EL EMIGRANTE Y EL LEÓN Un sabioteño emigrante, como no tenía trabajo, para ver si lo encontraba marchaba de tajo en tajo pidiendo lo que buscaba. Al verlo apurado, le dijo un amigo que encontró que a lo mejor en el circo hallaría colocación. Llegó al circo y preguntó que qué puesto había vacante, y el hombre que le atendió le contestó al mismo instante que… vestirse de león. Aunque no puso buen ceño ante aquella situación, aceptó el buen sabioteño y de león se vistió. Al verlo así, un domador con un látigo en la mano, le hizo saltar a la comba, jugar con unos enanos, andar por la cuerda floja, y hacer… hasta de payaso. Cuando ya estaba cansado con aquéllas tropelías, y tantas pruebas y ensayos y tantas majaderías, entre prisas y empujones lo meten en una jaula con otros cuantos leones. Y el sabioteño, temblando en el último rincón, ve que feroz y agresivo se le aproxima un león. Y al ponérsele muy cerca, muy cerquita de su cara, él sólo supo decir: ¡ay, San Ginés de la Jara! Entonces, el león fiero que tenía pinta de ser todo un león verdadero, quedó quieto de repente mientras al otro decía mirándolo fijamente: Paisano, no te acobardes, paisano, no seas cipote, por lo que oigo deduzco que eres también de Sabiote.
MARTINILLO Pasada la Reconquista y la toma de Granada, cuando los tercios de Flandes media Europa conquistaban y España puso en América la cruz, la lengua y la espada, en su mansión de Sabiote vivía una familia honrada una vida placentera, una vida sosegada. La casa está recién hecha, y tiene rancia prestancia con piedras de cantería, escudos en su fachada y manillas que nos dicen que es mansión noble e hidalga. Mas como lo bueno siempre tiene las horas contadas, la paz de aquella familia se vio enseguida turbada. El pueblo ya lo decía, la gente lo pregonaba: la casa de las Manillas está medio endemoniada. Mil gritos aterradores se oyen a la del alba, y cuando llega la noche cien mil cadenas se arrastran entre alaridos que dicen que la casa está encantada. El pueblo ya lo decía, la gente lo pregonaba,
es el duende Martinillo quien produce la algarada. El dueño de aquella casa, hombre bueno y ejemplar que es alcaide del castillo, familiar del Santo Oficio y persona principal, llamó a su esposa, a sus hijos, a criados y criadas, porqueros y mandanguillos, muleros y mayoral, y les dijo: Aquí no puede vivirse y se muy bien por qué causa, Martinillo no nos deja de noche ni de mañana, y antes de volvernos locos hemos de mudar de casa. Todos sienten la propuesta, mas comprenden las razones y antes que el sol se pusiera llenan cuatro carretones con todas las pertenencias de criados y señores. Y cuando los cuatro carros se ponen en movimiento, al pescante del primero va Martinillo contento. ¿Por qué tu ahí Martinillo? dice el señor enojado. Y Martinillo responde, ¡toma!, porque nos mudamos
SOPA IMPERIAL De esto va a hacer un siglo, poco menos, poco más, y no se quien me lo dijo ni quien me lo fue a contar, pero fue alguien de un cortijo, aunque tampoco se cual. Puede ser que Calderilla, Chiripa o la Rinconá, las Monjas o las Monjillas, el Monje o el Solanar, la Baranda o la Minilla, la Veleta o la Lanzá, Cigarrón o la Ventilla, Placeres o Simpensar. Lo cierto fue que un mulero de los de abarca y peal, migas en tos los almuerzos y cuchará y paso atrás, puchero en las comidas, ajete para cenar, y el consabido gazpacho hasta para merendar, tuvo que ir a la corte a operar a su zagal, y como el amo vivía en aquella capital, para distraerlo un poco y por verlo disfrutar sacó al mulero una tarde, se lo llevó a pasear y después a un buen teatro; y a la hora de cenar lo metió en un restaurante en donde iban a encontrar gente fina y elegante de la alta sociedad. Y allí aquel hombre se vio
en una mesa sentado con mantelería muy blanca, camareros a los lados y cubertería de plata. Cuando para elegir plato le sacaron el papel, como el amo conocía que no lo sabía leer, como sin darle importancia leyó en voz alta la carta. Y al leer, entre otros platos, “Sopa imperial. Cuatro reales”, el mulero lo pidió, pues le llamó la atención lo del nombre y los caudales. Poco tiempo había pasado cuando cuatro camareros en un carrillo de ruedas llevan la sopa al mulero. Y el hombre, que no sabía que era aquello de imperial, se propuso investigar de cual imperio sería la sopa que iba a probar. Y cogiendo las cuchara empezó el caldo a tomar, y cuando vio que tenía aceite, vinagre y sal y flotando por encima unos trocillos de pan, dijo al amo sin empacho: ¡Ay la leche que nos dieron! aquí está muy caro el hato, no pague los cuatro reales mi amo, que esto es gazpacho. Y dando una voz potente dijo a lo que había en la fuente: Te conozco bacalao, te conozco, te conozco, aunque te hayan disfrazao
LA CASA DE LA ABUELA En su casa de Sabiote una mujer se moría. Fue su vida dilatada, gran descendencia tenía, y todos la veneraban, la amaban y la querían pues la abuela era una santa que todo lo merecía. La abuela tenía una casa con corral, cuadra y granero, y en el corral tenía huerto y un buen pozo medianero. Con el agua de aquél pozo abrevaba su ganado y regaba las erillas, las macetas, el manzano, la higuera grande y la chica, el cerezo y el granado. Había en el corral gallinas, patos, pavos y una gansa, y en la cuadra de la casa la abuela también tenía un mulo de aparcear y una marrana de cría. En primavera y verano
y en el buen tiempo otoñal, antes del anochecer con su perro y con su gato se sentaba en el corral para descansar un rato y rezarle a San Ginés. Mas como en la vida siempre nuestras horas son contadas, llegó la hora a la abuela, y como ella la esperaba mandó que viniera el cura para encomendar su alma. Y al decirle el confesor que había tenido fortuna, pues por haber sido buena en la casa del Señor estaría como en ninguna, la abuela, aunque ya tenía un pie dentro y otro fuera, y hasta marcada en la frente la herradura de la muerte, con voz que apenas se oía dijo al cura de esta suerte: No se esfuerce padre cura en poner comparaciones, pues tengo buenas razones para poder afirmar, que en ningún sitio se está como en la casa de una.
LA HONRA
LA OFERTA DE BOCARRAYO
Una mujer en Sabiote se quiso quejar al rey de que su hija y el novio atropellaron la ley. Y cuando le iba a escribir para exponerle su queja, por la puerta de la casa entra la infeliz pareja. La madre se puso en jarras, los mira como una fiera, y antes de que te santigües los pone de vuelta y media. . Y cuando se disponía a templar a la zagala, una vecina, ya vieja, que tenía la casa pegando puerta con puerta y que desde su corral todo lo venía escuchando aunque oírlo no quisiera, como conocía la historia desde la madre a la abuela y quería a la chiquilla desde que era pequeña, se arremangó las enaguas, quitó tres haces de leña, se encaramó en el bardal y a la vecina le espeta: ¡Ay María!, quien me dijera que tuviera yo que oír que estés poniendo a tu hija como hoja de perejil. Ay María, nunca creyera oír lo que estoy oyendo de que si tu hija es de que si tu hija era, cuando lo que ella ha hecho lo hizo tu madre y tu abuela, y lo hiciste tu también y toda tu parentela. Y María, que no esperaba regañina tan severa, dijo, por salir del paso, entre humilde y altanera: Pues sí, lo hice, pero lo hice con honra, con talento y con vergüenza
De su huerta un hortelano venía por la carretera, va al mercado de Sabiote con dos canastas de brevas. Bocarrayo vuelve a Úbeda tras una mañana negra,. pues como no vendió nada regresa la cesta llena. Y en el saco no hay reserva de pellejos de conejo, ni de alpargates de goma, ni hierros, ni trapos viejos. Poco antes de Torremocha los dos hombres que se encuentran, y Bocarrayo a Juanico le dijo de esta manera: Pare usted, pare la burra y acépteme esta propuesta: Yo le doy una peseta, y mientras usted echa un cigarro me doy una hartá de brevas. Juanico calcula rápido y acepta con complacencia, pero antes que líe el cigarro desaparecen cien brevas que sin pelar ni mondar Bocarrayo traga enteras. Ante esto, el hortelano, atónito y admirado le dijo de esta manera: ¿Es que no mondas las brevas? ¡tu hambre, amigo, me espanta! Y Bocarrayo responde: Ahora me las como enteras, pero ya las mondaré en la segunda canasta.
LAS ALAS DEL SOMBRERO Señores, van a escuchar una singular historia, de la que guardan memoria los más viejos del lugar. Cierto honrao matrimonio saludable y bien criao, regordete y papihonrao, hacia las doce o las una volvían ya de la aceituna a su casa de Sabiote, y al llegar al Chiringote tuvieron cierto tropiezo que yo les voy a contar dando a la historia comienzo. Ella, gorda y frescachona, a quien llamaban Colasa, montaba sobre un borrico del que tiraba el marido, que se llamaba Francisco, y de mal nombre tío Panza. En uno de los pilares se paró el burro a beber, cuando a lomos de una burra aparece el tío Ginés. Era Gínés conocio por ser hombre de salero, que en cuestión de mujerío sabía calibrar lo bueno.
Pero tan pronto llegó al pílar el tío Ginés, el borrico de los Panza dejó al punto de beber. Y sea porque le picó algún moscón borriquero de los muchos que tenía, o sea por estar entero y la borrica movía, dio un respingo el puñetero y Colasa fue a caer en el suelo boca abajo, y al subírsele el refajo quedó “eso” tan descubierto, que Ginés se quedó yerto y el marido cabizbajo. Tío Panza, que no sabía cómo podría tapar el descomunal trasero, no se le ocurrió otra cosa que ponerle su sombrero. Pero con todo y con eso el remedio fue peor, pues aquello se quedó como un dedal sobre un queso. Ginesico que observaba le dijo con cierta sorna: Francisco, busca otra forma, pues pa tapar lo que ahora nos presenta tu señora, las alas de ese sombrero, tendrían que tener más vuelo que toa la Corregiora.
LA DESPEDIDA DEL DUELO Costumbres hubo en Sabiote en tiempos de los abuelos que no han debido perderse y que perdurar debieron. Una de aquellas costumbres fue despedir a los duelos contando las excelencias que habían tenido los muertos. Se distinguió en estas lides un charlista de los buenos, pero con fama de ser algo ligero de seso. Y en cuantos duelos había, ya con entierro mayor o ya de en medio o pollar, casi siempre repetía esta oración inicial: Como los higos de las higueras pende nuestra vida en este pobre mundo, pues cuando menos lo esperas lo mismo cae el pelote que el maduro. En el duelo de aquel día -al que ahora me refiero-, continuó nuestro amigo de esta forma así diciendo: El finado aquí presente cuyo duelo despedimos, fue amante de su familia, amigo de sus amigos, patriota de los buenos, sabioteño distinguido. Fue un cabal contribuyente,
que con su esfuerzo y trabajo logró subir de repente a la cumbre, desde el tajo. Fue propietario de tierras en la Vega y en la Serna, en la Celá y en el Cerro y en la Cara de la Sierra. De olivas, en las Carreras, en la Dehesa y el Condao, el Paso, las Calaveras y el cortijo del Quemao. Y no dejo en el tintero las mil estacas que puso en comedio del Mortero. La gloria ya la tenía, y el que misma conserve no es antojo ni capricho, es que el muerto la merece. La misma sea para él. Así sea. Amen. He dicho. Una mujer que lo oía con cara de complacencia y arrobamiento profundo, dijo, suspirando mucho ante tan gran elocuencia: ¡Que boca tan rebién puesta, si tuviera otra cabeza! Y olvidando el imprudente que estaba allí el propio muerto, sus amigos, sus parientes, sus vecinos, sus dolientes, autoridades y pueblo y ministros de la Iglesia, se volvió airado diciendo: ¿Quién ha sio esa tía pelleja”
LA RECOBA
LA MANCHA DE LA MORA
Después de hacer la recoba y de lanzar a los vientos su voz potente y sonora, Centimillo está contento.
El hombre quedó viudo a edad bastante temprana, y al verlo en aquel apuro todos los que lo trataban le dijeron que la cura para buscar solución a su viudez prematura, era… otra mujercita, pues la mancha de la mora con otra verde se quita.
Por la calle de las Navas sube dos canastos llenos tras comprar a las vecinas a tres reales dos huevos. Pero por la misma calle bajaba una bicicleta con un ciclista locuelo y con gana de dar guerra. Centimillo ante el peligro luchó para detenerlo, y el ciclista hizo lo propio echando para ello el freno. Mas la buena voluntad no tuvo acompañamiento, y un violento choquetazo lanzó a los aires los huevos dejando al buen recobero tendido sobre la acera y lamentando su suerte diciendo de esta manera: ¡Ay que extravío tan grande que me he quedao sin un huevo! Ya no tengo quien me ampare, yo me ahorco de momento. Una vecina discreta y de buenos sentimientos, tratando de detener la cuestión del ahorcamiento, le dijo compadecida con muy quejumbroso acento: ¡Buen hombre, bendito sea! ¿se va usted a ahorcar por los huevos? Y Centimillo, que estaba tendido en el santo suelo revuelto entre cascarones y lamentando su suerte con voz que atronaba el cielo, calló y dijo de repente: Si me da la gana ahorcarme, me ahorco por el pescuezo.
Pero el hombre era exigente y a todas ponía reparos, y aunque de muchas le hablaron él siempre encontraba pegas para pedirles la mano. Mas su cuñado Ginés que era castizo y resuelto y que sabía que el viudo no quería otra sabioteña, le aconsejó con acierto y logró que se apañara con una moza torreña. Y Ginés fue un día a la Torre a ver a los padres de ella para hacérselo saber, y con el sí por delante el hombre dio media vuelta y se volvió tan campante Tan pronto llegó a Sabiote, al ver al novio en su puerta le dijo con alegría: Contento puedes estar cuñao del alma mía, pues al darme el padre el sí pronto tendrás una esposa que, si no es bonica de cara, si que es buena y hacendosa. Más contento estarás tú, dijo el novio indiferente, pues la tuya es más hermosa y también más reluciente. A eso puedo contestarte, le dijo el cuñado presto, que si la mía es más hermosa también estoy más expuesto.