COMITÉ EDITORIAL PÉRGOLA DE HUMO Núm. 8 (julio-septiembre 2021), Año II Directora Tania Rivera Editor Edgar Humberto Paredes Relaciones públicas Alejandra Zuccolotto Dictaminadores de poesía Edgar Humberto Paredes Gerardo Ronzón Dictaminadoras de narrativa Alejandra Zuccolotto Tania Rivera Colaboradores externos Evaluna Pereyra Eufrasio Daniela Isabel de la Fuente Esquinca Mtro. José Luis Martínez Suárez Portada Paula Mayo Interiores Fernando Rodríguez (por Tierra incógnita de nuestro señor problema, Marte aterrado, Ratas y champiñones atómicos y Kepler62e y los dados jugando a Dios) Marcela Muciño (por ilustraciones de textos) REDES SOCIALES Facebook: @pergolaDhumo Instagram: @PérgolaDeHumo Canal de YouTube: Pérgola De Humo Correo electrónico: pergoladehumo@hotmail.com
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Sobre nuestros artistas visuales PORTADA Paula Mayo Tengo 24 años y soy una artista multidisciplinar. Nací en Medellín, pero he vivido gran parte de mi vida en la ciudad de Pereira. Mi obra consiste en mostrar una crítica social mediante simbolismos. Uso simbolismos como muñecas de porcelana rotas para tratar de mostrar el feminicidio y la violencia hacia la mujer, o animales humanizados para mostrar cómo sería un universo histórico donde los animales toman los roles de personas. Para mí es importante mostrar la crítica de un modo más nostálgico que morboso y así tratar de generar empatía en un mundo insensible.
PORTADAS DE SECCIÓN Fernando Rodríguez Durán aka Nano Sfera Nació en Madrid, España, en 1975. Cuenta con una licenciatura en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid, en la especialidad de Astrofísica. En este terreno desarrolló su labor profesional colaborando con diversos investigadores y proyectos de la Agencia Espacial Europea durante cerca de una década. En 2010 dejó la astronomía profesional y se concentró plenamente en su búsqueda artística. En 2013 se traslada a Ciudad de México, donde establece su residencia en 2014. Gradualmente ha ido incorporando su bagaje científico a su propuesta pictórica, en busca de una singular síntesis entre las visiones artística y científica del universo. Como parte de su trayectoria pictórica, ha expuesto en diversos países europeos como España, Portugal, Italia, Suecia y Lituania. En el ámbito mexicano, ha expuesto en diversas galerías de Ciudad de México y ha publicado algunas ilustraciones en la revista Domingo del periódico El Universal, y en el portal de noticias vice.com.
ILUSTRACIONES DE TEXTOS Marcela Muciño Nací en la Ciudad de México, estudié la licenciatura en Diseño Gráfico en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM. Crecí con la inquietud de crear y experimentar. La fotografía y la pintura me han dado las herramientas para crear historias y viajar a través del tiempo. El collage es la técnica ideal para plasmar estas vivencias experimentales. He participado en exposiciones temporales, recientemente en la estación de Lulio Restaurante, de octubre de 2020 a abril de 2021, organizado por Arte Abreviado. He dado talleres de pintura presenciales y en línea. Visita mi obra en Instagram: mmf.artespacio y foto.atemporal.
PRESENTACIÓN
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RESEÑA El cuerpo del delito: El acontecimiento de Annie Ernaux
Alejandra Zuccolotto
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NARRATIVA
Í N D I C E
La Chata Paula Busseniers 7 Ignis Javier Argüelles 9 Victoria Maritza Alexandra Rodríguez Acevedo 12 Los peces en su bolsa José Luis Rangel Gasperín 14
POESÍA Retrato de veintitantos Paola Rodríguez 21 Tiempo/ Larga muerte al poema/ Principio y fin Janelli M. Galán González 24
ENSAYO Familias Rulfianas Daniela Isabel de la Fuente Esquinca
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Í N D I C E
PRESENTACIÓN
González, dos jóvenes poetas que indagan sobre el paso del tiempo, así como los principios y los finales. Por otra parte, tenemos el ensayo de Daniela de la Fuente, “Familias rulfianas”, una inteligente lectura de cómo un clásico de la literatura puede sacar a relucir profundos vínculos familiares. Completa el cuadro la reseña de Alejandra Zucolotto sobre la novela El acontecimiento, de Annie Ernaux, que invita a reflexionar sobre la libertad de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. Por supuesto, hay que mencionar que estos textos son acompañados de obras de diferentes artistas. En la portada contamos con una ilustración de Paula Mayo, mientras que las ilustraciones interiores corren a cargo de Fernando Rodríguez y Marcela Muciño. Finalmente, no nos queda más que esperar que disfruten de la lectura de nuestros autores y que continúen acompañándonos como hasta ahora.
Queridos lectores: En la antesala de nuestro segundo aniversario, todos los que hacemos Pérgola de Humo continuamos sorprendiéndonos por la cantidad de autores que confían en nuestra publicación para dar a conocer su obra. Si bien desde el primer momento pensamos en construir un escaparate que justamente permitiera esto, con cada número somos más conscientes del reto que esta confianza implica, por lo que nos esforzamos para estar a la altura de los artistas y autores que colaboran con esta revista. El presente número es una reafirmación del compromiso que adquirimos hace casi 24 meses, al pretender posicionarnos como un refugio seguro en donde todas las voces puedan ser escuchadas y generar un diálogo que creemos cada vez más necesario ante el panorama tan oscuro al que nos enfrentamos. En ese sentido, los lectores encontrarán una mezcla de claroscuros como en los cuentos “La Chata”, de Paula Busseniers; “Victoria”, de Maritza Alexandra Rodríguez; “Ignis”, de Javier Argüelles; y “Los peces en su bolsa”, de José Luis Rangel; los cuales, a su manera, ofrecen una mirada sobre la violencia, la familia, el amor y la muerte. En nuestra sección de poesía contamos con Paola Rodríguez y Janelli Galán
Atentamente Comité editorial de Pérgola de Humo Xalapa, Veracruz, México
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El cuerpo del delito: El acontecimiento de Annie Ernaux Alejandra Zuccolotto Rodríguez Annie Ernaux, El acontecimiento. España: Tusquets Editores, 2019, 119 págs.
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nnie Ernaux (Francia, 1940) es autora de numerosas obras aclamadas por la crítica, como Pura pasión (1992), La otra hija 2014), Memoria de chica (2016), etc. Recientemente fue acreedora del Premio Formentor de las Letras 2019, convirtiéndola así en la primera mujer en recibirlo en esta segunda etapa del galardón iniciada en 2011 (El Cultural, 2019). El jurado, conformado por Antonio Colinas, Víctor G. Pin, Elide Pittarello, Marta Rebón y presidido por Basilio Baltasar, afirmó que su obra es “un implacable ejercicio de veracidad que penetra los más íntimos recovecos de la consciencia”, lo que dio oportunidad a que muchos de sus relatos hayan sido reeditados y traducidos a otros idiomas. Tal es el caso de su novela El acontecimiento, publicada por Tusquets en 2019. En ella, al igual que en la mayoría de su obra que es esencialmente autobiográfica, Ernaux, a partir de su propia experiencia, pone sobre la mesa una temática de carácter social y que nos atañe en la actualidad en materia de salud pública: el aborto clandestino. Emaux decide escribir esta novela “Porque por encima de todas las razones sociales y psicológicas que pueda encontrar a lo que viví, hay una de la cual estoy totalmente segura: esas cosas me ocurrieron para que diera cuenta de ellas.” (p. 114). En 1963, mientras estudiaba la universidad en Ruan, al noreste de Francia, descubre que está embarazada. Durante octubre de ese año se mantiene a la espera de una menstruación que no llega. La palabra “NADA”, escrita en mayúsculas y subrayada comienza a invadir su agenda, por lo que el 8 de noviembre asiste con el doctor N, quien a través de una llamada telefónica le da la noticia. Este aviso, lejos de darle tranquilidad, orilla a nuestra protagonista a emprender una incesante búsqueda por toda la ciudad de algún médico que le ayude a terminar con ese embarazo no deseado. Sin embargo, el golpe de realidad le enseña que las chicas como ella, sin dinero ni relaciones, estropeaban el día a los médicos: “les obligábamos a recordar la ley que podría llevarlos a la cárcel y prohibirles para siempre el ejercicio de su profesión” (p. 43). En 1963, Francia era un país que aún no despenalizaba el aborto; fue hasta 1975 con la aprobación de la Ley Veil promovida por Simone Veil, que se garantizó el acceso a la interrupción del embarazo durante el primer trimestre. La incertidumbre y la desesperación ante la imposibilidad de encontrar un doctor que la auxilie, la lleva a pensar y practicar soluciones que escapan del sentido común, como los ganchos para tejer, que ofrecen una alternativa riesgosa, pero que está decidida a tomar: “Frente a la perspectiva de
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una carrera truncada, la imagen de una aguja de hacer punto dentro de una vagina carecía de peso […]” (p. 43). Antes de tomar una decisión final, expone su problema a otros bajo la esperanza de que se apiaden y le ofrezcan alguna solución, pero esto sólo concluye en situaciones de intento de abuso: su presunto amigo, miembro de una asociación semiclandestina en pro de la lucha por la libertad anticonceptiva y la planificación familiar, se presenta como una puerta de salida de su calvario. No obstante, al enterarse de la condición de la protagonista busca la mínima oportunidad para tener relaciones sexuales con la seguridad de que no la dejaría embarazada pues ya lo estaba. El episodio evidencia una masculinidad que categoriza a las mujeres entre las que no se sabe si aceptarán acostarse o no y las que definitivamente ya lo han hecho y por lo tanto no se negarán. En El acontecimiento, Annie Ernaux traslada una vivencia individual e íntima al campo de la colectividad, y esto lo consigue sin ningún tipo de pathos, es decir, evita completamente cualquier rastro de sentimentalismo y moral. Por ejemplo, la escena de la mujer de cabellera gris que se encarga de practicarle el aborto, la narra ausente de dramatismo y juicio, pero sin eliminar el impacto brutal del momento. Es a través de imágenes concretas e intensas que la protagonista denuncia la moralina de una sociedad en una época que parece estar a favor de la ley y en contra de las mujeres, a quienes no se les permite ejercer su sexualidad libremente y castiga a quienes deciden hacerlo. Dicho panorama resulta interesante, ya que es fácilmente trasladable a diversos países en la actualidad, donde la práctica del aborto es duramente castigada tanto para quienes lo practican como para quienes auxilian a esas mujeres. En México, por ejemplo, hasta apenas hace unos días el aborto era legal en 3 estados de los 33, hasta que el 20 de julio de 2021 Veracruz pasó a ser el cuarto estado en despenalizarlo. Con esta obra, la autora rompe con un silencio de 40 años para plasmar la realidad que comparten varias mujeres y que sigue vigente hasta ahora. Ernaux encarna la consigna “lo personal es político” de Simone de Beauvoir, donde la clase social juega un papel importante en el destino de muchas, pues ésta puede garantizar el acceso a ciertos derechos y recursos o simplemente negarlos. Así lo deja ver a lo largo de su relato, donde para la protagonista existen dos razones por las cuales no desea continuar con el embarazo: la primera, porque no lo desea; y la segunda, porque hacerlo significaría dejar de estudiar y anclarse a una vida de la cual ya se estaba alejando, una llena de carencias y falta de oportunidades. Continuando con los paralelismos entre la obra y el contexto de México, estadísticas expuestas por UNICEF muestran que 9 de cada 10 adolescentes embarazadas se ven forzadas a abandonar sus estudios, lo que afecta directamente su oportunidad de desarrollo tanto personal como profesional. Sin embargo, esto va más allá, pues cual efecto dominó dicha situación afectará también al hijo, quien no dispondrá de las herramientas necesarias para un buen desarrollo, pues la misma madre no las posee. Otro factor a considerar es que, en este mismo contexto, las adolescentes enfrentarán situaciones que vulneran sus derechos, como la violencia sexual, matrimonio forzado y la falta de información acerca de métodos anticonceptivos (UNICEF, 2018). 4
Este libro resulta valioso, ya que expone de manera excepcional la problemática de clase y género en Francia en la década de los sesenta, y que puede ser trasladada a la actualidad en lugares como nuestro país, donde el derecho de las mujeres para decidir sobre su propio cuerpo se aplica a unas cuantas, poseedoras de capital económico que les permite viajar a otros países en los cuales es legal y así evitar ser juzgadas por una sociedad conservadora. Esto mientras mujeres de bajos recursos deben acudir a la clandestinidad, arriesgándose al escarnio público y la cárcel si son descubiertas en su tentativa por interrumpir un embarazo no deseado.
Alejandra Zuccolotto Rodríguez. Licenciada en Psicología por la Universidad Veracruzana y estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la misma institución. Colaboradora de la revista Pérgola de Humo.
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La Chata Paula Busseniers
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l muchacho sabe que va malherido. Casi desearía que de una vez lo hubieran matado allá en su pueblo. Malditos narcos, pensó, no pueden ver que alguien se gane la vida sin hacer tranzas. Tenían que fijarse en mí, llegar a amenazarme, a pedirme dinero, eso que llaman “cobro de piso”. Precisamente a mí, yo que pagaba dos metros cuadrados en el tianguis del domingo. Ni que vendiera mucho café. Todos en el pueblo venden café, lo poquito que logran cosechar, tostar de a poquito en la lumbre de la casa y malenvasar en bolsas de plástico sin nombre. ¡Malditos narcos! ¿Cómo se atreven a extorsionar a uno que no tiene nada, y cuando ven que uno no se doblega, lo abrazan por detrás y sacan la navaja para rajarlo? Regresaremos, me espetó un gordo, y si no pagas, te irá peor. ¡Verás! Los del tianguis no se dieron cuenta, o se hicieron los occisos. Él apretó su mochila contra la herida y salió corriendo a casa de su madre. El chico, de unos quince años apenas, contiene un sollozo mientras se sujeta con firmeza contra el vagón de carga del largo tren que abordó en la curva donde los trenes tienen que disminuir la velocidad. Él jamás se había subido antes a uno. Se encaramó como pudo, sólo para darse cuenta de que todos los vagones estaban atrancados y que tendría que viajar de polizonte al aire libre, entre dos vagones cerca del final del tren. Está muy asustado, apenas se mantiene en pie, la herida le da punzadas, la sábana que su madre le amarró está empapada de sangre fresca. Y ese maldito olor a fierro, ¿o es su sangre que huele tan feo? El tren va subiendo lentamente la montaña, en la oscuridad de la noche. Queda atrás el calor de su tierra. De súbito, el cielo abre sus compuertas y una racha de aire helado estremece al muchacho. Se agarra con más fuerza a la barra de hierro frente a él, aunque ya no la distingue. Sabe que le está incrementando la fiebre. No logra ordenar sus ideas. Poco hay que ordenar: sabe que no tiene futuro, y tampoco podrá regresar. Escucha los aullidos lastimeros de su perra, La Chata, un animalito vulgar, recogido en la calle, con una pata más corta que las otras tres. ¡Pero era su perra! ¡Su compañera! La que dormía a sus pies y le hacía fiestas cuando regresaba del campo. ¿Todavía estará con vida? Cuando llegó sangrando a casa, La Chata supo que su amo estaba en peligro. Esa dulce compañera no le quitó la vista. Cuando contó a tropezones a su madre lo que había pasado en el tianguis, ésta se empecinó en que su hijo debería salir del pueblo sin que nadie supiera. Tramó el plan como si toda la vida hubiera anticipado el acontecimiento. Lloró con furia, suplicó a sus santos predilectos, para luego lamentar en voz baja lo ocurrido. Cerca de medianoche echó a su hijo de la casa, casi a golpes. La Chata parecía entender que su amo se iría para siempre, empezó a gemir, y luego a aullar. Su 7
madre se aterró. Los vecinos no debían enterarse de la huida del hijo, por ningún motivo. Al vecino de enfrente siempre le sobraba dinero para tragos y droga; seguro andaba en malos pasos, seguro tenía que ver con la banda que amenazó a su hijo. Mejor que se vaya su muchacho, ay, de apenas quince años. Mejor que nunca lo vuelva a ver. Mejor despedirse ahora que verlo muerto o saberlo desaparecido. La Chata no dejó de ladrar y gimotear. Pinche perra, había dicho su madre, y le asestó un certero golpe con la silla de la cocina, mientras empujaba al hijo fuera de la casa y él había corrido por unas oscuras veredas hacia la curva donde pasaría más lento el tren, pensando en ese animalito que a nadie hacía daño. Va acelerando el tren. Parece que ahora va de bajada. Hay muchas curvas pronunciadas, pero el maldito maquinista no aligera el paso. El malherido, cada vez más cansado, más confuso, se aferra a sus recuerdos de la única criatura que siempre lo amó. Añora la presencia de La Chata. Hace un gesto para abrazarla. Tambalea. Cae por el hueco entre los dos vagones hacia los rieles de la vía.
Paula Busseniers (Leuven, Bélgica, 1947). Co-traductora de Huesos de jilguero, antología poética de Janet Frame (UV, 2015). Ha publicado poemas en La Palabra y el Hombre y en La Coyolxauhqui; traducción de poesía en Tintero Blanco y Pérgola de Humo; cuentos en Tintero Blanco, Monolito, Campos de Plumas, Pérgola de Humo; y haikús en Tema y Variaciones de Literatura (UAM).
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Ignis Javier Argüelles
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i nombre es Mathilde, pero no creo que valga la pena que lo recuerdes ya que pronto estaré muerta. Sólo te invito a que escuches lo que tengo que contar y tal vez aprendas algo, querido amigo. ¿Qué podría ofrecerte una chiquilla como yo?, seguro te preguntarás. Harías bien en reconocer que los sabios verdaderos nunca dejan de descubrir cosas nuevas, incluso si provienen de niñas pequeñas y moribundas. Nací durante las navidades en una pequeña aldea al sur de Francia, tres días después de que mi padre fuese llamado a unirse al ejército. La noticia de su muerte en combate llegó a los pocos meses. Mi madre y yo nos quedamos solas en nuestra cabaña en lo alto de la colina. A pesar de no haber conocido a mi padre, debo reconocer que mis primeros años de vida fueron felices. Mamá era la curandera del pueblo y yo su aprendiz. Ella era amable y bondadosa, jamás se negaba a curar a nadie. Todos los días nos visitaban personas de todas partes en busca de los milagros que ofrecían nuestros remedios. Recuerdo muy bien el día en que llamó a nuestra puerta una anciana jorobada y flacucha que clamaba sufrir de un terrible dolor de espaldas. Mi madre la invitó a pasar tras ofrecerle una silla junto al fuego en la que descansar sus envejecidos pies. Ésta se sentó frente a la chimenea y yo salí inmediatamente de la cabaña a cortar unas hierbas del jardín con mi hoja en forma de hoz. Al regresar se las entregué y vi cómo mamá aplastaba fuertemente las hierbas con un rodillo. Luego las echó en un frasco de miel mientras que con un cucharón fue revolviendo hasta lograr un líquido de una tonalidad amarillenta. La anciana observaba atentamente sin pestañar mientras yo tenía mi mirada puesta en ella. No sé por qué, había algo en aquella mujer que me producía escalofríos, pero no le di importancia. Al terminar, mi madre le entregó a la anciana el ungüento y le indicó frotarse la espalda a diario. La anciana tomó la medicina y se despidió con un gesto amable. Tengo que añadir que mamá nunca cobraba un centavo por sus servicios. La dicha de ayudar a otros era pago suficiente. Pasaron semanas en los que no hubo movimiento alguno. Mamá y yo pasábamos las mañanas entre los cultivos de nuestra huerta de calabazas, para luego vender la cosecha en la aldea. En la noche, me enseñaba las propiedades de las plantas medicinales que crecían en el jardín. Quizás debo haber pasado los mejores momentos de mi corta vida. Pues no tenía ni idea de lo que sucedería después, el día de mi décimo y último cumpleaños.
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Dos días antes se anunciaba en la aldea la visita mensual de nuestro señor feudal y su hijo, quienes vendrían acompañados esta vez de un sacerdote procedente de Roma. Los pobladores tan estaban contentos que se dio la orden de preparar una gran feria en honor de las ilustres personalidades. Llegó el día previsto y en la plaza se podían ver a juglares entonar sus canciones al compás de los laúdes. Gente de todas las clases respiraban por igual aquellos aires de felicidad. Nosotras también participábamos de las festividades. Mamá vendía nuestros productos en el mercado mientras yo jugaba alrededor del puesto. Todo marchaba bien hasta que se oyeron varias personas correr y gritar por la plaza. El murmullo indistinguible de la gente esparcía la noticia. El hijo del señor feudal se ha caído del caballo, decían. Mamá me agarró por el brazo y salimos a toda prisa hacia la plaza. Al llegar, la multitud formaba un círculo alrededor de la fuente. El muchacho yacía en el suelo agonizante. Mientras el señor gritaba desesperadamente por ayuda. Mi madre me apartó y salió de entre la multitud. Se paró frente a él y le dio a beber una poción que sacó de su bolsillo. El joven que gritaba de dolor de pronto comenzó a sentirse mejor y en cuanto pudo incorporarse se arrojó a los brazos de su padre. La gente observaba dividida entre el asombro y el miedo ante tan milagrosa recuperación. El sacerdote que lo observó desde la distancia se acercó y bruscamente la tomó por el brazo. Aquel hombre con túnica negra y cruz de madera en el cuello comenzó a acusarla de brujería mientras exigía a los guardias que la arrestaran de inmediato. Pude distinguir entre la multitud enfurecida a la anciana que mi madre curó hace semanas, aquellos dedos marcados por el tiempo cambiaron el agradecimiento por el desprecio. El señor feudal obedeció sin rechistar y la verdad es que no lo culpo por ser ignorante. Ni a él, ni a nadie. Recuerdo ver a mi madre encadenada como una bestia en medio de la plaza en lo que la gente del pueblo le arrojaba tomates a la cara. Yo estaba paralizada, confundida por la situación. Traté de moverme pero mi cuerpo no respondía. Esa noche no volví a casa, me quedé ahí mientras mi madre era atada en un poste. Minutos más tarde le prendían fuego, mamá no gritó, pues yo observaba cómo ardía entre miradas de odio y desdén sólo por haber salvado la vida de un inocente. Entrada la noche, la luz de la luna se reflejaba sobre el cadáver calcinado de mi madre. La escena se repetía en mi mente una y otra vez, mientras el olor a carne podrida y chamuscada 10
llenaba mis pulmones. En ese momento, reaccioné. Pensé que no era más que una niña de diez años que lo perdió todo, sola en el mundo. Me acerqué a su cuerpo en cenizas y lo abracé por última vez. Luego tomé mi pequeña hoz y la atravesé en mi garganta, con la esperanza de que la muerte nos permitiera estar juntas de nuevo.
Mi nombre es Javier Argüelles y resido en La Habana. Mi motivación por la escritura comienza por mi afición por la lectura de relatos fantásticos. Formo parte del proyecto “Encrucijada Literaria” dirigido por la escritora cubana Elaine Vilar Madruga donde obtuve mi primera publicación profesional con el minicuento “Préndelo por Goloso”, en la web cubaliteraria.cu. Participé en el tercer número de la revista Puerta Escarlata con una crónica llamada “Letras de un Maestro”. Mi cuento “Silbido” fue recién seleccionado para participar en la plataforma Spotify en el sexto episodio del podcast Literatura y Café de Colombia.
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Victoria Maritza Alexandra Rodríguez Acevedo
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ace dos días que nadie sabe nada de Victoria. La última vez que la vi había bebido tanto que no podía ni sostenerse en pie. Quiso hablar conmigo en un par de ocasiones, intentando articular palabras coherentes. Yo la evadía cada que esto pasaba. Conversó con diferentes personas a medida que avanzó la noche, chicos en su mayoría. Salí a eso de las 3 a.m. Ella también estaba fuera. Su compañía era un hombre robusto casi diez años mayor. Él besándola con desesperación, ella al borde de la inconsciencia. Hicimos contacto visual, agaché la mirada y seguí mi camino. La policía ha venido hoy a mi casa. Me cuestionan sobre lo que sé. No sé nada, sólo que estaba acompañada. Me interrogan insistentemente, parecen tener más información que yo, saben de nuestra pasada relación y el largo historial de peleas, violentas en su mayoría. Parece ser que ella llegó a decir muchas cosas de mí a sus amigas. La relación fue peculiar desde sus inicios. En el último año de bachillerato fue ella quien se acercó a mí. Frente a la clase, confesó que había estado enamorada desde hace tiempo y me besó. No respondí nada, aunque tampoco negué el beso. Podría decirse que comenzamos a salir a partir de entonces. No sabía cómo rechazar una oportunidad que todos los chicos buscaban, mis amigos me hubieran llamado loco de haber sabido los pensamientos que rondaban por mi cabeza; pero es que esa chica no me provocaba nada. Su carácter era volátil, estallaba en ira o llanto por las razones más simples. Sus actitudes infantiles demandaban atención todo el tiempo. Sus celos constituían la mayoría de los problemas y sus rabietas siempre dejaban víctimas, un cristal, una vasija, libros tirados por el suelo con las hojas arrancadas. Lo que terminaba por sacarla de quicio era mi impasividad ante su comportamiento, mientras se empecinaba en gritarme, esperando una reacción de mi parte, yo ignoraba todo lo que ella decía. Una noche más agitada de lo común, finalmente la dejé. Estalló en furia, acusándome de tener a otra chica. Luego lloró, se arrodilló, suplicó patéticamente para que no la dejara. Al ver que nada de esto funcionaba, amenazó con suicidarse si me atrevía a cruzar la puerta. ―Hazlo, no tienes el valor ―le dije mientras me iba sin siquiera mirarla. Fui insensible, pero estaba seguro de que no lo haría. Encontré a sus amigas un par de días después en una tienda de autoservicio, no parecía casualidad. Hablaron de ella, de lo insensible que había sido y lo mal que la estaba pasando desde nuestra ruptura. Fingí no escucharlas, pagué mi compra y me retiré. Mentiría si digo que no había 12
vuelto a oír de Victoria a partir de entonces, intentó contactarme por todos los medios. No hace falta decir que ninguno de ellos resultó, me mantuve firme. Haberla visto en aquella fiesta pudo tampoco ser una coincidencia. ―Joven, la imagen que nos retrata de Victoria, obsesionada, buscándolo por todas partes, coincide exactamente con lo que las amigas de la desaparecida hablan de su persona ―menciona uno de los oficiales―. Ellas aseguran que fue usted quien no pudo superar la ruptura. ―Sabe cómo son las mujeres, oficial, la chica seguramente no quería admitir ante sus amigas sus actitudes tan infantiles, por lo que decidió retratarme a mí como el malo de la historia, debe saberlo, pasa siempre ―el policía asintió―. Además, todos vieron que fue Victoria quien dio el primer paso en nuestra relación, yo ni siquiera estaba interesado, ¿por qué actuaría de la manera que ellas dicen? Mis respuestas no les llevan a ninguna pista, pero los dejan satisfechos. Me descartan automáticamente. Un chico serio, de buenas notas y excelentes referencias debe estar diciendo la verdad. No había tampoco ningún antecedente penal o de violencia que encendiera alguna alarma. Se van. Tengo una hora y media libre antes de regresar a trabajar. Enciendo el televisor. El telediario de mediodía, noticia de última hora: el cuerpo de Victoria Soto fue encontrado a las afueras de la ciudad; aparentemente, la chica, en estado de ebriedad, decidió terminar con su vida lanzándose desde el puente sobre río, la autopsia muestra que la causa de muerte se debió al fuerte impacto de su cabeza contra el agua. «Qué extraño», pensé, «juraría que estaba muerta cuando arrojé su cuerpo del puente». Enseguida la sección de deportes aparece, dejando la noticia anterior en segundo plano, después de casi diez años el equipo regional es campeón, sin duda habrá una gran celebración en todo el pueblo.
Maritza Alexandra Rodríguez Acevedo (Zacatecas, México, 21 de abril de 1998) es estudiante de la licenciatura en Letras de la UAZ. Ha participado como conductora en los programas radiofónicos universitarios Certezas & Paradojas y Palabras de Cantera y Plata. Ha publicado en revistas como El Mentedero, La Sílaba, Nudo Gordiano, Toxicxs, Licor de Cuervo, el blog literario Las sin sostén y la Antología de Autores de la Región Centro Occidente. Actualmente realiza sus prácticas en la editorial zacatecana Texere.
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Los peces en su bolsa José Luis Rangel Gasperín
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uando Gogue cumplió seis años, Adrián quiso sorprenderlo con un regalo que nunca hubiese imaginado. Ni la lluvia ni la temeridad le impidieron conseguir el pez que tantas tardes al salir de la oficina había ojeado en el escaparate de una tienda de mascotas. Al entregárselo a Gogue, la bolsa de plástico se meció en sus manos, y el pez, sorprendido por el movimiento, se dirigió hacia el fondo sin apartar la vista de su nuevo propietario. Niño y pez parecían verse a los ojos como si por fin se conocieran. Y mientras Adrián le explicaba sus cuidados, Sandra sacó la pecera y el paquete de alimento que una semana antes habían acordado sería el obsequio de ambos para Gogue. La aleta dorsal manchada de amarillo, la cola blanca casi transparente y esa mirada plena de inocencia conmovieron profundamente al cumpleañero. Disfrutaba que nadara hacia arriba, y al subir y bajar de la pecera le recordaba al navío fantasma de una película de bucaneros. Le gustó aún más al saber que se trataba de un pez ángel. Gogue se encerró en su cuarto, deseoso de descubrir cómo dormía un pez realmente. Ni siquiera había sido necesario que Sandra lo obligase a ir a la cama. Tras varios intentos de sorprenderlo, Gogue acabó por quedarse dormido. Al revisar la alcoba, Sandra observó a su hijo reclinado en dirección a la pecera. Apenas había entreabierto la puerta cuando Adrián, detrás de ella, la agarró del talle y le besó los hombros. A punto de arrancarle la ropa, prefirió conducirle a la habitación contigua. Hicieron el amor en silencio como si estuviesen rodeados de agua y se escucharan sus brazos y piernas al estrecharse. Cuando acabaron, después de recostarse ella en su hombro, le insistió nuevamente en que debían vivir juntos. Adrián, aunque parco, fue inflexible en su respuesta. Se habían conocido dos años atrás. Una vez que empezaron a salir, Sandra no sabía cómo decirle a Gogue lo ocurrido, no encontraba las palabras para explicarle su relación con él. Una dificultad semejante había sentido cuando tuvo que contarles a sus padres que esperaba un hijo. Al 14
enterarse que Gogue nacería, sintió que estaba en una alberca y no sabía nadar. Algo parecido experimentaba al llevar a Adrián al departamento, quien de inmediato se encariñó con Gogue. Sandra lo presentó como un amigo del trabajo. Y aunque para Gogue eso fue más que suficiente, sospechaba que de esa titubeante presentación Adrián ahora se negaba a vivir con ellos, aun cuando ella se sintiera segura y él adorase a Gogue como a un hijo. No encontraba la forma de enmendar lo que en principio no quiso concederle. La primera vez que salieron hablaron de la universidad; intercambiaron historias. En sus años de estudiante, Sandra comía en una fonda donde había un acuario. Las dos carpas rechonchas, una plateada y otra anaranjada, le parecían a Sandra la pareja perfecta. A veces, al verlas nadar tan felizmente, Sandra sentía muchas ganas de llorar; sólo lograba contener sus lágrimas si dirigía la mirada hacia otra parte. Uno de esos días, ella descubrió que estaba embarazada. No sabía por qué le contó a Adrián esa historia. Le parecía una de sus experiencias más íntimas. A veces sentía que él era el indicado; que en él podía depositar por completo su confianza. Y sin embargo, Sandra sentía con recelo su contundente decisión de no estrechar vínculos con ella. Le parecía el comportamiento de un capricho, producto de un rencor que no le perdonaba. Gogue le insistió a su madre que le había gustado mucho su regalo. Al pececito lo nombró Angelín. Y aunque al volver del colegio lo primero que hacía era sentarse a verlo, le entristecía que se quedara solo. ―¿Por qué no compramos otro pececito? ―No cabría en la pecera que te obsequiamos. Además, ya tienes uno. ―Pero no es necesaria ―respondió Gogue―. Basta con tenerlos en su bolsa. ―No creo que sea buena idea ―le dijo Sandra, mientras él insistía en que Angelín le parecía algo triste. Gogue quería que su madre lo llevara a comprar otros peces. Sandra le explicaba que tenía mucho trabajo, pero el fin de semana vería eso, aunque no estuviera tan convencida. ―Comprar nuevos peces y dejarlos en su bolsa. Como si fuera tan fácil. Sandra le contó a Adrián lo ocurrido, quien no puso mucho interés en el asunto, o al menos así ella lo notó. Contra lo que esperaba, Adrián no tardaría en actuar. No le avisó a Sandra que llegaría. No lo hubiera recibido con ese acuario de cuarenta litros. Pero eso tampoco impidió que lo comprara junto con un motor de oxígeno, piedras de varios colores, plantas de plástico e incluso una pequeña calavera que abría su mandíbula por algunos segundos. La pecera se mostraba insignificante, arrinconada en algún lugar de la cocina, mientras el acuario quedaría en la sala. Adrián llevó también otro pez ángel: era negro y tenía los ojos rojos atravesados por una raya oscura. Lento pero acechante y de mayor tamaño, no dejaba de seguir al pez blanco como una sombra incómoda. 15
Gogue se acercó y vio al pez negro en el acuario. Le recordaba aún más al barco fantasma de la película de bucaneros. Adrián rodeó a Sandra con su brazo. ―¿Ya estás contenta? Conmigo sí podrás formar una familia. Al escucharlo, Sandra sintió que le caía un chorro de agua sobre la espalda. Esperaba que Gogue no lo hubiera oído. Le retiró su hombro y se dirigió a su alcoba. Una vez que Adrián se despidió, Sandra le dijo a Gogue que se abrigara. Lo llevaría a comprar nuevos peces. Mientras caminaban hacia la tienda, no lejos del departamento, Sandra le contó a Gogue el episodio de las carpas del restaurante. ―Por esa historia ―le dijo―, Adrián quiso comprarte el resto del acuario. Escogieron seis guppys, aunque Gogue se había entusiasmado con los peces cola de espada. Eran perfectos para su acuario pirata. Los guppys, en cambio, parecían renacuajos, y por eso no le convencían del todo. Sandra, además, compró un pez betta que cabría en la pecera restante. Le pidió a Gogue que fuera cuidadoso, porque los peces eran criaturas muy frágiles. ―Una vez quise comprar un pez, era mayor que tú ―le contó cuando iban de regreso a casa, cada quien con su bolsa sobre la mano―. No me di cuenta de lo que pasó en el trayecto. Al sacar las llaves para entrar a casa, vi al rechoncho pez dorado flotando panza arriba. De tanta prisa que tenía por llegar, no me di cuenta que mis movimientos acabaron pasmando al pececito. Así que ya sabes: mucho cuidado con tus peces. Durante todo el trayecto, Gogue no dejó de abrazarse a su bolsa. Hablaba con los peces, les ponía apodos que en seguida olvidaba y que sustituía por otros que correrían la misma suerte. Solo Angelín tenía nombre. Los quería demasiado, pero era mayor su miedo a que algo les pasara. Al salir de la escuela era lo único que hacía: mirar sus peces y estar al pendiente de que no les faltara alimento. Se ponía tan inquieto con ellos que, a la hora de limpiar la pecera, Sandra prefería encerrarlo en su cuarto, pues de otro modo Gogue los sacaba de la cubeta y los toqueteaba mientras estos saltaban. A Gogue le gustaba esa caricia que daban al voltearse en su palma, desesperados. El betta inmóvil reposaba en su pecera. Gogue pensaba que estaba muerto, como ocurrió con la historia que su madre le contó. Comprobaba que no era así cuando el pez expulsaba algunas burbujas que flotaban sobre los bordes de la superficie de cristal. Una mañana, mientras Sandra dormía, Gogue sacó a un pez guppy del acuario. Lo pasaba de una mano a otra, pero después de varios intentos se le cayó al suelo. Encaprichado, le dio un pisotón. Alcanzó a verlo todavía entre espasmos, con las vísceras que le salían del vientre. Preocupado de que su madre se enterara, lo escondió en un resquicio del sofá. Pero Sandra ni siquiera lo notó. Para ella sólo era importante el ángel blanco. 16
Despertó por un estrepitoso sonido de cristales rotos. Arrimó las cobijas para salir del cuarto. Al llegar al comedor, Sandra sólo escuchó el zumbido del oxígeno. Ella juraba haber escuchado que algo se rompía. Tras esa experiencia se puso más alerta. Cambió el agua del acuario, lavó las piedras; lo mismo hizo con la pecera del betta. Al descubrir que uno de los guppys faltaba, encerró a Gogue en su cuarto hasta hacerle confesar qué había ocurrido. No se daría cuenta sino varios días después, al sentirse forzada por Adrián de ir a la cama, de la aparición de otros dos peces negros casi tan grandes como el primero. Eran en total tres ángeles oscuros, e iban en caravana detrás del nado blanco. Adrián iba con menos frecuencia. Saludaba a Sandra con sequedad para sentarse en la sala y verificar el acuario. Si hacían el amor era de forma rápida, después de que ella encerrara a Gogue. A veces la cama se tornaba violenta. ―¡Adrián, basta! ―¿Basta? Lo encierras todo el tiempo, como si fuera tu mascota. ―Cállate ¿Y tú, qué haces acá? Sandra le ordenó a Gogue que volviera a encerrarse. No contuvo Adrián su molestia. Le dijo a Sandra que era una pésima madre y ella inundó de gritos todo el apartamento. Una vez que se disiparon, como las ondas de un estanque al ser lanzada una piedra, y después de que Adrián saliera impaciente, Sandra llamó a Gogue para que volviera a la sala. Adrián le marcaría hasta la noche siguiente. Lo único que hizo fue preguntar por Gogue. ―No sé por qué tu obsesión con mi hijo. ―Siento una conexión muy fuerte con él. ―No te esfuerces en ello. Gogue no te requerirá mientras me tenga a mí. Y él le colgó, molesto. Había transcurrido la primera semana sin saber nada de Adrián. Sandra quería reclamarle lo de los peces negros. Le molestaban sus ojos rojos, su andar lento y confiado en el acuario mientras el ángel parecía empequeñecido. Desde que Adrián dejó de verla, Sandra tenía más tiempo para cuidar de los peces. Los guppys eran diminutos pero veloces, mientras los tres ángeles solían avanzar juntos. Angelín nadaba despacio, sin la espontaneidad con la que había llegado. Sandra le vio la cola rasgada. Le costó creerlo al notarlo: los guppys nadaban veloces hasta morder al ángel blanco; se estrellaban en su cola y le arrancaban un pedazo que poco a poco descendía hasta el fondo de las piedras. Sandra tomó la red y pescó los guppys recién comprados. Los juntó en una cubeta y los arrojó al retrete. Al poco tiempo, distinguió que los peces negros también lo mordían de las aletas y la cola. El otro apenas y nadaba, tan sólo por la orilla. 17
Sacó a los peces negros y los metió en otra cubeta. Ya vería qué hacer con ellos. La noche siguiente Sandra no pudo dormir. Escuchó algunos movimientos en la sala. Vio a Gogue de espaldas, atento al acuario. Como los pétalos de una flor, Gogue le arrancaba al angelito algunos retazos de la cola, mientras éste se estremecía con movimiento agónico. Sandra tomó a Gogue de los hombros y, después de zarandearlo y obligarlo para que devolviese el pez al agua, le dio una bofetada que casi lo tumba por completo. Gogue huyó a su cuarto, despavorido. Sandra al poco comprobó que el daño estaba hecho. Suspendidos en la orilla yacían los restos del pez ángel, como si fuese una hoja de papel flotando entre las aguas. Sandra sentía un bochorno inmenso en el departamento desde que Adrián decidió no volver. Y, aunque Gogue no era el culpable, no dejaba de sentir que de no haber sido por los peces, nada de eso habría ocurrido. Más de una semana dejó Sandra a los peces negros sin alimento; esperó lentamente que se ahogaran en su propia inmundicia; pero estos resistían, obstinados. Sus cuerpos eran apenas una sombra difusa al fondo de la cubeta. El agua, con un color terroso, ocultaba su mirada ensimismada y rojiza. Se olvidó del asunto hasta observar uno de los cuerpos a flote irreconocible. No parecía el cuerpo con vida que le arrancaba la cola al pececito blanco; era lo más parecido a un coágulo de sangre. Una vez que murió el primero, esperaba con ansias que flotara el segundo. Sandra recogería los restos del pez del agua hedionda; tendría las aletas carcomidas y no habría rastro alguno de sus ojos. Parecía que el sobreviviente se los habría arrancado. Sandra quería saber lo que sospechó desde el principio: que el pez que sobrevivía era el más grande de todos y el primero en haber llegado al acuario. Era, sin embargo, el último recuerdo que quedaba de Adrián. Sacó al último pez de la inmundicia y sintió su desesperación en el aleteo de su cuerpo. Lo metió al acuario para observar sus ojos rojos, todavía desafiantes, su cuerpo oscuro y fétido. Gogue, al notar lo que ocurría, le reclamaba a su madre lo que hacía con sus peces. Encerró al niño en el cuarto, aunque no parara de gritar ni de golpear la puerta. Volvió a sacar al pez del agua. Era tal su frenesí por acabar con él, que al sostener con fuerza su cuerpo pegajoso, lo único que deseaba era concluir todo aquello. Quería aplastarlo por sí misma con su puño, pero no podía hacerlo. Gogue ya no gritaba cuando Sandra arrojó al pez negro con el betta. Dejaría pasar una hora, y otra más, y las necesarias hasta que el contacto fuese definitivo. 18
Dejaría a Gogue encerrado en su cuarto para comprar otra bolsa de plástico donde le traería nuevamente un pez ángel como el que Adrián consiguió para el día de su cumpleaños. Cerró la puerta del apartamento. Al dirigirse hacia la calle procuró no pensar en los gritos de su hijo. Tal vez si regresaba con unos peces idénticos todo podría volver a la normalidad. Le apestaban las manos, aunque no era la primera vez que lo sentía. No creía que hubiera forma de lavarlas por completo.
José Luis Rangel Gasperín (Xalapa, 1997) estudió Letras Hispánicas en la UNAM, así como un diplomado en Creación Literaria por la Universidad Veracruzana. Entre 2012 y 2016 publicó en Diario de Xalapa su columna Mar de tinta, que versaba sobre cuestiones de literatura contemporánea. Ha sido becario del Instituto de Investigaciones Filológicas y miembro de Soga viviente, proyecto de fomento a la lectura en Hueyapan, Morelos, surgido a raíz del sismo de 19-S. “Los peces en su bolsa” pertenece al libro de cuentos Jardín de noche, de próxima publicación.
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Retrato de veintitantos Paola Rodríguez
Soy una mujer medio plena medio triste soy una mujer que habita todas sus regiones y retorna a la ausencia siendo una misma Fui la niña que jugó en el lodo y un miedo creció en mí como las uñas o el cabello, y lo llevé conmigo vagamente por los años: vine a echar raíces en el crisol podrido de la confusión Gotea sudor frío sobre la incertidumbre Lo más preciso en mi vida —algunas veces— Es que soy una mujer —otras— que antes de ser mujer me supe nuevamente infante, que me volví para mirarme niña y entendí cómo pactaban la inocencia y la atrocidad Soy una mujer hecha a semejanza del error ceniceros meditabundos las cuencas de mis ojos, cadera afilada como navaja la sonrisa rota, la que carga el dolor punzante de la madre astillado en las clavículas, la de mirar de ceniza consumiendo de un tajo al coraje silencioso Antes de ser mujer herí 21
perdoné ultrajé amé hice rodar en centenares de caminos las ruedas de mi exilio y en todos los vértices de las cicatrices del tiempo no encontré más que soledad Guardo en mi vientre la memoria de los que ya no están a la medida de la herida de los días del crujir al resquebrajarse la familia Guardo el abrazo tibio de la hermana y también las lágrimas de los padres todavía frescas en un frasco de vidrio, para no olvidar el sacrificio que hace la semilla para volverse raíz y que en mis venas se apresura y derrama la vida para recordarme que no todo está perdido Son mis dos piernas dos lánguidos pilares que sostienen este ultrajado templo aguas turbias de mis manantiales Persigo el olor a juventud con mi nariz obtusa soy como el perro manso que se deja acariciar por el tenue viento que me despeina, en mí se perpetúa el estrepitoso eco de la violencia que atestigua cada respiro que abandona mi cuerpo y hunde mi aliento en constantes llamaradas queriendo sellar mi destino sin lograrlo Soy todas mis edades, Soy mi madre 22
Soy mis hermanas Soy el sacrificio del tiempo El fruto del padre Soy Soy todas y soy yo misma Soy asidero de la palabra dónde deposito la poesía que no acierta a contenernos
Paola Rodríguez. Estudiante de Lengua y literatura hispánicas UV, egresada del diplomado en Creación literaria SOGEM Veracruz y del diplomado en Literatura Europea INBA. Ha tenido participación en seminarios por parte del IILL-UV y talleres de carácter literario por los que destaca su participación en el CONELL XVII como creadora, así como colaboraciones con la revista Funk. Escribe poemas y divagaciones –aunque no parezca debido a su mínima publicación, a excepción de su aparición en Tintero Blanco– desde hace casi una década. Actualmente es becaria en el SNI.
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Poemas Janelli M. Galán González Tiempo Se inventó un día la cuenta mortal Llegó, se estancó, se volvió eterna. Nacieron las manecillas que atormentarían cada paso de rayo solar. Las estrellas no se hicieron para ser contadas El tiempo sí. Porque aun cuando lo hay en exceso Jamás alcanza. Se pudre como una fruta madura Se derrite, se consume, se deshace. Vuelve a la tierra como recuerdo del primer paso de su existencia pasa, corre, huye. Y ahí, hecho una masa asquerosa de olor desagradable, criatura amorfa corporalmente transformada en la evidencia de su propia existencia. Con sus segundos me acaricia con un erotismo fantasmal Me posee sin siquiera notarlo. ¿O es que me doy cuenta y lo vuelvo un acto consensuado? Un roce violento, una lágrima de placer, el morbo vigente. Mi rostro se desfigura completamente a medida que le permito sumergirse en mí Mis piernas siempre firmes se vuelven sumisas, esclavas. Y así, el lugar donde se creaba la vida perdió su propia vitalidad.
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Principio y fin Sumergirse en el mar ahogarse en las aguas jamás adiestradas molusco evidencia de un inicio. Rastros de inexistencia observables desde un punto corporeidad de la nada. Desvanecerse con el viento volverse partícula de polvo perdida en el espacio. Renunciar a la vitalidad prescindiendo de todo color resultado de un final.
Larga muerte al poema Carnicería de líneas rojas La escena del crimen es papel caníbal que contiene el cadáver de la creación. La sangre a veces tinta, a veces tecla envuelve ideas suicidas que no llegaron a nacer. Autopsia de estrofas violencia versal peritaje de palabras. Caso que si no se resuelve pasa al archivo penal y el cuerpo fosa lingüística común.
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Si no te habla, entonces déjalo morir en paz ya habrá tiempo de volver a ser poeta u homicida.
Janelli Miroslava Galán González (Xalapa, Ver., 25 de septiembre de 2000). Actualmente cursa las licenciaturas de Lengua y Literatura Hispánicas y Derecho en la Universidad Veracruzana. Publicó en el primer número de la revista Elemento Artístico de la Subsecretaría de Educación Media Superior y Superior de Veracruz, donde continúa colaborando. Participó en el décimo tercer curso de creación literaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el género de poesía.
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Familias rulfianas Daniela Isabel De la Fuente Esquinca Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte; que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo... Juan Rulfo
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ecidí irme a un café para leer más a gusto los cuentos de El llano en llamas. Nunca me había visto en la necesidad o el deseo de leerlos. Había leído Pedro Páramo ya varias veces, pero nunca El llano. La mayoría de las personas leen algunos cuentos de Rulfo en su paso por la secundaria, sin cavilar demasiado en ellos casi siempre. Todo lo que pudieron capturar de ellos fue el sentimiento de desesperanza, tal vez la sátira en algunos, pero sin saber muy bien por qué o de dónde. Sé que, si yo los hubiera leído por entonces, no habría entendido nada. Comienzo por leer “Es que somos muy pobres”. En la mesa de a lado, un chico y una chica están teniendo su primera cita. Lo sé porque el café es muy estrecho y nos separan menos de dos metros de distancia, lo que facilita que escuche su conversación sin estorbo alguno. Todavía están un poco incómodos el uno con el otro. El chico está haciendo un esfuerzo muy obvio por agradarle. Debería estar concentrada en mi lectura, pero algo que dice ella capta mi atención. Él le ha preguntado por los lugares a donde ha viajado; ella menciona Australia y añade a modo de explicación que ahí vive su padre. Vine a Australia porque me dijeron que acá vivía mi padre… Él se sorprende, exclama: “¡¿En serio, Australia?!”. Me es incomprensible por qué le entusiasma tanto este dato, pero supongo que es parte de la danza ritual de seducción. Ella dice entonces: “Sí, en Australia. Esa es una larga historia en realidad, no tengo una gran relación con mi papá.” Y comienza a relatarle dicha larga historia. Su padre la contactó cuando estaba en tercero de secundaria. “De pronto quiso tener una relación conmigo, le habrá dado culpa, yo qué sé.” Siento una punzada de empatía hacia ella: yo tampoco tengo una gran relación con mi padre. Supongo que constituye una parte importante de la mexicanidad, eso de no tener un papá presente. Quiero decir, el mío estaba en casa, pero no estaba. Era un fantasma, como los de Comala. Así es como siempre lo vi, deambulando por la casa, sin saber muy bien qué hacer o a dónde ir, atrapado persistentemente dentro de aquellas paredes. Cuando nos fuimos, él se quedó allí, anclado a aquella casa huérfana y estéril.
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Yo no conozco a mi padre, pero conozco al personaje de las historias que cuentan mamá y mi tía, la hermana mayor de papá. Alguna vez fue un niño escuálido de siete años, trabajando en una carnicería lavando pisos y robando gallinas para revenderlas y poder llevar un poco de dinero a casa. Vivían entre cinco láminas mi papá, mi tía y su abuela, y tenían un pequeño patio cercado con alambre. Sé que la abuela era una de esas mujeronas de antes, que habían nacido sabiendo cocinar y disparar. Se sentaba en una mecedora a fumar puros y masticar tabaco. Tenía los dientes blanquísimos porque solía untarse la ceniza que restaba después de cocinar y luego la escupía en la tierra. También sé que le gustaba implementar castigos físicos a los niños que no se portaban bien. La tía aún tiene una cicatriz del tamaño de una pelota de tenis, recuerdo de una ocasión en que la abuela la colgó de cabeza a un árbol porque había salido a pasear con un muchacho a sus trece años. Por eso papá no sabía muy bien cómo ser en nuestra presencia. Había soñado siempre con una casa grande, de varios pisos y muchas habitaciones, pero los niños que crecían en esa casa no tenían carácter, desde su perspectiva. Tampoco podía hacer uso de la fuerza ni reaccionar violentamente sin que mamá le señalara su condición de mono. Así que se convirtió en un fantasma. Al final, pienso, tal vez eso pasa siempre con todos los padres, o casi todos. Se saben ineptos, inadaptados, disfuncionales, así que huyen o se diluyen. Papá no nos dejó porque no quería que sus hijos crecieran sin padre, como él. Pero bien habría sido lo mismo, y así lo hubiera preferido a veces, en vez de convertirse en aquella alma en pena, en búsqueda eterna por purificación, la cual estoy segura nunca hallará. Poco después del inicio de la narración de la chica, entra al café un niño flacucho con una mochila semivacía a su espalda y en la mano una caja llena de chocolates para vender. Se acerca a mi mesa y me pregunta si quiero comprarle uno, le digo que no, gracias. Luego le pregunta a la pareja, que también niegan con un gesto, sin interrumpir su plática. Mi empatía hacia ella se evapora. Yo, que había vuelto a intentar leer “Es que somos muy pobres”, me asqueo de esta escena en la que participo y me disgusta percibir la ironía de la situación. No soy muy distinta a ellos. El niño pasa por todas las mesas y nadie compra ningún chocolate. Saluda a los baristas y se va. Pienso fugazmente en la larga jornada que le espera para lograr vender aquellos chocolates o juntar el dinero suficiente para dar por terminado el día; en si en casa le espera una abuela violenta y viciosa; en si sus hermanas mayores se convirtieron en putas de la angustia o putas de a de veras; en si su padre es un mono, experto en el uso quimérico del cinturón o la lía. La mesa de al lado continúa hablando de los sellos en sus pasaportes, él hace un listado de todas las ciudades del mundo que ha visitado. Continúo leyendo. “No oyes ladrar a los perros” me envía a lugares oscuros de mi interior. Tengo frente a mí a mi mamá. Me dice, como otras veces, que la decepciono, pero esta vez parece ser la última vez. Parece ser la última porque a partir de ahora no puedo decepcionarla más. En esta visión que ahora corre por mi cabeza, ella me ha descubierto. Ella llora. Yo intento explicarle, defenderme. Hablo como nunca hablo, con palabras que nunca utilizo y con el temple que rara vez 30
encuentro. Estoy a la defensiva, por supuesto. Pero digo cuanto quisiera decir: en mi fantasía lo consigo y triunfo. Mamá es católica, como tantas señoras mexicanas, pero no sólo eso. Ella siempre espera que tomemos las decisiones que ella tomaría, y cuando no las tomamos, se enfada mucho, llora y nos dice que somos una ruleta de decepciones. Yo soy la hija de en medio, y eso, según el conocimiento popular y revistas pseudocientíficas, significa que soy la más rebelde. También significa que soy quien más la decepciona y que he tomado el mal camino. Además, soy la que más se le parece y yo creo que de ahí viene gran parte de su empute. Mamá siempre fue muy estudiosa, sacaba las mejores notas en la escuela, le gustaba leer y escribir, estar a solas, sentirse incomprendida, tener romances y ser la persona más inteligente en una habitación. Yo no soy muy estudiosa, pero me gusta leer y saber cosas. También me gusta estar a solas, sentirme incomprendida, tener romances y ser la persona más inteligente en una habitación, aunque rara vez lo soy porque busco rodearme de gente más inteligente que yo (ahí se asoma mi vena masoquista). Así que sí, somos muy parecidas, pero al mismo tiempo no. Ella es ella y yo soy yo. Para mamá, sin embargo, las cosas no funcionan así. Ella es ella y yo soy un apéndice de ella. Por eso mi imperfección es dolorosa. Pienso todo esto y la garganta se me cierra. Inclino a un lado la cabeza con el propósito de dejar que las lágrimas se escurran y pueda limpiarlas discretamente para recuperar la vista que se había visto obstruida. ¿Por qué he tenido qué pensar en todo esto? Tengo esa mala costumbre de condensar mis temores y anhelos en simulaciones controladas, en universos alternos donde soy capaz de lidiar con ellos. Sé perfectamente que aquella conversación no se daría así; la realidad es distinta, caótica. No soy muy buena expresando mis sentimientos, no podría dar un discurso así sin hincharme del llanto y tener que abrirme paso entre las fuerzas que oprimen mi tráquea y mi pecho, mucho menos tan elocuentemente. Mamá probablemente ya me habría quitado todo derecho de hablar, todo poder, antes de que pudiera terminar de decir algo. No descarto la posibilidad de una buena bofetada por su parte y la amenaza de no continuar manteniéndome y 31
pagando mis estudios, que esta vez seguro cumpliría. Reconozco la ironía de mi peor escenario cuando pienso en aquel niño y su caja de chocolates. Regreso al libro en mis manos y pienso en los protagonistas de “No oyes ladrar a los perros”. Me digo a mí misma que no es un misterio por qué el hijo se fue por el mal camino. No conozco a ningún sujeto auténtico —y con esto quiero decir que posea una identidad auténtica, sea él mismo— que no haya decepcionado a sus padres. Me pregunto qué tanto de cierto es lo que el padre dice del hijo, incluso. Tal vez porque estoy proyectando en él la figura de mi madre, pero no puedo evitar pensar que el padre pueda estar exagerando las maldades de su hijo. Tampoco descarto que el hijo sí sea un malhechor del calibre que describe el padre, pero pienso que es probable que precisamente esas imposiciones y presiones ejercidas por los padres suelen llevar a los hijos a tomar las peores decisiones, con tal de escapar de su dominio. Si la cago y la recago, si toco fondo, ya nada puede esperarse de mí. Reflexiono en cómo la institución familiar nos jode la vida a todos. Entre el deber religioso y moral que nos son inculcados en el seno familiar, la búsqueda de nuestra verdad y libertad se vuelve un crimen. “Estoy cansada”, me gustaría decirle a mamá, pero no puedo. Decir que estoy cansada igualmente cuenta como infracción. Termino de leer el cuento con la boca hecha un ano. Conjeturo, ¿en verdad no oía ladrar a los perros, o sólo quería desesperanzar a su padre para que lo dejara ahí de una vez y no continuara con sus reproches? Yo también habría querido que se rindiera, no vale la pena salvarse si a cambio se tiene que sufrir el infierno en vida. En la mesa de al lado, la chica menciona que durante un breve periodo vivió en París, después de dejar la casa de su madre, a la que abandonó porque ya no la aguantaba. Finalmente, después de un mes allá, regresó a México, directo a la casa de mamá. “¿Y te recibió así nomás?”, “Claro, ya le había dicho que ella tenía la razón, y a ella le encanta tener la razón.” ¿Por qué suena tan familiar? Admito haber sentido cierta aversión hacia ella al escuchar que su madre había ganado: no pude evitar calificarla de débil. Sin embargo, sé que no es su culpa. Es difícil hacer frente a cualquier sistema de control, especialmente cuando has mamado de su teta. No hay que olvidar que todo disidente es considerado un bandido. Y no todos tenemos madera de bandidos. Yo creo que al final eso es lo que Rulfo quería que viéramos en su narrativa: un reflejo de nosotros mismos. Estás leyendo y de pronto pareciera que está hablando de uno y hasta te incomodas. Hace ya muchas décadas que estamos lejos de la Revolución y todavía encuentras esa densidad en el aire que es el desaliento colectivo, con pequeñas oleadas de esperanza que caracterizan al pueblo mexicano. El México de Rulfo sigue siendo nuestro México. Las señoras se siguen persignando y santiguando ante representaciones de libertad sexual al mismo tiempo que santifican a los Anacleto Morones del mundo de cuyas manos conocieron la muerte chiquita. Las jóvenes se siguen convirtiendo en putas cuando no tienen vacas. La Ley de Talión sigue siendo vigente y la venganza es la única justicia. Todos los hombres siguen anhelando ser Pedro Páramo, aun cuando Pedro Páramo los engendró y los olvidó a su suerte. Todos desconocemos el camino por donde andamos a tientas y no oímos ladrar a ningún perro. 32
Igual y por eso Rulfo ya no escribió más. Después de tanto desierto y tanto andar ahondando en la podredumbre, se le acaba a uno la fuerza o el olfato, o le queda a uno de costumbre la sed y se le pega la pestilencia a la piel, de la que ya no se va. Las familias rulfianas de eso son: pura sed y peste. Y cristiandad, pero eso ya es redundancia.
Daniela Isabel De la Fuente Esquinca, nacida en Cárdenas, Tabasco, actualmente reside en Xalapa, Veracruz, donde cursa la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana.
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