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Esa vasija es de El Salado
Silvia Natalia Rojas | snrojasc@eafit.edu.co | @natalia.rojasc
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De la herencia indígena colombiana permanecen pocas costumbres, entre esas la alfarería. El arte de moldear el barro y transformarlo en vasijas siguió vigente en un pequeño barrio al occidente de Medellín.
Sobre la comuna trece las historias parecen ilimitadas. Si la gente no se enteró en los artículos de los periódicos hace quince años, la retahíla es narrada con los mismos acentos y comas en uno de sus lugares más concurridos: La estación de San Javier. Allí, donde la imparable verborrea sobre la historia de la zona ataca los oídos de los que quieren escucharla y de los que simplemente cuentan los minutos para cumplir con sus quehaceres, retumban unas cuantas palabras: “las personas de por allá arriba practican la alfarería en sus casas”.
Suena como ese dato curioso que genera un brinco interno y que en el exterior se refleja con un levantamiento de cejas o una mueca en los labios. Para muchos se queda ahí, un dato, un par de palabras. Medellín, centro urbano e industrial, tiene una zona pequeña y bien delimitada dedicada al trabajo que realizaban las comunidades indígenas hace cientos de años. Para ellos, la cerámica es como las mujeres: contiene sustancias que se transforman para dar lugar a la vida. La vigencia de su pensamiento se expresa con las numerosas vasijas que albergan semillas de lo que, en su momento, se convertirán en hermosas y encrespadas plantas. El pasar del tiempo no cambia la realidad fáctica de una sabiduría milenaria.
En la cultura indígena, ese trazado manual de arcilla combina las únicas condiciones inherentes del ser humano: nacer y fallecer. Así como la vasija era sutilmente comparada con el retrato femenino que fecunda vida, esta misma, también se convertía en la urna funeraria que en su forma de útero figuraba como el lugar donde el muerto renacía en un nuevo ser. El pulido ensamblaje de barro que realizaron las comunidades indígenas, además de convertirse en una herencia digna de admirar por sus diseños y usos, sirvió de guía para las personas que, en diferentes lugares de Colombia, quisieron continuar con la tradición alfarera.
El camino es culebrero, cada diez minutos se detiene el bus 221 en el corazón del barrio donde un par de curvas arriba se encuentra La loma. Y sí, el nombre le hace justicia. La mirada se concentra en el macizo intenso de lo que parece una fábrica de cerámica bien estructurada y próspera. En la entrada se escuchan unos cuantos ladridos y el cálido sonido de un: “A la orden, ¿qué se le ofrece?”.
Cuando era un pelao de 15 años, Gildardo Henao, aprendió por su padre el oficio al que se dedicaron generaciones de la familia. Actualmente, su tienda de cerámica lleva más de treinta años abierta y unos seis meses sin fabricar alguna vasija o matera. Su cara de pesadumbre es el reflejo del sinsabor que le genera no solo la inevitable pérdida de su oficio, sino la ingratitud de sus mismos paisanos hacia la artesanía que comparten desde la época precolonial que, de manera atípica, se convirtió en una tradición de esa zona. Las dificultades económicas, el recorte de personal por las prestaciones de los trabajadores, entre otras razones, las cuales resume él con un: “La gente quiere todo barato” y señala una alcancía que podría almacenar al menos un millón de pesos, cuesta seis mil y él la vende a cinco.
La arcilla se forja manualmente o por medio de un molde que al día siguiente se retira. Después de darle forma se deja secar unos días para que esta llegue a cierta textura al momento de pulirla. Cuando su estructura está fina, se vuelve a esperar quince días para meterla al horno; este solo funciona al final de cada mes. Evidentemente un proceso que requiere dedicación, fuerza manual y creatividad, es devaluado más que el peso colombiano. Menos mal, en aquella zona, don Gildardo no es el único que vibra con el color intenso de las vasijas.
Allá arriba en aquel alto, una montaña calva desprende en su pendiente un barrio conocido por pocos y temido por muchos. El sol, en su sigiloso y rojizo andar, se oculta cada tarde entre las cumbres de la cadena montañosa que abriga el diario vivir del barrio El
Salado, donde la resiliencia y tradición se exhiben sin precaución en los ojos de sus habitantes.
Tomar a la derecha en el teléfono rojo, pasar por la tiendita de don Martín, ver unas niñas trenzadas contando monedas para comprar el confite de $50, subir las escalas pasando por un pequeño lavadero de motos, girar a la izquierda en la puerta enchapada negra y en unos pasos llegar al terreno de doña Blanca y sus hermanos. Las gallinas no son las únicas que acogen la entrada, en el fondo unos cuantos cerdos se escuchan chillar, doña Socorro dice que los de diciembre causaron sensación. No se comparan con su árbol de mangos en el que ni una rama se salva de su azucarado sabor. Pero los animales y las frutas no son el único fulgor de la casa, abajo del tronco se oculta un pequeño taller con algunos moldes de vasijas y ollas que guardan un par de historias propias de contar.
“Yo trabajo barro desde que tenía por ahí unos catorce años en la casa de mi mamá. Unas cuarenta o cincuenta familias de por aquí, todas trabajaban el barro”, explica doña Blanca, la segunda de cinco hermanos, de los cuales ninguno además de ella, quiso dedicarse a ese oficio. Orgullosa, admite que se conoce todo el barrio porque le gustaba acompañar a su mamá a vender materitas por las casas.
La montaña a su alrededor tiene toda la tierra necesaria para fabricar muchas vasijas. En ese tiempo el asunto era llevar a la casa la cantidad necesaria para poder trabajarla. “A Piedra Negra íbamos a traer el barro, allá está la quebrada y por esos montes nos metíamos con machete, con los hermanos míos pequeños, yo era la más grandecita”. De niña caminaba por las peñas y recogía el musgo, esto, porque antes de tener el horno, las familias quemaban las materas en el suelo con una yerba llamada jaragua. Su mamá prendía el nido y las tapaba con estiércol de vaca seco que levantaba de las mangas, eso se quemaba y quedaba, según el barro que se utilizara, una vasija roja o negra.
“Me pusieron dizque ‘la camella’, porque yo cargaba mucho. Y en los diciembres nos veníamos por toda La América, La Floresta y vendíamos todo ese bulto de musgo”. Poco a poco, Blanca se fue quedando con los lugares en los que vendía con su mamá y empezó a fortalecer su negocio. “No teníamos manos pa hacer”, sacaba pedidos cada veinte días y las personas querían que fuera cada ocho. De lo que más se hacía era pailas, tinajas, callanas, de esas vasijas para hacer la comida. “Al mes, yo sacaba una tanda que valía por ahí 150 mil pesos, a uno le parecía mucho siete mil pesos, ocho mil, con eso se compraba uno la ropa pa los hijos”. Ese esfuerzo le sirvió para alzar a sus hijos, pero no la preparó para enfrentar el peligroso barro que inevitablemente la haría resbalar.
La guerra en su esplendor golpeó su puerta en el año 2002. Ella y sus vecinos empezaron a sentir la pesadez del ambiente en incontrolables balaceras que no respetaban ni el débil concreto de las casas. El trabajo a escondidas y el temor para recoger el barro limitaba sus encuentros con proveedores en las plazas más concurridas de la ciudad. Ella y las demás familias del barrio se arrullaban en las noches con las sinfonías toscas de balines en el cielo.
“A mí me mataron un hijo”. En ese momento el joven tenía unos 26 años, trabajaba en Santa Marta con una empresa de muebles, pero ese agosto quiso viajar en temporada de flores, su favorita, a las oficinas que tenía la compañía en Medellín. Nunca pensó que ese sería su último desfile de silleteros. “Esa gente de por acá le echó el ojo y me cogió a mi muchacho y me lo mató”, segundos después, la madre sentencia: “Yo quedé sin alientos”. Doña Blanca enterraba al segundo de sus hijos entre el barro con el que muchos años atrás lo crió.
No quiso coger fuerzas hasta cinco años después, aunque ya no realizaba materitas de la misma manera. Había empezado haciendo doce en el día, seis por la mañana seis por la tarde, pero, después de su tristeza, los años comenzaron a pesarle y la salud mostraba cuenta de cobro. En ese momento, a duras penas lograba terminar una en dos días. De esa guerra no salieron vivas ni las personas ni las materas. El ambiente de miedo se había aferrado a sus trajinadas manos llenas de arcilla y la montaña que los arropaba, nostálgica, esperaba sentir de nuevo los pasos de niños levantando tierra y musgo.
De las cuarenta o cincuenta familias que se dedicaban a la alfarería y salían a vender su artesanía cada quincena, queda solo una. Esa casa con el árbol de mango enorme, en ocasiones prende su horno y pone a relucir la tradición que alguna vez colmó los caminos de la admirable y valiente gente que habita el barrio El Salado.
Caminar y escuchar cada palabra al pisar, muchas veces ensordece y otras