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Asociación Cultural Periódico Estudiantil Nexos MARZO 2020
ESA VASIJA ES D Silvia Natalia Rojas | snrojasc@eafit.edu.co |
@natalia.rojasc
De la herencia indígena colombiana permanecen pocas costumbres, entre esas la alfarería. El arte de moldear el barro y transformarlo en vasijas siguió vigente en un pequeño barrio al occidente de Medellín.
S
obre la comuna trece las historias parecen ilimitadas. Si la gente no se enteró en los artículos de los periódicos hace quince años, la retahíla es narrada con los mismos acentos y comas en uno de sus lugares más concurridos: La estación de San Javier. Allí, donde la imparable verborrea sobre la historia de la zona ataca los oídos de los que quieren escucharla y de los que simplemente cuentan los minutos para cumplir con sus quehaceres, retumban unas cuantas palabras: “las personas de por allá arriba practican la alfarería en sus casas”. Suena como ese dato curioso que genera un brinco interno y que en el exterior se refleja con un levantamiento de cejas o una mueca en los labios. Para muchos se queda ahí, un dato, un par de palabras. Medellín, centro urbano e industrial, tiene una zona pequeña y bien delimitada dedicada al trabajo que realizaban las comunidades indígenas hace cientos de años. Para ellos, la cerámica es como las mujeres: contiene sustancias que se transforman para dar lugar a la vida. La vigencia de su pensamiento se expresa con las numerosas vasijas que albergan semillas de lo que, en su momento, se convertirán en hermosas y encrespadas plantas. El pasar del tiempo no cambia la realidad fáctica de una sabiduría milenaria. En la cultura indígena, ese trazado manual de arcilla combina las únicas condiciones inherentes del ser humano: nacer y fallecer. Así como la vasija era sutilmente comparada con el retrato femenino que fecunda vida, esta misma, también se convertía en la urna funeraria que en su forma de útero figuraba como el lugar donde el muerto renacía en un nuevo ser. El pulido ensamblaje de barro que realizaron las comunidades indígenas, además de convertirse en una herencia digna de admirar por sus diseños y usos, sirvió de guía para las personas que, en diferentes lugares de Colombia, quisieron continuar con la tradición alfarera. *** El camino es culebrero, cada diez minutos se detiene el bus 221 en el co-
razón del barrio donde un par de curvas arriba se encuentra La loma. Y sí, el nombre le hace justicia. La mirada se concentra en el macizo intenso de lo que parece una fábrica de cerámica bien estructurada y próspera. En la entrada se escuchan unos cuantos ladridos y el cálido sonido de un: “A la orden, ¿qué se le ofrece?”. Cuando era un pelao de 15 años, Gildardo Henao, aprendió por su padre el oficio al que se dedicaron generaciones de la familia. Actualmente, su tienda de cerámica lleva más de treinta años abierta y unos seis meses sin fabricar alguna vasija o matera. Su cara de pesadumbre es el reflejo del sinsabor que le genera no solo la inevitable pérdida de su oficio, sino la ingratitud de sus mismos paisanos hacia la artesanía que comparten desde la época precolonial que, de manera atípica, se convirtió en una tradición de esa zona. Las dificultades económicas, el recorte de personal por las prestaciones de los trabajadores, entre otras razones, las cuales resume él con un: “La gente quiere todo barato” y señala una alcancía que podría almacenar al menos un millón de pesos, cuesta seis mil y él la vende a cinco. La arcilla se forja manualmente o por medio de un molde que al día siguiente se retira. Después de darle forma se deja secar unos días para que esta llegue a cierta textura al momento de pulirla. Cuando su estructura está fina, se vuelve a esperar quince días para meterla al horno; este solo funciona al final de cada mes. Evidentemente un proceso que requiere dedicación, fuerza manual y creatividad, es devaluado más que el peso colombiano. Menos mal, en aquella zona, don Gildardo no es el único que vibra con el color intenso de las vasijas. *** Allá arriba en aquel alto, una montaña calva desprende en su pendiente un barrio conocido por pocos y temido por muchos. El sol, en su sigiloso y rojizo andar, se oculta cada tarde entre las cumbres de la cadena montañosa que abriga el diario vivir del barrio El