El regalo de Daisy

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las cancerígenas, con su extraordinario sentido del olfato, en un entorno controlado según el método científico. Hay un montón de historias de dueños cuyos perros han detectado el cáncer de sus propietarios. Yo misma puedo contar una: mi perra Daisy me avisó de mi propio cáncer de mama, que pude tratar con éxito; estaba tan profundo que cuando yo misma me hubiera encontrado el bulto seguramente habría sido demasiado tarde. Pero estas historias eran anecdóticas: no teníamos ninguna prueba fiable y, aunque cualquier persona que tenga relación con perros esté dispuesta a creerlo, siempre habría escépticos en contra. Por ese motivo son vitales las pruebas científicas para demostrar si los perros pueden encontrar cáncer en personas totalmente desconocidas para ellos. Y si fuera así, eso podría demostrar por qué, en mi opinión, los perros son una ayuda de enorme importancia en la batalla contra el cáncer, para la detección temprana. Pasé las dos siguientes semanas en vilo, a la espera de los resultados finales de las pruebas. Luego vino el momento de revelación: la llamada de teléfono que me dijo que nuestros perros lo habían logrado. Su tasa de éxito era lo bastante alta como para que la prestigiosa British Medical Journal aceptara posteriormente un artículo que demostraba el poder del olfato del perro en la batalla contra el cáncer. Tangle, que tenía los mejores resultados de los seis, fue el que encabezó nuestro descubrimiento en el campo médico, y desde entonces todos nosotros —científicos, médicos y adiestradores— hemos estado muy ocupados. Hemos trabajado muchas horas para llegar a la conclusión de que los perros, cuyo olfato es muchísimo más sensible que el nuestro, pueden convertirse en una valiosa herramienta en la detección de distintos cánceres mediante técnicas no invasivas. – 12 –


Introducción

Tangle fue un pionero, la estrella cuyo éxito dio credibilidad científica a nuestro trabajo. Su fotografía dio la vuelta al mundo, apareció en muchos programas de televisión y realizó demostraciones ante el público por todo el país. Su silueta ha sido inmortalizada en el logotipo de Medical Detection Dogs (perros de detección médica, MDD1), la organización benéfica fundada para explorar las posibilidades de futuro del uso de perros para detectar cáncer. Para mí el éxito de Tangle no fue una sorpresa: era algo que sabía que iba a suceder. Era uno de mis perros, un chico increíble que se dejó la piel hasta que se retiró en 2013. Su puesto fue ocupado por un equipo de perros adiestrados al nivel más alto para detectar las esencias que nosotros no somos capaces de oler. Desgraciadamente, murió en 2015, pero siempre lo recordaré, al igual que muchas otras personas, como el perro que hizo historia. Todo lo que sucedió tras aquel ensayo que lo cambió todo, con la creación de una organización benéfica a nivel nacional bajo el patronazgo de la duquesa de Cornualles, ha sido para mí el culmen de toda una vida de dedicación a los animales. Más que dedicación: una afinidad con ellos que ha estado por encima de todo lo malo que me ha podido pasar en la vida. De niña sufrí timidez crónica y un intenso acoso por parte de otros alumnos en el colegio; mi matrimonio fue un fracaso, tuve un colapso nervioso que me llevó al borde del suicidio y pasé por un cáncer de mama. Pero mientras pasaba por todo aquello, tenía perros. Ahora tengo el trabajo de mis sueños: estoy al cargo de la gestión y el día a día de la organización benéfica que he ayudado a levantar

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N. de la T.: MDD, en sus siglas en inglés

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para adiestrar perros detectores. En unos años confío y espero que el diagnóstico con perros se utilizará de forma rutinaria para la detección de diferentes cánceres. Y de propina, hemos descubierto que se puede enseñar a los perros a emplear su increíble sentido del olfato para avisar a personas con diabetes de que sus niveles de azúcar en sangre se apartan de la normalidad, ya sean demasiado altos o demasiado bajos. Estamos adiestrando perros para que vivan con gente que sufre diabetes y otras dolencias como Addison o alergia a los frutos secos, dándoles mucha tranquilidad y mejorando su calidad de vida. Las alertas a tiempo dan como resultado una enorme reducción de hospitalizaciones, se minimiza el riesgo de colapso y los padres de un niño diabético pueden dormir por la noche sin tener que despertarse cada hora o cada dos para vigilar los niveles de glucosa en sangre de su hijo. El cambio que supone para sus vidas esta máquina olfativa de nariz húmeda y cola inquieta es increíble y sus historias me siguen haciendo llorar a estas alturas, a pesar de que soy muy consciente de todo lo que los perros son capaces de hacer. Esta es mi historia, pero más que eso: es la historia de Ruffles, Dill, Woody, Tangle, Daisy y todos los demás perros cuyo amor y devoción por nosotros, sus dueños, va más allá de lo que podamos imaginar. Los perros, nuestras leales y agradecidas mascotas, que no piden más que comida, una cama y amor, en el futuro salvarán aún más vidas de las que ya han salvado. Y entre las vidas que han salvado, sin lugar a dudas, está la mía.

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Capítulo 1

Ruffles

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l anuncio en el periódico decía simplemente: «Spaniel busca un nuevo hogar». Llamé inmediatamente y fui a ver al perro y a la pareja joven que lo tenía. Era un springer spaniel precioso, de color hígado y blanco, de catorce meses, sin ninguna educación. Luchaban continuamente con él; decían que era imposible controlarlo, que les estaba destrozando la casa, que rompía los armarios, mordía el papel de las paredes y todo lo que estuviera a su alcance. Tenían dos niños pequeños, trabajaban los dos y cuando regresaban se encontraban a diario el caos. No caminaba con la correa y estaban al borde de la desesperación. Iban a llevarlo a la protectora de animales cuando los llamé. Me enamoré de él al primer vistazo. Era fantástico, pero estaba como una cabra. Lo sacamos de la casa para que me enseñaran que tenía una llamada bastante buena, y de camino destrozó tres botellas de leche e hizo tropezar al propietario. Les dije que me lo llevaba al instante. Era todo lo que buscaba. Se llamaba Ruffles; me gustó el nombre y decidí conservarlo. Ruffles era un perro muy especial. A lo largo de los años he tenido muchos perros y los he querido a todos. Pero unos pocos elegidos tienen un rinconcito especial en mi corazón y los guardaré en la memoria durante el resto de mi vida. Ruffles fue el primero de estos perros maravillosos. También fue el perro que reforzó aquella idea que empezaba a tomar forma en mi interior: quería trabajar con animales. – 15 –


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Ruffles entró en mi vida cuando estaba en el segundo curso de la universidad en Swansea. Toda la vida había querido tener un perro, y ahora tenía un nuevo lugar donde vivir cuando salía de las aulas universitarias. Mi pisito estaba en Mumbles, un pueblo pescador tradicional precioso de la costa de Gower, a cinco kilómetros de la universidad. Estaba en forma y muy delgada por aquel entonces, puesto que a menudo iba pedaleando contra el viento por toda la costa con una mochila llena de libros de investigación de la biblioteca, o corría por el parque Singleton, cercano al campus. Mi casera era una mujer encantadora que contaba con una pequeña propiedad a pocos kilómetros al norte de la costa, en Three Cliffs Bay. Yo vivía en la planta baja de la casa, y lo mejor era que contaba con un jardín que daba a los campos. La casera estaba contenta de tenerme, porque en ocasiones cuidaba de la casa los fines de semana que ella quería irse. Era muy astuta. Me decía: «Este fin de semana me tengo que ir, pero no he desparasitado a los gatos. Te lo dejo a ti». Eso significaba que yo estaría los dos días siguientes intentando atrapar a los gatos, envolviéndolos con toallas y metiéndoles las pastillas en la boca. Me llevaba horas. También tenía tres perros, así que le sugerí la idea de tener yo el mío. Me dijo: «Estaría encantada siempre que no lo dejes solo todo el día mientras vas a la universidad ni toda la noche cuando sales». En cuestión de días, tenía a Ruffles. Desde el primer momento en que lo vi, lo adoré, y el sentimiento fue recíproco. Yo no solamente estaba enamorada de él, sino también entusiasmada ante la posibilidad de probar mis conocimientos de adiestramiento. Estaba estudiando psicología en Swansea principalmente porque el curso contaba con una parte sobre conducta animal, que era mi interés principal. En la actualidad, hay universidades que – 16 –


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imparten cursos de grado sobre comportamiento animal, pero a principios de los ochenta aquello era un nuevo territorio, un territorio que me fascinaba. ¿Por qué? No puedo responder a esa pregunta, la verdad. No crecí rodeada de animales, pero mis padres sabían desde que era pequeña que los perros me encantaban más que nada. Luchaba con desesperación por escapar de mi sillita de paseo cuando veía a una criatura peluda de cuatro patas. Cuando era una bebé, había un dálmata que veía con frecuencia, y yo no dejaba de chillar de alegría al verlo. Aunque apenas sabía hablar, gritaba: «¡Manchas! ¡Manchas!». Mis padres me compraron un dálmata de peluche que, por supuesto, llamé Manchas. Era mi juguete favorito y todavía lo conservo. Con cuatro años decidí escaparme de casa con mi peluche Manchas y una botella de leche que encontré en la puerta, y marcharme a la casa de al lado. La gran atracción era el perro que vivía allí, un pequeño corgi pembrokeshire al que adoraba. En mirada retrospectiva, desde mi punto de vista como adiestradora, no era un animal muy bueno para tratar con niños, pero a mí me tenía fascinada. Una vez, cuando me incliné para abrazarlo mientras se tumbaba en su cama, me lanzó un bocado, lo que habría bastado para alejar a cualquier niño. Pero yo no me amedrenté. «Vengo a vivir aquí», le dije a mi asombrada vecina cuando abrió la puerta. «Quiero vivir con vuestro perro». Con amabilidad y luchando por contener la sonrisa, me agarró de la mano y me llevó de vuelta a mi casa. Me explicó que no podía ir a vivir con el perro, pero que si me portaba bien y me dejaba mi madre, podía sacarlo a pasear por el campo con ella cuando iba a buscar a su hija a la salida de clase. Yo me puse muy contenta, y no solamente por el perro, porque recuerdo que me encantaba alejarme de las aceras y los patios y avanzar por el – 17 –


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campo. ¿Qué había mejor que pasear por el campo con un perrito dando vueltas entre mis pies? Toda la vida he necesitado vivir cerca de la hierba y el campo abierto. Después de un solo día en Londres acababa desesperada, muerta de ganas de ver un paisaje sin edificios, un cielo enorme que no quedara interrumpido. No solamente los perros me fascinaban desde pequeña. En una casa donde vivimos había un pequeño refugio antiaéreo al fondo del jardín. Mis padres creían que estaba obsesionada con él, porque me encontraban a menudo encima del montículo. De lo que no se dieron cuenta hasta que mi padre subió era que desde aquel punto se veía un prado con un poni. Me podía pasar horas mirándolo, casi en trance, sintiéndome muy tranquila. Me interesaba muchísimo lo que hacía, que nunca era más emocionante que moverse en busca de hierba fresca. Mis padres recuerdan que siempre salía corriendo por el jardín en cuanto podía y les sorprendía ver a una niña de cinco años quedarse quieta durante tanto tiempo. Empezaron a darse cuenta entonces de lo mucho que me interesaban los animales. Mi desesperación por tener una mascota acabó convenciendo a mis padres para que me compraran dos peces de colores a los que llamé Topsy y Turvy. Estaba encantada y los quise todo lo que se puede querer a dos pececitos dentro de una pecera. Me tomé muy en serio mi responsabilidad, limpiando la grava, cambiando el agua, comprobando que había suficiente comida. Pero aprendí una importante lección de aquellas dos pobres criaturas: una mañana, cuando fui a darles de comer, me encontré con que Topsy había matado a Turvy. Es el problema habitual de tener dos peces en una pecera pequeña, pero me quedé destrozada. Me sentía fatal, no solo por la muerte de Turvy, sino también al saber que Topsy podía hacer una cosa tan espantosa. Aprendí entonces que tener mascotas supone, de forma inevitable, enfrentarse al duelo cuando mueren, pero también comprendí que – 18 –


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debemos entender el mundo desde el punto de vista del animal: lo que Topsy hizo fue natural, y lo provocó tener que compartir el territorio con otro pez. Yo solo tenía siete años y no era capaz de expresarlo con palabras, pero estaba empezando a entender que los animales no se comportan como nosotros queremos que lo hagan: tiene sus propias motivaciones. La siguiente mascota de la familia fue una perra de montaña de los Pirineos, un animal precioso que llamamos Angel. Mis padres lo hicieron todo correctamente e investigaron sobre la raza para asegurarse de que convivían bien con los niños. Y sí: son conocidos por su amabilidad, ser seguros de sí mismos y que rara vez muestran agresividad con su familia, aunque son unos excelentes guardianes. En principio se criaron para cuidar de las ovejas en la montaña, y por ese motivo tienen el mismo color que ellas. Se camuflan entre el rebaño y son capaces de acabar con cualquier lobo que aparezca por sorpresa. Fuimos al criador a elegir a nuestro cachorro y recuerdo que aquello para mí fue lo más maravilloso del mundo. Tenía una camada de cachorritos y elegí a la que se acercó a mí con confianza. No tenía ni idea de perros ni de adiestramiento, pero me pareció una buena señal que se interesara por mí. Recuerdo de forma muy vívida la llegada de aquel pompón blanco y esponjoso y lo mucho que me volqué con ella. Me levantaba temprano para pasar un rato acompañándola antes de ir a clase, la cepillaba sin cansarme, tenía libros sobre cachorros que leía sin parar. Ahora sé que muchos de aquellos consejos estaban mal. Decían, por ejemplo, que había que frotarles el morro contra el pis para enseñarles a hacer sus necesidades en su sitio. Ese era el sistema más normal entonces. ¿De dónde habrá salido eso? ¿A qué otro animal se le educa así? Mi padre fue con ella a clases de adiestramiento y, aunque yo solamente tenía nueve años, recuerdo que no me convenció el – 19 –


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sistema que hacía tanto énfasis en dominarla. Ese era el método más extendido por aquel entonces, a la manera de Barbara Woodhouse, y el objetivo era lograr una obediencia completa y una relación de amo-esclavo entre el propietario y el perro. No sabía explicarlo, pero no me parecía bien. Por desgracia, cuando Angel cumplió el año, comenzó a sufrir convulsiones parciales. Tenía un problema serio de salud. El diagnóstico fue la sospecha de un tumor cerebral, y habría sido una crueldad mantenerla con vida con lo que estaba sufriendo. Hoy en día, la ciencia médica veterinaria podría haber hecho mucho más por ella, pero por aquel entonces no había otra opción. Todos estábamos destrozados; recuerdo haber llorado hasta que me quedé dormida cuando hubo que sacrificarla. Creo que aquello hizo que mis padres no quisieran tener otro perro durante años. Así que desde muy pequeña quise implicarme en la relación que existe entre los perros y las personas. Siempre me ha resultado más fácil comprender a los animales que a los seres humanos. De niña, no sabía cómo actuar delante de la gente. Las personas me resultaban un misterio; no era capaz de averiguar quiénes serían amistosas y quiénes no, así que me daban miedo. Sin embargo, esto nunca me pasó con los animales: siempre supe qué pensaban y sentían. Estaba en la universidad cuando descubrí por pura casualidad que sufría una dolencia que consiste en la incapacidad de reconocer los rostros (el término médico es prosopagnosia). Esto explica, en cierto modo, por qué me resultaba más fácil entender a los animales que a las personas. Mi incapacidad de reconocer rostros es leve, significa que no puedo reconocer las caras, pero como mucha gente que tiene este mismo problema, he desarrollado muchas estrategias para hacerle frente. Las personas con prosopagnosia reconocen a los demás por la ropa, los gestos, el color del pelo, la figura o la voz. Empleo de forma inconsciente – 20 –


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todos esos elementos y en general siempre lo he llevado bien. Pero ahora sé que los niños que sufren prosopagnosia son normalmente muy tímidos, como yo. Recuerdo que de muy pequeña era muy consciente de los zapatos que llevaba la gente. Obviamente, las personas cambian de zapatos, pero en el colegio yo empleaba aquello como pista para averiguar quiénes eran. Había leído algo de Jane Goodall, la famosa primatóloga que trabajaba con chimpancés en África, y me sorprendió saber que ella también tenía prosopagnosia. Al igual que yo, ella jamás tuvo problemas en reconocer a los animales. Descubrí mi problema cuando me ofrecí voluntaria para participar en un estudio de reconocimiento facial y fracasé por completo al reconocer y comparar todas las caras. Al parecer, si miro hacia atrás, muchas de mis experiencias parecieron sumarse para darme una empatía especial con todos los animales, pero sobre todo con los perros. Ruffles me permitió por primera vez intentar poner en práctica lo que creía: someter a un perro y convertirse en el «perro jefe», que era lo que estaba de moda por aquel entonces, era un error. Y Ruffles hizo que pareciera muy fácil. Yo estaba asombrada con lo rápido que aprendía todo lo que le enseñaba. Era un cobrador increíble, pronto comenzó a andar junto a mí, se quedaba quieto cuando se lo pedía. Recuerdo que pensé: «No puede ser tan fácil». Ahora que lo pienso, entiendo que era bastante raro que una estudiante llevara siempre al lado a su pequeño spaniel, pero entonces no me lo parecía. Le había preguntado a mi supervisor si podía llevar el perro a la universidad. El departamento tenía la manga muy ancha con los perros porque en aquel momento estaba en marcha un estudio totalmente innovador sobre llevar perros a las residencias geriátricas y los hospitales, con la intención de demostrar que acariciar a los perros tenía efectos fisiológicos – 21 –


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y psicológicos positivos en la frecuencia cardiaca y la presión arterial de las personas mayores. Hoy esto nos resulta evidente, pero era la década de los ochenta, y aquello era completamente nuevo, además de ser uno de los motivos por los que quise estudiar en Swansea. Roger Mugford, un conductista animal a la vanguardia en la investigación del adiestramiento, que ahora es un buen amigo y un gran apoyo, en la década de los setenta llevó a cabo junto a un colega su estudio «periquitos y begonias», en el que se entregaba a la gente mayor que vivía sola o bien un periquito o una begonia, con un grupo de control que no recibía nada. Al hacer el seguimiento se demostraba que los ancianos con los periquitos tenían una autoestima mayor, eran más felices, recibían más visitas y utilizaban su mascota como un tema de conversación que les ofrecía mayores contactos sociales que a los grupos de las begonias y de control. Estos descubrimientos abrieron la puerta a la investigación que se estaba llevando a cabo en Swansea. Roger vino a mi departamento a impartir una conferencia y yo me sentí tan inspirada por lo que dijo que fui a hablar con él después. Me invitó a visitar su centro de Surrey. Estaba empezando a usar una correa flexi —la correa extensible que permite mayor libertad al perro, pero se puede enrollar automáticamente de nuevo—. Eran totalmente nuevas en aquel entonces, y me dijo que le parecían «un cacharro estupendo». Me pidió que le pusiera la flexi a un perro, pero no logré sujetarlo bien y el perro se quedó enredado enseguida en un árbol. Roger se rió y me dijo: «Claire, eres una chica estupenda y estoy seguro de que te irá muy bien en la vida... pero no como adiestradora canina. Creo que deberías buscar otro trabajo». Alguna vez se lo he recordado a Roger, pero no se acuerda de aquello. Yo entonces me sentí mortificada, pero también estaba decidida a demostrarle que se equivocaba. Años después, me – 22 –


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dedicó uno de sus libros: «A Claire, la mejor adiestradora canina que conozco». Ahora nos reímos de eso. Antes de tener a Ruffles, hice otro amigo animal. Al empezar el segundo curso en Swansea, nos entregaron una rata a los estudiantes de psicología, que adiestramos con una caja de Skinner —dentro de la que el animal aprende frente a estímulos específicos, como el sonido y la luz, y obtiene un refuerzo—. Se le pueden enseñar secuencias bastante complejas; así es como aprendí la teoría del aprendizaje. Las ratas nos las envió el animalario de la universidad. Podíamos llevárnoslas a casa si queríamos o dejarlas allí. La mía, a la que llamé Tess en honor al personaje homónimo de un libro de Thomas Hardy que me encanta, la llevaba a casa a menudo. Eso no hacía muy feliz a alguna de las chicas con las que compartía piso entonces. Tenía una jaula en mi cuarto para Tess, y era muy amistosa, aunque no se puede tener con una rata la misma relación que con un perro. También tuve un par de hámsteres que no tenían nada que ver con mi trabajo en la universidad. Los llevaba en los bolsillos y les enseñé a hacer sus necesidades en un lugar determinado. Hace poco fue como si se cerraran los círculos, cuando pasé un mes socializando a un hámster muy joven que mi hermana Nicole le prometió como regalo de Navidad a Josie, su hija de nueve años. Me aseguré de que se acostumbraba a la manipulación y no mordía llevándolo en el bolsillo, exactamente igual que lo hice en la universidad. Gracias a uno de mis hámsteres, Asher, conocí a otra persona que tuvo mucha influencia en mi vida y que me impulsó para conseguir mi futuro trabajo. Cuando Asher se puso enferma me sentí fatal: le había enseñado a hacer un montón de cosas y la quería de verdad. Yo era una estudiante normal, estaba siempre sin blanca y no podía pagar lo que costaba el veterinario. Pero no podía verla sufrir, así que fui a la consulta de un veterinario que – 23 –



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