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6. El caso Berindoaga
muerte que no me arredra”. Luego lo hicieron subir a un tablado para que todos los asistentes pudiesen ver como lo degradaban. El fiscal ordenó: “quitad ese sombrero con que la nación os permitió cubrir vuestra cabeza delante de las banderas”. Creería su ejecutor que Aristizábal se humillaría, pero no fue así, al contrario, el teniente con potente voz le replicó: “no he desmentido ese honor, pues, siempre he respetado mi pabellón y lo he defendido a costa de mi sangre”. Procedió el fiscal a romper su espada pronunciando unas palabras de rigor, a lo que Aristizábal con furia mal contenida exclamó: “mi espada debería ser rota en el pecho de los enemigos de mi patria y no como castigo de un delito que no he cometido”. Al quitarle la casaca algunos dijeron haber visto llevaba envuelto a su pecho la bandera del Perú, otros dijeron que eran anchos tirantes con los colores patrios. En cualquier caso, el teniente se dirigió al público en voz alta y firme: “no he sido indigno de llevar el uniforme; pues siempre he dejado bien puesto el honor de las armas. Si me veo en este trance es por haber querido librar a mi patria del yugo extranjero. Como peruano, llevo en mi cuerpo hasta el cadalso el pabellón de mi adorada patria; muero con gusto por ella, sintiendo solamente no dejarla libre”. Puesto al frente del pelotón de fusilamiento, increpó al verdugo encargado de amarrarlo, diciéndole: “eres indigno de tocarme porque no soy un bandido ni he cometido ningún delito que merezca ser afrentado por las manos de un verdugo”, y; dirigiéndose al Fiscal continuó: “que venga un soldado de mi cuerpo y cumpla tan penosa comisión”. Ante el gallardo talante del condenado, el fiscal accedió a su pedido.
Por mala puntería, nervios, o simplemente por no desear disparar sobre un héroe, de la primera descarga sólo recibió un balazo, fue entonces cuando Aristizábal, con calma imperturbable, les dijo: “tirad a la cabeza, pues sólo me habéis herido en el vientre”. Dice Vargas Ugarte que al caer el valiente, “un grito de dolor y consternación resonó en todos los ámbitos de la plaza”.
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A la caída de Bolívar, el Congreso Constituyente de 1827 restituyó los grados al teniente fallecido y concedió el sueldo íntegro a su madre, además ordenó que el batallón Callao al pasar revista nombrase al capitán Aristizábal debiendo contestar la tropa: “Murió por la Patria”.
6.EL CASO BERINDOAGA
La Plaza de Armas de Lima era el sitio preferido para ejecutar a los enemigos de Bolívar. Antes del teniente Aristizábal, fue ejecutado allí un hombre que había perdido hacía tiempo todo su prestigio y poder, era un fracasado hasta en la vida privada, en suma, el pobre desgraciado no era una amenaza para nadie.
Juan de Berindoaga, vizconde de San Donás, limeño, abogado, llegó a ser ministro de Torre Tagle, otro pobre hombre, quizá hasta más desgraciado. Berindoa-
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ga siguió a Torre Tagle en su refugio en los castillos del Real Felipe del Callao que bajo el mando de Rodil empecinadamente no se rendía, tal como vimos anteriormente.
Dadas las penosas condiciones de vida a las que el sitio de los patriotas sometieron a las fortalezas del Callao, Berindoaga decidió escapar de la gran mortandad que imperaba, y que ya se había llevado a su amigo Torre Tagle. Berindoaga logró convencer a unos pescadores de llevarlo en una barca al buque chileno María Isabel, donde su capitán, Blanco Encalada, le había prometido protección. La oscuridad de la noche del 2 de octubre de 1825 no fue suficiente, y una lancha de los sitiadores interceptó la barca tomando preso a su miserable pasajero.
Que el ex vizconde de San Donás era culpable de algunos cargos no había duda, pero que por ellos fuese fusilado y que después se ordenase que su cadáver permaneciese colgado un día en la Plaza de Armas de Lima era a todas luces excesivo, más aún cuando el tratado de Ayacucho incluía una amnistía total a los españoles y peruanos que hubieran participado en acciones bélicas contra los patriotas. Lo que el Perú debiera haber buscado en esos tiempos era reconciliación y no restregar antiguas heridas, al menos eso fue lo que el municipio de Lima, el cónsul de Inglaterra y muchas personalidades manifestaron al pedir al Libertador el indulto o la conmutación de la pena de muerte. Pero a Bolívar no le tembló el pulso y respondió a los suplicantes que no estaba dispuesto a impedir que corriera la sangre de “dos miserables”. El otro ejecutado fue el anciano José Terón, un comerciante peruano acusado de haber sido correo entre Torre Tagle y los realistas.
El fusilamiento y la exhibición de los cadáveres el día 15 de abril de 1826, conmovieron fuertemente a los limeños, que no daban crédito a sus ojos. Sin embargo, como la cosa más natural, Bolívar organizó al día siguiente un ágape en su residencia de Magdalena donde invitó a distinguidas personalidades. Cuenta el historiador Nemesio Vargas, padre del cura Vargas Ugarte, también historiador: “la indiferencia estudiada del anfitrión hacía contraste con las emociones visibles de los convidados”. En varios momentos de la reunión, los puyazos en la conversación originaron gran tensión, como cuando Bolívar se dirigió a un invitado suyo para decirle. “Está usted triste, marqués, porque la aristocracia puso mala cara ayer en la plaza de armas”. “No, excelentísimo señor”, respondió el huésped, y agitando el índice a la altura de la cara, añadió: “Ya no hay distingos, todos somos iguales ante la ley. Bien, bien, replicó el Libertador, comprendiendo la pulla y, cortando el diálogo bruscamente, se dirigió al otro lado del salón” .
El juicio a Berindoaga tuvo la característica propia de las dictaduras: tener jueces sometidos a sus deseos y caprichos. En este caso no fue la Corte Supre-
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ma ni el Congreso que llevó la causa, tal como correspondía por haber sido Berindoaga ministro de Guerra. Tampoco el jurado estuvo compuesto por cinco vocales, tal como lo establecía la disposición vigente. La sala se compuso de sólo tres vocales del Supremo Tribunal de Justicia, de los cuales, el principal, el encargado de proceso, era colombiano, enemigo personal del acusado y sumiso servidor de Bolívar. Peor juez no le pudo haber tocado: se llamaba Ignacio Ortiz de Zevallos.
Berindoaga sabía que ya estaba condenado de antemano, sin embargo, se defendió con una inteligencia y firmeza que no usó cuando ejercía cargos de importancia. Su recusación contra Ortiz de Zevallos fue rechazada, tampoco se le permitió hacer su defensa personal que reclamaba por ser abogado de profesión. Sobre este juicio su biógrafo Gregorio Paz Soldán dice lo siguiente:
El juez de instrucción Ortiz de Zevallos, faltando de imparcialidad de su sagrado deber, intentó, aunque en vano, amedrentar a algunos testigos para que declararan contra el acusado, llegando su temeridad al extremo de alterar notablemente el sentido de muchas declaraciones. (…) [A Berindoaga] le fue fácil probar con testigos y documentos, hasta la evidencia, que en las negociaciones de Jauja había procedido según orden y de acuerdo con los deseos de Bolívar, y con tanto tino como patriotismo, mereciendo por ello la aprobación y los aplausos del Libertador y del
Congreso. En la traición intentada por Aliaga y realizada por Torre Tagle, no había intervenido en nada, ni tuvo la más pequeña noticia hasta el 3 de febrero de 1824, es decir cuando aquellas negociaciones terminaron.
Ante un juez sometido cualquier defensa era inútil. Viendo los amigos que el caso se perdería inevitablemente, le prepararon una fuga que Berindoaga tozudamente rechazó. Quizá buscaba su sacrificio, nada lo ataba a la vida, hasta su esposa lo había abandonado años atrás acusándolo falsamente de adulterio cuando ella era la infiel, según narra de buena fuente el cura Vargas Ugarte.
Los cargos por haber escrito artículos ofensivos mientras estaba en el Real Felipe, fueron admitidos por el acusado, pero alegó que se tuviera en cuenta que estaba presionado por Rodil. Por cierto que a la fecha del fusilamiento, ya hacía varios meses que los castillos del Callao habían sido entregados, no rendidos, por Rodil, quien acordó varias condiciones para hacerlo, entre ellas la de salir con sus tropas en medio de honores rendidos por las fuerzas sitiadoras.
Las acusaciones contra Berindoaga por haber negociado secretamente la entrega del Perú a los realistas, mientras era ministro de Guerra, nunca fueron probadas, es más, las memorias de los generales españoles publicadas años más tarde lo eximen de tal hecho. Otros cargos fueron también seriamente defendidos por el
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