Colección de cuentos

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COLECCIÓN DE CUENTOS AUTORES ESPAÑOLES Y LATINOAMERICANOS

Recopilados por: Profa. Carmen Lydia Pérez


El cuento Es un relato breve escrito en prosa, en el que se narran hechos fantásticos o novelescos, de forma sencilla y concentrada, como si hubiesen sucedido en la realidad. Se trata, por tanto, de un tipo de obra que pertenece al género narrativo. En la estructura de los cuentos hay un un desenlace:

planteamiento, un

nudo y

En el planteamiento se presentan:  El tiempo en el que se desarrolla el relato (muy impreciso)  El lugar (indefinido) donde transcurre la acción.  Los personajes, a los que se caracteriza como buenos o malos desde el principio, sin que varíen a lo largo del relato. En el nudo se desarrolla el conflicto, la acción principal. Los antagonistas intentan dificultar la labor que han de realizar los protagonistas o hacerles algún mal. El desenlace o final del cuento tradicional suele ser feliz; resalta el valor, la bondad o la inteligencia del protagonista, casi siempre con el amor. En muchos de los cuentos modernos nos puede sorprender el final y el protagonista no logre lo deseado o tenga un triste final.


Colección de cuentos En el fondo del caño hay un negrito - José Luis González Bayaminiña - Pedro Juan Soto El misterio está en el sotano – Leandro G. El muñeco de trapo- José María Salaverría Emma Zunz – Jorge Luis Borges Es que somos muy pobres- Juan Rulfo La mujer – Juan Boch La niña de los tres maridos – Fernán Caballero Ladrón de sábado - Gabriel García Márquez Las fotografías - Silvina Ocampo Livio Roca - Silvina Ocampo El niño que se le murió el amigo- Ana María Matute La Cala Luna- Ana de Beroza La Intrusa- Pedro Orgambide La mano: La locura del amor, fetiche al extremo- Federico Garrido Lo innombrable- Pablo Nicoli Segura Tatuaje – Ednodio Quintero Un final ejemplar - Jorge Bucay Había llegado la hora – David J. Skinner Una india ser ahorcada junto a su marido- Emilio García Merrás La soga – Silvina Ocampo El secuestro - Eugenio Oliveira El ladrón - Eugenio Oliveira El incendio - Néstor Rodríguez Escudero El cuento del burro- Donkey Story (original inglés)


En el fondo del caño hay un negrito José Luis González La primera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño1 fue en la mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del agua allá abajo. Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos extendidos en el piso, junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó: -¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho desinquieto! Y Melodía, que no había aprendido a entender las palabras, pero sí a obedecer los gritos, gateó otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedito porque tenía hambre. El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sueño con aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la noche que se acostaron juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla despabilarse así todas las mañanas. El hombre se sentó sobre los sacos vacíos. -Bueno -se dirigió entonces a la mujer-. Cuela el café. Ella tardó un poco en contestar: -Ya no queda. -¿Ah? No queda. Se acabó ayer. Él empezó a decir: “¿Y por qué no compraste más?”, pero se interrumpió cuando vio que en el rostro de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como la que acababa de preguntar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella, pero la borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca. -¿Conque se acabó ayer? -Ajá. La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los agujeros de su camiseta.


Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró y le preguntó a la mujer: -¿Tampoco hay na pal nene? -Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita. -¿Cuántos días va que no toma leche? -¿Leche? -la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz-. No me acuerdo. El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró hacia afuera. Le dijo a la mujer: -La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas y camiones pasaban en un desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel brazo de mar: el “caño” sobre cuyas márgenes pantanosas había ido creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la guagua o el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volviendo gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión tomaba la curva allá adelante y se perdía de vista. El hombre se llevó una mano desafiante a la entrepierna y masculló: -¡Pendejos! Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la puerta de la casa había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer nuevamente el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puentecito de tablas, que se cubría con la marea alta. Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de los automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha. La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo. Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya. Entonces hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito también hizo así con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció que también desde allá abajo llegaba el sonido de otra risa.


La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de guanábana ya estaba listo. Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango endurecido de las márgenes del caño, comentaban: -Hay que velo. Si me lo bieran contao, biera dicho que era embuste. -La necesidá, doña. A mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí. Yo que tenía hasta mi tierrita. -Pues nosotros juimos de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más sequecita, ¿ve? Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien dice. Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío? -A mí me dijieron que por ai por Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón de negros arrimaos. A lo mejor son desos. -¡Bendito!... ¿Y usté se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si yo tenía unas hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana que me quedaban. -¡Ay, Virgen, bendito...! Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las monedas en el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El blanco que pasó por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el compañero de trabajo que le prestó su carretón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando. Mañana será otro día. Entró en un colmado y compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche evaporada. Pensó en Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para ahorrarse los cinco centavos del pasaje. La tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al atardecer, poco antes de que el padre regresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a hacer así con la manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía sintió un súbito entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.


Pedro Juan Soto



El misterio está en el sótano: Un hombre nunca hubiese imaginado que en el sótano de su casa se escondía su peor pesadilla. Leandro G.

Tras una agobiadora semana de trabajo, me alejé de la ciudad para descansar en mi casa de campo. Era de noche, y me encontraba sentado en el sillón examinando cada una de las luminosas ramas del árbol navideño que hace días habíamos armado con Simona. Ella siempre había sido mi compañera de juegos y nunca fue vista en mi familia como una criada, incluso reemplazó a mi madre tras su misteriosa desaparición. Seguí observando fascinado el árbol; si se miraba con cuidado se podía ver cómo de sus imponentes ramas se desprendían multicolores destellos de luz, como si fueran rayos de sol que inundaban cada rincón de la habitación. Encendí las luces del living para poder leer un exótico libro que traía a mi mente gratos recuerdos de la infancia, pues había encontrado en sus líneas compañía para mis ratos libres. Abstraído leía palabra por palabra, página por página... en esos momentos, no existía el mundo a mi alrededor. Sin embargo, el idílico momento fue interrumpido por un extraño ruido proveniente del exterior de la casa. No le di demasiada importancia, pues se acercaba una gran tormenta y el viento seguramente había tirado algo, pensé en ese momento. Pasaron unos minutos y no había podido concentrarme nuevamente en el libro. El zumbido del viento siempre me había llamado la atención y esta vez no fue la excepción. Yo creo que se oye como almas en pena que aúllan por ser liberadas de su agonía. En ese momento otro extraño ruido interrumpió el agudo silbido y en mi mente se comenzaron a tejer todo tipo de paranoicas sospechas: todo hacía suponer que había alguien merodeando la casa. Los típicos miedos infantiles a la oscuridad y a los monstruos se adueñaron de mí. Sólo de pensar en un asesino acechando, la piel se me helaba. Por suerte no estaba solo; inmediatamente llamé al mayordomo y a Simona y les dije: - No pierdan un segundo, verifiquen que todas las ventanas y puertas estén completamente cerradas, escuché ruidos extraños fuera de la casa. Ansioso no podía parar de moverme, estaba alterado, necesitaba tener alguna


noticia. Inesperadamente se fue la luz y los rincones, antes iluminados por las luces navideñas, se ensombrecieron nuevamente.

Tanteando en la espesa oscuridad, hallé varios candelabros con velas que tenía reservado para estas ocasiones. Las encendí, pero no servían de mucho, pues la habitación era espaciosa. El transcurrir del tiempo comenzó a calmar mis nervios, finalmente pude sentarme en el sillón a la espera de noticias. Mis ojos se detuvieron en un punto fijo ubicado en el centro de la flameante llama de una vela. Por un momento creía que todo era un sueño, me sentía transportado, fuera de mi cuerpo, estaba como en éxtasis; me encontraba en una formidable e interrumpible paz interior. Pero el azotar de una puerta me hizo reaccionar. Provenían de una pequeña puerta del exterior de la casa que daba al sótano y que personalmente me había encargado de cerrar con llave ¿cómo era posible que el viento la abriera? Sin darme cuenta, me encontraba frente a la portezuela externa que se agitaba violentamente contra la pared. Me detuve unos segundos a observar desde el exterior el profundo y oscuro sótano; sólo los fuertes relámpagos lo iluminaban hasta el fondo. Desde esa perspectiva, lucía como si se hubiesen abierto las puertas del infierno. Las gotas de lluvia me recorrían todo el cuerpo empapándome cada vez más. El viento y los portazos me desconcertaban. Sin pensarlo, cerré bruscamente la portezuela y de pronto una fuerza inexplicable me obligó a bajar la vista, descubriendo bajo mis pies un charco de lodo y sangre. Aterrado corrí enloquecido hacia mi casa, entré rápidamente y cerré la puerta principal con llave. Mientras me secaba pensé: “¿Quién había abierto la portezuela del sótano?, ¿De qué o quién era la sangre enlodada?. Armándome de coraje tomé el candelabro más grande y abrí lentamente la pequeña portezuela interna que conducía al sótano. Comencé a bajar las escaleras. El crujir de cada peldaño aumentaba mi temor e incluso me asusté de mi propia sombra. Llegué al suelo del sótano y rápidamente mis zapatos se mojaron, pues estaba todo húmedo por la lluvia. Dirigí la luz hacia todos los rincones, pero no se veía más que libros y estantes viejos repletos. Todo era muy sombrío, pero mi agudizada vista descubriría el menor movimiento, estaba en alerta continua. Hacía mucho tiempo que no visitaba el sótano; al ver esos sucios objetos, comencé a recordar tiempos lejanos de cuando éste lugar estaba prohibido y mi imaginación de niño me llevaba a pensar en las más sorprendes historias. De repente sentí los extraños ruidos muy cerca de mí, ahora los pude distinguir mejor; parecían como pezuñas que golpeaban enérgicamente sobre el suelo y el de una cadena arrastrándose lentamente. El piso de madera comenzó a crujir cada vez más fuerte, y los inexplicables ruidos se aproximaban hacia mí, pero no lograba ver nada. Mi corazón comenzó a latir fuertemente, y las gotas de sudor recorrieron mi cara, casi estaba paralizado de terror.


En ese instante comencé a recordar todos los momentos más importantes de mi vida, desde mi comunión, mi casamiento, mi familia, en Dios. Súbitamente un grito de Simona me llamó desde arriba: - ¡Señor, señor! Venga rápido, apresúrese. Sin esperar, subí corriendo las escaleras, pero un peldaño cedió y mi pierna quedó atrapada. Eran totalmente en vano los esfuerzos que hacía por liberarme y mi desesperación aumentaba, pues los extraños ruidos se acercaban continuamente. En esos instantes de desesperación vi la silueta de Simona bajando hasta donde me encontraba y con todas sus fuerzas intentó liberarme. Pero repentinamente, dejó de ayudarme; sorprendido miré su rostro, la sensación que sentí al ver su tez absolutamente pálida fue inexplicable. Parecía como si ella hubiese visto la cara de la muerte. -¡Qué es eso! --gritó Simona. Logré liberar mi pierna y sin mirar hacia atrás, subí despavorido las escaleras junto a ella. Al llegar al living, aseguré la portezuela con una vara de hierro. En ese momento llegaron apurados mi mayordomo Jaime y mi cocinera Juana. Él dijo: - Señor, escuchamos los gritos. ¿Qué ocurrió? - ¡Hay algo en el sótano! Simona es la única que lo vio -dije sin aliento-. Comenzamos a mirarnos todos los rostros, un silencio largo invadió el ambiente: mi criada Simona no estaba con nosotros


El muñeco de trapo José María Salaverría En su gran cama de bronce, junto a su marido, y bajo la seña de un crucifijo colgado con cierta ostentación lujosa en la pared, Rosa se quedó dormida. Todo dormía en la casa. No; alguien estaba sin dormir. El muñeco de trapo. Precisamente la luna había conseguido espantar los nubarrones de la pesada tormenta y se insinuaba a través de una rendija del balcón, iluminando al muñeco. Toda la luz de la noche le daba en la cara. Era un muñeco grande, vestido con un traje de seda azul, sentado en el diván de terciopelo rojo. El rostro, de una blancura de payaso, recibía la luz de la luna con una delectación voluptuosa, y sus ojos se animaban como en un insomnio locuaz. En efecto, no pudo contenerse. Rosa le vio sonreír de una manera cínica que espantaba, e inmediatamente comenzó la temeraria revelación. ¡Lo temía! ¡Lo estaba aguardando! Por la tarde, en los peores momentos de aquella tarde de curiosidad en que Manolo se llevó, por fin, la mejor parte, Rosa miró varias veces al muñeco, sentado también entonces, como ahora, en el diván de terciopelo rojo. Le miró hasta en el momento crítico, o sea en el instante del pecado, y aquella mirada espectadora de la cara como de yeso le pareció insufrible. ¿Por qué no lo volvió entonces de espaldas al odioso muñeco? ¿Por qué no insistió para que Manolo lo arrojase al fondo del armario? _Mira ese muñeco... ¿No quieres quitarlo de ahí? ... _¡Pero qué cosas tienes! ¿Te figuras que lo va a contar a tus amigas. ... Pues sí; el muñeco lo había presenciado todo y ahora disponíase a contarlo. Antes de que la revelación adelantase cuatro palabras, Rosa se acurrucó en el seno de su marido, gritando: _¡No le creas! ¡Todo lo ha inventado él!... _Tú eres la que sabe fingir; yo, no. Yo no miento. Yo me limito a delatar el estúpido pecado de esta tarde. Y lo delato por estúpido, no por pecado. ¿Qué derecho tenía Manolo a tu amor? ¿Es suficiente motivo su cualidad de campeón de tenis, sus treinta años, su cuerpo fornido y guapo y su intimidad desde el colegio con tu marido? Manolo es un imbécil. Le he visto actuar esta tarde en ese trance emocionado en que los hombres adquieren algo de irresistible, y no puedo contener mi indignación. Es un imbécil desde la cabeza hasta los pies. Le he visto iniciar la primera acometida; le he visto marcharse después como el tipo vulgar que ha satisfecho sin mucho costo sus necesidades... ¡Es un bruto y un cursi! En fin, llevaba una camiseta a rayas de esas que los oficinistas que presumen de elegantes compran a ocho duros la media docena. Rosa intentó taparse los oídos. En vano: la voz del muñeco sonaba penetrante y aguda como un silbido articulado. Después, abrazándose a su esposo, gritó entre sollozos: _¡No le creas! ¡No le creas!... El muñeco siguió imperturbable: _La verdad es la verdad. Yo lo he visto todo y no me callaré. Esa hora de la tarde me sería imposible perdonarla, porque he sufrido demasiado. Pena por tu marido; vergüenza

por ti; humillación por mi ridícula postura de testigo que tiene que aguantar en silencio las maniobras de un imbécil. ¿Por qué le has preferido a él para esa curiosidad que te cosquilleaba desde el primer aniversario de tu boda? Si querías conocer el picante secreto


del amor de otro, ahí tenías a Roque, a Ramón, a Ortiz; cualquiera de ésos valía la pena. Pero Manolo es un grosero. Recuerda que se marchó sin besarte. ¡Y aquellas ligas espantosas con que se sujetaba aquellos calcetines de un verde abrumador! ... La cara blanca del muñeco reía, reía, pero con una mueca torcida de implacable venganza. _¡Oh! ¡Basta! ¡Por piedad, no sigas!... Y al claror de la luna filtrándose por el quicio de la ventana, el muñeco, sentado en el diván de terciopelo rojo, reía sin piedad y contestaba a los gritos de Rosa: _Manolo es un majadero. Manolo es un egoísta y un bruto. Manolo es un cursi... En aquel momento, loca de espanto, Rosa recordó el gran fracaso de su alma cuando vio a Manolo, en efecto, abalanzarse sobre ella con aquella camiseta a rayas y con aquel gesto de hombre que no es más que eso: campeón de tenis... Un gran remordimiento la poseyó toda. Y se abrazó a su marido llorando. _¡Sólo a ti te quiero yo, Paco mío! ¡Quiéreme, Paco de mi alma! ¡Tú sólo eres digno de que te quiera una mujer. Paco de mi vida. El marido, en tanto, se vio en la necesidad de abandonar su sueño. Y al encontrarse en el centro apasionado de aquella súbita explosión amorosa, pensó, hombre al fin, que no era prudente desperdiciar las buenas ocasiones. Las lágrimas, de Rosa humedecieron sus mejillas. ¡Es tan dulce amarse en la tibieza tierna y primaveral de unas lágrimas de mujer!... Después, bruscamente, y sin atreverse a mirar al diván de terciopelo rojo: _Paco: ese muñeco... _dijo Rosa. _¿Qué tiene ese muñeco? _¡Rómpelo!¡Tíralo a la calle! _Pero, mujer...,¿por qué le has cogido esa rabia al I pobre muñeco? ¡Si te gustaba tanto!... _¡Rómpelo! ¡Tíralo a la calle, Paco! El marido saltó de la cama, apresó al muñeco, abrió la ventana _llovía una lluvia menuda y espesa_ Y lo arrojó a la calle. El muñeco cayó sobre el fango, derrengado y con las piernas en espiral. y en seguida, ¡pero qué pronto!, se consumó lo inevitable. Pasaba un perro vagabundo; husmeó el bulto por si era alguna piltrafa comestible; conoció el fracaso de su pesquisa, e incontinenti alzó la pata. La risa entre mordaz y dolorosa del muñeco de trapo quedó anegada en orines.


Emma Zunz Jorge Luis Borges El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.


El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una


impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces.


El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque susta ncialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.


Es que somos muy pobres Juan Rulfo

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada. Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño. Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta. A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente. Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años. Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.


No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen. Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo. Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba. Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos. La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes. Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima. Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas. Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con


la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita. La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere. Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos." Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención. -Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal. Ésa es la mortificación de mi papá. Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella. Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.


La mujer Juan Bosch

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tórnese luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera. Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas. La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris. A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco. También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua. La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona. La casa estaba allí cerca, pero no podía verse. A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto". Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces. Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.


El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos. -¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá! -Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar. -¿Que no? ¡Ahora verás! Y volvía a golpearla. El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando. Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo. Le dijo después que se marchara con su hijo: -¡Te mataré si vuelves a esta casa! La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia. Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio. -¡Te dije que no quería verte má aquí, condená! Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas. Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres. El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá. La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas. La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el


golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella. La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.


La niña de los tres maridos Fernán Caballero Erase una vez un padre que tenía una hija muy hermosa, pero terca y decidida. Esto a él no le parecía mal. Un día se presentaron tres jóvenes, a cual más apuesto, y los tres le pidieron la mano de su hija; el padre, después de que hubo hablado con ellos, dijo que los tres tenían su beneplácito y que, en consecuencia, fuera su hija la que decidiese con cuál de ellos se quería casar. Así, le preguntó a la niña y ella le contestó que con los tres. -Hija mía -dijo el buen hombre-, comprende que eso es imposible. Ninguna mujer puede tener tres maridos. -Pues yo elijo a los tres -contestó la niña tan tranquila. El padre volvió a insistir: -Hija mía, ponte en razón y no me des más quebraderos de cabeza. ¿A cuál de ellos quieres que le conceda tu mano? -Ya te he dicho que a los tres -contestó la niña. Y no hubo manera de sacarla de ahí. El padre se quedó dando vueltas en la cabeza al problema, que era un verdadero problema y, a fuerza de pensar, no halló mejor solución que encargar a los tres jóvenes que se fueran por el mundo a buscar una cosa que fuera única en su especie; y aquel que trajese la mejor y la más rara, se casaría con su hija. Los tres jóvenes se echaron al mundo a buscar y decidieron reunirse un año después a ver qué había encontrado cada uno. Pero por más vueltas que dieron, ninguno acabó de encontrar algo que satisficiera la exigencia del padre, de modo que al cumplirse el año se pusieron en camino hacia el lugar en el que se habían dado cita con las manos vacías. El primero que llegó se sentó a esperar a los otros dos; y mientras esperaba, se le acercó un viejecillo que le dijo que si quería comprar un espejito. Era un espejo vulgar y corriente y el joven le contestó que no, que para qué quería él aquel espejo. Entonces el viejecillo le dijo que el espejo era pequeño y modesto, sí, pero que tenía una virtud, y era que en él se veía a la persona que su dueño deseara ver. El joven hizo una prueba y, al ver que era cierto lo que el viejecillo decía, se lo compró sin rechistar por la cantidad que éste le pidió. El que llegaba el segundo venía acercándose al lugar de la cita cuando le salió al paso el mismo viejecillo y le preguntó si no querría comprarle una botellita de bálsamo. -¿Para qué quiero yo un bálsamo -dijo el joven- si en todo el mundo no he encontrado lo que estaba buscando? Y le dijo el viejecillo: -Ah, pero es que este bálsamo tiene una virtud, que es la de resucitar a los muertos. En aquel momento pasaba por allí un entierro y el joven, sin pensárselo dos veces, se fue a la caja que llevaban, echó una gota del bálsamo en la boca del difunto y éste, apenas la tuvo en sus labios, se levantó tan campante, se echó al hombro el ataúd y convidó a todos los que seguían el duelo a una merienda en su casa. Visto lo cual, el joven le compró al viejecillo el bálsamo por la cantidad que éste le pidió. El tercer pretendiente, entretanto, paseaba meditabundo a la orilla del mar, convencido de que los otros habrían encontrado algo donde él no encontrara nada. Y en esto vio llegar sobre las olas una barca que se llegó hasta la orilla y de la que descendieron numerosas personas. Y la última de esas personas era un viejecillo que se acercó a él y le dijo que si quería comprar aquella barca.


-¿Y para qué quiero yo esa barca -dijo el joven- si está tan vieja que ya sólo ha de valer para hacer leña? -Pues te equivocas -dijo el viejecillo-, porque esta barca posee una rara virtud y es la de llevar en muy poco tiempo a su dueño y a quienes le acompañen a cualquier lugar del mundo al que deseen ir. Y si no, pregunte a estos pasajeros que han venido conmigo, que hace tan sólo media hora estaban en Roma. El joven habló con los pasajeros y descubrió que esto era cierto, así que le compró la barca al viejecillo por la cantidad que éste le pidió. Conque al fin se reunieron los tres en el lugar de la cita, muy satisfechos, y el primero contó que traía un espejo en el que su dueño podía ver a la persona que desease ver; y para probarlo pidió ver a la muchacha de la cual estaban los tres enamorados, pero cuál no sería su sorpresa cuando vieron a la niña muerta y metida en un ataúd. Entonces dijo el segundo: -Yo traigo aquí un bálsamo que es capaz de resucitar a los muertos, pero de aquí a que lleguemos ya estará, además de muerta, comida por los gusanos. Y dijo el tercero: -Pues yo traigo una barca que en un santiamén nos pondrá en la casa de nuestra amada. Corrieron los tres a embarcarse y, efectivamente, al poco tiempo echaron pie a tierra muy cerca del pueblo de la niña y fueron en su busca. Allí estaba ya todo dispuesto para el entierro y el padre, desconsolado, aún no se decidía a cerrar el ataúd y dar la orden de enterrarla. Entonces llegaron los tres jóvenes y fueron a donde yacía la niña; y se acercó el que tenía el bálsamo y vertió unas gotas en su boca. Y apenas las tuvo sobre sus labios, la niña se levantó feliz y radiante. Todo el mundo celebró con alborozo la acción del pretendiente y en seguida decidió el padre que éste era el que debería casarse con su hija, pero entonces los otros dos protestaron, y dijo el primero: -Si no hubiese sido por mi espejo, no hubiéramos sabido del suceso y la niña estaría muerta y enterrada. Y dijo el de la barca: -Si no llega a ser por mi barca, ni el espejo ni el bálsamo la hubieran vuelto a la vida. Así que el padre, con gran disgusto, se quedó de nuevo meditando cuál habría de ser la solución. Y la niña, dirigiéndose a él, le dijo entonces: -¿Lo ve usted, padre, como me hacían falta los tres? Y colorín, colorado este cuento se ha acabado.


Ladrón de sábado Gabriel García Márquez

Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre infaganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: “¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?” Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado -no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir. A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y, mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres. A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad. En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba.


Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala. Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.


Las fotografías Silvina Ocampo Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, en una silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, de organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano. Aquella vocación por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes del accidente no se notaba en su rostro. Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María, la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres pibes de la finada, un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue novio de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron los regalos: estaban dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles. Los sandwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas, despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes, brillaban sobre la mesa. Un florero con gladiolos naranjados y otro con claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el fotógrafo; no teníamos que sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra, ni tocar las tortas, hasta que él llegara.

Para hacernos reír, Albina Renato bailó “La muerte del Cisne”. Estudia bailes clásicos, pero bailaba en broma. Hacía calor y había moscas. Las flores de las catalpas ensuciaban las balsodas del patio. Los hombres con los periódicos, las mujeres con pantallas improvisadas o abanicos, todo el mundo se abanicaba o abanicaba las rotas y sandwiches. La desgraciada de Humberta lo hacía con una flor, para llamar la atención. ¿Qué aire puede dar, por mucho que agite, una flor? Durante una hora de expectativa en que todos nos preguntábamos al oír el timbre de la puerta de calle si llegaba o no llegaba Spirito, nos entretuvimos contando cuentos de accidentes más o menos fatales. Algunos de los accidentados habían quedado sin brazos, otros sin manos, otros sin orejas. “Mal de muchos consuelo de algunos”, dijo una viejita, refiriéndose a Rossi, que tiene un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los invitados seguían entrando. Cuando llegó Spirito, se destapó la primera botella de sidra. Por supuesto que nadie la probó. Se sirvieron varias copas y se inició el larguísimo preludio al esperado brindis.


En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera de la mesa, trataba de sonreír con sus padres. Dio mucho trabajo colocar bien el grupo, que no armonizaba: el padre de Adriana era corpulento y muy alto, los padres fruncían mucho el ceño, sosteniendo en alto las copas. La segunda fotografía no dio menos trabajo: los hermanitos, las tías y la abuela se agrupaban desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El pobre Spirito tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos ocupaban el lugar por él indicado.

En la tercera fotografía, Adriana blandía el cuchillo, para cortar la torta, que llevaba escrita con merengue rosado su nombre, la fecha de su cumpleaños y la palabra felicidad, salpicada de grageas. -Tendría que ponerse de pie ?dijeron los invitados. La tía objetó: -Y si los pies salen mal -No se aflija? respondió el amable Spirito-, si quedan mal, después se los corto. Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito tuvo que fotografiarla de nuevo, hundida en su silla, entre los invitados En la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban a Adriana; les permitieron mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los niños dieron menos trabajo que los grandes. El momento más difícil no había terminado. Había que llevar a Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran las últimas fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la silla de mimbre y la pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la sentaron en un diván, entre varios almohadones superpuestos.


En el dormitorio, que medía cinco metros por seis, había aproximadamente quince personas, enloqueciendo al pobre Spirito, dándole indicaciones y aconsejando a Adriana las posturas que debía adoptar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le agregaban almohadones, le colocaban flores y abanicos, le levantaban la cabeza, le abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios. No se podía ni respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de media hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y que los gladiolos naranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia, Spirito repitió la consabida amenaza: -Ahora va a salir un pajarito. Encendió las lámparas y sacó la quinta fotografía, que terminó en un trueno de aplausos. Desde afuera, la gente decía: -Parece una novia, parece una verdadera novia. Lástima los botines. La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la niña con el abanico de su suegra en la mano. Era un abanico con encaje de Alenzón, con lentejuelas, y cuyas varillas de nácar tenían pequeñas pinturas hechas a mano. El pobre Spirito no juzgó de buen grado introducir en la fotografía de una niña de catorce años un abanico negro y triste por valioso que fuera. Tanto insistieron que aceptó. Con un clavel blanco en una mano y el abanico negro en la otra, salió Adriana en la sexta fotografía. La séptima fotografía motivó discusiones: si se sacaría en el interior del cuarto o en el patio, junto al abuelo maniático, que no quería moverse de su rincón. La Clara dijo: -Si es el día más feliz de su vida, cómo no la van a fotografiar junto al abuelo, que tanto la quiere? Luego explicó-: Desde hace un año esta niña se ha debatido entre los brazos de la muerte, se ha quedado paralítica. La tía declaró: -Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a su lado en los pisos de baldosa de los hospitales, dándole nuestra sangre en transfusiones, y ahora, en el día de su cumpleaños, vamos a descuidar el momento más solemne del banquete, olvidando de ponerla en el grupo más importante, junto a su abuelo, que siempre fue su preferido. Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua, pero estaba tan agitada que no podía pronunciar ninguna palabra; además, el estruendo que hacía la gente al moverse y al hablar hubiera* sofocado sus palabras, si ella las hubiera pronunciado. Dos hombres la llevaron, de nuevo, en la silla de mimbre, el patio y la pusieron junto a la mesa. En ese momento se oyó de un altoparlante la canción ritual de “Feliz Cumpleaños”. Adriana en la cabecera de la mesa, al lado del abuelo y de la torta con velitas, posó para la séptima fotografía, con mucha serenidad. La desgraciada de Humberta logró introducirse


en el retrato en primer plano, con sus omóplatos descubiertos y despechugada, como siempre. La acusé en público por la intromisión, y aconsejé al fotógrafo que repitiera la fotografía, lo que hizo de buen grado. Resentida, la desgraciada de Humberta se fue a un rincón del patio; el rubio que nadie me presentó la siguió y para consolarla le sopló algo al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada, la catástrofe no habría sucedido. Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la fotografiaron de nuevo. Todos me lo agradecieron. Destaparon las botellas de sidra; las copas rebalsaban de espuma. Cortaron las dos tortas en tajadas grandotas, que se repartieron en cada plato. Estas cosas llevaron tiempo y atención. Algunas copas se volcaron sobre el mantel: dicen que trae suerte. Con la punta de los dedos, nos humedecimos la frente. Algunos mal educados habían bebido ya la sidra antes del brindis. La desgraciada de Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa al rubio. No fue sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a la salud de Adriana que advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello como un melón. No era extraño que siendo aquella su primera salida del hospital, el cansancio y la emoción la hubieran vencido. Algunas personas se rieron, otras se acercaron y le golpearon la espalda para despertarla. La desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de un brazo y le gritó:

-Estás helada. Ese pájaro de mal agüero, dijo: -Está muerta. Algunas personas alejadas de la cabecera creyeron que se trataba de una broma y dijeron: -Como para no estar muerta con este día. El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos dejaron de comer, salvo Luqui y el Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban trozos de torta estrujada y sin merengue, en el bolsillo. ¡Qué injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de Humberta!


Livio Roca Silvina Ocampo Era alto, moreno y callado. Nunca lo vi reír ni darse prisa para nada. Sus ojos castaños nunca miraban de frente. Llevaba un pañuelito atado al cuello y un cigarrillo entre los labios. No tenía edad. Se llamaba Livio Roca, pero lo llamaban Sordeli, porque se hacía el sordo. Era vago, pero en sus ratos de ocio (pues consideraba que no hacer nada no era vaguear) componía relojes que nunca devolvía a sus dueños. En cuanto podía, yo me escapaba para visitar a Livio Roca. Lo conocí durante las vacaciones, cuando íbamos a veranear a Cacharí, un día de enero. Yo tenía nueve años. Siempre fue el más pobre de la familia, el más infeliz, decían los parientes. Vivía en una casa que era como un vagón de tren. Amaba a Clemencia; era tal vez su único consuelo y el comentario del pueblo. La nariz de terciopelo, las orejas frías, el cuello curvo, el pelo corto y suave, la obediencia, todo era un motivo para amarla. Yo lo comprendía. De noche, cuando desensillaba tardaba en despedirse de ella, como si el calor que se desprendía de su cuerpo sudado le diera vida y se la quitara cuando se alejaba. Le daba de beber para alargar más la despedida, aunque ella no tuviera sed. Tardó en hacerla entrar en el rancho, para que durmiera ahí, de noche, bajo un techo, en invierno. Tardó porque temía lo que después sucedió: la gente dijo que estaba loco, loco de remate. Tonga fue la primera que lo dijo. Tonga, con su cara amargada y sus ojos de alfiler se atrevió a criticarlo a él y a Clemencia. No se lo pudo perdonar jamás, ni ella a él. Yo también amaba a Clemencia, a mi modo. En el cuarto de los cajones estaba la bata de seda de la abuela Indalecia Roca. Era una suerte de reliquia que yacía a los pies de una virgen pintada de verde, con el pie roto. De vez en cuando, Tonga y algunos otros miembros de la familia, o alguna visita, le ponían flores de mala muerte o ramitos de yerbis, que olían a menta, o bebidas dulces y de colores llamativos. Hubo épocas en que un cirio retorcido, pintado de colores, temblaba con su llama moribunda al pie de la virgen; por eso la bata de seda recibió gotas de estearina grandes como botones, que más que ensuciarla la adornaban. El tiempo fue borrando estos ritos: las ceremonias se espaciaron. Tal vez por eso, Livio se atrevió a utilizar la bata para hacerle un sombrero a Clemencia. (Yo le ayudé a hacerlo). Creo que de ahí provino su desavenencia con el resto de la familia. Tonga lo trató de degenerado y uno de sus cuñados, que era albañil, lo trató de borracho. Soportó los insultos sin defenderse. Los insultos lo ofendieron después de algunos días. No recordaba su niñez sino en la desdicha. Durante nueve meses tuvo sarna, durante otros nueve, conjuntivitis, según me contaba mientras cosíamos el sombrero. Tal vez todo eso contribuyó a hacerle perder la confianza en cualquier clase de felicidad para el resto de su existencia. A los dieciocho años, cuando conoció a Malvina, su prima, y que se ennovió con ella, tal vez presintió el desastre en el momento de darle el anillo de compromiso. En vez de alegrarse se entristeció. Se habían criado juntos: desde el momento en que resolvió casarse con ella, supo que esa unión no prosperaría. Las amigas de Malvina, que eran numerosas, dedicaron el tiempo en bordarle sábanas, manteles, camisones, con iniciales, pero ellos nunca usaron esa ropa, tan amorosamente bordada.


Malvina murió dos días antes del casamiento. La vistieron de novia y la pusieron en el ataúd con un ramo de azahares. El pobre Livio no podía mirarla, pero dentro de la oscuridad de sus manos, donde escondió sus ojos aquella noche en que la velaron, ofreció su fidelidad con un anillo de oro.

Nunca habló con ninguna otra mujer, ni siquiera con mis primas, que son feas; en las revistas no miró a las actrices. Muchas veces trataron de buscarle una novia. Las traían por las tardes y las sentaban en la sillita de mimbre: una era rubia y con anteojos, la llamaban la inglesita; otra era morocha, con el pelo trenzado y coqueta; otra, la más seria de todas, era una giganta, con cabeza de alfiler. Fue inútil. Amó por eso a Clemencia entrañablemente, porque las mujeres no contaban para él. Pero una noche, un tío de esos que no faltan, con una risa burlona en los labios, quiso castigarlo por el sacrilegio que había cometido con la bata de la abuela, y de un balazo mató a Clemencia. Mezcladas al relincho de Clemencia se oyeron las carcajadas del asesino.


El niño al que se le murió el amigo Ana María Matute

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: -El amigo se murió. -Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar. El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. -Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.


La Cala Luna Ana de Beraza

La belleza esconde vestigios de un pasado tenebroso. La Cala Luna en la Isla Furibunda pertenece al Ducado de la Familia Apulia. Dicha ensenada está cerrada al paso por cien candados y una reja de plata elevada a mil cielos devastados. Su extrema belleza quema los párpados. Por eso, sólo su paisaje puede ser percibido por los sentidos de los humanos durante la noche. Cientos de científicos han investigado el fenómeno sin encontrar el motivo. Vera se ha hecho con la llave principal del portón, escondida bajo el jergón de su madre Avanda Apulia. Alexander y ella entran al lugar desahuciado. Las amapolas negras son las flores favoritas de los enamorados, abundan entre la afilada hierba. Un tajo hiere la pierna de Vera. V: ¡No es nada, la maraña! A: ¡Bella! Se desnudan hasta quedarse en bañador. El olor de las adormideras enlutadas embriaga sus pesares, y agudiza sus pupilas; el uno y el otro escrutan sus corazones hasta atravesar las retinas y estallar de amor. Sus labios son azúcares salvajes. La Cala Luna es el escondrijo de los bañistas; sólo allí pueden dar rienda suelta a su amor. El astro lunar despunta a lo más alto; quiere espiar a ambos. Un murciélago vuela con una mariposa violeta. Aullidos sin lobos emiten música para la pareja. Vera y Alexander deciden dar el último chapuzón en aquel mar cristalino. Los dos solos combaten para no dejarse atrapar por la claridad de las profundidades, la gravedad imprimida por la luna es el cebo de su locura. Cogen las piedras del fondo, necesitan ser peso muerto. ¡El azul oscuro es tan tentador! Desean perderse y no volver de él. Lo piensan. Enarbolan sus piernas y brazos entre colores de coral. Aprovechan sus últimos segundos juntos. Parecen espectros submarinos. En el Palacio de Apulia, la estricta sociedad victoriana no les permitía ni si quiera hablar. Él, un mísero jardinero; ella, la dama más bella. Emergen y dudan. Al final, concilian no llevar a cabo el suicidio previsto; por Vera, es demasiado hermosa para ser desfigurada por la descomposición del agua. La naturaleza lee su pensamiento. Nadan hacia el pequeño puerto natural de mármol color perla. Están a punto de trepar a la balaustrada, cuando, de pronto, Vera nota como una mano la empuja hacia las profundidades. -Alessander, ¿qué haces? ¡Dijimos que no moriríamos! -Y así es.- Alessander asciende fácilmente hasta el dique.


-¿Entonces, qué me pasa? Algo me arrastra hacia dentro -¿Qué dices? ¡Corre, dame la mano!

Los bañistas empujan hacia la superficie con toda la fuerza de su cuerpo musculado, pero una sombra siniestra sujeta a Vera por las piernas. Una oscura nube cubre la cara de la Luna. No debe haber testigos. Alessander y Vera desaparecen bajo el agua como dos temblores de tierra.

A la mañana siguiente el periódico del Ducado anuncia el hallazgo de los cuerpos de dos jóvenes bañistas. Lo curioso del artículo es que la policía ha sido incapaz de identificar los cadáveres, pues su rostro ha desaparecido producto de una feroz rozadura. Corales de fuego quemaron la belleza de los enamorados, con el fin de alimentar a la guadaña de la hermosura, que habita en la Cala Luna.


La Intrusa Pedro Orgambide

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.


La mano: La locura del amor, fetiche al extremo Federico Garrido

Había visto muchas veces aquella hermosa mano, siempre jugueteaba con ella en las tardes lluviosas de otoño, y mientras el viento lacerante soplaba en la calle, yo acariciaba con suavidad la mano, su mano. Su piel era tan suave, pálida y aterciopelada, y me pasaba horas recorriendo las líneas de la palma o el contorno de las venas con la punta de mis dedos. En ocasiones la cubría totalmente, y la besaba, porque sabía que le gustaba, mis labios no dejaban de humedecer los estilizados dedos y toda la mano. Era simplemente ella, la mano, y ahora mismo la recuerdo sentado en esta celda. Me viene a la mente como si todavía la tuviera, y solo con recordar su piel, oh su piel , me estremezco, pero aquí no puedo pensar. Ya no sé que va a ser de mí, porque aunque estoy condenado a muerte ya estoy muerto, pues sin ella, sin mi mano, no soy nada, y me diluyo como el viento en la mañana. como la lluvia en el desierto. No soy nada. Mi mano... Si por algo más que un amor, otros como yo mataron, y destruyeron, y realizaron actos de increíble crueldad, ¿qué no haría yo por esa mano? Pero... ya lo hice, y por ello me pudro en esta oscuridad malsana. Mi vida no tiene sentido, y escribo estas últimas palabras en la sucia pared de mi celda, como el incompleto testamento de un hombre enamorado. Pero, Dios del Cielo, ¿es pecado amar una mano, y asesinar por tenerla? Ya se acercan los carceleros y ya llega mi hora...me reuniré con la mujer a la que corté la mano y asesiné solo por amor...por su mano...la mano...


Lo innombrable Pablo Nicoli Segura

Indagaciones, no confirmadas, daban cuenta de que se arrastraba por los rincones más olvidados de las azoteas, se tendía en las cornisas o irrumpía por la torre de alguna iglesia abandonada. Los mejores avistamientos habían sido experimentados por niños; uno de ellos lo vio aparecer volando en círculos por el cielo, siendo la Luna llena su testigo. No obstante en boca de la gente las descripciones sobre la entidad tomaban formas inverosímiles. Algunos señalaban que era una mutación humana y otros no se atrevían siquiera a nombrarla. Los indicios hallados eran muy variados: paredes carcomidas, farolas convertidas en hierro retorcido, estatuas desprendidas de su base y ventanales arañados. Pero la prueba inobjetable de su hostilidad yacía en las perturbadas mentes de las madres, que no lograban reconocer a sus hijos ultimados. El director de la gaceta demandaba respuestas. -¡Quiero una explicación razonable y un artículo sobre mi escritorio, mañana a primera hora! Como reportero no tuve mejor idea que encender el grabador, subir a la edificación más alta del pueblo y observar desde el frontispicio. No pareció ser mi noche, pues nada excepcional aconteció. Afligido por la incomodidad y desalentado por mi fracaso, me di vuelta para regresar y fue, entonces que colgando del capitel, descubrí sus dientes…


Tatuaje Ednodio Quintero

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales y dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.

La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos, breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del oeste. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marinero emprendió el ansiado viaje a la eternidad.

En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal. El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, lentamente fue cediendo terreno. Concertaron una cita; y la noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.

Quintero, Ednodio. Cabeza de cabra y otros relatos, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993, p.31.


Un final ejemplar Jorge Bucay Su madre se había marchado por la mañana temprano y los había dejado al cuidado de Marina, una joven de dieciocho años a la que a veces contrataba por unas horas para hacerse cargo de ellos a cambio de unos pocos pesos. [...] Cuando el novio de la jovencita llamó para invitarla a un paseo en su coche nuevo, Marina no dudó demasiado. Después de todo los niños estaban durmiendo como cada tarde, y no se despertarían hasta las cinco. Apenas escuchó la bocina cogió su bolso y descolgó el teléfono. Tomó la precaución de cerrar la puerta del cuarto y se guardó la llave en el bolsillo. Ella no quería arriesgarse a que Pancho se despertara y bajara las escaleras para buscarla, porque después de todo tenía sólo seis años y en un descuido podía tropezar y lastimarse. Además, pensó, si eso sucediera. ¿cómo le explicaría a su madre que el niño no la había encontrado? Quizás fue un cortocircuito en el televisor encendido o en alguna de las luces de la sala, o tal vez una chispa del hogar de leña el caso es que cuando las cortinas empezaron a arder el fuego rápidamente alcanzó la escalera de madera que conducía a los dormitorios. La tos del bebé debido al humo que se filtraba por debajo de la puerta lo despertó. Sin pensar, Pancho saltó de la cama y forcejeó con el picaporte para abrir la puerta pero no pudo. De todos modos, si lo hubiera conseguido, él y su hermanito de meses hubieran sido devorados por las llamas en pocos minutos. Pancho gritó llamando a Marina, pero nadie contestó. Así que corrió al teléfono que había en el cuarto (él sabía cómo marcar el número de su mamá) pero no había línea. Pancho se dio cuenta que debía sacar a su hermanito de allí. Intentó abrir la ventana que daba a la cornisa, pero era imposible para sus pequeñas manos destrabar el seguro y aunque lo hubiera conseguido aún debía soltar la malla de alambre que sus padres habían instalado como protección. Cuando los bomberos terminaron de apagar el incendio, el tema de conversación de todos era el mismo “¿Cómo pudo ese niño tan pequeño romper el vidrio y luego el enrejado con el perchero”? “¿Cómo pudo cargar al bebé en la mochila?” “¿Cómo pudo caminar por la cornisa con semejante peso y bajar por el árbol?” “¿Cómo pudo salvar su vida y la de su hermano?” El viejo jefe de bomberos, hombre sabio y respetado les dio la respuesta: - Panchito estaba solo... No tenía a nadie que le dijera que no iba a poder.


Había llegado la hora David J. Skinner

Había llegado la hora; él lo sabía, sin ninguna duda. Sacó la pistola del cajón y la miró. Era increíblemente negra, sin rastro del brillo que tenía cuando la adquirió. Amartilló el arma para dejar un único proyectil en la recámara y retiró el cargador, lanzándolo con fuerza al suelo. Se sentía cansado, tan cansado... Pero ya sólo quedaba un último esfuerzo, un pequeño paso para alcanzar lo que podría haber denominado como objetivo, pero que más tomaba como destino. Salió decidido del pequeño cuarto, pistola en mano, y tras cruzar un par de puertas se encontró frente a frente con él. Le miró y sólo encontró indiferencia, dejadez... Por su cabeza, y durante un tímido instante, pensó si era esa la respuesta, hasta que la mirada, ahora desafiante, alejó todas sus dudas. Sí, lo merecía; claramente, el mundo sería un lugar mejor después de aquello. Una pequeña vacilación más, sólo una, y después apretó el gatillo... Fue dos días después cuando los bomberos, alertados por varias llamadas de vecinos, descubrieron el cuerpo. Estaba en una posición casi fetal, frente al gran espejo del baño, y curiosamente, con una expresión que reflejaba a la par una gran tranquilidad y una cierta satisfacción, como de quien con esfuerzo llega a lograr algo querido y puede finalmente descansar.


Una india suplica ser ahorcada junto a su marido Emilio García Merás

Con una mujer como Ira hubo de ver precisamente Fernández de Oviedo, a la sazón capitán y Justicia de la ciudad de Santa María de la Antigua del Darién. Era bella la mujer de un indio bautizado Gonzalo que se rebeló a las órdenes del cacique de Vea, asesinando a varios colonos españoles. Capturado el rebelde, el justicia tras escuchar el parecer de los vecinos lo condenó democráticamente a la horca. La india, fiel a su marido, intentó en vano canjear su vida por la suya; después de cumplida la sentencia era tal su amor que suplicaba ser ahorcada junto a sus tres hijos pequeños en el mismo árbol que su marido. A lo que Fernández de Oviedo caballerosamente se negó. La mujer, entonces, intentó implicarse en el proceso asegurando que su Gonzalo no había hecho otra cosa al matar a los cristianos que seguir sus propias indicaciones y que ella era la culpable de todo. Fernández de Oviedo se negó a aceptar su deposición criminal siguiendo la norma de derecho que indica que nadie puede acusarse a sí mismo (en cualquier caso aquel día debía de estar de buenas los españoles para dejarse entretener por tanto legalismo estando como estaban ante hechos declarados). Y como había que repartir los indios capturados entre quienes participaron en la entrada, a uno le fue a corresponder la mujer y a otro sus hijos. Aquello podía ser legal, pero era una injusticia. La Ira se plantó de nuevo ante la autoridad, increpándole en público con voz nada respetuosa: “¿Tú, señor, no me dixiste que yo ni mis hijos no teníamos culpa? Pues si eso es así, ¿por qué me quitas mis hijos e los das a otros e apartas de mí?”. Razones convincentes de madre y buena ciudadana que conmovieron a Fernández de Oviedo-apremiado se le hacía tarde y faltaba aún por ejecutar al cacique Guaturo-, que accedió entregar la familia reunida a un vecino de su confianza para que fueran bien tratados: “Grande amor fue el que mostró tener esta mujer a su marido; y como ella lo dijo muchas veces, el que tenía a sus hijos no era por averlos parido ni ser su madre, sino por averlos engendrado su marido, a quien ella tanto amó”.

Tomado de: EmilioGarcía-Merás(1992) Pícaras Indias. Historias de amor y erotismo de la Conquista. Volumen I Nuer Ediciones (P.P. 164-165).


La Soga Silvina Ocampo Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía antiguamente para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una enredadera para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Antoñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Antoñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Antoñito, no juegues con la soga.” La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor. Si alguien le pedía: —Antoñito, préstame la soga. El muchacho invariablemente contestaba: —No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Antoñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.”


Y Prímula obedecía Antoñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas..Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Antoñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Antoñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Antoñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.


El secuestro Eugenio Oliveira

Desde el secuestro de Claudia, la vida de los Salazar cambió por completo. El viernes 27 de junio del 2003, Claudia, la hija única de una acomodada familia limeña, tomó un taxi en la puerta de su casa. El destino era una conocida discoteca de Miraflores en donde se encontraría con un grupo de amigas de la universidad. Pero Claudia nunca llegó a la discoteca. Los padres, Fernando y Lucía, al ver que su hija no regresaba a la casa iniciaron una angustiosa búsqueda, llamando a todos los teléfonos de la agenda personal de su hija, con la esperanza de poder ubicarla o al menos saber si alguien la había visto. Pero todo el esfuerzo y todas las llamadas fueron en vano. Todas sus amigas aseguraban que nunca llegó a la discoteca. La policía y la prensa le dieron una gran importancia a este caso, tanto así que formó parte de varios titulares de reconocidos periódicos peruanos. Sin embargo, una semana después la noticia ya no vendía, por lo que los medios decidieron olvidarse por completo del secuestro de Claudia Salazar. La situación en el hogar de los Salazar era crítica. Lucía, la madre, no paraba de llorar durante todo el día. Y Fernando había descuidado su pequeña empresa, delegando todas las responsabilidades a varios de sus trabajadores, para dedicarse de lleno a ubicar a su hija. No se iba a dar por vencido fácilmente. El jueves 10 de Julio del 2003 a las nueve de la mañana, dos semanas después de la desaparición de Claudia, el teléfono de la casa de los Salazar empezó a sonar. Lucía contestó. -Escuche con atención señora- dijo el hombre con cierto acento extranjero. -¿Quién habla?- preguntó Lucía bastante confundida. -Cállese y sólo escuche si es que no quiere que lastime a su hija. -¡Mi hija! ¿Está con vida?- preguntó nuevamente, esta vez con desesperación. -¡Cállese le he dicho, maldita sea! ¡Cállese o le haré daño! Sólo escuche. -Dígame entonces...- dijo Lucía sin ocultar su nerviosismo. -Su hija está bien de salud, pero no lo estará si ustedes no cumplen con el rescate.


Hemos tenido que esperar dos semanas para que la prensa y la policía se olviden del caso. Creo que es buen momento para negociar. -No le hagan daño por favor... -¡Cállese señora! Usted sólo debe escucharme. Ahora ya sabe que su hija está con vida. Voy a realizar otra llamada el día de mañana para definir el lugar donde nos encontraremos. Quiero quinientos mil dólares. A su esposo le hemos hecho un seguimiento por semanas así que sabemos que cuenta con el dinero. Nada de policías, nada de estupideces. Sólo usted y el dinero. Me entregará el dinero mañana viernes, y el sábado usted tendrá a su hija nuevamente en casa. -Pero, ¿cómo sé yo que está viva? ¿Cómo confiar en usted? -Tendrá que confiar en mí. No tiene otra opción Y sobre su hija, escúchela usted misma. Pasaron unos segundos. -¡Mamá! ¡Ayúdame!- gritó Claudia con gran desesperación. -¡Claudita!- dijo emocionada Lucía reconociendo claramente la voz de su hija. -¡Suficiente!- gritó el hombre-. Creo que lo que ha escuchado es suficiente. Espere mi llamada. La comunicación se cortó. Lucía llamó inmediatamente al celular de su esposo y en pocas palabras, le explicó lo sucedido, prometiéndole que cuando llegara a casa se lo contaría con mayor detalle, ya que se encontraba muy nerviosa. -Estaré ahí en quince minutos- dijo antes de finalizar la llamada. Fernando llegó a la casa, pero para sorpresa de su esposa, llegó con un oficial de la policía. -Lucía, él es Mario Paredes, oficial de la policía, y amigo mío desde hace años. Tiene experiencia en estos casos y... -¡Fernando!-interrumpió Lucía con voz enérgica-.El secuestrador ha exigido que no involucremos a la policía. -Lo sé amor. Tranquila. Sólo quiero que escuche lo que tienes que decir. Él sólo nos apoyará dándonos algunos consejos. Es por el bien de nuestra hija. Lucía logró tranquilizarse con las palabras de su esposo, y logró contarles a ambos detalladamente la llamada que había recibido minutos antes. -¿Dice usted que notó un acento extranjero en la voz del hombre?- preguntó Paredes. -Sí. -¿No puede ser usted más específica? -Creo que era un acento colombiano o venezolano, no recuerdo muy bien. -Bueno, si vuelve a llamar podremos escucharlo. Se comenta que hay una banda de secuestradores colombianos en el país. Son sólo rumores, pero podría ser importante descartarlo. -Pensándolo bien oficial, creo que sí era un acento colombiano.


-No se preocupe. Lo comprobaremos cuando vuelva a llamar. Hoy pasaré la noche acá, si no le incomoda. Me quedaré esperando esa llamada.

-No hay ningún problema. Prepararé el cuarto de invitados. Y gracias por el apoyo.-dijo finalmente Lucía. A las nueve de la mañana del día 11 de julio del 2003, el teléfono de la casa de los Salazar empezó a sonar nuevamente. Esta vez la llamada se convirtió en un monólogo. El secuestrador no le dio opción a Lucía de decir nada, y se limitó a mencionar la hora y lugar de encuentro mencionando que si algo salía mal, Claudia moriría. -No podemos hacer nada Fernando-dijo Paredes-. Lucía tendrá que ir sola a entregar el dinero. Y tendremos que confiar en que mañana llegará Claudia sana y salva. He escuchado la llamada y podemos estar seguro de que el hombre es colombiano. Pero no podemos asegurar si pertenece a alguna banda, aunque sería lo más probable. -¡No puede ser!-gritó Fernando-! Me niego a confiar en ese delincuente! ¿Cómo sé si está diciendo la verdad? ¿Cómo sé que no le hará daño? -Lo siento Fernando, no hay otra salida. -Quinientos mil dólares es casi todo lo que tengo ahorrado- dijo Fernando antes de caer de rodillas al suelo derramando lágrimas. -¡Fuerza mi amor!-le dijo Lucía mientras se arrodillaba para poder abrazarlo-. Saldremos de esto así como hemos superado tantos otros problemas. -Es tu decisión- le dijo Paredes. A las once de la noche, Lucía llegaba en un taxi al lugar acordado con una maleta llena de dinero. Era un lugar bastante apartado a 40 minutos del centro de Lima. La dirección coincidía con un callejón oscuro y al parecer abandonado. Bajó del auto llevando la maleta. -¿Está segura que va a entrar a ese lugar?- preguntó incrédulo el taxista. -Sí. Y usted no diga nada, sólo espéreme ahí- dijo Lucía quién no disimulaba su nerviosismo. Entró al callejón, y comenzó a caminar. Daba pasos lentos y sentía como el callejón se volvía cada vez más estrecho. Estaba muy oscuro, pero podía sentir una fuerte respiración que se acercaba cada vez más. De pronto sintió como alguien la abrazaba por atrás tocándole los senos. Lucía no pudo ni gritar de la impresión. El secuestrador continuaba abrazándola y tocándola. -Usted es mucho mejor que su hija- dijo el secuestrador mientras seguía acariciando el cuerpo de Lucía. -¡Es usted un maldito enfermo!- dijo Lucía mientras se separaba de él mediante un empujón.Tome el dinero, está completo. Quiero ver a mi hija. -Como le dije señora, su hija estará mañana en su casa. El secuestrador tomó el maletín, entró por una de las pequeñas puertas laterales del callejón y desapareció.


Al día siguiente Fernando, Lucía y el oficial Paredes se encontraban en el balcón de la casa esperando la llegada de Claudia. Pasaron todo el día esperando, mirando la calle desde el balcón, pero Claudia nunca apareció. Dos días después Lucía le confesó a Fernando que había perdido toda esperanza de volver a ver a su hija. -Fernando, ¿crees que podamos recuperar a nuestra hija? -Mientras no estemos seguros de que esté muerta, siempre mantendremos la esperanza de recuperarla.

El 22 de Noviembre del 2003 Ramiro Vallejo se encontraba echado en su cama esperando que empezara el partido de fútbol que iban a transmitir en directo. Jugaban el América de Cali contra el Nacional. Un clásico. A pesar de vivir y haber nacido en Bogotá, Ramiro simpatizaba con el América. Había comprado unas cervezas y sólo esperaba la llegada de su esposa quien estaba en la universidad estudiando. Ella le había prometido que llegaría a tiempo para ver el partido juntos. Ese partido iba a paralizar a toda Colombia, y la familia Vallejo no podía ser la excepción. Pero segundos antes de que empezara el partido, sonó el teléfono. -¡Sí, diga!-contestó Ramiro -Hola Ramiro, ¿cómo estás?- preguntó una voz con acento colombiano. -¿Quién habla? -Mi nombre no es importante. Lo importante es que tengo a tu esposa a mi lado. No creo que se sienta muy cómoda. -¡Qué clase de broma es esta!-gritó furioso Ramiro. -¡Cállate! ¡Cállate y no digas nada si no quieres que lastime a tu esposa! Te hemos hecho un seguimiento por un buen tiempo. Sabemos que cuentas con dinero. Te sugiero que hagas caso a lo que te digo. -¿Qué es lo que quieren? -Es simple, quiero que pagues el rescate de tu esposa. Dime tú, ¿cuánto vale la vida de tu esposa? -¿Cómo sé que tú la tienes? ¿Cómo sé que está viva? -Escúchala tú mismo. Pasaron unos segundos. -¡Ramiro!-se escuchó en el teléfono. Ramiro reconoció al instante la voz de su esposa. -¿Qué es lo que quieres?- preguntó Ramiro con voz de desesperación. -Quiero que me digas cuánto estás dispuesto a pagar por tu esposa. ¿Cuánto vale la vida de tu esposa? Recuerda que llevamos tiempo investigándote. Haz una buena oferta. -¡Maldita sea! Puedo darte doscientos mil dólares, pero por favor, no la lastimes. -¿Doscientos mil? Con todo el dinero que tienes ¿eso es lo único que puedes ofrecer?preguntó el secuestrador.


-¿Trescientos? ¿Cuatrocientos? ¿Cuánto es lo que quieres?- preguntó Ramiro. -Vamos Ramiro, no me insultes. Yo te he investigado. Te he seguido. No me digas que no me puedes dar unos centavos más. -¡Maldita seas!- gritó Ramiro-. ¡Te daré mi última oferta! ¡Quinientos mil dólares! En efectivo. ¿Qué dices? -¡Que coincidencia!-dijo el secuestrador-. La última vez que negocié el monto de un rescate también fue de quinientos mil dólares. ¡Qué interesante! Me gusta. Así lo haremos. El secuestrador se limitó a mencionarle a Ramiro el lugar, la hora y la forma cómo se haría el intercambio. Ramiro tendría que llevar el dinero en una maleta, y al día siguiente le devolverían a su esposa. Ramiro desconfió, pero no tenía otra opción. Debía confiar en el secuestrador. Al día siguiente, Ramiro llegó con la maleta llena de dinero al lugar acordado. Un callejón oscuro donde parecía que nadie habitaba. Ingresó lentamente, y después de dar sus primeros pasos dentro del callejón, cayó al suelo después de recibir un fuerte golpe en la cabeza. Ya en el suelo, recibiría varios golpes más, todos en la cabeza, y uno de ellos mortal. Lucía Salazar se encontraba con los ojos llenos de lágrimas, en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima, esperando la llegada de su esposo Fernando, a quien no veía desde hacía casi cinco meses. Después de una impaciente espera, al fin lo vio. No pudo controlar su emoción y corrió hacia él para abrazarlo. Se mantuvo así, abrazándolo, por casi diez minutos. Después se separó de él diciéndole: -¿Recuperaste nuestros quinientos mil dólares? -Sí, logré recuperarlos- dijo Fernando con acento colombiano. -Y, ¿llegaste a ver a Claudia? -Sí, a ella y a su esposo, y ahora sí podemos estar seguros de que no la recuperaremos nunca.


El ladrón Rogelio Oliveira

El hombre bajó de un auto negro con lunas oscuras y se dirigió, haciendo el menor ruido posible, a la puerta trasera de la casa. Sólo necesitó forcejear por unos segundos la cerradura que había en la puerta para poder ingresar. Lo que no imaginaba, sin embargo, era que alguien lo estaba esperando. Rogelio Medina ya había notado la presencia del hombre desde que éste descendió del vehículo, observándolo desde una ventana del segundo piso de la casa .Rogelio había tenido tiempo suficiente de encontrar un palo de golf que habían dejado tirado en el piso del cuarto principal, y de ubicarse en un estratégico lugar desde donde fuera capaz de darle un buen golpe al hombre que acababa de irrumpir en la casa. Rogelio esperaba el momento adecuado y su respiración se hacía cada vez más fuerte, al punto que temía ser oído por el hombre. Rogelio estaba muy nervioso, pero sabía que no tenía otra opción. El debía proteger y cuidar a su familia como siempre lo había hecho. Unos minutos después apareció la sombra del hombre, que cada vez se acercaba más a él. Empuñó con fuerza el palo de golf y volcó toda su furia propinándole duros golpes en la cabeza, hasta matarlo. Al ver el cuerpo inerte y ensangrentado del hombre, no supo que hacer. Rogelio era un ladrón, no un asesino. Cogió su costal con las cosas que hasta ese momento había recolectado y salió corriendo de la casa del hombre, con rumbo desconocido.


El incendio Néstor Rodríguez Escudero

El hombre dormía cuando a las dos de la madrugada sintió entre sueños las voces de fuego. Los tiros se oyeron después. Aún vaciló, pero entonces una voz más distinguible gritó: ¡Fuego en el taller! De un salto se levantó y corrió a la puerta. Hacia el oeste, en dirección a la calle de Diego, el cielo se inflamaba. Las estrellas desaparecían en un reguero rojizo. Por la calle la gente corría de un lado y de otro. El hombre volvió sobre sus pasos. Apresuradamente se puso los pantalones, metió los pies en los zapatos, se amarró los cordones tan rápidamente como pudo, se tiró una camisa por encima y dirigiéndose a la pequeña alcoba donde dormía el muchacho, le gritó: -Manuel, levántate que hay fuego. Desde la cama de madera se oyó un gruñido, pero nadie se levantó. Entonces el hombre exasperado pegó formidable patada sobre el borde de madera y gritó: -¡Acaba de levantarte! Un mozo como de unos quince años se incorporó con ligereza y se sentó sobre la orilla de la cama y restregándose los ojos preguntó: - ¿Qué pasó? -¿Qué hay fuego en el taller? - rezongó el padre -Vístete ligero que vamos a ver lo que podemos salvar. Cuando llegaron a la calle, el espectáculo era impresionante. Toda la cuadra donde ubicaba la fábrica de muebles ardía como un infierno. Las llamas se elevaban como a una altura de ciento cincuenta pies. Otras se estiraban hacia los lados como si estuvieran inteligencia y quisiera lamer las casas de madera al lado de la calle. La gente se aglomeraba en las aceras a distancia donde se pudiera resistir el terrible calor que despedía el incendio. Los bomberos levantaban las mangas en casa boca de incendio y dirigían el chorro hacia el fuego. Dentro de la conflagración se sentía el chisporroteo de las maderas resinosas y de la viruta que ardía y de vez en cuando pequeñas explosiones de los recipientes de líquidos inflamables que estallaban. En algunos sitios la candela cambiaba de colores y se diluían en diversos matices. En otros se descomponía en una negra humareda. El padre corrió y con la llave abrió la puerta principal de la tienda. Entre ambos comenzaron el salvamiento. A pesar de su escasa corpulencia el muchacho echó a un quintal de arroz, se lo echó a la espalda y corrió con él hacia la casa. Otros hombres, so pretexto de ayudar, se metieron en la tienda y tomaron lo primero que encontraron. Salieron con lo que agarraron y se internaron en las callejuelas del barrio.


Dentro de la tienda se sentía un calor insoportable. Había que tener verdadero empeño en salvar o en hurtar para permanecer dentro. Además se adivinaba el peligro de que las llamas alcanzaran el edificio y estallara envuelto en lengua de fuego. Y eso mismo fue lo que sucedió. No habían transcurrido unos minutos, en los que unos salvaban y otros saqueaban, cuando hubo como una explosión y el seto más próximo al taller que ardía quedó cubierto por lágrimas ígneas que abrazaban las maderas y las achicharraban sin misericordia. En un momento el incendio se regó como pólvora. Lo que antes era un establecimiento se convirtió en una gran llamarada que elevaba al cielo su holocausto escarlata. Salvadores y saqueadores corrieron a ponerse a salvo. Ya no había más que hacer. La casa era pasto de llamas, presa de aquel monstruo rojizo a quien difícilmente se podía vencer. Solamente a la falta de alimento y algún valladar formidable podía detener a aquella hidra de mil cabezas que sacaba sus mil lenguas para causar la terrible destrucción. Frente al siniestro el hombre parecía una estatua. En sus ojos reverberaba el vaivén de las olas de fuego. No hablaba, no se quejaba. Permanecía en un mutismo profundo. Un silencio hierático lo sumía. - Tanto sacrificio perdido, - pensó. ¡Tantas madrugadas a las cuatro de la mañana acompañado de su hijo! ¡Cuántas caminatas a pie hasta la “cruz del camino” para negociar con los jíbaros los productos, obtenerlos un poco más baratos y poderlos revender en el pueblo para con la pequeña ganancia sostener la vida y de ser posible ahorrar unas monedas para un futuro mejor! ¡Cuántas veces quiso ir al cine y no lo hizo para guardar los quince en el ropero! ¡Qué bueno hubiera sido comprar para él aquel traje que vendían en la tienda de la calle Muñoz Rivera y usarlo los domingos! ¡Pero tampoco compró el traje! ¡Qué bueno hubiera sido comer carne de pollo dos veces a la semana! Pero tuvo que conformarse con los domingos. En la calle de Diego las casas eran más cómodas y buenas, pero viviendo en el arrabal se economizaba dinero el dinero y se vivía con menos pretensiones y gastos.


Pero ahora todo resultaba inútil. La mujer le había dicho: - Asegura la casa, que ese taller a cada momento coge fuego. Pero él pensaba que cincuenta dólares por una póliza de seguro era muy cara. Esa cantidad servía para hacer muchísimas cosas. Y así fue posponiendo la compra del seguro hasta que ya fuera tarde. ¿Qué haría ahora? Se sentía como un niño indefenso. El incendio lo despojaba de los instrumentos de trabajo. Toda su fortuna estaba allí chamuscada, hecha tizones y cenizas, convertida en pavesas. ¡De dónde vendría el pan al día siguiente?

De pronto tuvo una inspiración. Recordó que al mudarse para su nuevo establecimiento a la calle principal había dejado el antiguo parcialmente preparado para establecer otra tienda. Nunca había resulto que haría: si tener dos tiendas, arrendar el punto o instalar la sala de la casa donde residía. Y ahora de repente surgía la solución del ingente problema. Recordó también las alabanzas de los comerciantes a su sentido del deber. Los ofrecimientos que le hacían para que cogiera al fiado y su renuencia a deber mucho su congénito temor a cargar la mente con muchas deudas. Dio una última mirada a los barrotes humeantes de la casa que consumía y remontó para arriba con su hijo. En la puerta la mujer lo esperaba con rostro ominoso. Ella también sufría, pero no quería demostrarlo mucho para no atormentar más de la cuenta al marido. -Oye, María, -exclamó con una naturalidad forzada –pronto arreglaremos esto para reinstalar aquí la tienda. Todo se ha perdido, pero me queda el crédito. Estoy seguro que mañana mismo, Cheo Hernández, Chago Arce, Práxedes Gerena, me surten esto de provisiones y empezamos de nuevo. Lo que ha sucedido es terrible, pero nada sacamos con cruzarnos de brazos. Si me ayudas volveremos a la carga con redoblado esfuerzo y levantaremos de nuevo lo que hemos perdido. Y pasando de las palabras a los hechos comenzó allí mismo, a esa hora, a acomodar los cachivaches de modo que al otro día los carpinteros pudieran construir los recipientes necesarios y los aparadores que faltaban para abrir cuanto antes el nuevo negocio que sería así como una nueva esperanza. Cuando al otro día los vecinos fueron a verlo para darle la enhoramala, en lugar de encontrar un hombre derrotado y vencido, lo hallaron lleno de energía, decidido a la lucha, empuñando tenazmente un martillo con el cual entonaba la canción del trabajo, que es una de las fuerzas vitales que más ayuda a los hombres a sobreponerse contra todas las vicisitudes de la vida.


El cuento del burro Donkey Story (original inglés)

Un día, el burro de un granjero cayó a un pozo. El animal estuvo horas y horas rebuznando lastimeramente, mientras el hombre cavilaba sobre qué hacer. Por fin decidió que el animal era viejo, y que de todas maneras había de cegar el pozo; no valía la pena sacarlo de allí. De manera que llamó a todos sus vecinos para que vinieran a ayudarle. Todos cogieron palas y empezaron a tirar tierra al pozo. Cuando el burro se dio cuenta de lo que estaban haciendo, empezó a dar unos chillidos horribles. Y luego, ante el asombro general, se calmó. Unas cuantas paladas más tarde, el granjero miró al fondo del pozo. Y se quedó asombrado por lo que estaba viendo. El burro se sacudía la tierra del lomo y subía por el pozo sobre el montón creciente. Los vecinos del granjero siguieron echando tierra sobre el animal, y cada vez se la sacudía y subía otro poco. En poco tiempo, el burro llegó al brocal (borde) salió del pozo y se fue trotando tan feliz. La vida le tira tierra encima... todos los tipos de tierra. El truco para salir del pozo es sacudírsela de encima y subir un paso. Cada uno de nuestros problemas es un escalón. Podemos salir de los pozos más hondos si no nos detenemos, si no nos rendimos nunca. Sacúdase y suba otro poco. Y ya sale de toda esa basura... El burro volvió y le dio un mordisco al granjero que había querido enterrarlo vivo. La herida se infectó, y el hombre murió de septicemia (infección) tras grandes sufrimientos.


ยกEspero

que hayas disfrutado de las lecturas

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