacó de mis ensoñaciones con el pasado y presté mi mejor cara para atinar a escuchar mi próximo viaje. —La persona adecuada para dirigir este viaje eres tú, no me cabe duda. Éste será un reto mayor a cualquier viaje que hayas hecho, y créeme, lo sé por tu pasado. En ese momento no acertaba a comprender sus palabras hasta que me mostró el lugar al que debía ir, a unos cinco kilómetros de la laguna donde mis padres habían perdido la vida. De inmediato vio el pesar en mi rostro. —Sé que es difícil, pero dependo de ti: eres la única persona en quien puedo

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confiar. La habitación se hizo grande y un frío rondaba mi cuerpo, llegando al desmayo. Después de unos minutos, me levanté bruscamente, asustando a mi gran amigo y ahora a las personas que me acompañarían en esta travesía. Al estar inconsciente, aunque sólo fueran unos minutos, mi destino se selló al ver a mis padres llamándome a buscarlos. Una fuerte atracción comenzó a rondar mi ser, aunque al dar unos pasos una infernal sonrisa apareció llena de dientes afilados y escamas de pez; los tragó de forma descomunal, terminando con una risa escalofriante. Dos días después, zarpamos con el rumbo fijo a esa laguna de la muerte. Los detalles que me dio mi buen amigo del incidente, aunque confidenciales, eran totalmente macabros: un pescador había vislumbrado la embarcación a lo lejos durante una semana completa sin que registrara movimiento, por lo cual informó de ello. Según los hechos, la embarcación hacía sólo una labor de reconocimiento por la zona con cinco tripulantes de los cuales no se veía sombra alguna. Después del desastre pasado por mi familia, la zona fue prohibida para las embarcaciones. Lo raro del asunto es que el barco que estábamos a punto de examinar se encontraba a una distancia pertinente. El viaje no tuvo ningún percance. Debido a la confidencialidad del mismo, sólo el capitán y dos hombres más me acompañaban. El destino de la familia Delani estaba en juego ahora más que nunca. Llegamos al anochecer frente a la nave abandonada. En efecto, ni un sonido, ni un movimiento se vislumbraban a la luz de luna; sólo mis escoltas y yo subimos a la embarcación armados con escopetas y lámparas. Los tres nos dedicamos arduamente a buscar señales de vida durante una hora, pero ni un rastro de ellos. Sus pertenencias y utensilios se encontraban ahí; el barco se encontraba sin un rastro de sangre. Hasta que nos reunimos en la cabina del capitán, la cual estaba cerrada con llave, un frio terrible comenzó a subir por nuestros cuerpos, así como una neblina densa cubría la laguna y se extendía hasta donde nos encontrábamos. Logramos abrirnos paso a trompicones y nuestra sorpresa fue mayúscula: todos los cuerpos estaban dispuestos como un rito satánico; las muecas de desesperación de cada tripulante demostraban que el agresor no era de este mundo. Entonces recordé la ensoñación que tuve al desmayarme días antes y supe que ese ser era el culpable. El único que no se encontraba así era el capitán, que mostraba marcas de suicidio al cortarse las venas y depositar su sangre al centro de la estrella en forma inversa pintada en el suelo.

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Para esos momentos, la niebla nos alcanzó, cubriendo la embarcación y haciendo difícil nuestro andar. Los dos hombres que me acompañaban salieron inmediatamente de la cabina. Los disparos y gritos de ambos no se hicieron esperar. El ser de mi ensoñación se hallaba afuera, completando la masacre con mis compañeros de viaje. Trabé como pude la puerta de la cabina, sabía que mi arma no me serviría. Sus pasos eran infames avisos de muerte. Mi corazón repiqueteaba en mi pecho. La puerta fue nada para él, pues logró arrancarla de tajo. La niebla se disipó y la luz de la luna me dejó conocerlo... Su color verde era sucio; tenia ambas branquias debajo de su hocico; su cuerpo estaba cubierto de viscosidad; sus manos mostraban membranas entre las garras; pero lo peor eran esos ojos amarillos, que se me hacían familiares. Esperé lo peor... Se acercó a sólo unos centímetros de mí y con una voz cavernosa me dijo: “Te he estado esperando, hijo mío. Si quieres perpetuar nuestra familia, debes traerme tributos para mi supervivencia”.

MÁS VIEJO QUE TU DIOS

Daniel M. Olivera México

La selva estaba maldita; ya no había duda. Algo tan hermoso, pero tan mortal no podía pertenecer al reino del señor. Todo estaba vivo, incluso lo muerto. Habíamos perdido veinte hombres por las fiebres y otros deliraban sobre sus caballos. Aplicaba bálsamos en las llagas que se formaban bajo la armadura de los soldados, pero nada parecía calmar los ardores. El capitán Valdez del Castillo nos ordenó detenernos y el tintineo de las armas cesó. A lo lejos, en los árboles, escuchábamos horribles aullidos de alguna criatura que daba saltos por las ramas. La noche anterior, uno de los exploradores había sido devorado por un ocelote. —Fray Diego, venga acá —me llamó el capitán, a lo que acudí con presteza. —Dígame, ¿en qué puedo serviros? —Vuelva a preguntarle al indio. Adviertale que si nos lleva con las amazonas, lo haré colgar. Asentí. Los soldados guardaron reposo, quitándose las botas. Muchos de ellos tenían los dedos negros: los perderían dentro de poco. Me dirigí al final de la caravana, donde llevaban a varios indígenas desnudos y encadenados. Me acerqué a

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aquél que había bautizado con el nombre de Benjamín. El ojo del pobre ya había sanado; sus muñecas estaban en carne viva por el roce de los grilletes. Benjamín era el único que hablaba un poco de maya. Yo había aprendido un poco de la lengua en la nueva Valladolid. Así nos comunicábamos. Le di un poco de agua al indígena, la cual bebió con apuro. Los demás prisioneros lo miraron con envidia y expectación. «Hijo mío», le dije en maya. «Nuestro noble señor quiere saber si vamos por el camino correcto». «Sí», respondió. «Adelante. Por la hondonada. Hacia la laguna de la noche». Los demás indígenas se mecieron nerviosos al escuchar el nombre del lugar. Yo temí lo peor. «¿Hay peligros adelante, hijo mío?», le pregunté, acariciando sus cabellos lacios y húmedos. Benjamín sonrió y negó con la cabeza. —¡Don Javier! —grité. El capitán giró su caballo y se acercó a nosotros— El indio dice que la laguna está bajando por la hondonada del frente. Asegura, de viva fe, que no hay peligro adelante. Valdez del Castillo miró al indio con desprecio. Lanzó un esputo y desenvainó el sable, con lo que los indígenas soltaron un respingo, temerosos. Puso la hoja del sable en el cuello del indígena. Benjamín lo miró con desprecio: brillaba un extraño fuego en sus ojos. El capitán volvió a envainar el sable y ordenó que nos pusiéramos de nuevo en camino. A medio día, habíamos llegado a la orilla de la laguna. Los exploradores tiraron las armas y se dejaron caer pesadamente en tierra. Algunos recogieron agua en sus cascos y, después de revisarla, se lavaron el rostro o bebieron. Nadie metía la cara al agua por experiencias previas. Oficié una oración de agradecimiento. —¿Es ésta es la laguna de los sacrificios, fray Diego? —Así lo afirman los indios. —Aquí no hay un carajo de oro o de magia. Más vale que la leyenda sea cierta —gruñó el capitán mientras oteaba el espejo verde de agua. Luego gritó: —Acamparemos aquí, hagan un guiso. Alístense. Durante dos días acampamos al lado de la laguna, esperando el solsticio. Por la noche, una bruma extraña se elevaba desde las aguas. Al amanecer de la primera noche, faltaban hombres, por lo menos cinco. También caballos. La segunda noche, un chapoteo misterioso me despertó. En la mañana quedábamos menos de la mitad de los que habíamos llegado. Incluso faltaban indígenas: había sangre en las cadenas.

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—Nos has traído a una trampa, marrano asqueroso —rugió el capitán mientras azotaba a Benjamín con una vara. Poco faltó para que lo matara a golpes si no es porque intervengo, cubriéndolo con mi propio cuerpo. El capitán se cansó de mis palabras sobre la bondad cristiana y se alejó. Los hombres querían marcharse, pero, al terminar los preparativos, faltaban pocas horas para el atardecer: entrar en luna nueva a la selva significaba una muerte segura. Todo mundo decidió no dormir y emprender el regreso a la mañana siguiente; el fuego se mantendría vivo toda la noche. Limpié las heridas de Benjamín con un lienzo. «Hijo mío. ¿Es una trampa? ¿Acaso los bracamoros se roban a nuestros guerreros por la noche?». Benjamín soltó una sonora y siniestra carcajada. «No. Él es más viejo que cualquier hombre. Él es más viejo que los huesos de la tierra. Él es más viejo que tu dios», me dijo, mientras aún escurría sangre de las comisuras de su boca. Lo abofeteé instintivamente, por blasfemo. Me aparté de él, avergonzado, y fui a sentarme junto al fuego mientras contemplaba las aguas negras de la laguna y recitaba mentalmente una oración de arrepentimiento. No sé cuándo me quedé dormido, pero me despertó el alboroto en el campamento. Un viento sobrenatural apagó los rescoldos de la fogata y las antorchas. Distinguí, con lo poco que podía observar del brillo de las brasas, que en la mitad del campamento se erguía una criatura del infierno. Era tan alto como hombre y medio. Los soldados le hacían frente, pero él los levantaba sobre su cabeza y los partía en dos como si fueran sacos de tripas. Llevé mi mano instintivamente al crucifijo. El capitán logró darle un tajo y una estocada que, evidentemente, hicieron mella en el monstruo. La abjuración lo tomó por el cuello con ambas manos y, de una tarascada, le devoró el rostro. Después de ello se dirigió a mí, que estaba petrificado por el miedo. Su pestilencia a sangre y pescado podrido me inundó mientras me tomaba por una pierna y me arrastraba por encima de la fogata hacia el borde de la laguna. Intenté encomendarme a la Virgen, pero había olvidado mi fe por completo. Gritaba mientras el agua me entraba por la garganta. Justo antes de hundirme en la oscuridad escuché la risa de Benjamín, quien aún estaba encadenado al árbol donde lo había dejado. Apenas alcanzaba a verlo, especialmente ese fulgor extraño que brillaba en sus ojos.

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LOS CONSEJOS DE LA TÍA

Antolo Hernández México

Otra reunión familiar, pensó Gill-Man mientras caminaba por la isleta, ataviado con una corbata negra y cargando un regalo envuelto en celofán verde (encerrado en una bolsa Ziplock, para que no se arruinara), sin ánimo de llegar y soportar los comentarios de la familia y las clásicas preguntas que siempre te hacen cuando ves a tus consanguíneos: ¿Cuándo te casas? ¿Qué tal el trabajo? ¿Para cuándo los hijos? Etcétera, etcétera. La fiesta ya había comenzado, diversos motivos marinos adornaban el lugar: conchas nácar, caracoles, peces de cartón. Varios monstruos marinos ya estaban ahí, charlando, tomando bebidas etílicas y uno que otro movía los pies (o pseudópodos) al ritmo de la música pop que se escuchaba de fondo. Las voces llenaban los breves silencios entre canción y canción. —Hola, tía Mary. ¿Cómo estás? —dijo en tono apesadumbrado, dirigiéndose a una serpiente marina de dos metros. —¡Gilly! ¡Qué gusto de verte! ¿Cómo estás? ¿Cómo va tu trabajo? —Bieeen, tía, muchas gracias —respondió, tratando de disimular su enojo—. ¿Dónde puedo dejar el regalo para papá? —Allá, en la mesa gigante con el letrero que dice: “Poseidón, Rey de los siete mares”. No me digas que no la viste —dijo en tono burlón. —Entonces ahora está en su etapa Poseidón… ¿Qué pasó con que quería que lo llamáramos Neptuno? —Ya sabes que sus múltiples personalidades siempre nos traen locos —comentó la tía mientras lo acompañaba a dejar el regalo. —Oye, ¿y la tía Nessie? —preguntó Gill-Man mientras dejaba su paquete y tomaba una copa de champaña de la charola de un mesero— Se supone que tenemos que tomarnos la foto familiar y tiene que salir bien, pero ya ves que ella siempre sale borrosa. —Dijo que sí iba a venir, pero nadie la ha visto. Además, se supone que la iba a acompañar Cthulhy, con eso de que parece que se traen algo… —Supongo que entonces Dagón no viene, ya ves que él y mi tío Chtulhu siempre se andan peleando porque según le roba popularidad. —Uy, y no viste lo que pasó en la reunión anterior, ya no te quedaste hasta el

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final: se armó la gorda. —Me fui temprano porque no quería encontrarme con Parténope. No he querido verla esde que me dejó por Leviatán, quesque porque es mayor y más experimentado que yo… Híjole, mejor vámonos para otro lado. ¿Ya viste quién llegó? —se interrumpió a sí mismo Gill-Man mientras cambiaba el rumbo. —De veras que ese hombre no entiende. ¿Qué no se da cuenta de que nadie lo quiere en estas reuniones? —contestó la tía Mary mientras trataba de pasar desapercibida entre el resto de los invitados, todos mirando con desdén hacia la entrada. —Pues ya ves que se siente el Rey de los Siete Mares —dijo con tono pomposo—. Se cree que porque puede hablar con los peces ya es uno de nosotros. —Mejor que siga dedicándose a eso de ser superhéroe. Además, ¿por qué se viste así? Siempre tratando de llamar la atención con su playera naranja. —Según escuché, se va a hacer un cambio de look. Dicen que quiere parecerse al actor ese, el hawaiano grandote y musculoso... —Sí, ya sé de quién hablas, pero no te hagas pato y no me cambies la conversación: ¿Sigues teniendo problemas con las mujeres? —Ay, tía, no son problemas… sólo no me comprenden —se defendió, haciendo una mueca al tratar de recordar lo que había pasado—. Yo sólo trato de acercarme y hacerles la plática, pero resulta que los humanos siempre terminan tratando de matarme. Y es que me parecen atractivas, ¿qué puedo hacer al respecto? —Quizá debas pensar en acercarte de otra manera, no creo que sea buena idea andar secuestrándolas. —¡En primera —dijo alzando la voz al tiempo que extendía uno de sus dedos membranosos—, nunca la secuestré! Me llamó la atención y quise conocerla; fui siguiendo el bote donde ella iba y traté de averiguar sus intereses para tener de qué platicar. Lo malo fue que no hablamos el mismo idioma. —Eso es acoso. —Ash, tía, ya vas a juzgarme. Pero a Kay no le hice nada... Y si te refieres a lo de Helen, sólo la invité a cenar a mi casa. Igual y se me daba la oportunidad. —Mejor consíguete una de tu raza. —Ya lo he intentado, pero siempre me dejan por otros... Sirenas, ¡bah! —¿Y cómo sigue tu primo Axolotl? ¿Todavía vive contigo? —pero antes de que Gill-Man pudiera contestar, prosiguió: — ¡Ay, no! Ya se están peleando otra vez Krakey y Calamardo. —Mejor ya me voy, tía, no quiero ver peleas de borrachos. Además, tengo otra

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reunión con unos viejos amigos. Dicen que quieren volver a las andadas; igual y hacemos un reencuentro, como si fuéramos grupo de rock. Con suerte y ahí me encuentro a la futura señora de Man —dijo Gill-Man con tono casi optimista. —Sólo recuerda, m’ijo: a las mujeres nos gusta que nos den nuestro espacio, no nos gusta que nomás anden ahí de pervertidos detrás de nosotras. De repente, a lo lejos, vieron llegar varias lanchas. La primera llevaba dos pasajeros con toda la pinta de científicos, seguida de otras cuatro con hombres con camuflaje y armados hasta los dientes. Extrañamente, una de las lanchas traía a un grupo de modelos que parecían estar perdidas. —Mejor quédate, Gilly, ya llegó el servicio de buffet que ordenamos. Y mira: tu papá pidió algo especial para ti, aunque supongo que no te las vas a comer, ¿verdad? —le dijo, guiñando un ojo. —Está bien, tía —contestó con tono conformista—, vamos a ver qué pasa. Así, después de tratar de “comunicarse” con las modelos en medio del caos que hizo su familia con los científicos y militares, tras ser perseguido por algunos soldados e incluso ser baleado un par de veces, Gill-Man se metió al río y desapareció en el horizonte. Se alejó meditando sobre el gran detalle que tuvo su papá con él (tal vez en el fondo no sea tan malo) y reflexionando que quizá tampoco sea algo malo modificar algunas de sus actitudes hacia las mujeres. Tal vez con mi “regreso”, se dijo a sí mismo, cambie mi suerte y pueda encontrar lo que tanto busco. Hasta eso da buenos consejos la tía Mary, continuó pensando mientras nadaba, herido y dejando un rastro de sangre en el agua, a lo cual ya estaba acostumbrado.

La momia

Mariana Esquivel

Durante el siglo XIX, fueron varios los exploradores británicos que se dedicaron a emprender viajes a Egipto en aras de excavar en el desierto y encontrar vestigios sobre la fascinante cultura de este país. No tardaron mucho tiempo en descubrir cientos de tumbas que habían quedado ocultas bajo la arena del desierto. Si bien, desde la época de Shakespeare, los ingleses sabían de la existencia de las momias e incluso compraban partes de éstas como remedios medicinales, su expansión colonial trajo una renovada fascinación por estos cadáveres embalsamados que los victorianos solían adquirir, para después organizar mórbidas reuniones en donde “desenvolvían” a las momias para contemplar los putrefactos cuerpos que se

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escondían debajo de las vendas de lino. La fascinación de los británicos por las momias quedó plasmada también en la literatura, baste mencionar como ejemplo los cuentos escritos por Sir Arthur Conan Doyle o bien la novela La joya de las siete estrellas del irlandés Bram Stoker. Sin embargo, esta fascinación no se limitaría a los ingleses, pues también el francés Teophile Gautier incursionaría en el tema con una novela y los norteamericanos Edgar Allan Poe y Louisa May Alcott escribirían cuentos que versan sobre momias, entre numerosos otros autores. Pero no sería hasta 1922, cuando el arqueólogo Howard Carter descubriera la tumba de Tutankamón, que la idea de la maldición de la momia se popularizaría y brincaría por primera vez a la pantalla grande. Interpretada magistralmente por Boris Karloff, en la icónica película de 1932, la momia pasaría a ocupar un primordial lugar en el panteón de los monstruos de la casa productora Universal. A diferencia del vampiro o el hombre lobo, la momia no se rige por unas leyes o reglas definidas. Aunada al aire de misticismo que le confiere su ancestral pasado, esta es justo una de las características que la convierte -a mi parecer- en una de las criaturas más fascinantes dentro del género del horror.

MI ABUELO, EL FARAÓN

Patricia Richmond España

La ausencia de papá se nos había hecho muy larga. Estábamos acostumbrados a sus viajes para excavar en los yacimientos que dirigía, pero nunca se había ausentado durante tanto tiempo. Se había perdido la Navidad, el cumpleaños de los gemelos y la fiesta de fin de curso. Aquella mañana nos levantamos muy nerviosos. Había llegado de madrugada y, a pesar de nuestra insistencia, mamá no nos había despertado para recibirle. Todavía dormía cuando bajamos a desayunar y corrimos a su estudio para contemplar las maletas y paquetes que había traído. Estábamos impacientes por desenvolver el misterioso regalo que nos había prometido y que, según él, iba a transformar en fascinante nuestro verano. Nos sorprendió un gran paquete alargado envuelto en un plástico negro. Era enorme. ¿Estaría allí nuestro regalo? Una ancha cinta adhesiva cerraba uno de los extremos. Con cuidado fui despegándola y pudimos abrir un poco el envoltorio. ¡Un

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ojo! Un gran ojo nos observaba sobre un fondo dorado. Nos miramos con complicidad y Natalia cerró la puerta del estudio. Seguí separando la cinta adhesiva y levanté todo el plástico. La sorpresa nos hizo retroceder maravillados. Era una caja de madera decorada con pinturas de ojos, de personas sentadas sobre una barca entre hombres que remaban… Un perro esbelto y elegante se repetía varias veces en los dibujos separados por bandas repletas de figuras de pájaros, escarabajos, cocodrilos y palmeras. Los cuatro sabíamos lo que eran: jeroglíficos. Papá nos había hablado muchas veces de ellos al enseñarnos las fotos que tomaba en las pirámides y que le servían para estudiar la vida de los antiguos egipcios, su pasión, pero nunca los habíamos visto tan bonitos. Sus colores brillaban sobre la superficie dorada de la caja, que estaba rematada por la cabeza pintada de un hombre. —¡Un faraón! —exclamó uno de los gemelos—. ¿Es para nosotros? —No creo —contesté—, pero puede que nuestro regalo esté dentro. Miré a Natalia buscando su aprobación de hermana mayor y ella asintió. Con cuidado, levanté la tapa del sarcófago. Lo primero que nos hizo retroceder fue el hedor: olía a muerto. Sí, era el inconfundible aroma de la muerte, pero mucho más reconcentrado. Repuestos de la impresión, los cuatro nos asomamos al interior de la caja y nos miramos incrédulos. Dentro había, efectivamente, un muerto; mejor dicho, una momia, con vendas y telarañas como en las películas. ¿Habría descubierto papá nuestro secreto y aprobaba nuestra afición clandestina? El cajón pesaba demasiado, así que decidimos llevarnos sólo la momia. Por si acaso, antes de salir, cerramos el sarcófago y lo dejamos envuelto en su plástico negro. Nadie nos vio salir de casa. Trasladamos el cuerpo al cobertizo del fondo del jardín, nuestro laboratorio secreto, y lo sentamos como pudimos en un viejo sillón de respaldo alto. Decidimos que lo más urgente era quitarle los vendajes, pues queríamos comparar su estado de conservación con el resultado de nuestros experimentos. Empecé a desenrollar la venda que le cubría la cabeza, levantando, al hacerlo, un polvillo blanco. Natalia estornudó y la momia, también. Gritamos los cuatro a la vez. La carne reseca del rostro que contemplábamos comenzó a temblar y abrió los ojos. Nos miró y nosotros enmudecimos hasta que

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una especie de crujido resonó en su interior. —Eso es que tiene hambre —dijo mi hermana y salió corriendo del cobertizo. Volvió un momento después con una botella de leche y un paquete de galletas de chocolate. Nosotros habíamos seguido quitando los vendajes al muerto y parecía encontrarse más cómodo en el sillón. Natalia partió un trocito de galleta y se lo puso en la boca. Una sonrisa iluminó la cara de nuestro faraón y extendió la mano, pidiendo más. La leche también le gustó. Dejamos que comiera tranquilo y nos sentamos en el suelo, frente a él. Cuando acabó con las galletas, se aclaró la garganta y comenzó a hablarnos en un idioma incomprensible, que supusimos sería egipcio. Iba a ser muy complicado aprenderlo, así que decidimos enseñarle nuestro idioma. Le dijimos nuestros nombres y le señalamos algunos objetos para que fuera familiarizándose con la lengua. Los gemelos sacaron del agujero secreto del suelo su último trabajo y se lo mostraron. Estaban muy orgullosos de su logro, pero no podía compararse con el grado de conservación y flexibilidad de los músculos de nuestro nuevo amigo. Y, por supuesto, el niño no había resucitado tras el proceso de momificación. Aunque no comprendimos sus palabras, la sonrisa del faraón nos permitió adivinar que aprobaba el resultado. Nunca olvidaré aquel verano que, como había profetizado papá, fue fascinante. Cuando los ánimos se calmaron, tras la infructuosa búsqueda del niño desaparecido de Casa Ara y del escándalo que se armó porque habían robado una momia en alguno de los aeropuertos en los que había hecho escala la expedición desde El Cairo, pudimos sacar del cobertizo al faraón. Aprovechábamos la oscuridad de la noche para escaparnos y llevarle al río, que le gustaba mucho. Con su escaso vocabulario nos contaba historias de Egipto, de conquistas y traiciones junto al río que tanto echaba de menos, el Nilo, y que le había traído hasta este Más Allá en el que había resucitado. Así se fue convirtiendo para nosotros en el abuelo comprensivo que nunca habíamos tenido. Hiciéramos lo que hiciéramos, a él no le parecía monstruoso y aplaudía nuestros avances con una sonrisa. Enseguida noté que yo era su preferido. Sólo a mí me reveló el procedimiento secreto que utilizó el mejor embalsamador de Tebas para momificar su cuerpo y no le defraudé: supe sacar buen provecho de sus enseñanzas. Al final del verano compartí el secreto con mis hermanos. Primero con los gemelos, pero no se beneficiaron mucho. Con Natalia fue diferente: hasta el día de hoy, sigue siendo mi mejor obra.

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CULTO ANCESTRAL

Mariana Esquivel México

Meses atrás, cuando el jefe del cártel le había dicho a Silvestre que tenía que ir a África a pactar los términos de un nuevo negocio, había sentido que el mundo se le venía encima. ¿Qué podían ofrecer estos africanos a uno de los cárteles más poderosos de México? Sin embargo, cuando llegó, se sorprendió al encontrarse a un grupo terrorista bien organizado, que dominaba una enorme parte del país, sembrando el pánico mediante sus ataques violentos y sus prácticas de tortura. El cártel tenía más en común con estos africanos de lo que jamás se había imaginado. Cerrado el acuerdo, por el cual los mexicanos harían llegar el cargamento de cocaína hasta Sudán mediante Venezuela, el líder del grupo terrorista llevó a Silvestre a una enorme bodega que se encontraba detrás de la choza. En cuanto abrió la puerta, ambos se encontraron frente a una verdadera cueva de las maravillas conformada por todos los tesoros que los terroristas habían saqueado a sus víctimas. El líder dijo a Silvestre que escogiera lo que quisiera como muestra de agradecimiento. Casi de forma inmediata, los ojos del narcotraficante se posaron en un objeto de tonalidad dorada que descansaba al fondo de la bodega: un sarcófago egipcio. Sin dudarlo, Silvestre lo señaló. El líder terrorista le dirigió una mirada alarmada. Silvestre temió que se retractara de su propuesta, pero el hombre -después de unos minutos de permanecer en silencio- asintió y ordenó a sus hombres que empacaran el sarcófago. Un par de meses después, debido a que el cargamento tuvo que ser enviado por vía marítima y pasar por las aduanas en las que los agentes habían sido cooptados por el cártel, el sarcófago llegó a casa de Silvestre. Con emoción, el narcotraficante contempló el trofeo que pasaría a formar parte de toda suerte de reliquias y escandalosa parafernalia que coleccionaba. Embelesado, Silvestre inspeccionó el sarcófago a detalle. El contenedor se encontraba sellado y no parecía haber manera de abrirlo. Sin embargo, tras una cuidadosa exploración, encontró que uno de los muchos jeroglíficos que lo adornaban era una especie de botón. Lo oprimió con fuerza y los goznes del sarcófago chirriaron de manera inmediata. La tapa comenzó a levantarse y dejó al descubierto el enjuto cadáver de lo que alguna vez fuera una mujer.

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Silvestre no pudo evitar sentirse ligeramente asqueado. Aunque en su trabajo los cadáveres eran parte del día a día, éste tenía algo particularmente mórbido. La expresión de la cara estaba contraída en una mueca que denotaba algo que bien podría haber sido placer o dolor, algunas partes del cuerpo estaban cubiertas por pedazos de piel marrón, mientras que en otras se observaban claramente los huesos, en la boca se apreciaban todavía algunos dientes, las manos descansaban cruzadas sobre el pecho. Asqueado por el descubrimiento, Silvestre sacó a la momia, decidió que más tarde se desharía de ella y volvió su atención al sarcófago. Estaba tan ensimismado pensando en la mejor manera de acomodar su nueva adquisición, que no escuchó llegar a Juan, su mano derecha dentro del cártel. Al contrario que Silvestre, Juan era un hombre bastante supersticioso y el espectáculo que ofrecía el cadáver momificado en medio de la sala le impresionó bastante. Con un poco de malicia, Silvestre le encomendó a su ayudante que se deshiciera de la momia como pudiera. Juan se mostraba renuente a tocar el cadáver, pero sabía que de ninguna manera podía desobedecer la orden de su superior, así que, con gran reverencia, lo tomó en brazos y se lo llevó. A los pocos días de que Juan se llevara a la momia, Silvestre se encontraba dando un recorrido de rutina por su colonia cuando vio a un montón de gente congregada ante un enorme altar, por lo que decidió acercarse a presenciar el espectáculo. Montones de fieles se arrodillaban, rezaban y cantaban frente a una enorme imagen de la Santa Muerte. A medida que se acercaba, los rezos y llantos subían de intensidad, creando una cacofonía de voces que, en conjunto con las múltiples veladoras y sahumerios, resultaban en una atmósfera opresiva. De pronto, Silvestre se percató de que la persona que dirigía los rezos no era otro que Juan, quien recitaba un sermón sobre la importancia de honrar a la Santa Muerte o atenerse a su castigo. La impresión de ver a Juan duró poco, pues en cuanto posó su mirada en la figura de la Santa Muerte, se dio cuenta de que ésta no era una imagen común y corriente: ¡Era la momia que él mismo había desechado! ¡Y se estaba moviendo! Los fieles habían ataviado el cadáver con un vestido negro y un velo que le cubría la cabeza. La horrible cara se retorcía de una manera antinatural y el cuerpo se contorsionaba con pequeños espasmos. Hipnotizado, fue acercándose cada vez más, abriéndose paso entre la gente. De pronto, las cuencas vacías de la momia parecieron posarse en él y reconocerlo. Su grotesco movimiento cesó por un momento y al unísono un silencio sepulcral se apoderó de toda la congregación. Lentamente, la mano de la momia se

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levantó hasta señalarlo y poco después lanzó un terrible alarido gutural. Los fieles aprisionaron a Silvestre y lo llevaron ante su santa patrona. Sin previo aviso, la momia metió su huesuda y putrefacta mano en la boca de Silvestre y de un enérgico tirón arrancó su mandíbula. El cuerpo del narcotraficante cayó frente a los adoradores, desangrándose entre convulsiones. Tan pronto como habían parado, los rezos y cantos se reanudaron; nadie más quería sufrir en carne propia la ira de “la flaquita” y, por tanto, tenían que venerarla como merecía. Desde entonces, el culto a la Santa Muerte se ha propagado por todo el país; miles de peregrinos llegan año con año hasta el altar del obispo Juan. Los más supersticiosos aseguran que es precisamente gracias a esta imagen milagrosa que cierto cártel se ha convertido en el más poderoso y sádico, operando incluso en África…

CONVERSACIÓN CON UNA MOMIA (FRAGMENTO)

Edgar Allan Poe Estados Unidos

…Si la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo bastante original como para que todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, preparamos una batería en el consultorio del doctor y trasladamos allí a nuestro egipcio. Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal, que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era visible. Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto en discusión. No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría

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exacta. Es probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el espanto que se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse invisible. En cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas debajo de la mesa. Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho. Practicamos una incisión en la zona exterior del ossesamoideum pollicis pedis, llegando hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle. Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin desfallecer. Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz, que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los alambres de la pila. Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso: —Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon… y usted, Silk… que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra… Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que su lengua propia… Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales amigos de

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las momias… ¡Ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz? Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso, corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos…

No cantaremos ópera

Mariano F. Wlathe

«Veis, Christine, hay una música tan terrible que consume a todos los que se le acercan. Felizmente aún no habéis llegado a ella ya que perderíais vuestros frescos colores y ya no os reconocerían a vuestro retorno a París. Cantemos ópera, Christine Daaé». Me dijo: «Cantemos ópera, Christine Daaé», como si se tratara de un insulto. Gaston Leroux, El fantasma de la ópera

Erik, el fantasma de la ópera, un monstruo consumido por la pasión, la obsesión y el amor. Un genio extraviado en la locura y la violencia. Un artista devorado por su obra. Gaston Leroux creó un monstruo seductor capaz de horrorizarnos y conmovernos. La adaptación de Universal Pictures en 1925 y la interpretación de Lon Chaney como el fantasma quedaron grabadas en el imaginario cinematográfico. Esa imagen deforme y aterradora evolucionaría a través de más de diez adaptaciones al cine mostrando diferentes motivaciones para los horrores del fantasma, desde la frustración y la obsesión hasta la venganza y la locura. Pero ninguna otra tendría el mismo impacto cultural, hasta la atractiva versión musical de Andrew Lloyd Webber en 1986, con la ahora emblemática media máscara del fantasma y su poderoso leitmotiv. La deformidad física del fantasma, de nacimiento en Leroux, se volverá en futuras versiones una cicatriz que refleje el punto de inflexión entre la cordura y su pérdida. La monstruosidad del fantasma se alejará cada vez más de lo físico para volverse psicológica. Su deseo desbordado por poseer a la joven soprano lo llevará a

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cometer atrocidades en nombre del amor. Tejerá una relación de dominio y sometimiento incapaz de terminar bien. Amor no correspondido transformado en locura y violencia, “redimido” por el sacrificio. El horror que nos provoca el fantasma de la ópera es, al mismo tiempo, su atractivo: lo familiar que nos parece y lo sencillo que resulta identificarse con sus personajes, incluso justificarlos. Pero en estas historias no cantaremos ópera ni nos dejaremos encantar por el reflejo del fantasma. No pondremos atención a su dulce voz. No escucharemos su Don Juan triunfante, esa música que quema. Esa música tan terrible que consume y envejece.

MI FANTASMA

Erika Vanessa Arroyo Aguilar México

Pasaba de la media noche. Marianne, empapada en sudor, pujaba con gran esfuerzo a los ocho meses de gestación. El parto había empezado hacía cinco horas. La partera los había abandonado a su suerte. Los nervios de Marcos estaban quebrados. El llanto desesperado de su esposa lo superaba. —Tranquila, el bebé está por llegar —pidió a su esposa, mientras secaba el sudor de su frente. Meses atrás, los médicos habían detectado un problema en el bebé que Marianne llevaba en su vientre. Seis meses en cama, con cuidados extremos lograron que aquel bebé tan deseado por sus padres creciera en su interior. Las horas pasaban, el cansancio y la debilidad de Marianne eran evidentes. Sus gritos se convirtieron en simples quejidos. Marco la observaba preocupado. Le hablaba para evitar que se quedara dormida. Temía que ya no despertara. —¿Quieres intentarlo una vez más? —preguntó a su mujer. Ésta asintió, se agarró a sus rodillas y pujó con fuerza. El llanto de un bebé le arrebató un suspiro. Una sonrisa se dibujó en su rostro antes de desplomarse en la cama. —¡Marianne! El grito de horror de Marco llamando a su mujer se escuchó como un alarido. El llanto del bebé lo arrancó de las garras del desespero. Se limpio la nariz,

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respiró hondo y lo tomó entre sus brazos. El llanto cesó de inmediato. Sus ojos negros como el petróleo se abrieron a tope. El rostro de su hijo estaba malformado. Parecía como si un balde de agua hirviendo le hubiese caído encima. Gimió de horror. Lo cubrió con una sábana y lo dejó sobre la cama. Por años Marco mantuvo encerrado al pequeño Erik dentro del cuarto de aquel edificio ubicado en la Calle de los Mártires. Lo evitaba, su presencia le recordaba la triste noche en que Marianne había muerto. Culpaba al pequeño monstruo de su desgracia. Se limitaba a ofrecerle alimento dos veces al día, cubriendo su falta de afecto con decenas de libros. El día de su cumpleaños numero nueve, Erik, que para ese entonces leía con asombrosa habilidad, pidió un obsequio especial a su padre. —Padre, ¿me comprarías un órgano? Entre los libros usados que Marco facilitaba a su hijo, incluyó uno de historia musical. Gracias a éste, nació el interés de Erik hacia ese peculiar instrumento. —¿Un órgano? ¿Acaso estás bromeando? ¡De dónde sacaré dinero para comprar semejante instrumento! —lo cuestionó de forma hostil. Erik se encogió de miedo. No comprendía que su padre, y único contacto con el exterior, lo tratará de forma cruel. —Podría trabajar —comentó, armándose de valor. —¿Quién te dará trabajo con ese rostro? Erik no entendió aquellas palabras, nunca se había visto en un espejo. Pero sí lo había tocado. Varias veces se preguntó por qué la piel de su rostro se sentía arrugada. Agachó la mirada y respiró hondo. El tiempo continuó su paso, Erik había cumplido dieciséis años. Después de varios intentos, su padre le permitió acompañarlo a entregar los zapatos que él mismo había reparado la noche anterior. Aprendió al verlo trabajar. En un principio Marco se mostró reacio, no aceptaba la ayuda de su hijo, pero terminó por ceder al convencerse de la habilidad que poseía. Eso sí, le ordenó ponerse una máscara que le cubriera el rostro. Erik obedeció, creía que su padre quería protegerlo de posibles burlas de las personas que encontraran en su camino. En un principio lo miraban curiosos, pero pronto terminaron por acostumbrarse. Gracias a eso, Erik comenzó a obtener independencia y libertad. Todos los días, sin que su padre se enterara, Erik visitaba la iglesia que

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quedaba a unas calles de donde vivía. Pasaba horas escuchando la suave melodía que provenía de aquel enorme órgano. —¿Te gusta? —preguntó un hombre regordete. Erik se arrinconó en la banca— Tranquilo, no debes temerme. Yo puedo enseñarte a tocarlo. El rostro de Erik se iluminó ante la propuesta. Hacía años que deseaba aprender a tocarlo. —¿De verdad? —Por supuesto, ¿cómo te llamas? Desde ese momento, entre ambos nació una gran amistad. Erik recibió de ese extraño el cariño y la atención que siempre había deseado recibir de su padre. En cuestión de días, y tras la sorpresa de su nuevo amigo, Erik dominó el instrumento. Lo hacía con tal gracia que las notas se convertían en una dulce melodía que acariciaba los oídos de los presentes. Cierta ocasión, una joven de cabellos dorados y piel blanca llamó su atención. Su corazón palpitó con fuerza. Ella lo miró curiosa de saber por qué razón un genio de la música escondía su rostro detrás de una máscara blanca. —Hola —saludó. La voz débil de aquella bella mujer le erizó la piel. La observó con descaro. Su belleza y ternura lo enamoraron al instante. Todas las mañanas Christine asistía a misa, no sólo por devoción sino porque sentía urgencia de ver y escuchar las melodías que Erik interpretaba. Christine lo acompañaba por horas. Le maravillaba escucharlo, la pasión que ponía en cada nota le hacía brincar el corazón de emoción. —Te quiero —dijo Christine para después sorprenderlo con un beso en la mejilla. Erik dejó de tocar, se puso de pie y emprendió la huida. —¡Erik, espera! —gritó mientras corría detrás del hombre que amaba. La falta de concentración en el camino le impidió observar un auto que se aproximaba. Tarde cayó en cuenta de ello. El auto la golpeó con fuerza. —Resiste, Christine, la ayuda llegará pronto —dijo Erik mientras sostenía su cabeza entre sus brazos. Sus manos temblaban al ver cómo la vida de la mujer amada se consumía. —Te amo, Christine —dijo despojándose de la máscara que lo había mantenido cautivo por años.

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Christine lo miró. Antes de cerrar sus ojos, acarició su rostro con adoración. —Mi bello fantasma —dijo con su último aliento. El dolor de Erik fue transmitido a todas las óperas que compuso a su bella Christine. Cada noche el telón se levantaba. La gente asistía sólo para escuchar al Fantasma de la Ópera.

NOCHE DE ÓPERA

Maite Flores Bolivia

La ciudad, casi siempre tranquila, había despertado aquella mañana con un enorme revuelo; los rumores se habían tomado las calles, llenándolas con una escalofriante sensación. Una pequeña ciudad que apenas y era reconocida en el mundo como tantas otras, hoy parecía ser el centro de atención de los buscadores de noticias. En medio de este caótico despertar, una joven solitaria caminaba sin ninguna dirección. No llevaba zapatos ni abrigo, sólo un delgado vestido rojo que escondía manchas de sangre. En la memoria de la mujer se confundían imágenes sacadas de una película de terror; mientras avanzaba por callejones desconocidos trataba de aclarar su mente. Deseaba reconocer ese lugar o cualquier otro, algún rostro amigo. Sólo un rostro borroso la acompañaba. Su cabeza le dolía de tanto pensar, los pies parecían no responderle más. Un agudo dolor en el cuello la golpeaba, la luz del sol parecía quemar su piel, nunca antes había sentido algo igual. Unas palabras de advertencia revoloteaban en sus pensamientos; cambios bruscos, dos caminos. Si acaso pudiera pensar con claridad... Todo lo que aconteció la noche anterior era un misterio para ella. Continuó su camino hasta llegar a un edificio conocido: estaba en casa. El cansancio la vencía, deseaba más que nada un baño caliente. Se observó en el espejo sorprendida: estaba cubierta de sangre y sólo quedaban retazos de su hermoso vestido. La visón de la sangre había despertado en ella un fuerte deseo que no entendía. La noche anterior parecía ahora un sueño lejano. Un reluciente vestido rojo envolvía su figura, sus zapatos plateados habrían puesto celosa a la propia Cenicienta. Sentía que estaba viviendo su propio cuento de hadas. Como todo

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cuento, necesitaba un príncipe, y ella tenía uno, algo singular. Uno de los jóvenes más acaudalados de la ciudad. Ella lamentaba no poder decir nada más sobre su pareja, quien prefería el misterio: no permitía que le tomasen fotografías y esa sería la primera vez que se verían. Había recibido una carta invitándola a una velada en la ópera, y por supuesto ella había aceptado. Para alguien que llevaba una vida discreta y sencilla, no era importante conocer el rostro de su acompañante. Después de todo, ¿cuándo tendría otra oportunidad como ésta? Como todo lo que rodeaba a su príncipe, su llegada también era un misterio. Un auto negro había pasado a recogerla. El chofer respondió lacónico sus preguntas, manteniendo el silencio por el resto del trayecto. Por fin llegaron a una mansión con aire de olvido, donde los esperaba un hombre alto y delgado que vestía un elegante traje, una capa, sombrero de copa, bastón y guantes. Ella disimuló su preocupación al descubrir que él usaba también una máscara que cubría por completo su rostro. El misterioso príncipe se disculpó, argumentando una leve irritación por el clima. A pesar del desencanto, ella sentía que la noche era mágica; él la trataba como a una princesa. La ópera que se presentaba esta noche era algo inusual: se mostraban muertos vivientes, que se alimentaban de la sangre de victimas encadenadas. Los movimientos y la música tenían un aire sombrío y hasta perturbador. Ella trataba de esconder su desagrado sonriendo. Quería vencer la barrera que él había interpuesto entre los dos. De pronto, antes de que pudieran reaccionar, las luces del teatro se apagaron. El público, pensando que era parte de la puesta en escena, permaneció en sus asientos, esperando algo sorprendente. Pero ella sentía un fuerte escalofrío; su mente tejía monstruos amenazantes escondidos en la oscuridad. En medio de sus miedos, una mano firme la arrastró fuera del palco. Ella caminaba a tientas, trataba de adivinar el camino. En un instante unos gritos desgarradores llenaron el teatro; una gran confusión y caos se habían desatado. Por donde pasaban sentía a personas corriendo sin dirección, clamores, pedidos de auxilio. Como si una jauría de animales hambrientos hubiera atacado el lugar, tropezaban con cuerpos extendidos en el camino. Ella, espantada, había perdido a su acompañante por un solo momento; no sentía ya su mano guiándola. El miedo se apoderó de su cuerpo, se arrodillo sintiendo que no le quedaban fuerzas. Un fuerte dolor en el cuello, como una puñalada en la oscuridad, la había dejado paralizada. El ambiente se había llenado de un aroma a sangre y muerte mientras poco a poco los gritos se iban acallando. El

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terror había pasado, todo había terminado. Ella se había desmayado por el dolor.

*** No sabía cuánto tiempo había pasado. Abrió los ojos y frente a ella sólo estaba una figura oscura, una capa que ya había visto y una suave melodía en el piano. No se animó a hablar, se levantó pesadamente para observar a su salvador. Se acercó casi sin hacer ruido, la máscara blanca estaba en el suelo. La curiosidad la llevó a desear ver su rostro por fin. Pero el espanto se apoderó de ella al observar al hombre que se levantaba frente a ella. Su príncipe tenía el rostro cubierto por cicatrices, su piel se veía carcomida a tal punto de mostrar parte de sus huesos. Aquel hombre deformado, que no podía ser a quien tanto había soñado, se acercó a ella explicando que la noche había sido invadida por espantosas criaturas: vampiros hambrientos los atacaron. Al tratar de sacarla de la masacre desatada, él no pudo evitar que la mordieran; ahora sólo quedaban dos caminos: la muerte o la vida eterna como esclava de la oscuridad. Él deseaba decirle también que la había observado y amado siempre, que deseaba que se quedara a su lado. Pero ella salió huyendo sin escuchar nada; corrió por un largo pasillo, subió escalinatas interminables, sentía detrás de ella a ese repugnante ser. Era un fantasma y debía vivir solo en su oscuridad. Ahora lo recordaba todo, encendió su radio para escuchar lo que todos informaban: una terrible masacre en el teatro, sin explicaciones ni sobrevivientes. Ella sonrió sin pensarlo mucho. ¿Sobrevivir? Pero si ya estaba muerta.

EL FANTASMA DE LA ÓPERA

Gerardo Lima Molina México

Los arreglos son cada vez más detallados. Escucho los coros, y los loops me producen escalofríos. No hay un mundo tan interesante como éste. No importa lo que digan los decanos, los maestros, incluso los compositores, los de frac y pajarita. Yo veo cada nota y además veo sus reformas. Las escalas dodecafónicas son el principio. En el agua puedo decantar lo atonal, las distintas capas y finalmente escuchar los coros sublunares. Y al reproducirlo todo obtengo lo que buscaba. He roto cada partitura y he martillado cada secuencia. Son un quebranto. El lloriqueo de un dios desagradecido, terrorífico y brumoso, como cualquiera de nosotros.

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Me siento satisfecha. El trabajo me ha mantenido en un estado catatónico. Me he desentendido de todo. Mi familia piensa que soy una maldita desharrapada, malagradecida, una hija de puta, pues. Las fiestas no son más que un rumor apenas. No he visto a mis primos ni tías. Y a mi madre la he visto sólo durante dos semanas. Los murmullos de sus voces llegan hasta mí. Incluso son más poderosos que mis composiciones. Las notas de sus dudas resuenan en mi pecho y destejen cada fibra de mi cabeza. A veces me hacen tambalear. Pero he escrito Mi Música. Puedo soportarlo. Mi familia es muy afecta al drama y a las futilidades de la noche; yo simplemente he decidido aceptar su aura como una fuerza inevitable, poderosa y voraz, pero ineludible. Y cuando algo es ineludible ya no hay que preocuparse demasiado. Lo verdaderamente difícil para mí es mi novio. No lo veo como quisiera. Paso noches sin él. Los fines de semana se han convertido en un día como cualquier otro. Y sólo puedo verlo cuando el proyecto me deja. Y eso puede ser un lunes, un jueves o un domingo por la mañana. Hasta ahora no me ha amenazado. No lo juzgaría ni lo tomaría a mal. No le estoy dando el tiempo que merece. No quiero perderlo. Ojalá no lo haga. Quiero que esté aquí, que me escuche, que esté sentado en las primeras filas mientras mis coros rezumban en su pecho, mientras los gritos suben una escala y otra y luego otra, para después descender en un maremágnum confuso y profundo, con tantas capas superpuestas como pude meter. Y ese sonido se adentra más y más y más, y al no comprenderse, al introducirse en los resquicios más viscosos del cerebro, entonces, como en una explosión milagrosa, se convierte esa muralla en una concatenación de notas, en un sentido más profundo que el del mismo sonido, el de las notas y las secuencias… el sonido se transforma en música. Que él llorara sería una exageración. Quizá no lo hiciera. Sería demasiado. Me conformaría con que escuchara atentamente sin irse. Pienso que mi proyecto es demasiado importante, incluso para detener mi vida y hacer peligrar mis relaciones. No lo hago por presunción. Tengo una beca de la Fundación G. La beca dura dos años, y después de tantas experimentaciones y estudios, el segundo año arrancó con las primeras notas y las grabaciones corregidas, editadas y armadas profesionalmente. Por fin he dejado de ver partituras tachoneadas y llenas de cagarrutas de tinta. Ahora he desplazado la escritura no convencional y todo va llenando mis pulmones y mi garganta. Mi tiroides vibra con cada punzada y chirrido. No estoy haciendo nada industrial, y sin embargo me siento descubierta, desensamblada, estudiada, rota y quebrada para después ser ensamblada de nuevo. Me he convertido en el producto de un ensamble procesado.

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Veo cada singular segmento y todo tiene sentido. Los martilleos de mi música resuenan. Suenan. Son música espeluznante… bella. Hoy he grabado los coros. Les he pedido paciencia. Los he dirigido como mejor he podido. No quiero a ningún director metiéndose en medio, diciéndome por qué no sirve lo que quiero hacer cuando es precisamente eso que necesito. Las voces de otros Grandes Hombres me llaman usurpadora y mentirosa. No he dejado de escuchar la palabra “bruja”. Bruja, sí, soy bruja, imbéciles, porque entiendo la música en sus propios límites y me atrevo a vislumbrar el otro lado, lo que hay debajo de cada risueña anotación de una flauta dulce. Soy el trombón desajustando la marcha, soy los vientos quebrando la última queja de las Valquirias. Y tiemblan. Como yo he querido que tiemblen. Pues mi música es vorágine. En ella veo todo lo que necesito y he querido crear. En ella veo la fisura, la melodía y la armonía, todo en pausa, am phantasma. Quizá mi novio tiene razón y sus celos no son más que una reacción lógica, natural. Hoy he descubierto algo más. Me he adentrado finalmente en los límites de la música sinfónica, en los límites de lo industrial, de los géneros, de los instrumentos. He creado otros y todo lo he desestructurado y vuelto a ensamblar con programas diseñados por mí. Y sí, durante todo el año pasado no he creado más que ruido. Se los concedo. Pero no ahora, no con el trabajo que ya tengo. Tienen, deben, escuchar cada nota quebrada, cada capa, destruir todo con sus tímpanos y después llevárselo a casa e ir adentrándose en cada segmento, paso por paso, hasta llegar al tuétano más perverso, el mismo centro de la composición. Ahí, dentro, yace El Fantasma. Yo no le he dado vida. El fantasma de mi ópera yacía ahí mucho antes de que siquiera tuviera una noción de música. Él siempre ha estado ahí. Poseyendo a cada compositor, a sus intérpretes y cantantes. Y yo lo he visto, he quebrado al fin la parábola, he trascendido la metáfora, y lo veo. Le doy Reproducir. Estallan las bocinas, los graves, los subwoofers y todos mis juguetitos. Y él viene. Baila conmigo, con su capa negra y centellante. Me abraza y juntos cantamos, destrozando nuestra garganta, la última sinfonía del género humano.

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DIES IRAE

Mariano F. Wlathe México DESDEMONA Ed io vedea fra le tue tempie oscure splender del genio l'eterea beltà. OTELLO E tu m'amavi per le mie sventure ed io t'amavo per la tua pietà. Giuseppe Verdi, Otello

Un réquiem recorre las entrañas del palacio Garnier. El terror que produce su intérprete y sus motivaciones habituales no basta para mermar la belleza de su ejecución. Pero esta noche nadie fue estrangulado ni arrastrado a las profundidades del lago. Este réquiem es de un muerto para sí mismo. Su máscara, ese rostro sosegado y amoroso que ofreció a Christine Daaé, yace roto a un costado del órgano. La carne expuesta de su semblante desnudo se retuerce con su canto apasionado. Su voz se eleva suplicante. Cada nota, cada palabra, brota con la precisión de saberse dirigida a ella. «Que Dios, si acaso existe, guarde su misericordia para aquellos que la pidan. De mis pecados sólo puede eximirme la mujer que amo, aquella contra quien los cometí», retumba el llanto del fantasma entre los pasillos de la ópera. Erik recorre sus dominios subterráneos con su máscara fracturada en la mano. La sostiene frente a sí y le habla como a un viejo amigo. «Ella vio más allá de ti, del ángel de la música, del fantasma de ópera. Vio más allá de mi carne marchita, del monstruo. Más adentro de lo que tú y yo hemos querido ver. Su horror se transformó en compasión al mirar al hombre. Cómo conservarla cerca cuando ella creía en una parte de mí que yo no. Cómo ser ese alguien que ella hubiera podido querer, ese alguien que nunca existió». «Renuncié, lo admito. Si hubiese podido ser aquello que vio cuando pensó que era un ángel, incluso aquello que vio cuando me confundió con un hombre, lo habría sido. Pero soy un monstruo y la habría devorado. Mi único acto de amor verdadero fue dejarla ir». Erik estrella su máscara contra el suelo y llora. Sus manos esqueléticas cubren su rostro. «Me amó. Estoy convencido de que lo hizo, al menos

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por un instante. Y volverá a mí, afecta a ese momento, cuando mi monstruosidad ya no le signifique un riesgo. Volverá y yo lo apresuraré. Lo hará para poner el anillo de oro que lleva en prenda de su libertad sobre mi dedo muerto». Erik camina de vuelta a la mansión del lago, oculta bajo la Ópera de París. Poco tiempo antes, sus enemigos debían recorrer ese camino con la mano a la altura de los ojos para evitar ser estrangulados, pero para Erik es muy tarde. La ausencia de Christine rodeó su cuello y oprime su pecho desde hace días. Lentamente, mucho más lento de lo que él quisiera, siente cómo se asfixia. Cada respiración se vuelve más difícil. Duele cada latido. La ansiedad crece y una duda que no se atreve a formular importuna sus pensamientos: «Acaso Christine, feliz en los brazos de su amado vizconde, me concede algún pensamiento que le robe un suspiro, o cuando menos un recuerdo fugaz de quien sufre por no verla». Llora. La respuesta no le es desconocida. Und drauf Isolde estremece los corredores del palacio, vacíos e iluminados por la luna. Erik toca entregado. Su voz llama a Christine, como Tristán a Isolda antes de morir. Pero Mlle. Daaé no vendrá. No hasta que el cuerpo de Erik yazca en el féretro negro de su habitación. Sólo entonces devolverá el anillo que la une a él. «¿La ves? ¿No la ves aún?», se pregunta a sí mismo. Está exhausto, no quiere vivir un minuto más. Quiere que su muerte lo reencuentre con ella. Se arrastra hasta el féretro que tantas otras veces ha usado de cama. Cierra los ojos y dirige un último pensamiento a su amada. Christine mira el cadáver de Erik. Coloca, sin poder contener el llanto, el anillo de oro en su dedo corazón. «¡Tonto! Te amé más de lo que tú te amabas». Quizás, en otras circunstancias, habrían podido estar juntos. Si tan sólo él hubiese creído que podía ser todo aquello que ella veía en él. Christine deja el palacio de la ópera para no volver jamás. Aborda su carruaje, donde la espera el vizconde. Él intenta abrazarla; ella se niega. El carruaje desaparece en la noche.

THE PHANTOM OF THE OPERA (FRAGMENTO)

Andrew Lloyd Webber; Henry Zachary Stilgoe; Charles Eliott Hart Reino Unido CHRISTINE In sleep he sang to me In dreams he came

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That voice which calls to me and speaks my name And do I dream again for now I find The Phantom of the Opera is there Inside my mind PHANTOM Sing once again with me Our strange duet My power over you grows stronger yet And though you turn from me to glance behind The Phantom of the Opera is there Inside your mind. CHRISTINE Those who have seen your face Draw back in fear I am the mask you wear PHANTOM It's me they hear... BOTH Your/My spirit and my/your voice in one combined The Phantom of the Opera is there/here Inside my/your mind BACKGROUND He's there, the phantom of the opera! Beware, the phantom of the opera! PHANTOM In all your fantasies, you always knew that man and mystery CHRISTINE Were both in you BOTH And in this labyrinth where night is blind the Phantom of the Opera is there/here, inside my/your mind PHANTOM Sing, my Angel of music!

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CHRISTINE He's there, the phantom of the opera (Vocalizing) PHANTOM Sing for me! CHRISTINE (Vocalizing higher) PHANTOM I have brought you To the seat of sweet music's throne To this kingdom where all must pay homage to music Music. You have come here For one purpose and one alone Since the moment I first heard you sing I have needed you with me to serve me To sing for my music... my music...

La criatura universal

Francisco de León

Cuenta las monstruosas lenguas que cuando James Whale comenzó la dirección de Frankenstein no había leído la novela de Mary Shelley. Sin embargo, sí había leído no sólo la adaptación teatral que servía de base al guion de su cinta, sino algunas otras. De a poco, el director de origen británico construyó, así como aquel joven estudiante de filosofía natural, un cuerpo que se elevaría hasta alturas insospechadas una vez puesto en el mundo. La versión fílmica que se estrenara en 1931 con Boris Karloff en el papel de la criatura y Colin Clive como Henry Frankenstein es un gran ejemplo de adaptación, pues antes que mantener una excesiva fidelidad a la anécdota de la emblemática novela de Mary Shelley, Whale decidió ser fiel sobre todo al espíritu de la misma, a la forma en que ésta cuestiona los valores más caros para la naciente cultura moderna. Drácula (Bela Lugosi) es el gran ejemplo de la monstruosidad seductora del cine de la época, pero sin duda la criatura de Frankenstein es la efigie más

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inconfundible: todos recordamos no sólo la magnífica caracterización de Karloff (gracias al maquillaje del sensacional Jack Pierce), su actuación sin diálogos, pero de una profundidad emotiva incomparable, la asombrosa atmósfera gótica y los escenarios. Y aunque muchos rían ante la ingenuidad de escenas que en aquellas décadas fueran el horror de los espectadores, tanto el cinéfilo avezado, así como quien se acerca a la cinta por primera vez con toda su sensibilidad a mano, se conmueven y horrorizan, por ejemplo, en la escena en que la criatura tira a la niña al río; de su incapacidad de comprender la consecuencia de sus actos. O bien frente a las persecuciones que el pueblo hace en contra de una criatura que tan poco sabe de sí o del mundo que habita. Y dudo que alguien pueda ahogar ese pequeño escalofrío de incertidumbre y emoción al escuchar el famoso “It’s alive” que anuncia la victoria y derrota del aquí llamado Dr. Henry Frankenstein. En fin, que nos hallamos frente a uno de los mejores ejemplos de las bondades que puede tener reimaginar una obra clásica. Clásica no por pertenecer a algún canon formal y estricto, sino porque se trata de obras que en todo momento nos invitan a su relectura y reimaginación. Es por eso que en Penumbria nos apresuramos a abrir un pequeño portal para nuevos cuerpos monstruosos que se están arrojando al mundo. Este número, que pretende ser un homenaje a esos horrores deliciosos que nos regaló la casa productora Universal durante dos décadas, es un testimonio de que este monstruo (así como los otros que lucieran en pantalla de plata) está vivo, tan vivo como siempre.

FRANKIE XXI

Graciela Noyola México

Luces en el retrovisor, ojos rutilantes como brasas en el espejo lateral, chirriar de llantas en el cuenco de la oreja, el pie en el fondo del acelerador y las manos aferradas al volante; pies y manos actuando por sí solas y aquel sonido loco en el centro de su pecho anunciando la explosión próxima de la necia caja de vida que era él. Un riñón que no era suyo (órgano -de quién sabe quién- por el que tuvo que vivir meses de incertidumbre mientras su impulso de supervivencia daba chingadazos a la muerte para alejarla) le recordó con una punzada que no debía hacer esfuerzos innecesarios.

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Los árboles a la orilla de la carretera alargaban sus brazos violáceos en su intento fallido de alcanzar el cielo, y la película corría en tanto que la luna, entre telones de nube, iluminaba en su cerebro recuerdos lejanos, astillas incandescentes vueltas hacia un espacio donde ecos de voces enfurecidas lo acosaban también urgiéndole su derrota. El tiempo era un instante líquido perdiéndose entre la superficie de un lago, la evocación de un hombre ciego en una cabaña desolada y aquella sensación de estar en un cuerpo parecido al suyo. Ahí estaba otra vez el maldito dolor en la pierna izquierda, sintió que escurría pus desde el muslo hasta el tobillo. A la mierda la maldita pierna. Que la gangrena se diera un festín. Antes… Mucho antes había sabido sortear muy bien los malestares de la diabetes declarada. Una alimentación restringida, el escaneo constante de páncreas e hígado, y la enfermedad se mantuvo en límites. Su vida controlada fue siempre un éxito, por eso pudo soportar el marcapasos que su eminente médico de cabecera le implantó tiempo después. Bendita ciencia que lo convirtió en el rompecabezas humano que ahora era. De pronto recordó que no había de qué preocuparse. No importaban las luces de los faros que lo seguían ni el chirriar de llantas, ni el palpitar descontrolado en su pecho, ni la pierna putrefacta. No había de qué preocuparse porque ese cerebro que pensaba no era él. Hacía meses, quizás años, que su creador le había practicado una lobotomía; con ella le había dado el espejismo de la vida eterna aquí en la Tierra. Un rayo estalló en su memoria e iluminó la escena: la mesa de un alquimista, conductos efervescentes para convertir el metal en oro y él allí, en medio de aquel fuego, respirando vida, una vida artificial. Comprendió de súbito que ése, el que tenía ahora la soledad diluida en la bolsa de orines colgada de un tubo de diálisis, ése que noches enteras suplicaba inútilmente a su corazón mecánico la extensión de unas horas de vida, no era él. Ni remotamente era él. Él era el otro. El entero, no el pegote de hombre que ahora buscaba desesperado cómo brincar al otro lado. Al lado en el que al fin pudiera verse infinito, completo, luminoso.

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EL MONSTRUO DEL RÍO

Yitein Gastélum México

¡Despiadado creador! Me has dado sentimientos y pasiones, pero me has abandonado al desprecio y al asco de la humanidad. Mary Shelley, Frankenstein

Hubo un tiempo en el que el agua de un río servía de espejo para sus habitantes; durante el día las mujeres gustaban de peinarse en su reflejo y los niños arrojaban agua de un lado a otro; por las noches, actuaba como portal para comunicarse con las deidades, que emanaban de sus aguas y les llevaban curas a los chamanes del desierto. Un día, desde una especie de ojo que se formó en sus aguas, salió un ser que solamente parecía mitad humano, o eso decían los que alcanzaron a verlo; pronunciaba un brutal ruido que ensordecía a los pueblos cercanos y su aspecto arrebujado parecía estar formado de todos los hombres de la humanidad. Ahí, enseguida de la Piedra de Dios, yacía una huella nueva, igual de desmesurada e indescifrable que la primera, que trajo consigo el más dramático periodo para los humanos. Una mañana de calor desbordante, el pueblo se levantó sobresaltado con la noticia confusa de dos desaparecidos. Algunos decían que se los había tragado el río, otros desconfiaban del misticismo de sus aguas, pero todo esto era incierto y se desdoblada confusamente por la mezcla de pensamientos y doctrinas que traía la gente de la ciudad. A los días, dos manchas marcaron el claro de la luna; eran los dos cuerpos, que fueron encontrados colgados de un árbol, con cada centímetro de piel cortada a tajadas. La gente rumoraba y temía ser la próxima víctima de este ser despiadado que se mostraba con el paso de los días más agresivo y sanguinario; las vacas habían dejado de pastar y comenzaban a perder peso, los perros ladraban a horas que nunca antes habían ladrado y hasta los niños, que normalmente dormían, se revolcaban entre las sábanas que las mujeres lavaban por las mañanas con miedo a desaparecer en un parpadeo. Había que hacer algo; los chamanes decidieron alojarse cerca del río en busca del ser. Espabilados prendieron una fogata y danzaron por las noches despejadas, esperando cualquier indicio de la criatura. A mitad de la danza, percibieron que el río estaba alarmantemente seco; pareciera

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como si el monstruo bebiera grandes cantidades de agua y eso les preocupó sobremanera. Para su fortuna, los dioses se ocuparon de ellos esa noche enviándoles una lluvia estruendosa que hizo desbordar el río. Llegó el solsticio, la gente se preparaba para la gran fiesta, pero el miedo imperaba y se mezclaba en sus huesos y en la humedad. Se prepararon con armas de todo tipo por si la bestia llegaba. Dicen algunos que por unos momentos se apareció la sombra de Yo’omuumuli anunciando, como siglos atrás anunció la inminente llegada de los Yoris, que la bestia se encontraba a sólo a unos metros de la fiesta. Luego le daban la bienvenida a la noche caliente y llegaba con ella un turbulento remolino de gritos que helaban la piel; venían del enigmático río. Caían pedazos de cuerpos cerca de la hoguera; y los frágiles niños, sollozando de miedo y sin entender lo que sucedía, se escondían tras las grandes rocas abrazados por sus madres, que trataban desesperadamente de calmar sus llantos para que la criatura no los encontrara; como cuestión de magia se callaban por la belleza que se desprendía de la combinación entre minerales e historia. Pero la bestia era un ser inexorable, había practicado su sentido del olfato por años y siempre los encontraba; cuando lo hacía, los despedazaba y los aventaba al río sin piedad. Los chamanes, extenuados por intentar de todo, se transformaban en animales, bajaban de la sierra para pelear con el monstruo, lo veían de cerca. «Este ser es infernal», murmuraban. Aquel no era humano, pero tenía un sentido animalesco y unos ojos que a veces mostraban un poco de humanidad; era como si estuviera hecho también de sentimientos. Nada parecía arrojar un resultado positivo, no había victorias. Todo era un ciclo interminable que desembocaba en los desaparecidos que eran encontrados al sur, igualmente colgados y despojados de toda libertad. Otros chamanes amanecían con rasguños y decían que ese monstruo era más que un monstruo y que habían hablado con él con palabras que sonaban a un idioma y no sólo a emisiones de sonidos torpes. Decían algunos que, dibujando en la tierra, les contaba de lo que parecía haber sido su vida pasada: llena de sufrimiento y de un latente odio contra la raza humana. A pesar de vivir en tierra caliente, contaban que desprendía frío por la piel, además de un olor penetrante que cerraba involuntariamente las gargantas. Era inteligente, a tal grado que aprendió a manejar a los pájaros tijera de la región y los convenció de guiarle hacia los más recónditos y sombríos lugares, los mismos que ningún extranjero podía encontrar por sí mismo. Varías veces lo sintieron husmeando por las casas, escuchando leyendas antiguas y derramando lágrimas, expulsando conjuros inventados y aprendiendo

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aquella lengua peculiar que lo decía todo. De esa manera el monstruo se paseaba por los pueblos, siempre hambriento de sangre y mutilación. Usó a un pueblo como fosa común durante años; cráneos de familias enteras se enterraban y la sangre derramada pintaba el río que conectaba a los pueblos, un olor pútrido dominaba el lugar; ese lugar que tanto le gustaba y en el que podría permanecer por una eternidad, viendo cómo el hermoso atardecer se reflejaba en el agua. Cuando más se le veía era durante las noches en que se invocaba a los antepasados espíritus míticos de esas tierras, cuyas voces penaban y anunciaban el destino de los pueblos; el pronóstico no era favorable, por lo menos no si peleaban solos. Después de sus designios inescrutables y de los múltiples desdoblamientos de cuerpos para encontrar la salida a la inagotable sed del monstruo, los dioses decidieron despertar y parar el derramamiento de sangre. La Diosa de la Luna le hipnotizó durante la noche más hermosa que habría de recordar. Sonámbula, deambuló a orillas del río; para sanarlo vertió sus lágrimas hasta darle altura y profundidad. Se echó el río a la espalda y lo expandió hasta que se convirtió en un abismo para el monstruo. Fue difícil decidir si colgarlo o quemarlo, pero como el fuego purifica el alma, se decidieron por lo último; el Dios del Sol le prendió fuego, un fuego sempiterno, pues el agresivo frío de su piel se negaba a desaparecer. Peces antiquísimos y seres pequeños salieron de abajo de la tierra y las piedras; lagartijas, renacuajos y grillos se sentaron a observar las refulgentes llamas. Los gritos del monstruo hicieron eco en el desierto; eran espantosos y pronunciaban todo tipo de maldiciones, claras y en la nueva lengua que había aprendido, las cuales siempre serán recordadas. Los humanos del desierto sintieron el corazón estrujarse y hasta un poco de compasión, pero estaban aliviados de acabar por fin con tantos años de terror. Después llegó la lluvia que limpió el río y se llevó la sangre, una sangre que parecía un arcoíris de tonos rojos: el rojo escarlata del monstruo y el pesado carmesí de tantos humanos a los que había dado muerte se mezclaron e hicieron una suerte de balsa, sobre la que se recostó el resto de su cuerpo, que aun en llamas se reflejó en el claro de la luna y navegó hasta allá, donde la vista no alcanzaba a llegar.

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AHIJADO

Arturo Molina Hernández México

Levantó la taza, con doble carga de café expresso y una leve capa de leche deslactosada espumeada, con la mano izquierda. Solía hacerlo así: mantener los dedos índice y pulgar en el mango, para con la derecha dirigir ademanes hacia su interlocutor. Era expresiva, su discurso eran sesenta por ciento palabras y el resto lenguaje corporal. Dio un sorbo no muy pequeño, ni tampoco grande y depositó el recipiente de cerámica en el plato del mismo material. Antes de terminar el trago señaló repetidas veces el quiosco del parque, que daba de frente a la esquina de la cafetería; un paisaje que la Doctora Victoria prefería a las televisiones dentro del local. Intentó adelantar la voz, pero el trago de café no se lo permitió. Inmediatamente después de pasar el líquido por la garganta habló con un tono que delataba su edad: «¿Nunca conociste al joven que lanzaba peroratas acerca de odio en contra de la burguesía, del capitalismo y del sistema?... ¿No? El muchacho de barbas largas y una capa de suciedad a modo de maquillaje corporal. ¿Seguro?». El chico negó repetidas veces con un dejo de temor, del que siente un niño que intenta encajar en un grupo de amigos y se le pregunta por algo que no sabe. Pero Mateo no buscaba caerle bien, tampoco sentía la tensión en la mesa porque quisiera ser parte de algún grupo, sino por la presencia de doña Victoria. Tenía esa extraña pesadez que provoca no mover un dedo para no llamar la atención, de ésa que no puede explicarse, ni tampoco evitarse. Mateo no había decidido estar ahí. «Se llama, o llamaba, ¿qué voy yo a saber?, Fidelio, pero le decían “el pequeño Victorio”. Claro, en honor a mí. Tenía una memoria exquisita, es una lástima… Yo sólo quería darle una buena educación, una guía para enfrentar esta cruel realidad… Su mente se fue convirtiendo en un remachado de muchas teorías, de muchos filósofos. Tal vez fue mi error al no darme cuenta de la debilidad de su persona». Mateo observaba, quieto, asintiendo discretamente; veía cómo la Doctora Victoria medía y moderaba sus ademanes. La Doctora soltó un suspiro y recordó las primeras señales del desvarío de Fidelio, de las veces que hablaba de la forma en que cambiaría los sistemas existentes y, aunque doña Victoria no escatimaba esfuerzo en apoyar proyectos de

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reestructuración, sabía que algo andaba mal con él, que comenzaba a separarse de la realidad para posicionarse en un ámbito intangible, más allá del racionamiento. «El último de mis ahijados, así es. La gente, que todo lo malinterpreta pero que igual quiere participar del chisme general, afirmaba que todos aquellos reclamos y arrebatos en contra de los transeúntes iban solamente dirigidos a una persona… ¿No preguntas a quién? Es más que obvio… Pero no fue mi culpa que enloqueciera, de eso no lograrán convencerme». Dio un trago más al café; al soltar la taza sobre el plato, Mateo pudo apreciar que al menos había tomado más de la mitad. Al pasar el líquido mostró los dientes, mandíbula cerrada e inhaló aire con el mismo gesto que los fumadores llenan sus pulmones de humo. Sacudió la cabeza y continuó: «Lo estimaba de verdad, de todos mis ahijados era el más prometedor. Esa memoria…». Se detuvo, no perdió el temple, pero la voz no le salía. Vinieron a su mente las portadas de los diarios, las notas sensacionalistas de cuando Fidelio atacó a un hombre que en su chamarra tenía un símbolo parecido al que caracteriza todo lo asociado con el Nuevo Orden Mundial. Tosió levemente, terminó el café. «Pero todo nuevo tiempo es mejor, ahijado». Mateo se estremeció, sintió una extraña sensación que le iba de la boca del estómago a la garganta. Pasó saliva, quería salir corriendo. Quedó en silencio, no movió un dedo.

PROMETEO ENAMORADO

Francisco de León México

Víctor entró a su casa con una emoción incontrolable. Debía reconocerlo, estaba enamorado. Por primera vez en mucho tiempo una muchacha le había robado el corazón. De hecho, hubo momentos en los que Víctor pensó que ya no era capaz de desarrollar sentimientos como el amor. Desde que perdió a su primer hijo no había hecho otra cosa que adentrarse en su trabajo, siempre tratando de perfeccionar sus aún ingenuas “técnicas de vida”. No quedaba duda, en su trabajo las mejoras eran definitivas; consideraba que a estas fechas “perfecto” era un calificativo menor para sus trabajos. Dejó los pensamientos profesionales de lado y volvió a pensar en la

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muchacha, pensó en cual sería la mejor forma de acercarse a ella y los lugares a los que la llevaría. Por un momento, incluso en un futuro con ella... en una familia, no sólo otra familia más, sino en una real, absoluta. Recordó entonces a la primera mujer que había amado. Después de tantos años, ella y su primogénito eran los pocos recuerdos que se mantenían intactos en su memoria. Padres, amigos y otros detalles del pasado no eran ya sino fantasmas borrosos. Regresó de nuevo a su fantasía actual sobre la chica que recién había conocido. Se apresuró al espejo. No estaba en las mejores condiciones. De hecho, se veía pésimo. En días había considerado seriamente dejarse morir; se encontraba ahíto, se había dicho que enfrentaría a la muerte después de tanto camino recorrido, ahora sí enfrentarla en serio. Pero hoy la historia era distinta, la vida le sonreía y él le quería devolver el favor. Se vio sonreír en el espejo. Qué cosa tan horrible. Su futura amada no podía verlo así. Dio media vuelta y lanzó una mirada cuidadosa a las articulaciones, órganos, tejidos muertos y demás cosas que había sobre el piso. Una gran alegría lo invadió al descubrir una cabeza cuya mueca delataba gran serenidad (asombrosa, tomando en cuenta, sobre todo, las condiciones en que eso, que una vez fue persona, había muerto). Todo era perfecto, esos labios le proporcionarían la sonrisa perfecta cuando viera a su amada.

Canis Lupus

Miguel Lupián

Cada vez que escucho “hombre-lobo” me viene a la mente el fotograma en blanco y negro de Lon Chaney Jr. mirando a la pantalla con esa caracterización tan peculiar que hacía pensar más en un hombre con hipertricosis que en un lobo como tal. Lo segundo que me viene a la mente es la secuencia de la asombrosa transformación en la icónica Un hombre-lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981) de John Landis. Aunque la metáfora podría ser la misma que en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Stevenson, 1886), la del hombre-lobo es una transformación corpórea, que alimenta esa morbosa fascinación que tenemos por el deterioro de la carne y que expone nuestra fragilidad. La metamorfosis animal ha estado presente prácticamente en todas las mitologías; sin embargo, la de lobo, licantropía, continúa vigente, tal vez, por

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aquellos “cuentos de hadas” de los hermanos Grimm (“El lobo y los siete cabritos”) y Perrault (“Caperucita roja”), donde abrevaron los góticos y los posteriores escritores fantásticos. Además, el lobo gris mexicano (Canis lupus baileyi) es mi animal favorito, y me gusta pensar que mi apellido viene de ese lupus… Si te interesa saber más sobre esta fascinante creatura, te recomiendo la antología Los hombres-lobo (Siruela, El ojo sin párpado #48), traducida por Francisco Torres Oliver y prologada por Juan Antonio Molina Foix, y El libro de los hombreslobo: información sobre una superstición terrible (Valdemar) de Sabine Baring-Gould. En cine, además de las mencionadas, Dog Soldiers (Marshall, 2002). Por último, te pido que los siguientes cuentos licántropos no los leas si hay luna llena…

EN EL TRIGAL

Mariángeles Abelli Argentina

Si me viera desde arriba, tendría miedo. Si me viera desde arriba —desnudo, sucio, la boca entreabierta— yo también tendría miedo, pero no. Abro los ojos y me veo cambiar en los suyos, ahora dilatados por el pánico. Retroceden. Gruño. Corren. Los persigo. A sus gritos los tapan las voces, ésas que piden que inunde de tibieza mi garganta. Si me viera desde arriba, saciado e inconsciente, sabría lo que soy: un hombre (¿hombre?) que vive del miedo de los otros.

SECRETOS EN PAREJA

Julia Pateiro Argentina

A veces olvida las reglas del sutil equilibrio y, fiel a su instinto de macho, pretende sojuzgarme. Entonces yo, fiel al mío, desato tormentas que dentro de la casa arrasan con todo y le recuerdan quién soy. Luego, busco mi escoba. Si es noche de plenilunio, me mira alejarme y aúlla hasta que, recortada sobre la luna, deja de distinguir mi silueta.

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PROHIBIDA LA ENTRADA A MENORES DE DOCE AÑOS

Miguel Lupián México

No existe en el mundo otra frase que odie tanto como aquella que ponen en los hospitales (con pequeñas letras blancas sobre un pizarrón negro o con grandes letras rojas sobre un cartel): “Prohibida la entrada a menores de doce años”. ¡Ni que se tratara de una cristalería! Por culpa de ese tonto letrero no pude visitar a mi hermano Toño cuando se luxó (creo que ese era el término médico) el pie jugando futbol. Tampoco a mamá cuando le sacaron piedritas de la vesícula. Mi abuelita decía, sin despegar los ojos de su tejido, que los enfermos de los hospitales liberan una sustancia tóxica, y que si los niños la respiran se contagian inmediatamente de una extraña enfermedad. Eso me mantuvo alejado de los hospitales por un tiempo. Pero cuando a Nala, nuestro pastor alemán, la hospitalizaron por un problema en su cadera, olvidé la advertencia de mi abuelita. Además, pensaba que los hospitales veterinarios serían muy distintos a los humanos. Pero eran igualitos: paredes, techos y pisos blancos, bancas anaranjadas y “Prohibida la entrada a menores de doce años” colgando en la puerta. Me corté un mechón de cabello y le di forma de bigote. Me parecía a papá, pero a nadie lograría engañar con mi estatura. Así que simplemente entré al hospital muy seguro, como si tuviera trece años. Esto funcionó, pues los doctores sólo me miraron de reojo y continuaron leyendo los historiales médicos de los pacientes e intentando controlar a dos perros que no se cayeron bien. Aproveché el momento y entré a un lugar donde no sólo se prohibía la entrada a menores de doce años sino a toda persona ajena al hospital. Tuve que colocar mis manos sobre el pecho porque mi corazón quería salirse. Nunca había desobedecido las reglas. Mis piernas parecían de gelatina y mis manos se pusieron del mismo color de las paredes. Recordé la advertencia de mi abuelita cuando un olor en el aire comenzó a picarme la nariz. Me cubrí la cara con el suéter y quise salir corriendo, pero al fondo del pasillo, sobre una camilla, vi las orejas puntiagudas de Nala. Cuando me acerqué, abrió los ojos y sacó su lengua babosa. Parecía sonreír. Me dio de lengüetazos en las manos y en la cara y quiso levantarse, pero los tubitos transparentes de plástico que salían de sus patas y se conectaban con unos frascos que colgaban por encima de la camilla se lo impidieron. Le acaricié el lomo, tranquilizándola, diciéndole en voz baja que pronto estaría en casa.

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Al salir del hospital veterinario comencé a sentir mucha comezón en mis brazos y piernas. En casa, creyendo que se trataba de un ejército de pulgas, me bañé varias veces, restregándome la piel hasta que quedó rosita. Pero la comezón no se iba. Y, por si fuera poco, los dientes me dolían, como si me hubiera comido toda la bolsa de dulces que mamá escondía al fondo de la alacena. Frente al espejo descubrí que mis colmillos estaban creciendo. Y lo peor: mis brazos y piernas se llenaron de una capa tupida de vello negro. Mi abuelita alzó la vista de su tejido y me miró fijamente a través de sus gruesos anteojos. —Vas a necesitar esto —dijo, ofreciéndome la bufanda que estaba tejiendo—, en las noches hace mucho fresco. Tomé la bufanda sin saber a qué se refería, pues ella sabía que mis papás no me dejaban salir de casa después de las seis de la tarde. Nala regresó a la semana siguiente, recuperada de sus malestares. Desde entonces, se pasa las tardes echada a mis pies, esperando que termine la tarea, y por las noches, cuando ya todos están en sus cuartos, me pongo la bufanda y salimos al jardín a perseguir gatos y aullarle a la luna, mientras mi abuelita nos mira sonriente (y tejiendo una nueva bufanda) desde la ventana de su habitación.

LIKA

Emiliano González México

Fue antes de caer dormido cuando rememoré los pormenores de mi llegada al castillo de mis antepasados: el mayordomo anciano, la gran escalinata, la cena deliciosa, la tapicería deteriorada y marchita. En ésta se veía una vieja partida de caza en que los perros, semejantes a lobos, olfateaban los troncos y las plantas de un bosque primitivo. En mi alcoba había un librero lleno de tomos antiguos. Encontré un manuscrito con poemas escritos por mi madre. Me metí en la cama, encendí la lámpara y empecé a leer. Los primeros poemas, de un romanticismo sentimental, llevaban lentamente hasta la mitad del libro, en que algo raro sucedía: ella conocía a una criatura en el bosque, nunca bien descrita. En los últimos poemas la naturaleza de la criatura se definía mejor: era “una

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bestia babeante”, un lobo. A este lobo ella dirigía elogios desequilibrados y abstractos. El libro terminaba con la descripción de una figura divina y amorfa, vagamente parecida a un lobo, adorada por mis antepasados. Caí dormido. Soñé que mi cuerpo estaba cubierto de pelo suave y gris. Yo bajaba unos peldaños roídos hasta llegar a una mazmorra en que había una joven desnuda, encadenada a la pared. En el sueño yo sabía que la joven era una pastora de las cercanías. Me lanzaba hacia su cuerpo seductor y clavaba los dientes afilados en su carne dulce para desgarrarla. No la quería para amarla: tenía un hambre voraz. Me acompañaba una loba gris de ojos amarillos. Después de terminar con la joven pastora, subía con la loba los peldaños y entraba en una alcoba muy similar a la que me había alojado esa noche. La loba se metía bajo las sábanas y pronto brotaba de éstas un rostro femenino de belleza inigualable y ojos azules. Yo ya no era un lobo sino un hombre. Me unía con la mujer en la cama del sueño y la amaba. Desde la cama se veía el cielo nocturno, como un jardín oscuro en que florecían ojos amarillos y azules. Desperté bien avanzado el día, sudando, angustiado. El castillo suntuoso había sido una sorpresa para mí desde que, la noche previa, cabalgando, lo contemplé y sonreí al ver las torres, las ojivas, el foso, el puente levadizo, como de los cuentos de hadas infantiles. Nunca había conocido a mis padres, y mi vida había transcurrido en un departamento muy modesto y en una oficina totalmente prosaica. No tenía otros familiares. A juzgar por el manuscrito de poemas de mi madre, mi padre había sido un lobo y yo el resultado de la cópulas del animal y la mujer. ¿Quién era la loba que me había acompañado en mi sueño? Tal vez mi hermana, pues durante el sueño yo tenía la sensación de ser idéntico a ella y sentía una familiar ternura por la mujer. Con el mayordomo exploré los subterráneos del castillo hasta encontrar la mazmorra de mi sueño. La reconocí de inmediato.

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Había un esqueleto encadenado a la pared: el de la bella y joven pastora de mi sueño. Tuve un sobresalto. Hice que el mayordomo empacara mis cosas y en un caballo me encaminé hacia la estación de trenes, no sin antes recibir del mayordomo una herencia monetaria bastante generosa. No pensaba regresar nunca más al castillo. Estaba maldito. En la estación adquirí un boleto para volver a la ciudad y di las instrucciones para que alguien devolviera el caballo. En mi compartimento una mujer velada dormitaba. Coloqué mis dos maletas en una red y me dispuse a ver el paisaje. El tren recorría una región nevada, que no vi al llegar la primera vez. Los pinos enormes parecían tocar el cielo, casi negro, del que no caían copos de nieve. La maleta que pertenecía a la dama velada decía “Lika” en letras doradas. Con mi mano derecha alcé el velo de la mujer, que seguía durmiendo frente a mí. Era el rostro de la mujer que yo había amado en el sueño. Abrió sus ojos. Eran azules. El tren se internó por un túnel que no parecía llevar a ninguna salida. Por la ventana del vagón saltamos los dos y nos perdimos en el túnel, hasta llegar al bosque infinito. El bosque nos acogió como un viejo familiar que nos reconociera luego de despertar de un sueño de siglos.

La novia de Frankenstein

Ana Paula Rumualdo

La novia de Frankenstein no vivió por mucho en pantalla, ya que, ante su rechazo y tras entender que sólo los vivos pertenecen al reino de los ídem, la criatura decidió cortar de tajo su breve redivida. Sin embargo, a pesar de ello, la idea de su existencia ha nutrido el imaginario de los monstruos. La pareja que, al tener el

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mismo defecto monstruoso que él, lo aceptaría, pero el juego y el amor son azarosos y no hay destinos ciertos. Otra lectura se desprende de La novia: cuando la criatura se siente odiada una vez más esta vez por la que sería su pareja ideal y decide acabar con la vida de ambos y la de Pretorius. ¿Cuántos hombres hay que desatan a sus monstruos ante el rechazo femenino y deciden unilateralmente que están mejor muertos?

ENCUENTRO EN GILL-MAN’S

Arnoldo Millán Zubia México

El monstruo de Frankenstein y su mujer se hallaban sentados en la barra de GillMan’s, la cantina más frecuentada por los de su especie. Él bebía un desarmador y ella una mimosa y pasaban un rato agradable amenizado por las frenéticas sinfonías de Erique Claudin, el indiscutible maestro del órgano tubular. De vez en cuando uno de los monstruos gruñía, como diciendo: “¿Todo bien?”, a lo que el otro respondía con un gruñido similar, como diciendo: “Sí, bien, bien”. Y justo cuando la pareja se sentía más en ambiente, entró a la taberna la momia Imhotep. Inmediatamente divisó al monstruo de Frankenstein y trató de acercarse a él, pero el lugar estaba atiborrado, como era común los sábados, especialmente de luna llena, como era el caso esa noche. Algo que hay que notar es que a nadie le agrada Imhotep. Es una creatura irritante, sumamente fastidiosa e impertinente a quien, cuando es posible, los demás evaden, como pretendía hacer el monstruo entonces. Otra cosa que conviene tener en cuenta es que, hasta esa noche, el monstruo de Frankenstein había conseguido evitar toparse con Imhotep por algunos años ya, incluso desde antes de casarse (así le vamos a decir a la profana unión) con la mujer que entonces lo acompañaba, por lo que ella y la momia no se conocían. Imhotep llamó al monstruo a viva voz: “¡Frank! ¡Frankie! ¡Frank! ¡Frank! ¡Frankie!”. La novia de Frankenstein volteó a ver a su monstruo y gruñó suavemente, como diciendo: “¿Acaso no oyes que te está llamando el empapelado aquél?”, a lo que el monstruo replicó con un gruñido propio, como diciendo: “Lo oigo, y lo estoy ignorando”. La momia, abriéndose paso entre el gentío, seguía gritando y agitando el

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brazo: “¡Frankie! ¡Frank! ¡Frank! ¡Frankie! ¡Frank! ¡Frankiiiee!”. Jack Griffin, el hombre invisible, entró en el recinto y, al observar la escena (a la momia en particular), echó una maldición, se dio vuelta y se desapareció. La mujer del monstruo gruñó otra vez, como diciendo: “Pero, ¿cuál es el problema?”, y el monstruo gruñó de vuelta, como diciendo: “No quieres saber”. Imhotep ya estaba a escasos pasos de la pareja de reanimados, pero seguía vociferando como si aún se encontrara en la calle: “¡Frank! ¡Frank! ¡Frankie! ¡Frankie! ¡Fraaank! ¡Frank!”, y la mujer del monstruo soltó un gruñido más bajo y corto, como diciendo: “Pobrecita momia. Obviamente le caes bien y te tiene en alta estima, si no, no trataría a toda costa de llamar tu atención, como está haciendo. Parece ser un buen tipo. Un buen amigo en potencia. Deberías socializar más. Dale una oportunidad. Salúdalo; trátalo bien, que tu amigo el doctor Griffin nos dejó plantados hoy, y es con quien mejor te entiendes. Honestamente, a mí siempre se me hizo un sangrón y un cínico tu amigo Griffin. Trata bien a esta momia, que ambos sabemos que tú lo necesitas más de lo que él a ti”. Imhotep los alcanzó por fin y dio un fuerte golpe con la palma abierta al monstruo en el hombro izquierdo, haciéndolo derramar su bebida, y le dijo: “¡Frankie! ¿Esos tornillos los traes en el cuello o en los oídos?”, y repitió el manotazo, y el monstruo soltó su vaso, que cayó y se rompió en el suelo. El monstruo gruñó, sin voltear a verlo, como diciéndole a su mujer: “¿Ves? Es un tremendo imbécil”. Pero ella le contestó con un nuevo gruñido, en un tono más alto y agudo que antes, como diciendo: “Es algo brusco, eso sí, pero su broma me hizo reír. Es ocurrente; es divertido”. La momia percibió el intercambio; dirigió una mirada a ella, otra a él, de nuevo a ella, luego una más a él, y por fin dijo: “Discúlpame, Frank. ¡No sabía que venías con tu madre! Mucho gusto señora, yo soy la momia Imhotep. Y la felicito: no luce su edad. Si acaso podría pensarse que usted es prima del monstruo, o tal vez su hermana; la mayor, sin duda, pero nunca jamás la madre. ¡Encantado de conocerla!”, y le extendió la mano. La novia de Frankenstein soltó un gruñido prolongado y grave, como diciendo lo que quieren decir las mujeres cuando gruñen de tal manera. El monstruo sonrió de un lado de la boca al notar la incomodidad de su mujer, y gruñó algunas veces entre risas, como diciendo: “¿Todavía lo crees chistoso?”. La mujer se levantó, tomó la mano de la momia y de un tirón le arrancó el brazo. La momia se petrificó y chilló: “¡¿Qué le pasa a tu madre, Frankie?!”, lo que empujó a la mujer a golpearlo con su propio brazo y, de un solo porrazo, le tumbó la

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cabeza, la que a su vez fue a estrellare contra la nuca del conde Drácula, quien se hallaba de espaldas a él, en plena conversación con Quasimodo y el doctor Henry Jekyll. Por sensata precaución, la mayoría de los comensales que se percataron de lo ocurrido (en especial los entendidos del carácter de la mujer, de cualquier mujer) abandonaron el lugar. La novia de Frankenstein dirigió una mirada feroz al monstruo y salió de GillMan’s echando chispas. El monstruo, quien hasta ese momento apenas dejó de reír, dejó un billete en la barra y corrió tras ella. La cabeza de la momia vio lo ocurrido desde el suelo, y gritó: “¡Frank! ¡Frank! ¡Frankie! ¡Frank!... ¿Habrá sido algo que dije?”. Entonces entró Lawrence Talbot, el hombre lobo, y pasó por encima de la cabeza y se sentó en el lugar que antes ocupaba el monstruo, y la momia vociferó: “¡Larry! ¡Larry! ¡Larr! ¡Larr! ¡Laaarry!”. El hombre lobo se estiró convincentemente y con la pata derecha pegó una patada a la cabeza de Imhotep y la mandó rodando hasta que se detuvo debajo de una de las mesas. “Creo que no me oyó”, dijo la momia y, hasta la fecha, su cabeza, desde el suelo de la cantina, del que nadie la recoge por miedo a familiarizarse, atormenta a todos los que conoce de nombre.

EL DOCTOR TUÉTANO Y LA SEGUNDA VIDA DE MARIONA RIPOLL

Hermes Prous España

El agujero era tan hondo que apenas se veían las cabezas de los dos hombres que estaban en su interior. Los picos y palas no paraban de echar la tierra hacia fuera. Junto al montículo de tierra extraída, otra figura miraba de forma impasible cómo trabajaban sus compañeros. Era alto y delgado, vestía con un largo abrigo de cuero negro y se protegía de la tormenta lluviosa con un lujoso paraguas con el mango de plata. —Una noche perfecta para profanar una tumba. ¿No creen, caballeros? —preguntó a los dos hombres que estaban excavando a sus pies. Con sus manos enfundadas en unos guantes de cuero negro extrajo una pitillera de plata y de ella, un cigarrillo que se encendió con un mechero Dupont dorado, con las iniciales

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grabadas D.T. —¡Sin duda, doctor! Las noches de tormenta con luna llena son mis favoritas para desenterrar muertos —afirmó de forma irónica el profesor Peabody, eminente arqueólogo y experto en criptohistoria—, pero, si me lo permite, ¿por qué usted nunca nos ayuda a excavar? El padre Sebastián y un servidor siempre tenemos que hacer el trabajo sucio. —¡No sea tan impertinente, profesor, y siga cavando! Yo soy el jefe en esta nuestra sociedad paranormal y, como principal y único socio capitalista, me veo en la disposición de estar exento de determinadas funciones y cumplimientos en nuestra tarea. El profesor Peabody y el padre Sebastián refunfuñaron brevemente, pero siguieron excavando la tierra mojada, cosa que complicaba y embrutecía más a los dos respetables hombres de día y profanadores de noche. El doctor se giró y sus fríos ojos azules, protegidos por unas lentes redondas, miraron nuevamente la lápida de la tumba que estaban excavando. Mariona Ripoll, 1856-1898. Éstas eran las únicas palabras grabadas en la carcomida piedra. “¿Qué es lo que ha pasado, maldita bruja, para que hayas vuelto de entre los muertos?”, pensó para sí el doctor, como si estableciera un diálogo con el cuerpo que estaban a punto de desenterrar. Aquel era el motivo por el que el doctor y sus dos acompañantes se encontraban en aquella fría y lluviosa noche en un viejo cementerio, en un pueblo perdido de la Cerdaña. El espectro de la bruja Mariona Ripoll, linchada por la turba del pueblo hacía ya más de un siglo, se les estaba apareciendo a los descendientes y, según su versión, ya había matado a tres de ellos. El doctor había sido contratado para esclarecer aquel sobrenatural y oscuro suceso, desconocedores de que el doctor Tuétano tenía sus propios planes con aquella bruja. La lluvia se intensificó y los rayos iluminaban de forma fugaz y fantasmagórica el viejo cementerio. Una pala tocó algo firme y sonó de forma diferente. Había llegado al ataúd. Pocos minutos después, el profesor y el sacerdote ya tenían totalmente descubierta la tapa del sepulcro. —Doctor Tuétano, a pesar de la lluvia, la estratigrafía muestra que los sedimentos no han sido removidos; la madera y los clavos del ataúd no han sido alterados más que por la acción del tiempo. No puede haber fraude en lo que encontremos aquí dentro —informó, con su particular acento extranjero, el profesor Peabody. —¡Bien! ¡No perdamos más tiempo y abran ese ataúd! —sentenció desde la superficie el doctor, mientras se llevaba su mano derecha enguantada al

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interior del abrigo. Se oyó un crujido chirriante al abrirse la tumba de la bruja. Un gato negro saltó velozmente sobre la cara del padre Sebastián, desfigurándole la cara. —¡Por Dios, saquen este demonio de mi cara! —aullaba el sacerdote. Peabody golpeó con su pala para echar al gato, pero éste fue más ágil y saltó a la superficie, impactando sobre el rostro ensangrentado del pobre padre Sebastián. —¡Inútiles! ¡Atrapen a ese maldito felino, panda de incompetentes! —gritó el doctor Tuétano. El profesor Peabody intentó salir del agujero en busca de aquel gato, pero una mano deforme y momificada le agarró del tobillo y tiró de él hacia el ataúd. Pudo ver cómo los ojos de la bruja momificada se abrían de par en par, al igual que su boca, que mostraba unos siniestros dientes afilados. El doctor Tuétano extrajo su pistola Luger, que no sólo la tenía para coleccionismo, y descargó todo el plomo que contenía en su interior en la momia revivida que era el cadáver de la bruja Mariona Ripoll. Desgraciadamente, la desaparición de aquel felino y la segunda muerte de la bruja supuso un nuevo contratiempo para el doctor Tuétano en sus planes para crear vida, jugar a ser Dios y convertirse en un nuevo barón Frankenstein. Por suerte, aún quedaban muchos cementerios por profanar.

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MONSTRUOS CLÁSICOS

The mountain with teeth México

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