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AÑO 9 - FEBRERO 2011

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El pulgar es el nuevo índice

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o s teléfonos celulares no inventaron el pulgar, pero hoy el dedo gordo controla el mundo desde el teclado de una Blackberry. ¿Hay algo más inútil que una mano sin pulgar? Sin ellos no podemos abrir una puerta, tomar un café ni contar hasta cinco. En la calle, mientras el dedo medio insulta y el índice contrata un taxi, el gordo es el único que puede conseguir un viaje gratis. En la geopolítica de la mano, el pulgar tiene carácter separatista: es el único que se opone yema a yema con el resto de los dígitos. Newton dijo que el diseño prodigioso del pulgar era prueba irrefutable de que Dios existe. Sólo gracias al dedo gordo tenemos la precisión manual que nos distingue de los simios. Dicen los quirománticos que al presionar el pulgar se activan el intelecto y la creatividad pues en él residen el razonamiento lógico y el poder de la conciencia. En Japón se venden millones de keitai shosetsu, esas novelas escritas con los pulgares en el teléfono celular. Pronto publicaremos obras completas hechas con el dedo gordo. La agilidad del pulgar es un síntoma de juventud. Ayer los pulgares se quedaban dormidos sobre la barra espaciadora en las duras lecciones de mecanografía; hoy están siempre despiertos y al acecho sobre los teclados del teléfono celular. ¿Dónde estarán los pulgares pasado mañana? Su protagonismo es el augurio de una nueva era. Cada vez miramos menos a los ojos y atendemos más las palabras que aparecen bajo el dedo gordo. Pronto atribuiremos todos nuestros éxitos y fracasos al tino de los pulgares al teclear. Hace millones de años su independencia del resto de los dedos de la mano nos ganó un peldaño en la escalera darwiniana. Hoy basta un pulgar certero para seducir a tu hombre y contentar a tu jefe desde el teclado de una pantalla de bolsillo. Mick Jagger lo anunciaba con los Rolling Stones en el himno Under my thumb: la chica que te hace sufrir se convierte en tu mascota cuando la tienes bajo el pulgar. En el futuro, quien no lo sepa usar, será un verdadero simio. Lizzy Cantú lc@etiquetanegra.com.pe


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cómplices

LARISSA MACFARQUHAR

Estados Unidos. Periodista. Escribe para The New Yorker desde 1998. Prepara un libro sobre altruismo extremo. Vive en Brooklyn. «No estoy tan interesada en mi cuerpo como tal. Para mí es una herramienta del placer y un vehículo para la vida. Mientras continúe funcionando, no pienso en él».

MARICARMEN SIERRA LARIS

México. Especialista en negocios internacionales y maestra de Ashtanga yoga. Colabora con redes de emprendedores sociales y negocios sustentables. « Veo en los cuerpos las historias de las personas. El lenguaje corporal dice de las peleas con la intimidad, los traumas de la infancia y la proyección de un ego pudoroso o extrovertido. Una modelo que camina con la espalda baja arqueada y el pecho frondoso, sólo me deja entrever su necesidad de atención y una carencia empática durante su infancia. La compadezco: no sabe que además se está ganando una hernia lumbar».

SARAH WILDMAN

Periodista. Estados Unidos. Escribe para el New York Times y Slate, entre otros. Ganó en el 2010 el Premio de Periodismo Peter R. Weitz por la excelencia de su trabajo. Vive entre Europa y Estados Unidos. «Siempre he sido atlética, física, activa. Pero nada de mi cuerpo me ha impresionado tanto como mi capacidad de cosechar otro. El embarazo es el deporte más extremo».

DIEGO FONSECA

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Argentina. Periodista y escritor. Trabaja en un libro de crónicas sobre los latinos en Estados Unidos y prepara otro de ensayo sobre el narcotráfico en México. Vive en Washington, DC. «Estoy en una etapa de mi vida donde podría comenzar a documentar la progresiva decadencia de mi cuerpo en contraste al mantenimiento de la lucidez de mi cerebro. Eso me ha llevado a entender por qué en Futurama sólo han quedado las cabezas de Nixon o Leonard Nimoy. Lo desesperanzador es que no creo que la mía me sobreviva» .


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MÓNICA BELEVAN

Perú. Escritora y filósofa de cuerpo chiquito (infierno grande). Metro cincuenta y seis de altura, cuarenta y un kilos de peso; salud: discutible. Vive en Lima. «A mi cuerpo voy a embarcarlo en varias especies de féretro, en la esperanza de todavía no encontrar el que le calce mejor. La idea de que viajar –en el vehículo que fuera– es un flirteo con la desintegración nunca me deja. Supongo que por eso viajo mucho».

MARCELA TURATI

México. Periodista. Es becaria de la Fundación Prensa y Democracia de México. Fue dos veces finalista del Premio de periodismo Cemex – FNPI. Acaba de publicar el libro Fuego Cruzado, sobre las víctimas del narcotráfico en México. «El cuerpo del carnaval de Río es un cuerpo sin cerraduras, de playa infinita, de danza libertina, que se desnuda y se deja abrazar y aplastar por todos. Lo certifiqué en el apretujadero del bloco callejero, ese desfile sambado de barrio donde, si más te aprietas a los demás cuerpos, mayor es la diversión».

ANGELO NECIOSUP MILLONES

Perú. Ilustrador. Trabaja como diseñador gráfico en Ícono Comunicadores. «Mi alma se alza en himno de protesta, detesta la propuesta, ser humano apesta, prefiero ser una voz, una mente a ser solamente un cuerpo presente (McFakir)».

HÉCTOR FALCÓN

México. Artista Plástico. Colabora con la sección cultural del diario Reforma. Sus trabajos han sido expuestos en el museo Guggenheim en Nueva York. En sus últimos proyectos Estados Alterados y Registros Vitales ha experimentado con su cuerpo. «Nuestros cuerpos son la proyección del pensamiento».



un rebelde en silla de ruedas

Un día Paul Pflucker se lanzó un clavado en la playa y perdió el movimiento y la sensibilidad de su cuerpo. Hoy, casi un cuarto de siglo después, es un hombre con cinco mil amigos en Facebook que postula al Congreso de la República. ¿Qué hay de sexy en un tetrapléjico? un perfil de Piero Che Piu fotografías de Alexis Huaccho


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na tarde de verano de 2011, Paul Pflucker iba en su silla de ruedas a contravía del tráfico de la avenida Caminos del Inca. Los automóviles desviaban su dirección para evitar atropellarlo y él avanzaba resuelto en su OutdoorPowerchair, que emitía un sonido robótico. Durante el trayecto, Pflucker no aminoró su marcha. No era un Quijote en silla de ruedas ni un suicida discapacitado: era sólo otro hombre que quería regresar a casa en plena hora punta. A dife-

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rencia de los paralíticos que tienen inmóvil sólo la parte inferior del cuerpo, la parálisis de los tetrapléjicos comienza debajo del cuello. Por momentos, coches de dos toneladas se acercaban a centímetros de él y su única reacción era continuar hacia adelante. Para él, lo inesperado tiene la apariencia de escaleras que no puede subir. Intenta no ir a ningún lugar que esté en un segundo piso. Le cansa que lo tengan que cargar para subirse a cualquier auto. Pero su vida no es otra historia de sí-se-puede. A sus fiestas de cumpleaños asisten cientos de invitados, desde actrices de televisión hasta jóvenes políticos. Compra toda su ropa en tiendas de Miami. Tiene suficientes perfumes para usar uno por día durante todo un mes. Organizaciones como B2D (Business to Disabled) lo contratan para dar charlas sobre superación personal. El ex alumno de siete colegios que respondía a sus maestros: «No por ser profesor me vas a obligar a hacer lo que no quiero», tiene dos palabras grabadas en la pulsera de su mano izquierda: visualiza y materializa. Concretar. Hacer cosas. Pflucker mide un metro noventa, y después de su accidente ha tenido que sentarse a hacer las cosas. Por estos días, una de ellas es postular al Congreso de la República. En la playa El Silencio, al sur de Lima, una tarde su amigo le tiró arena a la cara. Quería obligarlo a que se volviera a meter al mar. Pflucker era un bromista, pero no le dio risa llenarse la boca de arena y lo persiguió a las carreras. Habían llegado antes del mediodía en auto junto con otro amigo. Cuando Pflucker llegó a la orilla se lanzó de cabeza al mar justo cuando la marea retrocedía. El golpe hizo que no pudiera moverse y empezara a ahogarse. Un veraneante dio la alarma de su cuerpo inmóvil sobre el mar. Sus amigos creyeron que se trataba de un mal chiste. Sabían que Pflucker era alguien temerario: se había roto el brazo dos veces, una vez la clavícula y en otra ocasión tuvo la pierna enyesada durante nueve meses. Pflucker permaneció consciente tendido sobre la are-

na con los ojos enrojecidos pero abiertos. Para él sentir dolor significaba algo grave, pero en ese instante no sentía nada. El día después del accidente también estuvo con él Fabiola Arteaga, su enamorada. Ella tenía trece años y él le llevaba cinco. Ella estudiaba en el Villa María, emblemático colegio de la clase alta de Lima, y ya tenía ese humor deslenguado por el que se haría conocida en sus shows de stand-up comedy. Hoy ella lo recuerda como el chico al que todas querían invitar a la fiesta de fin de curso: alto y sonriente, que podía bailar el rock de la banda Los Violadores y la balada de Mecano con la misma facilidad con que le cambiaba las letras a las canciones para hacerla sonreír. Pflucker vivía en Valle Hermoso, tenía el cabello largo con ondas y usaba camisetas de colores festivos. Era un enamorado que la llamaba por teléfono impostando la voz como si fuera un seductor. Al día siguiente cuando Fabiola Arteaga pudo ver a Pflucker lo encontró en el hospital con la cabeza rapada y conectado a varias máquinas para vigilar su estado. El accidente le había descolocado la posición del cuello. Para solucionarlo, en el hospital le instalaron una estructura metálica en su cabeza. De ésta colgaban unas pesas que le estiraban el cuello y lo mantenían recto, para evitar que las vértebras permanecieran en mala posición. Mientras hablaban, Pflucker le pidió que le apretara el pie, estaba aturdido y nadie le informaba sobre su condición. Arteaga le sujetó el pie, pero él no se dio cuenta. Ella rompió a llorar, la enfermera le pidió que se marchara. Dos días después de su internamiento, el doctor Donald Morote le explicó el diagnóstico a Pflucker. Era una lesión al final del cuello: su médula espinal estaba aplastada entre la quinta y sexta vértebras cervicales. El vínculo que unía su cerebro con el resto del cuerpo seguía ahí, pero tan débil que no permitía que el oxígeno y los nutrientes llegaran a las células nerviosas de la médula. Cuando


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mueren las células nerviosas no hay forma de regenerarlas. Su médula estaba aplastada y al parecer no tenía remedio. Su novia de entonces recuerda que unas semanas después, aún internado, Pflucker terminaría con ella a pesar de sus ruegos. Le dijo, como disculpándose, que a su edad, ella no merecía el peso de esa responsabilidad y la liberó de la carga que sería su vida desde el accidente. Tiempo después Pflucker volvería con Marilú Salazar, una ex enamorada de su misma edad que permaneció a su lado todos los días del resto del verano. Arteaga siguió visitándolo. Ella quería estar cerca a pesar de los celos. Incluso cuando la relación con Marilú terminó, continuaron siendo amigos. Así es Pflucker: Alguien con quien los demás quieren estar. Meses después, cuando salió del hospital, Pflucker convirtió su cuarto en la banca de un parque. Ahí estaba permitido fumar, decir groserías y hablar a gritos: su casa empezó a parecerse a un salón de clases con profesor ausente. Para Pflucker era como estar afuera sin levantarse de la cama. Su familia mantuvo la puerta de la calle abierta para que todos pudieran entrar. Leonardo Cuervas, un productor de comerciales con una risa metálica, era uno de los amigos de Pflucker que visitaba la casa en esos días. Cuenta que los visitantes firmaron el armario de la pieza de casi dos metros de altura como si fuera un yeso. Eran tantos, que en una semana las firmas de sus amigos lo habían cubierto todo. Sin remedio posible, la compañía era su medicina.

El padre de Pflucker, Gastón, decidió dejar su trabajo como ejecutivo en una empresa de venta de metales para cuidarlo a tiempo completo. Pflucker era el menor de sus cuatro hijos. Antes del accidente, cuando su madre Elba lo regañaba, Gastón intentaba comprender la rebeldía de su hijo. Escuchaba con paciencia los argumentos de Pflucker para negarse a usar el uniforme gris del colegio, « ¿una chompa

ploma te va a hacer más inteligente?». Durante esos primeros meses de rigidez absoluta, su padre también se convirtió en su cuerpo. Le daba de comer, lo limpiaba y le cambiaba de ropa. Una tarde, Pflucker se moría de ganas de una comida normal: quería un pan con una salchicha y su padre fue a conseguírselo. Pflucker comió con avidez. Unas horas después sintió un picor en el pecho. Se estaba intoxicando. Para alguien con su diagnóstico, sentir un malestar –o cualquier cosa– era una buena noticia. El resto de sus avances no ocurrieron tan pronto. Sucedieron más por necesidad que por terapia. A los veinte años

aprendió a marcar las teclas de un teléfono con la nariz y la barbilla. Ya podía tentar suerte en la venta de productos de nutrición y paquetes turísticos por teléfono. Unos años después, cuando pudo tener control sobre su muñeca, empezó a utilizar una silla de ruedas eléctrica. Diez años después del accidente, consiguió que sus brazos se movieran a voluntad; ya estaba trabajando como relacionista público para empresas de entretenimiento y restaurantes. A eso se dedicaba cuando en el 2008 un canal nacional emitió un reportaje sobre él y personas en México, Canadá y EEUU lo vieron por Internet. Era la historia de un tetrapléjico que no se dejó abatir por su accidente, y que sin rehabilitación profesional ya era capaz de usar los brazos para hablar. Unas organizaciones sin fines de


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lucro lo empezaron a contratar para ayudarles en campañas altruistas: recolección de ropa para soportar el frío en ciudades del altiplano, o sillas de ruedas plegables. Desde entonces recibe al menos diez correos diarios de otros discapacitados pidiendo consejo. Los límites de su psicomotricidad fina sólo le permiten contestar con la parte lateral del dedo meñique. Contesta el celular usando los dedos como delgados bloques rígidos y ayudándose del mentón. Lo abre haciendo palanca con las manos, estira la antena con la boca y responde la alerta de Nextel haciendo presión con los dedos. Todo en menos de diez segundos. Cuando habla por su celular permanecen en su cara los gestos que utilizaba para hacerse entender cuando no podía mover la parte superior de su cuerpo, sobre todo las muecas para acentuar respuestas. Pflucker es uno de esos tipos que llaman flaco al gordo, que dicen manyas en lugar de entiendes y que terminan sus conversaciones con nooo, ¿en serio? Es un tío que revisa todos

principales en su silla de ruedas para llegar al otro lado de su distrito frente al edificio de Saldarriaga. Pflucker le dijo que debía levantar la cabeza. Pero no sería la primera vez que Pflucker hacía una visita inesperada. Marisol Aguirre, una conocida actriz de televisión que creció con él en su barrio, cuenta que un día vio a Pflucker bajando de un taxi al frente de su casa. Le había explicado al taxista cómo colocarlo en el asiento y guardar su silla de ruedas y éste le ayudaba a bajar. Había recorrido cinco distritos para ver qué pasaba con ella. Para Aguirre, Pflucker es uno de los primeros amigos en aparecer cuando uno tiene problemas. Al llegar, Pflucker entró al primer piso de su casa y se pusieron a conversar. Escuchar, aconsejar o gritar son acciones que no requieren de un cuerpo. Pflucker trabaja con su mente y su carisma. Después de perder su cuerpo ¿puede existir una simpatía aumentada sobre él?

Paul Pflucker tiene dos palabras grabadas en la pulsera de su mano izquierda: visualiza y materializa. Concretar. Hacer cosas. Mide un metro noventa y después de su accidente ha tenido que sentarse a hacer las cosas. Por estos días, una es postular al Congreso de la República

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los días su perfil de Facebook y suele comentar las fotos de las fiestas a las que va con un «buenaaazo». A los cuarenta y dos años su mirada es pícara, tiene una sonrisa diseñada para la carcajada y algo de desvelo bajo los ojos. Su rostro de traviesa confianza anuncia el cuerpo que tendría si no hubiera quedado tetrapléjico cuando acababa de cumplir la mayoría de edad.

Una amiga suya recuerda un domingo en que ella no quería salir de su casa. Marilea Saldarriaga es ejecutiva de una corporación. Tiene piel canela y se ríe con los ojos, pero en ese entonces estaba atravesando por una depresión. Era una de sus amigas más cercanas. Pflucker la llamaba a diario para conversar y ese domingo decidió llevarla a comer. Salió de su casa de un barrio residencial de fachadas con ladrillos rojos y parques cuidados, y durante media hora atravesó calles

Antes de su accidente Paul Pflucker había coqueteado con la idea de ser modelo. Años después, en julio de 2010, Richard Dulanto, director de una escuela de modelos de Lima, organizó un desfile de modas que reuniría sobre la pasarela a confeccionistas, modelos, artesanos y diseñadores. Dulanto, un hombre alto que usa botas y tiene la complexión de los que van al gimnasio como un trabajo, necesitaba a una persona que se atreviera a ser el centro de atención y que luciera bien haciéndolo. Entonces recordó a Pflucker. El día en que se lo habían presentado lo vio paseando por El Trigal, una feria alternativa para los interesados en ropa. En aquella época, Pflucker tenía el cuerpo mucho más estático y Dulanto tan sólo era un modelo de pasarela, pero como todo admirador de la belleza, reconoció en él a un chico guapo con una postura elegante. Hay una rigidez en la postura de Pflucker que lo hace sobresalir. Él es un erguido feliz. En el vídeo del desfile, su postura oculta el nerviosismo detrás de un rostro sin


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muecas. Había ensayado el día anterior sobre la pasarela para saber qué tenía que hacer. Dulanto había planeado el desfile para que Pflucker fuera el único modelo que desfilara solo. Aquella noche sobre la pasarela armada al frente de la Biblioteca del distrito noctámbulo de Barranco, llevaba un poncho gris con detalles blancos que cubría hasta el respaldo de su silla y una boina negra. Su OutdoorPowerchair atravesó la pasarela con la misma determinación de los modelos que van con prisa a ninguna parte. Al llegar al frente se detuvo unos momentos. Debajo de la boina sus ojos permanecían inexpresivos pero en su rostro había un asomo de sonrisa satisfecha. Cuando los aplausos consiguieron ser tan fuertes como la música electrónica del desfile, Pflucker pareció disfrutarlo. Una pose después movería apenas los hombros hacia la izquierda y doblaría hacia la derecha. Tras unos segundos su silla giró en sentido contrario. Más aplausos. En la soledad de la pasarela, Pflucker hizo algo que un tetrapléjico no se supone que debiera hacer. Nos emocionan las victorias de las personas con discapacidad. Luego de una lenta y trabajosa rehabilitación, un director de orquesta brasileño, Mario Sergio Miragliotta volvió a dirigir en silla de ruedas un concierto repleto. En Corea del Sur, el doctor Lee, un profesor de geofísica, se convirtió en una celebridad por continuar enseñando en silla de ruedas después de un accidente en automóvil. En Estados Unidos, Aaron Roux, un ex marine que quedó tetrapléjico, hizo un viaje de costa a costa utilizando sus brazos para impulsar una bicicleta. Pero después de conmovernos, pedimos a estos héroes que no hagan nada muy difícil, que no se esfuercen demasiado, que sean cuidadosos. El hombre que va en su silla de ruedas a contravía no acepta los consejos que más le convendrían. Le aconsejaron que no fuera solo al balneario de Asia para una fiesta y tuvo que conseguir un aventón usando el único movimiento que le permitía su brazo. Pero la pasó tan

bien que no le importó. Le dijeron que no debía ir a El Silencio, la playa de su accidente, pero apenas pudo regresó sólo para demostrar que continuaba siendo su playa favorita. Algunos le pidieron que no viera Mar Adentro, la historia de un paralítico que convence a sus amigos de ayudarlo a morir con dignidad. Al verla le conmovió tanto como a cualquiera. No tuvo que convencer a nadie de nada. Pflucker vive como si tuviera que demostrar todo el tiempo que es normal. Le molesta ser tratado como si estuviera a punto de quebrarse porque eso lo obligaría a ser alguien que no es.

Un odontólogo se dio a la tarea de darle la contra a Paul Pflucker. Alfonso Lama es un tipo de barbas y piel bronceada que no adorna sus opiniones. Aunque vivía en Montevideo, se las arreglaba para tomar el café de la mañana junto a una computadora para conversar con Pflucker. Se habían hecho amigos cuando Pflucker trabajaba en el restaurante Embarcadero 41, a unas cuadras de su casa. Él vio el primer reportaje de televisión de Pflucker y le disgustaba que se sintiera tan cómodo en una silla de ruedas. Lama había visto un documental en el Discovery Channel sobre células madre. En uno de los experimentos cortaban la médula espinal a ratas de laboratorio y para que volvieran a caminar, les daban un tratamiento de células madre. Éstas pueden convertirse


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en cualquiera de las más de doscientas clases de células que hay en el cuerpo y sustituir las células atrofiadas o muertas reactivando el sistema nervioso. La comunicación con Lama se hizo más fluida cuando Pflucker se inscribió en Facebook. Al principio Pflucker no le dio importancia pero Lama empezó a escribir a todos los conocidos que tenían en común. Se formó un grupo de amigos que se juntaban a jugarse bromas en la red social. Se hicieron llamar Los Facebookeros Sin Tapujos. Mientras tanto, Lama se enteró de que la operación de células madre ya se realizaba en el Perú.

El accidente de Paul Pflucker sucedió hace casi un cuarto de siglo en un país donde los tratamientos llegan con tardanza y los seguros sólo cubren veinte minutos de rehabi-

empezara su terapia física. Y como no tenía auto, se turnaron para llevarlo a cada sesión. A partir de ese momento, Pflucker empezó a asistir a una terapia de cuarenta y cinco minutos, tres veces por semana en el Instituto de Rehabilitación Física Corpus et Vita. Tenía que avisarle a su cuerpo que pronto sería reactivado. Al principio fueron terapias en piscinas temperadas para que los músculos se relajen. Los ejercicios están diseñados para simular el movimiento normal del cuerpo. Antes de empezar la terapia ya podía mover los brazos, pero es gracias a los ejercicios en la piscina que ha ganado fuerza. También debe sostener el peso de su cuerpo utilizando sus antebrazos por un rato. A veces no lo soporta y tienen que ayudarlo. Pero a Paul Pflucker no le gusta que lo ayuden cuando está en el agua. Ahí quiere sentirse independiente. Después de cada sesión tiene dolores por el esfuerzo físico,

Una tarde, aún en el hospital, Pflucker tenía ganas de comer normal. Le pidió un sandwich a su padre quien fue a conseguírselo. Horas después sintió un picor en el pecho: se estaba intoxicando. Para alguien con su diagnóstico,

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sentir una picazón –o cualquier cosa– era una gran noticia

litación al mes para un caso sin esperanza como el suyo. En septiembre de 2010, Pflucker fue a una consulta médica porque sus trece amigos de Facebook, nueve mujeres y cuatro hombres, por supuesto, lo presionaron para que actualizara su diagnóstico. Alfonso Lama había conseguido que la red de amigos que quería ver a Pflucker caminando, o al menos haciendo el intento de recuperarse, lo forzara con cariño. Después de estudiar su caso, el neurocirujano Manuel Puma le separó una fecha en el quirófano. A Pflucker eso le dio desconfianza y pidió una segunda opinión. Llegó al consultorio del doctor Alberto Trelles, quien no sólo le confirmó el diagnóstico sino que le dijo que su caso era el sueño de cualquier neurocirujano pues su lesión tenía posibilidades de mejorar. Paul Pflucker pidió una tercera opinión antes de sentirse esperanzado. El doctor Raúl Cantella disipó su desconfianza cuando le dijo que si tuviera que hacer una operación de células madre para salvar a su hijo, lo haría sin dudarlo. Con el diagnóstico alentador ocho de sus amigos de Facebook juntaron doscientos dólares cada uno para que

pero dice que es agradable sentirlos. Cuando le toca gimnasio el terapeuta golpea con vigor los músculos de los brazos, como si intentara despertarlos. Al mismo tiempo otro terapeuta le coloca unas compresas calientes alrededor de las piernas. Después de hacer flexiones con los brazos, dedos y muñecas le retiran las compresas y tratan de estirarle las piernas. Después del accidente las piernas de Pflucker permanecieron en un espasmo, como si siempre estuviera sentado. Cuando los músculos del cuerpo pasan mucho tiempo sin ejercitarse, se forman adherencias alrededor de ellos. Sus músculo están colmados de esas telarañas musculares. Pflucker se tiende en una colchoneta con las piernas contraídas. Debajo de ellas hay un cojín que permite elevar sus pies treinta centímetros. El terapeuta se coloca de espaldas frente a él y presiona con su cuerpo la rodilla de Pflucker hacia abajo. Pflucker siente una especie de descarga eléctrica por cada centímetro que el terapeuta estira su pierna. Aunque tiene sensibilidad en todo el cuerpo no puede distinguir la fuente del dolor excepto, como ahora, cuando lo ve. Si uno


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se acerca, es posible escuchar un cloc que indica que otra capa de adherencia de la rodilla se ha desprendido. Es un proceso lento que el terapeuta no puede acelerar para no lastimar el músculo. Pflucker llama a esas sesiones su masacre. Cuando el terapeuta persiste a pesar de sus quejas, suele amenazarlo con una lenta y muy dolorosa muerte. «Ya vas a ver».

Una semana después de su paseo a contravía, Paul Pflucker fue presentado como candidato al Congreso de la República por Lima de la Alianza por el Gran Cambio. Era una mañana calurosa y Pflucker tenía la elegancia de los que cierran tratos. Para alguien que está peleado con las camisas de cuello duro, vestirse de terno y corbata es

elección para la alcaldía de Lima unos meses atrás. Más que disuadirlo esa advertencia parecía haberlo convencido de su candidatura. Durante la presentación de los candidatos el calor convirtió al pañuelo en protagonista. Salir sudando en la fotografía oficial no sería un buen comienzo. Pflucker terminó al costado del candidato a la presidencia, como si él postulara a una tercera vicepresidencia. Llegó ahí luego de que Pérez Tello, candidata tanto al Congreso como a la vicepresidencia, lo acercara al frente justificando en voz alta que eso era la inclusión. Pflucker era de los pocos que habían acudido en terno. Fue un sacrificio patriótico cantar el himno nacional bajo el sol del mediodía. En la fotografía oficial luce sonriente con la mano alzada. Detrás de la sonrisa tenía sed, calor y un dolor en las piernas. Terminó por marearse. Pero no pudo descansar. Apenas finalizó la presentación quedó atrapado

Le pidieron a Pflucker que no viera Mar Adentro, la historia de un paralítico que convence a sus amigos de ayudarlo a morir con dignidad. Al verla le conmovió tanto como a cualquiera.

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No tuvo que convencer de nada a nadie

un disfraz de seriedad. Pero el nudo de su corbata era el menor de sus problemas. Cuando llegó, veinte minutos antes de las once a la Plaza Olímpica del distrito residencial de San Borja, su preocupación fue otra: habían olvidado informarle que su puesto –el número diecinueve– estaba ubicado en el segundo nivel de una escalinata de tres pisos. El orden dispuesto por el director de campaña seguía un razonamiento obvio, en donde los primeros lugares en la lista estarían más cerca del candidato a presidente Pedro Pablo Kuczynski. En la escalinata no había rampas y la superficie era de pasto, ¿cómo llegaría ahí? Marisol Pérez Tello es una mujer de baja estatura, tiene los ojos expresivos y sus gestos hacen creer que toma demasiado café por las mañanas. Vivió en el mismo barrio que Pflucker y suele tratarlo con el cariño de las hermanas mayores aunque sean contemporáneos. Conocía de su interés político pero trató de disuadirlo recordándole que una campaña no era la situación más cómoda para alguien con limitaciones físicas. Pflucker había estado como voluntario en la

en una jaula de brazos. Reporteros, fotógrafos y camarógrafos querían acercarse al candidato a la presidencia. A su costado, una candidata invidente que había descendido de su posición para la fotografía, trataba de salvar a su perro guía de los pies de los periodistas. Pflucker la protegió colocándose delante de ella hasta que la prensa se marchó siguiendo a Kuczynski. Después tomó el camino contrario. En su primer día como candidato al Congreso a Paul Pflucker se le subió la presión y se le quemaron las piernas debido al calor del sol sobre la tela sintética de su pantalón. La presión alta es un riesgo para cualquiera con una lesión en la médula espinal. Si no se controla puede desembocar en convulsiones. Aun así, ese día decidió terminar su agenda. Se reunió con sus asesores y discutieron sobre los anuncios para su campaña. Quería diferenciarse del resto de los candidatos. Por Lima se presentaban al Congreso nueve personas con discapacidad: entre ellos dos invidentes, tres candidatos en silla de ruedas y un hombre sin manos– y todos menos él tenían experiencia política. Pflucker


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no quería ser como esos políticos que prometen nuevas o mejores leyes. Él era un tipo en silla de ruedas que se había dado de bruces por culpa de una rampa mal hecha. Su promesa era hacer cumplir las leyes. En la capital peruana hay casi un millón de personas con alguna clase de discapacidad. Pero no es común verlos asistiendo a discotecas o subiendo a un bus por las mañanas. Es como si la población completa de San Francisco desapareciera sólo porque no hay espacios para ellos. Paul Pflucker va a discotecas y atraviesa la ciudad a contravía. «Tengo la garra y el carácter para apoyar a gente que está en mi misma situación, para decirles que este no es el fin del mundo» dijo en una entrevista para un blog sobre discapacidad de México. Antes de terminar la junta con sus asesores, Pflucker confirmó que la sesión de fotos para su campaña se realizaría a la mañana siguiente a primera hora. A las cinco de la tarde llegó a su casa y Carlos Nunura, su enfermero que lo había acompañado durante el día, le descubrió las piernas: tenía los muslos colorados. Nunura tiene una barriga paternal, vive en el Callao y lleva once años cuidando a Pflucker. Cuando lo conoció, Pflucker estaba por celebrar sus treinta y uno, en esa época tenía el cuerpo con una sola posición para sentarse o echarse. En aquellos días le sorprendió que a pesar de eso celebrara su cumpleaños en una discoteca. Ha sido testigo de la recuperación de un cuerpo, que en sólo siete meses sea capaz de ponerse una camiseta por sí solo. Pero ahora lo que le parece increíble es la carrera política de Pflucker. Cuando comenzó a trabajar con él no hubiera creído que ese loco pudiera llegar a ser parte de siquiera una junta vecinal. Quizás Pflucker estaría mejor sin postular al Congreso. Cumplir esa meta supone ir a lugares donde los caminos son de polvo. Trepar escenarios improvisados. Descuidar su terapia. Pflucker dice que quiere llegar al Congreso para que más gente pueda tener una silla de ruedas eléctrica. Para que

otros puedan recobrar su fuerza con la rehabilitación y para que más discapacitados se operen. Que otras personas tengan su misma suerte. Pero antes debe curarse las piernas, quedarse dormido en su cama. Cuando despierte, a las diez de la noche, tendrá otra reunión: sus amigos de Facebook están organizando una fiesta que han llamado La Recta Final para recaudar el dinero para su operación de células madre, que sería después de las elecciones de abril. Hasta ese momento se habían vendido casi mil entradas de veinte soles. También había boletos a cinco soles para sortear pasajes aéreos y productos cosméticos auspiciados por sus amigos. Al día siguiente, la fiesta duraría hasta las cuatro de la mañana.

Paul Pflucker ha colgado casi dos mil fotografías en su perfil de Facebook y tres cuartas partes de ellas son sobre fiestas. Las fotografías capturan escenas que se repiten: Pflucker rodeado de chicas guapas en vestidos de noche que bailan para él. Pflucker al medio de una avalancha de amigos. Pflucker con una chica colgada de su cuello besándole la mejilla. Pflucker en una foto borrosa en medio de una pista de baile saturada. En las fiestas le gusta llegar temprano y quedarse hasta que se apaguen las luces. Pero cuando unos meses atrás los organizadores de La Recta Final le contaron sobre sus planes, fue el único aguafiestas. Para alguien que celebró su cumpleaños número cuarenta en un local cerrado y con todo incluido para agasajar a sus amigos, le parecía de mal gusto una fiesta


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cabezas

dedicada a él. Tampoco le agradaba que sus amigos alteraran su normalidad de diagnóstico aceptado. Pero tal vez Óscar Wilde tuviera razón cuando dijo que sólo los verdaderos amigos te traicionan de frente.

Paul Pflucker detesta las sorpresas. El día de su fiesta para recaudar fondos salió temprano de casa para su sesión de fotos de campaña. En el camino se tropezó con Kurt, uno de sus hermanos mayores quien había vuelto a Lima tras veinte años de vivir en Miami dedicado a la publicidad. Kurt Pflucker es un hombre corpulento y calvo que se había ido del Perú durante el shock económico del gobierno de Fujimori en los noventa. Acababa de llegar a Lima pero no conocía la casa de su hermano. Sólo tenía una vaga idea de dónde podía quedar.

prensa para promocionar la fiesta. Los principales programas de espectáculos reprodujeron la nota a la mañana siguiente. Se había generado tanta publicidad que el único problema sería encontrar un taxi libre a la salida. A medianoche el lugar estaba repleto. Pflucker estaba con una camisa blanca, ligera como le gustan. Escogió Zara una colonia con notas de madera, de su colección de una treintena de perfumes. Estuvo en primera fila durante todas las presentaciones que sus amigos habían conseguido para apoyarlo. Fue piropeado por el cómico Ernesto Pimentel en su papel de Chola Chabuca. El rockero Pedro Suárez Vertiz interpretó sus canciones con guitarra acústica. Y cerca de las dos de la mañana el músico Miky Gonzáles salió al escenario tocando sus nuevas canciones de rock bailable. Parecía una fiesta íntima de mil quinientas personas. Más de tres cuartas partes eran mujeres que habían llegado en vestidos coquetos, sandalias, blusas ligeras

El cantante Gianmarco Zignago anunció la fiesta para recaudar fondos de Pflucker a sus miles de seguidores de Twitter. Hubo una conferencia de prensa para promocionarla. Los programas de espectáculos difundieron la noticia. Fue una fiesta íntima de

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mil quinientas personas y tres cuartas partes eran mujeres. Esa noche el único problema sería encontrar un taxi libre a la salida

Ese día el candidato a congresista pareció no tomar a mal el encuentro casual con Kurt en una calle de Surco. El día anterior otro de sus hermanos le había advertido que iba a recibir una visita inesperada. Después de ver a Kurt, su rostro se alivianó del cansancio acumulado por los días de campaña. Planeó una semana de almuerzos con amigos y reuniones sobre su candidatura. Kurt contó que apenas tenía unos días de haberse inscrito en Facebook cuando vio en el muro –aquel sitio virtual donde se actualizan las noticias sobre uno– de su hermano el afiche. Llamó a su esposa desde el aeropuerto para avisarle que se venía a la fiesta de su hermano menor. Ser impulsivo parece ser una cosa de la familia Pflucker. Dos domingos antes, el programa Punto Final de América Televisión emitió el segundo reportaje sobre él con el título ‘Paul Pflucker: El invencible’, que informaba sobre su próxima operación de células madre programado para abril. Una semana atrás el cantautor Gianmarco Zignago anunció La Recta Final a sus más de quince mil seguidores de Twitter. El día anterior Marisol Aguirre convocó una conferencia de

para apoyar a Paul. Pero algo sucedió mucho antes, cuando El Dj se hizo cargo del silencio y colocó el último sampleo de los Black Eyed Peas Time of your life. Un grupo de los trece amigos del Facebook salieron a bailar después de haberse pasado semanas coordinando. Una cosa es celebrar gritando, bebiendo, cantando y otra es hacerlo con el cuerpo entero. Ellos bailaban con desorden, sacudiéndose el estrés sin los complejos de bailar bien o mal. Pero algo hacía falta. Pflucker, el hombre que va a contravía, un guapo con el que todas las chicas siguen queriendo bailar dándole vueltas a su silla de ruedas, y que quiere llegar al Congreso debía acompañarlos en la pista. Mil quinientos amigos se reunieron para que Pflucker haga lo mismo pero sin ortopedia con rumores robóticos. Unas horas antes, mientras se alistaba para su fiesta Pflucker declaró su primer deseo fuera de la silla post-operación. Siempre ha sido cauto respecto a su resultado. Imaginarse de pie es la peor forma de mentirse. Aun así se imaginó en Máncora, caminando descalzo sobre la arena. Quién sabe. La vida puede cambiar otra vez en una tarde verano.


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SE OBSEQUIAN

RINONES TAN SIMPLE COMO AUXILIAR A UN DESCONOCIDO EN LA CALLE

TAN SIMPLE COMO BUSCAR EN INTERNET

TAN SIMPLE COMO IR AL HOSPITAL EN ESTADOS UNIDOS DONAR ÓRGANOS A UN EXTRAÑO ES UN ACTO GENEROSO Y COTIDIANO

¿QUÉ CLASE DE PERSONAS REGALAN SU RIÑÓN A UN DESCONOCIDO?

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Un texto de Larisa MacFarquhar Traducción de Diego Salazar



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ra el día previo a Acción de Gracias, y Paul Wagner se encontraba leyendo el periódico durante su pausa para el almuerzo. Wagner trabajaba como gerente de compras en Peirce-Phelps, en Filadelfia, una distribuidora de aparatos de calefacción y aire acondicionado. Tenía cuarenta años y vivía con su pareja, Aaron, en un pequeño departamento. Era pálido y algo corpulento. Fumaba y tenía la piel porosa de los fumadores. Su madre había muerto seis meses antes, a los cincuenta y tantos, de sarcoidosis. No habían tenido una buena relación –ella había tenido problemas con la heroína mientras él crecía, y Wagner atribuía su salud mental y valores a la escuela para muchachos problemáticos en que había sido ingresado de adolescente— sin embargo, su muerte lo había afectado de manera profunda. Wagner se consideraba una persona seca: cortante, malhumorado, a veces brusco. Creía que la gente que no lo conocía lo consideraba un tipo poco sentimental, quizá incluso no demasiado cuerdo, aunque en realidad no era en absoluto así. Tenía dos gatos y dos viejos cocker spaniel que había rescatado de un refugio para animales. Se había encargado durante tres años de la campaña de recaudación de fondos de la United Way y había organizado colectas de alimentos para comedores de beneficencia locales. No consideraba que estas actividades fueran ejercicios de virtud, sino una obligación. Creía que si tenía sus necesidades cubiertas y poseía un excedente –de dinero o tiempo o recursos— estaba en la obligación de compartirlo. Compartirlo, no entregarlo todo. Le gustaban las cosas bonitas. No tenía pensado convertirse en un menonita. Pero era muy muy importante para él que cuando estuviera frente a frente con su Creador (no se consideraba una persona religiosa pero creía en Dios) estuviera en capacidad de decirle que había dado más que recibido. Antes de que fuera contratado por Peirce-Phelps, Wagner trabajaba en un banco. Pasó de trabajar en un call-center a administrar una sucursal en sólo dos años, pero renunció, según cuenta, porque creía que la estructura de incentivos del banco no era ética, ya que lo premiaba por vender productos financieros que no eran beneficiosos para los clientes. Cuando era joven había trabajado en una guardería, hasta que un día escuchó a uno de los jefes hablar con malicia acerca de otro empleado. Wagner se encargó de informar al último de lo que había dicho el otro, pero su intervención

incomodó tanto a todos que fue despedido. De esta experiencia, concluyó que algunas veces era mejor ocuparse de sus propios asuntos y no entrometerse en el trabajo de Dios. Mientras leía el periódico, Wagner encontró un artículo que hablaba de una página web llamada MatchingDonors. com, donde las personas que necesitaban un trasplante de riñón describían su situación y a sí mismos, y quizá incluso adjuntaban una foto. Su esperanza era que algún desconocido viera el perfil y se conmoviera hasta el punto de convertirse en donante. Wagner tipeó el nombre de la página en su computadora. Cliqueó en la casilla de “búsqueda de pacientes” y tipeó “Filadelfia”. La primera paciente que vio fue Gail Tomas. Agrandó su foto en la pantalla para poder examinar cada detalle. Gail estaba sentada en las escaleras de lo que parecía su cuarto de estar. Era una mujer mestiza de sesenta y tantos. Wagner la contempló un rato, buscando rasgos de personalidad en su corte de pelo y en la manera como estaba maquillada. Casi de inmediato, sintió que era ella. Supo que su sangre y la de ella serían compatibles y que le donaría su riñón. No había vuelta atrás. Tras ver su foto, se sentía ya comprometido. Era como si hubiese visto un coche estrellarse: si no echaba una mano, se sentiría mezquino. Volvió a casa y le dijo a su pareja: «Aaron, hay esta señora sobre la que he leído, va a morirse si no recibe un riñón nuevo, y he decidido darle uno». Aaron dijo que no. Wagner le dijo que lo sentía, pero iba a hacerlo de todas formas. Se lo contó a su hermana y ella, medio en broma, le dijo: «¿Y qué pasa si yo necesito un riñón algún día?». Wagner pensó que su hermana estaba siendo egoísta. Le dijo que ella tenía un marido y dos hijos, que podría recurrir a ellos, pero esta mujer iba a morirse

1. United Way es una red nacional que agrupa a cerca de mil trescientas organizaciones


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ahora. Hablar con su padre fue más difícil. Unos años antes, la segunda esposa de su padre había tenido una enfermedad renal. Wagner se había ofrecido a donarle un riñón, pero tanto ella como su padre sentían que iba contra sus principios pedirle algo así a alguien, incluso a un hijo. Así que rechazaron la oferta y, mientras esperaba el riñón de un donante fallecido, ella murió. Su padre estuvo muy callado por un momento y luego dijo que preferiría que no lo hiciera. Pero una vez que Wagner decidió donar, sentía como si fuera un llamado superior. Por lo general no era valiente a la hora de los procedimientos médicos, pero de alguna forma esta vez realizó todas las pruebas sin inmutarse. Llegaba tarde al trabajo casi todas las mañanas, pero en punto a todas sus citas en el hospital. Ni el dolor ni las posibles complicaciones le producían ansiedad. Por una vez en su vida, sentía que las instrucciones dictadas por Dios estaban absolutamente claras.

traño y complicado, y lo mejor iba a ser evitarlo. Tomas, sin embargo, tenía algo distinto en mente. Gail Tomas era una cantante de ópera retirada que, tras ser descubierta por Licia Albanese en un master class, había actuado por toda Europa. Si Wagner era seco, ella era todo lo contrario: vivaz, habladora y abiertamente emocional. Llevaba un año buscando un donante. Ninguno de sus familiares era compatible con su tipo sanguíneo, y no había querido pedírselo a sus amigos, así que su hija le dio de alta en MatchingDonors. En principio, hubo algunos descartes obvios: un hombre escribió desde India diciendo que él se haría todos los chequeos ahí si le enviaban cinco mil dólares. Luego, según cuenta, hubo una mujer de Texas que parecía ser una donante válida y estaba deseosa por ayudarla. Se escribieron durante meses, pero su hijo, que medía dos metros quince centímetros, había crecido más de lo que su hígado podía re-

Además de todas las pruebas, había otros obstáculos que sortear. El cirujano responsable del trasplante estaba desconcertado por Wagner. No tenía claro que quisiera llevar a cabo la operación, le preocupaba que intervenir a una persona sana que ni siquiera tenía relación con el receptor pudiera suponer una violación de su juramento hipocrático. Se reunieron y hablaron por más de una hora. Y, casi al final de la conversación, Wagner descubrió con asombro que el cirujano lloraba. Wagner asumió que él y Tomas no se harían amigos después de la operación. Había reflexionado con detenimiento acerca del tema. ¿Cómo iba a ser posible que tuviera una relación saludable?, razonó. Sería pernicioso para ella sentirse en deuda con él, y sería pernicioso para él llegar a creerse una especie de santo. Todo el asunto sería demasiado ex-

sistir y necesitaba un trasplante, con lo que la mujer desapareció. «Era como si alguien te hubiera llevado hasta el altar y, de pronto, todo el decorado se viniera abajo y tú dijeras ‘Pero se suponía que iba a casarme’», dice Tomas. «Pensé que nunca volveríamos a encontrar a otra persona, porque ¿cuánta gente quiere hacer algo así?». Poco antes de la operación, Wagner y Tomas se encontraron por primera vez. Ambos estaban en el hospital, sometiéndose a pruebas. Wagner se había descrito a sí mismo diciendo que era flacucho, así que Tomas echó un vistazo en la sala de espera, buscando al tipo más delgado de la habitación, se dirigió hacia él y se presentó. Para ella, el encuentro fue fantástico: sintió como si se conocieran de toda la vida. Wagner se las arregló para ser amigable, pero estaba bastante turbado. No sabía qué hacer con esta mujer exuberan-


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te a la que iba a dar su riñón; no conseguía saber qué sentimientos podía permitirse experimentar. Su propia madre había muerto hacía menos de un año, y ahora estaba involucrándose potencialmente con otra mujer mayor enferma. ¿Y qué significaba eso? Donar un riñón para encontrar una nueva madre, ¿qué cosa más retorcida podía haber? También le preocupaba haber hecho mal permitiéndose conocer a Tomas. Le hacía sentir culpable. ¿Aceptar esa gratitud restaba valor a su acción? ¿No sería una mejor persona si no la hubiera conocido y no hubiera recibido su agradecimiento? ¿Sería que la donación se había convertido ahora solo en un masaje para su ego? Para cuando llegó a casa, se sentía completamente agotado. La propia operación lo dejó maltrecho y exhausto. Luego de ella, mientras estaba sentado en su cama de hospital, el teléfono sonó. Al otro lado de la línea, una mujer que había oído acerca de él en las noticias locales le dijo que esperaba

sólo para ver su reacción. Ahora todo eso había acabado. Aún peor, Tomas había dejado de devolverle las llamadas de pronto. ¿Estaba enfadada con él?, se preguntaba. Buscando consejo empezó a escribir en una página web, Living Donors Online, donde descubrió que muchos donantes tienen que lidiar con sentimientos peculiares luego de la operación. Leyó acerca de un caso en el que una mujer había donado un órgano a su hermana, pero el cuerpo rechazó el riñón y la hermana murió. Uno de los miembros de un matrimonio donó un órgano al otro, luego el receptor abandonó al donante, quizá porque el peso de la gratitud había distorsionado por completo la relación. Era algo que, al parecer, había ocurrido unas cuantas veces. Preocupado, al final Wagner comenzó a llamar a diferentes hospitales, y encontró a Tomas. Había estado bastante enferma y no había querido asustarlo, pero ya estaba mejor y quería que Wagner formara parte de su vida. Wagner es-

A Wagner le preocupaba haber conocido a la receptora de su riñón. Le hacía sentir culpable. ¿Aceptar esa gratitud restaba valor a su acción? ¿No sería mejor persona

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si no la conociera y no recibiera su agradecimiento?

que el riñón que le quedaba fallase y lo matara, porque su marido era el siguiente en la lista de espera y él, Wagner, le había dado el riñón a otra persona. Tras este episodio, Wagner pidió al hospital que cortara el teléfono de su habitación, pero luego alguien escribió un artículo en el Daily News de Filadelfia, en que se preguntaba si era justo que Wagner eligiera al receptor, eligiendo así quién vivía y quién moría. No podía entederlo, había oído acerca de una mujer enferma que vivía cerca de él y la había ayudado, ¿cómo podía eso enfadar a la gente? Una vez que le dieron de alta en el hospital y volvió a casa, empezó a sentirse muy triste. Todo el tiempo. Admitió para sí mismo que era difícil bajar de las alturas del heroísmo. Antes de la operación, todos sus conocidos habían hecho bastante alboroto respecto a lo que estaba haciendo, en el hospital había habido una gran excitación que había concitado la atención de la prensa local. Le había encantado contarle a la gente que estaba donando un riñón a una extraña,

taba aún resentido y no lo veía claro. Tomas lo invitó a la boda de su hijo. Él rehusó la invitación, varias veces, hasta que al final ella se enfadó y le gritó, lo que de alguna manera puso las cosas en su sitio para Wagner. Si ella podía gritarle, entonces no era un ser perfecto a sus ojos y podrían tener una relación normal. No era su madre, y él lo sabía, así que todo saldría bien. En realidad, Tomas sí se se veía a sí misma, más o menos, como su madre. Quería tenerlo en casa los días de fiesta, lo acosaba para que dejara de fumar y tomara su medicina para la presión alta. Pero aun así, la cosa iba bien. ¿Y qué opina usted de Paul Wagner? ¿Encuentra noble la idea de donar un riñón a un extraño? ¿O estrafalaria? Si es esto último, ¿es lo extremo del acto lo que le desconcierta? ¿Le parece una locura entregar algo así de valioso a una persona por la que no siente nada, y por la que, si la conociera, podría llegar a sentir antipatía?


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Quizá no es tan alocado como suena. Los riñones se extraen hoy en día con una laparoscopía, lo que deja cicatrices diminutas. Un donante recupera la normalidad después de dos o cuatro semanas, ya que el riñón restante crece para compensar al ausente. Y el riesgo de complicaciones es bajo. Si una persona contrae una enfermedad renal, esta afecta a ambos riñones, así que un donante no está regalando su pieza de recambio (pese a ello, un riñón extra resulta útil si el otro se daña en un accidente de auto, digamos, o si una persona contrae cáncer de riñón). Aun así, lo carnal del asunto, la profanación del cuerpo, paraliza a la gente. Su lógica moral resulta, a ojos de algunos, de una racionalidad inhumana, incluso suicida: Si vamos a empezar a pensar en nuestros cuerpos como almacenes de piezas de repuesto para otras personas, ¿por qué no donar todos nuestros órganos y así salvar muchas más vidas?

La mayoría de la gente encuentra admirable, sin mayores complicaciones, que una persona arriesgue su vida para rescatar a un desconocido en medio de un incendio o a alguien que está ahogándose. ¿Qué es lo que hace que cuando se trata de salvar a un desconocido dándole un riñón, con mucho menos riesgo, la gente lo encuentre tan extraño? ¿Sienten que ese acto comprende algún tipo de agresión contra ellos, como si el donante estuviera reprochándoles de manera tácita por no hacer lo mismo? (No hay reprimenda en el acto de salvar a un extraño de ahogarse: uno no estaba ahí, no podía hacerlo. Y siempre se puede imaginar que lo hubiera hecho llegado el caso). O quizá es que, a diferencia de un rescate, la donación de órganos es una acción concebida con la cabeza fría, y el altruismo realizado así puede parecer tan siniestro como los crímenes premeditados. Quizá solo el al-

truismo apasionado, irreflexivo, puede hoy en día escapar de esa mala reputación, de esa suspicacia que nos lleva a dudar acerca de la verdadera razón del compromiso de la gente cuando piensa que está ayudando a alguien (sublimación, colonialismo, selección de grupo, potlatch2, socialismo, codependencia…y la lista sigue y sigue). Darle un riñón a un extraño es mucho más común de lo que podríamos pensar. Casi todos los días se registran nuevos donantes potenciales en MatchingDonors.com y hasta ahora lo han hecho más de siete mil (aunque, en realidad, muchos de ellos no irán más allá del registro). Ya sea a través de MatchingDonors.com o de un hospital, unas seiscientas personas han pasado por el quirófano, cada una por sus propios motivos. MatchingDonors.com fue ideado hace cinco años por un emprendedor de cuarenta años de Canton, Massachusetts, llamado Paul Dooley, dentista de profesión y que antes ha-

bía fundando una página web que ponía en contacto a empresarios y personas en busca de trabajo. El padre de Dooley había necesitado un trasplante de riñón pero le habían dicho que no tenía ninguna posibilidad de llegar al primer puesto de la lista de espera. Tras su muerte, Dooley se preguntó si una página web como la de anuncios de trabajo podría haberlo salvado. Le preguntó a su médico qué pensaba al respecto. El médico, Jeremiah Lowney, pensaba que era una idea estrafalaria. ¿Por qué alguien daría su riñón a un extraño que ha encontrado en Internet? No tenía sentido.

2. Potlatch: Ceremonia practicada por los pueblos indios de la costa del Pacífico en el noroeste de Norteamérica, tanto en Estados Unidos como Canadá. En ella el anfitrión muestra su riqueza e importancia regalando sus posesiones, queriendo dar a entender que tiene tantas que puede permitirse hacer muchos regalos. N.T.


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Pero luego entró en la página web de la Fundación Nacional del Riñón y descubrió una encuesta en la cual casi una cuarta parte de los encuestados decía que estaban deseosos de donar su riñón a un extraño. Lowney llamó de vuelta a Dooley, y juntos crearon la web. El hecho de que Lowney fuera médico le dio credibilidad a la compañía, pero en realidad MatchingDonors no ofrecía servicios médicos. Proveía a pacientes y donantes de un foro donde conocerse, nada más. Una vez que un paciente y un donante entraban en contacto, era responsabilidad suya descubrir si el otro estaba diciendo la verdad. ¿Estaba el paciente tan enfermo, o tan sano, como decía? ¿Intentaría después el donante extorsionar al paciente? ¿Era tan simpático como parecía? Era Internet, y no había forma de saberlo. (Un par de años atrás, una mujer de Michigan donó un riñón a través de MatchingDonors. Dos meses después, fue arrestada por intentar asesinar a su marido).

un promedio aproximado de nueve personas al día. La lista de espera en todo el país ascendía a cincuenta mil nombres. La diálisis puede ser una especie de muerte en vida. El tratamiento en sí es espantoso, y algunas veces doloroso: te conectan a una máquina durante varias horas cada vez, por lo general tres o cuatro veces por semana, la máquina extrae toda la sangre del cuerpo, la limpia de toxinas y la inyecta de nuevo. Con frecuencia, el proceso te deja demasiado exhausto para trabajar, o para hacer cualquier otra cosa que no sea convalecer. Después de cuatro años y medio de diálisis, todavía en la lista de espera, Hickey decidió que ya había sido suficiente. Prefería dejarse morir. Habló con su mujer y ella aceptó su decisión. Habló con un amigo creyente –lo hizo con nerviosismo, pensando que intentaría disuadirlo— y el amigo le dijo que lo intentara por un mes más. Menos de un mes después, Hickey vio un artículo en el Denver Post acerca de esta nueva compañía, MatchingDo-

Una sociedad en la que todos firman su cartilla de donantes en un alarde de alegre racionalidad sería un horror, opina un experto en ética. Él cree que la entrega de un órgano, por parte de un vivo o un muerto, no debería ser un acto sin angustia

El primer paciente en registrarse en la página web fue Bob Hickey, un psicólogo de cincuenta y tantos años que había descubierto que tenía cáncer de riñón. Antes había hecho lo que su médico le había indicado: fue a hacerse el tratamiento de diálisis, se inscribió en la lista de espera oficial de su región para recibir un riñón procedente de un cadáver y confió en alcanzar los primeros puestos de la lista antes de morir. Las probabilidades de que lo consiguiera eran regulares. Dado que vivía en Colorado, era posible que recibiera un riñón antes que en casi cualquier otra zona del país, en el año 2000 el tiempo de espera promedio en Colorado era más o menos de dos años y medio, menos de la mitad del de Nueva York, por ejemplo. Pero su centro de trasplantes le dijo que se preparara para esperar unos cuatro años. No es posible sobrevivir a base de diálisis para siempre, y mucha gente muere mientras espera un riñón,

nors.com. Telefoneó, y Dooley le dijo que para los pacientes el servicio costaba doscientos noventa y cinco dólares al mes, o cinco mil noventa y cinco por una suscripción vitalicia. Hickey le dijo que era un aprovechado y un timador, y colgó el teléfono. Después de otra semana de diálisis, volvió a llamar y se inscribió. Durante el primer mes recibió una docena de ofertas. Casi la mitad de ellas eran de gente interesada en recibir dinero a cambio o en obtener una tarjeta de residencia, pero el resto parecían legítimas. Hickey no tenía idea de cómo manejarlas. Dooley tampoco. No había pensado en que un exceso de donantes supusiera un problema. Hickey fue a su centro de trasplante, el Presbyterian St. Luke’s Medical Center, en busca de consejo, y ahí le dijeron que dado que él era un hombre bastante grande, de un metro noventa y seis de estatura, debía encontrar a alguien de


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su mismo tamaño. Eso eliminó a todas las mujeres. Luego descartó a todos los hombres mayores de cincuenta y cinco, puso el resto de los nombres en un sombrero y sacó el de Rob Smitty. Rob Smitty tenía treinta y dos años, y era de Chattanooga, Tennessee. Su vida se encontraba en una situación difícil. Había abandonado la escuela secundaria y pasado un tiempo preso por posesión de LSD. Estaba divorciado y llevaba retrasados los pagos de la pensión de su hija. Trabajaba como vendedor de puerta en puerta para una compañía de productos cárnicos. Un día estaba jugando a las cartas en Internet cuando apareció un anuncio solicitándole que se inscribiera como donante de órganos. Googleó «donación de órganos» y descubrió que había todo tipo de gente buscando riñones online, y alguna de esa gente estaba dispuesta a pagar por ellos. A Smitty le sonó bien que alguien le pagara por donarle un riñón. Había alguien que quería pagar dos-

y condujo varios cientos de millas desde Vail, donde vivía, hasta el centro de trasplante en Denver para darle las buenas noticias. Les dijo que tenía docenas de donantes y podía emparejar a todos los pacientes en lista de espera de inmediato. La gente del centro, sin embargo, no reaccionó como él esperaba. Le dijeron que fuera cauto, no sabía dónde se estaba metiendo, negociando con desconocidos en Internet. Pese a ello, aceptó a Smitty como donante. El 18 de octubre de 2004, Hickey y Smitty estaban tumbados en sus camillas con una intravenosa en el brazo, esperando a que comenzara la operación, cuando el cirujano se acercó enfadado a Hickey, agitando el periódico. Acaba de descubrir—le dijo— que Hickey encontró a su donante a través de una página web y, dado que era obvio que eso significaba que le estaba pagando, la operación quedaba cancelada. «Se me plantó delante y me dijo, ‘Si crees que voy a realizarte el trasplante, deberías pensarlo de nuevo’ », dice

Una psiquiatra que necesitaba un riñón no quería pedir ayuda a nadie. Para ella lo ideal sería pagarle a alguien por un riñón: el pago mantendría sencilla la transacción, sin

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cientos cincuenta mil dólares. Luego descubrió que vender un riñón era ilegal y pensó que, dada su suerte, con toda seguridad lo atraparían. Pero para entonces ya se había enganchado a la causa y decidió donar sin esperar nada a cambio. Le parecía que no había hecho demasiado con su vida hasta ese momento y que esto era algo que podía llevar a cabo, sintiéndose bien consigo mismo. Smitty quería elegir al receptor, así que pasó meses buscando online. Lo conmovió un perfil que encontró en una página web, era de un hombre de cincuenta años de edad, llamado Joshua que necesitaba un riñón. Así que llamó al número que aparecía. La mujer que contestó le dijo que era demasiado tarde, Joshua había muerto. «Bueno, me sentí como si acabara de soltar una gran cagada y hubiera retrocedido para meter el pie en ella», dice Smitty. Luego llegó a MatchingDonors. Cuando Hickey habló con Smitty por teléfono y concluyó que iba en serio, su excitación fue tal que se lanzó al auto

Hickey. «Yo le dije, ‘No sé quién demonios eres para tratarme así pero si este trasplante no se realiza hoy mismo lloverán más demandas de las que puedas imaginar’». Había periodistas y unidades móviles de televisión en la puerta. Y, mientras se marchaban, Hickey preguntó en voz alta a su mujer si habían encontrado a Elvis Presley vivo en el hospital. No había caído en cuenta de que estaban ahí por él. Su intención de presentar una demanda había llegado a las noticias locales y el comité de ética del hospital de inmediato convocó una junta. Hickey y Smitty juraron que no habían habido ningún pago ilegal y el cirujano realizó la operación dos días después. Desde entonces, Hickey ha hecho de los riñones el trabajo de su vida. La gente cuyo centro de trasplantes no desea tratar con donantes localizados por Internet lo llama y él los dirige a cirujanos que sí lo harán. Recauda dinero para compensar a los donantes por los gastos e ingresos no percibidos


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(ese tipo de compensación es legal). Hickey está peleando contra el establishment del mundo de los riñones en distintos frentes. Sospecha, por ejemplo, que la UNOS (la Red Unida para Repartición de Órganos), la compañía sin ánimo de lucro que el gobierno de Estados Unidos subcontrata para la gestión de la lista de espera para los órganos procedentes de cadáveres, presiona a los centros de trasplantes para que rechacen a los donantes de Internet. De hecho, UNOS se ha pronunciado contra MatchingDonors.com diciendo que «explota a un sector vulnerable de la población y socava la confianza del público en la distribución equitativa de órganos». Hickey cree que es la postura de UNOS la que hizo que su cirujano cancelara el trasplante (acogiéndose al secreto profesional que rige las relaciones médico-paciente, el cirujano declinó comentar el asunto. Un portavoz de UNOS negó que la organización estuviera involucrada en intimidación alguna, en el caso de Hickey o cualquier otro).

una mano, pero Smitty siente que nunca quedará absuelto a ojos de la opinión pública. Antes de la operación, quería que los medios cubrieran el caso porque pensaba que sería bueno publicitar la falta de riñones, pero algunos artículos que se escribieron sobre él tenían una postura escéptica o de abierta hostilidad. Un reportero de Associated Press escribió un artículo muy desagradable en la que citaba a la hija de diez años de Smitty diciendo que no pensaba que su padre era un héroe porque le debía dinero a su madre. La nota también insinuaba que Smitty había entregado su riñón con la intención de recibir dinero a cambio con el que pagar la pensión alimentaria, lo que no tenía sentido ya que la persona que le dio el dinero no había sabido nada de Smitty hasta después de la operación. Smitty fue a un programa televisivo llamado «Detector de mentiras» y se sometió a la prueba del polígrafo. Declaró que no le habían pagado por el riñón, pero falló la prueba. Todavía hoy sigue enfadado por ello. Sospecha que la prueba estuvo

Smitty se considera afortunado por haber tropezado con un receptor del que puede sentirse orgulloso. «¿Qué tal si le hubiera dado un riñón a alguien que resulta ser un alcohólico?», dice Smitty. «Nunca lo pregunté. Podría haberse emborrachado una noche y matado a una familia, y yo me hubiera sentido fatal. Me hubiera preguntado si debía salvarlo y qué ocurriría cuando se reincorporase a la sociedad. Estamos jugando con el futuro aquí. Alguien que estaba por morir y de pronto está vivo», recuerda él. Ocho días después de la operación, Smitty fue encarcelado por no pagar la pensión de su hija. «Pensé que quizá el juez podría darme algo de tregua. He donado un riñón, no puedo ser tan mala persona. Pero no funciona de esa manera», dice. Poco después estuvo en posición de pagar porque un hombre que leyó acerca de su caso en el periódico decidió echarle

manipulada. «Los medios querían crucificarme», dice. «Mucha gente desea odiarme por lo que hice porque ellos no son capaces de hacerlo». Después contrató a un ex jefe del equipo del polígrafo del FBI para que llevara a cabo una segunda prueba, que esta vez sí pasó. Pero nadie quiso hacer eco de ello. Aun así, no se ha arrepentido de la donación en ningún momento. «Es la cosa más brillante que he hecho en mi vida», dice. «El solo hecho de saber que hay alguien viviendo una vida mejor allá afuera gracias a mí, al viejo y pequeño Smitty».

El escepticismo del cirujano de Hickey y Smitty ante los donantes altruistas no es una postura inusual. Los médicos tienden a sospechar de ellos. A finales de los sesenta y princi-


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pios de los setenta, en los primeros tiempos del trasplante de riñón, muchos doctores veían las donaciones altruistas a través de los lentes del psicoanálisis, y en consecuencia las encontraban problemáticas. ¿Qué era el «altruismo» después de todo? Una motivación que chocara de tal manera con el instinto primario de supervivencia debía suponer algún tipo de patología. ¿Era masoquismo? ¿Alguna culpa no resuelta? Algunos doctores sentían que «no se podía confiar» en los donantes altruistas, que eran unos «chiflados». «Para hacer algo así, esta gente debe ser anormal», dijo un cirujano de trasplantes. Los doctores pensaban que donar un órgano a un desconocido no sólo no era admirable sino que era perverso, ofendía la conciencia. Iba en contra de la naturaleza humana. En 1967, comenzó un estudio a largo plazo sobre donantes de riñón vivos y sin relación entre sí. El objetivo era ayudar a los centros de trasplantes a proponer políticas para el trato con estos desconcertantes individuos. El estudio sometía

El estudio, sin embargo, no cambió nada. Cuarenta años atrás, incluso los familiares que se convertían en donantes eran vistos con suspicacia. A finales de los años sesenta, dos académicas, Renée Fox y Judith Swazey, comenzaron a vigilar centros de trasplante, lo hicieron durante años, y descubrieron que los cirujanos y psiquiatras alcanzaban extremos heroicos para encontrar conflictos y ambivalencias ocultas en la supuesta buena disposición de los donantes deseosos de someterse a la cirugía. Si la motivación del donante potencial les parecía sana de un modo inadecuado, lo rechazaban. Billy Watson (es un seudónimo), un niño de diez años, necesitaba un trasplante de riñón para seguir viviendo y su madre quería ser la donante. ¿Pero era la motivación de la señora Watson aceptable o patológica?, se preguntaban los doctores. La señora Watson tenía otros nueve hijos. ¿Estaba mostrando un insano favoritismo por Billy al intentar mantenerlo con vida dado que la operación la dejaría por un tiempo incapacitada para cuidar de manera adecuada del

Cuando la feminista católica Frances Kissling supo que necesitaba un riñón, envió un email a sus amigos para explicarlo. «Compartir cuerpos es genial, de la manera en que el sexo es genial», cree esta militante

a los donantes a entrevistas de libre asociación, interpretación de los sueños, tests de Rorschach y tests de apercepción temática. Cuando se publicó en 1971, el estudio encontró en los donantes evidencias de masoquismo primitivo, formación reactiva contra sadismo temprano, conflicto homosexual, simbolismo del embarazo y envidia del pene. Pero a la vez señalaba que, en esto, los donantes no eran diferentes al resto de la humanidad, y que, después de la operación, todos los donantes explicaron que tenían un sentimiento profundo de autoestima aumentada, el sentimiento de que «había hecho algo sano y natural, sin indicios de arrepentimiento». («La única cosa buena que he hecho en mi vida», dijo un donante que, según el estudio, sufría de personalidad inadecuada. «Soy mejor por haberlo hecho»). No se habían registrado depresiones postoperatorias ni dolencias físicas.

resto? ¿Cuán estable era el matrimonio de los Watson? (Tras dos meses de debate, los médicos decidieron permitir a regañadientes que la señora Watson donara el riñón). Un hombre quería donar un riñón a su hermano, pero su mujer se oponía. El nefrólogo sospechaba que el hombre quería donar para así romper con su dominante esposa, y lo rechazó como donante. Otro caso involucraba a Susan Thomas (también un seudónimo), una mujer soltera de veintiséis años. Su madre decía que quería salvar a su hija, pero durante los tests previos, el equipo responsable del trasplante notó que la señora Thompson mostraba problemas gastrointestinales y palpitaciones cardiacas. El equipo decidió que, en un nivel inconsciente, la señora Thompson en realidad no quería dar su riñón, así que le dijeron que no «tenía un tejido compatible» y la rechazaron.


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Los doctores empezaron a darse cuenta de que trasplantar un órgano suponía revolver la mugre de las emociones familiares, lo que traía consecuencias imprevisibles. Las donaciones tendían a crear lazos entre el donante y el receptor, a veces de amor, otras de culpa o gratitud, o a veces creando un sentimiento de unión física, debido a la presencia del órgano de uno en el cuerpo del otro. La fuerza de esos lazos podía debilitar otros, dejando a las familias crispadas y confundidas. Si, por ejemplo, una persona donaba un órgano a un hermano, ¿no cabía la posibilidad de que su relación con él se estrechara demasiado, en perjuicio de su relación con su pareja? Un médico especializado en trasplantes creía que, luego de que una hermana donara un órgano a su hermano, la hermana «se había sentido con control absoluto sobre el hermano, como si lo hubiera castrado». Luego de la operación, en lugar de volver a casa con su mujer e hijo, se mudó a casa de su hermana para pasar ahí la convalecencia. Otro

Incluso en el caso de donantes muertos, las emociones opacaban el trasplante. De hecho, la carga de gratitud podía ser incluso más pesada cuando el donante está muerto, sobre todo si, como solía ser habitual, el donante era una persona joven y su muerte había sido repentina y horrible. Las familias donantes, que entendían la magnitud del regalo, a veces sentían que el receptor se había convertido en miembro de la familia, alguien a quien podían amar y reclamar como suyo. El padre de un muchacho muerto le dijo al padre de la chica que había recibido el corazón del muchacho: «Siempre habíamos querido una niña pequeña, ahora la tenemos a ella y vamos a compartirla con ustedes». Mucha gente sentía, de una manera casi animista, que el ser querido fallecido sobrevivía en el cuerpo del receptor. «Mi sangre ha adoptado una niña / que se revuelve en mi pecho / llevando una muñeca», se lee en un poema de 1970, Trasplante de órgano, acerca de un adulto que ha recibido

hombre se encontraba tan sobrecogido por el sentimiento de compromiso para con la hermana que le había donado un órgano que no era capaz de mirarla a los ojos. Un chico rechazó el riñón de su madre porque, según le dijo al cirujano, «ella ya me ha devorado lo suficiente». La fuerza de la gratitud podía ser espantosa cuando el regalo era un órgano, situación en la que ningún agradecimiento parecía adecuado y la reciprocidad era imposible. Había, según observaron Fox y Swazey, algo tiránico en el regalo, como decía el antropólogo Marcel Mauss. «¿Por qué el benefactor ama al receptor más de lo que el receptor ama al benefactor?», reflexionaba el especialista en bioética Leon Kass a propósito de los trasplantes, haciendo alusión a un pasaje de Ética a Nicómaco, de Aristóteles: «Porque el benefactor vive en el receptor de la manera en que el poeta vive en el poema».

el corazón de una niña muerta. La gente se preocupaba de una forma profunda por lo que pasaba con los restos de sus muertos, incluso cuando esos restos no eran más que cenizas. Cuánto más fuerte era entonces esta preocupación cuando los restos consistían, por el contrario, en un riñón palpitante o un corazón que todavía latía. Todas estas emociones fuertes y atávicas hacían que los equipos responsables de los trasplantes se sintieran incómodos, por lo que, con el paso del tiempo, se crearon protocolos para mantener el proceso anónimo y a las familias aparte. Se estableció un régimen de higiene emocional. Quizá en el futuro, se pensaba, cuando los trasplantes fueran más habituales, estas precauciones no serían necesarias. Quizá ese apego a los órganos de un muerto llegaría a ser visto con la misma extrañeza con que observamos la creencia de que los mechones del


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cabello o las uñas cortadas de alguien se pueden ser usar para echarle una maldición. Quizá la idea de un órgano viviendo por su cuenta, separado de su dueño, no resultara ya extraña, gótica, como salida de un relato de Poe. Y quizá ese cambio relajaría también la renuencia que muchas familias tienen a la hora de donar los órganos de un ser querido. Y en efecto, los trasplantes se han convertido en una cosa corriente, y la actitud de la gente hacia la donación de órganos de difuntos ha cambiado algo. Quienes ven en ellos un signo de una perniciosa crueldad espiritual lamentan estos cambios. Para el especialista en ética Gilbert Meilaender, por ejemplo, la renuencia que muchos sienten hacia la donación de órganos, incluso después de la muerte, no pasa por el egoísmo o la superstición sino que es un signo de que nuestra idea de que el cuerpo es algo íntegro, algo humano, algo sagrado, no se ha marchitado. Una sociedad en la que todos firman su cartilla de

lo que fuera por ellos. mi mayor defecto es ser demasiado amable con la gente que es mala conmigo o que ni siquiera me cae bien…san valentín es probablemente mi ‘feriado’ favorito porque todo es rojo y rosa…me encanta ralph lauren. y creo que no hay nada más qué decir acerca de mí». Stephens trabaja en el área administrativa de una escuela para niños con problemas de aprendizaje en Long Island. Antes había pensado que quería ser abogada, pero renunció a un trabajo como principiante en un estudio de abogados porque estaba horrorizada por el nivel ético de los abogados: los affaires entre trabajadores, el desdén con que trataban a los clientes. Había crecido en el norte del estado de Nueva York y había sido criada en un catolicismo estricto. Escuchó por primera vez acerca de los trasplantes de riñón en séptimo grado: un padre de familia contó en su clase de Higiene y Salud cómo se había salvado su hijo gracias a un trasplante. La historia se le quedó clavada en la

Kimberly Brown-Whale nunca volvió a saber del hombre al que le dio su riñón. Sólo sabía su nombre. En señal de agradecimiento el centro de trasplante le dio una maceta con una planta

donantes en un alarde de alegre racionalidad, sin ningún reparo, sería para Meilaender un horror. La entrega de un órgano, por parte de un vivo o un muerto, no debería ser un acto libre de angustia. Para Meilaender, la tiranía de la gratitud no es una perversión del amor sino su prototipo: el lazo que existe entre padres e hijos.

Melissa Stephens tiene veinticuatro años. En su perfil de MySpace se describe de la siguiente manera: «Adoro las tortas, pueden preguntarle a cualquiera. mi torta favorita es la de confeti dulce con cobertura de confeti dulce…sé pintar y esculpir. sonrío mucho. me gustan las velas de yankee candle con aroma a ropa limpia…adoro a mis amigos y haría

cabeza desde entonces: la idea que uno podía salvar la vida de otra persona. A principios del año pasado su abuela murió de cáncer de páncreas, y ella decidió hacer algo para honrar su memoria. Aun cuando nunca había tenido una verdadera conversación con su abuela, quien había emigrado desde Corea del Sur tarde en su vida y nunca había aprendido inglés, se sentía inspirada por ella, moral y espiritualmente. Su abuela tenía poco dinero, pero había acogido a viajeros en su casa, incluido alguno que había huido de Corea del Norte, y los había alimentado. Stephens quería hacer algo que fuera un digno homenaje a una persona así, algo que sentara precedente, que inspirase otras buenas acciones. No una caminata para recaudar fondos, sino algo grande, algo que la gente fuera a recordar.


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Buscando en Internet, encontró MatchingDonors.com, donde buscó pacientes de su mismo tipo sanguíneo que viviesen en Nueva York. La primera persona no respondió a su email, así que escribió a la segunda, un rockero de cincuenta y seis años llamado Kris Randall que vivía en Manhattan. Randall la llamó el mismo día. Todavía recuerda con exactitud dónde estaba cuando habló con él por primera vez: conducía camino a casa, volviendo de compras, cuando él la llamó al celular. En las semanas siguientes, mientras ella se hacía las pruebas, la llamó a diario, y hablaban durante horas. Le contó acerca de su vida, su novia, sus amigos, y acerca de cuánto significaba para él tener una oportunidad para seguir con vida. Le dijo que sentía como si estuviera ahogándose y sus amigos le hubieran lanzado chalecos salvavidas, pero sólo ella estaba nadando para salvarlo. Le habló de su carrera musical, y ella se hizo la idea de que tenía muchos amigos famosos, y que después de donar el riñón ella también sería famosa.

Antes de que apareciese Stephens, le había pedido a sus amigos que corrieran la voz de que necesitaba un donante. En el transcurso de cinco años aparecieron dieciséis personas, pero ninguna había servido. Uno quería un auto a cambio de darle el riñón. Uno de los que se había ofrecido descubrió durante las pruebas que su riñón estaba tan mal como el de Randall. Uno era portador del VIH, obeso y había intentado suicidarse tres meses atrás, y Randall lo rechazó apoyándose en que no superaría el examen psicológico. Pese a todo, Randall sabía que tenía que seguir siendo positivo, porque en su mundo nadie quería hablar con un tipo enfermo: la gente amaba a los ganadores, y si no era capaz de trabajar y ganar dinero, estaba muerto para ellos. Stephens empezó a contarle a la gente sus planes de donación. Su compañera de piso, sus compañeros de trabajo y casi todo el mundo tuvo la misma reacción: todos querían saber cuál demonios era su problema. Una mujer mayor en

Wagner recibió la llamada de una mujer que había oído de su donación en las noticias. Deseaba que el riñón que le quedaba fallase y lo matara, porque su marido era el siguiente en la lista de espera y Wagner se lo había

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dado a otra persona

En la época en que Stephens le escribió, a Randall le habían dicho que le quedaban seis semanas de vida. Randall había empezado a etiquetar sus guitarras con postits en los que había escrito el nombre de los amigos que quería que las heredaran cuando ya no estuviera. Había dejado su trabajo regular, como ingeniero de sonido, porque no era capaz de seguir cargando el equipo. Desde que enfermó, había ganado una coloración verdosa alrededor de los ojos y había perdido mucho peso. Había decidido no tratarse con diálisis, había visto algunos familiares sufrirla y tenía además fobia a las agujas; en cambio estaba tratándose con remedios alternativos, sobre todo con una sustancia llamada IP6 o ácido fítico, hecha con salvado de arroz. Dejó de tomar lácteos. Durmió diecinueve veces en una cámara hiperbárica.

el trabajo le dijo que nunca permitiría que sus hijos hicieran algo así. Una enfermera de su centro de donación de sangre (Stephens donaba sangre con regularidad) le dijo que era la cosa más disparatada que había oído jamás. Incluso una persona que tenía un familiar en lista de espera para un trasplante de riñón le dijo que nunca dejaría que uno de sus hijos donara. Stephens encontró todas estas reacciones inquietantes. Entendía que donar un riñón no era algo que pudiera hacer todo el mundo; alguna gente no aguantaría el dolor o la pérdida de control, hasta donde ella sabía. Pero le parecía más difícil entender por qué podían pensar que ella estaba loca. A ella le parecía que, sencillamente, estaba echando una mano a alguien que lo necesitaba, de la misma manera que se detendría a ayudar si alguien sufriera un accidente en la carretera.


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En determinado momento, se le ocurrió que esa gente que pensaba que ella estaba loca, de hecho, no se detendría a ayudar si vieran un accidente en la carretera. Pero esta era, en primer lugar, una de las razones por las que había decidido donar un riñón: para dar ejemplo a ese tipo de personas. Stephens creía que la mayoría de la gente era egoísta y materialista, pero creía también que si se les recordaba que otros tenían necesidades y deseos, tan importantes como los suyos propios, entonces quizá lo fueran un poco menos. Odiaba la forma como, en la línea de cajas de la tienda Target, una persona con un carrito lleno no dejaba pasar a otra persona que sólo llevaba una o dos cosas. Odiaba cuando, mientras iba en el auto y cedía el paso a un peatón para que cruzara, el conductor del coche de atrás tocaba el claxon con frustración. Siempre intentaba hacer cosas buenas para los demás. En el trabajo solía comprar café para sus compañeros sin que se lo pidieran, lo que sólo conseguía desconcertar a la gente.

muy difícil mantener la mirada», dice. «No hubiese podido mirarlo a los ojos aunque de eso dependiera mi vida. Eran tan solo muy…no sé. No fue como esperaba que fuera para nada. Fue incómodo». Randall también encontró la situación extraña, aunque no desagradable. «Es como conocer a una novia pedida por correo», dice. «Estás feliz, pero sigue siendo inusual». Tras la operación, Stephens estuvo en cama durante días. Su madre cuidó de ella. Estaba adolorida, exhausta, pero lo peor es que no tuvo noticias de Randall. Estaba desolada. Ella le había dado tanto, estaba sufriendo por él, ¿y él ni siquiera podía darle las gracias? La compasión de sus amigos sólo conseguía hacerla sentir peor. «Tanta gente decía ‘Es como si hubiera cogido lo que quería y se hubiera marchado’», dice con tristeza. Investigó un poco sobre él y descubrió que no era tan famoso como ella pensaba. «Me hizo quedar como una idiota, porque yo estaba diciéndole a la

Sus padres no pensaban que estuviera loca, estaban orgullosos de ella. Stephens escribió en su blog: «Siempre me he sentido querida, cuidada, segura, contenta, inspirada y agradecida por la familia que recibí…y quiero entregar algo del amor que he recibido (casi se me salen las lágrimas escribiendo esto, jaja)». Luego lanzaba su proyecto: «Estoy ayudando de una manera extrema, pero TÚ también puedes hacer cosas para ayudar... voluntariado. donaciones. dar. amor. y recibir amor a cambio». Justo antes de la operación, Stephens se encontró con Randall por primera vez. Él se acercó en la sala de espera del centro de donaciones y le tocó el hombro. Stephens, cogida por sorpresa, se quedó paralizada. «Cuando estoy enamorada de alguien –y no es que esté enamorada de él— o cuando me siento intimidada por alguien, me resulta

gente…que había tocado para Led Zeppelin y Mick Jagger, que había escrito canciones para ellos, y él decía como, ‘Vas a ser tan famosa’», dice. «Esto no era lo que yo quería en absoluto, pero él me embaucó y luego de que obtuvo mi riñón…no lo sé». Se comió la cabeza durante semanas, sintiéndose molesta y miserable. Finalmente, escribió en su blog acerca de cuán dolida se sentía, y él llamó. Había leído lo que ella había escrito. Había estado adolorido, le explicó, había tenido el sueño descontrolado, así que no había podido ponerse al teléfono. Ella pensó que era una excusa bastante pobre. Él le dijo que se sentía agradecido, pero ella sintió que, en realidad, no le estaba agradeciendo. Vinieron más silencios. Ella lo llamó varias veces y él no le devolvió las llamadas y finalmente se dijo a sí misma que iba a desentenderse de


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él. Un tiempo después, él le envió unas fotografías. «Recibí este email suyo que era como ‘¡Acabo de volver de la isla de San. Martín’!», cuenta. «Así que yo estaba como, Este imbécil se fue a San Martín –las fotos paseando por la playa, sosteniendo una bebida, tomando el sol— ¿y ni siquiera puede coger el teléfono para decir algo como, ‘estoy bien, gracias’? Ahora desearía haber mantenido mi donación anónima, porque, bien, él obtiene el riñón, se va a San Martín, se la pasa bien, y yo ni siquiera tendría que enterarme. Supongo que es como cuando alguien te engaña, ¿quieres enterarte o no? Es el mismo sentimiento». Justo después de la operación, Randall sentía como si cada nervio de su cuerpo estuviera gritando. No podía llevar ropa encima, así de incómodo se sentía. Y estaba tomando bastante Vicodin, lo que lo dejaba insensible. No quería tocar música, no sentía nada por su novia ni su familia. «Sólo quería estar solo», cuenta. «Es como cuando un perro se esconde para sanarse». Poco a

ni siquiera llevar las palabras a mi boca para decírselo de vuelta, porque yo no lo amo. Esto puede parecer una locura para otra gente, pero para mí es lo mismo que si ayudara a alguien a llevar la compra hasta su auto. No voy a amar a esa persona debido a que la ayudé a meter la compra en su auto». Pese a ello, no se arrepiente de su donación. «Es un logro enorme», dice. «Es un hito grande en mi vida. Voy a poder contar esta historia toda la vida, para siempre». Cinco meses después de la operación, Melissa chequeó el contador de visitas de su blog y descubrió que había tenido ocho mil quinientas visitas. Estaba encantada, y decidió hacer otro esfuerzo para inspirar a la gente a hacer el bien. «Planeo hacer voluntariado por un tiempo en el centro local de repartición de alimentos para ayudar a los necesitados este invierno, y ustedes deberían considerar hacer lo mismo», escribió. «pese a que puedan sentir que (y con mucha razón quizá) están sufriendo de alguna for-

Un estudio encontró en los donantes evidencias de masoquismo primitivo, conflicto homosexual, simbolismo del embarazo y envidia del pene. Pero, después de la

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operación, todos los donantes explicaron que sentían mayor autoestima

poco empezó a sentirse mejor y volvió a hablar por teléfono. «Muchos de mis amigos me preguntaban ‘¿Qué se siente tener un pedazo de una chica dentro? No sólo de un extraño, sino de una chica’ Yo les decía, ‘¿Sabes qué? Cada mañana me despierto y digo, Hola Melissa, ¿cómo te va?’ Es como tener a mi mejor amiga muy cerca de mí. Por lo que a mí respecta, es todavía suyo. Es como decir, ‘¿Cómo estás? ¿Todo bien? ¿Quieres algo de beber?’ Una chica de veintidós años, oh, me siento como el cabrón con más suerte del mundo, seré honesto contigo». Incluso ahora, un año después, Stephens encuentra doloroso todo el asunto de Randall. «La gente piensa que va a ser increíble tener esa conexión que nadie más puede tener», dice. «Pero no es así. No es como si nos hubiéramos enamorado. Quiero decir, él dice que me ama, pero yo no puedo

ma, es muy probable haya alguien allá afuera pasándolo mucho peor. así que la próxima vez que estés en una tienda y veas a un voluntario sonando su campana para el ejército de salvación, echa un dólar o dos… no des empujones para ponerte por delante de alguien en la tienda de regalos… y da gracias a dios todas las noches por la maravillosa vida que tienes… felices fiestas, melissa».

La lista de espera para trasplantes de riñón sigue haciéndose más larga, y más y más personas mueren esperando. Hoy en día hay unos quinientos mil estadounidenses con una afección renal en estado terminal, y alrededor de ochenta y siete mil mueren por esa causa cada año. La po-


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sición de una persona en la lista de espera es determinada por un complejo algoritmo creado por UNOS, que intenta alcanzar un punto medio entre la productividad y la justicia. ¿Debería dársele el riñón al paciente que más años lo aprovechará, o sea al más joven, o al menos enfermo? ¿Deberían tener prioridad los niños, como es ahora el caso? ¿O debería la lista regirse por un estricto orden de llegada, aun cuando eso significara que los órganos fueran para los pacientes más enfermos, quienes podrían morir poco después del trasplante? El debate acerca de la justicia en la repartición de riñones está influido por la historia renal. Cuando el riñón artificial, el ancestro de la máquina de diálisis, fue por primera vez capaz de mantener a los pacientes por más de unas semanas a inicio de los años sesenta, el Artificial Kidney Center de Seattle, que era dueño del equipo, formó un comité para que decidiera cuál de los pacientes con problemas renales en es-

afrontarlo), y porque permite a los donantes saltarse la lista de UNOS, y elegir a sus receptores. Por ejemplo, Douglas Hanto, el jefe de la sección de trasplantes del Beth Israel Deaconess Medical Center, en Boston, cree que el sistema debería funcionar de la misma manera para todos, que debería haber una única fila donde hacer cola. Reconoce que es posible que MatchingDonors atraiga a gente que de otra manera no donaría, gente que necesita el empujón de una historia de contenido humano para moverse, lo que es mejor para todos, pero dado que su formato de servicio de citas favorece al fotogénico, el elocuente y el informatizado, se opone a él. «Todos vamos a morir», dice. «Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos por nuestros pacientes, pero dentro de los límites de unos principios morales. Por mucho que queramos salvar a todos, no podemos». Mucha gente piensa que la donación anónima es un acto de moral más elevada. En otras palabras, donar sin elegir

tado terminal se serviría del aparato y sobreviviría. El comité, que incluía a un sacerdote, un ama de casa, un banquero y un líder sindical, determinaba la valía de los postulantes considerando, entre otros factores, su asistencia a la iglesia, estado civil y patrimonio. El proceso, como era de esperar y al igual que otros similares en distintos centros, se hizo un tanto polémico. Algún tiempo después, un dictamen federal, a través del programa Medicare, garantizaba el acceso al tratamiento por diálisis para casi todo el mundo. Esto tuvo el resultado de que miles de pacientes con afecciones renales, que cuarenta años atrás hubieran muerto enseguida, ahora mueren lentamente aguardando en lista de espera. Hay quienes piensan que la justicia es primordial, y tienden a oponerse a MatchingDonors porque cobran por sus servicios (aunque liberan del pago a aquellos que no pueden

al receptor, tan sólo apareciéndose en el hospital ofreciendo un riñón, permitiendo que el centro de trasplante lo asigne al siguiente en la lista. Algunas veces los beneficiarios de este tipo de transacción optan por no conocer a sus donantes; a veces ni siquiera envían una nota de agradecimiento. Que un donante elija a su receptor a través de un servicio como MatchingDonors puede parecer, desde esta perspectiva egoísta: un servicio que permite jugar a ser Dios eligiendo quién vivirá, y que fomenta la gratitud e induce a crear una relación con el receptor. Pero, en un sentido casi literal, una donación indirecta no es altruista en el sentido en que elegir al receptor sí lo es, debido a que en este caso no hay un otro. No hay una historia humana, tan solo un principio. Lo único que el donante puede ver es el brillo de su propia buena acción.


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En el mundo de los trasplantes de riñones existen acalorados debates sobre la mejor manera de atacar la carestía de órganos. La menos polémica implica que aumente el número de personas que se registra para donar después de la muerte. Algunos sugieren que Estados Unidos debe adoptar un protocolo de «presunción de consentimiento» para la recolección de órganos, como han hecho varios países europeos. Esto, en efecto, aumentaría el número de riñones disponibles, pero, dado que sólo un pequeño número de fallecidos posee órganos suficientemente sanos para poder ser trasplantados, tampoco resolvería el problema. Otra forma es fomentar las donaciones procedentes de personas vivas. Si se entendiera mejor lo segura que es la operación, quizá más pacientes solicitarían ayuda de sus familiares y amigos. No todos lo hacen. Según un estudio reciente, el cincuenta y cuatro por ciento no se lo pide a nadie.

pagar a alguien por un riñón: el pago –creía ella– mantendría la transacción sencilla y recíproca, liberaría a ambas partes de ataduras emocionales. Pero dado que el pago era ilegal, acudió a MatchingDonors.com, con la esperanza de encontrar a un desconocido, la segunda mejor opción. (En palabras de otro paciente, «Con la familia, habría un lío de culpabilidad», pero al tratarse de un desconocido «no hay compromisos. Llegados a este punto, no se trata sino de un trozo de carne»). Satel terminó aceptando el riñón que le ofreció alguien que conocía, la escritora libertaria Virginia Postrel, pero continúa dedicada a la causa de legalizar el pago por órganos. Con esto no se refiere a establecer un mercado libre en el que los pacientes paguen directamente a los donantes. Incluso los que favorecen esta manera de hacer las cosas, saben que, por razones de sensibilidad cultural, sería irrealizable. Mucha gente encuentra grotesca la idea de pagar

Smitty descubrió que había gente que buscaba riñones online y estaba dispuesta a pagar. Le sonó bien que le pagaran por donar un riñón. Alguien ofrecía doscientos cincuenta mil dólares. Luego descubrió que era ilegal, pero ya se había enganchado a la causa: decidió donar sin esperar nada a cambio

Pedir un riñón es un asunto complicado. Puede ser un tema que toque la sensibilidad política de la gente. Cuando la activista feminista católica Frances Kissling recibió la noticia de que necesitaba un trasplante de riñón, envió un email a un amplio círculo de amigos explicándolo. Decidió que, pese a que la confianza en la generosidad ajena era algo nuevo para ella, no estaba mal intentarlo. Acudir a su comunidad en busca de ayuda, pensó, estaba estrechamente relacionado con su feminismo. «Pienso en los trasplantes como en algo que nos acerca como seres humanos», dice. «Compartir cuerpos es genial, como el sexo es genial». En el extremo opuesto, Sally Satel, psiquiatra y autora publicada por el conservador American Enterprise Institute, no quería pedir ayuda a nadie. Odiaba la idea de abusar del resto, y de estar en deuda con alguien. Lo ideal para Satel sería

por órganos, pese a que sí es legal pagar a las donantes de óvulos y, en algunos estados, a las madres de alquiler, por su tiempo, esfuerzo y sufrimiento. (La línea difusa que separa la venta de órganos de estas otras prácticas tiene que ver con la extirpación de una parte del cuerpo, mientras que las otras dejan al cuerpo más o menos en el mismo estado, extirpando sólo «tejido», y en consecuencia pueden ser vistas tan sólo como un trabajo de alquiler.) Por el contrario, la idea sería permitir que el gobierno o las compañías de seguros compensaran a los donantes de alguna forma: quizá no con dinero –para evitar el riesgo de explotar a los desesperados– pero sí de una manera más dislocada y con la vista puesta en el futuro, como una póliza de seguro médico, un plan de pensiones o un fondo de financiación para estudios universitarios.


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Kimberly Brown-Whale es pastora en una iglesia Metodista Unida de Essex, Maryland, una ciudad pobre, plagada de casas de empeño, iglesias improvisadas en locales comerciales y bares, al este de Baltimore. Tiene cincuenta y tres años, es delgada y pálida, tiene el cabello gris a la altura del mentón y lo lleva sujeto por ganchitos a cada lado de la cabeza. Su marido, Richard, es también pastor, y ambos han pasado unos diez años en el extranjero, como misioneros: estuvieron destinados en dos ocasiones al Caribe, Anguila y Granada, y otras dos en África, primero en Mozambique y luego en Senegal. Casi no tienen pertenencias porque cuando deben viajar fuera, la iglesia no puede enviarles nada, y ellos no tienen dónde dejar sus cosas; así que cuando llega la ocasión entregan sus posesiones a personas que conocen, o a tiendas de segunda mano. Los Brown-Whale tienen tres hijos. La mayor, Sarah,

dándolo por muerto. Luego descubrieron que Peter tenía una afección cardiaca. Poco después de eso, fueron atacados por una turba que estaba convencida de que habían raptado a su hija menor y quería arrebatársela. Tras esto, la familia regresó a casa por un tiempo, pero decidieron volver para terminar su labor. Los padres de Kimberly Brown-Whale les rogaron que no volviera, e incluso algunos en la iglesia les dijeron que deberían quedarse en casa, pero ellos sentían que volver era lo correcto. «La vida es riesgosa», dice ella. «Puedes sufrir un ataque en casa de la misma forma como puedes ser atacado en cualquier otro lugar. Puedes enfermarte en casa al igual que puedes enfermarte en cualquier otro lugar. Nosotros habíamos hecho una promesa y queríamos mantenerla. Estábamos haciendo un buen trabajo y queríamos terminar con él». Brown-Whale no creció en un hogar religioso. Su padre, un ingeniero aeroespacial, le decía siempre que era una eterna optimista, que creía con ingenuidad que la gente

Cuando Stephens le contaba a la gente sus planes de donar un riñón, todos querían saber cuál demonios era su problema. A ella le parecía que era como si se detuviera a auxiliar a alguien en un accidente de carretera. Luego pensó que quizás esa gente

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no se detendría a ayudar a nadie si vieran un accidente en la carretera

y la menor, Cassi, son adoptadas. Sarah proviene de una casa de acogida temporal en Maryland, y Cassie de una en Granada. También tienen un hijo biológico. No planearon construir su familia de esa manera, tan sólo fue la forma como ocurrió. Se ofrecieron como misioneros porque querían expandir sus horizontes, pero el trabajo era difícil. En Senegal estuvieron en un área remota donde no abundaba la comida, y muchas veces tenían demasiada hambre para poder dormir. Con frecuencia la gente no era capaz de entender por qué estaban haciendo lo que hacían, y sospechaba que tenían intenciones ocultas: la gente veía que sus dos hijas no eran suyas en el sentido biológico y pensaba que habían secuestrado a dos jóvenes africanas para que fueran sus criadas. Poco después de que llegaran a Mozambique, Richard Brown-Whale fue atacado en la calle, le robaron, lo estrangularon y lo dejaron tirado,

era buena y que las cosas terminarían saliendo bien, pero a ella le gustaba ser así. Cuando trabajaba en el extranjero, le preocupaba que se le endureciera el corazón, que llegara a acostumbrarse a la miseria que veía alrededor, al tener que apartarse una y otra vez de la gente que le tiraba de la ropa. Pero creía que seguía siendo la misma optimista de siempre. Si alguien hacía algo cruel, ella no lo descalificaba, decía que lo que esa persona había hecho no tenía sentido para ella, o que la situación era más compleja de lo que ella podía saber; o soltaba una enrevesada explicación que hiciera parecer razonable el comportamiento de esa persona. No es que sea una juez imparcial: cuando uno de sus feligreses está herido o lastimado, le afecta bastante. «Creo que la empatía es algo bueno», dice. «No todos mis colegas estarían de acuerdo. Pero no creo que el que alguien me cuente algo y me afecte


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órganos

tanto que me haga llorar me haga menos eficaz como pastor. Creo que cuanto más uno se preocupa, más dispuesta está la gente a escucharte. Les digo: ‘Es porque te amo’, y así es». El año pasado, vio en el noticiero un reportaje acerca de una mujer de su comunidad que necesitaba un riñón y de inmediato llamó al hospital Johns Hopkins para ofrecerse como donante. Las pruebas dictaminaron que no era compatible con esa mujer, pero la enfermera le preguntó si estaría dispuesta a donar a otra persona, y ella dijo que sí. La enfermera preguntó si necesitaba saber quién sería el receptor y ella dijo que no, que confiaba en que el hospital elegiría a la persona que más lo necesitara. Pensó que sería bonito poder conocer a esa persona después, pero si la persona no quería hacerlo, también le parecería bien. Una parte de lo que le atraía de donar un riñón tenía que ver con su concreción: sabía que ayudaba a alguien, y sabía de forma exacta cómo lo hacía. Se veía a sí misma como parte del negocio de ayudar a la gente, pero una buena parte de su

habían tenido un largo viaje en auto y prefirió no despertarlos. No estaba nerviosa. Había pasado el fin de semana lidiando con su anciano padre, que había estado de visita, y entre la preocupación constante de que pudiera hacerse daño en su casa y luego haber tenido que embarcarlo en su vuelo de vuelta a casa, casi no había pensado en la operación. Si acaso le hubiera cruzado por la mente, la idea de llevar a cabo algo así mientras dormía, seguido de varios días de pasividad forzosa, le hubiera resultado atractiva. Se recostó en la mesa de operaciones, inconsciente y respirando con tranquilidad. Su pelvis y sus piernas estaban ocultas bajo las sábanas; el rostro y el pecho, separados por otra sábana, eran visibles sólo para el anestesista; su torso desnudo estaba destapado. Le realizaron cuatro pequeñas incisiones en la piel, la sangre brotaba sobre el filo del bisturí, y un quinto corte justo por encima del pubis, algo mayor, de unos siete centímetros y medio. Por ese último se

Un hombre se sentía tan comprometido con la hermana que le había donado un órgano que ni siquiera podía mirarla a los ojos. La fuerza de la gratitud podía ser espantosa cuando el regalo era un órgano. Ningún agradecimiento parecía

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adecuado. La reciprocidad era imposible

trabajo era solo hablar, hablar y hablar. Los sermones del domingo, funerales, visitar feligreses en el hospital. Con cierta frecuencia se preguntaba si algo de lo que hacía marcaba una diferencia. Ayudar era difícil. Cuando volvía a casa siempre se encontraba con gente sentada en los escalones de la puerta esperándola, y cuando no conocía a una persona le preocupaba que luego de darle dinero se lo gastara en alcohol o drogas, o que pasara a depender de ella. Sabía que la gente a veces mentía acerca de lo que necesitaba, y eso siempre la hacía sentirse comprometida. Y las cosas podían salir mal. Como cuando preguntó a setenta niños de un hogar de acogida que querían para Navidad, y sus feligreses gastaron bastante dinero comprándoles esas cosas, y los regalos fueron robados. La mañana de la operación, Brown-Whale salió a hurtadillas de casa al amanecer, mientras Cassie y su marido dormían. Ellos querían acompañarla, pero el día anterior

insertó una cámara diminuta; en la pantalla que había sobre la mesa, resplandeciente en la oscuridad de la habitación, apareció una imagen de sus vísceras: brillantes, rebosantes y sangrientas. Le introdujeron un retractor en la segunda incisión para que apartara el hígado. En la tercera iban unas tijeras, en la cuarta unas pinzas. El cirujano Robert Montgomery —jefe de la operación, con bigote como un manillar de bicicleta, que le llegaba casi hasta la clavícula— tiró con suavidad de la grasa de debajo de la piel y del tejido conectivo, la delgada y tensa membrana que mantenía las entrañas en su lugar, para separar un trozo diminuto que cortar con las tijeras. Las pinzas estiraron, las tijeras cortaron, estiraron, cortaron, estiraron, cortaron, con cuidado, lenta e inexorablemente, trazando un sendero a través de las capas de carne. Cuando la carne era cauterizada, de la incisión emergían diminutas nubes de vapor.


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Apartó un trozo de membrana y dejó ver un vaso rojo y palpitante: la arteria renal. Y luego otro vaso más grande, de color morado oscuro: la vena cava inferior, la vena más larga del cuerpo, que lleva sangre desde la parte inferior del cuerpo de vuelta al corazón. Saliendo de la vena cava, en el ángulo derecho, se encuentra la vena renal. Estirar, cortar, estirar, cortar. La glándula suprarrenal, pequeña, amarillenta, pegada a la parte superior del riñón. El cirujano grapa la vena suprarrenal y, con gentileza separa –estira, corta, estira, corta— la glándula, que permanecerá dentro. Y al final, el riñón mismo, rosado y turgente. El cirujano se detiene. El anestesista se da cuenta. —¿Qué ocurre? —No lo veo claro ahora mismo. Hay una arteria con la que no contaba. Montgomery dejó su instrumental y se giró para inspeccionar las placas de rayos X de los riñones de Brown-Whale. Lo normal

una bolsa de plástico vacía, luego colocó el riñón sobre la palma de su mano. « ¡Mira cuán pequeño es!», murmuraron los presentes. Lo colocó con decisión en un recipiente con líquido dentro. Conectó la arteria cortada a un gotero intravenoso para que el líquido fluyera por los vasos del riñón y lo limpiara (Si se quedara lleno de sangre, se estropearía). Según se fue vaciando de sangre, el riñón fue tornándose pálido, y el líquido en el recipiente más oscuro. Montgomery guardó el riñón limpio en tres bolsas de plástico, con líquido dentro. Lo colocó en una nevera y la enfermera se lo llevó. Dos horas después, el receptor, un hombre de mediana edad de Rhode Island, yacía en una mesa de operaciones, mientras lo preparaban para la operación. Le habían afeitado el vello del estómago, y los pelos sueltos se los habían retirado con tiras de cera. Tenía un estómago importante. —Es un poco regordete— dijo Montgomery cuando lo vio. Más carne que atravesar.

era extirpar el riñón izquierdo del paciente, pero dado que había descubierto que había tres arterias que llegaban al izquierdo en lugar de sólo una, que es lo usual, habían decidido extirpar el derecho. ¿Qué era esta segunda arteria renal con la que se había topado? Echó un vistazo a las placas pero no encontró señales de ella. Volvió a coger el instrumental. No iba a ser un problema, tan solo haría que la operación fuera un poco más complicada. Separó el uréter del riñón con delicadeza, la grapó y cortó. Con el uréter cerrado, había llegado el momento de cortar la arteria renal, el momento más delicado de la operación. —Podemos bajar la música y estar todos callados. Gracias. Todos se quedaron en silencio y contemplaron la pantalla. Montgomery grapó la arteria. La cortó. Hizo una pausa. Sin hemorragia, ni filtraciones. Luego hizo lo mismo con la vena renal. Introdujo dentro de ella un tubo que contenía

Otro cirujano apareció. —¿Salió bien, Bob?— preguntó, refiriéndose a retirar el riñón derecho en lugar del izquierdo. —Fue incómodo. Como si estuviera bailando con un hombre. El cirujano realizó una incisión larga en el estómago, unos dieciocho centímetros en diagonal hacia abajo, empezando justo debajo del ombligo. No iba a poner el riñón nuevo donde por lo general va el riñón, sino más abajo. (No es necesario retirar los riñones viejos, así que una persona que haya tenido más de una operación de trasplante puede tener cuatro o cinco riñones dentro). —¿Tenemos algo de música?— preguntó Montgomery—. No quiero escuchar a Nirvana de nuevo. Pon algo de Dave Matthews. Dentro del vientre del paciente iba el cauterizador, cortando a través de la grasa amarilla y reluciente, de la del-


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gada y blanca fascia, luego en el músculo abdominal color rojo oscuro. Montgomery mantenía abierta la carne separada mientras otro cirujano presionaba el cauterizador hacia dentro. Una toalla blanca absorbía la sangre. La habitación olía a grasa quemada. Una vez que consiguieron llegar suficientemente dentro, sujetaron la incisión con retractores de metal para mantenerla abierta y empezaron a trabajar en los vasos abdominales, limpiando, aislando, grapando. —¿Cuál demonios es ese vaso?— murmuró Montgomery. —No lo sé—dijo el otro cirujano. Una de las venas iliacas del hombre era enorme. —Guau, es increíble— dijo Montgomery— ¿Podemos traer el riñón? Montgomery sacó el riñón de la nevera en su bolsa plástica. La bolsa estaba llena de sangre de un color rojo brillante; el riñón estaba limpio de sangre y tenía el color de la masilla. Parecía muerto.

—Uno-veintiuno sobre sesenta-y-cinco. —¿Podemos tener irrigación de la vejiga, por favor? El paciente no había orinado en diez años. Su vejiga se había reducido al tamaño de una nuez. Ahora iba a orinar todo el rato. Montgomery sostuvo el final del uréter que venía del riñón y lo hizo soltar la primera gota de orina. —¡Mira esto!— gritó. Kimberly Brown-Whale nunca volvió a escuchar del hombre al que le dio su riñón. Más allá de su nombre, no sabía nada de él. Le preguntó a la enfermera si se encontraba bien y esta le dijo que sí, eso fue todo. Su propia convalecencia transcurrió sin complicaciones. Se rehusó a usar el goteo de morfina en el hospital (alegaba que nunca encontraba el botón, pese a que estaba pegado a su cama), así que las enfermeras la enviaron a casa con pastillas de Tylenol, que tampoco tomó. El centro

Montgomery se introdujo dentro del hombre, grapó la vena receptora y cortó.

de trasplante le dio una maceta con una planta en señal de agradecimiento. Al cabo de una semana, ya estaba de vuelta en el trabajo. La mayoría de gente que dona un riñón a un extraño dice que no todo el mundo puede hacerlo, pero Kimberly Brown-Whale no está de acuerdo. «No veo por qué no», dice. «La gente solía decir lo mismo sobre el trabajo de misionero: ‘Nunca podría hacer lo que tú haces’. Y bueno, ¿por qué no? Empacas unas cuantas cosas y te vas. Inténtalo. Somos capaces de hacer más de lo que pensamos. Si estás ahí sentado con un buen riñón que usas, ¿por qué no se lo das a alguien más? Por un par de días de incomodidad de tu parte, alguien va a poder liberarse de la diálisis y vivir una vida plena. Por Dios santo, he tenido gripes que me hicieron sentir peor».

—Acuérdense todos, no hemos grapado la arteria aún— dijo—. Ok, cuchillo. Montgomery mantuvo la vena renal del riñón con dos pinzas mientras el otro cirujano la cosía a la vena receptora en el cuerpo del paciente. La vena renal era muy delgada y resultaba difícil de coser. Cuando estuvo seguro de que no habría fugas, soltó la grapa y en uno, dos, tres segundos, el riñón color masilla se hinchó con el flujo de sangre del paciente y se volvió rosado. —¿No es hermoso?—dijo Montgomery feliz. Lo sujetaba con delicadeza con los dedos— ¿Cómo está esa presión sanguínea?


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MANUAL DE CONTORSIONES

YOGA [Maricarmen Sierra Laris]

CALISTENIA [Sarah Wildman]


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espíritus

YOGUIWOOD Viaje de una japonesa que creía en el yoga como cura de la infertilidad

Una bibliotecaria asiática contrata a dos yoguis mexicanos para que la guíen por un tour a las escuelas de yoga de Los Ángeles. ¿Qué es esta disciplina en Occidente? ¿Un remedio espiritual? ¿O un método para bajar de peso o poder ser mamá? Un testimonio (inflexible)

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de Maricarmen Sierra Laris


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los diecinueve años enseñaba yoga en Ciudad de México y fui contratada por una japonesa de nombre Sakura para llevarla a visitar las más prestigiosas escuelas de la disciplina en Los Ángeles. Éramos un cuarteto de viajeros, que incluía a su esposo y al director de mi escuela de yoga. Ella había llegado al DF acompañando a su marido, un empresario japonés que dirigía la oficina para América Latina de una transnacional de artefactos electrónicos. Como una mujer tradicional de su país, tenía el deber de ocuparse de las tareas del hogar y del bienestar de su esposo. Vivían en un edificio con alta seguridad en las afueras de la ciudad, donde tenían alberca, gimnasio, y guardería. Las salidas de ella se limitaban al mercado japonés Mikasa, y a sus clases de canto, de golf y de yoga. Su esposo acostumbraba cerrar tratos de negocio en el campo de golf o en noches de karaoke y cuando ella le acompañaba, debía complacerle con soltura y talento frente a los futuros socios. Con él, ella era dócil y recatada, pero se alteraba ante cualquier situación fuera del orden que su esposo le había creado. Como no hablaba español, dependía de dos guardaespaldas para actuar y se sentía presa e impotente. Los insultaba en inglés. Era la paranoia de una japonesa de clase alta en un lugar tan extraño, contaminado y peligroso como Ciudad de México. Pero lo que más la atormentaba no era su seguridad sino entender por qué no podía tener hijos. Después de tratar sin éxito incontables métodos de fertilidad convencionales, decidió hacer yoga como una posible solución. En unos meses dominó la técnica de posturas y de meditación por lo que quiso viajar a Los Ángeles, el Hollywood del yoga en Occidente: quería entender cómo un grupo de hippies que predicaba la iluminación en vida traducen hoy una filosofía fundada hace más de dos mil quinientos años en la India. Conocer en persona a los fundadores de estas franquicias del bienestar moderno significaba para ella otra posibilidad: encontrar una explicación y la cura de su infertilidad.

Sakura se vestía como una niña. Solía llegar a la escuela OmYoga, ubicada en una adinerada colonia del DF, con mallas negras y una minifalda rosa, camiseta de Hello Kitty, frenos en los dientes y peinada en dos coletas. Su estatura y complexión, además de cierto acné, no permitían adivinar que tuviera treinta y tantos años. Llegaba siempre con quince minutos de antelación, acompañada de sus guardaespaldas, a quienes trataba con despotismo, y que le cargaban su Manduka, un pesado tapete de yoga que puede costar más de doscientos dólares por la calidad de sus fibras antideslizantes y antigérmenes. Dentro del salón sufría una metamorfosis: en sus movimientos diestros y precisos, habitaba el perfeccionismo de una civilización de genética disciplinada. Cual contorsionista de Cirque du Soleil, la japonesa ponía sin ningún esfuerzo las dos piernas detrás de su cabeza y tenía la fuerza para durar minutos parada de manos como una estatua al revés. Sakura creía en el yoga con devoción. Marcos Jassan, el director de la escuela y un yogui obsesionado con la arquitectura del cuerpo, vio que ella tenía el talento para convertirse en su obra maestra. Desde que colocaba su tapete en la esquina izquierda al frente del salón junto al espejo, iniciaba su ritual. Sakura lo desenrollaba como si estuviera deshaciendo una pieza de origami, ponía una botellita de agua a su lado derecho, una toalla blanca almidonada y un


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frasco con talco para que sus manos jamás resbalasen. Era una maniática del orden, y dentro de ese orden, no volteaba a mirar a nadie más que a sí misma en el espejo. Las clases que tomaba a la semana no fueron suficientes para que ella entendiera cómo el yoga podía transformar su cuerpo y su mente a un nivel celular. Sakura comprendió que su curiosidad necesitaba de una guía más personalizada, y optó por contratar a Jassan para que le impartiera clases privadas en su casa. Era un yogui que salía en programas de televisión, entrenaba a maestros de yoga por todo el mundo y salía en revistas de sociales rodeado de sus jóvenes alumnas de la clase alta mexicana. Con Jassan, Sakura perfeccionó su técnica: podía mantenerse parada de cabeza mientras estiraba sus dos piernas en el aire y las abría como tijeras, luego las bajaba como plumas que caen lentas por el aire y colocaba sus rodillas sobre sus codos doblados en posición de esfinge, y acababa levantando su cabeza del piso

año 2000, Alice Domar, una investigadora de la Escuela de Medicina de Harvard, había dirigido un estudio con mujeres infértiles. Seleccionó a algunas de ellas dentro de un programa de diez semanas que incluía yoga, meditación, nutrición y ejercicios para cambiar patrones de pensamiento negativos. Hoy siete de cada diez de esas mujeres a las que trata están quedando embarazadas. Al parecer, las secuencias de posturas del yoga regeneran los tejidos, activan las glándulas y secretan hormonas. En ese entonces Sakura no parecía conocer los experimentos de Alice Domar. La japonesa era una mujer ansiosa y de mal humor, dos de los síntomas más comunes que Domar señala en las mujeres infértiles. Cuando la japonesa se postraba ante un tapete de yoga en México, cada postura significaba una ofrenda a su fertilidad. Cada respiración consciente en ella era una voluntad de cambiar las actitudes que la aprisionaban. Tomar conciencia de algo tan natural y automático como su propia respiración

suspendida como un pájaro a punto de volar. «Ella estaba sana y aún así no podía embarazarse –recuerda Jassan–. Sabía que lo que tenía que hacer era aprender a dominar su carácter y su compulsiva exigencia personal. Intentamos a través del yoga desbloquear el cuerpo para después desbloquear la mente: resignificar la vida en positivo». Durante meses, Sakura se adentró en técnicas de meditación profunda, estudió textos clásicos hinduistas y los efectos anatómicos de las posturas en la circulación, la digestión y el sistema inmunológico. Su manía por dominar la técnica parecía incrementarle la obsesión por tener un hijo. Sakura y su marido habían visitado varias clínicas de fertilidad y docenas de doctores. Su esperanza era que, a través de la disciplina del yoga, ella pudiera, como una alquimista, alterar la lógica de su cuerpo y quedar embarazada. En el

le permitió a Sakura observar sus patrones de conducta, liberándose de su ensimismamiento. Fue cuando Sakura, un año después de haber tomado clases privadas, decidió contratar a Jassan, por entonces ya su consejero espiritual, para que le organizara un viaje por escuelas de yoga de Los Ángeles. Había estudiado para bibliotecaria, una profesión que en Japón tiene un especial reconocimiento por su rigor académico y prestigio intelectual. Sakura tenía una virtud: cuando ignoraba algo, buscaba ir a la fuente de las cosas para entenderlas. El viaje lo haría junto con su esposo, quien ya para entonces tomaba clases de yoga para acompañarla en su búsqueda. La etiqueta de viaje japonesa exige que una pareja de esposos no debe viajar sola con un hombre o una mujer, y entonces me invitaron a completar el cuarteto. Sakura me instruyó sobre cómo debía comportarme


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con su esposo, ese joven y exitoso ejecutivo que vendía artefactos electrodomésticos. Debía caminar un paso más atrás que él. Cuando comiésemos, debía sentarme en diagonal. Debía esperar a que él iniciara el tema de conversación de la sobremesa. Sakura quería todo bajo control: nos había pedido un documento con la descripción del estilo de cada corriente de yoga, la biografía del fundador, artículos publicados sobre ella y dónde estaban ubicadas las escuelas que visitaríamos en Los Ángeles. Quería estudiar las particularidades de cada una. Uno de sus mayores pesares en México era la escasez de restaurantes japoneses: Sakura también buscó el mejor restaurante japonés cercano a cada escuela que visitaríamos. Jassan y yo debíamos conseguirle citas privadas con los maestros fundadores. Fue como intentar arreglar una cita con la misma Madonna, pero a uno que otro profesor le pareció entre curioso y halagador recibir a dos japoneses y dos mexicanos como turistas espirituales. La meticulosidad del plan de

visitamos en Maha Yoga, cerca de Sunset Boulevard. En la cola para entrar había esbeltas modelos y bailarines vestidos con pantalones entallados y tops atléticos, hablando casi a gritos por el celular y tomando té de Starbucks. Ross usaba un micrófono portátil, se subió a una tarima en la mitad del salón y enchufó su ipod con música de Lauryn Hill y The Beatles. A su lado, dos chicas en bikini y shorts mostraban una exigente secuencia de posturas mientras Ross iba predicando: «Tú puedes encontrar el amor verdadero. Tú no estás gorda. Tú puedes cambiar el mundo. Tú puedes vivir en dicha eterna». Sus discípulos eran unos cincuenta cuerpos transpirando, desde señores que sudan el estrés apestando a tabaco y cafeína, hasta mujeres perfumadas de lavanda escondiendo su olor a menopausia; una masa de pulmones rugiendo, y piernas y nalgas estirándose para culminar su performance hora y media después sentados como budas en meditación. Al final Ross nos concedió tres minutos para

Dentro del salón Sakura sufría una metamorfosis: en sus movimientos diestros y precisos, habitaba el perfeccionismo de una civilización de genética disciplinada. La japonesa ponía sin ningún esfuerzo las dos piernas detrás de su cabeza y tenía la fuerza para durar minutos parada de manos como una estatua al revés. Creía en el yoga con devoción

Sakura era sólo una de las tantas diferencias culturales que habría entre nosotras durante el viaje. A mis diecinueve años, lo percibía como exótico, incluso fantasioso: era una oportunidad para aprender y divertirme, conocer nuevas técnicas de yoga y echarme un clavado hacia dentro de mi búsqueda espiritual. Para Sakura, en cambio, el viaje era su ritual de iniciación, la peregrinación donde se probaría a sí misma que el yoga tenía poder de sanación.

Sakura llegó a Los Ángeles con ganas de conocer a las superestrellas del yoga como una niña que se ilusiona con conocer a Mickey Mouse. El plan era visitar un promedio de tres escuelas por día. Steve Ross es uno de los maestros que

conversar con él. «Me critican por hacer del yoga algo pop, pero lo que quiero es que más personas hagan yoga –nos dijo con una cínica sonrisa –. Quizá de aquí salgan unos interesados en visitar otra clase con más profundidad. Yo con eso me doy por satisfecho: si logro dejar una semilla de curiosidad espiritual a quienes vienen pensando que bajarán de peso». Aunque disfruté el ritmo de la clase y la sensación estética de las posturas, me había parecido demasiada parafernalia. En un momento, volteé a ver a Sakura y ella estaba llorando. «Tuve un momento de enorme felicidad», me dijo mientras me pedía que le tomara una foto con Ross haciendo esa típica seña de turista japonesa con sus dedos índice y medio apuntando hacía los ojos. El viaje hizo que Sakura empezara a portarse como una esponja espiritual que no puede evitar absorberlo todo: le conmovían desde


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los cánticos que sólo buscaban elevar la autoestima de algunos vecinos depresivos de West Hollywood, hasta los mantras recitados con devoción ante el gurú. Después de que Ross le autografiara uno de sus discos para yoguis modernos, Sakura estaba ilusionada por visitar el principal centro de Siddha Yoga. Es una escuela donde, a diferencia de la mayoría, no se practican posturas, salvo la de flor de loto, para meditar y cantar textos sagrados hindúes. Cuando llegamos allí fue como un bálsamo para su búsqueda. Al ser criada en el Japón industrializado, no había tenido contacto con ninguna práctica religiosa. La devoción no estaba en su lenguaje. En el centro, un par de señoritas nos recibieron con un punto rojo en la frente, sari naranja y un dulce olor a jazmín. En esta escuela de meditación, las mujeres y los hombres se sientan por separado a cantar. Meses antes del viaje, Sakura había estudiado con detenimiento la Guru Gita, un texto sagrado en sánscrito sobre cómo lograr la rea-

consumible que cura las enfermedades modernas: videos en puestos de revistas para reducir el estrés, paquetes de clases mensuales para parejas al borde del divorcio al 2x1 o tours guiados a los ashrams en India, unas casas de retiro espiritual a las que un extranjero llega para aprender a meditar a cambio de prestar servicio a sus inquilinos. California había sido el edén del movimiento hippy atrayendo a visionarios gurús hinduistas que venían a occidente con la bandera de enseñar la iluminación de la conciencia a través del dominio del cuerpo. Dentro de esos yoguis, hubo varios en sintonía con el capitalismo que crearon verdaderas marcas alrededor de su persona y su estilo de impartir clases, consiguiendo atraer a miles de seguidores. Bikram Choudhury, el yogui más polémico del mundo, se ha divorciado de lo espiritual exaltando el cuerpo como arma para dominar la mente. Ha patentado una rutina de veintiséis posturas y ejercicios de respira-

lización del ser. El sánscrito es onomatopéyico y dicen que sus vibraciones tienen el poder de purificar la mente y el cuerpo. Se cree que, al mantener la atención en el texto, la capacidad de concentración aumenta, se fortalece la mente quieta y se logra conversar con tu Dios interior. Cantar por dos horas la Guru Gita, la biblia de los devotos de Siddha Yoga, junto a cientos de personas y en un idioma incomprensible antes de las siete de la mañana podría parecer una tortura, pero funcionaba para Sakura. Tenía una fe sincera en esos cantos melódicos, como si estos le revelaran verdades ocultas: el yoga no como un medio para embarazarse sino como un estado de gracia. Su cara nívea oscilaba entre la satisfacción y el asombro. Desde hace unas décadas, el yoga se ha convertido en una industria que ofrece espiritualidad como un producto

ción que se hacen en noventa minutos dentro de un salón a cuarenta grados centígrados. Tiene más de quinientos centros sólo en Estados Unidos, con unas ventas anuales que superan los cinco millones de dólares según la revista Forbes. El negocio funciona porque el nicho de mercado existe: personas que rinden culto al cuerpo y buscan resultados inmediatos: sudar y fortalecer sus músculos. Queríamos ser testigos del fenómeno, así que fuimos al primer Bikram Yoga abierto a principios de los años setenta. Desde que entramos nos dio un escozor en la piel: una chica en bikini y unos shorts diminutos nos pidió firmar un papel donde se libraban de toda responsabilidad si el calor o la secuencia de ejercicios nos llegaba a causar algún efecto negativo como vómito o desmayo. Sakura sospechaba que


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la alta temperatura del cuarto podría alterar el balance del PH de su cuerpo, que ella medía con meticulosidad todas las mañanas para procurar los niveles correctos de acidez de su vagina. Aun así, se acercó con reverencia a su marido como esperando aprobación para entrar a la clase. Con ojos de sospecha, él inclinó la cabeza aceptando la curiosidad de su esposa. Por órdenes de él, debimos acomodar nuestros tapetes cerca de la puerta, para poder marcharnos rápido en caso de que a Sakura le sentara mal el calor. Había en los practicantes un alto nivel de competencia. Todos se peleaban por los lugares de adelante del salón para poder verse en el espejo. Un profesor con pinta de instructor de gimnasio gritaba desde su micrófono órdenes como: «Dobla las rodillas y sube los brazos, quédate ahí diez respiraciones, y si te duele, qué bien, baja más las nalgas para que te duela más. Eso significa que estás quemando grasa» Veinte minutos después, Sakura se rindió y se recostó en postura fetal para recuperar su aliento. El profesor la alcanzó a ver detrás de los setenta cuerpos transpirando como si estuviesen en un sauna y le llamó la atención. Le pidió que se levantara y terminara la secuencia con todos. «No puedes mostrar tu debilidad, tú puedes continuar –le gritó–. Esta clase no es para desertores». El marido se enfadó: retiró los dos tapetes del piso del salón y salió indignado con Sakura de la mano. Una hora después, mientras la pareja de japoneses se limpiaba la cara con toallitas desechables que ella cargaba en su bolso y se hidrataban con té verde que guardaba en un termo, nosotros, la pareja de mexicanos, salimos radiantes y sudorosos de la clase. Habíamos terminado un noviazgo un mes antes de este viaje y la tensión entre los dos era evidente, pero nos unía aún una conexión física, y no dejaba de asombrarnos cómo nuestros cuerpos se habían abierto gracias al calor del cuarto permitiéndonos alcanzar posturas de extrema flexibilidad. No me percaté de que Sakura había estado a punto de desmayarse y, mientras comíamos una sopa miso con tofu, continué hablando con efusión sobre el controversial modelo de negocio de Bikram, la contradicción de enfocarse en satisfacer el ego a través de las posturas y otros temas que a la pareja le parecían irrelevantes. Jassan comprendía que mis arranques imprudentes de entusiasmo venían de una genuina curiosidad, pero me advirtió que no estaba cumpliendo las reglas de compostura que Sakura nos había exigido. Al parecer, ella sentía que era una traición.

Hacia el final del viaje, Sakura y yo nos acabamos por distanciar. Durante la comida en un restaurante en los hangares del aeropuerto de Los Ángeles, donde servían el pescado japonés más fresco de todo California, ella mantuvo la compostura de una geisha. En los diez días de nuestro tour de yoga, toda nuestra atención la dedicamos a lo que no se puede explicar con el cuerpo: observar nuestros propios pensamientos y emociones fue como ver en cámara lenta una película de nuestra vida. Todas las impresiones resultaban diez veces más sensoriales que siempre. Era una percepción explosiva: veía la ciudad como si tuviera unos anteojos de color fosforescente y mi piel percibía cada milímetro de contacto como un escalofrío. Pero mientras yo sentía una alegría que se me escapaba a carcajadas, Sakura no se despeinaba ni alzaba la voz y lo mío ofendía su integridad de japonesa en una búsqueda solemne. Lo que para mí era sólo un modo de agradecimiento y celebración, para la pareja de japoneses era como una invasión de su espacio vital. Un día antes de que terminásemos el viaje, Sakura y su marido me dejaron una nota bajo la puerta del cuarto: «Mari Chan: estamos muy cansados: nos tomaremos el día libre». En el glamour de West Hollywood, en el Hotel Mondrian de Phillipe Starck, bajé a asolearme a la alberca con mi efervescencia adolescente que había incomodado su recato japonés. A nuestro regreso a Ciudad de México, los directivos de la empresa de electrodomésticos invitaron al esposo de Sakura a dirigir la oficina filial en la India. Se habían enterado que Sakura tenía una gran curiosidad por el yoga y en dos meses los transfirieron a Nueva Delhi. Me alegré por los dos y por la posibilidad que significaba para ella conocer el origen del yoga y no sólo la parte que fue traducida para Occidente. Tal vez en el misticismo hindú, una japonesa como ella podría encontrar refugio para su obsesión por quedar embarazada. No volví a saber de Sakura hasta seis años después, cuando la única amiga que teníamos en común me contó que el caos de la India había abrumado la fragilidad de la bibliotecaria japonesa. Desde entonces, marido y mujer viven en Los Ángeles, la ciudad que durante un verano les había parecido un lugar delicioso, y donde ella se liberó de su paranoia por la seguridad y de su exclusión por ser una asiática en México. En Los Ángeles, en cambio, podía expresarse en inglés con soltura y comer japonés en cualquier esquina. El invierno pasado Sakura fue madre por primera vez. Quiero creer que fue gracias al yoga.


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EJERCÍTESE COMO KAFKA Y DEJE DE SER UN ALFEÑIQUE

[Especial para genios que no piensan en sus cuerpos]

Müller

Antes de que el señor Pilates conquistara los músculos de Norteamérica, el danés J.P. Müller fue el gurú de fitness más popular de Europa en la primera mitad del siglo XX. Legiones de escuálidos Hoy, lo que era un método de calistenia practicado por sexagenarios

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de músculos tallados, está siendo rescatado por sus descendientes. ¿Qué prometían los gurús del ejercicio hace cien años?

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compraron su libro para convertirse en fortachones.

Traducción de Diego Salazar

Una rutina gimnástica de Sarah Wildman


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a gente suele hacer comentarios sobre el estado físico de mi padre. Decir que está bien tonificado no alcanza: Parece tallado. Musculoso de una manera inusual. Y es también, se mire por donde se mire, absurdamente fuerte para su edad. Hasta donde sé, nunca ha estado inscrito en un gimnasio. Juega un poco al tenis. Esquía (de manera fantástica), pero sólo una o dos veces al año. Pasó un tiempo corto como timonel en un barco, pero el trabajo se acabó cuando estrelló el barco. Desde que tengo memoria, mi padre ha mantenido el mismo régimen de entrenamiento. Casi todas las mañanas, mientras el resto de la casa lucha para empezar el día, él empieza una serie de ejercicios: la «Técnica Müller». Balanceos. Estiramientos. Saltos en un pie. Embestidas agitando los brazos como molinos, primero hacia adelante, luego hacia atrás. Abdominales, lagartijas, estiramientos tocándose las puntas de los pies. Todo esto sin llevar nada más que su ropa interior. Y en unos veinticinco minutos, o menos. J.P. Müller nació en Asserballe, Dinamarca, y durante un tiempo fue tan famoso como ese otro producto nacional danés, Hans Christian Andersen. Incluso más. Durante el anterior cambio de siglo, el popularísimo culto al ejercicio físico de Müller arrasó en Mitteleuropa, convirtiendo a dandis de salón –desde Copenhague a Londres, pasando por Berlín— en maratonistas Ironman. El libro de Müller, Mi sistema, se publicó por primera vez en 1904 como poco más que un panfleto encuadernado, adornado con la imagen del atleta griego Apoxiomeno en la portada, desnudo y frotándose con una toalla. La guía de ejercicios, que prometía que los «quince minutos al día» prescritos convertirían a los «alfeñiques» en fortachones (también a las mujeres), fue traducida a veinticinco idiomas, reeditada docenas de veces, y se vendió bastante bien hasta entrado el siglo XX. Müller fue el Tom Paine del movimiento de liberación del cuerpo y la actividad al aire libre. Considerado por muchos

un radical, su discurso encontró resistencia al principio, y fue acusado de pornográfico (en parte porque solía aparecer llevando un taparrabos, incluso cuando esquiaba en St. Moritz). Su llamado iba orientado a romper los grilletes de la época victoriana, una manera literal de liberarse de esas restrictivas capas de ropa y corsés, un rechazo al «look pálido, enfermizo», alguna vez considerado hermoso, y a la «falsa dignidad que prohíbe a la gente, por ejemplo, darse el capricho de hacer algo tan saludable y beneficioso como correr». Müller sermoneaba: «No dejen pasar un día sin poner cada músculo y cada órgano de su cuerpo en enérgico movimiento». Ni sin ducharse (el hombre tenía una afición por la higiene que muchos de sus contemporáneos no compartían): «Esto no se refiere solo a la gente de la clase ‘trabajadora’. Con frecuencia me he encontrado con ‘caballeros’ de levita y sombrero alto, y damas con vestido de noche, de quienes podría decirse, a partir de su olor, incluso a una distancia considerable, que casi nunca o nunca se bañan». Müller nació enfermizo, tan pequeño que «podría haber cabido en una caja de cigarros común». Casi murió a causa de una disentería a la edad de dos años y «contraje todas las dolencias infantiles». En otras palabras, su fortaleza no había sido heredada, sino adquirida a través del ejercicio físico.


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musculosos

El sistema Müller es casi idéntico a lo que observé cada mañana mientras crecía. Es algo así como el precursor del Pilates, tiene algo del ballet, y no hace falta ningún equipo, basta con dedicación. Es estricto pero accesible, lo cual lo hace muy atractivo. A diferencia de otros gurús de la buena forma física de su tiempo –incluido el prusiano Eugene Sandow, conocido como el padre del culturismo—, Müller no estaba interesado en ganar masa muscular usando pesas. A pesar de que Mi sistema no estaba dirigido en exclusiva a hombres –en el panfleto original, Müller explica que la mujer necesita desarrollar un «corsé muscular» (o sea, los músculos del torso)—, más adelante Müller añadió a su estantería los volúmenes Mi sistema para las damas y Mi sistema para los niños. También había un volumen terapéutico, Mi sistema respiratorio, para aquellos que, atrapados en la pesadilla de la elegancia victoriana, necesitaban que les enseñasen a respirar. Además de ser popular, Mi sistema dio en el clavo de manera precoz e intuitiva. En una época aquejada por el conta-

El sistema de Müller podía ser abrazado con entusiasmo tanto por judíos como por gentiles. Esto fue lo que quizá atrajo a su más famoso adepto, Franz Kafka. Kafka fue un seguidor fanático de Müller. Realizaba sus ejercicios desnudo frente a la ventana, dos veces al día, girando los brazos y retorciéndose aquí y allá, practicando los mismos saltos y movimientos aislados de diferentes partes del cuerpo, que recomendaban con un entusiasmo similar algunos miembros de mi familia. De hecho, Mi sistema se convirtió en un punto central dentro de la obsesión de Kafka con el cuerpo humano. Cuando la versión femenina del panfleto de Müller fue publicado, en 1913, Kafka envió un ejemplar a su prometida, Felice Bauer, recomendándole que comenzara a practicarlo a diario también. «Si te aburres, es señal de que no lo estás haciendo bien», escribió. Mark Anderson, autor del libro Kafka’s Clothes y professor de Literatura alemana y comparada en la Universidad de Columbia, alega que el escritor haya sido tal vez

La guía de ejercicios de Müller prometía que «quince minutos al día» convertirían a los «alfeñiques» en fortachones. Fue traducida a veinticinco idiomas, reeditada docenas de

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veces, y se vendió bastante bien hasta entrado el siglo XX

gio endémico de tuberculosis, Müller insistía en que la gente abriera las ventanas y se expusiera a la luz solar. (Cuando publicó Mi sistema, Müller trabajaba como inspector en la Clínica Vejlefjord para enfermos de tuberculosis.) Este consejo era –como escribió el Dr. Lee B. Reichman en su libro publicado en 2003, Timebomb— una de las pocas opciones que la medicina preventiva ofrecía para luchar contra la tuberculosis antes del descubrimiento de los antibióticos. Müller también recomendaba un estilo de vida guiado por el sentido común: comer y beber alcohol «con moderación», dormir ocho horas al día, beber agua, cuidarse los dientes, dejar la pipa. Pero lo mejor es que Mi sistema está abierto a todo el mundo. Mientras muchas de las otras escuelas atléticas –y por entonces nacieron docenas y docenas de ellas en Europa— tenían un agresivo tono nacionalista, protofascista y, en muchos casos, antisemita, Müller era secular y no ideologizado de un modo refrescante y sorprendente.

seducido por los afilados comentarios que Müller hacía sobre las penurias de la vida moderna. («El tipo de la oficina del ayuntamiento es por lo general un fenómeno triste… prematuramente encogido, con los hombros y cadera torcidos debido a la postura incómoda que el taburete le obliga a adoptar, pálido y con la cara llena de granos»). El sistema también prometía beneficios para los artistas y escritores, esos «genios que no piensan en sus cuerpos». Kafka parecía compartir el placer que a Müller le provocaba el cuerpo desnudo. De hecho, Kafka pasó una corta temporada en una colonia de verano nudista y con frecuencia tomaba el sol desnudo en su casa, al menos hasta que contrajo tuberculosis.

1. 1860-1904. Periodista astro-húngaro, reconocido como el fundador del sionismo político moderno.


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Dibujos de Franz Kafka

Sobre todo, «para alguien como Kafka, que era alérgico a la identidad y sentimiento de pertenencia nacionalista, la ventaja del Müller era que podía hacerlo solo en casa, era su sistema», según se explayó por teléfono hace poco Anderson, para señalar que con casi toda seguridad Kafka conocía –y no tenía especial simpatía por— los clubes atléticos del movimiento juvenil checo Sokol. Y continuó: «Estaba divorciado del contexto ideológico y eso es una gran ventaja, pero, de todas formas, él seguía pensando en sí mismo como uno de esos judíos urbanos, neuróticos y demasiado intelectuales, que necesitaban ganar peso y fuerza. Se sentía demasiado alto, demasiado delgado, demasiado débil. Tenía los nervios destrozados. Él creía con mucha firmeza que convertirse en escritor significaba hacerse disciplinado y curtir su organismo físico. Llevó a cabo una serie de cosas para crearse una nueva identidad. El ejercicio fue una de ellas».

Anderson ve la lucha cuerpo/identidad de Kafka y su apego al Müller ligeramente conectados con el movimiento que por esa época intentaba formar «judíos musculosos». Es una referencia a Max Nordau1, contemporáneo de Theodore Herzl, que instó a los judíos de finales del XIX y principios del XX a fortalecerse y liberarse de la palidez urbana, del estudio y el salón literario. En el Congreso Sionista Mundial de 1898, Nordau realizó un llamado a las armas dirigido a sus hermanos: «¡Vamos! ¡Aúnen su coraje! ¡Hagan algo! ¡Trabajen por ustedes mismos y construyan un lugar bajo el sol para su gente! No descansen hasta haber convencido a ese mundo indiferente y abiertamente hostil de que los suyos tienen tanto derecho a vivir y disfrutar de la vida como el resto de la gente». Los judíos por toda Europa empezaron a ejercitarse. Formaron cientos de clubes atléticos, algunos de los cuales –como el Hakoah Vienna, que formó equipos vencedo-


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musculosos

res de remeros, nadadores, waterpolistas y hasta un equipo campeón de fútbol con el mismo nombre— fueron todo un éxito, desde cualquier punto de vista. Fue en ese contexto embriagador que mi abuelo, sionista toda su vida, aprendió el Müller a los 12 años, junto a otros niños judíos austriacos. Algunos de estos jóvenes atletas eran también sionistas precoces que desarrollaban sus cuerpos para trabajar en los kibutz de Palestina; otros buscaban tan solo acceder al floreciente mundo del atletismo alemán y austriaco. No está del todo claro que los judíos corrieran a practicar el Müller en mayor medida que otros programas de ejercicio, pero, dado que era un movimiento atlético secular, era un medio para transmitir a su vez la propia identidad étnica y nacional. Considerando que algunos clubes gimnásticos derivaron hacia el nazismo pocos años después, es irónico que en Alemania ese tipo de clubes atléticos judíos también fueran vistos como una forma de ser más «alemanes».

Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, Müller comenzó a pensar que su sistema era una especie de El Dorado que conseguiría mantener con vida a sus seguidores hasta bien entrados los cien años. No lo era, como pronto descubriría un tuberculoso Kafka. El propio Müller murió en 1938. En Dinamarca, la ciudad de Nykobing levantó una estatua en su honor. Una figura de bronce que representaba su cuerpo en pleno apogeo físico. Desnudo pero llevando un taparrabos. Frotándose vigorosamente con una toalla, parte central del sistema (¡La piel es un órgano!). Müller y su sistema cayeron poco a poco en el olvido. Según algunos historiadores, debido a que al final de su vida derivó hacia el ocultismo, espantando a posibles seguidores con su alejamiento del mundo corporal que había cultivado durante tanto tiempo. Para mi familia, Müller el hombre, era menos importante que sus propios

Müller estaba muy orgulloso de la popularidad de su sistema. En M i sistema para las damas señalaba que su primer libro había vendido «más de un millón de ejemplares» –aunque estimaciones posteriores fijan la cifra en dos millones–, y entre los seguidores se encontraba la princesa heredera Sofía de Grecia. Con el tiempo, Müller se estableció en Londres, se deshizo de la diéresis y abrió el M uller Institute en el número 45 de Dover Street, donde recibía invitados como el Príncipe de Gales. Los soldados británicos fueron instruidos para que practicaran sus ejercicios en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Müller dio centenares de conferencias sobre higiene y ejercicio físico por toda Europa durante la década de 1910 y hasta principios de los años veinte. Un programa de radio, dirigido por un seguidor, difundió el sistema desde mediados de los años veintes hasta mediados de los cincuenta.

libros, que mi abuelo Karl coleccionaba. Karl enseñó a mi padre a «hacer Müller», como decían los alemanes, a la edad de cinco años. Mi padre, un médico entrado en la década de los sesenta, cree que el énfasis de Müller en fortalecer los músculos del torso es un gran acierto; la mitad de esos ejercicios forman parte ahora de las recomendaciones que mi padre da a sus pacientes aquejados de dolores de espalda. Para mí, ver a mi padre entrelazar los dedos y doblar todo su cuerpo, hacia un lado primero, hacia el otro después, hace las veces de una especie de madalena proustiana visual. Puedo verme con siete u ocho años, en el viejo dormitorio de mis padres, observando a mi padre apurando para terminar su Müller, metiendo los pies debajo de la cama para sujetarlos con firmeza mientras hace series de abdominales. En realidad no ha habido muchos cambios, si bien ahora la niña que mira es mi propia hija.


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DICCIONARIO DE ANATOMÍA INÚTIL

CODOS [Diego Fonseca]

CEJAS

[Mónica Belevan]


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articulaciones

Los Codos Sólo Miran Hacia Atrás

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una defensa de Diego Fonseca

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l codo es un paria del cuerpo: carece de épica y romance. No hay un codo de Aquiles, nunca seremos alcanzados por el largo codo de la ley, y el gol más político de los mundiales de fútbol no fue obra del codo de Dios. Va a contramano de todo. Si las articulaciones del cuerpo están concebidas para ir hacia delante —cuello, hombros, cadera, rodillas, muñecas—, el codo mira hacia atrás. En la era de la exhibición de culos erguidos, tetas infladas y estómagos planchados, no ha podido exceder su condición instrumental de bisagra del brazo: sirve para apoyarnos con mala educación sobre el comedor, para simular ser intelectuales o para llamar la atención a un amigo sobre esa chica que cruza la calle. Nadie ama a su codo. Pero esta coyuntura posee cierta nobleza: los codos nos salvan de las caídas y sin ellos no habría pose de pensadores. Tampoco existirían los abrazos.


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Nadie ama a su codo. Pero esta coyuntura posee cierta nobleza: los codos nos salvan de las caĂ­das y sin ellos no habrĂ­a pensadores. Tampoco existirĂ­an los abrazos


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En su comedia Measure for measure, William Shakespeare se burló de los codos nombrando Elbow a un singular agente de policía que pronuncia mal las palabras y acaba significando lo contrario de lo que pretende decir. Elbow es, en todos los sentidos, un codo desarticulado. La paradoja de la articulación descoyuntada no es baladí, escribió Marjorie B. Garber en Out of Joint, un ensayo sobre los simbolismos de la producción de Shakespeare. Según ella, en Shakespeare la rodilla es la articulación más distinguida y poderosa. Tiene enorme importancia en la política corporal: el vencido la hinca. El codo, en cambio, es su antítesis, una coyuntura cómica para usar en actividades sin clase. Antes de Shakespeare, sin embargo, el codo fue una articulación noble. El embeleso que provoca la geometría monumental de las pirámides de Gizeh y del Partenón se lo debemos al codo como unidad de medida de la antigüedad clásica. En The R enaissance E lbow, una crónica del apogeo y caída del codo, Joneath Spicer recuerda que entre los siglos XVI y XVII, el codo vivió su periodo de hidalguía monárquica. Entonces, cuando artistas holandeses comenzaron a pintar a las personas poderosas con un brazo en jarra, el codo inundó el arte de Europa: la pintura y la escultura hallaron en el hueso sobresaliente un símbolo de masculinidad, poder y ostentación. Pero entonces llegó el burlesco Elbow y el desmedro se hizo incontenible: en Hispanoamérica, el codo representa tanto a la tacañería como a la incontinencia verbal. Miles de cenas han sido arruinadas por deshonrosos devotos de la Virgen del Codo y por invitados que hablan hasta por ellos. En alguna medida, su condena al ostracismo físico extremo ha sido favorecida por ser la sección más arrugada de nuestro traje de piel, un depósito de pliegues que nos envejece desde niños y nos vuelve parientes lejanos de los elefantes. Tal es su marginalidad que no lo apañan ni las competencias deportivas, donde todo el cuerpo es vulgarmente instrumental. En el fútbol, sólo sirve para romper las narices del enemigo en el forcejeo clandestino del tiro de esquina; en el golf, cintura, brazo y muñeca le han robado todo derecho. Pero no hay mayor paradoja que la del boxeo: en el cuadrilátero, donde se puede matar a trompadas a un tipo, dar un codazo es descalificador.

El codo no merece elogios ni entregándose en plenitud. No han faltado intentos por dotarlo de hidalguía. Allí están Tolstoi y su descripción de Anna Karenina, propietaria de un «exquisito codo aristocrático», y Mario Benedetti, que ha encendido a generaciones de militantes políticos reclamando, incombustible y naïve, que «en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos». Vallejo, el poeta más anatómico de la lengua castellana, ha procurado reparar los rasguños del codo con justicia poética. La más prosaica de las articulaciones aparece hasta nueve veces en sus poemas, incluido «el jiboso codo inquebrantable» en Trilce. Tras eso no ha habido más que desgarro: el codo no parece capaz de torcerle el brazo a la condena anatómica de ocupar la sombra del cuerpo. El último intento por devolverle alguna honra vino con la muestra artística «The Evident Elbow» (el codo evidente). La curadora, que respondía al homófono seudónimo de Ellie Bow, quiso protestar contra «La vagina visible», una de las tantas exposiciones que desde inicios del siglo XXI celebran la entrepierna femenina. Reivindicó el rol del codo en la selección sexual, una idea que reposa en las teorías de los psicólogos evolucionistas para quienes los codos idénticos —como toda otra proporción simétrica— hacen más sexys a los individuos. Para Ellie Bow el codo ha sido ocultado a toda visión artística por una suerte de trama conspirativa que privilegia a órganos más expuestos y sexualmente reconocibles como la vagina y el pene. Después de todo, tal vez Ellie Bow no esté tan equivocada y haya un lugar para el codo onírico. Dicen que de niño Salvador Dalí descubrió su éxtasis lírico espiando a una bella sirvienta en su casa familiar de Figueres resistiendo el dolor de unas migas de pan que se le clavaban en la carne mientras simulaba dormir con el codo sobre la mesa. Años después recuperaría el método para hacer obra de sus sueños. Dalí ponía el codo en la mesa, una cuchara en la mano y el mentón sobre la cuchara. Cuando, debilitado por el sueño, el codo se dejaba vencer por el peso del cuerpo lánguido, el maestro se despertaba de un salto y se lanzaba sobre la tela todavía preso de la excitación y la taquicardia. Bien mirado, es un buen principio: los codos podrán siempre mirar hacia atrás, pero al menos tienen la llave al patio trasero de la locura del arte.


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Los cíclopes necesitan una ceja un guiño de Mónica Belevan

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n la película del rostro, las cejas ocupan el rol de dos actrices de reparto. Su sitio en la cara, distinguido pero discreto, las pone al servicio de la estrella principal, el ojo. Pese a su aparente carácter secundario, sin embargo, las cejas –ese par de astutas gobernantas— han logrado instituirse como un tópico de las revistas de belleza, al grado de que se haya constituido una cuasi jurisprudencia en lo que respecta a cómo maquillarlas, depilarlas, encerarlas, remarcarlas, perfilarlas o tatuarlas. Hoy como antes, las cejas nos sorprenden en su calidad de eminencias grises, anticipatorias, de potencia artera.


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pelos

Quitarse las cejas soslaya el interés masculino. ¿Se obliga así al hombre a fijarse en otros atributos, a bajar la mirada hacia otras partes del cuerpo que se aprecian

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mejor cuanto más depiladas están?


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Si los pómulos y las mejillas resuelven el talante, las cejas lo arman, lo tutelan –y después se adelantan a traicionarlo—. Incluso sin moverse, un par de cejas sin teñir arruina la ilusión construida por quienes se pintan el cabello. Las cejas son los signos de exclamación de la gramática gestual: la atracción entre los sexos se delata con su salto ensimismado (y un ceño enjuto, de pelambre decaído, puede ser más elocuente que una lágrima). Un estudio del Massachusetts Institute of Technology ha comprobado que hasta las miradas más famosas se vuelven irreconocibles si se las presenta sin el aderezo de sus cejas. Mostrar, en cambio, a esos mismos rostros con las cejas pero sin los ojos, sí permite identificar a los sujetos. Hasta la frenología, en su precariedad, difundía la noción de que la inteligencia era correlativa a las cejas elevadas, dando así pie a los términos lowbrow y highbrow (y a la extraña medianía de lo middlebrow). Es como si intuyéramos que unas cejas demasiado cercanas a los ojos enturbiaran nuestra capacidad de mirar –y pensar—. No es casual que el ceño sea un objeto del más exquisito escrutinio por los caricaturistas, o que sus instancias extremas –que van desde las cejas superpobladas de Carlos Menem hasta el semblante entre árido y glacial de Greta Garbo— se lean como tests de personalidad. Hay algo de razón en ello. Y es que si las cejas son las perchas de los ojos, fungen también como una jamuga para la nariz, la marea de las sienes y el zócalo interrumpido de la frente: son, en resumen, la alta costura del rostro, sus alternantes Metternich y Talleyrand. Basta con que se sustraiga un solo pelo del sitio equivocado para que la expresión entera luzca desencuadernada o, lo que es peor aún: falsa. Pocos anunciantes de expresividad operan con la misma economía y eficacia que las cejas, cuya fortuna gestual se debe a sólo dos músculos, pero resulta en una riqueza de ademanes superior a la de las manos. La vida actual nos sorprende (y a más de uno le hará alzar una ceja intrigado) con la costumbre de la depilación superciliar en la que incurren, vaya a saberse bien por qué, demasiadas mujeres. Está comprobado que quitarse las cejas soslaya, cuando menos, el interés masculino. ¿Se obliga así al hombre a fijarse en otros atributos, a literalmente bajar la mirada hacia otras partes del cuerpo que a menudo se aprecian mejor cuanto más depiladas están? Las cejas son el único elemento del rostro imposible de aislar en el vacío: fuera del mismo, se reducirían a un monton-

cito ínfimo y difuso de vellos que pudieran ser de cualquier lugar del cuerpo –o de ninguno—. Gracias a Gogol tenemos noticias de una nariz itinerante, y David Lynch explotó la sugerencia de una oreja suelta sobre un césped suburbano. Pero las cejas aspiran a un registro muy particular del body horror, según el cual la suma de los pelos no es una parte. ¿Será por eso que tantas damas no tienen empacho en depilárselas? ¿Porque no constituye una mutilación? Con su legendaria pulcritud, los antiguos egipcios las sacrificaban en señal de luto, y sus sacerdotes se las esquilaban. Y es más que sugerente la vinculación entre las cejas y la dignidad: en la Nueva España a las adúlteras se les rasuraba una para humillarlas. Aún hoy, las muchachas asiáticas que migran a Europa del Este, donde son forzadas a prostituirse, se avergüenzan de volver a casa con las cejas depiladas: es lo fino del detalle lo que las delata. El rostro sin cejas plantea graves complicaciones estéticas. Recuérdese, si no, el mirar exagerado de tantas actrices de las primeras décadas del cine, cuyos ceños eran meros rastros fósiles, ecos tenues o parodias pinceladas del original. En la medida en que la voz fue cobrando fuerza con el cine de la década de 1930, las cejas de las estrellas fueron mal que bien rellenándose, in-formándose. Volvimos así a redescubrirlas en su hibridación de parasoles y canaletas de agua que nos las hicieran tan evolutivamente imprescindibles como irremplazables en lo estético. Traigamos a colación la construcción del personaje de Divine, «el drag queen del siglo» según Time. Glenn Milstead y John Waters –los artífices de la película, tan digna de la infamia, Pink Flamingos— hicieron que el primero se afeitara una enorme parcela de frente, retirando la línea del cabello para abrirle campo al ceño rayado de la diva trash. En la cumbre de su esplendor, dos bisagras de grafiti color berenjena recorrían la curvatura casi planetaria de ese cráneo tremendo, extendiéndose hasta sus orejas, casi, casi como indicios de antenas. El ojo siniestro (de Mordor, en el universo de Tolkien) y el tercer ojo (de Lobsang Rampa) se ubican ambos sobre un eje central, y carecen de cejas. Es interesante reparar en cuántas representaciones clásicas de cíclopes nos los muestran sin cejas, o con una cresta superciliar tan dura como la de un cocodrilo. El gesto del cíclope se concentra alrededor de la boca, y el ojo solo y desmarcado da fe no sólo de su rareza, sino también de una cierta invidencia o castigo divino que le dota de un solo faro frío a través del cual ver, y ser visto. Lo monstruoso no es tener un solo ojo: es tenerlo sin ceja.


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cadáveres

LOS BUITRES DE LA CIUDAD MÁS VIOLENTA DEL MUNDO

En Ciudad Juárez, al norte de México, los narcotraficantes y oficiales del estado mexicano pelean una guerra con más muertos que la de Irak. Los niños fotografían cadáveres con su celular y uno de los lugares más concurridos es la morgue. En las escenas de crimen acecha una multitud de agentes funerarios de saco y corbata para negociar con las familias de los cadáveres. ¿Quiénes se benefician más con la tragedia?

Un texto de Marcela Turati ilustraciones de Angelo Neciosup


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cadáveres

uatro buitres observan atentos el cadáver de un joven asesinado. Mezclados entre los mirones toman notas, se cuchichean frases en clave. Acechan a sus presas: una rubia que llora a gritos al ver el auto rojo rafagueado y el esposo que la abraza fuerte para que no enfrente a los soldados que cierran el paso a donde se desangra su hijo. Los carroñeros siguen expectantes. De pronto, en una jugada arriesgada, el buitre más hábil se adelanta a los demás y se cuela en la escena entre los

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deudos, charla con un familiar lejano del difunto, comenta algo con el primo; se desliza junto al papá del joven acribillado, le extiende la mano, se presenta. «Funerales Ríos está para servirles», dice mientras le da una tarjeta de presentación decorada con una cruz. Antes de que el señor reaccione le arranca la promesa de reencontrarlo dos horas después en Averiguaciones Previas, donde --le informa-- tiene que identificar el cadáver. Allá intentará cerrar el trato para que su funeraria preste los últimos servicios al joven y ganar una comisión por la venta. Los buitres, como él, viven de la desgracia ajena. Ahora mismo alguno sigue una ambulancia que transporta a un rafagueado, otro apura trámites en la morgue, hace guardia en la Unidad de Homicidios de la Procuraduría de Justicia del Estado o maneja una carroza. Estas aves carroñeras y de mal agüero se han multiplicado en Ciudad Juárez al mismo ritmo que los sicarios que la han convertido en la Bagdad Latinoamericana, la ciudad más mortífera del planeta: ciento noventa y un asesinatos por cada cien mil habitantes. Desde que dos cárteles disputan a muerte el dominio de esta ciudad-traspatio de Estados Unidos, para asegurarse las ganancias del tráfico de drogas, sus calles se convirtieron en el escenario de un juego de video en el que hombres armados aparecen, disparan y matan, seguidos del buitrerío. Y como en un videojuego, siempre hay más para matar. En una trama que se alarga sin fin. Juárez provee a los agentes funerarios tantos clientes como si los surtieran sobre pedido. Desde 2008, Juárez es la maquiladora nacional de muertos, el principal botadero de cadáveres del país: ella sola aporta una quinta parte de las “bajas” en esta “guerra contra las drogas”, como la llamó el presidente Felipe Calderón. Muchos, como Antonio Ibarra, han encontrado en la muerte la forma de ganarse la vida.

buitres vestidos para la ocasión

El exterior de la Procuraduría de Justicia, la Procu, está habitado por agentes funerarios. Son los buitres. «Esa es la palabra que usa la gente porque estamos aquí como buitres, acechando a la presa, buscando clientes», explica Toño Ibarra, un hombre delgado de casi cincuenta años, con cara afilada y movimientos felinos que representa a varias empresas de velatorios y entierros. La Procu es un edificio de cristal donde se amontonan los delitos pendientes de resolverse en esta ciudad donde los homicidios compiten por la atención de las autoridades con extorsiones, secuestros, robos e los incendios a negocios. De entre la fauna de policías, abogados, familiares de víctimas y de delincuentes, vendedores de burritos y sodas, periodistas, coyotes y sin-oficio que acuden a la Procu juarense, el buitrerío se distingue porque se estaciona junto a la jardinera donde unas mujeres plantaron unas cruces rosas como recordatorio de que las «Muertas de Juárez», cientos de asesinadas o desaparecidas, todavía esperan justicia. Aquí cumple Ibarra con su trabajo todos los días a partir de las nueve de la mañana, bajo la misma rutina: cuando sospecha que alguien entrará a reclamar un cadáver se le empareja para instruirlo sobre los papeles que necesita. Si el doliente se mantiene atento le ofrecerá sus servicios de coyote para sortear la burocracia en Previas y «rescatar» a su familiar de la morgue, para luego embalsamarlo y velarlo hasta el entierro. La explicación parece sencilla pero tiene su arte: Ibarra puede atajar a decenas de personas que llegan a identificar a un cuerpo, pero muchas, al caer en cuenta de que él vive de la desgracia ajena, lo corren con la


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misma urgencia de quien quiere espantar a la muerte. Otras veces los acompañantes de los dolientes no lo dejan ni acercarse a dar el pésame. En su negocio, Ibarra intenta apartarse de cualquier sentimentalismo. Se queja de aquellos a quienes les molesta su trabajo: «Los peores de todos, los habladores, son los vecinos, los ayudantes que ni vela tienen en el entierro, esos ingratos nos corren porque ni saben, nos ven mal, pero alguien tiene que hacer este trabajo» me dice. Los carroñeros visten de negro o gris oscuro, preparados siempre para el funeral del que se enteraron, incluso, antes que el difunto muriera. Son capaces de detectar la mueca trabada a punto de convertirse en puchero o el ojo enrojecido por la velada en llanto que distingue a quienes entran a reconocer un cadáver de quienes acuden a denunciar un robo. Se les reconoce también por sus peculiares conversaciones. —¿Y esos zapatos son nuevos? —Of course. —Seguro se los quitaste a un 3-9. La insinuación de haber robado algo a un difunto, de tan común no causa gracia. —Anoche estuvo calmado, nomás hubo seis eventos. —A mí me llegó nomás un naturalito, ningún autopsiado. Otras charlas son crípticas: —¿Vamos a ver si está buena la película? —Dicen los pasajeros que si hay muerto el negocio está bien, si no ni pa’ qué vamos. profetas de la santa muerte

Ibarra tiene un aire de Pedro Infante mustio en su papel de yo-no-fui. Luce pantalón negro con delgadas rayas grises, zapatos oscuros bien lustrados y camisa gris rata en cuya bolsa siempre carga una libreta donde anota los datos que logra pescar sobre los finados. Todos los días antes de salir de su casa se encomienda a la Santa Muerte que tiene en un altar y que, según presume, hasta ahora le ha traído suerte, es decir, trabajo. Como si ella misma anduviera consiguiéndole clientes por las calles sin aceras por donde pasan los camiones abarrotados de obreros rumbo a las maquilas. Como si provocara desgracias en las colonias afincadas sobre dunas y olvido desde las que se aprecian

los freeways y edificios de El Paso, Texas. Como si le plantara víctimas entre los terrenos tapizados de llantas y fierros o le buscara clientes en el decadente centro que antes atraía a marines y teenagers aficionados a «la vida loca juarense». Presumido, dice que su oficio es el de «Agente Funerario Completo», lo que significa que en veinticinco años escaló todos los peldaños de esa industria: barrió pisos y lavó carrozas, es experto vendedor de paquetes para el retiro eterno, sabe arreglar cadáveres y está listo para hacerse cargo de una gerencia. Los dueños de las funerarias no hablan. Ni gustan de las entrevistas. Repiten que la desgracia no los hizo ricos y que su trabajo es como cualquiera. En cambio, Ibarra siente tanto orgullo de su oficio que le gusta que lo vean trabajar. «¿No se fijó? Ahorita que usted se volteó tarjetié a una familia y quedó en buscarme cuando saliera. No me quite la vista de encima porque en menos de cinco minutos voy a entrar en acción», me regañó advirtiéndome que debía estar más atenta una mañana que hacíamos guardia juntos afuera de la Procu. cuerpos anónimos

A través de uno de los cubículos de cristal de la Unidad de Delitos contra la Vida de la Procu veo a una familia volcada sobre la pantalla de una computadora que exhibe fotografías de los últimos caídos en JuárezBagdad. Casi todos varones, jóvenes, algunos tan desfigurados que serán identificados por el color de la camisa o el diente postizo. En los pasillos otras familias hacen fila para reconocer a sus muertos. Camuflados entre ellos están dos buitres de una poderosa e influyente funeraria que tiene permitido captar clientes durante la espera. «Te iba mandar uno naturalito, pero no se logró» escucho decir a otro por celular en una de sus caminatas por los pasillos. El trabajo es sufrido, pero el negocio generoso. Se supone que trabajan hasta las dos de la tarde. Pero la muerte no sabe de horarios y ellos pasan el día siguiéndole las huellas en las escenas del crimen. En dos años los panteones locales recibieron más cuerpos que todas las víctimas de la Camorra italiana en una década o que los muertos de ETA en toda su


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cadáveres

se le dice a los acribillados) del último «evento» (como se denomina a estos asesinatos al estilo crimen organizado). La morgue colapsó numerosas veces por sobrecupo de cadáveres. Ibarra lo dice así: «Antes un evento de estos era cada cuatro o cinco años, ahora es diario y aquí todos agarramos chamba». De pronto repara en que es de mal gusto entusiasmarse con el negocio e improvisa un monólogo sobre los problemas del oficio. Hace un gesto de sufrimiento y me cuenta que el número de funerarias ha crecido, que otras han cerrado a causa de la extorsión, que unas funcionan a puerta cerrada y que también los velorios son escenario de matanzas. Mientras habla, detrás de él se arma un zafarrancho: el buitre mejor vestido para velorio le da un zape a otro que se creía con derechos sobre el mismo difunto. Están a punto de irse a los golpes. Se reclaman haberse metido a un barrio ya reservado. Viene un empujón, más insultos. Todo acaba con la finta de un puñetazo que entre todos frenan

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vecinos de la tragedia

historia en España. Los muertos caen como moscas. Pum. Ahí cayó uno, súmalo al ejecutómetro. PumPum-Pum. Otros cinco. Ra-ta-ta-ta. Siete más. Pum. Llegamos a veintitrés. Son tantos, que en cuanto el servicio forense levanta los cadáveres la gente limpia con naturalidad, a manguerazos, las aceras para despegar sesos y vísceras del último «ejecutado» (como

En la colonia Barrio Alto, hay un acribillado de veintipocos años. Los vecinos comentan que escucharon quince balazos pero no salieron de inmediato por miedo a que los sicarios siguieran afuera. Una mujer baja apurada de un carro en movimiento. «Déjenme, yo lo quiero ver, lo quiero ver. ¿Está herido?». Su esposo la detiene. Se llama Rosa. Los soldados cierran el paso, no los dejan verlo.«¡Malditos!, ¿por qué lo mataron? ¡No era malo. Mi niño no era malo!» Un pariente del muerto, sofocado de furia, se sube a su auto seguido por otros jóvenes. Los familiares los detienen. Un camión rutero transita por la calle y los pasajeros se levantan del asiento para ver mejor. Alguien saca un celular para tomar una foto. Un vendedor ambulante surte golosinas a los mirones. En segundos, se monta el espectáculo del morbo. Los gritos de la mamá nos estrujan a todos. Ibarra analiza la situación: «En eventos como este, de 5-7, conviene un 6, o sea, más vale esperar porque la gente no está calmada. Ahorita si se acerca uno lo mandan a la chingada, todavía están sacados de onda». Él y sus pares deciden ir a otro «evento» en un barrio donde la muer-


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te ya anduvo husmeando. Allá un joven al que llamaban “El Pepón” falleció acribillado. Son las 15.00 horas. Los metiches comentan que a su acompañante, “El Chori”, lo recogió la ambulancia. En el lugar ya están militares, policías, fotógrafos, vecinos y el buitrerío, que llega puntual gracias a una red de informantes que abona con una buena propina. Antes interceptaban la frecuencia radial de la policía para enterarse de los 3-9, pero abandonaron esa maña desde que el Ejército decomisa escáners. Los buitres esperan todo el tiempo. A la persona y el momento indicado. «Nuestro trabajo consiste en ser los primeros en llegar», explica Ibarra en su papel de maestro de la desgracia. Un perito fotografía al cadáver y los alrededores,

Juárez es la capital mundial de los homicidios, donde es más probable perder la vida asesinado que en ciudades tan violentas como Caracas o San Salvador. Un retirado zar anti-drogas estadounidense la consideró más peligrosa que Bagdad, donde aparecen hombres-bomba que se estallan en mercados. Aquí aparecen hombresmetralla que desgracian a sus presas y a los inocentes que tuvieron la mala suerte de estar cerca. graduados de los cárteles

“Las calles de Juárez, y también los bares, están siendo testigos de cómo se matan todos los enemigos. Escucha, mira y calla o puedes morir por las balas de una metra-tra-tralla”.

Son tantos los muertos, que en cuanto el servicio forense levanta los cadáveres la gente limpia con naturalidad, a manguerazos, las aceras para despegar sesos y vísceras del último «ejecutado»

hace un croquis, recoge casquillos, los mete en bolsas que identifica con el número de homicidio. Se ve harto. Desde hace unos años trabaja horas extra porque muchos asesinatos se cometen con metrallas largas. Dejan en su blanco un promedio de ochenta orificios. Sólo durante unos meses en 2009 los asesinos prefirieron pistolas, cuchillos y picahielos. Fue cuando el gobierno organizó el desfile callejero de militares y policías para aplacar a los matones. Dos meses le duró al gobierno el gusto de haber achatado con sus botas las estadísticas de las defunciones, porque después los sicarios perdieron la vergüenza y siguieron matando a sus anchas, con armas largas y cortas, con militares o sin ellos. Y pronto también los soldados y federales sumaron su propia cuota de muertos. En los primeros meses del 2010 hubo siete homicidios dolosos cada día.

Ese es el estribillo de C rónicas de mi vida una canción del rapero McCrimen, popular en los barrios donde los jóvenes se enrolan en las pandillas, los cárteles de la droga reclutan a chavos como vendedores y los muchachos asesinan o son asesinados en este Mortal Combat que se libra en las calles. La tragedia que cantan los raperos la anunciaron antes académicos y trabajadores sociales que desde los años setenta han visto llegar camiones cargados con campesinos de todo el país dispuestos a trabajar en las fábricas maquiladoras. Los migrantes fundaron barrios en terrenos alejados y sin servicios básicos. Los adultos –muchos de ellos madres solteras– salían a trabajar de madrugada y pasaban medio día fuera de casa, convertidos en robots ensambladores de piezas de exportación. Después volvían agotados.


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La primera parecía aliviado por la llegada de los militares que él solicitó para que la ciudad no se le desangrara. La segunda aseguraba, optimista, que la violencia iba a la baja. En esta última entrevista todo mundo lo acusaba de que en las noches cruzaba a dormir a Texas, donde tenía a salvo a su familia. También hicimos un recorrido por los barrios más peligrosos donde pensaba echar a andar un plan de inversión social que atacara las raíces de la violencia, como el de las comunas de Medellín. En su despacho, con mapas en la mano, me fue mostrando que los asesinatos ocurren en donde los niños crecen en la calle: en donde no hay guarderías ni educación media. En Juárez, dos terceras partes de los jóvenes no estudia y muchos sólo porque no tienen dónde. La ciudad que fue meca nacional del empleo le rescindió la cláusula de futuro a sus jóvenes. El cupo que no tienen en la escuela se lo abren las pandillas y se gradúan en los cárteles de la droga. «El Juárez que tenemos ahora es el Juárez de los niños no atendidos» dice Clara Torres, la directora de un programa municipal para niños en edad de guardería. «Fuimos egoístas y materialistas. Perdimos varias generaciones». Es como escuchar la voz del remordimiento colectivo.

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se busca sicario . contrato inmediato

Los niños se cuidaban solos, si querían iban a la escuela, pasaban la tarde en las calles donde se mueven las pandillas. El alcalde José Reyes Ferriz me explica que los delincuentes de hoy son los niños de los años ochenta, cuando Juárez tenía empleo total. Es una mañana de diciembre de 2009 y es la tercera vez que nos vemos, en su oficina con vista al muro fronterizo.

Esta ciudad de casi un millón y medio de habitantes en dos años y medio estrenó cinco mil cuatrocientas fosas. Son cinco mil cuatrocientos hogares de luto. Mucho dolor acumulado, muchas viudas nuevas, una legión de diez mil huérfanos y de enfermos de miedo. Si colocáramos juntos los cuerpos de los “caídos” en esta “guerra”, llenaríamos una procesión de ciento treinta y cinco camiones de pasajeros, uno en cada asiento. Si les miráramos el rostro encontraríamos una bebé de tres meses muerta junto a su papá, un joven matrimonio a punto de ser padres, un niño de diez años torturado como sus abuelos, una parejita de adolescentes texanos enamorados, cinco miembros de la misma familia, un niño que quiso correr cuando asesinaron a su papá, el reportero que estaba contando los muertos, varios policías con sus hijos, muchos sicarios, muchos pandilleros. Una kilométrica procesión de juarenses ausentes que hacen falta a sus familias. Un viaje de dolor. Quienes quedan vivos rebasan todo el tiempo los umbrales del horror. Una semana los automovilistas que manejan hacia el trabajo encuentran el cuerpo de un


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hombre decapitado, amarrado a un puente peatonal. A la siguiente unos estudiantes descubren el cadáver de un hombre con máscara de cerdo esposado a la reja de su escuela y otros encuentran un cuerpo encobijado afuera de un kínder. Otro día un policía que ayuda a mover un carro descompuesto halla un hombre agonizante en la cajuela. Cuatro adolescentes son fusilados contra una pared por otros chamacos y quince estudiantes son masacrados en una fiesta casera. Los juarenses que no han huido tratan de hacer su vida normal, sólo que ahora tienen nuevos hábitos: los niños fotografían cadáveres con sus celulares, los jóvenes ya no salen en las noches, algunos periodistas llevan chalecos antibalas, ciertos empresarios trabajan

se escuchó el ulular de las sirenas. Cuenta que a punta de pistola, su ambulancia se tuvo que hacer cada vez más lenta. El rescatista no quiere que nadie lo escuche y me pide mantener su nombre bajo anonimato. En el lobby vacío de un cine me explica que las ambulancias solían llegar antes que las patrullas pero los sicarios los amenazaban para que dejaran morir a los heridos y les prohibieron llegar antes que el Ejército selle el lugar del crimen. Recuerda que una vez su ambulancia llegó tan pronto que recibió el reclamo de un sicario sorprendido: « ¿Ustedes qué, van a meterse?» Y cuenta que asustado respondió: «No, por mí mátalo, al cabo no es mi familiar». Y cerró los ojos mientras el sicario terminaba su trabajo.

En dos años los panteones locales recibieron más cuerpos que todas las víctimas de la Camorra italiana en una década. Juárez es la capital mundial de los homicidios. Un retirado zar anti-drogas estadounidense la consideró más peligrosa que Bagdad

a cortina cerrada para simular la quiebra, varios maestros enseñan en clases cómo tirarse pecho tierra, unos vecinos cerraron sus calles, las familias que pudieron colocaron rejas y cámaras de seguridad afuera de sus casas, otras cruzan todos los días a dormir a Texas. Los sicarios son muy eficientes, a pesar de que no les pagan su trabajo por pieza, sino a granel. En Juárez reciben un sueldo mensual de unos quinientos dólares y droga gratis, así se echen a uno o a diez. Es el triple de lo que ganarían como obreros de una maquila. Y además tienen la impunidad garantizada. Cuando aparecen estos hombres-metralla nadie sale intacto. Ni los muertos ni los sobrevivientes, como el paramédico que oyó una advertencia por la frecuencia radial: «Si salen les disparamos», y asegura que la amenaza caló tan hondo en el gremio que esa noche no

Otro día, cuando trasladaba a un baleado a un hospital a Chihuahua, la capital del estado, vio que el moribundo se retorcía en la camilla para sacarse un radio del bolsillo, lo activó, avisó quién le había disparado y ordenó: «Ya saben lo que tienen que hacer». Él se hizo el sordo. El camillero cuenta que la epidemia de violencia lo hizo indiferente a los baleados. «Me duele mucho más ver a una señora llorando por su hijo atropellado que a un ejecutado pidiendo ayuda», dice que a éstos prefieren no tomarles el nombre: «cuando están agonizando menos nos interesa escuchar sus últimas palabras, no nos vayan a comprometer», agrega. Durante sus últimos viajes en ambulancia iba escoltado por militares, como en las películas de vaqueros en que las carrozas van resguardadas para repeler los ataques de los apaches.


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Ante la moda de rematar rafagueados, el gobierno designó tres hospitales como los únicos para recibir a sobrevivientes de ejecuciones. En uno de ellos, el sábado anterior a mi visita había ingresado un baleado escoltado por militares. «Tenía perforados cráneo, tórax y abdomen, ya de por sí moribundo», recuerda el encargado de turno. Los médicos lo reanimaron en terapia intensiva y cuando lo llevaban al quirófano un comando entró, le disparó y salió por la misma puerta. Nadie se opuso. Afuera no había soldados. Ahora, cada vez que la ambulancia llega con un rafagueado, médicos y enfermeras lo reciben sin entusiasmo. Activan el «Código Rojo» que significa que necesitará dos especialistas en terapia intensiva, la sala de rayos X, el quirófano, los urgenciólogos, los intensivistas, los cirujanos y las enfermeras. El resto de enfermos en Emergencias tendrán que esperar. La sangre derramada en las calles es la que escasea en los hospitales. Un médico del Hospital General se queja de que estos pacientes, además de no pagar servicios, tienen la mala costumbre de no reponer la sangre que utilizan. Y, además, abusan: una persona con choque hipobulémico (como puede ser cualquier agujerado con cuerno de chivo) requiere hasta quince unidades hemáticas y necesitaría treinta donadores para reponerlas, mientras que una anemia por quimioterapia o una cesárea requieren sólo dos. El doctor, asignado a Urgencias, se queja de que los baleados que atiende son jóvenes pobres, tatuados, casi indigentes. «No es cierto eso de que los narcos son ricos», dice molesto. Cuidarlos cuesta en promedio seis mil dólares diarios, que equivalen al cuarenta por ciento del PIB per cápita anual de México. Y como nadie los visita, no hay a quién pasarle la cuenta ni valientes que les vayan a cobrar. Este médico anónimo, que se esconde en una oficina para que nadie lo escuche dar la entrevista y le reclame por soplón, se queja con amargura de que, a diferencia del resto del país, donde los médicos sobran, en Juárez casi la mitad de los puestos permanecen vacantes. Y quienes aceptan esas plazas huyen pronto asustados porque los secuestradores agarraron gusto de llevarse también a doctores. En la recepción del hospital, en la fila del ingreso de visitas, dos mujeres conversan: –Está todo trozado. –Pos qué, ¿andaba vendiendo droga o qué? –Yo le pregunté lo mismo, le dije «Miguel, ¿en qué

andabas, tenías deudas?» y me dijo que él ni conocía al chavalo que le disparó y cuando vino la policía les dije que ¿cómo creen que mi hijo va a ser de ellos?, si los narcos y los sicarios tienen sus palacios y sus buenos carros. maquilladores de la muerte

La matanza indiscriminada complica todos los oficios. Los buitres son el eslabón más evidente dentro de la industria mortuoria, pero también está el gremio de los embalsamadores, que entra en acción después de que Ibarra y sus colegas rescataron el cadáver de la morgue y lo colocaron en la plancha metálica. Antes, el procedimiento que usaban para dejar a un muerto luciendo como vivo era sencillo: extraer sangre-inyectar formol-coser-maquillar-vestir. Pero ahora, ante tanto agujero, hay que hacer un rearmado completo, una delicada confección artesanal. El esmero no basta en esta tarea Un colega de Ibarra cuenta con resignación que los cadáveres vienen en muy mal estado «Nos entregan cuerpos muy desbaratados –dice– uno batalla mucho y tiene que hacerlo por partes. Tardamos el triple. Ya es mucha crueldad con que los matan, no nomás con arma de fuego y hasta cien agujeros, también llegan unos con puñal, machete, hacha», Por las mañanas él también hace guardias afuera de la Procu pero por las tardes es embalsamador. Lo más difícil es la reconstrucción del rostro. A veces tienen que pedir una foto a la familia para adivinar las facciones del finado y otras, de plano, recomiendan no abrir la caja. «Nuestro trabajo es hacer lo imposible porque al difunto se le vea un rostro apacible –dice– porque no queden con facciones contraídas, lo que dicen rictus mortem, con la impresión del susto o del dolor del último momento». ¿Cómo hacer que tenga rostro apacible alguien que encuentra la muerte a balazos? Ibarra, que escuchaba en silencio, interviene para comentar que al momento de convivir con los cuerpos no todos lo hacen con respeto. Algunos porque ofrecen servicios económicos que resultan no serlo; también critica a los «salvajes que no manejan el cuerpo con criterio y hacen comentarios y bromas con base en los cadáveres y eso está mal», concluye recordando que todos algún moriremos.


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La desfachatez con que la muerte se pasea por la ciudad arrastra tras de sí otros problemas, como la sobrepoblación de los panteones, que Ibarra, conocedor de todos los eslabones de esta industria, también hace notar. Dice que los panteones municipales están llenos y que el cementerio Tepeyac está a punto de cerrar; me reta a ir ahí a hablar con su amigo Narciso para corroborarlo. Antes de irse – porque en las últimas horas la ciudad estuvo en paz- anota su número de celular pero advierte que podría no contestarlo si suena cuando esté embalsamando cadáveres. En El Tepeyac no está por ningún lado el mentado Narciso. En el San Rafael acaban de enterrar a cuarenta y tres personas NI (No identificadas). Los bultos de tierra llevan encima una cruz que, en lugar de nombre, lleva números pin-

hermana está enterrada en ese mismo panteón desde hace seis meses y por las visitas diarias que le hace a su lápida se ha dado cuenta de las mutaciones demográficas de la ciudad. Él escogió para ella un rincón solitario cobijado por el pasto y el silencio, pero en medio año esa área se pobló de vecinos: malandros o sus víctimas, y ahora su hermana descansa rodeada de varones fallecidos por la misma contagiosa epidemia. Después de echar cubetazos de agua al pasto que cubre su tumba, el hombre saca cuentas de los asesinados que descansan a la redonda, aquellos que se disputaban el territorio en vida y ahora muertos comparten los mismos centímetros de tierra, que hicieron las paces sólo con una lápida encima. Son unos treinta jóvenes varones, la mitad de los cuales murieron ejecutados.

La epidemia de violencia hace indiferente a los enfermeros ante los baleados. «Me duele mucho más ver a una señora llorando por su hijo atropellado que a un ejecutado pidiendo ayuda», admite uno de los camilleros

tados. Esa cifra, que indica la clave del expediente policiaco, será la única identidad de la persona durante la eternidad. A un lado, dieciocho fosas están listas para recibir una nueva remesa de desconocidos, pero sobre esto ninguno de los foseros quiere hablar. El administrador de un panteón privado –con caseta de vigilancia, pasto y un puñado de árboles frondosos que son un lujo en esta ciudad desértica– es el único que se anima a platicar sobre los nuevos retos de su oficio. Dice que a veces llegan hasta cinco funerales juntos «haga de cuenta como las pistas de los aviones hacen fila para aterrizar. Y si de esos cinco unos tres son ejecuciones, y son del mismo evento, es un riesgo». Me confirma lo que me ha dicho Ibarra sobre El Tepeyac y lo que acabamos de ver en el San Rafael. El hombre habla escondiéndose entre las tumbas más alejadas, vigilante de que nadie se acerque a escuchar. Su

Me señala las tumbas: hay policías, secuestrados, sicarios. «Todos están juntos…» reflexiona unos segundos lo que acaba de decir y agrega « no importa que descansen juntos, al cabo ahí bajo tierra no se pelean». Este hombre que antes disfrutaba el silencio sepulcral, ahora tiene que lidiar con complicaciones insospechadas: ¿Cómo prevenir que un acribillado de un mismo enfrentamiento no quede enterrado junto a otro de la pandilla enemiga? ¿Qué hacer para que las familias de muertos rivales no se encuentren cuando vengan de visita el Día de Muertos? Cada vez que ingresa una caravana, desde las oficinas echa un vistazo, escudriña a los deudos, el acompañamiento musical y a los convidados, y se mantiene alerta. «Cuando hay un servicio donde hay mucha bulla, mucha música, es que el muerto murió en un evento y todos corremos peligro», dice. Reza porque no pase nada.


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cadáveres

cantantes de panteón

Al pie de la fosa está una madre: es una mujer bajita, con luto riguroso de pies a cabeza, lleva el pelo enrollado en una chalina negra y uno de sus hijos la cubre del sol con una sombrilla negra. Varias chiquillas, pelo pintado de negro vampiro, flequillo en la frente, pantalones de tubo, delineador alrededor de los ojos, están hechas llanto. Los hermanos, tatuados algunos, con el pelo a rape los otros, muestran el dolor anudado en la frente y trabado en la quijada. Un trío norteño (acordeón, guitarra y tololoche o bajo sexto)- dedica los últimos acordes al joven protagonista del entierro y le cantan: “Te vas, ángel mío”, “Puño de tierra”, y “Que me entierren cantando”. Cuando la música cesa

ocasionales paraborrachos nostálgicos o parejitas de enamorados. Hasta que se hartaron y decidieron insertarse a la floreciente industria de la muerte. Les pregunto cómo se les ocurrió venirse a trabajar al panteón. «La necesidá» contesta uno y se ríen todos: «en los bares ya está muerto». clientes frecuentes

Ibarra no aparece ni contesta llamadas. Prometió que si lograba pescar un cliente para embalsamamiento nos invitaría –al fotógrafo y a mí– para mostrar todas las facetas de su trabajo de Agente Funerario Completo, pero resultó una fanfarronería. Nunca atendió el celular. Antes de despedirse, lanzó una defensa de su oficio:

Antes el trabajo de los embalsamadores era sencillo: extraer sangreinyectar formol-coser-maquillar-vestir. Pero ahora, ante tanto agujero, hay que hacer un rearmado completo, una delicada confección artesanal.

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El esmero no basta en esta tarea

nadie pronuncia palabras finales. Sólo se escucha el triste sonido de las paladas de tierra y los sollozos de las mujeres. Un joven menos en esta ciudad. El trío panteonero sin nombre regresa entonces al mismo sauce donde hace guardia todos los días en espera de que alguna caravana se detenga, lo contrate y lo convide al sepelio. No todos requieren sus servicios. Los cristianos evangélicos, despiden a los suyos con alabanzas religiosas y Biblia en mano; otros traen sus mariachis o bandas gruperas. Algunos, de plano, estacionan la troca junto a la fosa, suben el volumen al estéreo y despiden al difunto con narcocorridos. Hubo un rapero que cantó a capela al pie de una tumba. Al trío nunca le falta trabajo. Todavía hace poco recorrían los bares decadentes del centro extintos de clientes, cercanos al puente fronterizo pero lejos de las oportunidades. Arrastraban sus instrumentos de antro en antro, tocaban rolitas

«nuestro trabajo se puede prestar a formar una mala imagen, pero también puede ser de beneficio porque uno orienta a la gente, batallan menos y tienen sus ventajas.... Desgraciadamente cuando se les vuelve a ofrecer ya lo buscan a uno directamente». La forma en que pronuncia “desgraciadamente” hace que me pregunte si no quiso decir lo contrario. Luego se esfumó entre la parvada de buitres que siguen las pisadas de la muerte. La última vez que lo vi iba en un carro destartalado, apretujado entre otros buitres que se dirigían apurados a una ejecución múltiple o, como ellos le dicen, a «una película con movimiento». Quien lo busque lo encontrará por las mañanas, haciendo guardia afuera de la Procu, junto a las cruces rosas, o por las tardes, entre los metiches que observan la escena de un crimen. Es el que se adelanta a la competencia para ofrecer los servicios póstumos, y sin pudor admite que se gana la vida con la muerte.


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portafolio

un artista fuera de

FORMAS

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Un portafolio de Hector Falcรณn


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Harto de las fronteras del lienzo, un pintor decidió convertirse en artista de su propio cuerpo. Durante siete semanas, poniendo en riesgo su propia vida, el mexicano Héctor Falcón tomó más anabólicos de los que consume un fisicoculturista en tres años. Levantó pesas, comió atún, se bronceó y depiló hasta parecerse a un imitador de Schwarzenegger. Fue un ejercicio contra la obsesión contemporánea de ostentar el cuerpo. Desde entonces y durante la última década, en lugar de pintar anatomías ajenas, Falcón experimentó con la suya. Se marcó el cuerpo con un hierro candente para explorar su dolor. Se sometió a una transfusión de sangre tras publicar un aviso en el periódico pidiendo voluntarios para donarla mientras otros meditaban en torno a su obra para invitar a pensar sobre la ética en la medicina y la espiritualidad. El artista se hizo una liposucción y convirtió la grasa de su cuerpo en una escultura. Se alimentó sólo de jugo de zanahoria durante diez días para cambiar el color de su piel. Falcón no es un cuerpo: sólo tiene uno. Lo ha usado para rebelarse, experimentar y jugar con eso que para la mayoría es enfermedad, obsesión y vanidad. Diez años después de alterar su metabolismo para sus proyectos de arte, ha vuelto a pintar. En sus nuevos lienzos usa pigmentos hechos de huesos, grasa y cabello.


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«Proceso Anabólico V» (1999-2000) Documentación de un proceso con anabólicos durante 49 días.


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portafolio

«Siento que más que ser un cuerpo, tengo un cuerpo. Mi relación con él es un poco ajena. Como tener un auto y saber que le puedes cambiar los aros y la pintura. No es algo permanente. Uno de los motores de mi trabajo es el temor a desaparecer. Necesito extender

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el tiempo de existencia de mi cuerpo»


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«Self» (2006) Madera y encáustica hecha con grasa del artista.


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portafolio


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«Carrot Project» (2005) Documentación de cambio de color cutáneo a partir de jugo de zanahoria durante diez días.


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huesos

LA VIDA ES UN VIAJE DE UN MUSLO A OTRO ¿Qué nos seduce de las sirenas si no tienen piernas? Julio Villanueva Chang

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L

as primeras piernas de la vida de un hombre son las

de atletismo, graduada en Relaciones Internacionales de George-

de su madre, pero en eso todos somos amnésicos de

town, pero había nacido sin los huesos del peroné. Los doctores

nacimiento. No sólo venimos del vientre de una mu-

decidieron amputarla por debajo de las rodillas y colocar próte-

jer, sino que siempre seremos criaturas de entrepier-

sis en su lugar. Un día Mullins desfiló entre los escombros de un

nas, y aquel primer olvido, el del acto de ser parido, es suficiente

antiguo burdel en Londres y acabó siendo un hermoso escándalo.

para atarnos de por vida a nuestras extremidades inferiores. To-

No tenía pantorrillas, pero sí otras esbeltas redondeces y había

dos nuestros complejos de inferioridad –y superioridad– transitan

convertido la incongruencia entre su discapacidad y su belleza en

en algún momento por ellas: empezamos a vivir entre las piernas

ejemplo de marketing: se pagó la vida mostrando lo que le faltaba.

de una mujer con el llanto de un bebé y acabamos muriendo entre

Los hombres deseaban a Mullins no sólo porque se desea lo

las piernas de otras con bramidos de semental. La vida es un viaje

que no se tiene, sino porque la suya era una doble ausencia con

de un muslo a otro, una travesía entre abundancias y envergadu-

curvas. Pero también porque la belleza es aún más intensa cuan-

ras que nos llevan siempre a accidentes de tránsito. De ellos no se

do nace de una incongruencia. Ser una top model sin una parte de

salvan ni castrados ni santos.

sus piernas es un oxímoron, la prueba de que la belleza oficial de

En el precoz y saludable ejercicio de espiar piernas de mujeres,

las pasarelas tiene contradicciones que la salvan de la más abu-

los primeros recuerdos son escenas de escaleras y caídas. Hay un

rrida y previsible perfección. Por ello nos excitan los muslos de

magnetismo por esas chicas que traen cicatrices en las piernas,

una mujer que exhiben cierta rotundidad animal, esa dimensión

que suelen ser aquellas que jugaron con hombres desde niñas. Des-

campesina que nunca tendrán las extremidades de las muñecas

cubrir una cicatriz en los muslos de una mujer despierta las ganas

de pasarela, muchachas patas de avestruz con complejo de cisne.

de dibujar con los dedos el trazo natural de esa antigua herida. Es

Hay algo de atracción turística en mirar las piernas de una

una paradoja que, a pesar de la prominencia de las piernas, sea

Miss Universo, pero uno puede escaparse del tour y mirar lo que

el lugar de la anatomía femenina con menos heridas de tatuajes

nadie mira: las várices de una maestra jubilada tras un tragamo-

y piercings, una zona admirable pero ajena al usual barroquismo

nedas o las estrías en los muslos de una veinteañera que creció de-

cosmético. En latitudes menos tropicales, lo que más extraña un

masiado rápido. También hay historias de caricias detrás de estas

macho es ver con mayor frecuencia hembras en vestidos. Tarde

irreparables extremidades inferiores. Aullidos, risitas, quejidos.

o temprano son aborrecibles las que se empeñan en esconder sus

Mujeres que llevan al día siguiente la contabilidad de sus moreto-

piernas debajo de unos pantalones. Son más tentadoras las mu-

nes, mujeres que juegan a detener autos exhibiéndoles su inferior

jeres sin el trámite de las braguetas, las que no ven en sus faldas

derecha, mujeres que se quejan de la guillotina de la depilación,

un peligro para su seguridad ciudadana. Una dama enfaldada no

mujeres que a partir de su cintura se sienten demasiado breves.

se olvida jamás de traer sus piernas. En pantalones, sólo queda el

La amoratada, la puta, la velluda, la piernicorta. Son traumas co-

discreto y engañoso consuelo de la silueta. En vestido, una mujer

tidianos más o menos invisibles para un hombre, como las piernas

muestra y a la vez oculta.

de las lindas conductoras de los telenoticieros.

El mito de las sirenas resuelve el misterio sobre el erotismo que

Los muslos femeninos, que son la cuarta parte de su estatu-

despiertan las piernas de una mujer. ¿Qué nos seduce de ellas si no

ra, merecerían el primer mordisco desesperado de un antropófa-

tienen piernas? Nuestra fascinación por las sirenas es una prueba

go. El resto, las pantorrillas, cede ante la naturaleza huesuda de la

de que las piernas femeninas no son imprescindibles. Lo intolera-

tibia y el peroné. Si el beso es la forma más civilizada de-comerte-

ble no es tanto carecer de piernas sino de un cuerpo sin curvas.

mejor, el acto de resbalar labios y dientes por los muslos de una

¿Quién querría ver una top model sin piernas? Hace unos años

mujer exige una gran performance del tacto. El perrito faldero de

Aimee Mullins tenía unos muslos bellos y rotundos, pero debajo

la infancia va encarnándose en un muerde-piernas delicado, un

de ellos llevaba un par de prótesis de silicio con piel de silicona

viajero que va aburriéndose en los mismos muslos, con más cle-

similar a la humana. Mullins era bonita, rubia, récord mundial

mencia y menor envergadura, antes del paradero final.


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