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La casa grande
Dayana Agudelo Meneses | dagude22@eafit.edu.co | @daymen2
Hay un lugar en el que reposa mi infancia. Todos los recuerdos de la niña que fui están comprimidos en las habitaciones de una casa, aquella que fue mi primer lugar en el mundo.
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Para hablar de ella, le decimos La casa vieja, La casa grande, o simplemente La casa, con el artículo que antecede al sustantivo en mayúscula, porque no hay otra, porque es una sola y ninguno de nosotros la confunde con las demás. Porque vivir allí había sido un sueño infantil convertido en realidad para mi hermana y para mí, que ya cruzábamos el camino hacia la adolescencia. Pero también para mis padres, como una auto recompensa por una infancia que no fue lo que esperaron. Porque mientras se iba el último camión con nuestras pertenencias, lloramos viéndola por última vez: vacía, deshabitada, sin nosotros.
La casa grande, como solían ser las casas viejas, era de tapia. El techo inalcanzable, los muros gruesos y el olor constante a tierra mojada me hacían creer que vivía en una finca en medio de la urbe.
La casa grande tenía una acera donde cabían hasta dos carros. Mirándola de frente, un guayacán se levantaba por la derecha y sus ramas le ganaban en altura a la casa de tres pisos de los vecinos que nunca conocí. Cuando florecía, dejaba el suelo amarillo y yo imaginaba que el árbol había hecho una colcha de flores para los invitados. La primera reja era pequeña y abrazaba un jardín con rosas rojas y rosadas, dos bancas de madera, un buzón al que le entraba fácilmente el agua y una lámpara alta de luz blanca con telarañas. Luego, había dos ventanas amplias a cada lado y una segunda reja en el centro, que cubría todo el frente de la casa, desde el suelo hasta el techo.
Antes, cuando La casa no era nuestra, la mirábamos como un niño mira un juguete ajeno, sin embargo nunca pensamos en comprarla. Mi papá bajaba siempre por esa calle para ir a trabajar, y cualquier día, un hombre al que no conocía le dijo que estaban vendiendo una casa muy buena. Mi papá, que le brillaban los ojos con los negocios, aceptó y luego de hablar con el dueño, hicieron un trato. A La casa solo le habían cambiado el tejado una vez y en esa ocasión encontraron hojas de periódico con fecha de 1860. Además, contaba el dueño que amarraban de las rejas a los caballos mientras los campesinos descansaban para comprar gaseosas y cremas que vendían los dueños.
Ilustración: Shuni | @shunikuz
espacio que siempre estuvo vacío pero que la dividía en dos con una puerta de madera pintada de azul.
Luego de la puerta, había un patio sobre la izquierda lleno de enredaderas y cuernos que colgaban de una reja por la que siempre teníamos un pedacito de cielo privado. A la derecha estaban mi habitación y la de mi hermana, la mía no tenía puerta y estaba conectada por el interior con dos arcos. La había elegido porque tenía una ventana con un asiento en el que me imaginaba sentada en cojines, leyendo como las chicas de las películas que vivían en lugares que quedaban muy lejos. En el centro, inmediatamente después del patio, había una mesa grande de madera ancha y pesada con ocho sillas incómodas, también de madera. A la izquierda, el baño común y más adelante otras dos piezas con pisos en madera que servían para guardar juguetes, planchar la ropa, ver televisión y hacer la siesta.
La casa grande parecía siempre abierta. Una vez se traspasaran las dos rejas del frente, todas las habitaciones parecían una sola plaza, grande, iluminada, alta, libre.
Al lado derecho de la gran mesa de madera estaba la cocina, el único espacio de la casa al que le habían reformado el suelo. Todo lo demás, salvo algunas habitaciones en madera, estaba cubierto con pequeñas baldosas desordenadas, , algunas verdes, otras rojas, blancas, azules, anaranjadas con formas geométricas. Gastadas, quebradas, opacas y flojas.
La tercera y última parte de la casa era la zona de ropas y el balcón de madera que miraba al solar, en el que teníamos árboles de brevas y palos de limones, además de ocho gallinas coloradas que vivían en una casita de madera y nos daban un par de huevos cada día; una pareja de patos y sus crías; Lassie, una pastor collie que dejaba una cortina de pelos blancos y largos por donde pasaba; uno o dos gatos que algún día se fueron y nunca los volvimos a ver; Clifford, el schnauzer cachorro que ahora tiene 13 años; y una jaula del tamaño de una habitación pequeña, en la que mi hermana satisfizo su fascinación por los animales, donde llegamos a tener más de 12 pájaros, dos cacatúas y un loro que solo me mordía a mí.
Hablar de La casa es hablar de la niña que fui, de la vida que era, del Aranjuez que era. Pero ya no somos ni la casa ni la niña ni los adultos ni el barrio ni la vida. Hablar de La casa es desear un mundo que era sencillo, que no tenía tantas preguntas. Gastón Bachelard escribió alguna vez acerca de la casa: el lugar al que irremediablemente volveremos durante el resto de nuestra vida. Volvemos a lo que fuimos, al pasado intacto de lo que fue nuestro primer mundo, la infancia que quedó inmóvil en la casa, nuestra primera relación con los espacios, la habitación propia o compartida, la cocina que rememora olores o el patio iluminado que enmarca un pedazo de cielo.
Hace poco volví, y de lo que era La casa, solo queda el guayacán de la entrada, aunque un poco diferente a lo que recordaba. Tal vez con el tiempo las memorias habían cambiado y los ojos de la infancia habían visto todo más grande, más poderoso, más interesante y más misterioso. Ahora hay un supermercado. En lo que era el jardín, están las cajas para pagar. El suelo es todo blanco, sin ningún resalto, uniforme, aburrido. Toda la luz es artificial. El techo parece que estuviera más cerca de las personas. Las paredes son blancas, angostas y falsas, como si estuvieran siempre a punto de caer. Al fondo a la izquierda hay una puerta que dice en rojo: “Solo ingresa personal autorizado”, y por un momento imaginé que detrás de ella aún quedaban el solar, los árboles, la luz, el olor a tierra mojada.
No estuve mucho tiempo y lo poco que estuve permanecí en silencio. Intenté pensar qué había sentido. Luego supe que no había vuelto a La casa, porque volver a donde ya no queda nada de lo que un día conocí, no era volver. Y en ese sentido solo podré volver cerrando los ojos.