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PENUMBRIA 32 FEBRERO, 2016
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ÍNDICE TORRE DE JOHAN RUDISBROECK / editorial... 5 TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO / cuentos Conquista de un planeta ficticio… / Mónica Esquivel... 7 Los colores del molusco / Andrés Diplotti... 9 Monstruos / Efraím Blanco... 12 Hasta el fin de los tiempos / Macarena Muñoz... 15 Vienen de Júpiter / Miguel Lupián... 19 La invención de Naim / Daniel Zetina... 20 Las cicatrices de la soledad / Michelle Morales... 21 Terraformar / Ramón Fernández... 23 Otro café, por favor / Alfonso Villar... 25 Confluencia / Mariángeles Abelli... 27 La bolsa viajera… / Antonio López Sevilla... 28 Revolución / Carlos Román Cárdenas... 32 La escalera / Damaris Gasson... 35 La pelea / Bruno Delgadillo... 38 3D / Manuel Solis... 41 Coven / Renate Mörder... 44 Cajas de música / Ángel Linares... 47 La sombra de Ana / Carlos Enrique Saldivar… 48 El doctor / Laurette Flores… 51 La venida de Cthulhu / Luciano Doti… 55 El callejón inocente / Edgangst… 57 El gato / Pok Manero… 60 AUTÓMATAS / equipo editorial... 69
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TORRE DE JOHAN RUDISBROECK El primer número de 2016 volvió a superar nuestras expectativas: ¡más de setenta cuentos recibidos! Siempre lo hemos aclarado, pero no está de más repetirlo: si participaste y tu cuento no fue elegido, no necesariamente significa que haya sido malo, al contrario: cada vez nos cuesta más trabajo dejar textos fuera de las antologías; tampoco significa que nunca te publicaremos. Así que esperamos muy pronto volver a leerte. Para este número, el 32, no propusimos un tema en específico, sólo que fuera fantástico (como siempre). Sin embargo, un sentimiento predominó tanto en los cuentos recibidos como en la selección final: el amor. Pero el amor tormentoso, oscuro; transfigurado en nostalgia y melancolía… Por lo que esperamos que esta colección de cuentos cubra el vacío (o lo magnifique) que los días anteriores dejaron en tu corazón.
MIGUEL LUPIÁN
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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO
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CONQUISTA DE UN PLANETA FICTICIO A punto de estallar Mónica Esquivel @monicaesan
Cómo será, me pregunto, y después ya no puedo detenerlo. Se escapa y encierra en una burbuja de cristal, sale expulsada del interior de mí cabeza dispuesta a depositarse en el espacio entre tus ojos. Quiere mirarte en un espejo y decirte en el oído aquellas cosas que piensa de ti y no se atreve a decirte. Avanzan
lento,
van
más
allá
de
lo
que
hicieron
otras
exploraciones que, por miedo, se detuvieron antes de llegar a tu cuerpo. La primera tripulación decidió mirarte desde afuera: admirarte. Observar tu caminar a distancia, la forma en la que algunas veces bajas la mirada. El viento rozando tu cabello, el dulce rastro de aroma del choque entre ellos, el compás del movimiento en tu cadera al caminar. La segunda aterrizó cuidadosamente en tu espalda. Se asentó bajo el relieve de tu espina dorsal. Al quinto día, mientras levantaban el resto de sus cosas, miraron el hueco que hacen los huesos de tu cuello al voltear, la curvatura del lóbulo de tu oreja: se enamoraron de ese lugar. La tercera nunca pudo despegar de tierra. Y así salieron, una a una; ninguna pudo regresar. Hubo algunas que decidieron hacer mundos en los alrededores de tu espacio. Se construyeron en el hueco entre la pared y tu almohada, en el rincón oscuro de la alacena. En la cajonera de tu alcoba, junto a los cubiertos de la cocina; en el techo de tu cuarto, para verte despertar.
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No tienen miedo, no. Llevan dando varias vueltas, los pierdo de vista. Avanzan rápidamente alrededor de tu rosto, pasan muy cerca de tu nariz, bajan hasta tu cuello: a la curva que delinea tu hombro. Quiero tanto que aterrice ahí, para besar ese dulce espacio, olerlo, morderlo. Si tan sólo pudiesen guardarse en tu interior… Se almacenarían en la pasión que emanan tus ojos, en la rabia e intensidad de tus palabras al hablar. Se guardarían en cada impulso de tu cuerpo, en los vasos sanguíneos de tus pulmones, en cada lágrima que hasta hoy has tenido que llorar. Cuántas tripulaciones más, me pregunto. Basta de permitirles el paso, no más permiso de volar a las burbujas cristalinas que salen del interior de mi cabeza. No más pensamientos perdidos entre el espacio entre tú y yo. De qué otra manera habría de ocurrir que no fuese ésta. Esta que para ti no existe y para mí es tan irreal. Todos estos universos, todas estas posibilidades que nos he creado en donde estás conmigo y donde te vas. En el que te dedico mi suspiro final… La última tripulación me ha enviado una señal. Lentamente me guía hasta el final del espacio, acercándome a ti; no hay suficiente oxígeno… Silencio. Oscuridad. Y de entre todo ello, tu hermosa silueta inundándose en el fondo del mar. Tus ojos negros, grandes y bellos, el dulce néctar de tu cuerpo que ansío probar. Te pierdo mientras te me desvaneces en el agua, reclavada en la cruz de mi corazón. Indicadores de alerta alrededor; por favor, que no suceda. La tripulación enloquece, adrenalina bombeada al corazón, cientos de burbujas cristalinas salen del interior de mí cabeza y se esparcen a tu alrededor. El espacio ha terminado, me ha llevado a enfrentarte: Te amo.
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LOS COLORES DEL MOLUSCO
Andrés Diplotti @adiplotti
Seguramente te imaginás algo novelesco. Algún cliché de las historias de aventuras. Un grupo de intrépidos aventureros se interna en lo más profundo de la selva africana y encuentra bestias fantásticas que amenazan su vida. La realidad es bastante más pedestre. Los intrépidos aventureros éramos biólogos comunes y silvestres que íbamos a catalogar especies nuevas en las orillas del lago Makoa. La selva era precisamente lo que antes impedía llegar al lago, pero ya habían deforestado para sembrar palma aceitera. Y en cuanto a las bestias fantásticas que nos amenazaban… Ya me dirás a quién pueden amenazar estos pedruscos que perderían una carrera con un caracol por abandono. Pero fantásticos sí que son. Y hermosos, ¿verdad? Los primeros cefalópodos de agua dulce que se conocen. Mirá cómo descansan en el fondo de la pecera los muy holgazanes. ¡Y qué colores tienen! Ya vas a ver los colores. ¿Qué serán? ¿De qué rama del árbol taxonómico habrá que colgarlos? Tienen caparazón externo como los nautilos, pero los ojos son mucho más sofisticados, como los de las sepias. Y esos brazos largos y delgados recuerdan a los del calamar. En fin, ya nos dirán eso los análisis filogenéticos del ADN. Porque hay que saber, ¿no? Saber, saber y saber. Ese es el impulso humano. ¡Como si importara! Mirá qué bien la pasan ellos en la perfecta ignorancia, con el cerebro más sencillo de todos los moluscos. Sus primos, los pulpos, pueden abrir frascos para cobrar una presa. Estos, si no les ponés la comida en la boca, se mueren de hambre. Te siguen
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con los ojos, pero no se mueven. Ah, ¡pero mirá cómo comen! Son como pajaritos en el nido. ¡Con qué ganas muerden! Tenés que tener cuidado de que no te arranquen un pedazo de dedo. Este ya está grande. Casi perdió por completo el pico y la rádula. ¡Epa! Qué cambio cuando lo sacás del agua, ¿eh? Qué manera de sacudir los tentáculos y salpicar todo. Parece que estuviera contento de que alguien lo lleve de paseo. ¿Ves los anillos dentados en las ventosas? Sirven para cortar la piel. Y el esfínter en el medio se abre para absorber
la
sangre.
Cuando
maduran
se
vuelven
hematófagos
obligados. Un despistado podría preguntar: ¿Cómo hacen los adultos para alimentar a las crías si son igual de inmóviles y desvalidos? Pero también un alien, si viera aquella placa que mandamos al espacio en una sonda, pensaría: Si estos humanos no tienen colmillos ni garras, si no son particularmente fuertes ni rápidos, ¿cómo llegaron a ser la especie dominante del planeta? Leí que dibujaron desnudos al hombre y a la mujer para que nadie pensara que la ropa era parte de ellos. ¿Y quién dice que no es? Nadie pinta al cangrejo ermitaño sin su caracol. ¿No es parte de él, por más que no nazca de sus células? ¿No habría sido más informativo dibujar en la placa ropa, y barcos, y caballos, y molinos, y calculadoras? Ningún alien va a entender a los humanos viéndolos desnudos, y nadie va a entender a este bichito sin conocer su relación con los primates. Este sí que parece un alien, ¿no? Mirá cómo mueve los ojos para enfocarte, cómo acomoda los pliegues de la pupila. Cualquiera diría que es una cosa de otro mundo. Ahí tenés otro cliché: La ciencia ficción siempre imaginó que algo así vendría de las estrellas. Pero es un cliché sin mucho sentido biológico. Las especies, si no evolucionan juntas, nunca pueden estar tan exquisitamente ajustadas unas a otras. Así que esas caricaturas de babosas extraterrestres pegadas a la cabeza como un sombrero… ¡Haceme el favor! ¿Con qué se agarran? ¿Qué comen? Y más que nada, ¿cómo hacen contacto con el cerebro a través de una pared de hueso? ¿Por ósmosis telepática?
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Estos sí entienden. No piensan, pero entienden. Tienen instintos afinados por millones de años de selección natural, y esos instintos les dicen que en el cráneo de los vertebrados hay dos aberturas muy cómodas para alcanzar el encéfalo. Bueno, tan cómodas no. Están llenas de ojo. Por eso los dos tentáculos neurales tienen esos garfios en la punta. A fin de cuentas, ¿para qué querés ojos, si ellos te prestan los suyos? Salís ganando. Los de ellos tienen mayor resolución, más movilidad… ¡Y si vieras los colores! Vibrantes, fluidos, inciertos… Causados más por las diferentes polarizaciones de la luz que por su longitud de onda. Una psicodelia de colores que no tienen nombre, porque nunca nadie los había visto. Y, además de los colores, te dan otras cosas. Neurotransmisores y hormonas; impulsos y motivaciones. No tienen inteligencia, pero saben guiarte para que uses la tuya. Parasitismo, lo llamaría algún ignorante. ¡Pobre infeliz! Esto es una simbiosis de pleno derecho. No, es más que una simbiosis. Uno pone el ojo y el otro la mano. Uno la mente y el otro el cerebro. Uno pone… No, no, ese lenguaje no sirve. Lo hace parecer algo mecánico, una mera unión de partes. Esto es una experiencia espiritual. ¿Puede haber algo más íntimo que esta comunión del cuerpo y la sangre? Cuando humano y molusco se fusionan, los dos dejan de existir y nace un ser nuevo. No te lo puedo explicar. Tenés que vivirlo. Miralo a este. Fijate cómo te mira. Cómo quiere prenderse a tu cara. Cómo te busca los ojos con la punta de los tentáculos. No, no te esfuerces. Sé hacer buenos nudos. Y tampoco trates de cerrar los párpados. ¿Creés que un trocito de piel delgada va a detener a esos garfios? Si no te resistís, va a ser todo más fácil para los tres. Sí, ya sé que duele. ¿A mí me vas a contar? Duele una enormidad. Pero ya vas a ver qué colores hermosos.
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MONSTRUOS Efraím Blanco @elEphra I'm almost human, can't help feelin' strange. Gene Simmons
El niño contempla con asombro los restos del insecto. El suceso no deja de ser una maravilla, una maravilla viscosa que ha arrancado de la suela del zapato con la ayuda del pulgar. Después de soportar el asco, hacer el gesto correspondiente y limpiarse los restos coloridos en el pantalón, vuelve a observar al bicho aplastado. Las alas todavía se mueven un poco, pero comienzan a perder energía. El chamaco está asombrado, el corazón le tiembla de la emoción y gira la cabeza a la búsqueda de algún cómplice a quien relatarle tal portento. Pero no ve a nadie. El bosque parece estar vacío. Por encima de los pinos el viento también guarda silencio. Las ramas se mecen suavemente y el sol apenas alcanza a colarse a esa hora de la tarde. Ahora que se fija, es probable que esté extraviado. Es un niño desobediente con botas rojas, que ahora camina hacia donde cree haber visto por última vez el sendero que lo lleva a casa. No hay nada. La luz comienza a desvanecerse, el viento sopla una advertencia sutil y el mozalbete se siente, por primera vez, asustado. Entonces llega el hombre. El hombre mata al párvulo con facilidad. Toma al chiquillo por el cuello y lo lanza contra la base de un portentoso árbol. El frágil cuerpo cae, roto, ya sin vida, y el individuo contempla maravillado el cadáver. Le parece que hay en él una inocencia que había olvidado. Siente una tristeza como lluvia en su pecho. Pasa sus toscas manos por la cara del chiquillo, todavía tibia, y siente en el estómago un vacío a la vez terrible y hermoso. Hace una mueca que parece una sonrisa que nadie ve. Ahora que ha matado no sabe qué hacer. Allí, tan lejos, no llegan los gritos de los padres que
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buscan al niño perdido. En el sendero casi no hay luz. Es un sujeto de botas toscas que ha dejado sus huellas por todos lados. El bosque se vuelve un cúmulo de sombras que el tipo está acostumbrado a recibir. Camina con firmeza hacia la cabaña que construyó con sus propias manos y arrastra el cuerpo diminuto que deja un rastro en el lodo con sus botas rojas. Nadie nunca lo sabrá. El asesino tiembla de emoción, de nervios, de una alegría recobrada que pensó que jamás volvería a sentir. Un golpe seco detiene su camino. El monstruo contempla sin asombro los cuerpos del hombre y del niño. Sus garras apenas sintieron el golpe. Está acostumbrado a golpear rocas y a dejar su marca en los árboles para que nadie se acerque a su hogar. Pero alguien se atrevió y ha pagado el precio. El ser mira el cadáver de aquel sujeto. Siente amor. No quiso matarlo. Quiso hablarle por primera vez en el idioma que sólo entienden las rocas, en el lenguaje que le murmuran los árboles, pero aquel humano no lo entendió. Así que después de lanzar un gruñido y tomarlo entre sus garras, el frágil cuerpecillo se ha desmadejado. El abominable ser se siente juzgado por el viento frío que llega del norte, por los seres que lo miran desde la espesura de las aguas, por todas las criaturas que reptan y tiritan entre los troncos, las ramas, la savia de los prodigiosos gigantes que observan todo. El mismo bosque, como un organismo vivo que abre los ojos a la noche, lo juzga. Por eso el monstruo llora. Es un ente nacido en la penumbra que da sus primeros pasos torpes por el mundo. Sus lágrimas son torrentes que rompen el césped, son nuevos cauces en el corazón del bosque, en la frondosidad que se desaparece en un color negro que lo traga todo. A lo lejos, las antorchas de los habitantes del pueblo se internan en las tinieblas. Son pequeñas luciérnagas que comienzan a iluminar los pasos del niño, del hombre y del monstruo que se muere de melancolía. La terrible mole gruñe, bufa, lanza dentelladas que brillan en la negrura.
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Es una maravilla contemplarlo, un portento, un dios primigenio y grotesco que no sabe cómo comunicarse con sus hijos, con su entera creación.
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HASTA EL FIN DE LOS TIEMPOS
Macarena Muñoz Ramos @MacVampMM
Había una vez una mujer que escribía historias en papiros de polvo de plata con una larga pluma roja. Vivía en un castillo hecho con palabras mágicas y el torreón principal repleto de murciélagos que la protegían con sus alas bañadas en ajenjo. No tenía acompañante porque tiempo atrás ella misma se había arrancado el corazón. ¡Víscera endemoniada!, exclamó un día llena de fastidio. Luego lo clavó con un puñal en la mesa de tres patas donde escribía sus historias. Pero el corazón seguía esforzándose por no detenerse aunque pronto perdió su color rojo brillante y se tiñó de negro. De vez en cuando soltaba gotitas que se convertían en rubíes. Anthea, como así se llamaba la mujer que escribía historias, se daba cuenta de todo y hasta llenó varias cestas con las gemas, pero prefería obsequiárselas a los cuervos. Poco le importaba lo que sentía su corazón. Por las noches, Anthea abría todas las ventanas del castillo y a través de ellas se colaba una niebla púrpura. Lentamente se iba enredando en sus pestañas y sellaba sus labios hasta que escribía una historia más. La niebla era el perfecto vehículo para los susurros que provenían del exterior. Cada uno tenía pasado y presente y un futuro incierto porque al llegar a Anthea se transformaban. Por eso había que atraparlos en un puño para que no se escaparan detrás del viento. Pero el resto del tiempo, Anthea permanecía sola y su corazón cada vez se ponía más negro y soltaba gotitas con mayor insistencia. Se estaba convirtiendo es una máquina traga-sentimientos enloquecida. Miles de rubíes tapizaban la mesa. Anthea los sacudía sin compasión porque le estorbaban para seguir escribiendo. Definitivamente no quería saber
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nada de su corazón, ¿qué, no lo podía entender? Se lo demostró al rellenar el hueco que le quedó en el pecho con enredaderas de espinas. Magnífica solución para impedir el paso a los suspiros, señales intermitentes de algo tan inútil como el amor. Pero la vida es cíclica y alguna vez, algún día, todo destino y maldición se cumplen. Aun Anthea, que jugaba caprichosa con los destinos de sus personajes, poseía uno y debía cumplirlo. La noche de Samhain, las hogueras en los claros de los bosques, época sagrada de cosecha. Y un murmullo invadió la atmósfera como si las ánimas de los niños no nacidos planearan una travesura. Después, silencio, un gran silencio. Anthea miró por la ventana y algo parecido a una centella atravesó su campo de visión dibujando serpentinas brillantes en el firmamento. De pronto, desapareció. Anthea trató de encontrarla pero no la vio más. Tal vez había sido un espejismo. Convencida de esto, regresó a su trabajo. Los susurros la acosaron impacientes y Anthea intentó escucharlos, pero a su mente y a sus palabras sólo acudía la imagen maravillosa que acababa de ver. Y sin que ella se percatara, su corazón empezó a latir más aprisa, palideciendo su tonalidad oscura. Un par de noches después, nuevamente se escuchó el murmullo y Anthea corrió a la ventana. Sin embargo, nada maravilloso se presentó ante ella, aunque el murmullo se escuchaba más y más cerca. ¡Zum! Anthea cayó de espaldas, sus historias quedaron de cabeza, los susurros huyeron en forma de minúsculo tornado y un haz de luz dorada iluminó todo el salón. En la cornisa de la ventana apareció un ser extraño. Aquél que despedía la luz. Anthea apenas pudo distinguirlo entre una nube de polvo de oro: era un dragón de escamas traslúcidas que ante su mirada atónita se tornó hombre. Pronto la ayudó a ponerse de pie y mientras lo hacía se presentó gentilmente. Winik era su nombre, que casi susurró con una voz parecida al embrujo de la noche. Un dragón-hombre, qué interesante, se dijeron unos a otros los murciélagos. Todos observaban desde el torreón principal sin perder detalle. Hacía mucho que Anthea no recibía visitas. Mucho menos de
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un personaje como aquél. Anthea pretendió ser una buena anfitriona, logrando que Winik aceptara un par de tazas de té. Era de mil hierbas aderezado con el ajenjo que –más por curiosidad que por cortesía– espolvoreó en cada servicio un murciélago batiendo sus alas. Pero ni Anthea ni Winik hablaban. Sólo el dragón-hombre la miraba fijamente como si pretendiera traspasar su alma. Y cuando descubrió que le faltaba el corazón casi no se sorprendió. Sólo fue a la mesa, le arrancó el puñal que lo atravesaba, después lo tomó entre sus manos y el corazón de Anthea palpitó con mayor ímpetu como si reviviera. Winik, pendiente del cambio, se acercó a Anthea y de tajo le arrancó las enredaderas de espinas que guardaba en su interior. Pronto le devolvió su lugar al corazón y, al acariciar la herida, ésta se cerró por completo. Las historias de Anthea, que la espiaban desde un rincón, a punto estuvieron de amotinarse contra ella, pues el cambio no las iba a favorecer. Pero estando de cabeza, no lograron ponerse de acuerdo y debieron soportar resignadas la transformación de su creadora. Una transformación que a partir de entonces se intensificaba todas las noches después de las doce campanadas. Apenas la última dejaba de escucharse y Winik aparecía surcando el firmamento, desafiando
a
Anthea
todo
el
tiempo.
Demasiado
pronto
había
descubierto el único secreto que ella escondía: Anthea temía volar. Entonces, en una ocasión, Winik la tomó entre sus brazos mientras le tarareaba al oído una melodía tan vieja como la luna. Su aliento de dragón fue envolviéndolos y sin que ella se percatara, por breves momentos, bailaron en medio de la nada. Vuelta tras vuelta y Winik se tornó dragón. Anthea se sujetó a su espalda sin atreverse a abrir los ojos para no contemplar el vacío. Pero su miedo a volar iba desapareciendo mientras Winik planeaba suavemente por los senderos que él mismo había trazado bajo el arrullo de la noche. Volar era pura magia y las estrellas fueron cascabeles que hechizaron a Anthea, que se aferraba con mayor fuerza a Winik. Sus cuerpos se entrelazaron y dieron vueltas sobre su propio eje. Winik de nuevo se tornó hombre y
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unió sus labios a los de Anthea. El vientre de la noche fue, a partir de ese momento, su lecho de amor. El cambio en Anthea fue radical y los susurros eran incapaces de soportarlo. Sus historias eran deformadas con frases que jamás dijeron, con paisajes que nunca vieron y Anthea con incierto plumazo viraba sus destinos. Además sonreía todo el tiempo esperando ansiosa la noche. Esa es una mala señal, dijeron los murciélagos siempre pendientes de todo, siempre certeros en sus presagios. Y aunque trataron de protegerla, de advertirle, Anthea no les hizo caso, embrujada por el aliento del dragón-hombre, por su polvo de oro forjador de ilusiones. Pero tan pronto como ocurrieron estos encuentros que se repitieron por una larga temporada, Winik nunca más regresó. Algunos dicen que tal vez partió a otro reino, otros que un viento alisio cobró venganza celoso de su vuelo, o que la noche enamorada de sus caricias lo sedujo para la eternidad. Lo cierto es que Anthea lo esperó mucho tiempo al pie de la ventana, susurrando la melodía que Winik le había enseñado. Y antes de que el deseo de arrancarse otra vez el corazón la invadiera, Anthea se convirtió en un enorme rubí con forma de mujer. Los susurros y sus historias intentaron volverle a su forma original. Probaron elíxires, cantos, rituales, pero Anthea continuaba siendo una gema preciosa que la siguiente noche de Samhain se estrelló contra el suelo, transformándose es una veta de miles de rubíes. Es por eso que ahora cuento esta historia y acompaño el pergamino donde la tengo escrita con este rubí que parece hecho con sangre.
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VIENEN DE JÚPITER Miguel Lupián @mortinatos
Cuando la parvada de peces voladores anidó en los árboles de la pradera donde pastoreaban sus ovejas, Ganímedes supo lo que tenía que hacer. Volvió a leer a Voltaire y a Cyrano de Bergerac, consiguió tablas y cuerdas para construir una canastilla y tejió una red para atrapar a toda la parvada. Desde niño soñaba con viajar a Júpiter. Visitar la Luna le parecía cursi. ¿Marte? ¡Qué va! Júpiter, Júpiter. Quería ver el planeta de Zeus, la estrella fallida. Deseaba perderse en su gran mancha carmesí. Una semana después, su máquina-pájaro estaba lista. Saldría al despuntar la mañana. Los habitantes del pueblo se reunieron desde muy temprano en la pradera para organizar una gran fiesta de despedida, y cuando la máquina-pájaro comenzó a elevarse todos aplaudieron y gritaron frases de aliento. “Ganímedes, éste es tu día”, se dijo mientras el pueblo se hacía cada vez más pequeño. Apuntaba todos los pormenores, trazaba rutas e imaginaba que sus memorias, llamadas tentativamente Viaje a Júpiter, se publicarían en todo el mundo. Pero sus sueños se vinieron abajo la cuarta noche, con la llegada de la primera nevada. Ganímedes miró con tristeza sus apuntes: la nevada había llegado una semana antes de lo que había pronosticado. Los peces boquearon y sus alas dejaron de batir; la máquina-pájaro se vino abajo en silencio. Con el paso de los años la pradera se cubrió de asfalto y los árboles fueron suplantados por postes de luz. De Ganímedes sólo quedó su leyenda y una pequeña estatua cubierta del excremento de los casi extintos peces voladores.
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“¿Y esos?”, preguntan los niños, señalándolos. “Vienen de Júpiter”, responden los abuelos, con una sonrisa en el rostro.
LA INVENCIÓN DE NAIM Daniel Zetina @DanieloZetina
Con sencillos instrumentos, y dependiente de la corriente eléctrica, Naim inventó una máquina que recrea recuerdos sobre sucesos que la gente nunca vivió. Con la capacidad, además, de fijarlos de una vez en la memoria real del usuario. Así, por ejemplo, el mismo Naim pudo recordar cómo su abuelo jugaba con él a los tres años, mientras el abuelo sumaba ya un lustro de muerto mientras Naim no recordara nada antes de los seis años de vida. La siguiente usuaria fue la esposa de Naim, de nombre Tonantzin, quien pudo recordar el parto de sus sobrinos gemelos, que había parido su cuñada en San Francisco (en realidad, Tonantzin conoció a los gemelos hasta que cumplieron tres meses y no se llevaba bien con su cuñada). Después de aquello, Naim “el Inventor”, como se le conoció desde entonces, abrió un consultorio en la loma de un cerro en la pequeña y húmeda ciudad de Xalapa, hasta donde subía la gente para animar recuerdos. Un mes después de la inauguración, se presentó en el consultorio el joven escritor Daniel Zetina, quien gracias a la máquina pudo recordar y escribir la historia de un hombre que con sencillos instrumentos, y dependiente de la corriente eléctrica, inventó una
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máquina que recreaba recuerdos sobre sucesos que la gente nunca vivió. Con la capacidad, además, de fijarlos de una vez en la memoria real del usuario.
LAS CICATRICES DE LA SOLEDAD Michelle Morales Castro @michelle_morals Para Adolfo, por dormir y despertar siempre con sueños
Cuando vio el llanto quemado de su madre —ahogado por las brasas ardientes del fuego a su alrededor, derretido por el calor que la muerte traía consigo—, cuando divisó cómo los ojos de aquella mujer se volvían opacos, como la gelatina expuesta al sol, y sus labios se deshacían cayendo en jirones cenizos; cuando vio el cuerpo, de quien le dio la vida, retorciéndose sobre la pila funeraria de su padre recién muerto, fue entonces que el miedo le faltó y se arrancó el dolor para lanzarse a las llamas y darle un beso a su madre, el cual pensó la salvaría de morir incinerada junto al hombre que ella amaba. De aquella muerte heroica de su padre —un guerrero chatria de la India del norte— y de la dramática inmolación ritual de su madre, lo que le quedó fue una profunda tristeza y un ardor en la piel que no cesaba, a la altura de su corazón. Ese dolor hacía refulgir las cicatrices que en su pecho yacían, consecuencia del terror a quedarse solo. El niño olvidó las risas, los juegos, las alegrías. Creció así. Los amores eran cosa para alguien más. Él estaba sin estar, se hacía
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pequeño entre la gente, casi imperceptible, escondiendo no sólo el corazón sino también el cuerpo quemado de tanta desolación. Los surcos invertidos dibujaban las remembranzas abrasantes en su pecho. Saberse así le lastimaba y lo obligaba a hacerse invisible, a quitarle importancia a lo que dentro de él vivía. Prefería darle albergue a emociones reprimidas. Y, simplemente, dejó de sentir por el miedo a ser lastimado. Cuántas caricias había perdido, cuántos besos desconocidos, cuántas palabras de aliento rechazadas… y se arropaba del frío con el miedo, se cubría del sol con el pánico, se protegía de la lluvia con el pavor. Y lo logró, nadie lo veía, nadie lo percibía. La joven apareció de la nada con un destello de beldad que hasta mágico parecía. Lo miró desde lejos entre la multitud y se acercó para susurrarle en el oído: “eres hermoso, es una lástima que hayas dejado de sentir”. Se alejó sin más. Consternado, el joven despertó de ese breve letargo que sus palabras le habían dejado; hace tanto tiempo que nadie lo había notado entre el mar de personas. Reaccionó y la buscó con la mirada para seguirla, pero ella se alejaba cada vez más. Aun así, él no la perdió de vista y, sin importarle la gente, avanzó entre las personas. Ella se deslizaba por las estrechas calles, él corría para que no se le escapara. Ella entró en una pequeña casa, sin dudarlo él la imitó. Perdido, miró a su alrededor y nadie se percató de su existencia. El color negro inundaba la habitación y los llantos ensordecían las paredes de arcilla que parecían derretirse, así como lo hacían las velas alrededor de la joven, la misma mujer que, minutos antes, en la calle tenía esa belleza mágica. Ahora se encontraba recostada y sin respirar en el centro de la habitación. Él sintió el mareo, no soportaba verla y quiso salir a caminar. Al abandonar la habitación, encontró a la joven frente a él. Con una sonrisa en los labios el joven la abrazó. Ella le dio un beso en la mejilla y le dijo al oído: “eres tan hermoso, es una lástima que estés tan muerto por dentro y ahora sólo seas un fantasma”.
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TERRAFORMAR Ramón Fernández Ayarzagoitia @ram_fa
—Verá, señor presidente, el objetivo de terraformar a Marte nunca fue el de mudarnos allá. Eso sería caro e ineficiente —Tyson estaba entrando, junto con el presidente, al cuarto de proyecciones—. El objetivo era encontrar la manera de cambiar a la tierra: volver a hacerla sustentable; restaurar lo que ya destruimos —cuando entraron, el científico encendió un gran holograma al centro de una mesa. Una enorme estructura cilíndrica, con un color entre gris y rojo, apareció frente a los ojos del presidente. Tyson tecleó unos comandos y la estructura se separó en diferentes partes para mostrar las diferentes características de la misma—. Este fue nuestro proyecto original. Puede apreciar aquí la zona de plantas extintas, las jaulas de animales, el terraformador atómico de primera generación. El objetivo fue crear ecosistemas que en la tierra sean potencializables por un factor de 100… —el presidente lo interrumpió— ¿Cuál es el problema, Tyson? Tu proyecto ya lo conozco. Ya lo rechacé dos veces. ¿Para qué quiero yo rellenar a la tierra de tigres y orquídeas? —Tyson se acercó a la puerta y la cerró, mientras hacía un guiño nada sutil a los guardaespaldas del presidente. Lo volteó a ver con una cara fría y maniática— Su error fue pensar que podía más que la capacidad creadora. Hace años que el proyecto está funcionando y en pie (hace años que ya no vive usted en la órbita de la tierra, de hecho). Ni siquiera se dio cuenta de que su adorada estación espacial, desde la que menea su arrogante dedo, ya está a un planeta de distancia —Tyson oprimió el botón que transparentaba las paredes. Se acercaban rápidamente al planeta rojo. El presidente sintió cómo se aflojaban sus piernas, mientras una ola de vómito subía por su garganta. Tyson seguía viendo al planeta rojo y no le prestaba atención al hombrecillo que vomitaba en el bote de basura—
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¿Que cuál es el problema? Hicimos una torre de vida y alimentamos a esa vida con energía nuclear. Lo que creamos está mucho más allá de un simple ser vivo. Creamos organismos con inteligencias propias y dolores históricos. Ellas saben que no deberían estar aquí. Ellas ya no creen en sus dueños. Lo veían en la tele. Me escuchaban hablar de usted y llamarle “el creador”, pero no entendieron el sarcasmo. Tienen memoria, y piden la cabeza de su dios: usted. Me temo que no me queda de otra más que entregárselas —el presidente sentía que de pronto la realidad había dejado de tener sentido—. ¿Ellas, quiénes? Nada de lo que me estás diciendo tiene sentido ¿A qué te pueden obligar unos… seres… a un planeta de distancia de la tierra? —Tyson se limitó a sonreír. Hizo un gesto y los guardaespaldas agarraron al presidente por los codos. La nave estaba entrando a ese cilindro que no debía existir y estaba preparándose para el aterrizaje. Los guardaespaldas bajaron al presidente y lo llevaron al centro del gran patio en la base de la torre. Ahí lo soltaron y dieron unos pasos para atrás. La estructura comenzó a vibrar y toda clase de raíces y ramas comenzó a surgir de cada grieta y pedazo de tierra en la torre. El presidente se empezó a preguntar si más bien era la torre misma la que estaba cambiando, como si los ladrillos rojos y muertos hubieran sido una conveniente máscara detrás de la que se escondía un ser enorme. En donde antes había una estructura sin vida ahora encontraba un cilindro verde, hecho de toda clase de plantas. El presidente estaba a punto de comenzar a correr cuando observó cómo diferentes ramas y raíces brotaban desde el suelo y se entretejían para crear las formas de dos tigres. Inmóvil, el hombre observó que la mirada penetrante de los dos seres estaba formada por una delicada colección de flores amarillas. De los hocicos parecían salir diferentes lenguas serpentinas y verdes, y parecían probar el aire, amenazando que nada de lo que pasara ahí pasaría sin ser percibido. Pasmado, trató de dar un paso para atrás, pero descubrió que no podía. Volteó hacia sus pies: unas ramas le habían agarrado los talones y subían en forma de columna alrededor de su cuerpo. Rápidamente se encontró envuelto en un cilindro de ramas y
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raíces, sus pies a un metro de la tierra. Una gran raíz, húmeda y pálida, comenzó a introducirse por la boca del presidente, e instantáneamente el hombre sintió una descarga infinita de voces y sensaciones. Le contaban de la historia de la Vida y le mostraban el dolor que significó el breve paso de la humanidad por ella. El hombre lloraba mientras al mismo tiempo veía que su existencia humana era descargada en el sentido contrario. Los seres que ahora estaban dentro de él sentían algo muy parecido a la decepción. Todo acabó en unos cuantos minutos, pero el presidente sentía que había durado una eternidad. Tyson veía todo el espectáculo con una cara hambrienta. Su mano acariciaba a uno de los tigres— ¿Que por qué tenía que hacerlo? —de sus ojos comenzaron
a
brotar
pequeñas
ramas
con
delicados
bulbos.
Comenzaron a florecer. El presidente ya no escuchó el resto de la explicación.
OTRO CAFÉ, POR FAVOR
Alfonso Villar @Villar_Alf
Era el primero. El cálido aroma del café serpenteaba por cada uno de los rincones de aquel minúsculo sótano. Siempre me tomaba uno cada vez que asistía a una ejecución pública. En épocas pretéritas las personas se reunían en las plazas para ver estos espectáculos al igual que hacía yo al encender el ordenador. Allí, sin embargo, la gente podía oler el miedo de los condenados. «Introduzca su nombre de usuario.» Por desgracia, la tecnología no permitía aún ese tipo de detalles que, en mi humilde opinión, marcarían la diferencia. En cualquier caso,
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lo realmente importante era la conexión. Ahí abajo la calidad no siempre era aceptable, de modo que los vídeos sufrían ralentizaciones que provocaban muchas veces que te perdieras lo mejor: ese momento justo en que el guillotinado siente el primer milímetro de hoja segando su cuello; los quemados en la hoguera que comienzan a oler su propia carne chamuscada; el último estertor del ahorcado antes de ensuciar todo el patíbulo… La imagen del ordenador —uno de esos blancos tan modernos: siempre hemos estado a la última— mostraba a la vez cuatro ventanas abiertas a esa tendencia humana tan recurrente por asesinar al prójimo. Todos eran víctimas de la barbarie, pero yo siempre la adoré desde el principio de los tiempos. Me detenía a observar cada uno de los detalles escabrosos y grotescos, pero mis pensamientos tan sólo divagaban entre la taza de café casi vacía y la pantalla. No era mi cerebro el que disfrutaba, sino el interior de mi propia alma. Los tiempos habían cambiado y era toda una suerte que yo me hallara en el bando de los vencedores. Quién lo habría dicho cuando empezó la guerra más antigua de todas. Por mi mente pasaban tantas imágenes de la época en que me tenía que esconder… ¡Cómo es la vida! Ahora que podía campar a mis anchas por el mundo y disfrutar con las atrocidades de los hombres —debidamente aguijoneadas por mí en sus mortales corazones— prefería quedarme en casa y ver el espectáculo desde el sofá. —Ponme otro café, por favor. El Bien se incorporó haciendo sonar sus cadenas. Fue hasta la cafetera e introdujo otra de las cápsulas rojas que tanto me gustaban.
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CONFLUENCIA Mariángeles Abelli Bonardi @queenmab1974
Paralelas, previas y últimas sensaciones le indicaban a Violeta que lo suyo no se limitaba a una cuestión de estrés: detestaba los gatos. La dueña del museo era pródiga en mimos y platos de leche, pero ella no se atrevía a decirle que los detestaba y, mucho menos, pedirle que los sacara a la calle. No había palabras que hicieran justicia a ese miedo visceral que, de tan antiguo, parecía haber nacido con ella. Ahora mismo, le roía las entrañas, pero el día aún no menguaba y quedaban obras por valuar. Se puso los guantes de goma que siempre tenía en la cartera y, con disgusto, llevó a los gatos al baño y los dejó encerrados. El ventiluz era alto y la leche abundante: nada de qué preocuparse. Ya en la cocina, tiró los guantes y volvió a la galería. Estaba tan absorta en su trabajo que el ruido a vidrios rotos rompió su ensimismamiento. Violeta corrió hacia el final del pasillo y no pudo sustraerse a la ironía: la pelota reposaba entre los cuadros del período cubista. A la hora de la siesta, los chicos poblaban el parque y ninguna claraboya se salvaba. Nunca le había gustado el fútbol y, en esos días, menos que menos. Apenas comenzó a juntar los vidrios, lamentó deshacerse de los guantes. La sangre era profusa en el pulgar y empezaba a invadir la palma. Otra mueca de disgusto le volvió a contraer los labios: primero los gatos, luego el fútbol, y ahora esto. Violeta se incorporó, y con la mano herida apoyada en el envés de la otra, se dirigió hacia el baño. A mitad de camino, algo indefinible la indujo a volver sobre sus pasos. Entró en el salón dedicado a los celtas y contempló a la mujer que, plasmada en el mural, parecía liderar la batalla. El pelo, tan largo y rojo como el suyo, la hacía sobresalir e incrementaba su actitud
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leonina. No podía dejar de mirar. La sangre rebalsaba del cuenco de sus manos, goteaba hasta el piso y recalaba, inexorablemente, en la base del mural. La mano que empuñaba la espada también comenzó a sangrar. Los hilos recorrieron el marfil del brazo, llegaron al codo y tocaron tierra, pero ésta no los absorbió. Llegaron a las baldosas y fueron
confluyendo
en
el
charco.
Paralelas,
previas
y
últimas
sensaciones volvieron a atenazarla. No les hizo caso. Se acomodó en la montura, oprimió los flancos del corcel y soltó las riendas.
LA BOLSA VIAJERA, EL ANCIANO ESPÍA, LA PALOMA SIN CABEZA Y LA CALAVERA DE AZÚCAR Antonio López Sevilla @snowtraum
El título puede que lo diga todo, pero en realidad cualquiera de esas palabras no dicen nada sin algo detrás que las acompañe. Hay que vaciarse de realidades para llegar a llenarse de historias. Todo puede empezar en un día de otoño que parece de verano, por llevar la contraria. Seguir con la descripción de un paisaje colorido, cual acuarela en medio de una monótona ciudad gris. Llegar entonces al lugar de los hechos, una alfombra verde y ocre salpicada por personajillos insignificantes para estas letras. Es ahora cuando podéis comenzar a leer de verdad, o seguir imaginando, el marco ya está listo para cualquier divagación.
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Una bolsa aparece por el pedregoso camino como buscando una dirección, siguiendo una ruta con sentido, una simple bolsa de plástico que parece que se ha complicado la vida. Por un camino perpendicular pasea un viejo sombrero con su correspondiente anciano sosteniéndole sobre su cabeza cana, la cual se completa con unas gafas de sol de aviador de la Segunda Guerra Mundial y un bigote peinado a primera hora de la mañana. El traje apolillado y los zapatos lustrosos añaden lo necesario para pasar desapercibido ante miradas indiscretas. Mientras que sus pequeños ojos negros escudriñan la trayectoria tan aparentemente perfecta que va realizando aquella bolsa más allá de sus gafas de aviador. Observando todo esto, o no, quién sabe, las palomas siempre me han parecido de lo más misterioso del reino animal, encontramos una rama más frágil de lo recomendado con una paloma más grande de lo normal, como si acabase de volver de una cena de Navidad, con cabeza, todavía. La bolsa sigue avanzando, titubeante, eligiendo si bifurcarse en aquel cruce o no, volviendo hacia atrás un momento y, apoyada en sus asas, como observando las pocas nubes que se mueven lentamente, a su ritmo, espera un nuevo golpe de viento que la ayude a avanzar. En esos momentos de incertidumbre piensa en todos los viajes que ha ido realizando desde su fábrica de reciclado en Rotterdam hasta lo que espera que sea el final de su búsqueda aquí, ahora, pasando por mil y un ráfagas de aire, por cientos de manos y decenas de casas hasta ser libre. Tantos vericuetos apabullan la cansada comprensión del anciano. Agachando la cabeza, con una mano cogiendo su traje y la otra tratando de aferrarse a su querido sombrero, para que el repentino vendaval que se ha levantado no se lo lleve, empieza a seguir a la bolsa, que iba cada vez más aprisa, y es que su olfato de viejo sabueso le decía que ahí pasaba algo.
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La paloma también sentía aquella inesperada perturbación en la fuerza del viento, dado que la rama que sorprendentemente aguantaba su peso se balanceaba violentamente. Iniciaba entonces la acción de vuelo ruidoso que tanto caracteriza a las palomas, un batir de alas exagerado, un movimiento de cabeza inverosímil y un impulso de sus patas muy poco artístico, pero eficaz al fin y al cabo. Con una sonrisa literalmente pintada, junto a un paisaje rural con sus vacas y sus gallinas, la bolsa gozaba de aquel viaje, hasta que se enganchó en una rama de un árbol centenario, solitario, con una gran cantidad de hojas amarillentas y frutos maduros a sus pies; fue entonces cuando se dio cuenta de que había llegado al final de su trayecto, la razón de su existencia, su origen y su horizonte vital. Sin un lugar desde dónde observar sin ser visto, el anciano espía no podía más que quedarse lo más quieto posible, cual niño de seis años jugando al escondite inglés, contemplando la danza que empezaba a tener lugar entre las ramas de aquel viejo árbol y la bolsa que perseguía, un baile que nacía con la bolsa queriendo acercarse al tronco mientras que las ramas intentaban librarse de ella, continuaba con un movimiento envolvente de la bolsa en torno a una de las ramas principales y acababa con un reptar casi intencionado en dirección al corazón del castaño centenario; ese 'casi' desconcertó al espía, porque de 'casi' pasó a ser un avance con total sentido e intención. Al fin la paloma comienza a volar, sintiéndose invencible no tiene en cuenta que su propio peso puede más que sus alas, cayendo en una espiral de descontrol perpetrada por la gravedad. Envuelta en una sensación de éxtasis impropia de una bolsa de plástico reciclada, se funde con su creador, el castaño centenario, volviendo al hogar tras haber pasado un sin fin de peripecias, con unas ganas infinitas de compartirlas, pero sin forma de hacerlo, la última anécdota que dejar en el limbo de las bolsas recicladas. Desde el punto de vista del espía jubilado lo único que se puede apreciar tras la inimaginable fundición es un fogonazo de luz solar proveniente del tronco del castaño, una luz que le revelaba también a él
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su origen y su final. Nada de diapositivas mostrando lo vivido y lo olvidado, sólo una imagen fija, música de feria y un tiovivo y una noria en el puerto tras un inmenso algodón de azúcar, cuyo sabor iba recorriendo sus papilas gustativas hasta su último aliento. La infantilización de la muerte como legado de irreverencia ante todo lo relevante en lo que le obligaron a ocupar su mente desde aquel instante. Demasiado cerca del suelo la paloma reaccionaba intentando frenar su inevitable caída, distraída por una luz de intensidad explosiva torcía el cuello en el momento justo del impacto. El sonido del barro contra el suelo hubiese alertado a cualquiera si alguien anduviera por allí cerca, pero la milagrosa transformación no fue vista por nadie, y menos aún la posterior cercenación de su cabeza. ¿Y si no había nadie para contemplar todos y cada uno de estos acontecimientos que aquí se relatan, cómo es que la historia puede ser contada con tal convicción? Porque no es alguien por quien hay que preguntar, sino algo, la calavera de azúcar y sus historias para conmemorar la alegría del último viaje.
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REVOLUCIÓN Carlos Román Cárdenas
FB
Algunos afirman que tardó demasiado en estallar; otros, que era sólo cuestión de tiempo. Lo cierto es que su inicio fue por mero accidente. Todo comenzó en una fábrica de cosméticos a las afueras de Nueva Jersey. Allí, los efectos de un fijador de perfume ocasionaron una reacción inusitada en animales de laboratorio. Los primeros en reaccionar fueron los roedores, luego le siguieron los conejos. El efecto fue inmediato, pero imperceptible para el ojo humano. El cambio se generó dentro de sus pequeños cerebros, donde zonas que antes no eran utilizadas, de pronto despertaron.
Tomaron
consciencia,
aprendieron
a
observar
los
movimientos y rutinas de sus captores, aprendieron a comunicarse telepáticamente entre ellos. Pronto se dieron cuenta de que el efecto liberador era ocasionado por una sustancia; entonces, procuraron no sólo consumirla a escondidas, sino ponerla al alcance de otras especies. El plan llevaba en la simpleza su brillantez: por las noches, dos ratas escaparían y llevarían consigo suficiente fijador para repartir entre los de su especie; primero en los basureros y cinturones de miseria de la ciudad, luego en el mismo corazón de ésta. Antes de que amaneciera, regresarían al laboratorio. Así lo harían durante meses, hasta formar legiones de animales inteligentes, dispuestos a rebelarse. Al darse cuenta de que el plan estaba funcionando, ratas y conejos compartieron cientos de frascos con otras especies: perros, gatos, cuervos y cucarachas. Habían desarrollado a tal grado su capacidad cerebral, que ahora eran capaces de comunicarse entre ellos. Cada semana se juntaban en alcantarillas y callejones, discutían sobre estrategia militar, tácticas de guerrilla, propaganda…
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El documental contaba, de manera dramatizada y campechana, sobre la revolución animal de aquél ya tan lejano año del 2073. Nadie le ponía atención. Sentados a la barra, humanoides de apariencia animal, miraban asombrados cómo el chef de ojos saltones y piel escamosa manejaba, con sus tentáculos, cuchillos y hachas. Era todo un artista el canijo. “Mantra: sushi de autor”, era el nombre del lugar. Costaba trabajo entrar, pero la experiencia valía la espera, aseguraba la crítica. Cuando por fin el lugar se llenó, se apagaron las luces. La tímida iluminación provenía ahora de candelabros con velas encendidas. De la puerta de la cocina, vino hasta la mesa del chef, el que sería el platillo principal de la velada: un ser humano fresquecito, de granja, libre de antibióticos y hormona del crecimiento; orgánico, pues. Venía amarrado de pies y manos, con cuerdas vocales extirpadas y el terror dibujado en el gesto. …fue así que, tras varios años de guerras y matanzas, los animales por fin tomaron el control del planeta. Luego, vino el largo proceso evolutivo. El chef lo puso boca arriba y, de tajos precisos, realizó cortes poco profundos en cuello, muñecas y tobillos. Luego lo cargó y ensartó en un gancho que colgaba del techo. Tomó con varios de sus tentáculos los bordes de piel y, de un tirón, la arrancó. El pobre muchacho nomás peló los ojos, sorprendido de ver su masa de músculos al descubierto. Los comensales aullaron, ladraron y rugieron mientras el chef deslizaba sobre los platos lajas de piel finamente cortadas. Después, anunció orgulloso: —Primer tiempo: carpaccio de piel humana orgánica, aderezado con limón, perejil y aceite de olivo… —haciendo luego una pausa breve, para dar oportunidad al aplauso. Una vez terminado de servir el primer platillo, descolgó al desollado infeliz y lo puso sobre la plancha, le sujetó el cuello y piernas con correas de cuero y, una vez inmóvil, procedió a la preparación del
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plato fuerte. De uno de los cajones tomó un cuchillo mediano -parecido a un bisturí- e hizo un corte en el tórax; con un martillo partió el esternón y con unas pinzas abrió el costillar, dejando al descubierto corazón, pulmones y demás órganos. Con el tercer tentáculo cogió una cacerola llena de aceite hirviendo aderezado con hierbas finas y la vertió sobre la cavidad, friendo al contacto todo lo que tocaba. El sujeto se zangoloteó, gimió del dolor. El chef repartió en cada plato porciones generosas de los dentros, luego los bañó con una salsa de manzana y mango. Miró triunfante al horizonte y exclamó –mientras una lágrima de tinta bajaba por su rostro púrpura-, conmovido por el cálido recibimiento de tan distinguida clientela: —Segundo tiempo: menudencias a la Pompidou —chicharrones se escuchaba muy naco—, pasadas por salsa elaborada con frutos de la estación. La televisión seguía encendida, todos continuaban sin prestarle atención. Un niño de aspecto felino, pidió a sus padres permiso para ir a ver caricaturas. Cuando le pedía a uno de los meseros cambiara de canal, se escuchó en voz del narrador en pantalla: …no se pierda mañana, dentro de La Semana de la Revolución, el especial “Vida y obra de nuestro profeta: Calvin Klein”, sólo por History Channel UHD…
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LA ESCALERA Damaris Gasson @damarisgasson
Por cuarta o quinta vez, Josefina contemplaba las escaleras de piedra allende a su casa. El muro derecho de la escalera, maltratado por los elementos, el muro izquierdo mejor conservado, y al final de los doce escalones (contados infinidad de veces) una lamparilla de hierro forjado y una ventana a la izquierda del mismo material. Ni la ventana se abría ni el farol se encendía, y Josefina ya se había tomado el trabajo de vigilar las escaleras una que otra noche, por la sencilla razón de que nunca veía subir a nadie por ellas. Antes de que se diera cuenta de este hecho, jugaba con sus amiguitas en el parque y a una de ellas se le ocurrió sugerir que jugaran al escondite; esa niña se tapó los ojos y empezó a contar hasta 20, tal y como lo establecen las reglas del juego, y Josefina pensó que sería una excelente idea subir corriendo los doce escalones y esconderse arriba, pero una extraña repulsión se lo impidió y corrió hacia el árbol más cercano. Picada por la curiosidad, observó a sus otras compañeras de juego, pero ninguna subió por las escaleras, como si no existieran siquiera, y si se acercaban, enseguida desviaban el rumbo hacia otra parte. A partir de ese día, Josefina montó un puesto de vigilancia frente a las escaleras (sus escaleras, pues en su mente ya las consideraba suyas) y observó que efectivamente nadie subía por ellas, ni siquiera un perro callejero, y la gente sencillamente parecía ignorar que estuvieran allí, pues ni una mirada de extrañeza o reconocimiento se develaba en sus ojos; nada, como si no existieran. Hasta que un día vio a una viejita subir por ellas. De la sorpresa se paró del banco del parque y sin acercarse observó el paso cansino de la viejita y su trabajoso ascenso, uno… dos… tres… hasta que alcanzó
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el duodécimo escalón y dobló a la izquierda. Maravillada por este descubrimiento, Josefina intentó correr en pos de la viejita, pero una extraña clase de temor se instaló en ella (más que temor, precaución), así que decidió redoblar su vigilancia. Como estaban en período vacacional y la madre de Josefina trabajaba dos turnos, pudo pasarse casi todo el día en el parque, vigilando. Las apariciones de la viejita eran esporádicas, pero lo más curioso era que la viejita nunca bajaba las escaleras, sólo subía. Y siempre acarreaba una cesta tapada con un mantón negro, al igual que su ropa y su mantilla, pero la gente tampoco parecía darse cuenta de la existencia de la viejita. De súbito, empezó la gripe española a azolar el pueblo de Josefina. Llantos y cruces blancas de cal señalaban las puertas y ventanas en donde había penetrado la terrible enfermedad. Y, por miedo, su madre le prohibió salir de casa mientras ella estuviera trabajando; le hizo prometer sobre una biblia que le obedecería, y le dijo que no soportaría perder a su dulce niña por esa enfermedad. El primer día Josefina obedeció, pero para el segundo día ya no soportaba la curiosidad y salió a la calle. A dos cuadras de su casa había una puerta con una cruz blanca dibujada y de ella vio salir a la viejita. Se escondió detrás de un muro y observó cómo la viejita aceleraba el paso para llegar a las escaleras y ascender por ellas. Esperó un buen rato para verla bajar por las escaleras, pero la viejita ya venía bajando de otra cuadra casi jadeando, para siempre subir por las escaleras. Josefina realizó otro intento de subir, contó los escalones, sintió la llamada de esos muros de piedra, pero parecía que una malla invisible le impidiera dar un solo paso. No había forma, sólo la viejita podía subir y nunca bajar por las dichosas escaleras. El cura del pueblo culpó a los vecinos de haber atraído a la enfermedad por sus pecados y convocó a una procesión del santo sepulcro. La mamá de Josefina la obligó a ir y en verdad era espeluznante escuchar la tos entre las letanías y el asfixiante humo de las velas. Pero la idea del cura, lejos de apaliar los estragos de la
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enfermedad, le dio nuevos bríos. Al día siguiente eran más las casas con cruces blancas y más las carretas tapadas con sábanas que Josefina veía desde la ventana de su casa. La mamá no estaba trabajando y no cesaba de tocar la frente de Josefina y la de ella misma en busca de la fiebre predecesora de los terribles síntomas de la epidemia. Mientras su mamá se recostaba para descansar de la constante ansiedad, Josefina aprovechó y saltó por el murito de atrás de su casa para ver si tenía la suerte de volver a ver a la viejita, pues, pese a todo, su curiosidad no había cedido ni un ápice. Aunque no se hacía muchas esperanzas, pues la mayor parte de los ancianos de su pueblo habían fallecido o estaban infectados. Pero la vio de nuevo, saliendo de una de las casas de las cruces blancas y dirigiéndose inexorablemente hacia las escaleras. En ese momento no recordó haber visto a la viejita en la procesión y le extrañó, pues reconoció a todos los vecinos sanos que aún quedaban en el pueblo. Pero siendo una viejita, Josefina asumió que automáticamente debería haber sido mínimo beata o una fervorosa creyente de la religión católica, ¿podría ser una hereje? Y, finalmente, Josefina se paró al pie de la escalera dispuesta a seguirla. La viejita volteó y le hizo señas con la mano para que subiera. Josefina comenzó el ascenso, uno… dos… tres… y a medida que subía sentía que su cuerpo crecía aceleradamente, cada vez mayor. Para cuando llegó al duodécimo escalón, Josefina ya era una anciana vestida con un ropaje negro y una cesta. Observó sus manos, arrugadas y nudosas como ramas de un árbol añejo, y escuchó a la viejita decir: “Ahora es tu turno al fin: puedes subir, mas no bajar las escaleras”.
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LA PELEA
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Bruno Delgadillo
Mis pasos apenas eran un murmullo sobre el musgo que pisaba bajo mis botas rellenas de piel mullida; las huellas en el bosque se habían borrado y se confundían entre si, con la helada lluvia que caía, y del verde suelo se elevaba como un espectro de ensueño la tímida neblina de la tarde. Con la zurda llevaba en alto la nueve milímetros cargada a tope, en mi espalda el rifle de frontera y en la cadera mi cuchillo de cazador. Con todas mis armas y mi ropa de invierno, que parecía más una coraza, me sentía vulnerable y el bosque seguía demasiado silencioso, las ramas de los árboles se movían de forma errática. Una semana antes, había salido en mi tercera expedición fuera de la colonia, desde el fuerte Roanoke con una partida de treinta rastreadores. La misión era la misma de siempre: abrir nuevas rutas, cazar y, si era posible, rescatar el equipo y la mercancía de otras partidas infructuosas. Un ataque tras otro de aborígenes y animales salvajes había mermado las fuerzas, la munición, las reservas y el espíritu combativo. Cada día bajo la lluvia o el aguanieve, trepando crestas, colinas nevadas, comiendo raíces, hongos y bayas, orinando sobre nuestros mismos trajes (para no abandonar la vigilancia del campamento)… parecían solamente los pasos de una lenta bienvenida a un infierno de nieve y bosque. Tres habían muerto envenenados por la comida, otros tres de pulmonía, a diez los mataron en un caótico encuentro con los aborígenes. Una raza de humanoides con cabeza de águila, piel espinosa, enjutos, fuertes y livianos como tallos de bambú, con un cuero tan resistente como un chaleco antibalas. Tres días escapando por el empantanado bosque de coníferas, y habíamos perdido contacto con una avanzada de tres hombres que se
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dirigían hacia el sur en busca de un atajo que nos llevara de regreso al fuerte. Como ya dije: todo estaba demasiado silencioso, y eso me ponía muy nervioso, me traía malas memorias. —Capitán —murmuré por la radio—, aquí Alfa, ¿me escucha? —Recibido, Alfa, te escuchamos —respondió a través de la auricular. —Estoy en el punto de encuentro, pero… —voltee en derredor al percibir un murmullo en un matorral de helechos cercano. Acompasé mi respiración, tenía el cuero del espinazo erizado de nervios y miedo sordo. Mis labios, mi estomago y mis músculos estaban contraídos. “Algo anda muy mal”, pensé. —¿Alfa? —preguntó el Capitán— ¿Qué carajo está pasando ahí? Con el cañón de mi pistola de doce tiros levantado, me acerqué al matorral y lo rosé con mi mano cubierta por el guante blanco; el neopreno quedó esquirlado de sangre y entre los arbustos descubrí un brazo mordisqueado con lo que quedaba de un torso. El pánico me dominó por un momento y aparté la vista de golpe, me sentí mareado y no lo podía entender. Había combatido contra los indígenas, pero, a pesar de ser salvajes y primitivos, no gustaban de la carne humana. La bestia que había hecho eso era algo más grande, antiguo y terrible; un ser deforme, grotesco, maligno. Estaba muy cerca, podía sentirlo; casi podía oír de nuevo los gritos de mi esposa y sentir de nuevo su aliento en mi cuello con mi pierna rota y el corazón latiéndome con fuerza en el pecho y detrás de las clavículas. —¿Alfa, qué pasó con los exploradores? —Están muertos, Capitán, y la… cosa que los mató ya me está cazando. —¿Qué quieres decir, Alfa?
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Apagué la auricular de mi radio, pero dejé encendido el micrófono y el sistema de rastreo. El ruido de unos pesados pasos bajo unas ramitas rompiéndose me hizo voltear ciento ochenta grados. —Deja de esconderte, maldito —murmuré, apretando mis dientes. Un sonido como el de un alce me hizo voltear nuevamente, y una sombra de gran tamaño se escurrió de mis ojos a gran velocidad trotando a cuatro patas por el suelo cubierto de matorrales. Solté tres tiros, pero ninguno pareció acertar contra esa cosa. —¡Vamos, vamos, ven por mí, cabrón! —chillé con sorna, enfundando mi pistola y cargando el rifle. Un hedor dulzón de almizcle temeroso hendió el aire preñado de humedad, y se convirtió en el tufo de la carne putrefacta. Tropecé apenas a tiempo para no caer en un cráter lleno de cadáveres y cuerpos mixtos, medio devorados: entrañas regadas allí y allá, atestadas de larvas hinchadas, con nubes de moscas surcando el aire, revoloteando en mis oídos, zumbando cerca de mi nariz y mis ojos. Regresé sobre mis pasos a toda prisa, pero tropecé con las enmarañadas raíces de un fresno. Maldije, escupí. Al levantar de nuevo mi frente y sacudirme la mojada melena del rostro, lo vi: enorme, flaco, con su monstruosa cara de alce, su hocico lleno de colmillos afilados, sus enormes zarpas y sus ojos amarillos trapazándome como dos flechas. Se arroja sobre mí. Levanto mi rifle y le acierto un tiro, pero me embiste y mi espalda golpea un árbol. Con su hocico alargado me muerde el pecho, los hombros. Me cubro con los brazos, gruño y me esfuerzo por no gritar, pero el dolor implacable me obliga. Con la mano zurda trato de picar sus ojos. Sigue mordiéndome; me voltea, araña mi espalda y, convirtiendo mi ropa en girones, comienza a atacarme por la espalda. Me hago el muerto y aprieto los dientes para no dejar escapar mis quejidos. Me aplasta un poco y parece que pierde el interés. Con cuidado me arrastro hasta quedar bocarriba, desenfundo mi pistola, flexiono mi rodilla para apuntar mejor y disparo tres tiros antes de que pueda volver a atacarme. Oigo mi fémur crujir y astillarse. Rasga mi
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tráquea y pierdo el aliento saboreando mi sangre. Mordisquea mi brazo, pero raudo como el ataque de una serpiente desenvaino mi puñal con la mano derecha y se lo hundo en espalda y flanco izquierdo, una, dos, tres… hasta que pierdo la cuenta. El monstruo cae muerto, y yo miro el cielo gris mientras oigo voces lejanas acercándose.
3D
Manuel Solis @_artillero
Sudoroso, desnudo y goteando sangre que no era suya, Artifex tiró el grueso látigo al suelo, se acercó a la computadora y presionó con suavidad la barra espaciadora. El monitor lo iluminó, así como al enorme sótano de su casa; la mitad del cual parecía un matadero, con las paredes y el piso cubiertas de sangre y fluidos orgánicos. Sobre un apestoso charco carmesí y negro, el vendedor colgaba de unas cadenas fijadas al techo; su ropa formaba un triste montón en la esquina. Finos cables salían de lo que quedaba de su cabeza y rostro. Era una piñata de carne, con las riquezas del Reino de los cielos esparcidas sobre el suelo. La otra mitad del sótano estaba limpia, ocupada por una mesa de madera sobre la que se encontraba un complicado aparato y una silla junto a un escritorio. Artifex secó su rostro con una toalla y la puso sobre sus hombros, donde continuaba escurriendo sudor de su cabeza rapada. Se sentó con las piernas abiertas a causa de la acostumbrada erección que acompañaba sus horas de trabajo. Bebió agua y observó con calma en la pantalla el resultado de sus esfuerzos: los procesadores
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trabajaban traduciendo horas de dolor al lenguaje binario y de ahí a algoritmos y coordenadas espaciales. Un par de dientes del vendedor estaban pegados a uno de sus tobillos, los retiró y regresó su atención a la computadora. Seis años atrás había escrito el programa por mera fanfarronería, sólo como una muestra de su talento como programador: convertir los impulsos cerebrales derivados del dolor en imágenes digitales. Aunque causaron curiosidad a nadie le interesó, en especial los dibujos tan bizarros producidos por el programa. Artifex los creó causando dolor a un perro callejero, pero ahora, pensando que su creación, Magister, tenía un gran potencial, podría tener múltiples aplicaciones. Ante el nulo interés, lo archivó y continuó con su exitosa carrera. Dos años después le mostraron una impresora 3D y su imaginación voló. Mientras la máquina imprimía un lindo gato de polímero, Artifex sólo veía a los algoritmos de su programa cobrar vida. Un mes pasó y ya había comprado en Estados Unidos una impresora para metal en 3D y creado sus primeras piezas, torturando hasta la muerte a perros y gatos vagabundos. El resultado no era el que esperaba: sólo surgían plastas de material sin nada parecido al arte. Sin duda, el dolor rebasaba los primitivos cerebros de los animales. Mejoró el programa y consiguió otro sujeto de pruebas, uno humano; lo quemó durante horas con un soplete y el resultado fue asombroso: la pieza resultante era de una belleza única, propia; producía escalofríos al mirarla con detenimiento, como si el programa hubiera logrado captar el terror y el sufrimiento experimentados por la víctima. La escultura, de unos sesenta centímetros de alto y con una brillante pátina de color rojo, parecía una columna vertebral torcida de la cual salían docenas de brazos y piernas que se fundían unos a otros en agónicos apretones; por todos lados surgían llagas, testículos y ojos fundidos. Artifex, como se había autonombrado, observó largamente la pieza. Las partes del sujeto de pruebas con las que más había trabajado aparecían en la escultura, representadas de un modo u otro. Por mucho
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que el dolor nublara la razón, siempre quedaba un residuo de conciencia que dotaba a las piezas de “personalidad”, de algo único e intransferible por otros medios. Magister, su programa, retrataba en metal al alma humana bajo tormento. Artifex reflexionó sobre esto durante muchos días. Sin saber muy bien qué hacer con la escultura y movido por la curiosidad, la puso a la venta por internet. Para su sorpresa, obtuvo varias ofertas. Una en especial llamó su atención: le ofrecía mucho dinero y se deshacía en halagos tanto a la obra como a su autor. Por medio de un mensaje privado, comentaba que entendía que era una pieza producida por una impresora 3D, pero manifestaba su asombro por la genialidad con que el artista logró plasmar “tanta maldad, lujuria y dolor” en un pedazo de metal. Preguntaba con insistencia el título de tan magna obra, algo que a Artifex no se le había ocurrido y que, tras pensarlo un rato, lo resolvió llamándola sencillamente “27”. A partir de ahí, comenzó su fructífera relación con el vendedor, siempre bajo la condición de respetar la privacidad del programador. Artifex producía piezas y el vendedor las comercializaba en lo que al parecer era un mercado amplio y económicamente muy poderoso. Nunca encontraron objeciones a los altísimos precios que pedían, ni siquiera cuando Artifex produjo las que todo el mundo calificó como obras maestras: “5”, un estrangulamiento, y “8”, un empalamiento, por las cuales el dúo ganó una considerable cantidad de dinero y fama. Dos noches atrás, a bordo de su camioneta, se detuvo en un semáforo y observó maravillado un grafiti que representaba una especie de circo, o quizás una nave espacial. Estaba absorto cuando vio por el retrovisor al vendedor, siguiéndolo en su auto. Artifex lo llamó desde su celular y lo invitó a su casa. Mientras el vendedor se deshacía en nerviosas excusas acerca de que sus clientes querían conocer los métodos de tan sofisticado artista que ya iba por su obra vigésimo octava, el antiguo programador puso un narcótico en su bebida y el resto fue rutina.
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Magister terminó su traducción y la impresora comenzó a trabajar, sacando a Artifex de sus recuerdos. Algo parecido a un torso lleno de anchos cortes que recordaban a quijadas desdentadas comenzó a surgir. Artifex estaba fascinado, la obra prometía ser muy buena. Pese a que había repetido el método usado en “11” y en “63”, cada escultura era muy diferente; en ésta, el metal tenía una pátina negra que la volvía todavía más hermosa. Conseguir otro vendedor sería fácil, el mercado florecía y estaba ansioso de nuevas piezas. Decidió ponerle nombre de una vez y buscó la edad del vendedor en su credencial de elector. La pieza se llamaría “38”.
COVEN
Renate Mörder @renatemorder
La caravana avanza por el angosto desfiladero de montaña. El sol se muere en el horizonte y, con la escasa luz, las paredes de piedra caliza parecen muy cercanas, oprimentes. Siente que le falta el aire y las palabras se escapan de su boca: Podríamos quedar atrapados aquí para siempre. Las respuestas a su comentario no se hacen esperar: Dios jamás permitiría tal cosa. Nuestra misión es divina. Él no dice nada, no es hipócrita, sólo piensa en la recompensa y en lo mucho que le gusta meterle mano a esas amantes del diablo antes de entregárselas al obispo. El resto no le importa, él es su propio Dios. Lleva horas cabalgando con esos infelices. Ya se han perdido varias veces, pero ahora están cerca. Si el mapa dibujado con las
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indicaciones del hereje es correcto, al final de la grieta deberían encontrar la casa de las "hermanitas del infierno". De prisa, que llega el frio y hay que encender las hogueras, dice uno de sus acompañantes, irónico; los otros festejan la ocurrencia. Salen de entre las paredes que los aprisionan. Ahora sí corre un poco de aire, se siente mejor. Los que van delante de pronto se detienen. Él se asoma y ve una iglesia pequeña, de paredes claras que bajo la luz de la luna brillan como si fueran de plata. Se apean de los caballos y, mirando el crucifijo de la torre, caen de rodillas. Él los imita, finge que reza. Nos engañaron, dice alguien, el blasfemo nos mandó a una casa del Señor. El resto asiente, se queja, ya no habrá recompensa por la caza de las brujas, todo ha sido en vano. Vuelve a mirar hacia la iglesia: la luna está escondida y, ahora en las tinieblas, la cruz de su torre ya no se divisa. Algunos hombres entran a explorar, vuelven de inmediato. Es realmente una iglesia, nos timaron. El viento los despeina, silba anunciando la llegada de tormenta. Hagamos noche acá, Dios nos cobijará. Entran al templo, avanzan por la nave central. No ve ningún peligro, pero su corazón late desenfrenado. Los demás, ajenos a sus sentires, se acomodan en los bancos de madera, se quitan el calzado. Él, con sus manos sobre la espada, se acerca al altar y ve que la cruz está torcida; la mira fijo y nota que se mueve. Entonces se vuelve para comentárselo a sus compañeros, pero éstos ya duermen un sueño profundo. Se recuesta exhausto, el sopor lo invade y se queda dormido. Sueña que lo rodean unas religiosas que se quitan los hábitos y copulan con él haciéndolo gozar de una forma sobrenatural, que la cruz se invierte y un Cristo se arranca la corona de espinas y que viene el Obispo con su nariz de águila y lo mira obsceno mientras le frota la corona contra su rostro hasta lastimarlo. Se despierta gritando, dolorido y sangrante sobre la mesa del altar. Los ojos muertos de sus compañeros lo miran desde el suelo en donde yacen sus cuerpos desmembrados, inertes. Ahora el Obispo le clava el tenedor del hereje: las cuatro puntas afiladas penetran en su carne bajo la mandíbula y el esternón. Ya no puede hablar ni moverse, sólo puede ver la frase grabada. Balbucea: De Dios
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abjuro. Las brujas ríen hasta el cansancio, le quitan el tenedor, dejan que crea que se ha salvado y después le cortan la cabeza.
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CAJAS DE MÚSICA Ángel Linares
Cuando el primero de nosotros abrió los ojos, Muerte también lo hizo. Aunque su trabajo era comer, no podía evitar amar y admirar a ese simpático y enloquecido ser que acababa de despertar. Ella cantó la vida del recién llegado y de todos los que vinieron después, pues la carne no se quedaba callada, gritaba miles de historias que Muerte utilizaba para componer la sinfonía del mundo. Un día, ella escuchó algo nuevo: la voz de la carne se había alzado en miles de notas diferentes y luego se había vuelto un tímido susurro. Muerte conocía esa tonada, ya la había cantado antes; con otros rostros, bajo cielos y soles distintos. Era la canción de la extinción, el final de la sinfonía del mundo. Era cierto que cuando todo acabara, pasaría a formar parte de una música más grande, entonada por planetas y estrellas, pero nunca volvería a sonar igual, pues se fusionaría con ritmos extraños que la alterarían para siempre. Muerte cantó y saboreó notas llenas de vida que luchaban para no romperse. Era el movimiento final, así que había que hacerlo especial. Alzó sus brazos y entonces florecieron miles de cráneos. Todos estaban pintados con colores brillantes que recordaban a la sangre y los cubrían extraños diseños que los hacían diferentes unos de otros. Eran las cajas de música de Muerte, el último grito de la carne antes de volverse polvo. Cada uno había pertenecido a alguien; el amor, el odio, la brutalidad y la ternura de aquellas vidas habían guiado los diseños. Muerte los observó por un instante y entonces elevó su voz. Los cráneos empezaron a vibrar hasta volverse polvo de colores que se hizo música y se unió a la voz de la esquelética cantante, que fue a buscar a los últimos humanos. Cuando los encontró, escuchó sus voces monótonas; repetían una y otra vez las mismas notas para convencerse
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de que seguían vivos. Muerte cantó para ellos con la voz de generaciones ya olvidadas y ambas canciones se hicieron una. Ella sonrió como una niña: en este canto estaba lo peor y lo mejor, podía dar nueva vida o ser veneno. Al final sería la canción que los humanos habían creado con sus vidas la que los salvaría o los condenaría. Muerte contempló el espectáculo y esperó ansiosa para saber si renacería y vería el mundo con nuevos ojos, o si los cerraría con el último de nosotros.
LA SOMBRA DE ANA Carlos Enrique Saldivar
Conocí a Ana de una manera convencional, como se encuentran las parejas jóvenes que pululan en Lima. Fue en el patio de nuestra universidad hace unos años; yo estudiaba Literatura y ella, Matemática Física, carreras muy dispares, lo cual no impidió que hubiera una mutua y poderosa atracción en cuanto nos vimos, y que en los días sucesivos platicáramos hasta por los codos. A veces ocurre, dos espíritus afines se topan y aprenden a comunicarse, a escucharse, a depender mental y emocionalmente del otro. Hicimos el amor pronto, me ilusioné, aunque un temor me abordaba: siempre fui torpe en las cuestiones amorosas, no sabía cuánto me duraría el sentimiento, ni siquiera si nuestra unión sería breve, larga o definitiva. Ana era bastante elocuente, me presentó a sus amigos, a su familia, no se cansaba de decir que me quería. No fue hasta pasado el primer año en que decidimos hablar de sentimientos potentes: me dijo que estaba muy
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enamorada y deseaba tener una relación formal, en realidad «formal» significaba que seríamos una pareja estable y tendríamos que sernos fieles, honestos, leales. Acepté, por supuesto; como dije, nunca había tenido gran suerte con las féminas; mi actual compañera era preciosa, no deseaba perderla, de algún modo me hacía feliz, y el hecho de saber que yo podía llenarla de dicha me reconfortaba en demasía. No obstante, había algo en mi consorte que me inquietaba; al principio pensé que era su forma de caminar, luego me dije que era su manera de retozar sobre mí cuando teníamos relaciones sexuales, a ella no le gustaba la oscuridad total; la luz de una pequeña lámpara o de la televisión encendida la animaban de tal manera que me dejaba agotado y satisfecho. No, se trataba de algo más, de una cosa que estaba en ella y que yo adivinaba podía verse con claridad cuando Ana se quedaba quieta, sentada en la banca de un parque, sobre la arena de la playa al mirar el amanecer, en la terraza de su residencia; o cuando mi novia se hallaba de pie, bailando, o quieta, detenida en un tiempo y espacio inciertos, dimensiones a donde yo no podía acceder. Sí, había una cosa allí, y yo no podía verla, pero sabía que ahí se encontraba, en el bonito cuerpo de Ana; deduje que «esto» era visible con la luz, del día o artificial, sin embargo yo no podía contemplarlo. Y lo deseaba, claro que lo deseaba, porque, aunque le temía, sentía que debía penetrar en el recóndito secreto de mi pareja. «Aquello» me atraía, demasiado. Hace
un
año
acabamos
nuestras
respectivas
carreras
profesionales y nos graduamos. Ana me pidió formalizar nuestra relación por segunda vez, comprendí que se refería al compromiso serio. Accedí, durante una cena le di una sortija y pedí su mano. No señalamos una fecha para el casamiento, esperaríamos un poco más. Las cosas habían marchado bien hasta aquel momento, teníamos buenos trabajos y estábamos alcanzando la estabilidad, mejor era no acelerar nuestro tránsito unificado por la vida, ya habría tiempo para matrimonio, hijos y lo demás. Empero, mis planes se vinieron abajo pronto.
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Ana no se cansaba de repetir que me amaba. Me di cuenta de que mentía. Un hombre se percata, aunque tarda un poco, descubre ciertos indicios, ciertas manías en la pareja. Yo notaba las excentricidades de mi compañera, sobre todo cuando teníamos sexo; ella, a veces, en el ardor del acto, parecía abrazarse a una entidad intangible y me descuidaba, decía mi nombre, desde luego, «Mario, oh, Mario»; no obstante, mi enamorada estaba alejada años luz de mí. En otras oportunidades, cuando salíamos a pasear, mi novia miraba a cualquier lado menos a mi persona, incluso mientras me hablaba. En realidad, parecía observar a los alrededores de mi cuerpo, en especial el suelo, y yo le preguntaba qué veía, ella únicamente mostraba una sonrisa y me cambiaba de tema. Lo peor era cuando Ana estaba conmigo y susurraba a alguien más. Descubrí este proceder una noche que estábamos acostados en mi habitación, ella pensó que yo dormía. El hecho se repitió de forma constante; a mi consorte le gustaba dormir con un poco de luz, pero último su costumbre cambió, y en total penumbra siguió conversando con ese «extraño», pues no cabía duda de que era varón. Una vez le escuché decir a mi prometida: «te amo con toda mi alma, espero que siempre estés a mi lado». A veces ella se levantaba de la cama, dejándome, y se iba al pasillo del apartamento que compartíamos para decir su perorata de amor y deseos. Yo no sabía a quién le dedicaba tan apasionadas palabras; la espiaba y no veía a nadie. Esa situación antes que molestarme, me entristecía. La relación se enfrió, yo estaba convencido de que el corazón de Ana no me pertenecía y fui descubriendo que ya no estaba enamorado de ella. De modo que decidí finalizar lo nuestro. Fue el día de su cumpleaños, luego de una fiesta con familiares y amigos, donde hicimos gala de una gran hipocresía. Enfrenté a Ana y le dije que debíamos terminar. Lloró, suplicó, cayó de rodillas, sujetó mi mano y me pidió que por favor no la dejara. Yo no entendía. Ella me confesó todo, me
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dijo que la perdonara, que nunca me había amado a mí, que en realidad estaba enamorada de mi sombra. Comprendí
muchas
cosas
ese
día,
incluyendo
una
muy
importante: Ana y yo estaremos juntos siempre. Lo supe cuando recibí un abrazo y un beso. Hoy, el día de mi cumpleaños, decido dar el gigantesco paso. La sombra de Ana resalta sobre la cama; es hermosa, divina, sensual. Le digo que quiero acompañarla el resto de mi vida. Ella sonríe. La mujer, con mi sombra; yo, con la suya. ¿Funcionaría? La silueta se ha desprendido del cuerpo de la mujer, viene hacia mí en la casi penumbra, me envuelve, me lame, crece, se expande por toda la casa y me llena de un excepcional gozo. Sí, funcionaría.
EL DOCTOR
Laurette Flores @LoretinaSoy
A Javier se le hizo tarde para ir al hospital donde realizaba sus prácticas en ginecología. Se puso la bata blanca, se despidió de su madre con un breve adiós y salió sin desayunar. Al llegar a la esquina le hizo la parada a un taxi; éste se detuvo unos metros más adelante, donde una señora embarazada lo abordó. Javier no pudo evitar emitir un grito de frustración. La mujer asomó la cabeza por la ventanilla. —¿A dónde va, doctor? —le preguntó. —A Centro Médico. —Yo también, súbase.
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Javier abordó el coche lo más rápido que pudo. El chofer, un enorme y mal encarado tipo, arrancó y pronto estaban en una odisea a toda velocidad. El interior del taxi estaba decorado con toda clase de mercancía de bandas de rock y de las bocinas salía heavy metal a todo volumen. El tipo iba a exceso de velocidad, rebasando imprudentemente y pasándose los semáforos. Con cada curva Javier era proyectado contra la señora y su descomunal barriga. —Oiga, va muy rápido, baje la velocidad —dijo la mujer muy nerviosa mientras trataba de sostenerse de cualquier cosa. El chofer la ignoró por completo. Javier no objetó, él sí tenía prisa. Al pasar por un tope, Javier y su compañera de viaje se suspendieron en el aire para luego caer violentamente de nuevo en su asiento. La mujer gritó y continuó gritando de dolor. —¿Está bien, señora? —preguntó Javier, consternado. La mujer sólo asintió con la cabeza. Javier reconoció la cara de dolor que ponen las parturientas. —¡Detén el coche! Tengo que revisarla —ordenó al conductor. Éste se orilló bruscamente, bajó del auto y abrió la puerta trasera. —¡Bájense! —exigió el taxista. —¿Qué? No, está herida, tenemos que llevarla al hospital. —Sí se siente mal, que se vaya en ambulancia, esto es un taxi. —No, cabrón, por tu culpa se lesionó. —No me muevo de aquí hasta que se bajen. Si no, me van a echar la culpa de todo, hasta de que la señora esté embarazada. Javier miró a la mujer. Ya se había roto la fuente y tenía contracciones. —Te chingas, ya no hay tiempo: va a dar a luz en tu taxi. —No, no, doctor, por favor lléveme al hospital —suplicó la mujer. Javier la calmó, la recostó sobre el asiento, le subió la falda, le quitó la ropa interior y la revisó. De inmediato advirtió que algo iba mal. La señora presentaba ya una hemorragia importante. Al ver la sangre, la actitud del chofer cambió.
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—¿Qué
le
pasa,
doctor?
¿Eso
es
normal?
—preguntó
impresionado. —No soy doctor todavía. Y esto... esto no es normal. Necesitamos una ambulancia. —Sí, doctor, ahora consigo una —el taxista tomó su celular y comenzó a marcar. —¿Cómo te llamas? —preguntó Javier a su nueva paciente. —Lupita. —¿Cuántas semanas tienes? —Treinta y seis, doctor. —No soy doctor. ¿Te hicieron controles prenatales? —Sí, doctor, tengo todo en mi bolsa. Los doctores están preocupados, hay algo mal con mi bebé, pero no se qué. —Lupita, me tienes que decir qué te han dicho. —El bebé tiene uñas. —¿Cómo dices? —Sí, el bebé tiene uñas. Los doctores no saben por qué. Javier tomó la bolsa de mano de la mujer y vació su contenido sobre la banqueta. Ahí encontró la carpeta con el ultrasonido y lo revisó. A primera vista todo parecía normal, hasta que leyó las notas: El producto presenta una malformación en las manos. Javier miró la imagen del feto en el ultrasonido 3D: las manos eran como garras de gato. Nunca había visto nada igual. Se horrorizó por un momento, pero luego pensó que eso no tenía nada que ver con el parto. Regresó al interior del taxi y notó que la mujer estaba en muy malas condiciones. La hemorragia ya era crítica. Javier quiso revisar cuántos centímetros de dilatación tenía, pero el bebé ya estaba coronando. —Lupita, necesito que pujes. —¡No! Doctor, es mi sexto bebé, algo está mal. Este bebé es diferente. —Puja, Lupita, por favor. —Es que me está mordiendo.
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Javier pensó que la mujer estaba delirando. Mientras tanto, el chofer, que había asomado la cabeza para informarle que la ambulancia venía en camino, no pudo contener el asco al ver tanta sangre y se apartó para vomitar a un lado de la llanta. —Puja, Lupita, puja. —¡No! Me está mordiendo. Javier decidió meter las manos para jalar la cabeza del bebé, y logró hacerlo salir unos milímetros, pero de pronto sintió una mordida en el dedo que hizo que lo soltara. Acto seguido, vio al bebé desaparecer dentro del vientre de su madre. Miró el rostro de Lupita, quien ya estaba inconsciente. La sangre seguía corriendo a chorros. Le tomó los signos
vitales:
no
tenía
pulso.
Comenzó
a
darle
reanimación
cardiopulmonar. En eso estaba cuando los paramédicos llegaron al lugar. —Doctor, ¿qué tenemos? —preguntó el paramédico. —Soy pasante… la paciente no tiene pulso, perdió mucha sangre. Está en labor de parto. —¿Cuánto tiene de dilatación? Javier miró el canal de nacimiento, no obstante Lupita no presentaba dilatación. Fue hasta entonces que pensó que estaba ante un evento que no tenía una explicación racional. Sintió un sudor frío en toda la espalda. —¡No puede ser, es imposible, hace un momento estaba coronando! —Hágase a un lado. Javier salió del taxi bañado en sangre y muy desconcertado. Tenía una herida profunda en el dedo, causada por una mordida pequeña. Los paramédicos trataron de reanimar a la madre en vano. Decidieron abrir el vientre de la mujer para un parto post mórtem con la esperanza de salvar al bebé. Encontraron el útero totalmente destrozado y ningún rastro del feto. Acusaron a Javier de robarse al bebé porque era la explicación más lógica, pero el taxista, el único testigo que estuvo ahí durante todo el percance, lo defendió. Javier no
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prestó atención a la discusión. Ya no le importaba llegar al hospital, ni siquiera le importaba si lo metían a la cárcel. Sólo quería saber qué lo mordió.
LA VENIDA DE CTHULHU Luciano Doti @Luciano_Doti
Siempre me he sentido una persona diferente al resto, con un estrambótico gusto por lo ominoso. Por eso, cuando viajé a Inglaterra, decidí visitar el cementerio de Fenham, escenario de buena parte del cuento “Los amados muertos” de Lovecraft. Mientras estuve allí, traté de impregnarme de su atmósfera; y debo reconocer que no me fue difícil lograrlo. La verdad es que tengo motivos para identificarme con el protagonista de esa historia. Entiéndase bien, no en la necrofilia; al menos no en un modo práctico. Yo también desde niño he experimentado cierto placer oscuro en los velatorios, entierros y paseos por los cementerios; no así en la cercanía a las personas moribundas, la vejez me espanta, quizá porque temo mucho más al deterioro físico que al fin de la vida. Caminé
entre
las
tumbas
de
ese
pequeño
camposanto
experimentando una sensación de gran melancolía, pero a la vez de estar en un lugar que me era propio. Cada elemento en él me resultaba conocido, aunque era obvio que yo jamás había estado allí antes. Tan propio me era todo, que decidí llevar un poco de tierra conmigo en mi viaje de regreso a la Argentina. Esa tierra la tomé de una de las tumbas
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más antiguas, de la época en que Lovecraft había escrito el mencionado cuento. Ya en mi país, tuve la célebre tierra durante un tiempo en mi casa, pero un día la cargué conmigo en uno de mis paseos por el cementerio y la esparcí en ese predio. Desde entonces, el cementerio más cercano a mi casa pasó a tener tierra de su par de Fenham. Una noche posterior a ese hecho, llovía a cántaros. Era invierno y hacía un frío sin precedentes. Luego un frente cálido proveniente de Brasil se cruzó, y la confluencia desató un temporal de lluvia y viento que hacía temblar las casas. El cementerio se convirtió en un lodazal, y ahora, analizando, pienso que la tierra de Fenham que había esparcido debe haberse mezclado con la del lugar, penetrando muy abajo, tanto como para entrar en contacto con algunos de los cuerpos sepultados allí. Ese contacto del que hablo tiene que haber infectado a los cuerpos, devolviéndolos a la vida en la forma de ghouls. No hay otra explicación posible. Esos seres asquerosos que vienen atormentando a la población, mordiendo y atacando a gente y animales, comiendo la carroña que queda tendida en las calles, aprovechando que el personal de limpieza del municipio ya casi no trabaja por miedo a los ataques; esos repugnantes seres tienen que haber surgido de esa tierra. ¡Ay!, la culpa que siento. Venir a descubrir que Lovecraft no estaba loco como pensaba, y si lo estaba, la causa debe haber sido conocer tamaño secreto. Esta situación es de por sí terrible, hay momentos en que me faltan las fuerzas para seguir adelante. Ya no doy más. Podría suicidarme cortando mis venas, y acabar diciendo «no puedo… escribir… más…», emulando el final del cuento que originó esto. Pero no, no puedo irme ahora. No puedo abandonar a mi pueblo en un momento como éste. Soy el que más sabe sobre lo que sucede, y no sólo porque soy el que trajo la tierra maldita, sino porque en sueños he recibido una revelación. Los desgraciados e inmundos ghouls se comunican conmigo telepáticamente, invaden mi espacio onírico y me
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advierten que preparan todo para la venida de Cthulhu. Me informan que son conscientes de que soy quien dio inicio a la nueva era que se está gestando, y por eso me conceden la posibilidad de unirme a ellos, salvar mi vida y obtener una posición de privilegio a cambio de traicionar a mis semejantes. Debo decidir. «Traicionar a mis semejantes», repito en mi mente. Y me pregunto: «¿Semejantes?» Siempre me he sentido diferente.
EL CALLEJÓN INOCENTE Edgangst @Edgangst
Guillermo caminaba por la calle con ojos curiosos, atentos primero a las ventanas de la papelería y después al vendedor de periódicos que voceaba entre los autos. Veían por un segundo al peatón de sombrero rojo para admirar al otro del pintoresco tejado de la anticuaria. Observaban entretenidos el atestado puesto de tacos de la esquina, trataban de descifrar los rayones de graffiti que ocultaban un señalamiento de tránsito y ojeaban de soslayo —únicamente para ignorarlo después— al hombre que desde el suelo levantaba su mano renegrida en pos de una moneda bondadosa. Fue entonces cuando vio, apretado entre las altas paredes de los edificios, el estrecho callejón de la calle octava. Ciertamente no era la primera vez que reparaba en él, pero esta ocasión lo vio con ojos distintos. A Guillermo le molestaba que utilizaran ciertos adjetivos para describir grandes ciudades, puesto que, como en el mundo de la farándula, dichos adjetivos normalmente
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oscilan entre el extremo más horrible y el más amable. Sin embargo, de vez en cuando uno se aventura por el camino de lo impensable, y en ese momento Guillermo sólo tenía una palabra en mente para describir el callejón: inocente. El sol no lo penetraba del todo y lo cubría el velo mortecino y fresco del amanecer. La noche anterior había llovido y en el suelo reposaban pequeños charcos como espejos opacos. Los costados estaban flanqueados por los caballetes y señalamientos de los establecimientos ahí ocultos. Guillermo cruzó la calle con la esperanza de encontrar algo auténtico, quizá fantástico. El primer local era un pequeño restaurante de comida oriental. Si tenía nombre, estaba en chino. Tanto el letrero de la entrada como el menú que divisaba a través de las ventanas estaban escritos en caracteres orientales, y la única persona ahí dentro —que fregaba esmeradamente el mostrador con un trapo— tenía ojos rasgados. Más adelante encontró una herrería artística con piezas bastante raras y un estudio de tatuajes con diseños todavía más extravagantes. Un negocio parecía consultorio médico y otro tenía fachada esotérica. Luego se detuvo sin saber adónde ir: el pasillo se dividía en senderos que no había percibido desde la calle y que cruzaban la manzana como un laberinto. El fulgor del día esperaba al final de cada uno y desde afuera llegaban difusos los sonidos de la urbe. Un gato se acercó sigiloso y comenzó a frotarse contra su pierna. Tenía pelaje gris y esa mirada medio audaz y medio bonachona que Guillermo creía propia de los felinos. Cuando el gato finalizó su ritual se vieron el uno al otro confusos, hasta que los distrajo un llamado: desde el local de comida oriental, el hombre que antes fregaba el mostrador gritaba cosas indescifrables y les hacía señas. Si el gato era suyo, Guillermo no pudo saberlo, pues rápidamente se escurrió por uno de los pasillos. Guillermo siguió sus pasos, confiando en que el gato debía conocer mejor los oscuros recovecos de aquellos pasajes. El gato se multiplicó al pasar frente a la vidriera. Miró desafiante al perro de aspecto senil que custodiaba la entrada a la librería con torres y torres de libros usados. La chica de la estética le ronroneó
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coquetamente, pero el gato siguió andando con elegante indiferencia. Tomó otro pasillo donde había un negocio con montañas de piezas metálicas de refacción, todas sueltas, una más oxidada que la otra. Las prendas exhibidas en un local de ropa vintage acariciaron su lomo cuando el gato les pasó por debajo. Aunque el gato no mostró ningún interés, Guillermo miró atentamente las fotografías sin color colgadas en una suerte de fototeca, que no parecían tener otra conexión más allá de coexistir en ese mismo lugar. Un escalofrío le recorrió la médula cuando las máscaras de la tienda de disfraces lo vieron con su mirada hueca. Apresuró el paso y siguió al gato por el siguiente pasillo con la tienda de juguetes de segunda, la disquera atiborrada de vinilos, el templo decadente repleto de adoradores y la cafetería con su fragante aroma mientras sorteaba los charcos y a las personas que aparecían por todas partes. Cuando por fin salieron a la calle, Guillermo tuvo que usar la mano como visera para protegerse de la luz del sol, que brillaba intensamente sobre el asfalto. Y cuando sus ojos finalmente se acostumbraron, el gato ya se había perdido entre los cientos de transeúntes que lo arrastraban como las aguas turbias de un río salvaje. Trató de resistirse a la corriente sin éxito. Gritó compermisos y disculpes a diestro y siniestro, pero nadie dio señas de escucharlo; de hecho, se movían tan rápido que era imposible verles el rostro. Alzó la vista sobre la estampida desaforada para mirar los edificios de alrededor e identificar en qué calle estaba, mas no pudo reconocer ninguno y ya no había rastros ni del gato ni del callejón que lo había llevado hasta allí. Finalmente, molesto, tuvo que abrirse paso a empujones y pudo recostarse en la pared de una casa de cambio. Tenía la espalda y los brazos pegados a la pared mientras intentaba recuperar el aliento, dar con algún establecimiento conocido, alguna cara familiar, cualquier cosa. Entonces escuchó un maullido débil, constante, y vio a su izquierda al gato, que parecía llamarlo. Sin embargo, al acercarse éste se escabulló nuevamente, trepando sobre una reja metálica y perdiéndose entre las sombras de otro pasillo. Guillermo lo miró
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resignado, hasta que sintió que algo jalaba la pernera de su pantalón. «Ayuda, por favor, estoy perdido», le suplicó un indigente tirado en el suelo. Guillermo trastabilló asustado. Debajo de la ropa andrajosa, de aquel cabello enmarañado y aquella piel ennegerecida, Guillermo reconoció sus ojos, sus propios ojos que lo veían desde aquella versión suya desahuciada y perdida, incapaz de reconocerse a sí mismo. Retrocedió incrédulo, nervioso, y dio media vuelta para sumergirse en la confusa marea peatonal. Y mientras huía tratando de encontrar nuevamente su camino, no podía dejar de pensar: «Qué ciudad tan más horrible».
EL GATO
Pok Manero @PokManero
La vida de Fernanda cambió por completo con la llegada del gato. Era como cualquier otro. Llegó como muchos felinos lo hacen: apareció en su jardín, maullando por comida. Como le gustaban los gatos, le dio un poco de leche. El muy confianzudo entró a su casa, se refinó el plato de leche, fue a la sala, subió al sillón y se puso a reposar bajo un rayo de sol. Era un gato naranja, con rayas oscuras en cabeza y lomo, con el hocico, patas y la punta de la cola blancas. Se le veían varios años encima, también se le notaba la vida callejera: pequeñas cicatrices surcaban su nariz y le faltaban un pedacito de oreja y un colmillo. Al verlo echado tan sereno, Fernanda decidió recibirlo por un tiempo. Sabía que en cuanto su naturaleza lo llamara, la abandonaría.
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Como vivía sola, nadie objetó cuando se metió bajo las sábanas esa noche, se hizo bolita en su axila y se puso a dormir. A la mañana siguiente, Fernanda despertó por una pequeña lengua rasposa lamiendo su brazo. Tal vez el gato pensaba que le hacía falta una ducha. El despertador no había sonado y ya era tarde, así que ese fue el único baño que Fernanda pudo tomar. Se puso ropa limpia, desodorante, un poco de perfume y aplacó su cabello corto con agua antes de servirle unas croquetas y salir corriendo de casa. De camino al trabajo sintió como si todos se le quedaran viendo. No sabía si era por su olor, porque se veía particularmente bien, si tenía un gallo en la cabeza o si sólo admiraban su linda cara. No se consideraba fea, muchos le habían dicho que era hermosa incluso, pero nunca había atraído tantas miradas. Hombres y mujeres por igual la volteaban a ver, furtiva o descaradamente. A pesar de haberse aceptado como bisexual tiempo atrás, le resultaba incómodo. Sentía que tenía pintada la cara, pero nadie se atrevía a decírselo. Al bajar del metro, una mano le agarró el trasero, estrujando su nalga con fuerza. Cuando volteó, a punto de gritar insultos e improperios, vio a una chavita de unos dieciséis años que no encontraba dónde esconder su pena. La ira en el rostro de Fernanda se tornó en confusión mientras las puertas se cerraban. La chica no dejó de verla hasta que el tren se perdió de vista. En el trabajo la situación empeoró. Jimena, la lesbiana de clóset con la que se había dado unos besos en la fiesta de fin de año, no le quitaba los ojos de encima. No sólo ella: a cada rato cachaba a alguien espiándola. A la hora de la comida, Jimena le dijo que la acompañara. La llevó al baño y, en cuanto entraron, se le aventó a darle los besos más atascados de su vida, incluso más que bajo el influjo del alcohol. En menos de dos minutos empezó a meterle mano. Aunque Fernanda le traía ganas, el desconcierto hizo que la detuviera cuando empezó a quitarse la ropa. Jimena parecía un depredador al acecho, su sonrisa seductora enmarcada por labial corrido. Fernanda salió de prisa, limpiándose la boca y acomodándose la blusa. Había quedado en comer con Raúl, su mejor amigo gay.
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—Ay, mana, te juro que si fuera buga te llevaba ahoritita mismo a un hotel, ¡te ves mega cogible! —dijo al recibirla. No quiso contarle sobre su mañana. Poniendo como pretexto pendientes en la chamba, se fue temprano: la forma en que la miraba la puso incómoda. Caminó de prisa, procurando no acercarse a nadie. En la oficina, Jimena seguía viéndola como un león a una gacela, sin el menor atisbo de recato. Al salir, no quiso tomar el metro. Se fue a beber un café para pasar el rato. En menos de una hora, siete hombres y dos mujeres quisieron ligársela. Yendo del tímido ¿qué estás leyendo? a los piropos más guarros, parecía que nadie quería quedarse con las ganas de hablarle. Bueno, muchos se quedaban con las ganas y la veían de lejos, como deseando que fuera hacia ellos pero no para platicar, sino para hacerles una mamada: ESA era la forma en que la veían. No aguantó más y se fue caminando a casa. Tardó una hora. En el camino un tipo se le acercó, quién sabe con qué intenciones, pero al ver su cara de pocos amigos se fue. Ya ni se acordaba del gato, quien la esperaba acostado en el brazo del sillón, como una pequeña gárgola peluda. Su semblante de tranquilidad la relajó de inmediato. Cuando se sentó en el sillón, el felino trepó a su regazo y se puso a ronronear. Sin darse cuenta, se quedó dormida en la sala. Despertó
de
madrugada
en
medio
de
sueños
orgiásticos,
empapada y no sólo de sudor. Al apagar la luz le pareció ver una silueta en la ventana, pero parpadeó y la sombra había desaparecido. Descartándolo como efecto del cansancio, fue con el gato a su recámara. Al salir de casa a la mañana siguiente, escuchó una voz: —Está adentro, ¿verdad? ¿Ya te lamió? —dijo el hombrecito que interceptó a Fernanda. —¿Perdón? —respondió, intentando reconocerlo y dándose cuenta de que no lo conocía. Era bajito, posiblemente cuarentón, se veía bastante desmejorado. —El gato está contigo, puedo verlo en ti. Dámelo, te lo suplico. —¿Es tu gato?
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—Ningún gato tiene dueño, menos éste. Lo necesito, déjame llevármelo. Llevo meses rastreándolo. Si no me lo entregas tú, no servirá. Me dejó, te escogió a ti, pero si me lo das sería como si otra vez me eligiera, aunque sea por un día más, sólo eso pido. Dámelo, ¡te lo ordeno! —Tú estabas afuera de mi ventana anoche, ¿verdad, pendejo? ¡Voy a llamar a la policía, largo! ¡Ándale, a chingar a tu madre! —fue lo único que pudo decir Fernanda, pero sirvió: el hombrecito se fue. Notó su apariencia desaliñada: barba de semanas, ropas rotas y llenas de mugre. Se aseguró de echar llave a la puerta y pensó en realmente llamar a las autoridades. Decidió que se trataba de un loco de los gatos inofensivo y que, con suerte, ya no la molestaría. Ese día se vistió lo más fachosa que pudo. La gente seguía igual y ella se sentía como una chuleta jugosa frente a un grupo de perros famélicos. En el trabajo trató de pasar desapercibida, aunque varios ojos seguían asomándose por todas partes, incluyendo a Jimena. Buscó en internet algo que explicara su situación, pero los términos "¿por qué le resulto atractiva a todo mundo?", "síndrome de atracción irresistible" y "no puedo dejar de llamar la atención" no arrojaron ningún resultado mejor que un video de “Sexy And I Know It” con imágenes de He-Man. Gracioso, pero inservible. Decidiendo tomar al toro por los cuernos, quiso intentar algo. Caminó hasta la oficina de su jefe, al otro extremo del lugar. Ojos la seguían, cabezas giraban a su paso, algunos se pusieron de pie para verla. Podría acostumbrarme a esto, pensó. Al sonreír, oyó un pequeño gemido tembloroso. Leonardo hablaba por teléfono, pero al verla entrar colgó sin despedirse y levantó nuevamente el auricular para dejarlo descolgado. Ambos morían por cogerse el uno al otro, pero Fernanda creía firmemente en no comer donde uno caga y lo mantuvo a raya. Ahora las cosas eran diferentes. El sexo fue ruidoso, las cosas del escritorio terminaron en el suelo, junto con los cuadros de la pared. Todos
afuera
escucharon,
nadie
pensó
en
reportarlo:
estaban
demasiado ocupados fantaseando con lo que ocurría tras la puerta.
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—Me voy a tomar el resto de la semana —dijo Fernanda mientras se vestía. —Lo que tú quieras, mi amor —esto la puso a pensar y agregó: —Cuando regrese, quiero que tengas listo mi despido y un cheque de compensación. —¿Por cuánto? —Sorpréndeme —dijo, guiñándole el ojo antes de salir. Llegando a casa, vio que el hombrecito la espiaba desde la esquina de su calle. Le mandó un beso y sonrió, sintiéndose por primera vez dueña de su destino y capaz de lo que fuera. Los próximos días durmió hasta tarde con su felino amigo, al cual llamaba Gato. Si no le pongo nombre, no me encariño y así no me va a doler cuando se vaya, fue su razonamiento. Si por él fuera, nunca saldrían de la cama, podría quedarse todo el tiempo echado, recibiendo caricias y correspondiéndolas con lengüetazos. Con su liquidación, que fue más jugosa de lo que esperaba, compró ropa bonita y maquillaje. No le hacían falta, pero se arreglaba para ella misma. Sintiéndose cada vez más cómoda en su propia piel, empezó a creer en su belleza. Sentía que su apariencia reflejaba su interior, sólo que ahora todos lo notaban. Cuando quería coger, bastaba con salir a pasear y escoger a quien le apeteciera. Lo hacía en casa, moteles, baños, lugares públicos, al aire libre, donde fuera. Incluso se cogió a Raúl, quien quedó confundido al saberse gay y no poder explicar por qué lo hizo. Muchos (y muchas) intentaron violarla, pero bastaba con una mirada fulminante para que se detuvieran. Notó que algunos parecían no estar fascinados por ella, gente que la veía sin acercarse, entre ellos el hombrecito neurótico. Pero eran demasiado pocos como para darles importancia. Otro día, recorriendo la ciudad, sintió que la seguían. (¿Ese hombre sacó de la basura su pañuelo lleno de mocos?) En un restaurante, después de terminar el plato fuerte fue al baño. Al volver, su servilleta había desaparecido, pero aún no recogían su plato. (¿Qué está frotando en su cara la mujer en la mesa del fondo, con expresión extática?) Cuando por fin le retiraron el plato, el camarero chocó con
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otro comensal y un estrépito de platos rotos atrajo la atención de Fernanda. El hombre se agachó para ayudar al mesero a recoger las cosas. (¿Acababa de guardar los cubiertos sucios en su bolsillo?) Tras salir de un baño público, se cruzó con un hombre que iba hacia los sanitarios. (¿Eran esos gritos de sorpresa saliendo del baño de mujeres?) ¿Soy yo, o todos se están volviendo locos a mi alrededor?, meditó Fernanda. Iba tan ensimismada que su atacante la tomó por sorpresa: un hombre muy delgado le saltó encima y cayeron juntos al suelo. El agresor sujetó su mano izquierda y le propinó una mordida. Fernanda se sacudió, pero el individuo estaba pegado a ella cual sanguijuela. Miró alrededor, buscando con qué pegarle, pero segundos después la soltó y se levantó, profiriendo: —¡Ahora soy inmortal, jajajajaja! —y se echó a correr, como alma que lleva el diablo. Su risa se fue alejando mientras Fernanda se incorporaba. Como su mano sangraba, fue al hospital. Un doctor muy amable la hizo entrar a un consultorio, tomó una muestra de sangre y limpió su herida. Le pidió que esperara en lo que llevaba la muestra al laboratorio. Sentada en una silla, apoyó su cabeza en la pared y cerró los ojos, pero apenas empezaba a relajarse cuando otro médico entró y le preguntó qué hacía ahí. Al explicar lo sucedido, resultó que el primer sujeto no trabajaba ahí, nadie lo conocía. Fernanda necesitaba respuestas y sabía quién se las daría, por las buenas o por las malas. El hombrecito merodeaba su casa, como había supuesto. Fernanda se le abalanzó determinada, lo tomó por las solapas del raído saco y lo azotó contra la pared. —¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Qué carajos me está pasando? Y ¿qué chingados tiene que ver el pinche gato con todo esto? —Mi nombre no importa. Quiero lo que no puedo tener. Suéltame y te contaré todo. —Está bien —dijo, relajándose—, suelta la sopa.
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—Nadie sabe de dónde vino, ni cuánto tiempo lleva en el mundo. Algunos dicen que siglos, otros creen que han sido varios gatos. Lo cierto es que esto ha estado ocurriendo desde hace mucho. Cuando elige a alguien, lo dota de hipersexualidad. El receptor adquiere un aura especial con un encanto sobrenatural, una forma sutil de control mental. —Eso ya lo sabía, cabrón —mintió Fernanda—, pero ¿cómo chingados le hace? —El secreto está en su saliva. Es el conductor de un compuesto que genera el camb... —¡Ay, no mames! —interrumpió— ¿Neta? ¿La baba del puto gato? Estás pendejo. Aun si no estuvieras bien pinche loco y lo que dices tuviera aunque sea un poquito de sentido, que no tiene ni madres, pero si lo tuviera, ¿por qué me están acosando tantos degenerados? — cuando Fernanda se ponía nerviosa decía más groserías que de costumbre. Que de por sí eran muchas. —Aún no termino, hay otros efectos en el elegido. El cambio altera sus secreciones: sangre, sudor, mucosa, lágrimas, incluso la cerilla. Mientras el gato siga con la persona, sus fluidos adquieren propiedades milagrosas. Curan enfermedades, sirven como afrodisíacos, son usados en procesos alquímicos, alteran la realidad objetiva. Pero una vez que el félido deja al anfitrión, éste regresa a la normalidad. Los que te han estado siguiendo son antiguos portadores. Desean conseguir alguna reliquia que los acerque a lo que alguna vez probaron. —Ooooh-kay... Si tú lo dices, güey —tras una pausa, agregó— ¿Y tú, qué? No te he visto husmeando en mi basura ni secándome el sudor cuando salgo a correr. ¿Qué pedo contigo? —Yo... no puedo conformarme con los efectos secundarios. Quiero al gato. Más de una vez lo he atrapado, pero siempre se escapa. No puedo retenerlo. Y es imposible obligarlo a hacer algo que no quiera. Una vez logré abrir su hocico, mira —le enseñó su mano derecha, a la cual le faltaba el índice—. Mas a pesar de haber tocado su saliva, no recuperé el atractivo.
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—¡Ja! ¿Tú? ¿Atractivo? —hasta ahora, el hombrecito le había parecido repulsivo. Pero, bien visto, era una persona común y corriente, nada feo, quizás incluso si se bañara, se afeitara, se cortara el cabello, vistiera bien, subiera un poco de peso y no tuviera esas ojeras tan sumidas... Bueno, requería de mucho mantenimiento, pero podría haber sido considerado guapo en algún momento—. Perdón —dijo Fernanda—, estuvo mal que dijera eso. —No importa. —Cuando empezaste a rondarme, dijiste que si yo te lo entregaba funcionaría... —Es sólo una teoría. Más bien, una vana ilusión, un deseo desesperado. En el fondo, sé que no pasaría nada. Pero estoy dispuesto a intentarlo. —Pues buena suerte con el próximo dueño —Fernanda entró a su casa, dejando al hombrecito solo con su tristeza. Fernanda
consintió
al
gato
cual
si
fuera
emperador.
Lo
alimentaba con carne de alta calidad, botanas y premios para minino; le daba catnip, juguetes (que nunca peló), casas (que no usó) y muchas cajas de cartón en las que retozó felizmente. Construyó puentes y cuevas por toda la casa. Lo dejaba hacer lo que quisiera. Nunca lo regañó cuando mordía sus libros, rompía sus cortinas, arañaba los muebles o se cagaba fuera del arenero. Incluso empezó a llamarlo Güero. Pero un día, así como llegó se fue. Puso anuncios, preguntó a los vecinos, fue a veterinarias y refugios, pero sabía que no lo encontraría. Lo buscó en los parques cada noche, llevando comida para los callejeros que vivían ahí, mas no volvió a verlo. El día que se fue, desaparecieron los acosadores. Con el paso de los días, cada vez menos gente se fijaba en ella. Después de tres semanas, se dio cuenta de que llevaba días sin dormir, no estaba comiendo bien y su aspecto era deplorable. Decidió que no sería una más de esas personas obsesionadas. Fue a casa, se dio una larga ducha, tiñó su cabello de rojo y le dijo adiós.
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Adoptó a tres mininos del parque. Los llamó Pequeño, Cremita y Feral. Cuando se le acabó el dinero (nunca supo cómo ahorrar) se puso a buscar trabajo. Aun sin el don, no era tan difícil ligar. Tras una racha de relaciones cortas y fallidas, conoció a Abraham. Ahora viven juntos, como cualquier pareja normal, y Fernanda es feliz. Pero a veces se pregunta en dónde estará el gato, a quién habrá elegido, por qué la dejó... y si sería más feliz si todavía estuviera con él.
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AUTÓMATAS DIRECCIÓN
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ARTE Daniela F. Cortéz portada y contraportada Dai W. M. interiores
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