DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA

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DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA

Como al cesar en mis actividades profesionales me sobraban tiempo y recuerdos, venía madurando la idea de escribir algo así como una historia de mi vida, mas como acaso careciera de interés lo que pudiera decir un médico rural que ejerció en pueblos de El Condado hacia mediados del siglo XIX, y que terminó su vida profesional a finales del mismo en Sabiote, donde ahora resido, decidí desistir del proyecto. Sin embargo, al leer un yerno mío por azar una narración que llegué a escribir y que respondía a hechos reales de los que fui partícipe, me animó a presentarla a un concurso convocado por un periódico de la provincia. Mi sorpresa fue verla premiada y publicada. Hela aquí: Con bastantes años ya, y a lomos de un burro sobre el que cabalgaba con dirección a mi nuevo destino, veía Sabiote en lontananza dibujándose apenas sobre la cresta de un cerro que se perdía bajo un cielo plomizo. En otro asno iba Crescencio, el arriero amigo que me acompañaba y portaba un par de maletas mías, equipaje muy reducido por cierto, si bien el preciso hasta tanto buscara casa y trasladara a este pueblo a mi familia con el resto y los muebles. Cuando tras vadear el río Guadalimar caminamos alrededor de una legua, nos situamos en la falda de una empinada cuesta y, poco a poco, el pueblo fue apareciendo entre la bruma otoñal, pudiendo vislumbrar entonces un hermoso castillo y una larga muralla que se extendía a su derecha, tras la que se alzaba la iglesia con su esbelta torre. Una vez que comimos frugalmente sentados junto a una encina próxima al camino y a una fuente, mi acompañante y yo reanudamos la marcha para luego volver a descansar cerca de un pilar existente bajo uno de los torreones de la muralla. Y mientras los animales bebían y el arriero liaba un cigarro, se oyó el tañido de una campana, a la vez que un cabrero que subía arreando el ganado nos dijo: - Dense prisa los señores forasteros si quieren entrar en el pueblo, que ahora se cierran las puertas de la muralla al toque de oración. - Vamos allá, exclamé, a la vez que daba las gracias al cabrero. Cuando llegamos a la puerta existente en el arco del torreón, un hombre se disponía a cerrarla, en tanto que, en la parte interior, una mujer toda enlutada, con ropa hasta los pies y pañuelo en la cabeza, encendía la lamparilla de aceite que tenía la imagen de la Virgen colocada en una pequeña hornacina sobre dicho arco. - Vuesas mercedes tengan una feliz entrada en el pueblo, manifestó el hombre solícito. Mi nombre es Francisco; bueno, Frasco pa entendernos. Soy el pregonero de la villa, y además tengo esta misión de cerrar las puertas de entrada a la misma, pues aunque esto ya no se hacía, ahora con las epidemias la autoridad así lo ha dispuesto para evitar contagios. Por esta razón, y aunque no hay ahora cuarentenas, los forasteros tienen obligación de identificarse. - Me llamo Luis Valbuena. Soy el médico nuevo. - Para muchos años, dijo el otro quitándose la gorra ceremoniosamente. Y añadió que como ya no había nadie en el ayuntamiento, lo mejor era que visitara al alcalde en su casa, para lo cual me acompañaría, cosa que hizo a la vez que me explicaba el recorrido: - La puerta que cerré la llamamos de los Santos, y la torre de al lado de la Barbacana. A este barrio en el que entramos lo conocemos por el Albaicín, o sea, como el de Granada, pero salvando las diferencias. Y esas paredes que se ven al frente son las de la casa del Duende, en tiempos la más importante de la villa y en donde hay escudos en las paredes y columnas con arcos en los corredores.


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- ¿Nadie vive en ella?, pregunté. - Sí, su amo don Alonso, a quien llaman Don Quijote. Pero miren ustedes arriba, que en lo alto de esta cuesta están el ayuntamiento y la iglesia, aunque nosotros continuamos por aquí para llegar a la vivienda que buscamos. El alcalde me acogió con satisfacción, ya que en el pueblo llevaban algún tiempo sin médico, y galantemente nos invitó a Crescencio y a mí a cenar y a pasar la noche en su casa, si bien a la mañana siguiente aquél volvió a su pueblo con sus burros y yo hice mis primeras visitas médicas y busqué alojamiento en la posada. Al segundo día de estancia en Sabiote, fue a dicha posada a buscarme para que visitara a un enfermo quien dijo llamarse Juan Sánchez, pero que, según me enteré después, era conocido por Sancho Panza, tanto por su figura como por tener por amo a Don Quijote. Camino de la casa del paciente manifestó Sancho que el enfermo se llamaba Pedro Pérez y lo apodaban Periche, así como que era íntimo amigo suyo, que se estaba muriendo, que una vecina que entiende de medicina dice que tiene tercianas y que si Dios no lo remedia se nos iba a ir pronto al otro mundo. Llegamos pues a la casa del moribundo, que estaba en la calle del Cortijuelo, o sea, próxima al castillo, y junto a él había una vieja de pelo blanco cubierto con pañuelo negro y que, nada más verme, dijo: -Yo no soy poseedora de ciencia médica, mas para estos casos de enfermedad sí que tengo la misma gracia de Dios que también tuvieron mi padre y el padre de mi padre. Por eso, y porque no quería que este hombre se nos fuera sin que alguien hiciera lo posible para impedirlo, estoy aquí. - Hace usted muy bien, buena mujer. Para salvar la vida de un semejante cada uno debemos aportar la ciencia o el don que poseemos. - ¿Cuál es su nombre?, preguntó aquella. - Luis, le contesté. -Ese es nombre de santo y de rey, y usted tiene un poco de las dos cosas, dijo. Y al hacerlo me miró a los ojos tan profundamente que me estremecí. - ¿Y usted cómo se llama? - Adela, para servirle, pero en el pueblo me conocen por la tía Adela. Después, tras examinar con detenimiento al paciente y advertirle de la inminencia de su muerte, me despedí. Al día siguiente me enteré en la posada del fallecimiento y del problema surgido con este motivo. De ello y de mucho más me habló el posadero, un hombre grueso y alto, de mediana edad, locuaz y vivaracho, que todo lo sabía y todo lo contaba. Resulta que el tío Periche era propietario de un burro al que llamaba Boquerón, el cual tenía buena marca, o sea, altura y proporciones adecuadas, así como buena marcha, es decir, buen paso, además de otras cualidades positivas. Según el posadero aquél compró y crió al burro, pero lo cierto es que Boquerón dio muchas pesetas a ganar tanto a él como a su hija Engracia, a quien llamaban la Santa por lo buena que era. Según el posadero tal problema surgió porque Periche, poco antes de morir, dijo a su amigo Sancho Panza y a la tía Adela que cuando llevaran su cuerpo al campo santo quería caja de diez duros, entierro de “en medio” y sepultura propia. Y que el burro se lo quedara su nieto Pedrillo, porque con once años que tenía pronto podría manejarlo y ayudar a la Engracia, su madre. Y les pidió que ellos se encargaran de que se cumpliera su última voluntad, lo que podrían llevar a cabo con lo que había en el arca. Los albaceas cumplieron al pie de la letra las últimas disposiciones del difunto, pero cuando abrieron el arca sólo vieron un viejo papel apergaminado que llevaba una oscura inscripción que descifró la tía Adela y que, según ella, decía: “no busquéis lejos lo que tan cerca tenéis”, pero lo que es dinero no había ni un ochavo. Con lo cual, ni pudieron pagar al carpintero la caja, ni al cura el entierro, ni al sepulturero la tumba. Por eso las cosas se pusieron tensas cuando el carpintero dijo que bien podían haber llevado al muerto en la caja de las ánimas, así como que o le pagaban o lo desenterraba y se quedaba él con su ataúd. Y el cura manifestó que tenían que haberle encargado entierro “pollar” y no el de “en medio”, como hicieron. Y el enterrador amenazó con llevar los restos a la fosa común. Así las cosas, -siguió contándome-, y ante la falta de otros bienes que Boquerón, los albaceas pensaron en venderlo, pese a que de esta forma incumplirían la otra parte del mandato del fallecido, es


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decir, que lo heredara su nieto Pedrillo. Y fue precisamente en lo relativo a la propiedad del burro donde surgieron los principales problemas, ya que Abundio, que era medio hermano del muerto, en cuantos corrillos había y a cuentas personas se encontraba les decía que la mitad del burro era suya porque la compra del mismo la hicieron entre su Periche y él en la feria de ganado de Úbeda, y que si su hermano le echó paja y cebá, él también le echó. Y como resulta que aunque no había papeles el asunto estaba en el juzgado, ya que entre unos y otros metieron al pobre Abundio a donde no tenía que haber llegado, el lío que se planteaba era de difícil solución. Pese al poco tiempo que llevaba en el pueblo, estos dimes y diretes empezaron a preocuparme, tanto porque Periche había sido mi primer paciente, como por lo que el problema tenía de humano. Por ello, cuando encontré a Frasco el pregonero, de quien me había hecho amigo, le saqué la conversación para saber qué se decía sobre el tema. Frasco era alto, delgado, gesticulante y exagerado, pero tenía un carácter excelente, así como un genio expansivo y abierto que hacía las delicias de los muchos amigos que escuchaban sus historias, chistes y ocurrencias. - Pues si, don Luis, me dijo Frasco. Desde que Dios hizo el mundo no se ha paseao por Sabiote un borrico como Boquerón. Na más que esa alegría que tiene en la cara vale lo que se quiera pedir por él. Pero cárguelo usted o póngalo a acarrear, a trillar, a juntar una parva o a lo que sea, y verá como no hay otro igual. ¡Y cómo anda el animal! Mire usted, a mí me lo dejó una vez Periche pa traer una carga de astillas desde mi olivar, y qué trote cogería na más salir, que siendo la cuesta pina y larga se pasó mulos y muletos y hasta un coche de caballos que iba al pueblo. Pero respecto a lo de la propiedad sobre el mismo, dijo poniéndose serio, no quiero opinar porque yo y el Abundio nos tocamos, ya que la mujer de él y la mía son primas. - Pero en la forma en que habla usted me da la impresión de que le gustaría comprar el burro. - Qué más quisiera yo don Luis, pero lo único que tengo es ese olivar que le he dicho, que son quince matas en los Carrizales que heredé de mi padre, que esté en gloria. No son malas del to, pero tienen un pecao, y es que están en un pandero tan empinao, que si se caga un colorín en lo alto de una oliva, lo que echa -y perdone la comparación-, tarda en bajar al royo menos que un cura loco en santiguarse. - Un momento Frasco, le interrumpí, si queremos que el muerto continúe enterrado como un cristiano, hay que vender el burro, no hay otra solución. Pero si se vende el borrico el chiquillo se queda sin él, y eso es precisamente lo que no quería su abuelo. A no ser que la hija del abuelo ponga remedio a esto haciendo un pacto con su tío Abundio. - La Santa, mire usted, y no es que yo lo diga, es una buena mujer, aunque ignorante, y ella seguro que no quiere problemas. Nunca los quiso. Ya sabemos, eso sí, que atropelló la ley, pero lo hizo con su novio, y como el novio murió al poco y no llegaron a casarse, el chiquillo lleva los apellidos de la madre. Ahora, ya lo sabe usted, ella entra a la casa de Don Quijote a ganarse un real, pero como Dios manda. Y vive como puede, pero feliz con su Pedrillo que es un cacho de cielo. Así es que dudo que ahora quiera meterse en líos. En esto, una mujer con cara de armas tomar, interrumpió la larga perorata de Frasco diciendo: - Si el pregonero se pasa to el día hablando, ¿quién se va a enterar que tengo en mi portal seis canastas de brevas sin vender? Con lo que Frasco, sin pensarlo más y ante la mirada sonriente del médico, con su paso largo y desgarbado se dirigió a la primera esquina y empezó a pregonar con voz estentórea, si bien en tono solemne y cadencioso: El que quiera comprar brevas de la Corregiora, a tres cuartos el medio peso, que se pase por casa de María la Zurda...


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Me dijeron luego que Pedrillo solía estar por las tardes en los laderos del castillo, y allí lo encontrétras informarme un niño de su paradero. - ¿Sabes quién soy?, le pregunté. - Sí, lo vi en casa de mi abuelo, pero no pudo usted curarlo. - Es cierto, le dije, pero lo que tenía era muy grave y nada pude hacer. Y tú, ¿a qué juegas? - Yo y éstos nos echamos al patín por el laero abajo. Me asomé y vi, en efecto, que por una especie de caminillo varios niños, agachados y uno detrás del otro, bajaban por el ladero a considerable velocidad. - Te vas a romper el pantalón y luego tu madre ya sabes, le advertí. - No, porque me pongo una esterilla en el culo. ¿Y cómo os las arregláis para patinar? - Pues hacemos el reguero que se ve y le echamos agua, y cuando no tenemos agua nos meamos. Y por él alante alante bajamos, y el que lleva goma en los pies, como abarcas o sandalias, pues patina mejor. Pedrillo tenía cara de avispado, era delgado, con los ojos verdes y un pelo negro que le caía sobre la frente formando un remolino que le daba aspecto de travieso. -¿Por qué no vas a la escuela?, le pregunté. - Porque no sé leer, me contestó impertérrito. Razonable respuesta, pensé para mí con cierta sorna, pero le dije: - Debes ir para aprender. Si quieres, yo hablo con el maestro y ya verás cómo te apunta. - Es que a la escuela sólo van chiquillos ricos y yo soy pobre, respondió. - Para aprender no hay pobres ni ricos, pero ya hablaremos de eso. Ahora dime: si no vas a la escuela, ¿qué haces durante todo el día? - Antes, cuando vivía mi abuelo iba con él al campo, pero ahora voy solo o con otro amigo y le cojo yerba a mis conejos. - Pues ahora podías llevar el borrico al campo o a darle agua en los pilares. - A cual, ¿a Boquerón? Pero como observé que se le llenaron los ojos de lágrimas, desvié la conversación y le pregunté que a qué jugaba, además de al patín. - Pues jugamos también a las cuatro esquinas, y con las bolas al agua y al triángulo, así como a la trompa, al mocho y al romo, y también al cangreje. - ¿Qué juego es ese del cangreje? - Pues que al que le toca se pone de burro, y los demás vamos saltando sobre él diciendo: Cangreje, harina y harineje. Angarillas. Una rodilla, dos rodillas. Yo tengo un patio, en medio una higuera, que echa los higos chumbos, la mujer que se los come a los nueve meses pare. -Y cuando le hincamos la rodilla al burro tiene que decir berru, y si no lo dice le damos espoliques y culás hasta que lo diga. - ¿Y solamente juegas y vas al campo? - ¡Nooo! -dijo con énfasis-, además de esas dos cosas me gusta mucho estar con Don Quijote, bueno, con don Alonso, como dice mi madre. Él y Sancho Panza me quieren y me dejan jugar en la casa del Duende.


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- Mira Pedrillo, hay algo en lo que los dos estamos pensando y de lo que no hablamos. Porque tú quieres mucho a Boquerón, ¿verdad? Quiso salir corriendo y lo sujeté, pero dejé que se fuera cuando se echó a llorar abiertamente. Entonces volví al pueblo porque se estaba haciendo tarde y los demás niños se habían marchado también. Frente al arco del Chiringote se ponía el sol, y al aproximarse la noche se destacaban por el lado contrario las siluetas del Pico y de la Muela, a la vez que se oscurecían las tierras de pan llevar de la Cara de la Sierra, Aben-Azar y la Fuente Diago, hasta casi igualarse con la enorme mancha verde formada por los lejanos olivares de El Condado. Luego, mientras la campana de la parroquia tocaba oración, las puertas de los arcos de la muralla se cerraban como en cada anochecer. Cierto día que quise hablar con mi ya amigo Sancho Panza, me di cuenta que, aunque había pasado varias veces por la casa del Duende, no reparé debidamente en el aspecto austero y un tanto solemne de su fachada, pese a su mal estado, ni en sus nobles escudos, ni en sus recias y desvencijadas puertas con un gran llamador y viejos clavos oxidados, ni en sus ventanas con rejas de hierro forjado. Al entrar en la misma encontré un zaguán espacioso con sendos bancos de madera, uno a la derecha y otro a la izquierda, así como un botijo colgado del techo con un largo ramal. - ¡Ave María!, dije leyendo en voz alta la vieja inscripción de un lienzo colocado en la pared. - ¡Toda sin pecado!, contestó desde lejos una voz estentórea, mientras el hombre que la dio, a la vez que se aproximaba con largos pasos, dijo al verme: - El caballero me dirá en qué puedo servirle. Pero pase, pase su merced y tome asiento. - Permítame que me presente: soy el médico nuevo, Luis Valbuena, y busco a un hombre conocido por Sancho Panza. - Sí, es mi criado y lo llamaré enseguida. Pero hágame el honor de dejar que le ofrezca mis respetos y que me presente igualmente. Soy el dueño de esta modesta, pero noble casa, Alonso Ramírez de Abengoa y Pérez del Pulgar, para servirle, dijo mientras se inclinaba ceremoniosamente. Y añadió: en tanto hago llamar a mi servidor, pase, pase a la sala en la que estaremos más cómodos. Entramos primero a un portal espacioso y un tanto oscuro, en el que vi colgada una panoplia con viejas espadas que estaba colocada sobre un solemne sillón de piel envejecida por el paso del tiempo. Al fondo, y subiendo una corta escalera, llegamos a una sala grande de alto techo y viejos cuarterones en el mismo, pero desvencijada y fría. Tras abrir una de las ventanas, me hizo sentar en el sofá de un estrado de madera negra, y mientras levantaba una funda blanca que recubría mi asiento y el que él utilizó, observé retratos que pendían de las paredes cuya pintura estaba envejecida - Veo que miráis los retratos de mis antepasados, dijo don Alonso. Casi todos son del linaje de los Abengoa, uno de los más antiguos de España, y sin duda el que más, no ya de Sabiote, sino de toda esta comarca de La Loma. - Sabía al venir que pertenecéis a antigua y aristocrática familia, le dije. -De lo cual me siento orgulloso, sobre todo ahora que se da más valor al dinero que a la pureza de la sangre. Siglos ha que mis ascendientes lucharon contra la morisma para reconquistar la patria. Otros entraron junto con los Reyes Católicos en la ciudad mora de Granada, y muchos de ellos se significaron como conquistadores primero y colonizadores después de las Américas, así como sirviendo al emperador Carlos en las guerras de Flandes y en las campañas del Milanesado. Y algunos velaron por la pureza de la fe, ya como familiares del Santo Oficio, ya ocupando altos puestos en la jerarquía eclesiástica. Sirva de ejemplo mi antepasado Hernando Ramírez de Abengoa, obispo de Mallorca primero y de Zaragoza después, y nacido y muerto en esta villa sabioteña. Mas perdonad, mi señor don Luis, si peco de inoportuno y os abrumo con temas personales que puede que no sean de vuestro interés. Ruego me excuséis. - No por Dios, señor don Alonso, podéis seguir porque estoy realmente interesado por la genealogía en particular y por los temas históricos en general, máxime si a Sabiote se refieren. - Pero la misión que a esta casa os trae es otra, según me habéis dicho, por lo que no os quiero entretener. Y levantándose tocó una campana de mesa, a la vez que voceó desde la ventana: - ¡Decid a Panza que venga! Sancho Panza se presentó a continuación, y su amo Don Quijote se retiró prudentemente ofreciéndome con mil reverencias y atenciones su casa y su persona.


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- Amigo Sancho, le dije, quiero que sepa que estoy muy interesado en la solución de los problemas relacionados con la sucesión de Periche, del que la tía Adela y usted eran tan amigos. Naturalmente deben suponer que yo no pienso cobrar nada por la visita que le hice durante su enfermedad, así como que siento no haber podido seguir atendiéndole. -Se lo agradecemos don Luis, pero lo otro no tiene solución y el burro hay que venderlo, aunque nos pese, pues si bien nosotros lo vamos a sentir, el golpe va a ser no sólo para el chiquillo, sino también para mi amo, que quiere a éste como si fuera hijo suyo. - ¿Es que lo trata mucho? - Lo trata y lo quiere, ya que lo sacó de pila, y como además su madre, la Santa, entra y sale de esta casa como de la propia, don Alonso ve al Pedrillo diariamente. -Pues usted, al menos en recuerdo de quien lleva el sobrenombre, es decir, de Sancho Panza el de verdad, debe tener recursos para dar solución a cuantos problemas de este tipo se presenten. - Pero ya sabe lo que dice el refrán: “cuando Dios no quiere el santo no puede”, contestó Panza. -Yo le contestaría con un: “genio y figura hasta la sepultura”. Mas, si la culpa es del santo, le diría: “a santo enfadao, con no rezarle, apañao”. De todas formas, y aunque por lo que observo usted tiene medios para dar solución a todo, realmente veo que existen dos problemas que no se cómo los va a resolver. Uno es el pretendido derecho de Abundio sobre la mitad del borrico, y otro, la posible boda de su amo con la Santa, de la que tanto se habla. -Bueno -contestó Sancho-, el segundo sí que es de difícil solución, pero el primero lo tengo resuelto. Y en efecto, me contó su desarrollo y fin diciéndome que días pasados, mientras yo estuve de viaje, se celebró el juicio y que antes de la hora la sala estaba atestada de gente, así como que al iniciarse el mismo el juez llamó en primer lugar a Abundio para que declarara, pero el pobre se cerró en que “el borrico lo compramos yo y mi hermano” y de ahí no salía. Y cuando el juez le preguntó que si tenía testigos para demostrarlo, él sólo manifestó que “sus vecinos El Frenillo y La Chíngala estaban enteraos de to”, pero allí no apareció ninguno Dijo Sancho después que como él sabía la querencia que le tenía el Abundio al borrico, pero también al chiquillo, le hizo ver en el juicio el mal que podría causar a éste, con lo cual, al creer que realmente podía perjudicarlo lloró a lágrima viva en presencia de todos y dijo al juez con su media lengua que renunciaba a su parte en favor del mismo. Y al acceder su señoría a la petición, el burro pasó a ser propiedad exclusiva de Pedrillo, si bien, como Sancho era en extremo generoso, regaló al demandante una cantidad con la que éste quedó más que satisfecho. Con el posadero no tuve que hacer mucho esfuerzo para tirarle de la lengua, pues él enseguida me explicó cuanto yo quería saber y mucho más. En resumen (aunque es difícil resumir su verborrea), vino a decirme que la Santa -que era tan buena como expresaba el nombre-, desde hacía años arreglaba la casa del Duende y que se decía que el amo la quería y ella lo quería, pero que como la muchacha era muy honrada nunca se comentó en el pueblo nada malo sobre su proceder, si bien respecto a él se sabía que no consentiría mezclar su noble sangre con otra plebeya. Con las explicaciones del posadero me hice cargo de esta nueva situación que desconocía, pero mira por donde, en la habitación de la posada que provisionalmente habilité como consultorio, se me presentó una mañana la Santa con una afección cutánea de poca importancia. Era ésta una mujer bien plantá, como por aquí se dice, pero en el mejor de los sentidos, ya que se la veía tranquila, modosa y de poca conversación, aunque no aburrida. Yo naturalmente le hablé de su hijo y de mis conversaciones con él, así como de algunos aspectos del problema que le afectaba. Así, lentamente y casi sin darnos cuenta, entramos en el tema y pude apreciar que era cierto lo que me habían dicho, o sea, que entre ella y Don Quijote existía un cariño mutuo, si bien puramente romántico y desinteresado, ya que los principios del uno y de la otra, es decir, fundamentalmente la diferencia de clase, impedía que aquello desembocara en boda. Logré por entonces encontrar una hermosa casa en el arrabal alto de Sabiote, que cubría sobradamente nuestras necesidades familiares y la profesional mía, y como llegué sin dificultad a un acuerdo con la dueña respecto al alquiler, pronto tuve conmigo a Pilar, mi esposa, así como a Marta, nuestra hija soltera, ya que las dos casadas vivían y viven en Jaén capital. Los muebles los trajo Crescencio


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el arriero, quien por cierto se iba haciendo medio sabioteño, tanto por los amigos que aquí hizo como por lo trabajos que le iban saliendo. Respecto al tema que tanto me preocupaba, naturalmente se lo conté a mi mujer con todo detalle, y como ella debió dar traslado del mismo a Marta, nuestra hija, en pocos días conocían ambas mejor que yo el fondo del problema y a sus principales personajes. Debo aclarar que mi consorte es una mujer franca, abierta, dicharachera, alegre y con tantas notas más de este tipo que, la verdad, no soy yo el más indicado para decir esto, así como tampoco que la hija es fiel retrato de la madre, pero así son las cosas. Un día, después de dar la vuelta al pueblo haciendo las consabidas visitas domiciliarias, encontré a Pedrillo en el portón por el que la casa palacio de don Alonso tiene salida a la calle Argolla, y como el chiquillo me vio cansado dijo que pasara y que me sentara, lo que hicimos a la sombra de una higuera en tanto él comía un extraño trozo de pan, - ¿Qué comes?, le pregunté por salir de dudas. Es pan y hoyo, contestó, pero al percibir mi desconocimiento aclaró que una vez cortada la orilla del pan se quita el miajón del centro, y que en el hoyo que queda se echa aceite con sal, así como que le gustaba mucho. Después sacó un botijo y me ofreció agua. - La acabo de sacar, exclamó gozoso. - ¿Tú solo? - Sí, el pozo no está hondo y la cuba sube bien con la garrucha. - ¿Y te deja don Alonso? - Él siempre me deja hacer lo que yo quiero. - Pero tú serás obediente y harás lo que te dice. - Esta mañana me enseñó unos versos y me los he aprendido de memoria. Entonces le pedí que los recitara y lo hizo así: Mi vaca estaba mala, con qué la curaremos, con un palo que le demos; dónde está ese palo, el fuego lo ha quemado; dónde está ese fuego, el agua lo ha apagado; dónde está ese agua, el buey se la ha bebido; dónde está ese buey, a los montes ha corrido. - Me alegro de que te aprendas bien las cosas. Ahora, como el otro día te dije, lo que tienes que hacer es ir a la escuela, - Si quiere don Alonso, sí. - Don Alonso seguro que para ti quiere eso y todo lo mejor. Ya verás. Y don Alonso quiso, en efecto, eso y mucho más La cosa sucedió así: El prior, con motivo de la reorganización de la hermandad del patrón San Ginés de la Jara, de la que don Alonso era presidente, presentó a éste a mi mujer en la sacristía de la ermita. Luego, aunque dicha hermandad siempre ha estado formada por hombres únicamente, a mi costilla se le ocurrió la idea de integrar también a mujeres; mas, como se suponía, su propuesta la rechazó el presidente primero y la junta general después. Razón por la cual ella, que ya esperaba la negativa, con la autorización necesaria creó una hermandad femenina paralela, cosa que hizo con evidente éxito, ya que la procesión y festejos religiosos comenzaron a tener mayor esplendor. Y como quiera que Pilar fue designada presidenta, tuvo buen cuidado de que la Santa formara parte de la directiva, por lo que pudo así conocerla, tratarla personalmente y contarme luego todo lo relativo a la situación sentimental y humana de la misma. Decía Pilar que al darse cuenta del problema del niño, así como que la relación sentimental de su madre con Don Quijote no llegaba a feliz término a causa de la diferencia de clase principalmente, pensó


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que tal vez hablando con ellos podría ayudar a que la situación se resolviera. Pero las cosas sucedieron de manera que hablando únicamente con Sancho Panza las mismas tuvieron un arreglo feliz Me refería después mi esposa que Sancho llevaba bien puesto el mote, ya que a más de ser criado de Don Quijote, era bajo, gordo, buen conversador, agudo, ingenioso, perspicaz y muy dado a las historias y refranes. Contaba también que cierto día que paseaba con nuestra hija por el camino de la muralla norte, lo encontraron junto al pilar de la puerta de la Canal, en donde mientras su borrica bebía agua en el mismo, él lo hacía en el caño de la fuente; y que después, tras sentarse todos en el banco de piedra de al lado, mi Pilar le sacó el tema sentimental existente entre su amo y la Santa, lamentándose de que aquello no acabara en boda. - “Cada oveja con su pareja”, dijo él. - Ante el amor no hay diferencias, manifestó ella, y mucho más, añadió, cuando hay conveniencias que hacen aconsejable la relación, porque si los dos se quieren y además está por medio Pedrillo que quiere a los dos y los dos a él, lo único que falta es que su amo se decida o que alguien le empuje a ello. - Señora, conociéndolo, como yo lo conozco, eso es pedir peras al olmo, pero en el fondo creo que todo puede conseguirse, pues los dos esperan algo que desean y no llega, y como dice el refrán, “esperar y no venir, tener sueño y no dormir, penas son muy de sentir”. O sea, que tiene usted razón, y que tal y como están las cosas lo único que falta es que mi amo se arranque. - Pero, ¿cómo se logrará esto?, preguntó ella. - Otro refrán dice que “la duda y los celos convierten lo bueno en malo y también lo malo en bueno”. Con esto quiero decir -añadió Sancho-, que la duda puede provocar celos y que éstos sean la solución del problema. O lo que es lo mismo, que si conseguimos que a don Alonso se le rompa su flema y su tranquilidad, se habrá conseguido mucho. Pero para eso usted y yo nos tenemos que poner de acuerdo en muchas cosas. Pilar me contó cómo llegaron a ese acuerdo. Todo consistió en que nuestro amigo Crescencio se avino a colaborar con ella y con Sancho. O sea, que el mismo, que era soltero y de buen ver, al darle mi mujer cuenta en el mayor de los secretos de lo que intentaban, se prestó a escribir una carta a la Santa pretendiéndola. Y como tal carta la dirigió a nombre de la pretendida, pero a la casa de Don Quijote, quienes urdieron la trama tuvieron buen cuidado de que éste viera lo escrito en la misma, ya que el sobre iba medio abierto y con un lazo y un corazón pintado atravesado por una flecha. Por ello, y por algún cuchicheo que oyó entre personas allegadas, es lo cierto que la trama dio lugar a que se lograran los efectos deseados, incluso con mayor rapidez de la esperada. La cosa es que un buen día don Alonso Ramírez de Abengoa y Pérez del Pulgar, alias Don Quijote, reunió en su casa a personalidades y amigos, entre los cuales mi esposa y yo nos encontrábamos, y solemnemente nos hizo saber su compromiso matrimonial con la señora doña Engracia María Sánchez y Ruiz de Almazán, de conocida familia sabioteña, así como de la iniciación de los trámites precisos para adoptar y dar su apellido a Pedro, el hijo de la misma, al que según manifestó quería como si fuera suyo. Ni cuando se celebró la ceremonia matrimonial en la capilla de Santo Toribio, perteneciente desde hacía siglos a los Abengoa y situada junto a la casa-palacio de los mismos, ni más tarde, cuando tuvimos otra fiesta al ser inscrito Pedrillo en el registro civil con el apellido de don Alonso por haber sido adoptado por él, nunca trascendió la verdadera causa por la que todo aquello pudo llevarse a feliz término. Pero la “causa” era de sobra conocida porque tenía nombre y apellidos: se llamaba Pilar López Briones; y a la misma ayudaron Juan Sánchez, conocido por Sancho Panza, Crescencio García, el arriero, así como nuestra hija Marta Valbuena López. Es decir, que la razón de que el novio rompiera sus prejuicios, llevara al altar a la Santa y adoptara al chiquillo, se debió a ese empuje final que, con la ayuda de los dos hombres dichos, llevaron a feliz término mi esposa y nuestra hija. Naturalmente, en la ceremonia del enlace y demás actos que se celebraron, siempre estuvieron en primer término el enterrador, el carpintero y el cura, que por cierto fue quien los casó. Si éstos llegaron a cobrar o no el importe de la deuda que les dejó a su fallecimiento Periche, padre de la novia, o bien dejaron su importe como regalo para la misma, es cosa que desconozco. Lo que si puedo decir es que el borrico Boqueron pasó a ser propiedad exclusiva de Pedro Ramírez de Abengoa y Sánchez.


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