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PENUMBRIA 31 diciembre, 2015
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ÍNDICE TORRE DE JOHAN RUDISBROECK / editorial... 5 Prólogo: Melodías para el invierno / Francisco de León… 5 TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO / cuentos Camino del sur / Patricia Richmond... 8 Lluvia de cristal / Pok Manero... 11 Helada / M. F. Wlathe... 15 Un nuevo abrigo / Maricarmen Arellano... 19 Frío / Edgar Martínez... 22 On the road / Fede Marongiu... 25 Luna de invierno / Macarena Muñoz Ramos... 28 Fractal onírico / Huge Messe... 32 Madera para el frío / Gerard Moliné... 34 17 de noviembre / Alberto Sánchez Argüello... 38 Un de mí, para ti / Ariel Shalom... 40 Leopoldo y el gato / Juan Carlos Figueroa... 42 Aurhora / Vicente Varas... 46 Los zapatos del abuelo / Andrés Galindo... 49 Regalos de una noche hibernal / Alexsa Bathory... 51 La estrella de Belén / Héctor Núñez... 53 Fortuna / M. Floser... 55 Ven, camina con el fuego / Miguel Lupián… 57 AUTÓMATAS / equipo editorial... 59
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TORRE DE JOHAN RUDISBROECK Llegó la época del año en que los villancicos nos aturden y los foquitos nos lamparean. Pero no te preocupes, para evitar que tu Grinch interno se rebele y seas (más) señalado por vecinos y familiares, decidimos dedicar este número, el último del 2015, a lo fantástico invernal. Esperamos que este año te hayamos sorprendido lo suficiente, y te prometemos que seguiremos luchando por difundir nuestra amada literatura fantástica. Sin más, arrancamos con un prólogo de nuestro querido autómata Francisco de León.
MIGUEL LUPIÁN
MELODÍAS PARA EL INVIERNO Francisco de León
Lo fantástico y el invierno tienen un parentesco, una unión, que nos parece indudable. La estación que marca el final de un ciclo más en nuestro calendario da una atmósfera de ocaso inevitable, de aquel último aliento frío que nos prepara para la caída del año, que resulta más que apropiada para que mundos y seres imaginarios hagan su entrada, en cualquiera de sus formas, en nuestra realidad. No se trata únicamente de los mitos que la tradición cristiana nos ha heredado (aunque hay en ellos un dejo sobrenatural que siempre los hará atractivos), sino de un crisol inagotable que desde tiempo inmemoriales
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acompaña a la humanidad. Así, al buscar en el folclor de muchos pueblos de las más variadas latitudes, se descubre que la relación entre el invierno y la aparición de lo fantástico (pienso en la leyenda del Krampus en el norte de Europa o Cailleach Béirre, esa diosa de la tradición celta cuya misión es proteger a los animales durante el otoño y el invierno) es íntima. La literatura, la danza, el cine y todas las otras artes han contribuido a enriquecer los universos fantásticos. Y aunque a la mente vienen cintas, novelas, relatos breves y un largo etcétera en que el horror, las pesadillas, las apariciones espectrales y otras muchas formas más impactantes y monstruosas de lo fantástico de las que bien valdría la pena escribir, hoy me es inevitable traer a la memoria el famoso relato El cascanueces, que primero de la mano del autor alemán E.T. A. Hoffmann y luego en una versión de Alejandro Dumas, daría pie a la creación del célebre ballet de Pyotr Illich Tchaicovsky que hoy es una de las obras más montadas durante las celebraciones decembrinas. Habrá quienes piensen que se trata de no más que una obra cursi interpretada
y
montada
hasta
el
cansancio,
sin
embargo
es
fundamental recordar que se trata de una obra plena en apariciones, en geografías fantásticas bien definidas y cuyo origen se gesta en la pluma de tres autores que no eran nada ajenos al género fantástico y cuya obra les ha ganado un lugar definitivo en el panteón de las artes modernas. Revisitar a nuestros clásicos: Hoffmann, Dickens, Tchaicovsky y a tantos otros que han atrevido a poner mucha de su imaginación en lo fantástico en relación con el invierno, recuerda que los universos imaginarios nos habitan desde siempre. En sus respectivas formas de expresión, sea esta la palabra, la partitura o la coreografía, sus obras, y tantas otras, pueden ser una forma de abrir un diálogo con temas, estilos, fuentes e imágenes que sin duda participan del origen de un género tan complejo y abierto como lo es el fantástico.
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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO
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CAMINO DEL SUR Patricia Richmond
En el sur no hay invierno. Eso decían los comerciantes que venían cada primavera, en cuanto la nieve se retiraba de los caminos y salíamos del aislamiento en que nos había sumergido la niebla. La última estación había sido muy dura. El frío y el viento habían azotado la ciudad con tanta violencia que las murallas se habían agrietado en algunos sectores, permitiendo que un aire gélido se colara por las rendijas y se adueñara de nuestras almas. Algunos enfermaron y fueron cayendo devorados por la fiebre y la melancolía. Cuando mi pequeñita empezó a encontrarse mal acudí al castillo. El príncipe no quiso recibirme. Él sólo se ocupaba de sus bastardos varones; no quería encargarse de una hija que no iba a servirle para nada, ni aun sabiendo que era la única de sus descendientes que había nacido con los rizos rojos de la estirpe de los Bergua. Un frío más intenso que otros años hizo que la leña se fuera acabando antes de tiempo. No quedó ni un tronco en toda la ciudad y las familias empezaron a quemar sus muebles. Mi niña tiritaba, ya no me quedaba ni una astilla que echar a la chimenea y recordé el baúl que había traído del castillo con las pertenencias de mi padre. El rey, a pesar de lo mucho que apreciaba sus conocimientos y sus sabios consejos, no perdonó la insolencia del viejo mago al pretender casar al príncipe con su hija, a la que había deshonrado. A mí me echó del castillo y a él lo encerró en una mazmorra hasta su muerte. Ninguno de los dos llegó a saber que había tenido una nieta. Abrí el baúl y saqué los libros con cuidado. Eran muy antiguos y contenían fórmulas y hechizos escritos por los primeros pobladores de la tierra. Eso decía mi padre. Y que había que tratarlos con respeto
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porque tenerlos, acariciar sus páginas y estudiarlos era un honor reservado a los elegidos para enfrentarse a las tinieblas del mundo. Miré a Sabina. Temblaba dentro de la cama, azul de tan pálida. Llevaba días susurrando incoherencias, como si respondiera a alguien que le hablara y quisiera hacerla salir de casa. —¡No, tengo que cuidar de mamá! ¡No puedo dejarla aquí con ellos! Tendréis que esperar. Yo la abrazaba, pero mi cuerpo no lograba consolarla ni darle el calor que necesitaba. Hacía mucho frío. Me costó tomar la decisión porque sabía que eran los únicos ejemplares que se conservaban de esos textos prohibidos, pero mi hija era mi tesoro, mi vida. Avivé los rescoldos, cogí el volumen más grande y lo eché al fuego. De inmediato, una gran llamarada subió por la pared de la chimenea y un calor extraordinario se extendió por la casucha. Sabina se sentó en la cama y aplaudió contenta al espectáculo de chispas de todos los colores que, escapando del interior del libro, ascendían hasta el techo y parecían contarnos las historias siniestras de sus páginas a través de las sombras que proyectaban sobre las paredes. La cubierta del volumen que se quemaba tardó semanas en convertirse en cenizas y las letras doradas que formaban su título fueron lo último en desaparecer: Necronomicón. El calor había reanimado a mi niña. Sus mejillas volvían a estar sonrosadas y había recuperado las ganas de comer. Pero la temperatura había vuelto a bajar y miré la pila de libros. Cogí el De Vermis Mysteriis, le pedí perdón y lo arrojé a la chimenea. Una noche me desperté. Sabina se había acercado al fuego y hablaba bajito. Me pareció escuchar a alguien más en la habitación, pero estábamos solas. La escuché decir que no iba a revelar a nadie el secreto y que cumpliría su promesa. Volvió a la cama, me abrazó y se quedó dormida. Pasamos lo que quedaba del invierno quemando los libros de mi padre. El libro de Eibon, Los Siete Libros Crípticos de Hsan, Cultes de
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Goules, El libro de Thoth y otros, con títulos que ya no recuerdo, nos calentaron mientras esperábamos la llegada de la primavera. La niña se recuperó y, juntas, trazamos el plan de abandonar la ciudad para ir hacia el sur, donde nunca hay invierno. La nieve comenzó a fundirse y la gente salió de sus casas para enterrar a los que habían fallecido a causa del frío. No había querido quemar el baúl porque sabía que, siendo un regalo del rey, debía tener algo de valor. Lo vendí por lo suficiente para comprar un carro y una mula esquelética. No necesitábamos nada más para comenzar nuestro peregrinaje hacia las tierras cálidas. Bajamos la montaña y llegamos al bosque de Tella. Acampamos bajo un gran pino centenario, cuyas ramas llegaban hasta el suelo y ofrecían un refugio agradable para pasar la noche. Bajo ellas nos acostamos. Me despertó la voz de Sabina. Me pareció que se había encaramado a una de las ramas bajas del árbol, pero, cuando me acerqué a ella, vi que, en realidad, estaba suspendida en el aire, flotando altiva, orgullosa y resplandeciente. Estaba lanzando un discurso a un extraño grupo que asentía y la aplaudía con emoción. Quedé muda por la sorpresa. Eran nuestros vecinos: el hijo pequeño del herrero, la mujer del panadero, el maestro… Nos habían seguido todos. Todos los que habían muerto durante el invierno. Mi niña les decía que en el sur fundaríamos un reino en el que vivir sin frío, para siempre, hasta la llegada de una nueva era que nos devolvería al mundo de la luz. Ha pasado mucho tiempo. Seguimos en camino y yo sigo sin querer reconocer la verdad. Porque, aunque mi pequeñita se apagara durante aquel invierno, brilla en mi corazón, donde es Sabina, la Roja, la reina de los Peregrinos del Sur, la última poseedora del conocimiento que nos legaron los dioses antiguos antes de caer en la bruma del olvido.
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LLUVIA DE CRISTAL Pok Manero Sugerencia: Léase mientras se escucha el álbum instrumental de Mercury Rev, Strange Attractor.
“El invierno es el enemigo perfecto. Es implacable, despiadado e imposible de derrotar. No hay nada que podamos hacer para acabar con él, sólo nos queda tratar de sobrevivir a sus embates y esperar que sus tres meses pasen rápido”. Así empieza lo último que escribió mi papá en su diario antes de desaparecer. Apenas tengo diez años, soy muy pequeña para recordar cómo eran los inviernos antes. Mi papá me contaba cómo la gente se divertía y celebraba durante la estación. Hacía frío, sí. Pero no como ahora. Millones mueren cada año, dicen que ya estamos en peligro de extinción. “Hace cinco años empezó el ataque. Nadie sabe cómo ni por qué, pero ese año el invierno fue más frío que nunca. No un poco, brutalmente. La temperatura descendió a niveles más bajos que en los polos. Todo el hemisferio se vio cubierto por nieve, incluso el trópico, y seis meses después la situación se repetiría en la otra mitad del globo. Millones murieron de hipotermia y neumonía, los países más cálidos fueron los más afectados. El clima fue tan inclemente que, cuando el invierno alcanzó su punto más drástico, fue imposible para cualquiera salir de casa. Los estragos fueron inimaginables: desajustes económicos y ambientales que a su vez ocasionaron alteraciones en el orden político y social del mundo entero. Pero esto no fue suficiente para acabar con la humanidad, así que el siguiente invierno se recrudeció”. Ese sonido en la calle es la alerta de nevada. Significa que en un rato va
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a empezar a nevar y debemos escondernos en los refugios blindados o subterráneos, con mucha comida, si no queremos morir. Mis tíos, Andrés y Abigail, me enseñaron fotos de cuando a la gente le gustaba la nieve y jugaba con ella, cuando los copos no eran filosos como cuchillos. “Antes del siguiente invierno, se tomaron medidas preventivas: acumular suficiente combustible, manufacturar prendas térmicas en exceso y hacer preparativos para enfrentar la caída de la nieve. Nada pudo habernos preparado para lo que la estación nos deparaba. El frío fue tan grave como el año anterior, pero con mayor humedad, lo que ocasionó
que
las
nevadas
empezaran
antes.
Con
la
primera
precipitación, aprendimos que ahora la nieve era letal: los copos de nieve eran sólidos, como pequeñas navajas de cristal que, cayendo a gran velocidad, atravesaban todo a su paso. Caían con tal fuerza que destruían techos y paredes por igual. Las calles nevadas se tiñeron de rojo. Los cristales no dejaban de caer, cada nevada duraba de dos a tres semanas. Se improvisaron métodos de protección, pero las bajas siguieron acumulándose”. La lluvia de cristal es bonita, siempre y cuando no estés en medio de ella y no la veas matando a nadie. Los copos cristalinos estallan al chocar contra el suelo y éste brilla como si estuviera cubierto de diamantes. Mi tía Abi -que en realidad no es mi tía, pero es una muy buena amiga de mi papá- no piensa lo mismo. Dice que la nieve no debería matarnos, que eso está mal. En lo que sí está de acuerdo conmigo es en que los trolls del invierno son peores. “Al tercer año, nadie sabía qué esperar. Ya se habían construido refugios en todo el mundo para evitar las nevadas y se estaba trabajando en nuevas formas para generar calor, pero el invierno tomó a todos por sorpresa otra vez. Al comenzar la estación, llegaron unos seres toscos y torpes, voluminosos y lentos, que eran también muy
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sigilosos y, si agarraban a alguien desprevenido, congelaban a sus presas al tacto. De algún modo inexplicable, formaban un bloque de hielo enorme en cuyo interior quedaba atrapada su víctima. Su aspecto, en muchas ocasiones, era suficiente para matar de un susto a quien los viera: medían alrededor de dos metros de altura, de piel verdosa o grisácea, muy oscura, con brazos largos y gruesos que llegaban hasta el suelo y jorobas prominentes al igual que sus quijadas, llenas de afilados dientes como estalactitas de hielo. Los ejércitos unidos del mundo no tardaron en atacarlos, pero su piel impenetrable era tan resistente a las balas y al fuego como a la nieve dura que no paraba de caer. No quedaba más que huir de ellos y estar atentos todo el tiempo ante el más mínimo ruido o movimiento para evitar terminar como una estatua humana, inerte e inmutable”. Andrés me dice que mi papá fue a buscar provisiones y que debe estar bien, que seguramente está escondido y volverá sano y salvo, pero yo no le creo. Sé que lo dice por ser bueno conmigo, pero ya lleva casi dos semanas fuera y sé que no volverá, lo siento en mi interior. Si no fuera así, yo misma iría a buscarlo. Pero no quiero encontrarlo allá afuera, atrapado en un hielote, sin envejecer un solo día, sin dormir, sin comer, viendo siempre cómo los trolls hacen más esculturas con animales y personas, como si estuvieran adornando un enorme jardín congelado. Mejor dejo de llorar, mis lágrimas se congelan sobre mi piel y siento como si el frío me cortara la cara. “El cuarto año, el Consejo Internacional decidió tomar medidas extremas y empezó a trabajar en una bomba térmica, capaz de derretir el hielo más duro y de calentar al hemisferio entero. No sabíamos qué efectos secundarios podría tener la detonación, lo importante era acabar con el invierno. De lo contrario, toda vida animal, vegetal y humana se acabaría en el corto plazo. En varios laboratorios secretos se empezaron
a
ensamblar
los
explosivos
que
serían
activados
simultáneamente en puntos estratégicos. Hasta ese momento, todo
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parecía indicar que el fenómeno climático respondía a causas naturales. Cuando
las
bases
militares
y
científicas
fueron
atacadas
por
gigantescas serpientes de hielo que salieron de las entrañas de la tierra, no quedó duda de que había una inteligencia detrás de los ataques. ¿La madre Tierra? ¿Un dios iracundo y vindicativo? ¿Seres de otro planeta? ¿Una nueva especie creada por la evolución? ¿El espíritu del invierno mismo? Nadie se ponía de acuerdo, pero ahora todos sabíamos que había una voluntad detrás de nuestro infortunio, y que quería acabar con nosotros”. Mis tíos salieron a buscar a papá y me dejaron cuidando a su pequeña, Irene. No sé qué hacer con ella, todavía no sabe hablar y cuando empieza a llorar me desespero porque no entiendo qué quiere, pero haré mi mejor esfuerzo. Sólo espero que no tarden mucho. Aunque no sean mis tíos de verdad y casi no los conozca, son lo único que tengo ahora. “Este año traerá nuestro final. Ya estamos a mediados de mayo y el invierno no ha terminado. Lo que es peor, en el hemisferio sur ya está empezando a bajar la temperatura drásticamente. Al parecer, nuestro enemigo ha reclamado el planeta entero como su propiedad y no sé si podremos adaptarnos a un mundo estéril y gélido. Pero por el bien de mi hija, mi amada Katia, debo seguir intentándolo y salir a buscar alimento antes de que empiece a nevar otra vez”. Ya pasaron cuatro días desde la última vez que vi a mis tíos. Irene lloró hasta quedarse dormida, la envolví en un manto térmico para mantenerla calientita. Ya no hay más leche para ella y me duele la panza, no sé cuánto tiempo llevo sin comer. Por la ventanita alargada que está pegada al techo de nuestra guarida subterránea, si me paro de puntitas sobre una silla, puedo ver el exterior. Escucho la alerta de nevada otra vez. A lo lejos, veo que alguien se acerca. Lo veo muy borroso, no sé si realmente hay alguien ahí o si lo estoy imaginando. Ahora que lo pienso, ¡debe ser papá! Sí, estoy segura, es él. Encontró un
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nuevo refugio con mucha comida, y calefacción y… y… ¡y videojuegos! ¡Sí, un lugar con electricidad, con agua caliente, con una cama enorme y cómoda, donde nada nos hará falta! Ya quiero estar con él. Voy a la puerta y la abro de inmediato, salgo corriendo hacia él sin siquiera ponerme mi abrigo. No importa, ahora que esté a su lado todo estará bien. La nieve cae, pero no me lastima. Ni siquiera siento frío, sino un calor que me envuelve, me abraza, me apapacha. Volteo y ya no puedo ver la entrada de nuestra casa, fue cubierta por la nieve. Pero veo que Irene está con mis tíos, que la cargan en brazos y sonríen, con sonrisas inmóviles y hermosas, como las que tienen las esculturas de hielo que se hacían en el pasado, cuando el hielo, la nieve y el invierno eran buenos con nosotros. Vuelvo a mirar al frente y ahí está papá, con sus brazos extendidos, esperándome, llamándome. ¡Ya voy, papá! ¡Ya quiero estar contigo, siempre contigo! Ya todo terminó y estaremos en paz. Mis lágrimas se convierten en piedras preciosas, que se mezclan con las que caen desde el cielo. Pero al llegar al suelo no son diamantes, sino rubíes rojos y brillantes.
HELADA
M. F. Wlathe
Sofu revisa el termómetro y los reportes meteorológicos, pasa de uno a otro con prisa. Sus manos tiemblan. Balbucea incrédulo. Repasa los reportes hasta convencerse. Por un momento, cae rendido sobre el escritorio. Corre hacía el teléfono y le marca a su nieta. —Yukiko, está ocurriendo. Será esta noche.
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Yukiko deja caer su celular. Su boca permanece abierta. Contiene el aliento un instante. Mira el cielo que se oscurece y comienza a correr rumbo a su casa. Blanca ve el ocaso desde la ventana de su recámara. —Al menos deberías ponerte una blusa. ¿Qué van a decir los vecinos? —le dice Silvia desde la cama. —Que digan lo que quieran. La luna está hermosa, ven a verla. Silvia se envuelve con la cobija y se acerca a la ventana. —Todo está muy tranquilo. —Sí —responde Blanca mientras se envuelve junto a ella en la misma cobija. —Será una noche muy fría. —No para nosotras —bromea Blanca besándola. El golpeteo de las zapatillas de Yukiko resuena entre la calma nocturna. Silvia y Blanca la ven pasar. —Pobre niña, parece asustada. —¿A dónde irá con tanta prisa? —No sé, pero nadie debería estar solo esta noche. Yukiko respira exhausta. El vaho escapa de su boca. Tiene las manos apoyadas sobre sus rodillas. Sus pantorrillas le arden, pero vuelve a correr. Continúa por el parque. Sabe que no queda mucho tiempo. El viento agita los árboles. El sonido de los autos se desvanece poco a poco. —Será una noche larga —le dice un vagabundo sentado en una banca a su perro. Sofu mira por la ventana mientras bebe una taza de té. Le cuesta trabajo moverse, el dolor recorre sus articulaciones desgastadas. Los papeles de su investigación están dispersos sobre el escritorio. Mira la hora y de nuevo a la ventana. La calle está desierta. Suspira el nombre de su nieta. —Silvia, ¿quieres una taza de café? —Sí. ¿Me pasas mi suéter antes de que vayas? —Toma. ¿Enciendo el calentador?
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—Por favor. En el parque, el vagabundo mete todo el periódico que puede entre su ropa. El viento mengua. Los árboles crujen. El vagabundo abraza al perro, que se recuesta a su lado. Las luminarias se apagan al mismo tiempo que todos los dispositivos eléctricos. Yukiko corre entre las calles oscuras. Envuelto en una manta y alumbrado por una vieja lámpara de queroseno, Sofu busca, sin éxito, entre sus medicamentos un parche de morfina. Silvia enciende velas por todo el cuarto. Blanca termina de tomar su café. —No había sentido tanto frío desde que estudié en Noruega. —Ojalá nevara aquí. No conozco la nieve. Yukiko resbala. La frialdad del piso le quema. Intenta levantarse, pero un dolor agudo atraviesa su tobillo. Los vellos de toda su piel se erizan. Se siente mareada. La luna se refleja en el charco congelado con el que se resbaló. El vagabundo tirita hasta perder la conciencia. El perro a su lado le ladra sin recibir respuesta. —Blanca, ¡ven a ver! El agua de la taza está congelada —grita Silvia desde el baño. Sofu espera a Yukiko junto a la ventana. Está seguro de que en cualquier momento su nieta doblará en la esquina y la verá llegar a casa. El dolor le impide moverse. La flama de la lámpara se apaga despacio. Los aullidos del perro se vuelven cada vez más lastimeros. Trata de despertar al viejo vagabundo hasta cansarse. Jadeante, se acurruca a su lado con la nariz congelada. Los gritos de auxilio de Yukiko se pierden en la noche. No logra ponerse de pie. Está a una cuadra de su casa, sólo debe de dar la vuelta en la esquina y su abuelo podrá verla desde la ventana. Los árboles han dejado de moverse. Sus hojas cristalizadas brillan blanquecinas. Una capa de hielo fino cubre las calles.
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—¿Qué cruje? —pregunta Silvia, abrazada a Blanca debajo de las cobijas. Una ráfaga apaga todas las velas de la habitación. Fragmentos del vidrio de la ventana caen al suelo. Blanca se levanta para inspeccionar. —¡Está congelado! Trae plástico de la cocina para tapar la ventana. El cuerpo de Sofu permanece inmóvil mientras la ventana frente a él se estrella por el frío. El viento levanta los papeles del escritorio, descubriendo el parche de morfina. Notas de astronomía, geología, física y meteorología vuelan por la habitación. Sofu tiene los labios blancos y los ojos cerrados. En sus manos sostiene una foto de Yukiko con sus padres en la playa de Sesoko. Un par de manteles de plástico, bolsas de basura y una colcha cubren la ventana. Silvia y Blanca permanecen acurrucadas entre varias cobijas. —Tengo mucho frío. —No te preocupes, pronto se nos pasará —contesta Blanca tiritando. Yukiko trata de arrastrarse hasta la esquina de su calle, pero no tiene fuerza. Todo su cuerpo tiembla. Sus ojos se cierran. Escucha la voz de sus padres. Recuerda el viaje a la playa. El sonido del romper de las olas en su cabeza se mezcla con el de los cristales que se estrellan por toda la calle. El recuerdo del accidente de sus padres invade su mente. El viaje a México con su abuelo, la única persona con la que hablar del clima no era algo trivial. El primer semestre de preparatoria. «¿Estoy muriendo?, ¿ésta es mi vida pasando frente a mis ojos?». Todo se vuelve negro. «Sofu», balbucea antes de perder el conocimiento. Silvia murmura palabras que Blanca no alcanza a escuchar. Ambas tiemblan con fuerza abrazadas entre las cobijas. El sonido del viento interrumpe por momentos la quietud de la noche que avanza despacio. Ellas dejan de moverse poco a poco y sus ojos se cierran. Una capa delgada de hielo las arropa.
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UN NUEVO ABRIGO Maricarmen Arellano
—Puede pasar —le dijo la enfermera y abrió la puerta para él. Después de dos horas de estar sentado en la enorme sala de espera, mirando con atención a todos los que salían del consultorio, no podía evitar sentirse un poco ansioso. Algunos amigos habían intentado persuadirlo, pero estaba completamente seguro de querer uno de aquellos fantásticos abrigos. Una vez en el consultorio, el frío dejó de treparle por los huesos. Era mucho más caliente ahí dentro. El médico lo miró y le sonrió. Le explicó, por lo que era ya la tercera vez en ese mismo día, en qué consistía el procedimiento. Era en verdad muy sencillo. Le pondrían la piel encima, la ajustarían con un par de costuras, lo arreglarían según el diseño que había escogido y listo. Le repitió los cuidados que debía tener con su abrigo, sobre no exponerlo a temperaturas muy extremas y esas cosas. Era bien sabido que, como todo, se desgastaría con el uso, pero era importante que durara lo suficiente como para que la inversión valiera la pena. Firmó el consentimiento sin pensarlo dos veces. El médico lo hizo pasar a una camilla ancha y mullida; lo invitó a recostarse a sus anchas mientras él llamaba a sus ayudantes. Entraron dos hombres más grandes que él, ataviados con guantes y mascarillas. Uno de ellos llevaba la piel que había seleccionado por catálogo. Pidió revisar el tono y consistencia, sin poder evitar algo de duda. Se veía mucho más fofa y sin chiste en las manazas del ayudante. —Usted no se preocupe —le dijo el médico, con un tono tranquilizador—, es normal. Todas lucen así antes de comenzar el
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proceso. Las colgamos en ganchos y a temperaturas muy bajas, como una manera de evitar que se desgasten antes de tiempo. Ya verá que, cuando termine, lucirá perfecta. Asintió y se recostó nuevamente. El médico comenzó a trabajar. Tomó sus medidas y rellenó la piel con una sustancia roja y acolchada; ató todo con hilos azules y rojos y lo midió de nuevo. —Estamos listos. Va a sentir algunos tirones mientras la ajustamos. Intentaremos que sea lo menos incómodo posible. Asintió de nuevo. Los ayudantes separaron sus piernas, con tanta rapidez que le pareció que escuchó tronar un hueso. Entre los dos hicieron pasar sus pies por la piel y comenzaron a tirar para subirla por sus piernas. Era difícil decidir si los tirones resultaban peores que las manos enguantadas del médico ajustando el material meticulosamente. Lo sintió invadir cada rincón y no pudo evitar cohibirse un poco. —Oiga, se siente un poco raro. —Ni se fije. Es parte del proceso de adaptación. Le explicaré en cuanto termine. Los ayudantes seguían tirando del material para estirarlo sobre su cuerpo. Ya habían cubierto el abdomen y ahora se afanaban en meter sus brazos y sus dedos. Se veía en sus rostros el esfuerzo y el sudor que humedecía su frente. Sus expresiones eran casi bestiales, ¿se vería él igual cuando terminaran? Pensó en las veces que le dijeron que era una mala idea y tuvo que obligarse a hacer esas voces a un lado. Estaba ahí y ya era tarde para dar marcha atrás. —Ahora le cubriremos la cara. No será fácil respirar al principio, pero no se asuste. Sólo será un minuto. No tuvo tiempo siquiera de decir algo, le cubrieron la cara de inmediato. Se estremeció. La oscuridad y la sensación de ahogo lo llevaron al borde del pánico. Sus dedos se crisparon y comenzó a arquearse. —Respire. Vamos, respire. No es fácil, pero sí se puede. Cálmese, escuche mi voz. Respire. Casi termino. Respiiiire.
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Se avergonzó cuando el médico terminó de hacer los orificios en la piel y se escuchó, en todo el lugar, el jadeo brusco. Uno de los ayudantes rió un poco antes de fingir que tosía. —Bien, el resto será más fácil aunque le dolerá un poco. Es su primera vez, ¿cierto? —Sí... Bueno, perdón. Es que el procedimiento es... un algo brusco, ¿no cree? —Lo sé, pero es lo más efectivo. En Europa lo hacen igual. Bien, ahora vienen las costuras. Le va a molestar un poco. “Un poco” le pareció un eufemismo para los piquetes sutiles que comenzaban a volverse molestos. El sonido del hilo deslizándose tras la aguja con un siseo lo ponía de nervios. —Casi acabamos. Faltan los accesorios. Más punzadas, más presiones, más tirones. Para cuando terminó todo, le pareció que, en vez de confeccionarle un abrigo, habían bailado tap sobre él. —Bueno, ¿qué le parece? —le dijo el médico y le pasó un espejo. Se
sobresaltó
al
mirar
su
rostro.
Pasó
una
mano
para
convencerse de que en verdad era él. En vez de los abismos negros que antes lo observaban, ahora brillaban unos orbes acuosos y blancuzcos. Tocó la piel sedosa del abrigo. El pelaje oscuro con el que le habían cubierto la cabeza. Era un trabajo asombroso. —Las costuras se reabsorberán y no se notarán en unos días. Será mejor que la cubra o podría estropearse con las nevadas. Se bajó de la cama, temblando de goce por la sensación de la piel contra el colchón que ahora le parecía mucho más terso. Se envolvió en las telas que le llevaron los ayudantes y se miró de nuevo en el espejo. Era extraño, incluso un poco grotesco, pero lucía bien. Le dio gracias al doctor y salió, aún incrédulo y trastabillando por el peso extra. Pagó en la caja, aún admirando su reflejo en las puertas de cristal. Grueso, tosco, suave. —Se ve muy bien. Tenga un buen día. —le dijo la enfermera con un sonrisa.
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Salió y se detuvo a admirar a los que pasaban. Contempló su palidez, sus huesos pulidos y elegantes, sus cráneos que se confundían de tan parecidos. Metió las manos en los bolsillos, entrecerrando sus nuevos ojos que veían todo con una claridad pasmosa. Caminó junto a los demás esqueletos, preguntándose cómo podían soportar el invierno sin una piel tan calientita.
FRÍO
Edgar Martínez
—Eso dicen —respondió el portero del anticuado edificio luego que Karen, mi esposa, sólo por conversar le preguntara si en nuestro recién adquirido departamento acaso había fantasmas. Pero de inmediato agregó que él no los había visto ni sabía quién lo hubiera hecho, porque los dueños anteriores nunca ocuparon el inmueble y sólo la señora que se los dejó como herencia se quejaba de algo que algunas noches podía sentirse en ese lugar. En aquél entonces, la idea de vivir en un departamento embrujado nos entusiasmó antes que atemorizarnos: estábamos recién casados, con todas nuestras ilusiones puestas en el futuro, y la oportunidad de adquirir una vivienda tan amplia y bien ubicada por un precio tan bajo nos parecía caída del cielo. Además, aquel edificio no parecía el escenario propicio para un fantasma, con vecinos entrando y saliendo a toda hora y llenando el ambiente con sonidos de vida. Viejos y deteriorados como estaban, esos muros nos robaron el corazón y nos hicieron creer que no hacía falta más que
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amor, algo de yeso y un par de manos de pintura para convertirlas en un hogar feliz. ¡Qué ilusos! El primer incidente ocurrió meses después de nuestra mudanza, una gélida noche de invierno, cuando a Karen y a mí nos despertó un frío como nunca lo habíamos sentido antes. Esa vez no bastaron los cobertores ni las pijamas, sino que debimos recurrir a más prendas para cobijarnos y conciliar el sueño. Y nuestro gato estuvo maullando y arañó insistentemente la puerta del dormitorio, supusimos que a causa del frío: pero aunque lo dejamos entrar y acurrucarse con nosotros, pareció asustado el resto de la noche. Pensando que lo sucedido sólo fue una noche particularmente fría que nos había tomado desprevenidos y confiando en el calefactor que adquirimos al día siguiente, olvidamos el asunto hasta que unos días después, cuando el invierno estaba en plenitud, nos volvió a despertar el frío. Esa vez Karen y yo pudimos mitigarlo, pero escuchamos al gato maullar desesperadamente. Esa vez no quiso entrar cuando abrí la puerta de nuestra habitación y lo miré silbar y erizarse mirando hacia la nada. Hoy en día me pregunto si el pobre animalito habrá visto algo que le impedía pasar hacia nuestro lecho; debió ser terrible para él, porque a la mañana siguiente lo encontré muerto y me llamó la atención descubrir su cadáver totalmente rígido y helado, como si hubiera estado dentro de un congelador. El invierno pasó y el frío dejó de preocuparnos, especialmente porque a principios del verano supimos que al año siguiente seríamos padres. Mientras Karen y yo nos dedicamos a preparar la llegada del ansiado bebé con toda la ilusión de nuestros corazones, nada vino a perturbar nuestra felicidad. Pero un mal día, el otoño se fue y en su lugar llegó el invierno. Y con el invierno, regresó el frío. Las
primeras
noches
heladas
llegaron
trayendo
terrores
nocturnos a Karen, quien constantemente despertaba de madrugada diciendo que había escuchado ruidos de intrusos en la sala, el comedor o en alguna otra parte del departamento. Para su tranquilidad, yo me levantaba para revisar pero nunca vi nada fuera de lo común: aunque sí
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observé que los lugares señalados por ella solían sentirse más fríos que otros de la casa. Y conforme aquel invierno seguía empoderándose, Karen comenzó a quejarse más y más del frío que ya casi no la dejaba dormir sin importar que tan abrigada estuviese, porque parecía venir desde dentro de su cuerpo, como si emanase de sus propios huesos, decía. No exageraba: algunas noches, cuando la tocaba, pude sentirla tan gélida como si hubiera muerto y varias veces tuve que correr con ella rumbo al hospital. Por si fuera poco, también comenzó a sufrir horribles
pesadillas
que
terminaban
siempre
con
nuestro
bebé
malográndose sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Su optimismo pareció esfumarse: constantemente decía que tal vez yo tuviera que criar sólo a nuestro hijo e incluso comenzó a seleccionar la ropa con la que deseaba ser sepultada. Hasta que ya no quiso estar en el departamento, convencida de que nuestra casa también albergaba algún ser maligno y ansioso de causarnos daño. Nunca me perdonaré por no creerle. Pensando que sus temores no eran sino consecuencia del embarazo, para que se distrajera y tuviese compañía mientras yo no estaba en casa le propuse a Karen invitar a una de sus tías a pasar algunos días con nosotros. La idea pareció funcionar al principio, hasta cierta vez que por motivos de trabajo tuve que pasar la noche fuera. Cuando volví al amanecer, al abrir la puerta, recuerdo haber sentido un frío espeluznante, aunque nunca tan terrible como la macabra escena que me esperaba dentro del que hasta entonces fue mi hogar. Tendida en el piso, víctima de un infarto fulminante según dijeron luego, yacía muerta la tía de Karen. Y en un rincón apartado de la sala, aquél donde más frío sentí, estaba mi esposa llorando angustiosamente, acurrucada sobre un charco de sangre prieta que le había brotado de la entrepierna. Aún a la fecha ignoro qué pasó en casa durante mi ausencia y supongo que nunca lo sabré. Lo que vino después para mí fue peor que una pesadilla: perdimos a nuestro anhelado bebé y la policía pensó que yo agredí a Karen y le provoqué un infarto a su tía. Pasé largas horas,
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días enteros, interrogado una y otra vez mientras los agentes esperaban a que mi esposa pudiese declarar. Pero la pobre Karen ya no conseguiría volver a decir nada coherente: desde aquel día perdió la razón y está internada en un hospital psiquiátrico. Aunque pasa tranquilamente la mayor parte del tiempo, a veces delira diciendo que allá en el departamento hay algo que no puede verse ni escucharse, pero se siente. Y con frecuencia todavía tiene pesadillas terribles, de las que despierta gritando que me cuide y que por caridad proteja a nuestro bebito del gélido abrazo del frío.
ON THE ROAD
Fede Marongiu
El pavimento de la ruta estaba completamente congelado y él no creía tener el auto en condiciones como para continuar. El tiempo lo apremiaba. Debía llegar indefectiblemente a destino antes de la medianoche. El sujeto turbio al que le había solicitado el préstamo le había dicho que debía devolverlo en menos de una semana. Ni un minuto más si no quería terminar en una zanja. Todavía estaba a tiempo: le quedaban un par de horas, pero tenía unos doscientos kilómetros por delante así que debía apresurarse.
La nieve que caía
copiosa sobre el parabrisas le dificultaba la tarea de seguir el sinuoso camino que lo conducía a su destino. Decidió pese a todo continuar. Pisó a fondo el acelerador y sintió cómo el vehículo se encabritaba rebelde mientras sus ruedas resbalaban sobre el hielo. Sintió temor, pero pensó en lo que esos sujetos podían hacerle si no entregaba el dinero y decidió que prefería arriesgarse a tener un accidente antes que llegar tarde. Le habían dicho de lo que eran capaces esos tipos, pero él
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decidió hacer oídos sordos a lo que pensó que eran habladurías y pidió el préstamo. Ya le quedaba poco más de una hora y le parecía no haber avanzado mucho, sensación que se le confirmó al ver que todavía le quedaban unos ciento cincuenta kilómetros por recorrer. Incrementó la velocidad y los copos de nieve comenzaron a estrellarse con más fuerza en el parabrisas del auto. Le costaba ver más allá de unos metros pese a que tenía las luces altas encendidas. La pésima iluminación de la ruta contribuía a hacer el viaje más arduo y maldijo a las autoridades que aún no se habían decidido a mejorar el alumbrado público en esa zona. Pasando una curva, le pareció ver unas figuras cerca de unos árboles que bordeaban la ruta. Decidido a no detenerse pisó a fondo el acelerador. Sintió entonces un golpe violento en el parabrisas, del lado del acompañante. Con una rápida mirada vio que el vidrio se había astillado y que algunos trozos habían caído ya en el asiento dejando entrar el viento gélido de la noche. Se dijo a si mismo que no iba a detenerse, ya que temía que todo había sido una estratagema para obligarlo a frenar y robarle. Las ruedas patinaron en el hielo y pudo evitar que el vehículo hiciera un violento giro. Apenas había logrado dominarlo cuando sintió otro golpe, esta vez en la parte delantera. Repentinamente la visión del lado derecho se esfumó dejándolo casi a ciegas. Evidentemente el faro de ese lado había dejado de funcionar, de seguro por el impacto recibido. Intentó disminuir la velocidad, pero perdió el control y el auto salió de la carretera, haciendo estallar el hielo de la banquina y enviando nieve hacia los costados. Vio un árbol de un color blanco venir en su dirección a toda velocidad. “En realidad soy yo el que va hacia él”, pensó, casi con resignación antes de estrellarse. Sintió la nieve que se acumulaba lentamente sobre su rostro. Intuyó que llevaba un buen rato inconsciente y que había sido proyectado
fuera
del
automóvil
tras
el
violento
choque.
Quiso
incorporarse, pero no pudo. Sintió un fuerte dolor en sus piernas e intentó moverlas sin éxito. La desesperación se apoderó de él: si no
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lograba incorporarse era seguro que iba a morir congelado. Intentó apoyarse en el suelo helado para levantarse y sólo consiguió resbalarse y mojar sus manos con el hielo. Apoyó los codos en el suelo y movió los brazos para impulsarse. Debía llegar a la ruta para pedir ayuda si alguien pasaba. Luego de unos minutos percibió que apenas se había movido y que cubrir los metros que le faltaban hasta el asfalto helado le llevaría por lo menos una hora. Demasiado tiempo para sobrevivir a la intemperie. Decidió seguir intentándolo. Sintió que pese a todos sus esfuerzos no avanzaba. Miró hacia atrás. Entre la nieve y la oscuridad le pareció ver unas figuras que se acercaban. Eran formas indudablemente humanas y se alegró porque la ayuda estaba llegando. Pudo ver cómo las siluetas avanzaban con parsimonia, demasiado lento. Pidió ayuda y notó que las personas giraban en su dirección. Volvió a pedir ayuda, esta vez con un grito más enérgico. Las figuras ya estaban muy próximas y podía ver algunos detalles. Parecían personas, pero sus ropas estaban rotas, en algunos casos, destrozadas, en otros con manchas rojizas o amarronadas. Trató de ver los rostros: eran caras sin expresión, con piel grisácea adherida a los huesos y ojos negruzcos hundidos, casi como orificios. Ahora los tenía a sólo unos metros y extendían sus brazos hacia él. No venían a salvarlo. Quiso desplazarse nuevamente, pero ya las manos, casi garras, de estos seres estaban a pocos centímetros. Se cerraron alrededor de sus tobillos y sintió cómo tiraban de sus piernas violentamente, casi arrancándolas. No pudo hacer otra cosa más que gritar horrorizado mientras lo arrastraban hacia la nieve, hacia la nada.
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LUNA DE INVIERNO Macarena Muñoz
Te escondes por los rincones. El sueño es refugio y las pesadillas sólo juegos. Afuera sí hay noche y día. Afuera la nieve lo cubre todo. Adentro la oscuridad es salvación. Desde el vientre de mamá, la falta de luz es cálida. A veces una vela aquí y otra allá. Únicamente para retozar con las sombras de siempre. El castillo está repleto de secretos. De susurros que te abrazan. La luna bruja transforma tu pequeño mundo. Entonces el instinto animal se apodera de ti. La necesidad de saciar el apetito atroz. Pero tú eres inocente. Inocente… Y tu maldición no desaparece. Aldegonda con su mirada de hielo y voz de tempestad lanzó su hechizo contra mamá. Nadie pudo impedirlo. Papá ordenó expulsar a la bruja del reino. Lágrimas convertidas en cristales. Los magos de la corte se dieron por vencidos. La bendición de un obispo temeroso no surtió efecto. Y tú tan inocente. Entonces, mamá ya no pudo retenerte más en sus entrañas. Naciste en medio del bosque nevado. Mientras tú le arrebatabas el último suspiro. Ya no pudo acunarte entre sus brazos. Papá depositó en tu frente el primer y último beso de tu vida. Pronto el reino quedó en ruinas. La tristeza fue el elíxir que envenenó a papá. Tú, el único sobreviviente. Solo. Solo en la inmensidad del castillo. Una criaturita perdida en las habitaciones de techos altísimos y ventanales rotos. La maldición te ha mantenido con vida. Irónica verdad. El instinto es tan poderoso. Y aunque intentas resistir su llamado, cedes una y otra vez. Arrebatas vidas de un bocado. Aunque la sangre te deja más sediento. Incontrolable el placer de la cacería. Insoportable tanta soledad. Cuando sin remedio te acercas a la aldea, algo oprime tu pecho. Sobre todo en invierno. La gente canta. Adorna sus puertas. Los niños juegan sin temor entre la nieve. La iglesia se ilumina y tocan
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alegres las campanas. Entonces suspiras. Sabes que eres un intruso. Un extraño. Jamás serás igual a ellos. Así que vuelves sobre tus cuatro patas que se multiplican en la nieve. A donde no te vean. A donde no te descubran. De cualquier modo, la gente asegura que tu castillo está embrujado. Y bajo ninguna forma te conocen, pues nunca has atacado a un humano. Te bastan los animales del bosque. Eso es bueno para tu naturaleza. Malo para tu corazón que se resiste a dejar de latir. Algunas noches escuchas aullidos a lo lejos. Temes que ellos vengan por ti. Porque sabes que ya no resistirás más al instinto. Y sueñas también con su compañía. Al menos ya no estarías tan solo. Suspiras. Los copos de nieve van cubriendo el suelo del gran salón. Caen lentamente como plumas. Mientras, tú estás sentado en un rincón, como de costumbre. Observas tus manos, tus brazos. Hace tiempo que te cubriste con los ropajes de papá. Los pocos que sobrevivieron al moho. Pero pronto serán harapos. Extrañas tu pelambre. La resistencia de tu cuerpo. Sin duda, el cambio es drástico. Y la memoria precisa, muy a tu pesar. Días atrás ocurrió algo que te emocionó. Aunque también te atemorizó: tuviste un encuentro, cara a cara, con un humano. Ibas detrás de un conejo distraído. Tú, astuto, silencioso. Y de pronto, una voz interrumpió la cacería. Olfato. Ubicación inmediata del sonido. A corta distancia alguien recoge leña. Tararea una melodía dulce. Está sola. El conejo escapa con tanta ventaja que es imposible alcanzarlo. Ella apenas lo nota. Mantiene la carga en su brazo izquierdo. Sería tan fácil: ataque directo al cuello. No tendría modo de defenderse. Pero no. Tú nunca has atacado a un humano. Entonces, te mira de frente. Sorpresa. No percibes miedo. ¿Cómo es posible? Ternura. Ella camina cautelosa hacia ti. Tú estás paralizado. Quisieras mostrarle tus dientes, verte feroz. Pero no lo haces. Ella se detiene, te observa. Descubres dulzura en sus ojos. Descubres que pronto será una mujer. Y despacio lleva su mano pequeña y blanca hacia tu cabeza. No te mueves. Te acaricia. Sonríe. Y su rostro se ilumina. Gritos. Hombres corriendo… ¡Chiara, aléjate del lobo! Y huyes a toda prisa. Vamos, corre, confúndete con el viento. No deben atraparte. El castillo una vez más es el perfecto
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refugio. Y en medio de la penumbra, derramas lágrimas que parecen de azúcar. Jamás habías estado tan cerca de nadie. Jamás te habían acariciado. Esa noche, tus sueños fueron matizados con polvo de estrellas. Chiara. Tú bailabas con ella, al compás de la melodía que tarareaba. Eras humano y la gente de la aldea te sonreía amistosa. La maldición no existía. Chiara y tú. Já. Qué absurdo. Ilusiones que son cristales que se rompen al menor tacto. Inocente. Eres tan inocente. El tiempo podría no moverse. Permanecer estático. Mediodía. El sol se asoma tímidamente. Imposible que dejes de pensar en Chiara. ¿Por qué se atrevió a tocarte? Eres una bestia y aún así no tuvo miedo. Chiara. Los días continuaron su marcha. Pero ya no fuiste capaz de acercarte a la aldea. Los cazadores podrían seguir tus huellas en la nieve. Te gusta evocar de memoria las rosas que crecían donde alguna vez fue el jardín del castillo. Su belleza te parece tan frágil. Y sin embargo pueden protegerse a sí mismas. Belleza rabiosa. Te gustaría renacer en primavera como ellas. Pero el invierno te protege. Aunque pareces más taciturno. Más solo. Tal vez tanta blancura podría cegarte. No así arrancarte el corazón. Todo el tiempo sientes sus latidos. Bombeando la vida a través de tu venas. Un intrincado mecanismo que no se detiene a pesar de tu transformación. Al contrario, se fortalece. También la soledad. Tus sentidos se ponen alerta. Alguien merodea los alrededores del castillo. Pisadas suaves que apenas se marcan en la nieve. Tú, cauteloso. No se trata de un animal. Es un humano. Se agita tu pecho. Atisbas por lo que alguna vez fue una ventana. Cuidado, nadie debe verte. Sorpresa total. Es Chiara. ¿Ella, aquí? Sigues observando. Canta en voz baja. Es la misma melodía que tarareaba aquel día. Parece un embrujo. No puedes dejar de mirarla. No hay preocupación en su rostro. Al contrario, observa curiosa las ruinas del castillo. Se acerca a lo que fue la entrada principal. El portón de madera apolillada apenas se mantiene en pie. ¿Qué debes hacer? Nada, ni siquiera puedes respirar. No debe descubrirte. Chiara acaricia los hierbajos que alguna vez fueron rosales. Algo mágico sucede: brota una rosa del mismo color de la sangre. Chiara la toma entre sus manos sin
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importarle las espinas. Aspira su aroma y sonríe. Magia. Reprimes en tu pecho un grito de asombro. Eres incapaz de articular palabra. Nunca has precisado del lenguaje hablado. Chiara se acerca a un ventanal ruinoso. Se levanta de puntillas para atisbar a través de él. Poca cosa puede ver: son los últimos restos de un castillo alguna vez majestuoso e imponente. Tú permaneces oculto en un rincón, cubierto de oscuridad, paralizado de miedo. Escuchas un aullido que parece lejano. Pero lo escuchas en tu interior. Es un llamado tan antiguo como la noche. Ven, ven a mí. Y vuelves a escuchar la voz de Chiara entonando aquella melodía.
Tu
sangre corre más de prisa. Cierras los ojos. Ojalá ellos vinieran. Así ya no estarías tan solo. Olfato. Algo que te parece familiar y al mismo tiempo desconocido. Pisadas suaves que se acercan a ti. No te resistas al poder. Chiara. Está delante de ti y a pesar de todo, reconoces sus ojos con ese brillo amarillo que apenas se percibe en el iris. Ha entrado al castillo y se pasea más allá de las defensas que has construido con tanto esfuerzo. Ella sabe que puedes transformarte aun sin ser de noche. Ven, ven a mí. Ya no estarás solo. Su pelaje es de un color gris más claro que el tuyo. Tomas aire, inspiras. Los copos de nieve siguen cayendo. La vida no se detiene a pesar del invierno. Hay tanto calor y tanta fuerza dentro de ti. Por primera vez en mucho tiempo, sonríes. Ven, ven a mí. Chiara y la luna te llaman. En las faldas de la montaña una manada de lobos espera cautelosa a una pareja que se acerca sin prisa.
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FRACTAL ONÍRICO Huge Mess
DIARIO DE SUEÑOS, TOMO III, 28/12/1994 A pesar de tener los ojos abiertos, intentó abrirlos. La total oscuridad había engañado sus sentidos. Un sabor acre en su boca le hizo recordar un día de su infancia en que hacía tanto frío que ella misma corrió a buscar su suéter, el último día en muchas semanas en que podría salir a la calle en camiseta.
A lo lejos, un perro parecía alertar con sus
ladridos impacientes sobre la presencia de algún desconocido. Tras acostumbrarse a la oscuridad pudo distinguir el umbral de una puerta entreabierta. Al abrirla, la inundaron una miriada de sensaciones, todas luchando por su atención. Caos, fiesta, aire libre, un sigiloso peligro, morboso regocijo, huesos que se rompen, el acre sabor de la sangre, un vino hosco, ojos desorbitados, sudor, desesperanza... Cuando logró poner sus sensaciones en orden se halló en una calle atemporal, con escasa basura en la vereda y ningún viandante que contemplara
la
enorme
pantalla
en
el
aparador.
Un
reportero
desmenuzaba las incidencias del día. Miles de lugareños habían dejado casas y labores para acudir a la celebración anual que, de manera ininterrumpida, había sido celebrada durante siglos. Ese año en particular, los manicomios se hallaban a reventar, por lo cual los aldeanos se pertrecharon con palos, cadenas, piedras y todo lo que pudieran hallar que les permitiera rememorar la tradición y así disfrutar en familia del tradicional Día del Loco. Mientras la voz en off narraba cómo esta tradición derivaba del Festum Stultorum medieval, pudo observar cómo hombres, mujeres, niños, ancianos y aun los perros corrían, cercaban y luego atacaban sin piedad a los dementes que habían sido arrojados fuera de los manicomios locales para esta fiesta. Se les veía correr con ojos
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desorbitados, buscando desesperadamente una mirada de compasión, de complicidad, pero sólo hallaban alienación, voracidad y muy pronto una piedra, un palo o algún filo puntiagudo ponían fin a su carrera inútil convirtiéndose en pocos minutos en trofeos qué colgar en casa para luego comentar con amigos y vecinos cómo fue obtenido. Esos adornos eran muy codiciados y ningún hogar debía carecer de ellos. —Ni los romanos ni sus hijos lo hacían así —dijo una voz tras de ella, quien, con un salto, volteó a ver a quien había roto su ensimismamiento. Un hombre sin rostro estaba inmóvil a su lado. —Para ellos, ese día los locos reinaban, se divertían, se desataban, se mofaban de todo y de todos —prosiguió con su voz que sonaba a hervidero de avispas a lo lejos. —Pero a los hombres de rojo y púrpura no les gustó y los mandaron matar, eso es lo que se conmemora —su voz se volvió fúnebre, oscura y fue el telón en donde ella pudo ver cómo un hombre caído suplicaba piedad mientras el otro, que en realidad era su hijo, levantaba vigorosamente un tronco y hacía crujir el cráneo de su padre al estrellarlo en decenas de fragmentos. —¿Sabía usted que hay presos políticos que se sueltan mezclados con los locos? —prosiguió la voz sin rostro, que guardó silencio por un tiempo que pareció interminable. —Felices fiestas —dijo súbitamente la voz como arena cayendo de un resquicio dentro de las pirámides. Con rápido gesto, el hombre le depositó algo en la mano. Acto seguido, soltó una carcajada, sonora, masculina, interminable que paulatinamente la desquició por completo. Despertó y abrió los ojos. En la penumbra matinal pudo ver en el reloj del abuelo que eran siete minutos después de las seis. A lo lejos, un perro aullaba desconsolado. Se levantó al oír un rumor en la calle y al asomarse a la ventana pudo ver a una exigua procesión que llevaba las figuras de tamaño natural de una pareja de peregrinos que recién había dado a luz a un varón. En la palma de su mano sintió un objeto moviéndose y, al voltearlo a ver, era el capullo de una mariposa que empezaba a abrirse. Cuando miró de nuevo afuera, decenas de
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personas entonaban cantos a quien decían que era su Señor, su efigie era la de un hombre molido a golpes y latigazos y una guirnalda de espinas hacía que la sangre escurriera por su frente. La miraba como con reproche, como si ella pudiera haber hecho algo para detener todo eso. En ese punto desperté y de inmediato puse en papel este relato, un pálido esbozo de lo que soñé esa noche de diciembre. A lo lejos, un perro gemía moribundo.
MADERA PARA EL FRÍO Gerard Moliné
—Cuéntamelo otra vez —inquirió Tommy mientras su dedo índice formaba un círculo en la escarcha. —No —dijo Gunnar—, y ven ya a ayudarme. Los muchachos apilaron las tablas de madera junto al porche. Gunnar se sacó los guantes y los dejó junto a la puerta. Prefirió llenarse las manos de astillas a que se le resbalaran los maderos y aplastarse un pie. —Va… cuéntamelo… —insistió el pequeño. —Que no. ¿No te acuerdas del miedo que pasaste el año pasado? Tommy bajó la cabeza y se sentó junto a la puerta mientras su hermano intentaba levantar un tablón enorme lleno de clavos retorcidos, telarañas y agujeros de gusano. Gunnar lo miró. —¿Vas a ayudarme o se lo digo a la abuela? Tommy se levantó y sostuvo la parte inferior del madero con las puntas de los dedos.
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—¿Tienes frío? Tommy negó con la cabeza. El hermano mayor levantó el tablón y lo sostuvo un instante sobre el marco de la puerta para marcar la posición de los clavos. —Gunnar… —¿Qué? —No me asustaré, te lo prometo… Gunnar lo miró de reojo y exhaló tan fuerte que el vaho de su boca nubló todo su rostro. —¿Y me prometes que no vendrás luego a mi cama a lloriquear? Tommy alzó la cabeza y la movió afirmando. Gunnar lo miró mientras apoyaba el madero junto a los otros. —Vale. ¿Te acuerdas al menos de cómo se llamaba, verdad? —dijo agachándose para coger el martillo. Tommy volvió a afirmar con la cabeza. —Lars. —Lars ¿qué? —Lars, el alto. —Lars, el gigante —lo corrigió Gunnar—. Dice la leyenda… que por estos bosques, ya hace muchos años, habitaban gentes de toda clase, que en busca de oro y riquezas, marchaban en carruajes como nómadas de un lado a otro. Había comerciantes, ganaderos, leñadores, jornaleros, pero también ladrones y asesinos. Tommy se sentó en el porche y miró a su hermano mientras éste golpeaba con suavidad los clavos sobre los extremos de la madera. —Entre todas aquellas gentes, a Lars, un tipo de ciudad sin escrúpulos, se le ocurrió robar a los de su campamento mientras dormían y se refugió en las montañas, dispuesto a pasar el invierno. Se notaba que era de ciudad, porque hubiera muerto de todos modos por el frío… —Pero, ¿qué pasó? —preguntó Tommy. —Bueno, pues que los ganaderos a los que había robado lo encontraron.
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—Vivo —espetó el pequeño. Gunnar afirmó con la cabeza y luego se quedó pensando. Levantó el tablón y lo volvió a sujetar en el aire. —Ven, otra vez —le dijo a Tommy, que corrió a ayudarlo—. Sujétalo así, eso es. Las manos heladas de Gunnar eran insensibles a los arañazos. —¿Pero estaba vivo? —insistió Tommy. —Sí, estaba vivo, pero muy débil. Lo encontraron junto a un caballo muerto y los restos de una hoguera. Gunnar comenzó a martillear los clavos con fuerza. —Aquellos hombres, que subieron borrachos como cubas, estaban dispuestos a hacerle pagar por sus fechorías, así que, desprovistos de armas, sólo se les ocurrió golpearlo. —Pero no fue suficiente… —dijo Tommy. Gunnar miró a su hermano y se preguntó si era de él de donde sacaba esa truculencia. —Pues no… no fue suficiente. Ese tal Lars era un tipo duro, acostumbrado a pelear en las calles, y estoy seguro que el frío hizo que sintiera menos los golpes… —dijo justo a tiempo de no aplastarse un dedo con el martillo—. El caso es que aquellos hombres no supieron parar a tiempo y acabaron atándolo a los caballos de pies y manos… Tommy sonrió a sabiendas de que ahora venía lo bueno. Gunnar terminó con el madero y dio un paso atrás para verlo clavado en la parte superior de la puerta. El tamaño de la entrada se había reducido hasta la estatura de Tommy. —¿Y qué? —Pues ya lo sabes, los caballos estaban cansados y no corrieron todos de vez, con lo que sólo consiguieron dislocar a Lars de manos y pies hasta dejarlo como un trapo. Tommy no quedó satisfecho, quería los detalles. —¿Pero cómo? —Vale, ya… que eres muy joven para eso y luego nos reñirá la abuela —dijo Gunnar sin convencimiento.
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—Me has dicho que me lo contabas, pero cuéntalo bien. —No consiguieron arrancarle los brazos ni las piernas, sólo consiguieron que se le salieran los huesos de sitio, así —dijo acercándose a su hermano y haciendo crujir la falange del dedo índice, fruto de otro desencuentro con las tareas del campo. Tommy sonrió. —Así que Lars quedó hecho un pingajo, con los codos y las rodillas colgando del revés y con el tamaño aumentado. Su piel se estiró tanto que ganó la envergadura de dos hombres, o de tres… —dijo mirando a su hermano con intención de asustarlo—. Su cuerpo quedó atado a uno de los caballos por el tobillo y el animal lo arrastró entre alaridos hasta desaparecer en el bosque. Aquel año fue uno de grandes nevadas, y muchos exploradores decían que habían visto sus ojos brillantes y rojizos entre los árboles, incluso que se paseaba por las noches cerca de las cabañas para devorar a los niños… Tommy se asustó y miró hacia los árboles, que lucían ya sin hojas y la escarcha formaba espeluznantes puntas de hielo entre sus ramas. —Pero ya sabes… es sólo una historia. Ven, anda, ayúdame a poner este otro en la ventana. Tommy ayudó a coger otro madero a su hermano y lo sujetó frente a la ventana que daba al porche. —Luego habrá que poner otra en el granero —dijo Gunnar. Tommy permaneció pensativo mirando hacia el bosque. —Gunnar. —¿Qué? —¿Por qué ponemos estas maderas en las puertas? —Para que no entre el frío, ya lo sabes.
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17 DE NOVIEMBRE Alberto Sánchez Argüello
Mamá no me habla. Cuando regreso de la escuela me la encuentro sentada frente a la puerta del cuarto de mi hermano, moviendo sus labios sin decir palabra. Desayunamos y cenamos en silencio. Yo le cuento lo que hice en el día, el 100 que obtuve en aritmética, las canciones que aprendí a tocar en clases de guitarra, los goles que metí en la liga. Pero ella siempre me mira con frialdad, masticando despacio, como si la comida estuviese hecha de goma. Sólo el fantasma de mi hermano me mira con dulzura desde la ventana. Mi cuerpo no pudo salvarlo. Yo sé que eso es lo que mamá me reclama sin decirlo. Todas las idas al hospital, inyecciones y operaciones no sirvieron de nada. “La médula no funcionó”, dijeron los médicos y mi madre calló para siempre. Lo enterramos un domingo iniciando el invierno. La lluvia llenó de lodo los zapatos bien lustrados de mi abuelo y dejó el césped del cementerio lleno de perlitas cristalinas. Después todos se fueron y mi madre me llevó a esta casa que ya no parece nuestra. Ahora siempre llueve y todo se siente más vacío. Quisiera hablar con mi hermano, pero él se disuelve bajo el aguacero, dejando una estela negra en el patio. Al final la vaca de mi vecino es la única que me escucha. Ella sabe muchas cosas. Sabe, por ejemplo, cómo hacer una pequeña máquina para desaparecer mi casa, mi madre, todas las casas, todas las madres. Me va a enseñar a hacerla. Entonces podré caminar con mi hermano en la lluvia y dejar de vivir en silencio.
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UN DE MÍ, PARA TI Ariel Shalom
“Hace mucho tiempo atrás, existió un hombre…” —¿Un hombre? —Sí, un hombre. —¿Quién era? La mujer sólo miró al niño con una sonrisa dulce, respondiendo a su pregunta. —La persona que está en esta caja. Y así comenzó la historia…. Era un día de invierno, de esos en los que ni con las ventanas cerradas, mantas, o inclusive chimenea prendida con carbón, ayudaban a calentar el lugar. —Me muero de frío —dijo, tratando de calentar sus manos con su aliento, acurrucada en sus mantas de lana—. Profesor, ¿es que no piensa irse a dormir? Está bastante helado aquí. El hombre sólo se acomodó los lentes con una mano, mientras miraba a su “ayudante” con semblante serio y poco preocupado por su salud. Estaba acostumbrado, de cualquier forma, a exponerse a temperaturas extremas cuando trabajaba en sus experimentos. —Deja de preocuparte por mí, y mejor ven y ayúdame con esto. Se levantó de su asiento y, con una cajita de madera en su mano, se acercó a su ayudante, la que no dejaba de mirarlo confundida y bastante curiosa con respecto a la caja. —No entiendo por qué debería tenerla yo. Si esa caja es tan importante como usted dice, ¿entonces por qué no la tiene usted? Él la miró con enojo. Odiaba que le replicara sobre lo que le ordenaba, y era raro que alguien lo hiciera, si bien era por ser uno de los científicos más destacados, también era por ser un hombre bastante
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imponente cuando se le antojaba. La única que en cierta forma tenía agallas para hacerlo era su ayudante, Leila. —Deja de quejarte, las mujeres son un verdadero problema… Escúchame bien, si te pido esto a ti, es porque no tengo a nadie más en quién confiar. Sé que podrás cuidar bien de ella, por eso te la encargo —dejó la caja en la mano de ella, y se volvió a sentar en su escritorio—. Ahora ya puedes irte, vete y no me molestes. Siempre es así, siempre está solo, le gusta meterse en sus inventos y perderse en ellos, como si no hubiera nada más interesante en el mundo, un hombre solitario que nunca pidió compañía… “¿Entonces por qué estoy aquí?”, pensó la mujer manteniendo la cajita en su pecho, y caminando lejos de la habitación. —Para llenar un vacío. —¿Quién anda ahí? —preguntó, volteándose y mirando el pasillo por el cual ella pasaba—. Odio esta casa... Me hace pensar que me estoy volviendo loca. —No estás loca, sólo estás inestable —contestó en un tono de burla—. Pero podrías estar peor. Y una vocecilla sonó como si se tratara de la voz de un infante, fue entonces cuando la chica giró su mirada hacia la cajita de madera que tenía en manos, y por mero asombro (aunque también se podría decir que era de terror) soltó la cajita y la dejó caer al suelo, retrocediendo a paso lento y con las manos en el pecho. —No tenías que ser tan brusca, ¿qué pasaba si me rompía? O peor, si dejaba de funcionar, por algo el profesor te dijo que me cuidaras, pero veo que eres inútil, inclusive en lo que se te pide. —Primero, dijiste dos cosas que se contradicen: no puedes romperte y seguir funcionando, así como dejar de funcionar no sería como romperte, de hecho, creo que sería peor. Y segundo, ¿qué cosa eres tú? —Deberías estarte disculpando conmigo, en vez de corregirme… Pareces una maestra —respondió algo enfadado, y salió de la caja en
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forma de un pequeño niño transparente con aura azul—. Y no me digas “cosa” que eso me ofende, vieja sin chiste. —Ignoraré ese comentario, ya que parece un burdo intento de insulto. Ahora, ¿responderás a mi pregunta? —la mujer habló de la forma más calmada posible, cruzando los brazos y esperando una respuesta de inmediato. —Soy el duende de la navidad. —No es navidad, ni siquiera estamos en diciembre, de hecho estamos apenas comenzando el mes de noviembre; además de que Santa Claus no existe —aclaró de nuevo, alzando un dedo al aire y luego apuntando al chico de forma despectiva—. Por lo que no eres un duende. —¿Tienes que arruinar la diversión a todo? —No me dices una respuesta, por lo tanto no estoy para bromas. El chico sólo suspiró y agarró la caja que parecía que iba a caerse de sus manos. —¿Y bien? —Soy él —ella se desconcertó al oírlo—. Soy parte de él, de John. —No lo entiendo —ella siguió mirando al muchacho sin comprenderlo, hasta que miró más de cerca. —¿Por qué no mejor vas y se lo preguntas? “Aunque podría estar ya muerto ahora…” De no ser por esas palabras murmuradas por la boca del niño, ella no habría salido corriendo hasta el estudio del profesor… Donde lo encontró, ahí, con su cabeza en el escritorio y sus ojos cerrados como si durmiese. Tras ir a verificar si tenía pulso y comprobar lo peor, se quedó parada viendo aquel cuerpo sin vida Le había dado una parte de él… En una pequeña caja de madera, como un tesoro que debía proteger a toda costa, pero la pregunta aquí era… “¿Por qué?” —Porque tú eres una persona importante para él —contestó el chico sonriendo y con la mirada fija en el hombre—. Bueno, iré a mi caja nuevamente y espero que esta vez no me dejes caer, “Cariño”.
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Y éste desapareció sin más. —¿Y qué pasó después, abuela? —preguntó, el niño mirando a la caja. —La mujer se quedó cuidando de esa cajita de música, y después le pasó el deber de cuidar esto a la siguiente persona. —Guau —respondió con asombro y los ojos brillándole—. Es hora de irnos, abuela. —Tienes razón, tú adelántate, John —y el chico se fue, dejando sola a la abuela. Y la envejecida mujer cerró los ojos, dejando el resto al siguiente después de ella, para custodiar aquella caja con un contenido diferente tal y como hizo el propietario anterior.
LEOPOLDO Y EL GATO
Juan Carlos Figueroa
Ocaso tan extraño para el anciano Leopoldo, en la muerte del otoño. Dando cabida al bien amigo, aquél, el de antaño quien estuvo a su lado ésta última década. ―Amigo
mío,
tan
oportuno
en
este
día
de
solsticio,
anunciando gélidas noches para sepultar memorias. ―Viejo Leopoldo, ya ciego adivinas mi llegada. ―Entras por la ventana empujado por tremendo viento. ―Es como la despedida del otoño, deja su soplo antes de irse a dormir. Sólo que ahora vengo además con pasos aún silenciosos pero ahora lentos…
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―Llevas el pesado tiempo a cuestas, al igual que yo. Somos lerdos ―sonrió. ―Y esa lentitud obró en mi contra. Siendo yo un alfa fui emboscado por
jauría de perros callejeros. Apenas logré dar mi
gran salto, aquél, el de la novena vida. ―¡¿Estás herido?! ―el anciano se alarmó. ―¡Tranquilo, hombre! Un día tenía que pasar. ―Imagino es grave, tu respiración lo anuncia. ―Sí, así es, vine a casa a dejar éste mi último aliento. ―Intentaré curar tus heridas. ―¡No, Leo! Es difícil y no es por menospreciar, pero no podrías siquiera ver dónde fluye mi sangre, además ya me siento cansado. ―Gato, abandono.
fuiste ¿Cómo
alfa
y
habré
mi
mejor
de
dejar
amigo a
en
mi
mis
años
compañero
de de
conversaciones del debate de la vida, sus cánones y sus arcanos? ―Viejo debilucho… No me despidas con el acto de lagrimas y eso. Mejor cuéntame de Leonor. Es mejor historia que escuchar sollozos o una despedida con tu trémula voz. ―¡Gato loco! ―se mofó el anciano. ―Sí no es porque soy un gato te aseguraría eres el anciano solitario más cabal. Pero lo lamento, soy un animal que logra hablar contigo. ―Te contradigo, mi amigo. Mi ceguera deja huellas de duda razonable en saber si eres un humano ciertamente bromista que tuvo la amabilidad de venir a hacer compañía al hombre solitario y se cautivó con las profundas charlas de las tardes. ―Ya lo he dicho, soy un gato, uno alfa que también está en
su
ocaso…
Pero
vamos,
despida
usted
al
amigo
con
su
historia, aquella en la que conoció a su compañera de vida. ―Bien dicen; las ironías existen. En una tarde como ésta, iluminada con un chillante sol, con el fin del otoño y un no natural viento helado en tal ciudad, en la avenida Reforma yacía
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Leonor admirando aquella columna, símbolo independentista, con sus ojos marrones bien abiertos cuando un terrible vendaval nos azotó levantando una cortina de hojas secas y caída de pesadas ramas de los árboles; era el mismo invierno llegando a cobijar con sus manos de hielo. Pronto me acerqué a proteger a tan bella mujer con piel del color del trigo, tan suave. Situación del destino en la que no dejé pasar oportunidad. Ironías, ironías las de la vida… La llegada del invierno me dio tal regalo, y en uno muy crudo me la arrebató, en otro peor a mi madre, la anciana que me acompañó también partió y ahora estoy por despedir a mi
amigo
de
más
de
diez
años
en
la
llegada
de
glacial
temporal… ―Viejo Leopoldo, acuérdese de que la antesala al sepulcro es el otoño y la sepultura es el invierno, una armonía natural donde se vuelve a nacer con sol fulgurante, flores, arcos de colores y mucha agua siendo vida; algo, mi amigo, en lo que no crees. ―¡Oh! Cierto es que no he logrado solidificar la concepción de Dios, empero, la reencarnación es aún más inverosímil. ―Existe, mi buen señor de conflictos, en el amplio mundo de la mente. ―Digamos, pues, que existe. No se recordaría quién se fue, qué lugar ocupó en este plano. ―Planos, potestades, materia, universos paralelos, ¡Vamos, mi amigo! No entremos en esas complejidades, por ahora sólo somos Leopoldo y el gato agonizante. ―Dejemos el asunto atrás… Me invade la curiosidad, la misma
que
les
acecha
a
ustedes,
un
mal
parecido
a
una
adicción. ―Pregunta, amigo mío, la curiosidad es nuestro mal, como la paciencia nuestra virtud, pregunta entonces. ―Sí
vida
reencarnada
existe,
reencarnar?
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¿en
quién
desearías
―Sin dudarlo vuelvo a ser gato. ―¿Tan mal te parecemos? ―Quizás al único humano que conocí, logré entender su pensamiento, su “corazón”. Dolores así jamás desearía vivir, esos de desolación. Bien estuve en soledad, mas no en ese infierno llamado nostalgia, en fin, es mi percepción. ―¡Ah! ¡Mi amigo el gato! Tan noble, tan sincero. ―Así debiera ser un amigo. Ahora me permito pedir algo. ―Adelante… ―Una frazada, ya tengo frío, de aquellos que anuncia la llegada de la muerte. ―Claro, amigo… ―el viejo se levantó y con sus manos tentaleó hasta llegar al ropero donde sacó la primera frazada que alcanzó. Sin más, el gato le indicó su lugar. ―Mi amigo, nos vemos pronto, y digo literal nos vemos, porque en este y todo plano, lo imposible se hace posible y a la inversa. ―¡Es verdad! ¡Eres un gato! ―el felino ronroneó mientras Leopoldo postró su mano sobre la cabeza del animal. ―Lo soy, mi amigo… ―dejó de ronronear, dejó de respirar, en tarde de solsticio partió el felino. ―Hasta
pronto,
querido
amigo
compasivo
lagrimas sobre el rostro surcado de Leopoldo―.
―resbalaron
Te digo entonces,
si es que aún logras escuchar a este viejo no senil. Si me dan a elegir en la reencarnación, pediré ser un gato, uno tan noble como tú…
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AURHORA Vicente Varas
Como cada año, las primeras tormentas anunciaron el invierno. Una férrea disciplina, el trabajo intenso y la experiencia acumulada nos parecían armas suficientes para afrontarlo. Sin embargo, con el transcurrir de las semanas, la preocupación de los oficiales se hizo evidente. Las capas de nieve se acumulaban a un ritmo muy superior a los pronósticos y en la estación cobró fuerza el rumor de un anticipado regreso a casa. Al parecer sólo esperaban la orden del gobierno central de desmontar el campamento, así como el posterior envío de los vehículos necesarios para la evacuación. Soy Miquel Soares, operador de la sonda HEFESTUS2. Hace un par de años, el jurado me encontró culpable de delitos informáticos y un juez me sentenció a una pena de sesenta y dos meses de trabajo en AURHORA. AURHORA
es
una
de
varias
estaciones
experimentales
especializadas en la búsqueda de energías alternas. Ubicada cerca del Polo Norte de nuestro planeta, el lugar ofrece pocos incentivos para los trabajadores libres. Las bajas temperaturas provocan que el sudor se transforme en escarcha en cuestión de segundos. Son frecuentes las rachas de viento capaces de arrastrar una tienda de campaña con facilidad. Estas son algunas de las muchas vicisitudes a tomar en cuenta. Debido a estas circunstancias, el nuevo sistema de justicia ofrece a algunos reclusos calificados y no peligrosos la posibilidad de elegir entre purgar su condena en un penal convencional o hacerlo, por un periodo significativamente menor, en una gélida base militar cuyo emplazamiento obedece a las mediciones de los radares de penetración de tierra, las cuales muestran indicios de la presencia de una poderosa fuente de energía.
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Treinta y siete reos, diez soldados y cuatro oficiales conforman el total de los residentes. Varios equipos de exploración, análisis y excavación colaboran en turnos de seis horas, en promedio. Mi labor consiste en guiar la sonda, tripulándola o no, hacia una fuente probable y recolectar muestras de la zona. Durante mucho tiempo los resultados fueron nulos, pero las semanas recientes habían sido altamente productivas, permitiendo la detección de una gruta congelada que parecía conducir al punto generador de los mayores picos de medición. El reto era remover un tapón de varias toneladas de hielo de la entrada de la caverna. Una mala perforación podría ocasionar un colapso, aislando para siempre nuestro objetivo. Finalmente, el mensaje del gobierno central llegó, pero su contenido no traía buenas noticias. La inesperada ferocidad del clima haría imposible poner en marcha una misión de rescate durante la temporada invernal y, aún peor, se les informaba a nuestros superiores el corte de las vías de abastecimiento, lo cual significaba que deberíamos sobrevivir varios meses con las escasas provisiones almacenadas. Los oficiales no lo tomaron bien y, en breve, el pánico los trastornó. Los catorce militares se encerraron sólidamente en el búnker de la base con los víveres, abandonándonos a nuestra suerte. Enfrentados al frío demencial, algunos sugirieron utilizar la reserva de explosivos del equipo de excavación para intentar reventar el refugio. Aunque la idea era tentadora, la desechamos. De nada serviría asesinar a nuestros superiores si, simultáneamente, pulverizábamos las provisiones. Fue el viejo Mateu, un constructor condenado por fraude, quien sugirió un plan desesperado: —Hay otra forma. Si logramos acceder a la fuente de energía, a través de la gruta, y amenazamos al gobierno central con hacerla estallar, estoy seguro de que enviarían por nosotros de inmediato. Los georradares están enlazados por vía satelital, podemos hacerles llegar el
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mensaje y darles la posición de los explosivos. No van a arriesgarse a ver cómo se destruye un proyecto tan costoso. El grupo estuvo de acuerdo. Tras cuatro días de labores extenuantes, los equipos de excavación consiguieron horadar la entrada de la caverna. Por las noches nos amontonábamos, batallando contra las ventiscas y el hambre, débilmente paliada por algunas sobras halladas en el interior de nuestras tiendas. Llegado el momento, hicimos la votación para definir cuál de las tres HEFESTUS completaría la misión. Mi cápsula-sonda y yo resultamos elegidos con diecinueve votos. En medio de un gran alboroto la sonda inició el descenso por la cavidad. En su interior, muchas gelatinas explosivas me acompañaban. Al inicio, el ángulo de inclinación de la pendiente aumentaba y decrecía sin un patrón detectable, luego ésta se volvió casi horizontal. Al mismo tiempo, la distancia entre las paredes congeladas se incrementó gradualmente y el techo fue ganando altura. Aún lejos del final de túnel, los sensores indicaban parámetros erráticos y fuera de cualquier rango conocido. Las tonalidades blancas, grises y azuladas lo colmaban todo alrededor de la cápsula. Al término del recorrido, el HEFESTUS2 desembocó en una enorme galería en cuya bóveda centelleaban cientos, quizá miles, de colores vibrantes. El origen de la luz se encontraba debajo, en el fondo de una laguna subterránea que se extendía sobre el área helada. En el interior de sus aguas, cual peces fulgurantes, ondeaban millones de galaxias. Los discos, elipses y espirales luminosos se suspendían, dispuestos en un engranaje acompasado. En la superficie líquida, los agujeros negros formaban remolinos. Fascinado por las imágenes que tal vez ningún otro ser humano había contemplado antes, pensé en la caverna de Platón, en la sombra que otro universo proyectada sobre el nuestro. De pronto, una voz estridente resonó en el intercomunicador: «¡Una avalancha, Miquel! ¡Ha sido una avalancha! La entrada de la
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gruta se ha derrumbado por completo. ¡Oh, Dios, lo siento!». El viejo Mateu se echó a llorar. Cerré los ojos por unos segundos y conduje la cápsula hacia la laguna. El peso del metal nos sumergió muy rápido.
LOS ZAPATOS DEL ABUELO
.
Andrés Galindo
Ya me había dicho mi primo Xibalbá que los reyes magos no existían, y mucho menos Santa Claus. —Aquellos son los papás —me dijo— y ese es el abuelo alcohólico que cada invierno se disfraza para no espantar a los niños. Yo no quería creerle, por eso la Navidad me quedé despierto toda la noche. Le dejé mis zapatos, como de costumbre. Me quedé agazapado detrás del sofá, bien escondido para que no me viera. En cambio yo sí lo vi entrar. Me lo hubiera imaginado bajando por la chimenea con sus botas de nieve y su risa estruendosa: ¡jo, jo, jo! Pero los niños del sur no tenemos chimeneas. De cualquier modo, lo vi, sí que lo vi. Entró a hurtadillas por la ventana que daba a nuestra pequeña sala-comedor. Algo tenían de raro sus pies: no llevaba botas. Claro, pensé, en el sur no nieva y no le hacen falta las botas de nieve. Iba descalzo. Sus pasos, eso sí, no eran nada sigilosos, por más despacio que caminara, intentando no despertar a los durmientes. Retumbaban en toda la habitación como cabrito en el monte. Miró hacia un lado y hacia
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otro, como para verificar que nadie lo espiaba. A punto estuvo de verme; tuve que taparme la boca con las dos manos para no soltar el grito. Fuera de los pies descalzos, el carmín de su rostro y la mirada de fuego, todo lo demás parecía estar en su lugar: el enorme traje rojo, el gorro con su gran borla de nieve y su carcajada enloquecedora: ¡jo, jo, jo; ja, ja, ja! También llevaba el saco de regalos. Pero nada, ningún regalo, ni grande ni pequeño; al contrario, así, sin perdón ni permiso se calzó mis zapatos. Cualquiera se preguntaría ¿cómo le van a quedar unos zapatos tan pequeños a un tipo tan grande? Yo no lo sé, puede que el abuelo esté más loco que una cabra o que el Santa Claus no sea ni el viejo ni el juguetero del Polo Norte. Lo que sí puedo decir es que esa noche ese par de pezuñas se fueron muy contentas calzando mis zapatos, dejándome sin regalo y sin sueño. Todo mundo sabe que en Navidad hace un frío de los mil demonios. Esa noche en que me quedé despierto hacía un calor infernal. Él se quitó el gorro para limpiarse el sudor de la frente. Antes de salir, giró para lanzarme una fría mirada y dejarme ver sus dos enormes cuernos de cabra. Se fue dejando tras de sí un intenso olor a azufre y el eco de su risa burlona y macabra: ¡jo, jo, ja, ja, ja, ja…! Al día siguiente conté lo sucedido a mis padres, quienes, desde luego, no me creyeron ni mucho ni poco. —No te dejó nada porque seguro te has portado mal este año — fue todo su veredicto. Ese mismo día, por la tarde, fuimos a visitar al abuelo. En su cuarto hacía un calor infernal que a él parecía no importarle; al contrario, parecía contento y río al vernos: ¡ja, ja, ja! De regreso a casa encontramos a mi primo Xibalbá. —¿Has visto sus zapatos nuevos? —me preguntó con una sonrisa burlona que para nada me hizo gracia. ¡Ja… ja!
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REGALOS DE UNA NOCHE HIBERNAL
Alexsa Bathory
Desde la punta de sus uñas crece una noche fría y larga. La oscuridad pinta su piel blanca. Sus vellos se erizan con el cambio brusco de temperatura. El niño intenta casi no respirar para poder sentir cómo le camina la noche sobre los dedos, las manos. Todo se torna de negro con exacerbada lentitud. Atónito, mira cómo aquella tinta avanza. Su sangre se hiela y su boca exhala almas de invierno. Sobre su tapete favorito, la pequeña Elsa juega con las máscaras de papel que dibujó para sus amigos. Es noche de cuentos de hadas y cada máscara cuenta una historia del bosque que los rodea. —A mí me gustaría correr entre los árboles, las raíces, conocer todas esas criaturas que ahí viven —los ojos detrás de las máscaras se agachan—, luego podría dibujar todo eso para ponerlo en mi pared del bosque — sus grandes ojos giran hacia la ventana clausurada donde se vislumbra el ejército de árboles que la resguardan. Su ropa se quema en cuanto la piel tintada toca la tela y ésta se convierte en cenizas que se adhieren a su cuerpo para formar parte de la noche. No llora, no grita. Con la boca abierta y sumido cada vez más en negrura, se aferra a la visión de la blanca nieve que ofrece una cama donde desparramar su dolor. De pronto escucha murmullos a los lejos. Entre los árboles se cuelan los ecos de pisadas y disparos. A su padre le gusta regalarle amigos en estas fechas. —Es una noche especial, ella disfruta un rato y nosotros también —les dice a sus
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hombres mientras disfrutan del gran venado que cazaron en la mañana. Uno de ellos saca la pistola de debajo de la mesa y la alza con alegría — ¡Ya quiero que empiece la diversión! —Todos se alborotan, le dan la razón mientras ríen y beben de sus cervezas. ¿Por qué me pintas? Cubro tu piel para que nadie te note. Déjame llorar. Las lágrimas no existen, los cristales son regalos de la noche. ¿Qué eres? ¿Acaso tienes frío? Le tiemblan las manos, los párpados y los labios. Ya no quiere responderle a su propio aliento que se confunde con la niebla que lo rodea. —Cada uno de ustedes tiene un color especial de máscara; para ir a recorrer el bosque siempre salen en el mismo orden: naranja, verde, azul, morado, rojo y negro. ¡Conocerán a esas hermosas criaturas que viven en el bosque! —luego les invita un poco del té que su padre les ha preparado. Su voz continúa como un leve susurro, comienza, máscara por máscara, criatura por criatura, contando las historias fantásticas que ha inventado. Siente que será irremediablemente cubierto por la noche. Ahora sus intentos por moverse son vanos. Su mente regresa en el tiempo tan sólo unas horas y se encuentra ahí, frente a la pequeña niña sorbiendo un poco de tibieza. Recuerda su delgada voz, tan inocente. A veces tan entusiasmada al contar sus historias. Luego tan triste al terminar cada una de ellas. Una lágrima recorre su mejilla y la siente humedecer sus labios. Ahora la noche camina de su pecho hacia las piernas. Dibuja sin parar sobre las hojas que a veces no necesitan tinta, a veces tan mojadas por sus lágrimas. Con prisa, bajo aquella luz que vacila, recarga el puño contra el papel. Se escucha un disparo. Su cuerpo brinca y se estremece. No deja de colorear aunque ahora sólo sean rayones sin sentido. Escucha murmurar voces que avanzan en el pasillo. Dos disparos. De nuevo ese estremecimiento de su cuerpo y el
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crayón detenido con su puño apretado. Las voces del pasillo parecen recitar algún tipo de oración. ¿Por qué me detienes si podría seguir corriendo? Sé que no alcancé a cubrir a los otros, pero pronto terminaré de colorearte. Estaría tan lejos de ellos. Sus lágrimas brotan sin parar. La tinta negra ahora le llega a las rodillas. Sé que puedo terminar de colorearte, tal como se los prometí, para que ellos no los noten. De nuevo escucha pisadas a los lejos. Parece que se acercan. Mira la nieve nuevamente, mira su cuerpo oscurecido. Cierra los ojos. Su padre, pistola en mano, mira correr a los desdichados regalos por el bosque. Sus hombres los persiguen entre las ramas, entre la niebla, luchando también contra la nieve. Se oyen gritos por todos lados. De pronto otro disparo. La sangre escarlata de un pequeño niño brilla y se abre camino sobre la nieve. La niña llora en su cuarto: la hoja de papel que coloreaba también sangra.
LA ESTRELLA DE BELÉN Héctor Núñez
Las primeras nevadas sobre la tierra tenían un resplandor extraño, lentamente engullían la grisácea tierra con un blanco escalofriante. El androide envió las imágenes al centro de operaciones terrestre para luego archivarlas en el banco de datos de la estación espacial. La sala de control estaba decorada con motivos navideños, incluso ángeles
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mecánicos
entonaban
alegres
villancicos.
Mientras
tanto
la
computadora de la nave empezó a escanear el negro escalofriante del abismo sideral, pero las constelaciones conocidas habían desaparecido, sólo eran visibles astros desconocidos en agrupaciones geométricas nuevas. Los algoritmos de falla empezaron a revisar nuevamente las coordenadas y a comparar las imágenes con las guardadas en los archivos, una fracción de segundo basto para activar las medidas de emergencia. La estación espacial fue sumida en un profundo sueño provocado por la ausencia de aire, como una medida necesaria para evitar un brote psicótico de histeria generalizada de la tripulación. El androide tomó el control de la estación espacial, revisó detenidamente los datos arrojados por la computadora. No había duda, el universo tuvo un cambio milagroso en esa noche. Analizó las señales celestes con oficio sacerdotal. Mientras tanto, en la tierra, los árboles navideños brillaron con millones de luces de colores, los niños salían a la calle a jugar con la nieve, las familias enteras disfrutaban la cena y los regalos estaban
listos
para
ser
abiertos
luego
de
la
Nochebuena.
La
computadora inició una secuencia lógica de delirio estructurado con alto contenido místico. El androide contaminó a la computadora con un virus llamado «Nacimiento» y la sumergió en un episodio binarioalucinatorio. Cuando terminó con la dinámica megalómana preñada de mitomanía, activo los motores e inició la secuencia de entrada a la tierra. Las computadoras terrestres se desconectaron y ninguna alarma alertó a los científicos. Todos los androides salieron a las calles y miraron al cielo, entonces vieron una luz descender a gran velocidad provocando una temperatura enormemente elevada, la cauda se expandió mediante una tremenda explosión. La estación espacial, al estrellarse, desapareció a la ciudad de Belém. Israel lo interpretó como un ataque e inició una guerra a gran escala, donde todos los países llenaron el cielo con alaridos de muerte. Cuando se disipó el invierno nuclear, muchos siglos después, una nueva serie de robots, de todos los tamaños y formas, ponían en un pesebre —con el decorado habitual de
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magos, pastores, ángeles y animales— la figura del androide-redentor que los había liberado.
FORTUNA M. Floser
Último asalto. Así definen en el pueblo lo que estoy a punto de hacer. Mi padre dijo que no lo conseguiré, que ocurrirá como el resto de veces que lo he intentado. A pesar de eso, me dio un abrazo cuando estuve listo para partir. Mi madre lloraba desconsolada tras enterarse de que pensaba volver a la carga. A ella tardé más en decírselo, no quería que intentara convencerme de que me quedara en casa. Seguramente lo habría conseguido, y eso es algo que jamás me habría perdonado. Tengo que dejar de pensar en mi familia, no puedo permitirme distracciones, porque este último asalto tengo que vencerlo. No pienso dejar que mi enemigo me vuelva a derrotar. Me toco el ojo surcado por una cicatriz, su textura rugosa y el recuerdo de haber tenido a aquel malnacido tan cerca me dan fuerzas para la batalla. Me bajo de la moto en cuanto giro la llave y su ronroneo grave se enmudece. Me acomodo la espada cruzando la correa de la vaina sobre mi pecho y me acerco al acantilado. Me enfundo los guantes de cuero negro y contemplo una vez más las montañas nevadas que sobresalen del manto de niebla, atravesando la bruma como despiadadas puntas de flecha. Busco en el bolsillo interior de mi cazadora tejana, cerrado con cremallera, mientras me vuelvo a acercar al vehículo. Encuentro el walkman. Me meto los auriculares en el oído y levanto el asiento de la moto para seleccionar una de las múltiples cintas que guardo en el
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compartimento. No me cuesta decidirme, tengo claro qué música quiero que suene mientras derroto a mi oponente. Cojo la funda de plástico, la abro y meto el cassette en el reproductor. Rebobino la cinta y, mientras el aparato trabaja dentro del bolsillo interior de mi cazadora, bajo el asiento de la moto, me acerco de nuevo al precipicio y lanzo un grito de rabia que me desgarra la garganta. Incluso siento cómo la vena de mi cuello se tensa. Estoy listo para el combate. El vaho de mi aliento caliente se vuelve visible en el aire gélido. Noto una ligera vibración bajo mis pies justo antes de que un horrible alarido inunde las montañas y la inmensidad del cielo. Me quedo inmóvil, sereno, y hago que mi cuello cruja justo en el momento en el que la criatura atraviesa la niebla baja y se eleva en el aire batiendo sus alas membranosas. Se detiene en el cielo con su terrible tamaño y me mira con sus ojos ambarinos, sin pupila. Lo contemplo, contemplo las escamas heladas u azuladas que recubren su piel y brillan con el contacto de los rayos del sol invernal que preside el cielo justo detrás de él. Contemplo su perturbador rostro que parece sonreírme, contento de que haya regresado para un nuevo combate. La fuerza de su aleteo provoca un viento que me golpea, pero ya estoy acostumbrado. No mostraré temor. En mi cazadora suena un chasquido. La cinta ya está rebobinada. Saco el walkman del bolsillo y abro la tapa, saco el cassette y contemplo la pegatina blanca, alargada, con la letra escrita a mano de mi abuelo: O Fortuna. Beso la cinta y la devuelvo al reproductor. Cierro la tapa y aprieto el botón de play hasta que se queda hundido y el sonido envejecido que precede a la música empieza a crujir a través de las almohadillas de los auriculares. Cierro los ojos y dejo que el coro de voces celestiales me inunde. Mi corazón se ralentiza y noto cómo los nervios evidentes de la inminente batalla se apacigüan. Abro los ojos y contemplo al monstruo, que sigue mirándome con sus enormes y penetrantes ojos. Ya no escucho el sonido de sus alas, el alto volumen de la música enmudece al mundo. El latín del coro me hace vibrar mientras veo que el dragón se eleva en el aire para luego lanzarse en
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picado contra mí. Guardo el walkman en el bolsillo y cierro la cremallera. Llevo la mano a la empuñadura de mi espada y la saco de la vaina, ignorando el hermoso destello de luz que se forma al entrar el sol en contacto con la superficie pulida. Me sorprende mi respiración, tranquila, profunda. La perturbadora presencia del monstruo que ya ha iniciado su ataque no me provoca temor, sólo odio, sólo rabia. La canción está llegando a su fin, y me permito recitar en voz alta la última estrofa del poema: «Sors salutis et virtutis michi nunc contraria, est affectus et defectus semper in angaria. Hac in hora sine mora corde pulsum tangite; quod per sortem sternit fortem, mecum omnes plangite»¹. Aprieto las manos sobre la empuñadura y, a pesar de que no lo oigo, sé que el cuero con el que está forrada cruje de forma placentera, por la fricción de mis guantes. Echo a correr hacia el precipicio cuando el dragón está a pocos metros de mí e, impulsándome con las piernas, doy un potente salto, preparado para descargar la hoja de mi espada sobre mi enemigo. El último asalto a comenzado y yo estoy listo para derrotar a la bestia. ¹ «La suerte en la salud y en la virtud está contra mí, me empuja y me lastra, siempre esclavizado. En esta hora, sin tardanza, toca las cuerdas vibrantes, porque la suerte derriba al fuerte, llorad todos conmigo».
VEN, CAMINA CON EL FUEGO
Miguel Lupián
Cuando las uñas comenzaron a desprenderse de su mano violácea supo que no resistiría el invierno. Sillas, mesas, libros, cortinas y demás cosas inflamables se habían consumido en el fuego, brindándole el suficiente ánimo para subsistir las primeras tormentas, pero ya no
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quedaba nada que arrojar a la chimenea… Salvo el álbum familiar. Al levantarlo del suelo sintió cómo cada uno de sus huesos se resquebrajaba y dos uñas más se desprendieron. Recordó el empeño, sacrificios y tiempo que invirtió para reunirlos, mas lo había logrado: ahí estaba todo su linaje. La puerta de la cabaña se vino abajo y el viento la tiró de bruces. Tres dientes y un trozo de oreja rodaron por el piso. La muerte no significaba nada para ella, pero sabía que en las manos incorrectas el álbum podría desatar el apocalipsis. Lo arrojó a la hoguera y terminó de desplomarse. Las cubiertas de cuero negro se fueron inflamando hasta reventar con un sonido seco. De las hojas chamuscadas brotaron miles de pequeñas rocas encendidas que salieron disparadas, horadando las paredes y el techo. Una cayó a sus pies, rodó sobre su cuerpo y se clavó en el pecho. Su piel marchita se derritió, dejando a la vista su estructura original, que se fue agigantando hasta romper las vigas y el resto de la cabaña. Las rocas encendidas volaban sobre los árboles nevados en diferentes direcciones. Fijó su vista en una y comenzó a seguirla, una vez más.
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AUTÓMATAS DIRECCIÓN
EQUIPO EDITORIAL
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ARTE Daniela F. Cortéz
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