ISSN:2322-74GX | Año 29 | Edición 199 | Distribución gratuita | 8.000 ejemplares | Medellín, diciembre de 2016 | www.periodiconexos.com
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Asociación Cultural Periódico Estudiantil NEXOS
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ÍNDICE
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¿BASURA?
POR PEDRO JUAN VALLEJO
JUGAR A VIVIR POR MARTÍN URIBE
LA OLVIDADA LABOR DE ENSEÑAR POR VALERIA QUERUBÍN
QUE SE ACABEN LOS PREJUICIOS POR MATEO ORREGO Y SUSANA MORALES
VALENTINA Y SUS PERIPECIAS POR PAULINA ECHAVARRÍA
LOS FRUTOS DEL CHOCÓ POR DIANA ESCOBAR
COLA, BANANA Y LULO POR VALERIA QUERUBÍN
UN HORRIBLE DEBER POR MARÍA GIRALDO
LA CHISPA DEL DESIERTO POR MIGUEL A. CORREA
CARTA AL PAÍS II
POR VALERIA ECHAVARRÍA
UN HOMBRE AGITA SU RELOJ POR QUINTILIAN JACOBSON
AHÍ VIENE LA MORSA POR SOFÍA PÉREZ
LA HONESTIDAD DE LA FICCIÓN POR DANIELLE NAVARRO
Ilustración Andrés Correa andres.correa.m@hotmail.com
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LA DISTANCIA
QUE NOS SEPARA Paulina Echavarría G
Editora/ pechava2@eafit.edu.co
E
n el bus pretendemos que nadie se siente cerca, preferimos alejarnos de la ventana con tal de distanciarnos de las personas. Y en la calle la historia es semejante, tenemos miedo a los desconocidos, aunque sean hermanos. Basta con dedicarse a observar un poco el abismo que nos separa para darnos cuenta de cuán efímero es en realidad. Pero es tangible, se siente la distancia entre los cuerpos, y si existe un alma, entre las almas. Hoy en día triunfan los partidos políticos caracterizados por esbozar doctrinas radicales, la idea de construir muros que nos dividan cala muy hondo pues toca nuestros miedos más sinceros ¡Alemania para los alemanes! y todos sabemos como termina la historia, aunque parece que nos guste repetirla, o quizá es que no existe mejor capital político que fomentar el miedo entre unos y otros, ayer judíos y hoy mexicanos, no importa quién, siempre habrá alguien con suficiente temor para odiar y otro con la desfachatez para cobrar los réditos de aquella nefasta transacción comercial. No es momento de retomar discusiones arcaicas entre modelos económicos, ni mucho menos tenemos porqué volver a hablar de la zozobra en la que se sumió el mundo cuando los entonces dos mayores arsenales militares jugaban en Cuba, tierra ajena como de costumbre, con el destino del planeta
DIRECCIÓN AgustÍn Rendón arendon7@eafit.edu.co GERENCIA AgustÍn Rendón arendon7@eafit.edu.co EDICIÓN Paulina Echavarría G. pechava2@eafit.edu.co
Ideas y Cultura Asociación Cultural
Periódico Estudiantil NEXOS
Miguel Ángel Correa María Giraldo Martín Uribe Manuela Gutiérrez Sofía Pérez Esteban Restrepo Mateo Orrego Pedro Juan Vallejo Susana Morales Danielle Navarro Valeria Querubín
DESARROLLO HUMANO Catalina Botero cboter29@eafit.edu.co Santiago Londoño Esteban Restrepo Manuela Gutiérrez María Camila Cardona Lina Valeria Echavarría
EDICIÓN WEB Y Carolina Restrepo SOCIAL MEDIA crestre79@eafit.edu.co Nelly P. Hernández
tierra; lo relevante de recordar pulsos como aquel es que podemos evidenciar la poca importancia que tiene el bienestar de la humanidad en la agenda política, que aunque desconozca, no deja de parecerme un sinsentido que los enigmas de la fisión nuclear pesen más que el bienestar de nuestros semejantes. Si tuviese que elegir un Dios me quedo con el hombre, pero este no es un tema de religión sino de humanidad, aunque solamos destruir la humanidad por defender una religión, pero eso es arena de otro costal; lo que realmente importa es desdibujar aunque sea un poco las barreras que construimos entre unos y otros, muros que son tan imaginarios que nos toca pintar de hormigón y acero, para estar seguros, para defender la libertad, para quien sabe que otra barrabasada, pero siempre para dividir. No podemos basar nuestro éxito en la máxima “divide y vencerás”, y mucho menos permitir que aquellos a quienes hemos prestado temporalmente nuestro poder de decisión hagan política a costa de la desdicha ajena. Es hora de dejar de darle vueltas al asunto, porque si nos preocupa que quienes no tienen nada nos quiten lo nuestro, el problema no es lo nuestro, sino aquellos que por ventura no tienen nada, por lo que la solución no está en castigar cada vez de manera más severa a quienes infringen la norma para tener un poco menos de nada, sino en procurar que
el Estado, a través de políticas públicas se empeñe en destruir barreras. Ahora si tangibles, como aquella que existe entre los que tuvieron para desayunar y los que no. Muy bonito y todo, pero lo anterior no sirve de nada si pensamos que el problema es meramente político, y por consiguiente solo es responsabilidad de los señores encachacados que van a cócteles; la política es el reflejo de la sociedad, sino vea a países como Finlandia donde, por ejemplo, los subsidios del agro son adjudicados a los campesinos y la devuelta de la leche llega entera después del mandado, con esas pequeñeces es que nos salvamos o nos terminamos de hundir. Si queremos cambiar el rumbo de las cosas comencemos por hacer nuestra parte, por no tenerle miedo al otro basados sólo en que es el otro, vos también sos el otro, un humano, algo corriente, ni muy bueno ni muy malo pero que se esmera. Si nos piden un favor, hagámoslo con gusto, no por obligación, demos lo mejor de nosotros, no tenemos que sentirnos hermanos ni andar de arriba a abajo tomados de la manos mientras cantamos, bueno, si quiere hágalo, nadie se verá afectado con ello, pero por lo menos intentemos hacer de nuestro entorno un lugar agradable, tanto para nosotros como para aquellos que por ventura se cruzan en el nuestro camino.
Daniel Gómez Águeda Villa Alejandro Sierra MERCADEO Manuela Sanín msaninb@eafit.edu.co Mateo Emilio Saltaren Andrés Ríos María Antonia Chinkousky Mariana Lopera Felipe Domínguez Eliana Tabares PORTADA Sara Tomate DISEÑO Y MONTAJE Daniel Beltrán Castello PREPRENSA E IMPRESIÓN Casa La Patria AGRADECIMIENTOS Desarrollo Humano Universidad EAFIT Fundado el 13 de agosto de 1987 por Jorge Restrepo, Jaime Cadavid, Claudia Patricia Mesa y Gustavo Escobar. Personería Jurídica No. 568 de septiembre de 1993. Carrera 49 No. 7 Sur-50 / Bloque 29 oficina 517 EAFIT nexos@eafit.edu.co / www.periodiconexos.com Teléfono: 261 93 02
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¿ BA S U R A ?
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¡INVESTIGADORES PREMIADOS!
Medellín Investiga premió 13 estudiantes el martes 6 de diciembre, entre ellos Sara Isabel Marín y Mateo Velásquez, dos eafitenses destacados en Mejoramiento de Procesos y en Ingeniería Matemática. Este premio los ubica entre los mejores investigadores de Medellín.
¡LOS MICROCUENTOS SON PREMIADOS!
Valeria Querubín G. vquerubi@eafit.edu.co
D esde
la administración de la Universidad se han creado campañas que fomenten la toma de conciencia. Hace un semestre fue “Usa tu ecológica” y este semestre se trató de “Entrénate en buenas prácticas”. Sí, yo sé que suena muy aburrido. Incluso cuando me dijeron que debía realizar un artículo sobre la campaña de reciclaje de la Universidad, negué varias veces con la cabeza. Pensé que iba a ser un trabajo insípido, en donde iba a tener que sentarme frente a una persona de sonrisa falsa que me hablaría de un montón de buenas intenciones pero de pocos resultados. Estaba equivocado. En el año 2012 se empezó a implementar el Plan de Manejo Integral de Residuos Sólidos de la Universidad, y desde entonces se han logrado generar estrategias que impacten de manera positiva el medio ambiente. Por ejemplo están las fontaneras: sí, esos aparatos donde vamos a llenar de agua los termos no solo están ahí para nuestra comodidad, sino que también cumplen una función ambiental tremenda: desincentivan el consumo de botellas de plástico y por derecha el consumo de petróleo.
También se implementó el uso de papel hecho de bagazo de caña, y no se trata de un avance menor si tenemos en cuenta que mientras este papel se produce con un material que antes carecía de cualquier utilidad, el otro papel –el blanco y el bonito, como algunas veces le dice la gente- se genera a partir de la tala de árboles y de unos procesos químicos que acaban contaminando el agua de los ríos. Lo irónico es que luego dibujamos árboles frondosos y ríos cristalinos en esos papeles. Las estrategias han significado un gran avance en el manejo del residuos sólidos de EAFIT, ya que según datos brindados por Yolima Valencia Espinosa, profesional ambiental de la Universidad, del 100% de residuos producidos por la Universidad, se consigue reutilizar o reciclar el 53%. Una cifra no menor para una institución que produce casi 6 toneladas de residuos sólidos al mes. Pero como bien afirma Yolima, más importante que generar estrategias desde la administración, lo fundamental es que los estudiantes tomemos conciencia sobre la importancia del reciclaje, ya que nosotros somos la principal fuente productora de residuos sólidos de
la Universidad: pedazos de pollo, botellas de gaseosa, hojas a medio escribir. Montañas de residuos que pocas veces lanzamos a la basurera indicada y que entorpecen el proceso de reciclaje de la Universidad. Por eso es importante tener claro para qué sirven cada uno de los colores de las basureras: el verde para los residuos ordinarios, es decir, para aquellos que ya no tienen posibilidad de reutilizarse: servilletas sucias, papel higiénico, vasos llenos de pegote. El gris sirve para los residuos reciclables: botellas de plástico, papel aluminio, papel en buen estado. Y el beige para los residuos orgánicos, o en otras palabras, para los Frisburritos a medio a comer o los fríjoles que quedaron en el plato del Rancherito. De modo que la próxima vez que terminemos de almorzar en Biggos o en Frisby, con una bandeja llena de vasos, sobras de comida, servilletas y platos, tomémonos un minuto para leer las indicaciones que hay escritas en las canecas y hagámonos una pregunta fundamental: ¿Lo que tengo en la bandeja es basura o se vuelve basura cuando lo tiro a la caneca equivocada?
Pedro Juan Vallejo Peláez es el ganador del primer Concurso Nacional Universitario de Microrelatos en el que participaron 97 cuentos de estudiantes en todo el país, su microcuento El circo ganó con tan solo 18 palabras.
EAFITENSES PRODUCEN SERIES WEB
Dentro del pregrado de Comunicación, en el segundo semestre del 2016, se destacaron los proyectos de series web que se produjeron para MediaLab Tv. Algunas de las series se destacaron a nivel nacional por sus argumentos narrativos, sus temáticas y su producción.
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JUGAR A
VIVIR Martín Uribe V.
muribev3@eafit.edu.co
C uando
era niño jugaba a “Los pistoleros” y empuñaba un pedazo de madera que disparaba balas increíbles, que volaban con la firme intención de matar a mis amiguitos, a veces ellos morían y otras veces huían con la camisa llena de huecos. En ocasiones yo estaba seguro de haberles dado en la cabeza, sin embargo no caían al piso. Hoy recuerdo que nos gustaba la parte del juego en la que había que morir, cuando los disparos nos tocaban. Cada “pum” y cada “taz” que salía de los enemigos llegaba a mi cuerpo como un impacto genuino. Yo me esforzaba en lamentarme con cada detonación y en extender la vida que se me escapaba camino al piso, ignoraba los disparos fatales, los que iban al corazón o la cabeza solo para fingir estar herido. En el piso, casi muerto y sin aliento, seguía recibiendo impactos, y mi cuerpo se movía por la tierra con cada uno de ellos. Me tomaba tiempo resucitar. Simulaba que veía la luz al final del túnel y solo era la luz del sol que se metía entre los párpados. Al final siempre abría los ojos, me levantaba y me quitaba el polvo de la cara, empuñaba de nuevo mi palo de madera y seguía jugando a la guerra. Jugué al papá y a la mamá con los “chocoritos”, que son juguetes a escala de una cocina
Sé que muchos darían lo que fuera por volver a la niñez y otros nunca fueron niños. común, bastante usados en los pueblos costeños. Y un día peleé con mi mujer porque la comida me supo maluco. Ella se enfureció y me echó de la casa, me dijo que no me asomara a preguntar por el niño nunca más. El bebé que mi mujer cargaba en sus brazos llevaba varios días con gases de plástico y una fiebre de hule que cada día empeoraba más. Salí a buscar ayuda y pude reunir algunas hojas verdes de un palo de mango, le lleve el dinero a mi esposa iracunda. Luego jugamos al doctor y le salvamos la vida al pequeño. Iba en el bus del colegio y una caja de chicles apareció en mi ventana de repente, cuando asomé la cara y miré al muchacho, me escupió un gargajo sustancioso, nunca me pidió plata ni me dijo que los estaba vendiendo, en vez de eso me escupió. Si le hubiese comprado el chicle
tal vez nada habría pasado, sin embargo ese acto provocó algo mayor a un simple intercambio económico, dos burbujas de realidad chocaron de forma auténtica y ahora comprendo que mientras él trabajaba y escupía el mundo yo iba a estudiar a un cómodo pupitre, odiando mi niñez y soñando ser grande para trabajar algún día. Un gargajo en la cara era lo que merecía en ese entonces y la moraleja apenas me llega hoy. Mientras yo jugaba, otros niños lo vivían, y hoy otros lo siguen viviendo . Se que muchos darían lo que fuera por volver a la niñez y otros nunca fueron niños. Yo no respire los gases tóxicos de una mina, ni utilice mis manos pequeñas para extraer carbón, yo no embolé zapatos de hombres con traje a pleno día, ni vendí chicles en
semáforos, yo nunca empuñe un fusil de verdad, solo jugué a ser grande y el mundo era mejor cuando podía salvarlo. Este texto no será en vano si al menos incomoda o acusa la conciencia de quienes evitan mirar, o a los que calman el sentimiento de culpa dando monedas, y es que al final aparecemos como testigos y cómplices de una sociedad que niega el derecho a ser niño. El trabajo infantil no es un juego. La Organización Internacional del Trabajo reportó que en el mundo hay 168 millones de niños trabajando. En Colombia durante el 2015 fueron 1.039.000 niños de acuerdo con el Ministerio de Trabajo, la mayor concentración está en el sector rural. Aunque la cifra se ha reducido, sigue siendo un reto nacional.
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LA OLVIDADA L ENSEÑAR Valeria Querubín G. vquerubi@eafit.edu.co
Un ¡quién pidió pollo! fue lo
que escuchó William en la primera clase que dio en su vida. Tenía 26 años, era el profesor nuevo en un colegio femenino de Sincelejo. Antes del piropo, de camino al salón, se sentía como el hombre que más sabía de química en el mundo. Y eso que estudió Biología. El ego le anulaba los nervios. Ahora, veinte años después, recuerda el episodio con risas y critica su narcicismo de joven. “Es una etapa que como profesionales debemos pasar”. Luego del halago, no supo qué hacer. No sentía que enojarse fuera lo correcto: ¿con quién iba a enojarse si no conocía a nadie? Se sintió intimidado por un grupo de adolescentes dispuestas a probarle la finura. Decidió reírse y seguir la clase. Una vez escrito el ejercicio con tiza en el tablero, William se cuestionó qué hacía en ese salón. Aún no se lo ha contestado. Lo que pasa es que William, como muchos, es profesor accidental: nunca consideró la docencia como su vocación ¿Y es que quién se le mide a una profesión que no solo tiene un salario miserable sino que termina en depresiones, estrés y ansiedad? Empecemos por el sueldo. Según datos de la Fundación Compartir, es un millón de pesos más bajo que el resto de la población profesional. Según el Ministerio de Educación, lo mínimo que gana un profe en el sector público son $1’290.757, y lo máximo que puede llegar a devengar son $6’137.508. Pero para poder llegar a ganarse esos seis milloncitos, hay que ser profesional licenciado o no licenciado, tener una especialización en pedagogía, una maestría y doctorado en el área de énfasis que se escogió, haber sido nombrado mediante concurso y haber superado la evaluación del período de prueba
o la evaluación de competencias, que son, nada más y nada menos, que exámenes en los que deben obtener una calificación mayor o igual al 60% porque si no, los echan. Entonces, mientras un profe reúne todos los títulos necesarios para poder ganarse la máxima platica que el Estado puede ofrecerle, tiene que vivir con sueldos entre $1’624.511 y $2’479.198. En resumidas cuentas, le toca hacer milagros para solventarse a sí mismo y pagar los posgrados que le exigen en el gremio que, obviamente, su sueldo no da para financiarlos: su precio supera, casi siempre, los 15 millones de pesos. Además están los problemas emocionales de los encargados de la formación de una sociedad. Acá el dato publicado en el 2010 por la Universidad del Cauca que arroja luces sobre esta coyuntura en Colombia: después de estudiar a 44 profesores de dos universidades de Popayán entre los 20 y 40 años, Zamanda Correa, Isabel Muñoz y Andrés Chaparro, encontraron “una frecuencia del 9% de alta despersonalización”, es decir, estos docentes desarrollaron actitudes negativas y de insensibilidad hacia sus alumnos; además presentaron “frecuencias del 16% y del 4% de altas consecuencias físicas y sociales, respectivamente”. Las razones de estos resultados, según los investigadores, fueron estrés laboral, largas jornadas de trabajo y aburrimiento por la rutina personal y académica. Luego no es de extrañar que nadie quiera ser educador. Entonces, después de todo lo anterior, ¿por qué alguien querría ser profesor? La respuesta, para William, fue sencilla: no le veía sentido a adquirir conocimiento sin poderlo después compartir y, con ello, cambiar
mentes. Llegó a esa conclusión luego de que sus profesores le metieran en la cabeza el sueño que todo egresado de su carrera quería: pasarse la vida en un laboratorio investigando. William sabía que eso no era lo que iba a pasar, menos acá en Colombia, y aunque varios de sus compañeros sí terminaron en esa situación, él no encontraba nada racional en descubrir una molécula que corrigiera una base en el ADN si no podía transmitirlo. William vive ahora en Prado Centro. Sus días empiezan con auto terapia: lo primero que hace al despertar es prender una vela azul para que sus guías le puedan enviar mensajes durante el tiempo que dure encendida. Desde hace unos meses le está dando duro a su parte espiritual, tanto, que se metió a clases de Reiki y ya va a hacer la maestría en el tema. Hay títulos hasta para sanar. Una vez terminado lo que en sus palabras es la preparación del día, se baña. Desayuna siempre de manera muy completa porque es, de las comidas, la más importante. Empaca su fruta para comer en el colegio, regularmente una que pueda combinar con un tarrito de sal que siempre tiene en el cajón de su escritorio, se monta en su moto Yamaha FZ 16 negra y sale a eso de las 6:30 a.m. para poder estar en su trabajo a las 7:00 a.m., hora en que empieza la jornada. En el trayecto de su casa a Toscana, el barrio en donde queda el colegio en donde ejerce hace seis años como profesor de biología y química, William repite en su cabeza decretos de gratitud y protección para los muchachos, sus estudiantes. Esto lo hace especialmente cuando hay eventos en los que no puede estar constantemente cuidándolos, por eso le pide a sus guías, al universo, a la vida o a las energías que ellos estén
bien porque la educación es de afecto más que de conocimientos. Quiere muchísimo a los aproximadamente 90 estudiantes a los que debe enseñarles diariamente, y por eso sabe que su labor supone un reto muy grande y diferente que trasciende el enseñarles reacciones químicas o procesos de respiración celular. Su verdadero objetivo es poder ayudarlos en su formación como buenas personas y ciudadanos entendiéndolos desde sus emociones, para que todo eso aprendido lo puedan devolver a la sociedad. Al llegar al colegio, William revisa su horario, porque no se lo sabe y tampoco se lo quiere aprender. Dice que es malo para eso. No lo angustia pensar, entonces, de qué va a ser la clase del día, porque desde el principio de cada período William concierta con sus estudiantes qué van a hacer en el transcurso del mismo. Eso lo aprendió la primera vez que dio clase en un “colegio de ricos”: los estudiantes querían que él hiciera lo que ellos le pidieran. Ahí entendió que ni ellos como alumnos ni él como profesor tenían la razón, sino que había que llegar a un punto común, un camino hecho entre ambas partes. Para él es una manera particular de orientar su proceso educativo, y le ha funcionado saber también las expectativas de los chicos a quien les va a enseñar para poder trazarse, en conjunto, objetivos. Objetivos que pueden cumplirse o no. Sea cual sea el resultado, para William es valioso. Cree que uno de los errores más comunes en la docencia es pensar que todas las metas trazadas se tienen que cumplir obligatoriamente y que, si no, no hubo un buen proceso. Para él es todo lo contrario: un resultado negativo frente a lo que se esperaba es, también, un resultado importante. La educación tiene variables, así, un
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LABOR DE estudiante puede aprender pero el otro no. Y también es válido. Cuando termina de revisar lo que le corresponde hacer en el día, se va para clase con alguno de los grados en los que dicta. Octavo, noveno, décimo y once están a su cargo este año. Una vez en el aula, generalmente se hacen exposiciones, sobretodo en biología. Es ahí, en un salón chiquito, casi sin electricidad, mesas y sillas quebradas, recursos en mal estado que termina él comprando de su propia plata porque el colegio no los tiene y eso que es el mejor público de Medellín, en donde se pone en juego todas las capacidades del docente al momento de enseñar. Para William representa un reto aún más grande, puesto que lo que siempre quiere es salirse del esquema cuadriculado y tradicional educativo del país. El problema es que las circunstancias no siempre están a su favor: para enseñar desde las emociones, debe contar con el tiempo suficiente para poner a sus alumnos a interactuar entre ellos mismos y con él como orientador, pero la dinámica del colegio y las horas que le asignan para sus clases no son suficientes para ello. “Imagínate uno entender las emociones de 30 estudiantes que hay acá por salón, y eso que somos poquitos. Es algo muy complejo. Ahí lo que toca es darse cuenta de quién necesita ayuda, de cuál estudiante está teniendo problemas. Por ejemplo, si un pelado te fue o no responsable durante todo el año y de un momento a otro eso cambia, hay algo que hay que indagar. Algo en sus emociones está cambiando. Entonces comienzas a entender por qué el estudiante actúa así. Comienzas a encontrar sus razones y a comprenderlas. El problema es que eso aquí no hay tiempo de hacerlo.
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Y son muy pocos los que lo hacen dentro de mis compañeros docentes.” Que William sea de los pocos que hace esa clase de ejercicios no es un asunto raro en Colombia. De hecho, según un estudio de Juan D. Barón y Leonardo Bonilla, uno investigador y el otro profesional especializado del Centro de Estudios Económicos Regionales del Banco de la República, “dentro de los graduados de educación superior de todas las áreas, las personas que obtuvieron un título en educación, en promedio, tuvieron un menor desempeño en la prueba de estado del ICFES. Dicho de otra forma, la probabilidad de que una persona de desempeño bajo en el ICFES decida estudiar un programa en educación es casi cinco veces más alta que la de alguien con desempeño alto. Esta diferencia es más pronunciada para las mujeres y menos para los hombres.” Mejor dicho, lo que asombra es que haya profesores que sean buenos. Y, aunque según Leonor Jaramillo, educadora y expresidenta de la Asociación Colombiana de Facultades de Educación, dichos datos no son indicadores de que alguien no puede ser un buen profesor, “sí preocupa que la educación no esté en manos de los mejores. Los modelos que repuntan en educación, como el de Finlandia y la ciudad de Shanghái, exigen los puntajes más altos para entrar a esas facultades”. Lo que pasa con esos datos de otros países, es que pensamos que podemos basarnos en ellos para cumplir el objetivo que se planteó
Ilustración Daniela López daniwill9@yahoo.com
Santos junto a Gina Parody en el 2015: que Colombia sea la más educada para el 2025. Entonces, para eso, empezamos a copiar los modelos. Luego, la posible solución para la educación acá es imitar no sólo la forma de pago y reconocimiento hacia los docentes de Israel y Estados Unidos, sino también el modelo matemático de Singapur y Corea, como lo declaró la ex ministra de educación en marzo del año pasado. Aunque esos detalles son, para William, una de las grandes razones de la falla del sistema de enseñanza en el país, piensa también que son estrategias para enmascarar el problema de raíz: la ausencia de la educación como política pública. Hasta ahora, para él la educación ha sido un negocio para los políticos, nada más. Una de las cosas que más critica es la ausencia de preparación
de quienes son la cabeza del tema en el país: los ministros. Basta mirar quiénes fueron los que ocuparon el cargo desde el año 2000 para corroborarlo, la mayoría son economistas y abogados y, ninguno, tiene estudios en pedagogía ni educación. ¿No es muy raro entonces que le exijan a los profes lo que ellos no tienen o que no hayan trabajado nunca en la docencia? Tenemos personas dirigiendo un área de la que nunca han sido partícipes. Con todo lo anterior queda algo muy claro: ser profe es cuestión de amor. Porque a pesar de todo, William cree que en sus manos está la herramienta transformadora del país y de la sociedad. Aunque sea duro, no paguen bien y sean una profesión menospreciada por sus mismos estudiantes, “me quedo en ella hasta que me den las fuerzas”.
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QUE SE ACABEN LOS PREJUICIOS
“—luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo. Había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones. —llevo toda la vida buscando una mujer así —dije yo. Tony se echó a reír.
—y quién no. Yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MÁQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.” Mateo Orrego L.
morrego7@eafit.edu.co
Charles Bukowski
Ilustración Andrés Correa andres.correa.m@hotmail.com
Susana Morales C.
smoral19@eafit.edu.co
Quién
sabe en qué estaba pensando Bukowski cuando escribió este texto. Quién sabe si sus palabras, tan burdas y a la vez tan sinceras, constituían una burla, una crítica o un elogio a la sociedad. Tal vez cuando el Dr. Von Brashlitz creó la Máquina de Follar no se imaginaba lo que iba a hacerle a Mike, el cliente de aquel bar. Pero seguramente sí sabía que su invento habría de satisfacer las necesidades de cientos de personas si hubiera tenido éxito. Y si no hubiera sido ficticio. Pero hoy en día quién sería el valiente Tony, que estaría dispuesto a tener guardado en el segundo piso de su bar una Máquina de Follar, no siendo ajeno a la crítica ¿Quién estaría dispuesto a facilitar el encuentro con esas prácticas y esos juguetes? Cuando el negocio del sex shop recién llegaba a Colombia, era mal visto por la sociedad. Eran pocos los valientes que se arriesgaban a entrar, pues corrían el peligro de ser juzgados por aquellos que en la tarde vigilaban atentamente quién salía de estos lugares. Hoy tan solo en Medellín hay 18 tiendas para adultos, 18 bares que guardan esa preciada Maquina de Follar, sin contar aquellos pequeños negocios que no se encuentran registrados. Entre todas las tiendas,
se estima que se mueven más de 5 millones de dólares al año solamente en productos. El origen de estos artefactos se remonta a 1870. Del consultorio del médico británico Joseph Mortimer Granville acababa de salir una joven paciente diagnosticada con histeria. El buen doctor estaba completamente agotado debido al masaje que debía proporcionarle a la mujer como único remedio para sus males. Ya cansado de tener que hacer lo mismo en cada consulta se le ocurrió agregarle un motor a una figura fálica, inventando el primer vibrador de la historia. Aquel doctor nunca hubiese sido tildado de falto de ética o moral, pues estaba ayudando sustancialmente a la mejora de una situación de salubridad pública. Y es que todas las mujeres que sufrían de histeria compraban el maravilloso invento del doctor. Pero esta mirada heróica cambió. Hace dos mil años los griegos tenían relaciones sexuales con naturalidad. Tenían sexo hombre con hombre, mujer con mujer, y así, como ya se ha dicho. Pero luego llegaron los romanos y después la religión, entonces el sexo se vio atravesado por el concepto de lo correcto y lo incorrecto, de lo bueno y lo malo. La discusión sobre esos conceptos morales se volvería eterna y aburrida,
todo lo contrario al sexo. Por eso, a pesar del gran tabú de la sociedad, se ha creado una industria alrededor de la satisfacción sexual. Se encuentran consoladores, masturbadores, para hombres, para mujeres, juguetes para estimular el punto G, que tengan cámara, que sean a prueba de agua. Cuando se trata de sexo, para aquellos de mente abierta, la imaginación no tiene límites. Estos establecimientos (creados, según dicen, por la alemana, Beathe Uhse) se encuentran ubicados en las calles en medio de tantos otros negocios. En sus vitrinas exhibe unos cuantos maniquíes con una sensual lencería. Y en todos los transeúntes, podría decirse, produce cierto morbo cuando se pasa por el frente; un deseo que impulsa a girar la cabeza para mirar con disimulo quién o qué hay dentro de la tienda. “Entré por primera vez a una sex shop cuando tenía 19, compré unas tangas y un lubricante de sabor”, Daniela, una de las muchas clientes de la tienda sexual, confiesa. Según los vendedores de las tiendas para adultos, así comienzan la mayoría de personas nuevas en ese mundo de experimentación sexual, buscando lubricantes, geles, aceites o lencería y, poco a poco, van incursionando en cosas diferentes. Para Jorge, vendedor con 5 años de experiencia en el medio,
su verdadero trabajo es “vender una buena asesoría”. Y ahora bien, no sólo han sido juguetes, las prácticas sexuales también han cambiado con los años: BDSM, vouyerismo, swinger, bootycalls y otras cuantas prácticas más. Pero quién sabe hasta dónde nuestra sociedad continuará señalando y discriminando la sexualidad. Afortunadamente existen personas como Andrés Ríos, que luchan contra la ignorancia y el tabú de lo sexual. Las personas como él se preocupan también por educar. Cuando se le pregunta sobre su tienda sexual, prefiere hablar de ese teatro erótico en el que vive, en el que mueve los sentidos, en el que promueve el arte, la educación y las prácticas sexuales diferentes. Le gusta hablar sobre el bondage mientras se toma una cerveza y dice con su peculiar forma de hablar, un poco difícil de entender, que él trabaja enseñándole a la gente sobre el sexo. Habría que acabar con los prejuicios. Como diría Nacho Vidal, tendríamos que “dejar de escandalizarnos al ver nuestros cuerpos desnudos mientras aceptamos ver cuerpos mutilados”. Esta sociedad a veces tan hipócrita, tendría que aprender que “solo cuando cada coño y cada polla de este planeta sea respetada, merecerá la pena vivir en él”, citando a Vidal.
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VALENTINA Y SUS
PERIPECIAS Paulina Echavarría G. pechava2@eafit.edu.co
V
alentina Toro habla a una velocidad que se asemeja al latir del corazón de un colibrí: a toda. Lleva el pelo negro con unos rayitos discretos en las puntas. Detrás de sus gafas de marco oscuro hay unos ojos que parecen hacer juego con su pelo. Valentina tiene 24 años, es diseñadora gráfica y ha publicado tres libros: dos infantiles y uno juvenil. Habla sin parar: sus protagonistas, Violeta y Avril; los libros que le gusta leer; fantásticos y con mundos increíbles; el cine y las series que le gusta ver; que cuiden de su estilo artístico. En ocasiones, cuando sus gafas se deslizan por su nariz, Valentina inclina un poco su cabeza y con una de sus manos las vuelve a su lugar. Valentina se ha dedicado a la ilustración desde que recuerda y la escritura es un hobbie que ahora practica profesionalmente.
¿Por qué escogió diseño gráfico? Mi papá es ilustrador aunque estudió publicidad. En mi casa el mercado se compra con la ilustración. Yo también quería ser ilustradora, pero aquí la carrera no existía, entonces era irme del país o estudiar algo que se le pareciera. Yo tengo la escuela de mi papá, de él siempre he aprendido un montón, pero lo que aprendí en la carrera no hubiera podido conocerlo de otra forma.
casa hay más libro que ropa.
¿Cuál es la novela que más ha influenciado su trabajo? La primera novela que me leí chiquita y sin ayuda fue Alicia en el país de las maravillas. Se convirtió en mi libro favorito en la vida. Tendría entre ocho y nueve años. Esa novela es uno de mis grandes referentes, cuando la leí, leí la versión ilustrada y desde eso colecciono todo lo que se me atraviesa de Alicia. Sobre todo, por la construcción del universo y de los personajes mágicos.
¿En qué momento la escritura y la ilustración se juntaron? A mí me ha gustado siempre escribir, desde que estaba chiquita yo cortaba el papel, lo grapaba, hacia cuenticos y los ilustraba. Siempre me ha gustado hacer historias. Pero estudié diseño gráfico porque la literatura la veía como un hobbie. Cuando estaba en quinto semestre hice un cuento y fue la primera vez que retomé la escritura y la ilustración. Lo que me importaba de ese trabajo era la ilustración realmente. Por esa época hice una exposición en una librería y presenté mi cuento como parte de la exposición, y allá un editor lo vio. Él me propuso hacer la publicación. Ese primer libro se llamó Las peripecias de Violeta y luego saqué una segunda parte que se llamó Violeta y el pincel encantado.
¿En qué momento la ilustración fue una realidad? Eso fue un proceso, recuerdo mucho que yo hacía cuentos de chiquita. Pero yo diría que en el colegio, como a los 10 años. No abandoné rayar y pintar sino que lo fui puliendo y tomándomelo más en serio. En el colegio me la pasaba pintando todo el día y a la gente le gustaba, las profesoras me felicitaban y entonces me fui entusiasmando. Mis dibujos siempre eran de mucha fantasía; pintaba dragones, hadas. Mis dibujos siempre tenían que ver con magia. ¿De dónde nace el amor por la literatura? Desde chiquita me ha encantado leer, he sido ratón de biblioteca. Mi papá también ha sido así y por eso en mi
¿Cómo es su proceso de creación? Muchas veces no es la historia por lo que empiezo, sino que se me ocurre un personaje y alrededor de ese personaje empiezo a buscar la historia. Y me toca buscarla, no es que me llegue. Es muy intermitente. Yo tengo periodos en los que escribo muy fluido y otros en los que paso meses sin escribir ni una sola palabra. Para eso me ayuda mucho la ilustración. Por ejemplo, yo tengo claro el personaje pero no sé cuál va a ser la historia y entonces me pongo a ilustrar a ese personaje y a medida que voy ilustrando, y voy teniendo ideas nuevas. O ya cuando tengo la historia lista y llega a un punto en el que no sé cómo seguir, me pongo a ilustrar y cuando voy ilustrando eso me abre la mente. Ilustrar hace parte de la creación del universo creativo.
Yo voy haciendo ilustraciones todo el tiempo y unas las uso al final para los libros y otras las descarto. Pero me sirven es para eso: para ver cómo describir algo. Algunas veces me freno con las palabras, entonces me pongo a ilustrar y eso me ayuda. Yo trabajo desde la imagen, cada cosa que escribo es como una imagen que tengo en la cabeza hay veces en las que me sale muy fácil en palabras y otras veces me toca materializarla para poderla tener y saber qué voy a escribir. Procuro que la parte de la ilustración no sea redundante, de no decir lo mismo que se está diciendo en el texto. Trato de que todo lo que no quiero decir con el texto lo pueda insinuar con la ilustración. Me gusta ser un poco críptica con las descripciones y por eso lo digo con las imágenes. En el caso del libro de Avril, las ilustraciones representan lo que ella piensa. Trato de hacer el universo del personaje desde las ilustraciones y el universo de la historia desde el texto. Casi que el lector puede encontrar dos historias en el mismo libro. ¿En qué momento sus historias comenzaron a tener protagonistas mujeres? Yo creo que desde siempre, probablemente haya alguno que no, pero me he identificado con protagonistas mujeres y por eso me ha vinculado con esa voz femenina.
Ahora estoy trabajando en una historia nueva que es contada por un niño y me ha parecido muy difícil cambiar esa voz. ¿Cómo el personaje de Alicia ha influenciado sus historias, pero sobre todo sus personajes? Lo que me gusta de ese personaje es que ella es como la verdadera niña, la niña que es completamente a la deriva: no sabe para dónde va, no sabe qué está haciendo ¡ella no sabe nada! No tiene personajes buenos ni malos, ni esa moraleja que sí tienen los cuentos de esa época. Alicia esa niña que hace travesuras y no le pasan cosas malas, sino que, al contrario, cada vez hay más aventuras. Yo me identifico mucho con Alicia porque a uno le gustaría que le pasara todo eso, es como el sueño de los niños: hacer todas las necedades y que la ventura siga. Todo va pasando sin que haya adultos que adoctrinen ni que estén regañando. Para mí ese personaje debería estar siempre en la literatura infantil: el niño libre, al que se le permite ser niño y que pueda tener ese lado medio salvaje de los niños sin la cadena de los adultos. Mis personajes siempre son así. Yo le huyo a la moraleja, y estoy esperando que cada quien encuentre el mensaje. Mis personajes siempre son muy auténticos, tienen su personalidad, sus defectos, sus cualidades: son niños de verdad.
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LOS FRUTOS DEL CHOCÓ L a plaza de mercado de Quibdó suena a champeta y vallenato, huele a
pescado y albahaca y en ella se ve todo tipo de personas, frutas, verduras, carnes y puestos de comida. La variedad de productos abruma la vista y da a entender la riqueza de los frutos del Chocó
El plátano maduro es de los alimentos más consumidos en el departamento del Chocó. El queso costeño es su acompañante preferido.
Doncella, mojarra, quicharo y bocachico, son las principales especies de peces que se pueden conseguir en el río Atrato
El queso costeño, traído principalmente desde Cartagena, fue adoptado por la cultura chocoana hace más de un siglo
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Utilizar la sal para conservar la comida es una costumbre todavía usada en el departamento del Pacífico
Aunque el departamento es principal conocido por el consumo del pescado, la carne de cerdo es la segunda más consumida en todas sus versiones.
Conocido por sus colores vivos y cáscara brillante está el marañón. Su sabor es dulce y es conocido como la fruta afrodisíaca
La piña chocoana es reconocida por su gran tamaño en comparación de las que se encuentran en el resto del país
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COLA, BANANA Y LULO
Valeria Querubín G. vquerubi@eafit.edu.co
L
o primero que dice Francisco Javier Pérez de sí mismo es que es muy amable, muy formal, y que hace los mejores raspados de Medellín. También que es un obsesionado del aseo. Yo no sirvo nada con pelos, asegura. Si encuentra uno, es porque fue usted la que lo trajo, añade mirando de reojo el hielo pintado de fucsia acabado de servir. El carro de raspados de Francisco Javier resalta en la puerta del Parque Explora, justo al lado de la estación Universidad del Metro. Fácilmente puede ser un oasis en medio del calor en el que se ha convertido la eterna primavera, y es que nada resulta más placentero que escuchar el hielo partiéndose para ser consumido. A través de un sol picante y abrasador que quema la piel con intensidad acompañado de un cielo azul clarito, tan clarito que la escena parece en el mar, las bocas se van haciendo agua mientras ven en el carro de raspados un remedio infalible para el sofoco ¿Y Francisco Javier? Feliz. ¡Necesito una amiguita con derechos!, exclama de repente el hombre viejo con gorra de estampado militar, delantal blanco de niño de primaria, gafas cuadradas y bigote abundante quien, hasta hace poco, estaba dando una introducción a su historia. Luego de lanzar quejas al aire representadas en un suspiro, explica que no quiere una novia porque estando viejo ya no se puede enamorar. El que se enamora pierde, ¿o no, niña? Ante ausencia de respuesta, comienza a hablar de lo que parece ser su única razón de existencia: el carro de raspados. Suyo, propio, él mismo lo mandó a hacer escogido de catálogo. Movido por el sentimiento, lo primero que dice es que ama al carro más que a nada en su vida. Incluso más que a su mamá. Primero Dios, después este carro, sentencia con el ceño fruncido, sin dejar siquiera la posibilidad de que su afirmación se ponga en duda. Tiene el impulso de seguir hablando de lo mismo, hay un sentimiento de gratitud hacia su medio de sustento que se ve en la minuciosidad con que lo limpia en cada rincón. Aun así, calla. Cuando abre la boca de nuevo, decide contar desde el principio. Viene de Yarumal. Se vino porque los paramilitares lo iban a matar. Empezó haciendo lo que sabía desde su pueblo: vender papas fritas en la Terminal del Norte y a la salida de los colegios. La escena, puesta de ese modo, se vuelve familiar y adquiere un tinte nostálgico: siempre hay un hombre viejo en la puerta de los colegios que vive a punta de papas o Bon Ice. El que todos conocen pero nadie sabe su vida. Aunque era feliz vendiendo papas, el calor de tener que fritarlas continuamente lo cansó. Así que empezó con los salpicones y siguió con ellos en los mismos puntos hasta que una vez, haciendo vueltas por la Plaza Botero, vio a un hombre con un carro de raspados haciéndose ocho mil pesos en menos de diez minutos. Fue allí mismo donde pensó que ese sería su trabajo. Pero eso sí, se comprometió con que su carro sería aseado,
no como el del dueño que lo inspiró. Ese era cochino y desagradable a la vista, y Francisco Javier no permitiría que el suyo reflejara lo mismo. Lo más importante es la presentación, dice, recalcando su afición por el aseo. Fue una caleña la que le enseñó a hacer lo que son ahora los mejores raspados de Medellín. Los raspados que, según él, hacen falta cuando no están. Con orgullo cuenta que de sus raspados y de su carro han llevado fotos a Estados Unidos. Retoma el origen de su fama contando cómo la caleña, hace cinco años, le compró un raspado de mil quinientos seguido de una pregunta: ¿y a vos no te gustaría que los raspados te quedaran de otros sabores? Hace un paréntesis y explica que en sus inicios sólo los vendía con sabor a naranja. El diálogo que siguió a la pregunta fue contundente y coqueto: ¿y de qué sabor te gustarían, mi amor? Pues sabor caleño, le respondió la caleña, y le guiñó el ojo: Cola, Banana y Lulo. Desde eso hace los raspados de esos tres sabores y asevera que esa es la fórmula para que sean tan ricos. Después de contar cómo llegó a su estado actual, saca su coca y se sienta a desayunar. Sudado de carne sólo con papa porque se le ha olvidado comprar zanahoria en la semana. Es un desayuno humilde, dice, pero no de pobre. Su sobremesa es milo con mucha leche porque le encanta. Prende la radio y sintoniza una emisora en la que pongan música popular, es la única que le gusta. Se queda en silencio y pregunta si ya no es suficiente pero inmediatamente se interrumpe mostrando sus dos celulares: uno táctil y uno viejo. Dice que a los dos los cuida mucho pero que no le gusta que lo molesten con cosas del WhatsApp ni nada de eso. Mira las fotos que tiene en el aparato con una mueca de nostalgia, y casi hablándose a sí mismo empieza a recordar que su primera novia se llamó Leidy Johana y que terminaron porque ella quería hacer cositas y él no, porque en ese tiempo eso era muy raro. Pasa la foto con un movimiento rápido del dedo y llega a la de su primo Santiago, quien tiene cáncer en el estómago y está pegado a una cama con un respirador. Guarda el celular y vuelve a concentrarse en la música soltando un “ayayayai” propio de las guascas. Termina de desayunar, guarda la coca y se para detrás de su carro a ofrecerle raspado a todo el que pasa. ¿Deje ya de grabar, no?, le dice de repente Francisco Javier al celular, no sin antes gritarle un Mónica, mamasita, no veo las ganas de conocerte, se nota por tu nombre que eres divina. Me río y pienso en qué dirá el lector. El viejito con delantal, gafas y bigote me hace prometerle que volveré con el artículo terminado a mostrárselo. Y con Mónica, para conocerla, obvio. Agradece y yo devuelvo el gesto. Me da un beso en la mejilla con un apretón en la mano derecha. Me voy no sin antes sentir que me acabé de comer el mejor raspado de Medellín.
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UN HORRIBLE
DEBER
María Giraldo V.
mgiral95@eafit.edu.co
Escribo con desconcierto porque
empiezo a darme cuenta que el mundo no “está patas arriba”, como solemos decir últimamente con lo desastroso que ha sido este año. No, al mundo no le está pasando nada, no está al revés, la humanidad no es “cada vez peor”. Creo que hemos fallado en entender que el mundo siempre ha sido un lugar horrible, que desde el principio de los tiempos ocurren los absurdos que hoy nos escandalizan: la violencia, el egoísmo, la miseria y las decisiones estúpidas. No obstante, no deja de ser desgarrador cada vez que ocurre un hecho que nos recuerda la horrible realidad en la que vivimos. Por más que nos convenzamos cada día, no somos los animales superiores y racionales que creemos ser. Creemos que el estado original del mundo es benévolo y que simplemente está enfermo, pero me convenzo de que esa “enfermedad” es más bien su estado natural y tenemos que luchar no por curarlo, sino por cambiarlo. Hoy, lo digo por las mujeres. Por Yuliana Samboní, por Rosa Elvira Cely, por Natalia Ponce de León, por Lucía Pérez, por Marina Menegazzo, por Maria Jose Coni. Por las que los esposos les dan las buenas noches con un puño en la mejilla en vez de un beso, por las que aman su cuerpo y las castigan por mostrarlo, por las que estudian y se capacitan pero son menos reconocidas y peor pagadas que algunos hombres menos capaces; por las que las demeritan por dedicarse a sus hijos o las que cuestionan por no
Ser feminista es necesario, pero cansa, enfurece. Y es triste que sea necesario, y es irónico. querer tenerlos, por las que violan y les echan la culpa por “buscárselo”. Por cuando un hombre me tocó los senos en una fiesta y en vez de pedirme perdón a mí, le pidió perdón a mi novio. Hoy, lo digo por las mujeres. Recuerdo lo emocionante que fue empezar a aprender algunas cosas del feminismo y encontrar mujeres admirables. Dejarse inspirar por la tenacidad de Margaret Thatcher, leer los ensayos empoderadores que Virginia Woolf ya escribía desde los años treinta, escuchar los discursos de Emma Watson en la ONU, entre otros. Realmente era emocionante aprender de aquellas “luchas” que parecían ya superadas, del pasado, de épocas retrogradas, y pensar que lo que faltaba era poco, que íbamos llegando al mismo nivel, que esas cosas ya no pasaban. La igualdad no parecía mucho pedir. Pero al parecer, sí lo es. El mundo no es al derecho y hablar de feminismo no concientiza sino que escandaliza. Ser feminista causa más rabias que debates serios, más polémicas que enseñanzas. Deja de ser emocionante y se vuelve frustrante cuando algunos hombres y mujeres no entienden que feminismo traduce igualdad de género
y no superioridad del mismo. Ser feminista es necesario, pero cansa, enfurece. Y es triste que sea necesario, y es irónico. Es irónico tener que gastar energías, debatir, hacer leyes que nos ayuden a llegar a la igualdad que existiría si el mundo fuera lógico. No debería estar invirtiendo mi tiempo en explicarle a otros por qué deben considerarme su igual, por qué deben dejarme decidir sobre mi propio cuerpo, por qué no pueden acostarse conmigo sin mi consentimiento, por qué no les pertenezco. No deberíamos tener que explicar que la culpa no fue de la víctima de una violación por viajar sola, por llevar minifalda, por aceptar un trago o por decir no. Ser feminista es doloroso porque es reconocer que a veces, mientras podría estar tomando mis propias decisiones o haciendo algunas cosas que otros tienen plena libertad de hacer, debo estar dando explicaciones por qué deberían “dejarme” hacerlo. Es doloroso porque, según el Informe de Desarrollo Humano del PNUD, a pesar de que en Colombia hay más mujeres que hombres con educación superior, la tasa de desempleo femenina dobla a la masculina. Es doloroso porque el mismo informe muestra que solo el
20,6% de los escaños parlamentarios está ocupado por mujeres. Es doloroso porque a 62 millones de niñas se les niega el derecho a la educación anualmente (según TheirWold), porque alrededor de 15 millones de niñas menores de 18 años se casan cada año sin tener derecho a opinar sobre esto (de acuerdo con GirlsnotBrides), porque una de cada tres mujeres en el mundo ha experimentado algún tipo de violencia sexual por parte de su pareja (basado en datos de OMS). El feminismo enfurece porque cuando salimos a exigir nuestros derechos y a luchar contra nuestras desventajas en varios ámbitos, algunos nos demeritan reclamándonos que no incluímos al género masculino. Porque ocurren casos como los de las mujeres mencionadas y nos señalan y nos critican por enfurecernos. “Feminazis”, dicen. Ser feminista es necesario, pero también es difícil. Nos están matando, nos están violentando y excluyendo. Queremos que nos traten y nos respeten como iguales, no porque somos sus mamás, sus hermanas, sus novias o sus hijas, sino por el simple hecho de que somos humanas.
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LA CHISPA DEL DESIERTO
El 17 de Diciembre de 2010, el humilde vendedor de fruta Mohamed
Bouazizi compra un bidón de gasolina y se prende fuego delante del ayuntamiento de Sidi Bouzid, en Túnez. Horas antes se encontraba en un estado de descontrol inhumano, los policías de Túnez obligaban a varios ciudadanos a pagarles un soborno. Mohamend, cansado de esta situación, grita desesperado al ayuntamiento de la ciudad tunecina y recibe un portazo en su cara. Producto de esa exasperación y la necesidad de hacerse escuchar, entrega su carne al fuego. El hombre en llamas desencadena espontáneamente la cuerda tensionada. Se convirtió en el primer mártir de la Primavera Árabe. Al otro lado del mundo, en un país despreocupado por los asuntos de medio oriente, un joven militar se despide de sus padres y parte rumbo a Egipto. Nacido en Colombia, el soldado Cristian Amariles se vistió con los colores del desierto esperando lo peor de un territorio hostil. Antes de llegar creía que esos países estaban llenos de edificios derruidos, calles vacías por el miedo y gente cautelosa ante el desconocido. “Pensaba que todo esto era como lo pintaban las noticias de Fox o la CNN, imaginaba todo este país estaría desolado”. Sin embargo, aunque existía un miedo, sus paradigmas cambiaron al llegar. Cuando bajó del avión en octubre de 2010, subió al bus que lo llevaría a su destino, pegó sus ojos al cristal observando a lo lejos la imponente figura de los tres gigantes milenarios, las pirámides de Guiza, los eternos de los regentes de la historia de Egipto. No pasó ni un año hasta que el hombre en llamas prendiera la yesca de la revolución. Primero las calles de Sidi Bouzid fueron la hierba seca que llegaría rápidamente a la capital. Un mes después, las protestas derrumbaron el primer gobierno de gerontocracia. Las dictaduras disfrazadas de democracias,
años de elecciones amañadas, represión a la libertad de expresión. El primer gobierno se había derrumbado. Zine El Abidine Ben Ali, presidente de Túnez, cayó. Cristian fue enviado a la frontera de Egipto con Israel como soldado traductor. Hacía parte de la Fuerza Multinacional de Paz y Observadores. Esta fuerza de las Naciones Unidas servía para verificar el cumplimiento de los tratados de paz entre estos dos países, el llamado tratado de Camp David. Colombia es el segundo país con mayor contribución para esta fuerza, más de 558 personas operantes, de acuerdo con datos obtenidos de la página web del Ejército Nacional . En el campamento el Gorah, establecido en la llamada Zona C, al noreste de la Península del Sinaí se situaba el batallón de Cristian. Era una pieza clave de las traducciones del inglés al español en los diferentes departamentos del cuartel. Antes de llegar, servía en Colombia como soldado campesino en el Batallón de artillería Jorge Eduardo Sánchez. La noticia de un gigante caído a unos dos mil kilómetros recorrió las calles del Cairo. Internet fue la pieza que articuló la esporádica revuelta que comenzó con el derrocamiento del presidente de Túnez. La inmediatez fue la impronta de los movimientos sociales, característica que permitió el aventajamiento de la población civil ante los gobiernos corruptos. Los ciudadanos sabían su situación de represión pero todos callaban, los pocos que hablaron eran asesinados o torturados. Era, como dice la canción de Juanito Alimaña, “todos lo comentan, nadie lo delata”. Pronto activistas de todo el mundo árabe prepararon su plan. “El clima empezó a tensionarse, sabíamos lo que estaba pasando, pero estábamos tranquilos pues en Egipto aún no se movilizaba nadie” relata Cristian. Viajaban por los desiertos de Sinaí, con fusil en mano y recelosos
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de cualquier arenal. Durante aquel tiempo las amenazas de grupos terroristas como Al-Qaeda eran reiteradas. Lo más aterrador, cuenta el soldado, era salir del cuartel. Rezaba para regresar a salvo y llamar a sus padres en Colombia. Las Fuerzas de Observadores eran uno de los blancos militares preferidos de los insurgentes y las misiones de reconocimiento a lo largo de la frontera era el momento más peligroso de su labor. Hosni Mubarak, presidente de Egipto en aquel año, se había ocupado con insistencia en crear lazos con los países occidentales. Europa lo veía como aliado y en Estados Unidos, el gobierno de Barack Obama había puesto su confianza en el mandatario egipcio. Sin embargo, tras el muro diplomático, la fuerza policial y otros grupos torturaban a los ciudadanos por cualquier ápice de desobediencia al gobierno. Las primeras revueltas en todo el mundo árabe comenzaron a calladas pero veloces. Los activistas egipcios, líderes del movimiento, empezaron a jugar sus cartas. Era difícil repartir panfletos en plena calle para organizar una manifestación y el gobierno egipcio controlaba muy bien las redes de internet. Por ese lado lo tenía complicado, así que idearon algo ingenioso en las calles del Cairo: viajaban en taxi y hablaban con compañeros suyos por el teléfono acerca de una fecha y lugar concreto. Los taxistas no podían evitar escuchar esas palabras de revolución ocultas tras una conversación por celular. El oído alimenta la especulación y las charlas entre taxistas esparcieron la noticia como un chisme. Aquel cliente egipcio que subiera a un taxi acababa por enterarse de los planes de los activistas anti gobierno. El dialogo sosegado con el conductor permitió el esparcimiento de una fecha y un lugar. Es aquí donde fugazmente la historia de Egipto se cruza con la de Cristian. Un día en el que algunos soldados colombianos tenían permiso para visitar
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el Cairo y Jerusalén. Cristian junto con algunos compañeros visitó el Cairo. Pidieron un taxi y recorrieron la ciudad. El chófer muy interesado en los jóvenes extranjeros de su asiento trasero empezó a hablar con ellos. No tuvieron problemas con el idioma pues algunos lo conocían. Como si fuera un secreto el taxista les citó vagamente una fecha y lugar: 25 de enero, Plaza Tahrir. Ni siquiera el mismo taxista sabía de qué se trataba, solo lo comentó porque varios de sus compañeros hablaban del tema. El 25 de enero el gobierno cortó los servicios de internet, los activistas no podían comunicarse pero esto no iba a detenerlos. Cristian paseaba por las calles de El Cairo cuando en la lejanía escuchaba gritos, cantos al compás, piedras chocando metales. Desde los barrios más pobres, sin acceso a internet, vio como poco a poco los cien que empezaron a marchar, se convirtieron en miles y en la noche ya era toda la ciudad unida en la plaza acordada. La policía anti disturbios se vio acorralada y superada por la multitud. Cristian se retiró por una llamada urgente desde el cuartel. En la noche la sede del gobierno ardía. Mubarak no tenía ya aliados. El ejército se vio en una encrucijada. Desde la base de las Fuerzas de Observadores no sabía exactamente qué papel tenían. Cristian tuvo miedo, pero esperó hasta las últimas palabras. No había teléfono, no había internet. El tiempo de Cristian en esta tierra hostil terminaba. Los últimos recodos del poder de Mubarak intentaron pedir ayuda. Al ser una revolución popular las democracias occidentales cambiaron de opinión cínicamente, abandonando a su antiguo aliado. El ejército se declaró a favor de la revolución y el arcaico presidente fue demolido. Cristian volvía a casa días después. No era su lucha, no era su pueblo, pero lo logró conocer muy bien.
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CARTA AL PAIS II
Fotografía Paulina Echavarría G. pechava2@eafit.edu.co
ValeriaEchavarría G. vechava2@eafit.edu.co
De cadáver en cadáver te fuiste (te fuimos) construyendo Un lastre que te abarca, te aprieta, te quema, te ha tomado por los pies y no te deja seguir en paz Acumulan en ti, casi que usurpándote, riquezas en manos ya lo suficientemente llenas Rostros malignos que se hacen pasar por deidades o líderes poco honestos siguen ahí, acechando. Como un estandarte tu bandera se (des)tiñe de tanto y de tantos A la par, tu gente se divide, juegan a la guerra; peor aún, a la guerra interna Disparan odios y parece que salieran de ellas algunos a d i o s e s Adiós a la madre, adiós a la tierra, adiós al enemigo Adiós a sí mismo.
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UN HOMBRE AGITA SU RELOJ
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Quintilian Jacobson squint16@eafit.edu.co
U
n hombre agita su reloj de pulsera en el aire, arriba de su cabeza, mirando con expectativa la pequeña máquina andante. Creo que espera que le caiga tiempo. Mucho tiempo. Como si fuera arena. Pero el reloj no tiene arena, no es un reloj de arena. Los relojes de arena se dejaron de usar hace mucho tiempo. Por más que agite el pequeño autómata de tiempo, agarrado a su muñeca por un par de correítas de caucho, no brotará de allí ni un solo grano de polvo. Imposible, ya no se cuenta el tiempo con arena. Ahora el tiempo se cuenta con números y los números son exactos, fieles y obedientes como sabuesos. Si el hombre quisiera que le cayeran números no tendría por qué sacudir el reloj, simplemente presionaría los botones negros dispuestos en los laterales del aparato y podría conseguir una gran variedad de números. Podría obtener muchos ceros con un solo toque, y con otro, iniciar el movimiento ascendente de los dígitos. Si lo encontrara cómico, con una presión adicional podría parar la cuenta de súbito y mirar una sucesión aleatoria de números resultante. Si quisiera un grupo uniforme de treses, sólo tendría que esperar treinta y tres minutos con treinta y tres segundos y, en efecto, con las pulsaciones adecuadas, se apoderaría de un linda colección de números tres; aunque bien podría apretar los botones una cantidad de veces determinada -que sería múltiplo de tres-, y se encontraría en posesión de la misma colección de puntiagudos números que hubiese conseguido esperando. Con su reloj de pulsera, el hombre podría realizar operaciones que un simple reloj de arena no podría haber conseguido ni en los sueños de los inventores medievales más creativos. Es que la arena es poco precisa, difícil de moldear, de retener. Es por eso, me figuro, que dejaron de usarlos.
Ahora, cuando mucho, los relojes de arena se disponen en mesitas de noche o en cómodas de roble como artilugios de decoración. Es porque son bonitos, son obras de carpintería y cristalería muy fina. Vale la pena exhibirlos así no se atienda a su propósito originario. Son ornamentos anacrónicos. Seguramente, por su actitud, el hombre tiene un reloj de arena en su casa (acaso su abuela tenga uno). Eventualmente, me da la impresión, él se acerca al recibidor de su casa con actitud infantil, observa por un momento la hiperbólica figura y le da vuelta. No espera a que termine de caer la arena. A menos que el reloj sea muy pequeño, y en tal caso, sólo con la intención de volverle a dar vuelta (ver los granitos deslizarse de un bulbo a otro es una actividad hipnótica, alquímica), no espera a que termine de caer la arena. Él debe ser de las personas que una vez el contenido ha llegado casi a la mitad, empieza a jugar equilibrando cantidades, agitando la arena, dándole giros sucesivos; esto podría explicar su peculiar actividad con el reloj de pulsera. Sin embargo, es claro para cualquiera que haya jugado alguna vez con un reloj de arena, que por más que la estructura de cristal sea agitada, la arena no cae más rápido. La arena no puede caer más rápido. En realidad supongo que el hombre, como casi todos, cada vez que ve un reloj de estos, le da vuelta por el simple capricho de hacer correr la arena. Estos relojes ya son el cadáver descompuesto de una vieja metáfora. Ya nadie atiende al tiempo que tarda la arena en atravesar la estrecha cintura del aparato; no importa con qué meticuloso detalle cada uno de los granos debe lanzarse al otro lado y pasar de la quieta multitud a un abismo que lo dejará caer en un punto impredecible; nadie recuerda
que el presente es un salto, que el pasado siempre cae encima y que el futuro es un vacío al que hay que darle vuelta para volver a empezar. Los relojes de arena se dejaron de usar hace mucho tiempo y este hombre debe ser consciente de ello. Así, al llevar a cabo la engorrosa actividad de sacudir en el aire su reloj de pulsera, no espera que le caiga arena. Además, siendo sinceros, en virtud de su posición, si por algún extraño milagro saliera arena del artefacto, le caería directo a los ojos. Y nadie quiere tener arena en los ojos. La arena en los ojos duele. El hombre sigue moviendo su reloj en el aire, y como no muestra signos de picazón en los ojos, puedo deducir que no le ha caído arena. Sin embargo, creo que cometí un error en mis cálculos iniciales. Cuando pensé en la posibilidad de que el sujeto quisiera números, hablé de ello como si él tuviera los medios para erguirse como una persona normal, subir su puño a la altura del pecho y empezar a presionar botoncitos con la otra mano para jugar con números; es decir, consideré que el reloj que está sacudiendo sobre su cara es digital. Contrario a esta suposición, es posible que se trate de un reloj analógico. Este tipo de relojes siempre me han causado una curiosidad superior que aquella resultante de los relojes de arena. En primer lugar, su nombre me hace creer que se encuentra referido a algo más. En definitiva, no al tiempo, pues otros mecanismos para medir el tiempo se usaron antes y ninguno se denominó con una figura de comparación o de semejanza. De ser el caso, ¿por qué no existen también relojes metafóricos o de símil, o al menos un reloj trópico?. No importa, analógico no es un nombre agradable. Además de ello, y en lo que respecta a cosas
más funcionales, nunca me ha faltado el interés por saber cómo se ensamblan un número incontable (por su tamaño, no por su cantidad) de engranajes, piñones, volantes, vástagos, palancas, ejes y tornillos a un sistema de agujas que se mueven simétricamente indicándole a la gente la hora del almuerzo. ¡Son la obra de ingeniería de todo un tiempo!. Pero tal vez, me asombra aún más que la gente haya decidido -sabrán Marx y el diablo por québajarlo de la pared de la fábrica para ponérselo en la muñeca. Parece que la gente encuentra cierto placer en cargar pequeños soldaditos vigilantes que andan en círculos alrededor de la mano, marchando mientras hacen sonar sus botas, recordándoles que deben cumplir con su deber, que van a llegar tarde, que el día se acabó. Si este hombre cumple con dicha característica -lo que significa que es alguien un poco vetusto, pues en lugar de un reloj digital que le permite controlar los números usa un anticuado reloj analógico-, puede que ejecute el movimiento porque alguna de las manecillas dejó de andar o se encuentra atascada intentando inútilmente alcanzar el siguiente escalón. De ser así, se encuentra en graves aprietos: ¿quién va a llevar ahora el control de su vida? El hombre sigue agitando su reloj de pulsera en el aire, arriba de su cabeza, mirando con expectativa... Me rindo. Si luego de todo esto resulta que el reloj no es de arena ni analógico, y ante el hecho de que si el aparato es digital así no va a conseguir ningún número, no sé qué otra explicación pueda tener el extraño gesto de este sujeto. Puede ser que él, al igual que yo, no entiende por qué si dicen que el tiempo es dinero, por más que zarandee su reloj por todas partes como un maniaco, de allí nunca van a brotar monedas.
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AHÍ VIENE LA MORSA Pedro Juan Vallejo pvallej1@eafit.edu.co
Un
huevo, 155 calorías. Arroz con pollo, 225. Brócoli, 44. Jugo de mora, 48. Son 472 en total, es decir, tendría que bailar por casi siete horas seguidas para rebajar todo lo que comí hoy. O podría correr durante una hora, pero yo no corro, lo odio. Me enderezo en mi silla y miro fijamente el plato que lleva media hora frente a mí. Van 30 minutos, dos pedazos de brócoli en la servilleta, uno que me tragué con mucho esfuerzo y otro que escondí en la Sanseviera que decora el comedor. El perro se encargó del arroz. No puedo comer esto, odio los colores. Recuerdo la clara amenaza de mi madre antes de retirarse: si no comes, no te paras. Me llevo una porción a la boca, pero no puedo tragar. No soporto su olor y siento arcadas. Me recuerda mi infancia y a un grupo de niños que gritaba en la cafetería de un colegio: “ahí viene la morsa. ¡Córranse, que se los come a todos!”. Yo no puedo ser gorda. Las gordas no bailan y yo tengo que bailar. Es lo único que hago bien, es mi vida. Mañana no como nada. Cuando logro pasar el plato por uno casi vacío, lo llevo a la cocina y subo despacio las escaleras hacia mi habitación. Lo hago en silencio, no vaya a ser que alguien encuentre el broccoli en la planta. “No estás gorda”, “Te ves hermosa”, “¡Ay, pero que flaca que estás!”. Todos mienten. Amigos, familiares, conocidos y desconocidos, siempre te adulan
cuando estás cerca. Pero yo sé lo que dicen cuando no estoy: ahí viene la ballena; abran paso, que los aplasta la morsa; cuidado, que piggi se los va a comer. Una mirada rápida al espejo que colgué hace un mes tras la puerta confirma mis temores, ya la comida se nota. Un gordo en la cintura, piernas rechonchas, brazos de tía solterona y los temidos bananitos en el estómago. Tengo la mano amarilla, es horrible, seguro es por las calorías, eso también tengo que rebajarlo. Mañana no como. “¡Ay!”, un líquido rojo comienza a brotar de mi dedo, no se detiene. Es sangre, sale de la uña que estaba mordisqueando hace un momento. No la limpio, ya se detendrá sola. Mi habitación es grande, el espacio justo para practicar. Las paredes son rosas, la cama también y hay una barra de madera pegada de una pared. Prendo la radio que está encima de la antigua mesa de noche junto a la cama. El Ballet del Error, perfecto para el día de hoy. Un, deux, trois, quatre. Moverme me relaja, es lo único que me deja olvidar. Cuando me muevo el mundo es mejor. Hay menos miedos. Soy transportada a los mejores escenarios del mundo, junto a las mejores compañías de baile. Toc. Toc. Cristina, ¿estás ahí adentro? Ocupada. Sólo será un momento, ¿si?
Un momento que no me sobra. Abro la puerta y mi madre entra con cara de preocupación. Siempre parece nerviosa. Me mira fijo, mientras yo sigo bailando como si ella no estuviera ahí. Carraspea. No me detengo. Carraspea de nuevo mientras sostiene algo cerca de su cara, parece una publicidad. Esta vez, si miro. ¿Qué es eso? Vi que no te terminaste tu almuerzo hoy. ¿Hay algo de lo que quieras hablar? Nada, no tenía hambre. ¿Qué es eso? Cristina, ya hemos pasado por esto antes, sabes que puedes contar conmigo. Ya dije que nada. ¿Me vas a decir que tienes ahí o no? No responde. Sale a toda velocidad del cuarto y estoy segura de que ya me libré de ella. Pero me equivoqué. Mi madre entra de nuevo al cuarto, esta vez con un rectángulo de vidrio en las manos. Cuándo me doy cuenta de lo que es, ya es muy tarde. Me tiene. ¿No
pasa
nada?
Perfecto.
¡Entonces te subes acá y me muestras cuánto estás pesando! Hace un año que no la escuchaba tan alterada. Desde que estuve en el hospital. Pero ya estoy bien, estoy segura de ello, sino no estaría así de gorda. Ella está loca. Pone la pesa en el suelo y yo la miro mientras decido qué hacer. No quiero pararme ahí, no quiero ver mi peso, no quiero saber cuántos kilos me faltan por bajar. Te subes o te subo. Tu verás. Doy un paso, subo a la máquina y espero. Aparece el número. Ella suspira, no me grita, ni pelea. Deja algo sobre la cama, el papel que tenía antes, una publicidad sobre hábitos alimenticios. Sale de la habitación y escucho como marca un número en el teléfono. Seguro que llama al loquero otra vez, pero la loca es ella, no yo. Miro la pantalla un momento más mientras me acostumbro a lo que veo. 30 kilos.
Noviembre de 2016
Asociación Cultural Periódico Estudiantil NEXOS
LA HONESTIDAD DE LA FICCIÓN
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Cuentos de Roberto Rubiano Vargas Danielle Navarro
dnavarr1@eafit.edu.co
La versión histórica siempre es la apoteosis de los triunfadores, mientras que la literatura es la opción de los derrotados El informe de Galves, Roberto Rubiano Vargas
Si
la historia la cuentan los vencedores, entonces, los escritores de ficción resultan indispensables: quiénes, sino ellos, pueden servirse legítimamente de la despiadada honestidad de la ficción para contar otra la verdad., teniendo en cuenta que pocasninguna historias son es tan real como las que nos cuenta la literatura. Los cuentos de Roberto Rubiano Vargas narran una historia de Colombia en la que esa n dverdad golpea como solo se le permite a la literatura. En ellos recorremos la Colombia del siglo XX, desde el comienzo del nuevo siglo en la Batalla de Palonegro y la Guerra de los Mil Días, hasta el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, el nacimiento de las guerrillas en los Llanos, entre otros acontecimientos que marcaron nuestra historia en los últimos cien años. Y a través de estos relatos asistimos a batallas de poderes en las que siempre han ganado los mismos. Los protagonistas son ciudadanos de a pie, los del común, “los derrotados”, quienes sobreviven en medio de un país tradicionalmente violento, que ha vivido en guerra desde “el tiempo en que mi general Bolívar se tiraba a doña Manuelita
en su quinta de la calle Diecinueve”, como señala El informe de Galves. En Un agente secreto en la Guerra de los Mil Días, por ejemplo, nos topamos con personajes como Joaquín, un hombre laborioso que cree en las bondades del trabajo y para quien la política obedece a fines superiores, no personales, a diferencia de varios de nuestros gobernantes. Su historia desvela una de las verdades más penosas de la guerra: los tramposos sobreviven y los idealistas siempre mueren. El informe de Galves, por su parte, genera preguntas acerca de cómo nos han contado la historia de Colombia y sobre cómo la hemos aceptado. Este cuento desgarra con otra realidad: la verdad puede saberse, pero nunca divulgarse, porque a veces pone en riesgo puede costar la vida. El cuento Las vacaciones de Míster Rochester, por su parte, se burla sutilmente de nuestra relación con los extranjeros, a quienes les rendimos pleitesía cada vez que vienen a llevarse nuestro oro a cambio de espejos. “Colombia es el país perfecto para investigar sobre la conducta violenta del ser humano”, expresa Míster Rochester, un científico social gringo, quien se convierte en víctima letal de su propia investigación y resulta asesinado por uno de sus objetos de estudio: un violento colombiano. Y así son los cuentos de Rubiano: historias encantadoras que narran con humor lo que hemos hecho con nuestra historia y lo que ella ha
hecho con nosotros. Esta antología hace parte de la colección “Debajo de las estrellas” del Fondo Editorial Eafit, una selección de cuentistas colombianos que han brillado bajo la sombra de grandes autores como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Raymond Carver, Juan Rulfo, entre otros escritores que hacen parte de un canon literario que los consagra como los maestros de la narrativa breve. han establecido el canon de los buenos cuentos. Como lo expresa Juan Diego Mejía, editor de esta colección, el propósito es “rescatar a aquellos autores que, si bien son grandes, han estado siempre bajo la sombra de otros que han brillado más”. Además de Roberto Rubiano, están también Elkin Restrepo, Roberto Burgos y Octavio Escobar. Las historias de Rubiano ocurren principalmente en Bogotá; sin embargo, es preciso anotar que no son de corte costumbrista. Por el contrario, las preocupaciones de este autorque reflejan sus relatos distan de ser la caracterización de una ciudad y de sus costumbres, o el recuento de hechos históricos que la han marcado. Más bien, Rubiano se sirve de la ficción para desvelar el espíritu y la esencia de esta sociedad paradójica en la que rebosan las contradicciones, e ilustra cómo vive un ciudadano de a pie en un país conflictivo, violento, gobernado por los mismos pocos desde siempre. También vemos a través de estos relatos un país históricamente
Cuentos Roberto Rubiano Medellín, Fondo Editorial Universidad Eafit, 2016.
fragmentado entre lo urbano y lo rural, entre el centro y la periferia, entre los ricos y los pobres. Una fragmentación que es geográfica y a la vez discursiva, entre ellos y nosotros: ellos, los poderosos, los vencedores, quienes cuentan la historia; y nosotros, los demás, quienes la memorizamos para olvidarla y la repetimos, una y otra vez. Si bien esta antología recoge relatos que no son nuevos, su lectura resulta pertinente en este momento coyuntural que vive Colombia, en la medida en que desata preguntas acerca de la historia que hemos aceptado como verdadera. Por ejemplo, ¿cuántos de los relatos oficiales que nos sabemos de memoria son solo versiones que obedecen a los intereses de quienes nos los han contado? Y a propósito, ¿quién contará la nueva historia de Colombia, la que está a punto de escribirse? Ante cualquier duda, por fortuna, siempre podremos asistir a la literatura. En ella, con seguridad, la garantía de verdad no será otra que la rigurosa honestidad de la ficción.
Natalia Zuluaga Salazar nzulag2@eafit.edu.co