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MARÍA ROSTWOROWSKI
costa. Estando a una jornada de la capital, ordenó Pachacutec la celebración del éxito con grandes fiestas y una pompa desconocida hasta entonces. Nunca en el Cuzco se había visto tal alarde de lujo, ni se había oído de conquistas tan sonadas. En las ceremonias, los valientes generales iniciaban la entrada triunfal ataviados con sus mejores galas, brillando al sol sus patenas y pectorales de oro y plata. Sobre sus cabezas lucían soberbios umachucos emplumados. Eran seguidos por los escuadrones de soldados, divididos según la suerte de armas que empleaban, ya sean lanzas, hondas, hachas o macanas, todos vestidos a la usanza de sus tierras. Cada regimiento iba tocando diversos instrumentos como tambores grandes y pequeños y el pututu, trompeta de concha marina. Luego, ante los ojos admirados de los cuzqueños, congregados para admirar el desfile, apareció un crecido número de cautivos, acompañados de sus mujeres e hijos, llorando y dando gritos lastimeros.62 Tras los prisioneros venía arrastrado un cuantioso botín de guerra, compuesto por un sin número de mantas con los más brillantes colores, llevando las estampas de seres míticos; eran igualmente plumajes de todos los tonos del arco iris; rodelas, cascos, penachos, armas y collares de las más variadas formas, mientras la profusión de oro y plata deslumbraba a los espectadores apiñados en el camino. Tantos tesoros debían arrancar los gritos de admiración del pueblo congregado, pero pronto, los gritos de júbilo cedieron el paso a un escalofrío de horror. Un grupo de soldados llevaba en los altos de sus lanzas las cabezas de los importantes sinchis enemigos caídos en el campo de batalla, y cuyos cabellos ondulaban al viento. Venían estos curacas a rendir un póstumo homenaje al soberano cuzqueño. Al terminar el macabro desfile, apareció un crecido número de orejones; marchaban con paso lento y grave aspecto. Eran los que habían tomado parte en las guerras, así como los que se habían quedado para el gobierno y orden de la confederación, todos ellos eran cercanos parientes del Inca. En medio de los nobles, conducido en una anda reluciente de oro, se presentó ante la vista de sus súbditos Pachacutec Inca Yupanqui. Lentamente, pasó el hierático hijo del Sol ataviado con todas las insignias reales. Su figura inmóvil y altiva y su rostro severo, le daban un aspecto casi irreal. Hubiera parecido un ídolo inaccesible, si no fuera por sus ojos que los cronistas asemejan a los del tigre furioso. Era el único signo de vida en ese semidios, con ellos dominaba y subyugaba a las masas. Avanzó el Inca en medio del silencio y del
62.
Cabello de Balboa, cap. V, pp. 33-34. Sarmiento de Gamboa, cap. V, p. 33. Garcilaso, Comentarios reales de los incas, lib. 6, cap. XVI.