LEGUIA Y LA PATRIA NNUEVA: 100 AÑOS DESPUÉS: EL AUTORITARISMO DURANTE EL ONCENIO

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EL AUTORITARISMO DURANTE EL ONCENIO DE AUGUSTO B. LEGUÍA. Conferencia pronunciada por Eduardo Torres Arancivia en el marco del Coloquio Leguía y la Patria Nueva: 100 años después, organizado por el Instituto Riva-Agüero de la PUCP, en el Auditorio de Estudio Generales Letras de la Pontificia Universidad Católica del Perú el pasado miércoles 28 de agosto del 2019. Estimados amigos y colegas. Gracias por su presencia en este día. A riesgo de parecer inelegante quisiera usar estos minutos que me conceden para prácticamente emitir, desde ahora, una declaración política. Les cuento de qué va esto. Hace mucho atrás, escribí un libro sobre la Historia y el Presente del autoritarismo en el Perú, en una larga duración que iba desde el siglo XVI hasta el 2007 (libro que el Fondo Editorial de la PUCP, por cierto, ha sido muy claro conmigo que no quiere volver a reeditar, y ya me imagino porqué) y hoy que me toca disertar sobre ese fenómeno, es decir, el autoritarismo en el periodo de Augusto B. Leguía (1919-1930) y he caído en la cuenta —al revisar lo que ha salido últimamente sobre este periodo— en lo poco políticos que somos los historiadores. Aquí no hablo de política como amabilidad o buen decir, sino de política como tomar partido para decir las cosas con claridad. Casi pareciera que nos hemos quedado en ese dogma desfasado de la objetividad del historiador, pretendida objetividad que para el caso de Leguía se esconde y camufla y, así, no se dice que lo que se tiene que decir: que Leguía


fue un vil dictador. No solo eso. También es nuestro deber (casi pedagógico) decir que debemos despreciar a toda dictadura, sea esta de izquierda o de derecha, o como a la de Leguía que se proclamó solamente pragmática. Más bien, lo que percibo entre mis colegas y en los escritores, es una extraña tibieza y hasta un musitado encanto por las oxidadas dictaduras. Entre el 2018 y este año [2019]; lo estamos viendo con Leguía, con Odría y, claro está, con Juan Velasco Alvarado. Y me temo que en unos 20 años más también pasará algo parecido con otro dictador y así, tal vez, muchos de los aquí presentes vayan a inaugurar el monumento a Alberto Fujimori, tal cual hicieron los actuales corifeos de Leguía – con romería incluida- a los que en el 2013 no les bastó el bonito busto que orlaba un obelisco de la Avenida Arequipa para reemplazarlo por el cuerpo entero del dictador. ¿Tanto nos cuesta acusar a los tiranos? ¿Por qué el temor a despreciarlos? Me asusta que nuestros libros no digan lo que debe decirse con claridad: que las dictaduras, terminan siempre corruptas y embadurnadas de sangre hasta los tuétanos ¿Por qué la vergonzante timidez a sentenciar de que no hay avenida, monumento, estadio, palacio, cosmopolitismo ni inyección de dinero verde que valga una multitud sufriente de exiliados, encarcelados, fusilados, perseguidos y silenciados? Realmente no lo valen. Los historiadores hemos olvidado que debemos batallar siempre por la libertad. Yo recuerdo una charla vocacional en mi primera juventud cuando escuche al historiador Jeffrey Klaiber decir que él había estudiado historia pues siempre le había gustado ver la lucha de los pueblos por su libertad, y yo creo que más que fascinarnos por los monumentos del Centenario de la


Independencia (1921), debemos recordar a los que fueron aplastados en su libertad y derechos esenciales durante ese tiempo. Si no lo hacemos, cuando vengan por nuestros derechos y libertades, estaremos solos. En fin. Se me pide en esta fría tarde que rastree al autoritarismo durante el Oncenio y es lo que intentare a través de siete parágrafos. 1. Leguía caudillo: Solemos recordar al elegante, simpático y hasta encantador Leguía. A uno de mis maestros, hoy nonagenario, que conoció a Leguía, dicen que maliciosamente le preguntaron en clase si Leguía fue un dictador, a lo que él, tras unos segundos en silencio y pensando, respondió, — si, lo fue … pero fue un buen dictador— Pues no lo fue. Su primer gran desatino fue hacer de su persona un caudillo de levita y sombrero de tarro. Comenzó su gobierno con un golpe de estado a la antigua usanza, y ya con eso bastaría para ponerlo en la galería de los ilegales. Pero fue más allá. Estuve leyendo para este coloquio a su áulico José Reaño García quien delineó al leguiismo. Escuchen: ¿Qué es el Leguiismo? Son las fuerzas vitales del Perú en torno de la alta personalidad de Augusto B. Leguía. Y continúa: Pretender reemplazar a Leguía, será detener el progreso del Perú. Y el decir sobón, que suena a sorna (pero no lo es) se vuelve grave. Escuchen lo que añade este “teórico”:


Los peruanos son solo brazos ejecutores. Leguía es el cerebro aventajado de donde sale la verdadera inspiración. Además, y así lo dice este crédulo: […] en Leguía están condensados: Washington, Cromwell, Primo de Rivera, Von Hindemburg y Mussolini. Esa asociación con Mussolini en Leguía debería ser profundizada por aventurados estudiosos pues este librito termina diciendo que el leguiismo es: Evolucionismo Fuerza colectiva Voluntad Acción pura, sin reglamentos ni proclamas. 2. Leguía y la cortesanía El autoritarismo se nutre la cortesanía barroca pues esta crea un universo simbólico y aséptico, impermeable a la contingencia y violencia de la vida: es un sistema solar armónico y en chiquito, casi como lo delineó Shakespeare en Ricardo II: “un otro Edén, un semi paraíso”. Para comenzar esa corte “de botellita” giró en torno a un trono. Para ello el dictador reactivó el vetusto trono de los virreyes del Perú, silla mayestática que desde el siglo XVIII usaron los virreyes y caudillos del Perú, y también los presidentes de la República Aristocrática, pero al que Leguía le puso dosel, lo elevó en tarima y a sus pies lo orló con pieles de tigres o de leones (no recuerdo con fidedigna memoria la foto vi de ese grotesco


escenario). Si ven con cuidado el cuadro Saludo al presidente Leguía verán que desde ese trono parte la perspectiva del pintor. Hoy por hoy ese trono esta arrinconado en una fea sala de Palacio y parece que nadie recuerda su controversial brío. Sobre toda esta cortesanía y parafernalia huachafa, la gran escritora Dora Mayer, dijo: Leguía quiere hacernos creer que el Perú es Inglaterra y que él es como un rey, y su familia es, pues, la familia real. Cual monarca de la New Age, Leguía concedía audiencia todos los martes y jueves por la tarde y, así, escuchaba a la viuda, al pobre, al menesteroso o al simplón pedigüeño. Y claro, ante una pantomima de corte virreinal, también surgieron émulos de cortesanos que con su lenguaje crearon la mística del autoritarismo: Esteban M. Cáceres, uno de esos cortesanos palaciegos, en un solo folletito de 1923, dijo todo esto de Leguía: Insigne estadista. Financista egregio Faro de generaciones futuras. Caudillo de alma noble. Legatario de la mística del conquistador del siglo XVI. De nuevo, Dora Mayer no pudo ser más acertada y dura a la vez:


No hay gigantes, no hay colosos, sino solo para los infelices que se agachan en un homenaje involuntariamente servil y voluntariamente adulador. Ante Leguía, el peruano se volvió pagano. 3. Leguía y su valido Valido se le llamó en los siglos XVI y XVII al todo poderoso ministro que solía volverse el consejero exclusivo y amigo del Monarca. Al estar encumbrado a tal condición personalísima éste recibía una gran cuota de poder. El validismo llegó a la corte peruana durante el Virreinato y, en un estudio, he rastreado a cada valido de cada virrey. A veces, estos hombres podían ser muy útiles: era la lógica de las sociedades cortesanas. El problema es que tal estructura se coló en la democracia peruana desde 1821. Miren ustedes: San Martín tuvo a su lado a Unanue y Monteagudo. Bolívar a Sánchez Carrión. Luego, cada caudillo tenía su super poderoso asesor, y todos ellos, eran pues, la antítesis de la vida republicana ya que eran esos poderes fácticos detrás del trono los que solían hacer el trabajo sucio de las dictaduras a las que servían. Y, claro, esa vetusta estructura no desapareció de Palacio y el siglo XX mostró lo peor del validaje: es el siglo de los validos degenerados y ahí están: Para Leguía, su primo, Germán Leguía y Martínez, “El tigre”. Para Odría, el temible Alejandro Esparza Zañartu.


Para Fujimori, el sanguinario y corrupto Vladimiro Montesinos. Hablemos pues de Germán Leguía y Martínez. De los once años que gobernó Augusto Bernardino Leguía (1919-1930) tres de ellos sintieron la omnipresencia de Germán Leguía y Martínez. Era primo del presidente, llegó a ser su ministro de Gobierno y Presidente del Consejo de Ministro, al mismo tiempo que Vocal de la corte suprema, y devino, finalmente, en el encargado de la represión del régimen. Fue un caso de perversión y corrupción por el poder. Fue joven promesa de las letras. Además de profesor de educación secundaria, escritor, poeta, anarquista en un momento, encendido patriota; pero luego el poder lo corrompió, pues llevado por nepotismo a la alta esfera del poder, hizo el trabajo cloacal que el refinado Leguía no se atrevía a hacer. He aquí su “genio y figura”: Un sobón de él decía que tenía el don de la ubicuidad y que todo lo veía y lo oía. Y que los peruanos debían de agradecerle por protegerlos de la anarquía y del caos. ¿Pero que hizo este valido de los nuevos tiempos? Basadre nos hace el recuento de sus depravadas acciones: Expulsó, a pesar de las garantías constitucionales, a los extranjeros que él consideraba perniciosos. Creó un aparato de soplones y espías, lo mismo que un grupete que de vez en cuando entraba a disparar a las manifestaciones de protesta.


Construyó la prisión en la Isla San Lorenzo que serviría como prisión política. Una caricatura sacrílega, aparecida en Variedades, puso a Germán Leguía librando a Jesucristo de la Cruz y de la Pasión para solo mandarlo “por precaución” a la isla San Lorenzo. Cerró el diario La Prensa, diario de oposición, y encarceló a su director. Metió a la cárcel a los opositores, y no tuvo reparos en mezclarlos con reos comunes. En sus redes cayeron ex ministros, ex rectores de San Marcos, presidentes de partidos opositores y todos eran capturados en las calles y encerrados en calabozos si que sus familias se enteren. A 22 exiliados, este Maquiavelo criollo los metió a un barco para mandar a ese navío a Australia. El Dr. Carlos Ramos Núñez ha estudiado como este individuo no tuvo problemas en desacatar sentencias del Poder Judicial, en bancarse en los Habeas corpus y en recortar garantías. Según Basadre, la teoría de Germán Leguía y Martínez era esta: la necesidad hace la ley. Y cuenta el historiador que Germán solía decir: Primero es el deber, lo demás me importa un bledo. De nuevo, el Dr. Carlos Ramos, ha analizado una ley ideada por Germán, la Ley 3083, del 25 de setiembre de 1919, que en su esencia dice que si lo hace el presidente, entonces esta bien. El final de Germán Leguía y Martínez fue triste, como el de todos los obnubilados por el poder…Él pensó que ya había estado detrás del trono por mucho tiempo, quería brillar y ser presidente: Leguía lo acusó de conspirador


y lo mandó a encerrar a la Isla San Lorenzo para luego mandarlo muy lejos del Perú. 4. Leguía y su acción autoritaria que devino en dictadura cruel: El autoritarismo es violencia, a veces simbólica, la mayoría de veces efectiva. Muchos me dirán que cada dictadura debe ser analizada en su contexto, pero en el siglo XX ya ese argumento no cabe tanto. Ciertamente, aunque estábamos ante los intentos mundiales de construir democracias liberales, este fue un proceso lento; no obstante, ya había grandes victorias en derechos y deberes ciudadanos que el leguiismo violó. No solo eso, la propia jurisprudencia que el mismo leguiismo produjo fue violada por el propio leguiismo. El autoritarismo, a decir de Pedro Planas, se trocó en autocracia, mejor debemos decir en vulgar dictadura. Dora Mayer, otra vez, nos recuerda un hecho que solemos olvidar: que detrás de las finezas de Leguía estaba el poder de las bayonetas. Durante la República Aristocrática, según las cifras de la escritora, el ejército tenía 4 mil miembros, con Leguía éste llegó a 7 mil. Todos esos efectivos armados, parece que fue así, fueron comprados en su lealtad a través de complicados mecanismos clientelares. De nuevo, recordemos el poder que tiene el lenguaje para materializar dictaduras: parece que los invitados extranjeros del Centenario se sorprendieron de que a Leguía le llamen, como hacemos hoy con el presidente, MANDATARIO. Recordemos, en una república no hay mandatarios, hay presidentes constitucionales.


No obstante, quien mejor graficó el sufrimiento de muchos durante esta dictadura fue Víctor Andrés Belaúnde quien asumió la defensa de Luis F. Cisneros, el encarcelado director de La Prensa, el diario opositor cerrado por el tirano. Esto dice Víctor Andrés Belaúnde sobre lo que es vivir en una dictadura. Escuchen para que eso no vuelva a ocurrir. En serio que no les ocurra a ustedes, que no me ocurra a mí, ni a sus hijos ni a nadie que viva en esta tierra. Escuchen: Hay ciudadanos presos en la Isla San Lorenzo, sin juicio y sin juez, contra los mandatos del Poder Judicial y solo por orden del poder Ejecutivo. Cuando vengan las celebraciones del Centenario, los embajadores preguntaran que es San Lorenzo y tendrán que decir que es Prisión Política, que es la Bastilla del Perú. Desde el 4 de julio hay una dictadura y un régimen personal de gobierno. Ya no hay libertad de prensa. Ya no hay garantías individuales. El poder judicial ya ha sido aplastado. Leguía es un Gamarra, solo que sin iniciación gloriosa en la Batalla de Ayacucho y sin muerte heroica en Ingavi.


El régimen no detiene a personas, secuestra personas a las cuales se les incomunica. Ya ni que decir de fusilamientos de algunos rebeldes que, sin juicio ni contemplaciones, fueron muertos en el campo (me refiero a Benel, Alcázar, y Barreda). 5. El maquillaje de la dictadura Recuerdo a Pinochet cuando le preguntaron si lo suyo era dictadura, y él dijo, —no, no es dictadura, es una dictablanda— Un tonto juego del lenguaje. Pues bien, eso se ha dicho del Oncenio, de sus días de apogeo hasta en el decir descuidado y cómplice de los historiadores actuales. Luis Alberto Sánchez lo dice así: El régimen de Leguía fue un régimen policial y represivo, pero Leguía tenía brío, porte y pasta de monarca. Haya de La Torre, cuando ya anciano lo entrevisto Alfredo Barrenechea dijo: Fue el mejor presidente civil del siglo XX [Sobre ese decir tengo una teoría que no tengo tiempo para sustentarla] Enriqueta Leguía, compresiblemente, nos ha dejado esta pintura con sabor a verbena de lo que fue el Oncenio: Solo hubo felicidad y euforia durante ese tiempo. Tan contenta estaba la gente que lo reeligió. Los exilios eran dorados, y si había algún revoltoso, pues se le daba una beca dorada para que se vaya, o un estipendio, solo así, el


gobierno pudo librarse de comunistas [sic] como: Sánchez, Basadre y Porras (¡!) Basadre mismo no es tan contundente ni juzga las tropelías de Leguía con la dureza que ameritan, me imagino que porque el dictador era tío de su gran amigo el historiador Jorge Guillermo Leguía. 6. ¿Decisionismo en Leguía? Hacía 1920 el politólogo alemán Carl Schmitt elaboró una teoría llamada decisionismo. El decisionismo es lo opuesto al pensamiento normativista, así «en circunstancia críticas la realización del derecho depende de una decisión política vacía de contenido normativo». De esta manera, valores y normas son interpretados y decididos por quienes detentan el poder. En la práctica, y desde la época del caudillismo decimonónico, los peruanos fueron precursores del decisionismo. Desde Manuel Lorenzo de Vidaurre con su “Para salvar las leyes, pues que callen un momento las leyes” hasta lo que escuchamos el año pasado de la boca de un rector en principio del fin de su caída eso de que su Universidad y su gestión “Se vio imposibilitada de cumplir la ley”. Pues bien, Leguía fue un proto decisionista. Según otro de sus cortesanos, la divisa de Leguía —que me lo imagino diciéndola con sus ojitos llenos de viveza y brillo— era esta: “Haré lo que tenga que hacer, pese a quien le pese y cueste lo que cueste”. Otro decía, que al presidente se le deben dar esas facultades supremas para que de una vez por todas acabe con la anarquía y el caos. Y otro no se cansaba en repetir que, el presidente, siempre se había ceñido a la ley, pero en su aspecto más riguroso, para conservar la ley, más


aún por la oposición del Congreso, donde sus miembros abusaban de la inmunidad parlamentaria. 7. El balance de Dora Mayer. Si debo quedarme con un balance sobre esta dictadura pues me quedo con el de esa mujer brillante que fue Dora Mayer. Su análisis tal vez se trató de uno de los primeros balances sinceros sobre el Oncenio pues fue hecho en 1932. ¿Qué dice esta pensadora de la política nacional? He aquí el condenso de sus ideas (en parafraseo): Si existió un Leguía fue porque este respondió a determinadas aspiraciones o ambiciones del pueblo peruano. Si el peruano no hubiese querido autoritarismo, hubiese sido imposible de que Leguía ostentara el poder absoluto y por tanto tiempo. Leguía siempre le dio a la gente lo que la gente quería y así se volvió el cantinero que ofrecía alcohol sin reserva a un borracho adicto. La crueldad de Leguía fue mayor pues solo nos vendió ilusiones: la ilusión de ser un pueblo moderno a la altura de los EE.UU, Francia o Inglaterra. Durante el Oncenio, dice Mayer, surgió esa fascinación de los peruanos por la obra material como expresión de progreso ¡De pensar que eso sigue tan vigente! ¡Por qué el cemento y el hormigón armado nos hace pensar que nos va bien como República!


¿Qué sería que alguien demuestre que el “Que robe pero que haga obra” surgió como axioma durante el Oncenio? Lo más grave: para Mayer, el Oncenio destruyó la educación peruana: afianzó la educación memorística y repotenció en ella, la vertiente más oscurantista del catolicismo. No solo eso, creo una nueva religión, la del futbol, con el cual drogó a las masas. Mayer concluye diciendo, como coda de su librito aleccionador: “si digo todo esto es por patriotismo, un patriotismo ofendido”. Pues tomó para mí, en este momento de cierre, ese patriotismo ofendido y lo pongo en vigencia a puertas del Bicentenario Nacional y hago votos para que todo lo que aquí se ha narrado y dicho no vuelva a pasar.


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