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La breve espera del café moreno, de la leche condensada, del milagro sin sentido. Una ráfaga de viento, un golpe sórdido sobre la mesa, un juguete que no funciona. Ya el asunto del niño se tornaba enfermizo en nuestras vidas pero, de alguna forma, macabramente necesario. Y no pasaba por nuestro conflictivo "hete aquí" de la cuestión, por la intriga sobre la procedencia de aquel niño; ese tópico no era ni de nuestra incumbencia ni de nuestro interés: había una razón que bien podía rozar lo metafísico. Y nosotros dos lo sabíamos. Cuando hacíamos el amor, cuando nos bañábamos y hasta cuando sopesábamos nuestros malhumores de manera filosa y espectacular, denigrándonos. Con unas simples miradas lo hacíamos, y nos bastaba (me refiero a la mayoría de nuestras mañanas -no diré todas porque estaría negando aquellas otras en las que no podíamos cesar de hacerlo, y reíamos de manera detestable-): lo sabíamos. Brutalmente cómplices los dos, de nuestra dicha.
Esos domingos en los que, encerrados en el departamentito de la calle X (que distaba a pocas cuadras del parque, escenario de nuestros humildes y amorosos picnics), despertábamos víctimas de esos rayos de sol que alumbraban nuestras anatomías por su superficie epidérmica y avasallaba a ambas graciosas memorias, que comenzaban a funcionar recién en esa hora del mediodía. Preparábamos café y nos entreteníamos leyendo el diario y contándonos nuestras travesías en las noches de boliche, anteriores al glorioso séptimo día que nos libraba de la rutina agobiante. Él seguía sin entenderlo. Por qué cuando se tocaba el tema del niño había un aire tan denso, tanta algazara por nada, que parecía de lo más importante para merecer su enojo. Pero terminaba cediendo paso al brebaje que agotaba nuestros ánimos. Él también lo consentía. Para él seguía siendo el gigante de pasto la mejor imagen, pero para mí aquel niño lo era. Y nada más que aquel niño. Y pasaban las horas del parque, que se volcaban en días, y terminaban en semanas. Meses y meses, cargados de domingos anhelados por nuestras expectantes psiquis con el objeto único de sentir esas imágenes extraordinarias vagar por el parque, engatusándonos. Jocosas, juguetonas compañeras de domingos. Y, así sin más, nos obligaban a cada uno a optar por una de ellas únicamente. De cuando en cuando, mi libreta conseguía inscripciones que constaban de palabras sueltas, surgidas por nuestras largas charlas, cannabis de por medio, y que significaban conclusiones o adjetivos que referíamos a las delicadas maravillas de ese parque. Ahora, el tiempo significaba una cajita musical para mí: si la abría, iba a dejar de sonar de modo impulsado por la maldita inercia. No ayudaba, y así lo percibía. Sea día hábil o fin de semana, el tema salía en todo momento y cada vez el enojo era mayor. Pero yo sabía que, dentro de mí, muy dentro, ese niño simbolizaba algo más fuerte de lo que era para él. Sin embargo, siempre tan terco, no lo admitía. Y seguía sin entenderlo, aún sin saber lo que acontecía en mi aparato psíquico. Por alguna razón que desconocía el niño habría llegado a mi vida: sería cuestión mía averiguarlo.