Edición 195

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ISSN:2322-74GX | A帽o 29 | Edici贸n 195 | Distribuci贸n gratuita | 12.000 ejemplares | Medell铆n, abril de 2016 | www.periodiconexos.com.co


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Asociación Cultural Periódico Estudiantil NEXOS

Abril de 2016

ÍNDICE

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MIRADAS ENTRE CRISTALES

POR MARTÍN URIBE

HOMENAJE PENDIENTE POR ESTEBAN RESTREPO

HEREDERO DE TAMBORES POR MATEO ORREGO

A UN METRO DE DISTANCIA POR SANTIAGO LONDOÑO

LA TIERRA LA EXTRAÑA TAMBIÉN POR XIMENA SANÍN

PLEGARIAS EN LA AGUACATALA POR SOFÍA PÉREZ Y MANUELA PALACIO

RECORDAR SIN RECELO POR MANUELA GUTIÉRREZ

PERIODISMO DE ESCRITORIO POR MARÍA ALEJANDRA CARRILLO

¡ÉCHELE TALCO AL TACO! POR MIGUEL ÁNGEL CORREA

RECUERDAS

POR MARÍA GIRALDO

RECUERDAS

POR EMILIA CORSO

ILUSIÓN

POR PEDRO JUAN VALLEJO

UNA ILUSIÓN POÉTICA POR MARÍA CAMILA CARDONA

Ilustración Sara Buitrago behance.net/sarabuitrago64


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¿CÚANDO DEBEMOS DEJAR DE CRECER? Agustín Rendón Calle

Director/ arendon7@eafit.edu.co

En el reino de los Nutabes, los Catíos

y los Nuhamíes, no pasaba nada, ni siquiera el tiempo; los pocos astros que lograban escabullirse por las cumbres se convertían en dioses, y sus historias iban y venían libremente, hasta que eran acribillados por dioses importados que a fuerza de doctrina sentenciaba el olvido. Cuando llegaron por primera vez los arrieros a este valle tan nuestro, no había nada que mostrar, se trataba de un simple lugar de paso, con buenas camas, buenos cigarros y un buen anís, una noche era suficiente para reponer energía y emprender camino hacia pueblos más promisorios. Nadie, ni siquiera Julio Verne en una de sus mejores locuras, podría imaginar que el pocillo de Antioquia se convertiría en ciudad, que los matorrales pasarían a ser pesebres modernos, que las inmensas ceibas mutarían a grises chimeneas y que la contaminación deshidrataría el rocío que trae consigo el alba. La ciudad nació sin que nadie se diera cuenta, contra todo pronóstico se erigió Nuestra Señora de La Candelaria de Medellín, entre historias de la Madre Monte, el Mohán y la llorona cobró vida una sociedad pujante y llena de valores heredados, que aún estando ubicada en entre las montañas y el olvido, se consolidó como la capital de la industria y el desarrollo. Sin embargo este proceso no es gratuito y, como todo cambio genera convulsión, le llegó la hora a nuestra casa. La ciudad de Medellín ha sido testiga del cambio, observando en silencio como la interacción de las dinámicas sociales llevaron esta ciudad a convertirse en la caja menor de Colombia, con una industria que pulula, atrayendo cada vez más campesinos nómadas con la promesa de un mejor futuro. Pero las dinámicas sociales no se detienen y la villa pasó de testiga a ser víctima del cambio.

La paleta de colores que hoy compone el paisaje urbano está dominada por el gris, el negro y el marrón: grandes moles de cemento brotan cual colmillos de la infértil tierra y de verde no hay mucho. Nos movilizamos de a uno en carros para cinco y nuestras ansias de poseer nos llevan a querer siempre más, a roer hasta el último de los recursos; desdibujando constantemente las fronteras entre campo, selva y ciudad. Si viviéramos en una novela surrealista del Boom Latinoamericano, en los canales regionales se dirían cosas como “gruesas columnas de humo emergen de las chimeneas, suben por las laderas, viajan entre edificios, calles y uno que otro árbol y, por último, se posan en los pulmones ajenos, dejando en ellos su cuerpo y alma” o “ante la actual crisis ambiental, nuestros dignos dirigentes decidieron reunirse para tomar cartas en el asunto; hasta ahora han llegado sólo 15 de los 40 distinguidos diputados, la plenaria tuvo que detenerse en dos ocasiones porque se acabó el café y en últimas se pospuso para la semana que viene, mientras se encuentra a alguien que sepa como prender el video beam” Nos fue heredada una ciudad que innova, que aprendió a construir sobre las cenizas de sus males, que se atreve día a día a repensarse sin temor al cambio; pero de nada sirve alegrarse de premios importados, porque cuando el medellinense se asoma por la ventana al despertar no piensa en el Nobel de urbanismo, no piensa, tan solo alcanza a ver un grisáceo manto de composición indescifrable colgando sobre la ciudad de sus amores y, necesariamente tiene que enfrentarse a la pregunta, ¿en qué momento llegamos hasta este punto? Aún estamos a tiempo de repensar la comarca, de tomar decisiones que nos eviten dolores de cabeza en el futuro y, porque no, una que otra pulmonía.

DIRECCIÓN AgustÍn Rendón arendon7@eafit.edu.co GERENCIA María Camila Cardona mcardo26@eafit.edu.co EDICIÓN Paulina Echavarría G. pechava2@eafit.edu.co

Ideas y Cultura Asociación Cultural

Periódico Estudiantil NEXOS

Natalia Zuluaga Miguel Ángel Correa Maria Alejandra Carrillo María Giraldo Martín Uribe Manuela Velásquez Manuela Gutiérrez Sofía Pérez Esteban Restrepo Mateo Orrego Ximena Sanín Pedro Juan Vallejo

DESARROLLO HUMANO Santiago Londoño slondo24@eafit.edu.co Catalina Botero Dahyana Rivillas María Fernanda Villafañe EDICIÓN WEB Y Carolina Restrepo SOCIAL MEDIA crestre79@eafit.edu.co Nelly P. Hernández Sara Tangarife

MERCADEO Manuela Sanín msaninb@eafit.edu.co Mateo Emilio Saltaren Andrés Ríos Santiago Mejía Daniel Gómez María Antonia Chinkousky Catalina Botero Mariana Lopera Felipe PORTADA Juan Esteban Tobón DISEÑO Y MONTAJE Daniel Beltrán Castello PREPRENSA E IMPRESIÓN Casa La Patria AGRADECIMIENTOS Desarrollo Humano Universidad EAFIT Fundado el 13 de agosto de 1987 por Jorge Restrepo, Jaime Cadavid, Claudia Patricia Mesa y Gustavo Escobar. Personería Jurídica No. 568 de septiembre de 1993. Carrera 49 No. 7 Sur-50 / Bloque 29 oficina 517 EAFIT nexos@eafit.edu.co / www.periodiconexos.com Teléfono: 261 93 02

Los artículos firmados son responsabilidad exclusiva de los autores y no representan expresamente el pensamiento editorial del periódico.


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MIRADAS

ENTRE CRISTALES Martín Uribe

muribev3@eafit.edu.co

De

historias aprendemos en universidades y bibliotecas. Pero también en los trasteos, cuando nos cambiamos de sitio transformamos la mirada, el trasteo es un reconocimiento de lo que somos. Desempolvamos lo que permanecía guardado, nos deshacemos del objeto estorboso y encontramos tesoros perdidos. La basura acumulada que alguna vez fue muy importante reposaba en un rincón. En el trajín nos ensuciamos de lo que hubo y de lo que queda. Conocemos nuestras alergias y le damos un apretón de mano al atrás, a los que estuvieron allí antes que nosotros construyendo la misma historia. Entonces empieza la expectativa de lo que viene, ¿para dónde vamos?, ¿qué va a pasar con el sofá? Duchazo de agua fría y empezamos a reconocer los espacios con los sentidos atentos, unos entran repelentes y otros aventureros. Algunos son reacios al cambio, pero tiernos gruñones que se adaptan, son los que más sonríen después. Los lugares nos forman, implican nuevas reglas, reaprender y re-aprendernos, compartir nuevos entornos, abrir la mirada. Ahora estamos como recién bañados, estrenando y oliendo rico. Ya el café nos lo tomamos con cuidado para no ensuciar el tapete. “Los ascensores son pequeños pa tanta gente” se dice por ahí, pero ascensores en los que ya nos saludamos. Ya cruzamos miradas entre cristales, nos vemos las caras. Estamos reconociendo a los vecinos y qué amables son, todos son bienvenidos. Esguinzarse

“Conocemos nuestras alergias y le damos un apretón de mano al atrás, a los que estuvieron allí antes que nosotros construyendo la misma historia.” un tobillo es casi una entrada al spa amarillo del primer piso. De ahí para arriba se comparte en el cafetín, en el cubículo y en el pasillo. ¿A qué suena el bloque? De pronto a un ascensor que saluda, de pronto a silla que no chilla. ¿A qué huele? quizá a tablero sin mancha y a tapete sin pelusa. ¿Cómo se ve? como gente que camina. Se descansa en colores con forma de sillón. Se conversan cigarrillos en la terraza, o simplemente se sube para nada, solo a mirar y a recibir un ventarrón. Al final del día en el bloque quedan vidrios con huellas, quedan rastros de que estuvimos. De que aún estamos. Pensar que hace tan poco caminábamos por corredores de baldosa vieja y subíamos escaleras con los mismos afanes de hoy. Del bloque antiguo no sólo quedaron escombros, siempre habrá alguien que lo recuerde porque ya

muchos pasaron por ahí. Del 29 viejo queda esa foto con los Renault 4 parqueados al frente. Cuando al frente solo había parqueaderos. En la mente de aquellos que vivieron el 29 antiguo aún está el ventilador de pared, la ventana de celosía y el aire acondicionado arcaico de temperaturas extremas. Otros sabrán que en el 29 viejo hubo una pajarera en el último piso y los canarios eran más bien estudiantes. Habrá alguien que nunca olvidará las sillas de madera y los pasillos estrechos. Hoy se ven entre papeles curtidos los recibos de pago de años atrás, recibos que están ahí solo para envejecer, para transformarse en documentos históricos. Estamos estrenando claro, pero no es ese tipo estrene en el que tiramos a la basura lo viejo, es un estrene distinto porque sabemos lo que costó construir nuestra historia y la historia no se pierde de la nada. Olvidarla sería olvidarnos.

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ELECCIONES DE REPRES EN EAFIT

Profesores y estudiantes podrán postularse como representantes al Comité de Escalafón (en caso de ser profesores), al Consejo Académico (en caso de ser estudiantes de posgrado) o a los cuerpo colegiados (en caso de ser estudiantes de pregrado). La convocatorio estará abierta del 7 al 22 de abril. “¡Con vos las ideas tienen voz!”

EAFIT INVITA AL CUIDADO DEL MEDIO AMBIENTE

Enmarcado en la campaña Gestos amables con el planeta, la Universidad EAFIT invita a todos sus miembros a unirse a los retos que ayudarán a mejorar la calidad del aire en Medellín: utilizar el transporte público de la ciudad, compartir el carro con varias personas, evitar venir a la Universidad en carro o moto si se vive cerca, disminuir al máximo la cantidad de trayectos diarios y reducir las actividades deportivas en las horas de la mañana. #Yomeunoalreto.

GUSTAVO JARAMILLO, RETRATOS Y ESCULTURAS

Desde el jueves 17 de marzo y hasta la primera semana de mayo estarán en exposición las obras de Gustavo Jaramillo. Retratos y esculturas de diferentes personalidades que han marcado la cultura mundial. La entrada es libre y la exposición estará en el primer piso de la Biblioteca Luis Echavarría Villegas.


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HOMENAJE PENDIENTE Esteban Restrepo

erestr36@eafit.edu.co

Para mí el 28 de junio de 2014 es, hasta hoy, el día más maravilloso que me

dio el fútbol. Ese día la Selección Colombiana de Fútbol le ganó 2-0 a Uruguay y se clasificó por primera vez a los cuartos de final de la Copa Mundial de la FIFA; ese día, 14 valientes, comandados por un tal James David, inflaron de gloria millones de camisetas amarillas y llenaron de júbilo los corazones de nosotros, sus compatriotas. Por lo menos a mí ese día jamás se me olvidará, ¿cómo olvidar ese riflazo del ‘10’ que entró de picabarra? Pero hablar de la Selección es muy sencillo, básico: ¿quién no apoya al seleccionado de su país? ¿Quién en Medellín, Bogotá, Cali o Barranquilla lo va a mirar feo a uno por llevar la amarilla puesta? ¿Quién en Leticia, Quibdó, Popayán o Villavicencio me criticaría por ir con la ‘10’ del ‘Pibe’? ¿Quién en Cartagena, Pasto, Tunja o Manizales no dijo que era gol de Yepes? A todas las preguntas anteriores me atrevo a responder con toda tranquilidad: nadie. Hinchas de la Selección somos todos por patriotismo, porque, sean quienes sean, los futbolistas cargan en sus hombros nuestra bandera. Sufrir y celebrar por Colombia, o mejor dicho, por el equipo de fútbol que representa a Colombia, no tiene nada de raro ni de cuestionable, pero entonces ¿por qué sufren y celebran los hinchas de los clubes? ¿Por qué hay gente de Medellín y de Nacional? ¿Qué hay de diferente en ser hincha del Cali a ser hincha del América? ¿Por qué unos escogen Santa Fe y otros Millonarios? ¿Por qué algunos dejan todo por ir el domingo a ver al Junior? Responder a cabalidad las anteriores preguntas es extremadamente difícil, pues hay tantas respuestas como hinchas, pero para entender a grandes rasgos la esencia del tema en cuestión, vale la pena pensar: ¿qué es un hincha? Un hincha es un apasionado, un loco o una loca por el fútbol y la tradición de unos colores que lo han sufrir, pero también celebrar. El hincha es fanático, es un enamorado de su escudo; y en esta ocasión es de ese tipo de persona de quien quiero hablar, del buen hincha, no de violentos y desadaptados como los que suele presentar la prensa, y tampoco de esos que ni son, esos que yo considero, apenas, simpatizantes o seguidores, esos que ni conocen el estadio y ven los partidos si estrictamente les queda ‘alguito de tiempo’. Quiero hablar de los que con respeto sienten profundamente a su club, hinchas de buena fe y sanas costumbres a los que hace rato les debemos un homenaje. Sobretodo por estos seis aspectos: LA ESENCIA El buen hincha es diferente, es mejor, es más sensible y más sensato. Sebastián, hincha del Deportivo Independiente Medellín, asegura que “el buen hincha es objetivo y no deja llevar su criterio solo por sentimientos”. Además el buen hincha se distingue por su manera distinta de entender el fútbol y la pasión futbolera. Se reconoce porque le importa su equipo y por encima de cualquier cosa: lo que pasa en la cancha, lo futbolístico. “Critico demasiado a los que son hinchas de la barra y no de Nacional, que les preguntás algo de fútbol y te responden de trapos y de peleas. Una de las cosas más importantes en el fútbol yo creo que es la fiesta, el folclore y el carnaval, pero en la popular hay gente, sobretodo niños, que van sólo por eso y no entienden ni siquiera qué es un tiro de esquina”, dice Manuela, quien ajusta casi 10 años yendo al estadio. LA RESILIENCIA Ser resiliente es aguantar y sobreponerse a situaciones adversas, y el buen hincha, por amor a su club, lo es. El fútbol, como cualquier deporte, es de alegrías y de tristezas y en nuestro medio hay unos que han corrido con una suerte menos deseable que la de los demás. Juan José tiene 21 años y es socio del Deportivo Cali y expresa que “sí, hemos tenido más tristezas que alegrías, por algo somos el equipo más subcampeón del país, pero eso al verdadero hincha verde y blanco no le importa”. Sebastián, también resiliente por naturaleza, cree que “para los otros [equipos tradicionales] es más normal ser campeón, nosotros sufrimos más. Ser hincha del Medellín es como estar en una batalla porque por cualquier cosa se van a burlar de uno”. EL SENTIDO DE PERTENENCIA “Es muy difícil sentirse orgulloso de algo que no sea la familia o uno mismo, pero Nacional causa ese tipo de cosas”, cree Manuela, y acierta porque el buen hincha defiende los ideales de su equipo y se siente orgulloso de los logros de

su institución o de los que la representan. “Soy hincha del único club del país que tiene un sistema de apropiación por acciones, es decir, que le permite al verdadero hincha ser dueño del club, y que es además el único equipo con estadio propio en Colombia. Soy hincha del equipo que en vez de invertir en jugadores caros y figuras, ha invertido en muchachos humildes que han forjado una gloriosa cantera” dice con expresión de satisfacción Juan José, refiriéndose a la esencia del Deportivo Cali. Sentido de pertenencia es identificarse por convicción con un equipo de fútbol. “Llegar en tan poquito tiempo a 3 finales y perderlas todas, gravísimo. Igual yo no me cambio de ser hincha del rojo porque esto es de sufrir y de disfrutar, esto es distinto, a mí me gusta” finaliza entre risas Sebastián. LA CRÍTICA CONSTRUCTIVA Criticar por criticar es un desatino absoluto, pero es muchísimo peor criticar para destruir. La critica constructiva es difícil y tiene que ser concienzuda y objetiva, bien argumentada y asertiva. “Como buen hincha uno tiene que ir a alentar al Medellín y querer el bien del equipo, pero si el equipo está jugando mal o le falta mejorar algunas cosas, así esté ganando, uno tiene que ser critico con el equipo, porque ser un buen hincha es ayudar al equipo a mejorar”, argumenta Sebastián cuando se le pregunta sobre cómo evaluar el rendimiento del equipo de sus amores. Además de ser criticones y no críticos, y de ser destructivos, un error recurrente en muchos hinchas es ser “ciegos”, ser pasivos y defender situaciones indefendibles. Manuela, a sus 19 años, está segura de que “criticar a un jugador no me hace a mí ni a nadie mal hincha. Uno critica porque quiere que el equipo mejore siempre, y eso significa que no se puede creer que si alguien juega en Nacional es el mejor y mucho menos pensar que no se puede decir nada sobre él”. EL RESPETO AL RIVAL El buen hincha es respetuoso. Incluye y convive con el rival. No ataca y no excluye a los que defienden otro escudo; es correcto y tiene claros sus ideales. “Todo el mundo [hinchas de Nacional] odia a los hinchas del Medellín, pero si vos les preguntás: oíste, ¿vos por qué odiás al Medellín? la gente responde que es porque todos los demás también lo odian. En realidad siguen las masas sin razón alguna o criterio propio”, explica Manuela. Un hincha respetuoso sabe valorar al rival y sus virtudes; para Sebastián, que va a ver al Poderoso desde el 2004, “no es buen hincha ese que por más que las cosas de un equipo rival estén muy bien hechas , simplemente porque son de otro equipo, ya las ve como algo malo y se va en contra de ellas”. LA AMISTAD “El Cali me dio muchísimos amigos, por ejemplo: me volví muy amigo de los vecinos en la tribuna por el solo hecho de que compartimos una misma pasión”, cuenta Juan José demostrando que el fútbol como pasión es un motivo más para establecer relaciones con el que sea que la comparta, con cualquiera que la entienda. Los deportes en general pueden forjar amistades imprescindibles, pero es la amistad entre hinchas la que considero más pura, pues no importa ni de dónde viene la gente ni para dónde va, lo que importa es el lazo que generan el escudo y los colores. Manuela va siempre a la tribuna Oriental del Atanasio Girardot con varios de los que hoy son sus mejores amigos, reconoce que: “amo el fútbol porque me ha dado cosas muy lindas, y de las cosas más lindas que me ha dado han sido amistades verdaderas, y eso para mí es muy importante”. Los buenos hinchas son el corazón de la camiseta, son esos que representan los valores intachables que encarna el fútbol como juego y como deporte. No admiro a los aficionados rasos que disfrutan ponerse una camiseta, admiro al que la lleva por cariño y no por moda o comodidad social. Admiro al hincha de verdad. Aplaudo y celebro a ese enamorado del fútbol que por tradición o convicción defiende con respeto un escudo y unos colores que le han partido el alma, pero que sobretodo lo han llenado de gloria.


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HEREDERO DE

TA M B O R E S Mateo Orrego L.

morrego7@eafit.edu.co

Ilustración María Camila Quintero Malicia facebook.com/malicia

S on aproximadamente las 9:30 de la noche, de un taxi se baja un

hombre negro no muy alto, cabello canoso, camisilla blanca, pantalón de drill habano y zapatillas negras bien lustradas; camina con un swing especial, cierto sabor que lleva por dentro y que con gran facilidad hace notar. Ayudado por un hombre más joven baja cinco bultos bastante grandes y dos maletas del taxi, el de menos edad paga la carrera mientras que el primero enérgicamente entra todas las cosas y le da las gracias al taxista. Por el camino del sitio mío, un carretero alegre pasó… Un poco alejado de las raíces, atrapado en las obligaciones del día a día, sin saber muy bien de dónde se viene o para dónde se va, uno se encuentra, por lo que llamaré casualidades de la música, con algunos hombres ejemplares. A este, nosotros, los estudiantes de música, lo apodamos El maestro de las cucharas después de escucharlo tocar. Ninguno de nosotros había escuchado antes a alguien cuya habilidad le permitiera ponerle tanto gusto a un bambuco con un simple par de cucharas de madera. El maestro de las cucharas es Rubén Jaramillo Restrepo, un músico nacido en Envigado en 1950, el tercero de los seis hijos de Marta Restrepo y Jesús María Jaramillo. Marta Restrepo “fue una mujer descendiente de tres generaciones de esclavos africanos que llegaron aquí más o menos en el año 1800” cuenta con mucho orgullo don Rubén. Jesús Jaramillo, apodado El negro suso Jaramillo, fue un músico y profesor de tenis y golf bastante reconocido en Envigado. Don Rubén dice que su acercamiento a la música fue gracias a su padre, quien siempre lo llevaba a los ensayos de su grupo. Así fue como aprendió a tocar los bongós desde los 6 años y a partir de ahí la música siempre estuvo presente en su vida. - El 6 de noviembre de 1959 hice la primera comunión. Yo estaba todo arregladito porque habían hecho una reunión en la que estaba tocando mi papá con los amigos, el grupo iba a empezar a sonar y yo ya estaba listo pa’ bailar cuando me dice mi tía “¡Quieto! Usted no puede bailar” y me agarra y me lleva para donde mi papá. Cuando terminaron de tocar la primera canción entonces mi papá se para y me dice “Toque”. -Don Rubén y entonces ¿cuándo decidió que lo que usted quería para su vida era hacer música? -Pues resulta que yo estaba trabajando, trabajaba en la fábrica de Coltejer de aquí de Envigado, y una tarde me da a mí por mirar por la ventana y veo yo ese cielo azul, azul, azul, con las montañas allá al fondo, y me digo “¿Yo qué estoy haciendo aquí?” y entonces decido que voy a renunciar y que me voy a dedicar a hacer música que era lo que realmente me apasionaba. Resulta que antes de salir le pego una patada a una máquina y me aporreo el pie (risas) y entonces ahí también me digo “pero eso sí, tengo que salir bien de aquí” Una epifanía producto de la naturaleza -que rompe la monotonía de la vida de un hombre- le muestra a don Rubén el camino que hasta hoy lo


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ha llevado gratamente por la vida conociendo personas, culturas, idiomas y música que hoy es completamente suya. Se pasan la vida hablando del ritmo nuevo mi hermano… Los cinco bultos y las dos maletas son las tumbadoras y otros instrumentos del mismísimo Rubén Jaramillo; estos los ha conseguido con el pasar de los años o él mismo los ha fabricado. Son los instrumentos que lleva consigo donde sea que vaya a tocar. Después de entrar todo, don Rubén junto con el hombre más joven, su hijo Luis Miguel Jaramillo, comienza a acomodar las tumbadoras, los bongós y los otros instrumentos que había llevado. Hay cuatro personas en el lugar sin contar las dos mujeres que atienden en la barra y don Rubén se ve bastante animado, se pone una camisa verde de flores y la salsa suena mientras habla con su hijo. Pasan una, dos, tres canciones y salen a la calle, la salsa no para y ya se ha fumado dos cigarrillos. Mientras tanto discute acerca del concepto de la honestidad junto con dos mujeres, dos estudiantes alemanas que están de intercambio en la ciudad y que nuevamente por las casualidades de la música llegaron a ser alumnas de percusión de don Rubén. - Esto lo prendemos ahorita - Asegura con un contagioso aire de salsa y alegría. Mamá yo quiero saber de dónde son los cantantes… Don Rubén comenzó su vida profesional en la música junto con un grupo de amigos en Medellín y con ellos viajó por varias ciudades del país. Más tarde fue invitado a tocar con el grupo Génesis de Colombia, un grupo nacido en la primera generación de rock colombiano por los años 70. Con este grupo tocó en Bogotá durante algunos meses, realizando presentaciones en universidades y algunos teatros de la ciudad y cuando se les presentó la oportunidad comenzaron una gira de conciertos hacía el sur, recorrieron los pueblos cercanos al Cauca: El Bordo, Bolívar, Rodadero; pasando también por Pasto hasta llegar a Quito. Después de casi un año de realizar conciertos, el grupo se separó, pero don Rubén junto con Fernando Echavarría (guitarrista) y Beatriz Vargas (flautista) continuó viajando. Conformaron el grupo Viajeros de la Música y siguieron su camino hasta llegar a La Paz, donde vivieron y tocaron juntos durante poco más de un año. Después de esto don Rubén quiso seguir viajando hacia Brasil, pues desde muy pequeño le había llamado la atención este país. Así llegó, como guiado por la raza, a Salvador de Bahía, uno de los centros negros más grandes después de África, donde vivió durante más de un año. Después de preguntarle por el valor de la música en este momento de su vida, casi como un abuelo que instruye a su nieto, don Rubén me da una respuesta llena de una valiosísima sabiduría. -Los dos pilares de la vida de uno son el espiritual y el físico. El espiritual se logra cuando uno tiene conciencia de qué es uno en la vida, qué es uno con relación a la naturaleza, no en cuanto a la plata, no, nada de eso sino en cuanto a la naturaleza, y esa es una de las riquezas que ha perdido el ser humano. Eso implica tener una forma de Dios, porque para mí Dios es naturaleza, nadie nos va a castigar si nos portamos mal ni esas cosas. Y la segunda la parte física: de las tristezas que uno pueda tener cuando se muera es no haber utilizado el organismo, entonces yo, haciendo todo esto –toca sus tumbadoras– he logrado disfrutar y ya tengo todo clarito y ahora estoy terminando de utilizar la maquinaria para que cuando me muera, el cuerpo se funda y el espíritu pueda seguir tranquilo. Es que ni Dios ni la música existen, es uno el que les da forma. - termina diciendo el maestro de las cucharas Dos gardenias para ti, con ellas quiero decir… Ya van siendo las 10:30 de la noche y el ambiente comienza a tornarse más propicio para el espectáculo. El gran teatro en el que se presenciará el concierto de esa noche es el patio transformado de una casa vieja cerca al parque lleras, Calle 9+1 es el nombre del lugar. Por su fachada nadie podría decir que es un bar, es una casa de dos pisos con la puerta a la derecha y encima una carpa azul. Al entrar hay una pequeña sala con todo tipo de carteles tapizando sus paredes. Al seguir se llega al contemporáneo escenario, el patio, sus paredes brillan por la pintura de neón salpicada por todos lados que surte su efecto gracias a las luces negras, hay un llamativo dibujo de un oso que se puede ver a la derecha al entrar y en la parte de atrás un gran telón con la frase “no todo lo que brilla es oro”. Las sillas para el público son de madera, más bien casi que una tortura para que nadie quiera permanecer sentado y todos se paren a bailar cuando llegue el momento. Mi gato se está quejando que no puede vacilar… Don Rubén cuenta que tiempo después de haber estado en Brasil y haber regresado a su tierra decidió irse a vivir a San Andrés junto con Sandra Liliana Romero, quien sería la madre de 8 de sus 11 hijos, con

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ella vivió durante 20 años y conformaron el dúo Rubén Flauta y Bongó. Después de 4 años de vivir en San Andrés don Rubén y Sandra decidieron irse a vivir a Costa Rica, donde también vivieron 4 años para después regresar a vivir a Colombia. 5 de sus hijos viven con él en una casa en Envigado. Es una casa pequeña, tiene una puerta de garaje color café, al entrar lo primero que uno se encuentra son sus cinco tumbadoras en el pasillo que lleva a la sala. Allí hay una maleta con algunos de sus instrumentos y en una mesa en la esquina están organizados los equipos junto a una caja con vinilos de 78 RPM, otra caja en el suelo repleta de casetes y long plays repartidos por ahí. En medio de la sala, mientras se toma un tinto y se fuma un cigarrillo don Rubén cuenta que ha tocado con Clara Uribe, Alci Acosta, Los Gaiteros de San Jacinto, Willie Colón, Maite Hontelé. Que ha viajado a San Basilio de Palenque, Calarcá, Quindío, Cali, entre muchos otros lugares que seguramente están guardados en su memoria. -Yo no tengo nada, pero tampoco le he quitado nada a nadie por eso es que yo vivo tranquilo. “Tranquilo” dice don Rubén mientras cierra los ojos y abre las manos como quien no tiene nada qué ocultar, transmite un sentimiento de satisfacción y paz realmente sincero. Tal vez a eso era a lo que se refería alguna vez Borges con el arte como un espejo que nos revela a nosotros mismos, algo así, algo así como esa tranquilidad de don Rubén, esa satisfacción de haber viajado

Es que ni Dios ni la música existen, es uno el que les da forma. por el mundo, de haber hecho lo que siempre le ha gustado, de vivir sin restricciones, prejuicios o temores, esa paz en la conciencia de no haber buscado las cosas materiales que tan fácil se pierden, sino de haber encontrado en la música, en el público, en el escenario, el verdadero sentido de una vida bien vivida. Tal vez a eso se refería, a esa misteriosa forma de poder decir que uno es feliz. Mi voz puede volar, puede atravesar cualquier herida… Faltando poco para las 11 entra don Rubén caminando con su tumbao, le sigue su hijo y más público, saben que ya es la hora de comenzar; entonces todos toman sus lugares y mientras la salsa aún está sonando don Rubén empieza a acariciar sus tumbadoras, cierra los ojos, como concentrándose, como entrando en una especie de trance, poco a poco surge un ritmo sincopado, como un llamado a cierto sentimiento, a un movimiento inconsciente de todo el que escucha; de pronto, como sin querer que lo noten el hijo de don Rubén también entra en escena golpeando los bongós y el cajón; los sonidos comienzan a mezclarse, es un dialogo de tambores que todos pueden comprender y que aún sin quererlo los induce al disfrute, a dejarse llevar de aquí para allá por las primigenias concepciones de la música, el ritmo. Padre e hijo se miran, no hablan pero se entienden, se sincronizan perfectamente, las vibraciones de los parches al choque con las palmas llenan cada rincón del lugar, parece que hubieran ensayado durante meses y meses, pero la verdad es que basta con que hayan vivido juntos toda la vida; todos están atentos, los instrumentos cantan con alegría, con un sabor que solo un heredero de las ancestrales tradiciones de tambores africanos podría traer desde otro tiempo, es ese arte, esa creación, esa música.

Titi tu tiqui cha cucha pla pla pla… y después un estallido de aplausos por parte del público, un maravilloso espectáculo, dos maestros percusionistas han dejado la emoción del público por lo alto, la predicción de don Rubén se cumple, prendieron la cosa y la noche apenas empezaba.

Pronto llegará el día de mi suerte…


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A UN METRO DE

DISTANCIA

Santiago Londoño

slondo24@eafit.edu.co

M

ateo llegó a las 7:10 a.m. a la estación Hospital. Estaba a la espera de una compañera de práctica con la que partiría hacia el sur de Medellín. Pasaron cuatro trenes del Metro. En ninguno de ellos llegó. Ya sea por acto de resignación o de impaciencia, decidió subirse al quinto. Cerradas las puertas e iniciada la marcha del vehículo, Mateo “activó su radar” y rodeó el lugar con su vista en busca de alguien atractivo. Allí estaba. Junto a una de las puertas había un hombre con quien cruzó miradas pero que ignoró al instante. Al terminar de divisar, volvió al lugar de encuentro de las visiones. Aún seguía ahí. Era un hombre de cuerpo ancho, no muy alto y con una mirada persistente escondida detrás de los cristales de sus gafas. Pasaron tres estaciones de un vaivén de ojeadas que hasta ahora no mostraban más que una atracción. Al llegar a la estación central y de hecatombe social –San Antonio– salieron decenas de personas e ingresaron muchas más, que con varios empujones redujeron el metro de distancia en el que se encontraban los dos sujetos, quedando a muy pocos centímetros. Mateo tenía sus manos abajo, no se sostenía de nada. Era tanta la aglomeración de personas que su cuerpo estaba acuñado y protegido de cualquier caída. Vio que el otro bajó la mano y con ella rozó la suya. Ese hombre pasó a sujetar dedo por dedo de una mano ajena hasta apoderarse de ella. Nadie se rehusó. No hubo palabras. No fue necesario. En el transcurso de Exposiciones a Industriales el tren que abordaban frenó de golpe. Mateo no supo como reaccionar, solo soltó la mano de aquel que no tuvo pudor para sujetar su muñeca y quien no dudó en volver a agarrar lanzando una sonrisa. Sin desaprobar la acción, Mateo se emocionó y sujetó como si se aferrara a quien ya conocía hace años. Una voz que salía de los pequeños parlantes que se encuentran al lado de cada puerta del vagón, anunciaba que el tren estaba a punto de llegar

a Industriales, la estación final del corpulento de gafas, quien ante tal aviso sacó el celular de su bolsillo y anotó su número para que Mateo lo observara y lo guardara. No lo hizo. Solo lo arrebató de sus manos, borró las diez cifras y escribió las suyas. Al bajarse solo se dieron una sonrisa reciproca, pero nadie se despidió. No hubo palabras, no hubo miradas desde San Antonio, tampoco miedo ni recato para sujetar las manos de un desconocido. Solo un cruce de miradas al principio, un silencioso coqueteo en todo el recorrido y un número al final que ayudaría a iniciar lo que hoy ya lleva un año. *** “Ese día desperté a las 5:30 de la mañana y escuchaba a Facundo Cabral entonando ‘Este es un nuevo día’”, recuerda Juan Pablo de aquel 11 de febrero cuando se disponía a organizarse para iniciar un día laboral. De camino a su trabajo, usa el Metro. Tenía la costumbre de ubicarse en una de las primeras puertas. Al llegar a la estación Hospital observó como un joven blanco, con el cabello corto y ondulado y con saco vino tinto, era empujado por otros al interior del coche, quedando en medio del vagón. “No podía dejar de mirarlo. Él no se dio cuenta de eso, pero después de un rato me miró y desvié mis ojos volviendo a él varias veces”. Juan Pablo es chef. El restaurante donde cocina queda a pocas cuadras de Industriales. El tren hizo su parada en San Antonio. Por su alto congestionamiento peatonal, Juan Pablo y el joven de vino tinto quedaron lado a lado. “Como yo estaba cerca de la puerta, las personas que entraban me empujaban hacia adentro haciendo que quedáramos juntos. Fue algo que no busqué que sucediera, pero pasó”, dice sin desaparecer la sonrisa con la que inició su relato. “Yo estaba escuchando música y quería cambiar la canción, así que bajé la mano hacia mi bolsillo para coger mi celular pero rocé su mano. Ahí empecé a coger uno por uno sus dedos”, cuenta mientras entrelaza sus propios dedos para hacer

Al llegar a la estación central y de hecatombe social salieron decenas de personas e ingresaron muchas más, que con varios empujones redujeron el metro de distancia en el que se encontraban los dos sujetos.

una demostración y añade que en el momento sonó ‘You’re beautiful’ de James Blunt. “En medio de dos estaciones, el tren frenó. Él se aferró fuerte a mi y luego me soltó, pero yo lo sujeté de su mano nuevamente”. A medida que avanzaba la historia, Juan Pablo mostraba más seguridad en sus palabras y las adornaba de forma que fuese explícito lo que sentía en el momento. Una sensación de buenas energías, según describe. Pocos minutos después, Juan Pablo llegó a su estación final y decidió sacar su celular, anotar su número y mostrárselo a quien agarraba, esperando quizá que reaccionara la memoria fotográfica de quien no conocía y no fue así:

“Cuando le mostré mi número, él me quitó el celular de las manos, borró mi número y escribió el suyo. Luego lo solté y bajé mientras lo observaba. Nos sonreímos. Fue una sonrisa no sé si de agradecimiento, si de picardía, si de un momento bien construido”. Esa mirada fue el comienzo de algo. Ese mismo día, en la noche, Juan Pablo le habló al hombre que había guardado entre sus contactos solo con la palabra ‘metro’ como referencia. Hubo una presentación informal, uno que otro cruce de palabras hasta las dos de la mañana y una invitación a salir que hasta hoy ha dejado como resultado una relación de más de un año.


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LA TIERRA LA EXTRAÑA

TAMBIÉN Ximena Sanín

msaninp@eafit.edu.co

Ella estuvo presente en mi mente durante todo el día, intenté olvidar la fecha

para sentirme un poco mejor y poder seguir con mi vida, pero no pude. El 31 de marzo era su cumpleaños y aunque el cerebro quiera olvidarlo, el corazón tiene memoria propia. Cada año, antes de mi cumpleaños, le doy a mi mamá una pequeña lista de los regalos que me gustaría recibir y ella escoge el que prefiera. Hace algunos abriles, solo había una cosa en la lista: “quiero un perrito”. Consciente de la cantidad tan grande de perritos abandonados que hay en la ciudad, yo estaba segura que quería adoptar uno y darle un hogar. Aunque al principio mi mamá se negó, después de insistirle durante todo el día todos los días, finalmente aceptó. Había una camada de cachorros para adopción en Guarne, junto con mi mamá emprendimos el viaje y luego de unos 50 minutos nos encontramos con los perritos. Eran 12 en total, 12 diminutas bolas peludas de color negro que jugaban por doquier, de ellas hubo una que me llamó la atención, una perrita. Vi como todos sus hermanos se le trepaban encima, le mordían las orejas y le halaban la cola, parecía más bullying que juego. No sé si fue el instinto protector o la ternura que producía ver como todos la molestaban, pero la escogí a ella. Todo el trayecto de regreso a casa se fue en mis piernas, durmió plácidamente todo el camino. Estaba tan tranquila, como si fuese consciente que desde ese momento mi mamá y yo éramos su nuevo hogar, y ella estaba feliz con la idea. Durante el resto del día no tuvo nombre, había pensado que quería un perrito pero no había pensando en un nombre para ponerle y todo lo que eso implica. Nombrarla era declarar su existencia, era declarar que no era solo una perrita como cualquier otra, que ella era ella y nadie más. Al fin surgió el nombre Lulú y de alguna manera encajó perfecto con ella, tal como la caricatura homónima, ella era pequeñita y definitivamente traviesa. Rápidamente se convirtió en la consentida de todos, subía y bajaba (en realidad rodaba) por las escaleras de la casa todo el día a toda velocidad, siempre era la primera en llegar a la puerta cuando el timbre sonaba, no importaba que tan cerca estuviera uno de la puerta ella siempre ganaba. Le gustaban los hielos, robar servilletas y perseguir vacas. Cuando la adopté cabía perfecto en mis manos, como si hubieran sido moldeadas para ella, pero eso no duró mucho. Al cabo de unos meses, Lulú había crecido mucho más de lo que esperábamos y no paraba, creímos que nunca iba a detenerse. Era más grande que cualquier perro que veíamos en la calle, y eso a mi mamá y a mi nos encantaba. Claro que también nos preocupaba un poco su tamaño por lo de las escaleras, nunca aprendió a bajarlas correctamente, rodaba por ellas y veíamos como sus patas se enredaban con ella misma, pensábamos que en cualquier momento se iba a lastimar, pero nunca lo hizo. Ahora supongo que ella sí sabía bajar las escaleras, a su manera, pero sabía. Lulú era gigante, fuerte, tenía el pelo color negro brillante, largo y suave. La amábamos y ella a nosotras. Prometimos acompañarnos por siempre, lo que no sabíamos en ese momento es que por siempre puede ser solo por un tiempo a veces. Lulú tenía un problema de salud que se fue agravando con el tiempo, hubo ciertas señales pero nunca las notamos. Tal vez porque solo nos fijábamos en otras cosas, como la manera en la que siempre apoyaba su cabeza sobre nuestras piernas cuando se sentaba junto a nosotras, o como intentaba limpiarnos las lágrimas si nos veía llorar, o la forma en la que se acostaba en la cama, donde en realidad no cabía, pero de alguna forma se hacía su espacio. Cuando el problema se hizo evidente intenté negarlo, en medio de lágrimas le decía a mi mamá que no era posible, que podía existir otra forma de hacer que Lulú se quedara mucho más tiempo con nosotras. Entonces, decidimos que la pasearíamos muy tarde en la noche y muy temprano en la madrugada, y si era de día nos fijaríamos primero si había otros perritos en el parque. No queríamos exponerla a nada que pudiera agravar su estado. Y aunque funcionó por un tiempo, un día en una visita al veterinario tuvimos que aceptar hacer aquello que no queríamos. Lulú tenía cita en el veterinario esa tarde a las 5, iban a hacerle unos exámenes y luego la internarían para operarla. Pero nunca la operaron. En una de las conversaciones más tristes de mi vida, mi mamá y yo tuvimos que tomar la decisión

más difícil: debíamos aplicarle la eutanasia a Lulú. Esa noche ella se quedó en la veterinaria, en una jaula donde apenas podía acostarse, porque al otro día a primera hora, le harían el procedimiento. Mi mamá y yo volvimos a casa, devastadas por lo que estaba a punto de suceder. Mi mamá lloró toda la noche, mientras yo me preguntaba si sí había sido una buena decisión, incluso hoy cuando ya han pasado tres meses desde su partida, busco aquella respuesta inexistente a la pregunta ¿será que había algo más que pudiéramos haber hecho, será que nos rendimos muy fácilmente? Cuando volvimos a la mañana siguiente a la veterinaria, Lulú estaba sedada pero aún así intentó vencer el medicamento con todas sus fuerzas para poder pararse, batir su cola y ladrarnos al vernos entrar, y lo logró. Se sintió feliz con nuestra presencia y nos miraba fijamente como si intuyera por qué estábamos todos ahí, su mirada irradiaba amor y ternura, y de alguna forma, a través de los ladridos que medianamente podía emitir debido al efecto del sedante, nos decía que estaba bien, que todo iba a estar bien, que nos quería y siempre nos iba a querer. Dejamos la habitación y durante lo que para mí fueron los 7 minutos más largos de mi vida, pensé mil formas para sacar a Lulú de ahí y llevármela conmigo, pensé en irrumpir donde estaban los doctores y decirles que me había arrepentido, que no quería dejar ir a Lulú, no todavía. Pero una voz rompió mis planes, frente a mí estaba el veterinario contándonos la noticia, Lulú se había ido. Entramos de nuevo y Lulú estaba acostada, con una cobija azul sobre ella. Se veía hermosa. Siempre le había puesto accesorios color rojo o rosado, pero esa vez me pareció que el azul era su color. Me acerqué y la abracé tan fuerte como nunca antes la había abrazado, no porque no hubiera querido, sino porque a ella no le gustaban los abrazos, siempre se quitaba y empezaba a ladrar y saltaba de un lado para el otro, supongo que ella creía que los abrazos eran el inicio de un juego. Y ese día, por vez primera, la abracé durante mucho tiempo, sin soltarla ni un segundo. Mis lágrimas mojaron por completo su oreja, mientras le repetía insistentemente “te quiero, te quiero mucho. Perdóname por dejarte ir, pero te quiero, te quiero mucho”. Volvimos a casa y desde ese día la casa no fue igual y nosotras tampoco. Cuando murió una parte de nosotras se fue con ella. Hay cosas que nunca volverán a ser iguales porque ella las cambió, cosas que ya no existirán porque era ella quien las creaba, cosas que se dejan de sentir porque solo ella podía producir esas sensaciones. En mi casa ahora hay silencio, un silencio a veces ensordecedor pero nada tranquilo. De alguna forma el silencio es la huella de su ausencia, el vacío de sus ladridos y el hueco que dejó su presencia. Ahora la fecha de su partida cae sobre mí como un golpe y trae consigo un dolor que no es posible ubicar, a veces siento que me aplasta el pecho, otras siento que la garganta se me cierra y no puedo respirar, y otras tantas siento que se me doblan las rodillas y no puedo caminar. Salí de mi casa a buscar aire que no logro encontrar y torturo mi mente pensando que ella debería estar aquí, que yo la abandoné, que tal vez había algo más que pude hacer. Y justo cuando ya no podía contenerme y una avalancha de lágrimas se alistaba para rodar irrefrenablemente sobre mis mejillas, sentí aquel viento frío y fuerte que pasa antes de una tormenta, escuché a las nubes chocar estrepitosamente, vi los árboles doblarse y las ramas estremecerse, vi las hojas caídas volar sin control de un lado al otro sobre el suelo; vi al mundo quebrarse conmigo. Fue como si la Tierra me estuviera diciendo que la extraña también. Entonces, cerré los ojos y me rendí ante el dolor, mientras las gotas de lluvia me acariciaban el pelo y caían a mi alrededor como un abrazo que viene desde el cielo. Y hoy, ella estuvo presente en mi mente durante todo el día, intenté olvidar la fecha para sentirme un poco mejor y poder seguir con mi vida, pero no pude. El 31 de marzo era su cumpleaños y aunque el cerebro quiera olvidarlo, el corazón tiene memoria propia.


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PLEGARIAS EN L Sofía Pérez

spereza5@eafit. edu.co

Manuela Palacio

mpalac25@eafit. edu.co

E

n plena avenida del poblado con la Aguacatala se encuentra un lugar donde las personas depositan sus deseos con la esperanza de que la virgen se los cumpla. La gruta de la Virgen de la Rosa Mística ha sido un punto de peregrinaje muy importante para el culto mariano en la ciudad de Medellín. Éste espacio se ha ido construyendo con la ayuda de sus fieles, quienes por cada milagro cumplido o por simple amor a su ‘madre’, colocan placas y mejoran el lugar como una ofrenda. En sus inicios, la gruta no era más que un potrero en el que la gente depositaba flores, pero el paso del tiempo y la fe ciega de sus visitantes la han convertido en un sitio de adoración establecido. Según su administrador Iván Darío Granados, hay un posible proyecto por parte de una constructora vecina para remodelar ésta gruta.

En promedio, los fieles ubican 35 ramilletes de flores diariamente dentro y alrededor de la gruta.

La gente va en las mañanas a hacer una pausa para orar antes de seguir en su transcurso diario.

Alrededor de 180 velas son encendidas diariamente en el sitio, Personas de toda la ciudad y de todos las clases sociales acuden día a día para encender velas en honor a ésta virgen.


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LA AGUACATALA Hay dos historias sobre el origen de la Virgen de la Rosa Mística. Una dice fue traída desde Italia por Benedikta Zur Nieden hace más o menos 80 años, quien luego de escuchar las historias de los milagros realizados por ésta, quiso salvar a su hija del Guilliam Barré por medio de la oración. Isolda Echavarría, la hija, murió enferma en 1967 La segunda, dice que la virgen fue un regalo de María Escobar de Ángel a Eliseo y Juan Villa, en septiembre de 1989 quienes durante quince años cuidaron y adornaron la anterior Virgen de la gruta, la cual fue robada. Se dice que su proviene de las flores que depositaban las personas sobre la estatua.

En la entrada de la gruta se encuentra una tienda de implementos religiosos. Allí, se venden aproximadamente cuatro velas cada siete minutos.

Elizabeth Fonseca vive en Bogotá y cada que viene a Medellín visita “su virgencita milagrosa”. Cuenta que hace unos 30 años se encontraba al borde de perder su casa y la Virgen Rosa Mística se la salvó.


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RECORDAR

SIN RECELO Manuela Gutiérrez

mgutie54@eafit.edu.co

En medio de la cotidianidad, transcurren historias de valientes, aún más en

este país de la injusticia y del dolor. Esta es la historia de un hombre, como otros tantos, que sobreviven a adversidades y a la soledad. Su mirada no muestra rencor, es más cálida y sensata que la de cualquiera que no haya perdido la libertad. Con 55 años recién cumplidos ha reconstruido lo más profundo de su vida y ha superado los miedos para enfrentarse al reto de volver a empezar. Trabaja cada mañana y agradece poder estar en su nueva vida, sano y según dice, libre de rencor. “He querido contar mi historia a forma de relato o narración. La tengo guardada, pero que bueno que la conociera: no le tengo miedo a la verdad” susurra el hombre que había regalado una tarde para recordar su vida. Sus palabras se escuchaban entrecortadas, y sus ojos se opacaban un poco. El no solo guarda la historia en el cajón de su habitación sino en sus más profundos recuerdos. Y termina “soy y he sido feliz hasta ahora. No tengo miedo, ya lo perdí”. Era un día normal para ese entonces, Alvaro Mejia vivía con su madre y con sus hermanos. Allí tenía su almacén de ropa y a diario lo visitaban sus amigos. En las horas de la mañana, llegó un citatorio de la Fiscalía dirigido a Álvaro Mejía. Según menciona el personaje, no temía, pues no había situación alguna por la que declarar. “Yo era y soy un hombre de bien, iría a la Fiscalía sin temor alguno” mientras pasaba la mano por su frente, como quien se angustia y se arriesga a reconstruir los hechos. Cumplió y llegó temprano para entender de qué se trataba dicha orden, acompañado por su novia de ese entonces y su abogado de confianza. Debía entrar solo a la sala, pues era una acusación delicada. “Recuerdo que entré, y cuando me dijeron de que se trataba, me bajó algo por todo el cuerpo: usted es acusado de haber accedido carnalmente a su hija a los 5 años”. De inmediato y en completa calma se declaró inocente y pidió pruebas contundentes para demostrar la veracidad de lo que para él resultaba ilógico. Don Alvaro había conformado su familia con su esposa de aquel tiempo y sus hijos. Con apenas 21 años emprendió una responsabilidad y formó lo que era su vida para el momento. De personalidad carismática y amistosa, siempre estaba sonriente, era un hombre honrado y responsable. No tenía estudios y su ingreso venía de sus negocios, se movía en empresas, vendía cosas y tenía su propio restaurante. Se defendía con facilidad y debido a una oportunidad de trabajo decidió viajar para el bienestar económico de su familia. El viaje fue un detonante para lo que sería más tarde la tragedia que logró fraccionar y marcar su vida para siempre. Al llegar, tras unos largos meses, había perdido el amor de sus hijos, quienes habían entrado en una religión llamada Nueva Era. Todo cambió: el restaurante y los negocios fueron entregados a una comunidad que había cambiado por completo a su familia. “Mis hijos no parecían mis hijos, actuaban de una forma que parecía inducida y desde ese momento decidí separarme y hacer mi vida aparte en la casa de mi madre”. ….. Después de 4 años de investigación, el juez lo envió a detención domiciliaria, tras presentarse a declarar y llevar un largo proceso con el abogado; cuando aún no había pruebas contundentes. Nadie puede afirmar a ciencia cierta lo que ocurrió en el pasado de la ex pareja de esta historia para que se desencadenara en esta terrible tragedia. Álvaro pasaba noches eternas sin dormir, fueron dos años difíciles, pues pese a que estaba con su madre y hermanos pagaba con la libertad. “Había sido duro, pero lo más difícil fue el día en que mis hijos me visitaron después de estar un año en detención domiciliaria. Susana, mi hija, con lágrimas en los ojos, me pedía perdón por haberme acusado injustamente. Pensé en usar esto a mi favor para recuperar mi libertad, pero por falsas acusaciones su madre sería la perjudicada” (dejando entrever las secuelas). Durante la detención domiciliaria su hermano murió, su madre sufrió un accidente y falleció. Era un siete de Diciembre, día de velitas, estaba en su casa reunido con amigos, dando comienzo a las festividades. Hasta ese momento, la investigación seguía pero aún no se conocía una respuesta definitiva. Llegó una camioneta del INPEC

Ilustración Juan Esteban Tobón nauj.esteban@gmail.com

inesperadamente con una orden de captura. El miedo de Álvaro era inminente, pues ya no estaría en su hogar e iría a la cárcel esa misma noche. Al llegar a la carcel, pasó la mañana completa en recepción, habian guardas y pasaban presos constantemente. Ese fue el momento en que se topó con una realidad alejada de la que muchos hablan pero pocos conocen. Todos los patios eran un corredor inmenso, las celdas estaban a los lados, los baños quedaban en el patio y había aproximadamente 10 duchas, según recuerda. En los patios abundaban las ratas, las aguas negras se volcaban hacia afuera, el olor era nauseabundo, era un lugar inhumano e inavitable. A las dos de la mañana sonaban las alarmas para trasladar a cualquier preso, nadie sabe para dónde iba. Mejía recuerda y mira hacia abajo y toma aire como si recordarlo fuera un intento por no volver a su pasado. Los desayunos en prisión eran los mismos a diario: una fruta, un pedazo de queso, chocolate y pan. A las 5 de la mañana todos debían estar listos en el patio para ser contados. Más tarde, es el almuerzo, del cual todos los reclusos son beneficiarios: una sopa, jugo, y algo de proteína. La comida se servía a las 5 de la tarde, nada pesado, apenas para pasar la noche en desvelo. “Teníamos una biblioteca en la cual leí varios de los libros, me dediqué a la carpintería, a la panadería, descubrí algo para lo cual no sabia era talentoso: trabajar la madera. Hice mi escritorio y un atril, pues todos los presos teníamos derecho a estas actividades. Remodelamos la iglesia e hicimos varias obras por los presos. Entendí que debía aprender de esta experiencia, conocer historias y empezar a incidir en la vida de ellos”. Entre relatos y anécdotas, el comerciante compartió tiempo con los presos, escuchaba las historias de todos. Fue una experiencia dura y amarga y de noches difíciles. Cada sábado, su novia del momento preparaba la comida, y el domingo hacia una fila. Madrugaba desde las 5:00 am en la espera de poder entrar a verlo, en ese momento, Don Álvaro afirmaba la existencia del amor reflejado en una persona. Tras su experiencia en la cárcel, su principal objetivo era salir y hacer una vida nueva, ser un mejor ciudadano libre de culpas. Justo el 31 de Diciembre, un año después, Álvaro Mejía es declarado inocente. Nunca se comprobó nada, a Don Álvaro le devolvieron la libertad. De haber sido encontrado pruebas para declararlo culpable hubiese pasado 30 años en prisión. Retomó su vida despojado de todo lo que alguna vez tuvo: su madre, hermanos, hijos y, finalmente, también su novia. Volvió al mundo de los negocios, vive con una perra Labradora que es su mejor compañía, es un hombre que maravilla a cualquiera que conozca su historia de vida. “Me gusta caminar, ver el sol, la vida sana, la vida feliz, compartir, conservar buenos amigos, sonreír. No tenía temor, el que nada debe nada teme” comenta entre dientes don Álvaro. En el mundo hay temor: temor por las malas intenciones. Por otro lado están los miles de inocentes que pagan condenas eternas. Mientras este hombre toma un poco de agua, se limpia las lágrimas que brotaron después de aquella mañana. Así como don Álvaro hay miles de personas que dejaron de vivir en la cotidianidad de sus vidas por falas acusaciones e ineficiencia del sistema de justicia para detectarlas. Dicen por ahí que es más fácil llegar a una cárcel, a un hospital o a un cementerio que estar parado respirando vida.


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PERIODISMO

DE ESCRITORIO María Alejandra Carillo mcarrill@eafit.edu.co

E

n la vacía sala de redacción del periódico El Colombiano estaba sentada Camila Avril, quien en realidad, se llama Mónica Quintero, la periodista que a veces juega a ser Camila para escribir literatura. La mañana empezaba suave y tranquila, aún no había muchas personas en el lugar y los pocos que había se saludaban entre sí a medida que iban llegando. Mónica conversaba con sus compañeros de mesa, se paraba, caminaba un poco, hablaba con el editor y finalmente volvía a tomar asiento. Las primeras horas de la mañana estuvo inquieta, abría Facebook, chateaba con alguien, miraba su celular, respondía un correo, contestaba el teléfono y finalmente volvía a levantarse de su escritorio. Yo la seguía a todas partes, la miraba, le hacía preguntas y trataba de entender por qué hace lo que hace. Al principio se preocupó mucho por mí, quería entretenerme contándome de su trabajo y en la medida de lo posible, no aburrirme. Pero en realidad por más que me hablara de su labor lo único que yo podía ver era que el periodismo no tenía nada de diferente a otras profesiones. Tienes un escritorio, cumples con un horario, haces lo que tienes que hacer y al final del mes te pagan. Esto me causó un gran impacto porque antes de llegar me imaginé un montón de movimiento, me acoplé a la idea de que estaría recorriendo la ciudad entera en busca de historias para contar, de personas para entrevistar, que jugaría a ser periodista por un día y quedaría exhausta. A las once de la mañana, Mónica empezó a llevar a cabo la primera de sus cinco tareas: escribir el artículo sobre el Teatro Matacandelas. A menudo cogía un buen ritmo de escritura y no paraba de teclear en su computador, paraba, borraba

Esta es una labor para apasionados, es un trabajo para los que sienten, es un oficio para sentarse un día entero a recordar y poner en palabras la realidad de tal manera que otros puedan verla. unas cuantas palabras y seguía. Se detenía de nuevo, releía y volvía a empezar. Su trabajo esa mañana consistió básicamente en llenar unas cajas, es decir, rellenar rectángulos con sus palabras. Ese día no era el día para correr por la ciudad y entrevistar a diversas personas o investigar sobre algo en particular. Ese viernes, era el día más especial del periodista y por ende, el más aburridor para mirar: el día en que usa lo que ha capturado durante su reportería y escribe. Pude entender eso algunos días después cuando leí su artículo en la prensa. Los periodistas sí se mueven, - no me malinterpreten - y deben ir de un lado a otro en busca de información, per Vsonas y lugares, pero más que todo en busca de las sensaciones, de sentimientos, de detalles, de las cosas pequeñas, de las cosas del alma. El trabajo periodístico es quizás de los más bonitos que existen,- y esto lo digo personalmente – precisamente por eso. Porque no solo se trata de sentarse en una oficina a escribir o de ir a un determinado lugar, de investigar, leer, ver, transcribir, desgrabar o de cumplir con un

horario, con un informe o con un simple texto. Esta es una labor para apasionados, es un trabajo para los que sienten, es un oficio para sentarse un día entero a recordar y poner en palabras la realidad de tal manera que otros puedan verla. El periodismo es una profesión que no da cabida a términos medios, o eres un periodista y amas lo que haces hasta la muerte o eres alguien más. Es así de simple. Nadie quiere leer algo que no ha atravesado los sentidos del escritor, algo que no ha tocado su vida. Mónica, si te pregunto qué haces tú como periodista, ¿qué me dices? Escribir artículos every single day. Y yo pienso para mis adentros que es una locura, dedicarse a escribir toda la vida suena a algo que solo pocos harían y recuerdo las palabras de Ryszard Kapuscinski: “antes, los periodistas eran un grupo muy reducido, se les valoraba. Ahora el mundo de los medios de comunicación

ha cambiado radicalmente. La revolución tecnológica ha creado una nueva clase de periodista. En Estados Unidos les llaman media worker. Los periodistas al estilo clásico son ahora una minoría. La mayoría no sabe ni escribir, en sentido profesional, claro. Este tipo de periodistas no tiene problemas éticos ni profesionales, ya no se hace preguntas. Antes, ser periodista era una manera de vivir, una profesión para toda la vida, una razón para vivir, una identidad”. Esas palabras las identifico en Mónica, porque ella parece que no le bastara con trabajar tiempo completo para un periódico, ella necesita escribir más, ella necesita ser Camila. Así sea escribir ficción pero escribir, escribir a toda costa, escribir por convicción, escribir porque si no lo hacemos, ¿quién nos recordará o nos contará la vida? Y concluyo una vez más que quiero hacer eso con mi vida, espero ser de esos pocos que se sientan días enteros, a veces meses o años a vivir la vida escribiendo, a sentirla con los recuerdos.


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¡ÉCHELE TALCO AL TACO! Edición Nexos

edicionnexos@gmail.com

Tiene la tez morena y le faltan

algunos dientes. En su camisa, desabrochada hasta el pecho, se confunde el sudor con el aguardiente. Tiene una voz ronca con un aire que ronda lo oscuro y lo cordial. El cigarrillo consumido aún sigue en su boca mientras con su voz característica, el Pintor grita – ¡Échele talco al taco!–. Se llama Rodrigo, pero muy pocos parecen conocer su nombre. El bar Gran Avenida en Envigado es uno de los más antiguos de la zona, sobre todo uno de los más longevos en cuanto a billar y juegos de mesa. Ubicado dos cuadras arriba del parque, porque en Envigado, como en todo pueblo, la importancia está relacionada con la cercanía al parque. En sus inicios era frecuentado por los billaristas más experimentados del municipio y aún sigue siendo un lugar donde coinciden los maestros de las tres bandas. Gustavo es uno de los empleados, cuenta que hace 60 años está abierto el bar, que la gente aparcaba las carretas junto a la Plaza de mercado y jugaban toda la tarde. Actualmente el establecimiento está dividido por una línea imaginaria, por un lado la barra y unas cuantas mesas para naipes y el otro lado, es para tres curtidas mesas de billar. Cada una de las zonas se cobra con facturas

Desde la ventana el público enciende los cigarrillos y destapa el guaro. El juego ha comenzado. diferentes. El humo del cigarrillo impregna el aire que se respira, la fragancia del café, un sudor insoportable, el disimulado olor a anciano y por allí, muy escondido, el anisado perfume del aguardiente sin pasante. El bar suena a rancheras y a tangos confundidos con el crepitar de los tacos golpeando las bolas, entre tanto los jugadores profieren algún tipo de insulto porque la carambola no les salió como querían. La zona de las mesas de billar limita con la abarrotada calle, los ventanales abiertos son aprovechados como la tribuna

predilecta para ver el juego sobre la mesa. Los señores que frecuentan el billar se conocen muy bien entre ellos, son como amigos de toda la vida que se llaman por apodos como el Pintor, Légolas o Cucharita; motes heredados de sus oficios o por situaciones de juventud. Sin embargo cuando se le pregunta por el auténtico nombre de alguien, salen con la misma respuesta – A yo no sé, acá lo llamamos el ProfeLlega el día en el que unos jóvenes desconocidos paran en el bar. Vienen a jugar pero no tienen ni idea de cómo sostener el taco. Las miradas de los maestros confluyen

en la mesa de los novatos, con un silencio respetuoso y comentarios entre ellos; se acercan poco a poco con la intención de mejorar la demencial exhibición del juego. Los señores se muestran tímidos, pero atentos de todo minúsculo proceder. Con tales espectadores, los jugadores nunca tienen intimidad, es como sentirse constantemente observado por miradas que, a pesar de ser discretas, no juzgan. Luego de un rato por fin empiezan a perder la pena. Primero lanzan un comentario que parece no ser dirigido a los principiantes: el Jabalí


Abril de 2016 grita -¡Por ahí no!-, casi pasando desapercibido. Seguidamente la distancia se acorta, y sin mirar a los ojos, centrado en la mesa, alguno alza la voz e interviene con más autoridad: -¡juéguela con la blanca!-, grita el Trataleto, -le dio mucha bola- comenta El Feo. Con un poco más de confianza se atreven a señalar el punto exacto donde el taco debe golpear. Este es el proceso para que la mesa de los bisoños jugadores se vuelva una tertulia de ancianos conversando sobre la mejor jugada. El Pintor aparece sonriendo altivo pero dispuesto a ser un maestro. Lo más extraño sin duda, para un principiante que no ha hecho en toda la tarde no más que fallar, es que esas instrucciones del Pintor parecen en un principio ridículas, atentando casi contra la lógica, pero cuando se ejecutan resultan ser una carambola impecable. El Pintor se ríe y grita emocionado: “¡Eso!, así es que es, es que usted tiene que pensar la jugada y verá”. De inmediato los señores aplauden como si estuvieran viendo un espectáculo. Con la

Asociación Cultural Periódico Estudiantil NEXOS lección aprendida, el ábaco de la pared, donde se cuentan los puntos, empieza por fin a moverse. Varias veces el taco resbala y Rodrigo repite las mismas frases: “Échele talco al taco” o “póngale tiza, ¿acaso se la están cobrando?”. Con los dedos manchados de azul de esa tiza compacta, la mano sobre la mesa, la fluidez del palo con el agarre de la mano derecha, la curvatura perfecta del cuerpo, apuntar, dar el efecto y fallar. Fallar una y otra vez mientras en la mesa de al lado llevan 15 minutos jugando y ya con 30 puntos cada jugador. El billar es sin dudas un reto para jugarse la dignidad. Sí que se apuesta dinero, pero en realidad cuando dos entendidos se encuentran, el que pierde, no solo se va con las manos vacías sino que su dignidad y su hombría se ven mancilladas. Normalmente el que va ganando, airoso exhibe su diestra técnica con las tres bandas del tablero y el que está por debajo, un sudor nervioso recorre su frente y los improperios verbales van y vienen.

Hay mucha seriedad a la hora del juego, por ello los encargados revisan el sistema de calefacción que incorporan las mesas. Gustavo examina que la temperatura sea la correcta – a unos 36°C las esquinas y el tapete principal a unos 10°C, esto se inspecciona constantemente para que las bolas puedan moverse bien por el tablero-. Está sentado en una esquina, el verdadero Profesor. Gilberto ronda los 70 años y sin vacilar, todos lo consideran uno de los mejores jugadores de billar. Tal es el respeto y la aceptación, que por orgullo, los demás no le piden una partida. El Profesor lleva su blanca cabellera peinada a la perfección, viste siempre elegante y es el más educado en todo el bar. El profe participa en el juego de los novatos con afecto, como si les estuviera enseñando a los nietos. Coloca el taco e indica la precisión del tiro, mira a los ojos y dice que la jugada estuvo excelente. “Una jugada tiene aproximadamente unas 35 maneras de jugarla” dice Gilberto y seguidamente se atreve a mostrar su experiencia haciéndolas todas

15 sin un solo fallo. Que irónico saber que a pesar de tener unas 35 jugadas posibles los novatos fallen todas. Tanto Gilberto como todos los viejos lobos de bar, expertos en billar, tienen un detalle casi único. Al observar sus hábiles manos podemos percatarnos de un casi imperceptible cambio fisionómico. Según el modo de sujetar el taco, el índice de la mano izquierda lo tienen ligeramente adaptado, con una pequeña curvatura en la falange o una uña desgastada e irregular. Así como a un guitarrista se le curten los dedos por el roce de las cuerdas, el proceso de adaptación a esta herramienta involucra un cambio físico sutil. Las horas pasan y a veces no hay quien saque a estos señores del bar. A las 12 debe estar cerrado el local, el reloj está estratégicamente adelantado 10 minutos para poder sacar a toda la gallada y cumplir con la hora de cierre. Gustavo dice entre risas: “Si no estuviera adelantado se quedarían jugando toda la noche”.


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RECUERDAS

Fotografía Natalia Zuluaga S. María Girlado Vargas mgiral95@eafit.edu.co

¿Te acuerdas de esa noche que cambiaste la cama de lugar, abriste las cortinas para ver el cielo, y pusiste aquella película bonita y romántica que querías ver? ¿No te acuerdas? Tal vez tu mente quiere olvidarse de aquella escena en la que ponían esa vieja canción y aceleraban la camioneta debajo del puente, aceleraban mucho y Sam salía por la ventana a sentir el viento en su cara. “And you’re listening to that song on that drive with the people you love most in this world. And in this moment, I swear - we are infinite”. Tal vez tu mente no quiere recordar cómo te sentiste al ver esa felicidad que hacía mucho tú no experimentabas. Tal vez tu mente olvidó a propósito aquella escena en la que Charlie caía desmayado en la nieve, tal vez decidió olvidar de gusto cómo algunas noches te pusiste la pijama y te acomodaste en el lado correcto de la cama para dormir. Quizá optó por eliminar por completo los recuerdos de aquellas fiestas a las que ibas a sentarte con tus amigos y no decías ni una palabra. La mente no es perfecta pero sí es astuta. Por eso ya no recuerdas la cara de aquella extraña que te atendía en un consultorio verde y te recetaba pastillas para mantenerte tranquila, ni el sonido de la voz del que te dijo todas esas mentiras en la cara, ni el color del sofá en el que te sentaste a contarle a tu amigo la verdad sobre lo que te estaba ocurriendo. A la mente no le gusta acordarse de su propia oscuridad. Le gusta desechar esas memorias frías y tenebrosas de las veces que estuvimos mal. Funciona bien cuando quiere pero se encarga de fallar cuando le parece mejor hacerlo. Y eso está bien. Y eso es bonito. Y es necesario. ¿A quién le importa si aquellos recuerdos te enseñaron importantes lecciones? ¿A quién le importa si te hicieron crecer? ¿Qué carajos importa si te hicieron “más grande”? Al fin y al cabo son memorias oscuras y la mente es lo suficientemente sabia para esfumarlas. ¿Qué importa si olvidaste todos esos recuerdos? Si al fin y al cabo ya te hicieron quien eres. Si al fin y al cabo ya pasaron. Si al fin y al cabo ya estás bien.


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Emilia Corso

edicionnexos@gmail.com

Yo

nunca pensé que se fuera a suicidar. Él no era así, o eso creía yo. Fue de ese tipo de cosas que pasan todo el tiempo, de las que se ven mil casos, pero que jamás se piensa que se vivirá en carne propia. Sin embargo, ¡PUM!, un día la película cambia, y lo que se creía real hasta ese momento deja de existir. Un instante, efímero e inesperado, que lo cambia todo. Del suicidio no se habla sino en susurros. Es el elefante en el cuarto, ese que todo el mundo sabe que está ahí pero que nadie se atreve a reconocer. Está rodeado de tabúes, silencios incómodos, lástima, miradas raras y comentarios dichos a oídos en voz baja. Todos sienten lástima por la familia, sin embargo, nadie quiere ser el familiar del suicida. Todos vivimos la muerte. Es el futuro de cada ser vivo, pero es extraña, sobre todo cuando es otro el que muere. El difunto ya no está, dónde se encuentra es un misterio. Sin embargo, acá en la tierra somos sus familiares los que nos sentamos en una sala de velación, junto a la tía más dramática de la familia, a recibir las disculpas de mil desconocidos. Todos conocían al muerto, pero ¿a mí? Ninguno. “Lo siento tanto”. Escuché esa frase incontables veces, en boca de tantas personas. Como

Es el elefante en el cuarto, ese que todo el mundo sabe que está ahí pero que nadie se atreve a reconocer. si fuera culpa de ellos que él ya no estuviera conmigo. Busqué mil responsables e infinitas explicaciones, cuáles fueron no van al caso aquí. Me basta con decir que así como el cuerpo, la mente también se enferma. Hay un tope de presiones, de insultos, de fracasos y de preocupaciones que puede soportar. A partir de un punto, el cerebro deja de funcionar y la medicina, en vez de ayudar, enloquece. Duele. Sentir que la persona a quien más querías en el mundo te dejó tirado. Sentir un hueco tan profundo en el corazón que no sabes si algún día se llenará de nuevo. Lo peor es la culpa, las dudas, cuando te empiezas a preguntar: “¿Cómo fue que no me di cuenta? ¿Acaso me dio alguna señal y yo no lo escuché? ¿Por qué lo hizo; fue mi culpa; es que no fui suficiente?” Pensé que

el dolor no se iría nunca. Pero se fue. El tiempo lo cura todo. Solía juzgarlo por lo que hizo, lo tildé de cobarde, de egoísta y muchas cosas más. Ahora lo entiendo, entiendo que fue valiente, que se superpuso a sus miedos más grandes. Él era un hombre racional. Todo lo pensaba en términos de números y ahora sé que para él, su decisión era la más viable. La más lógica. La única posible. No creo en el infierno, en el castigo eterno y esas cosas, pero sé que no es mi lugar juzgar, eso lo debió haber hecho alguien más. Aún así, si está en el infierno o su equivalente, espero verlo allá. Para mí él era un gran hombre y no creo que su último instante pueda borrar todo lo bueno que hizo cuando estaba vivo. No creo que acabar con su vida, deshaga todo lo que nos enseñó.

El tabú dejó de serlo. Cada uno es libre de escoger sobre su vida y no es justo recriminar a alguien por acabar con ella cuando siente que no hay un futuro. Cuándo se logra morir por mano propia, generalmente, es porque de verdad se necesitaba, no es un llamado de atención desesperado. En este caso no hubo cartas, advertencias o intentos previos, fue un impulso de un segundo de locura. Un impulso que destruyó mucho, pero que a fin de cuentas fue propio y por ello respetable. Suicida, loco, cobarde, desinteresado, fracasado, amable, compasivo, y para mí, el hombre más valiente del mundo. Mi héroe se suicidó y no, no me da miedo decirlo. Es más, estoy orgullosa de él, de quien fue, de su vida y de sus decisiones. Incluyendo la última.


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ILUSIÓN Ilustración Daniela López daniwill9@yahoo.com

Pedro Juan Vallejo pvallej1@eafit.edu.co

¡Hoy

es domingo! ¿Será que vamos a ir a comer al Tejadito? Ojalá, ¡qué rico un pastel de jamón y queso! Claro que si no vamos allá, no importa… con tal de ver a Marianita, que me lleve a donde quiera. Cuando estaba chiquita le encantaban mis chistes. Siempre le contaba los mismos pero igual se moría de la risa. Y ni hablar de todo lo que se entretenía con los trucos de magia: estuvo por ahí 4 años tratando de adivinar cómo era el de la moneda. -Papi –me decía con esas pestañas gigantes- ¿pero tú como haces para meterte la moneda por la cabeza? -No Marianita, un buen mago nunca revela sus trucos. -Ay, papi, ¡porfis cuéntame! La última vez que vino estaba muy preocupada. No soltaba ese celular y a duras penas me dirigía la palabra. Quién sabe, demás que tenía algún enredo del trabajo, de los hijos. Yo entiendo, ahora el mundo va muy rápido y ella tiene que acomodarse a ese ritmo de vida. Igual me encantó verla. Por más ejecutiva que sea, para mí siempre va a ser la crespa que cargaba al gato Ramón en la finca de Puerto Escondido. -¡Marianita, mija! Mírame te tomo una foto.

-Bueno, papi, pero que salga Ramón. Don Antonio entra en la habitación. Sólo hay una cama sencilla, el armario, y una mesita de noche con sus gafas redondas y algunas fotos. Se inclina para ponerse las gafas y toma la imagen de una niña que carga a un gato en su regazo. Sonriendo pasa los dedos por el vidrio. Los colores de la foto se han apagado con el tiempo. Siempre supe que iba a llegar muy lejos. Desde chiquita era preguntona y todos los años se ganaba la matrícula de honor. En las entregas de notas los profesores sólo tenían cosas buenas para decirme. Entonces salíamos del salón y me jalaba la camisa: “Papi, yo creo que me gané un morito del Astor”. En la universidad fue lo mismo. Al principio tuve que apretarme un poco para pagar el semestre, pero valió la pena. Recuerdo mucho el día de la graduación: ella estaba con una toga azul y cuando le entregaron el diploma a mí se me chocolatiaron los ojos. ¡Tan bella! Esa noche le hice una fiesta en la casa y hubo moritos del Astor hasta pa’ tirar pal techo. Lástima que su madre se perdiera de tantos logros pero sé que desde el cielo me ayudó mucho. De pronto si ella estuviera viva no me tendría que haber venido para acá… Bueno,

no es tiempo de llorar sobre la leche derramada. Además Marianita me saca todos los domingos. Ese es el día más feliz de la semana así que nada de bombachos ni de tenis. ¡No señor! Para ver a mi hija me gusta estar bien elegante. Faltan 2 minutos para las doce. Antes de salir de la habitación Don Antonio toma el bastón que está recostado junto a la puerta. Arrastrando los pies atraviesa el corredor de la casa. Con cuidado baja por la rampa antideslizante. Camina despacio, la espalda encorvada, los ojos ampliados por las lupas que lleva encima. Qué pesar de los que no salen los domingos. Son pocos, pero son tristes. Gustavo es uno de ellos. La única vez que vi a su familia fue cuando vinieron a traerlo. Su hijo cargaba la maleta al hombro mientras él caminaba como podía hasta la entrada. Las primeras semanas estuvo jugando parqués y hablando hasta la por los codos. Parecía una caja de datos deportivos: “¿Cuál James? ¿Cuál Neymar? Como Turrón Álvarez, la Chancha Fernández o Adolfo Pedernera no han vuelto a verse jugadores de júlbol”. Cuatro meses después estaba postrado en una silla de ruedas. La soledad le chupó el alma. También está Isabelita. Se mantiene peinando una muñeca. Ese fue el regalo

que su hija le trajo la última vez que vino. Yo estaba sentado en la sala y vi cómo se le agrandaron los ojos cuando llegaron a visitarla. Desde eso han pasado más de seis meses. Ahora no habla casi. Arturo duerme en el cuarto del lado y dice que algunas noches la ha escuchado llorar. Pero como decía mi padre: no es tiempo de sufrir calenturas ajenas. Don Antonio llega al zaguán, se sienta en un sofá, sonríe. A su derecha un anciano está pegado a la silla de ruedas mientras una enfermera le da cucharaditas de sopa y con el babero le limpia la comisura de los labios. A la izquierda una mujer huesuda no para de peinar a la muñeca que tiene entre las manos. En la sudadera gris que lleva empieza a crecer una mancha oscura. Los minutos pasan. Don Antonio no quita la vista de la entrada. El reloj de la pared señala las 12:30 p.m. Sobre el techo la lluvia retumba como un rugido. -Don Antonio, ¿no quiere que le sirva el almuerzo? -No señorita, gracias. Mi hija ya debe estar que llega. -Pero va a ser la una y usted tiene que comer. -No importa. Yo la espero. Demás que se está demorando porque empezó a llover…


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UNA ILUSIÓN

P O É T I CA María Camila Cardona mcardo27@eafit.edu.co

Son

diversos los efectos que produce la lectura de La casa de Dionisio. Un estudio sobre el espacio escénico en la Atenas clásica. Uno probable es la comprensión de que, como lo plantea Felipe Restrepo David en la contraportada del libro, en la actualidad “la aceleración acuciante nos impide demorarnos en la vivencia del espacio”. Esta investigación, llevada a cabo con la minuciosidad del arqueólogo por Mauricio Vélez y Laura Fuentes, nos remite a la antigua Grecia —a Atenas específicamente— y nos cuenta la manera en que el pueblo ateniense, casi como antítesis de nuestra experiencia actual, dotaba de significado cada uno de los espacios de la polis. La organización del texto invita, en primer lugar, a imaginar esa sociedad en la que el espacio físico guardaba una estrecha relación con lo simbólico. Así, en el capítulo introductorio, los autores dan cuenta de la manera en que lo urbano constituyó el escenario de consolidación de la vida política. El proyecto de comunidad se deriva de “la experiencia de mancomunidad” que se guarda para la ciudadanía. Es por esto que los autores recuerdan que “ya Homero, en el episodio de los cíclopes, había hecho notar que quienes no vivían en ciudades, sino en cuevas u otros ambientes naturales, no sabían de normas de justicia ni se ocupaban del bienestar de los otros” (p. 14). Era en la polis en la que, gracias a la aparición de una entidad colectiva, “el poder se manifestaba con un nuevo rostro, menos personal, misterioso y sacro” (p.16) y, precisamente en esas transformaciones de sentido, las estructuras físicas como escenarios para la vida pública adquirieron un

papel fundamental. En la misma introducción, el texto relaciona la importancia de El Teatro de Dionisio con dicha experiencia poniéndolo como un elemento complementario de la gran estructura de sentido. En esta, dicen los autores recordando a Aristóteles, cada espacio estaba dotado de un habla particular: el ágora, del habla elogiosa; el Pnyx, del habla deliberante sobre asuntos del futuro y la Heliaía, del habla defensiva y acusativa de los asuntos del pasado. De igual manera, al Teatro de Dionisio se le había conferido “el habla que se distinguía porque sus expresiones y referentes apuntaban tanto a la realidad compartida diariamente cuanto a un mundo ficcional” (p. 19). En un segundo momento, los autores

levantan

la

estructura

La casa de Dionisio. Un estudio sobre el espacio escénico en la Atenas clásica Mauricio Vélez Upegui Laura Fuentes Vélez Medellín, Fondo Editorial Universidad Eafit, 2015. y el paratexto— cada uno de los elementos que constituían ese espacio en el que Dionisio producía en sus seguidores y fieles un entusiasmo delirante a través del “germen contenido en el drama, para cuyo despliegue la ciudad dispuso de un lugar especial [que] fue valorado por los atenienses como un acontecimiento festivo, en cuya gestación latía el imperecedero ideal de la consecución de la excelencia (areté)” (p. 26).

de cada una de las partes de El

La lectura de La casa de Dionisio

Teatro de Dionisio. Así, reservan

traslada la mente hacia el teatro y

un capítulo para el Auditorio,

las puestas en escena, pero también,

koíon o conjunto de espectadores,

hacia esa sociedad en la que todo

otro para la Orchesta, el colegio de ciudadanos y, uno más para el Escenario, la skené, propio de los actos, de esos individuos que portaban la máscara.

Sobre la

relación de dicha estructura con la polis, los autores dicen que esta “era una cierta reproducción indirecta

de

los

componentes

urbanos en que la ciudad, en el marco del régimen democrático,

poseía una fuerte conexión con lo simbólico que, visto de otro modo, instauraba la relación con ella misma toda vez que esa carga de sentido era la representación de sus propias experiencias

y

determinaciones.

A través de líneas cuidadas y contundentes, este texto produce la necesidad de volver la mirada sobre nuestras propias prácticas e invita a

había decidido, con el aval de la

retomar “esa radical vinculación con

opinión de muchos, organizarse

el espacio [que] no pudo menos que

políticamente” (p. 86).

traducirse en una nueva conciencia:

Así como en el resto del libro, en esta modelación se cuenta en dos dimensiones —la del texto

aquella según la cual lo humano, lo genuinamente humano, era inseparable de la polis” (p. 84).



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