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1. Las culpas de don Juan
mujeres de don Juan se presentan en un contexto de reforzamiento de la autoridad, como una estrategia más a disposición de los miembros de la elite nativa por conservar el poder. Don Juan podía reclamar para sí aquella legitimidad «oficial» que, a fin de cuentas, emanaba del reconocimiento virreinal de su título de cacique principal y gobernador de Ananguanca, sucesor de su padre y con herederos aptos a su vez para sucederle. Sin embargo, don Juan se forjó, en parte por las circunstancias en torno de 1647, una legitimidad paralela cuyas manifestaciones más claras fueron su rechazo a la Iglesia y a sus vicarios, su terquedad para conservar sus múltiples mancebas y la preferencia por sus hijos naturales en desmedro de los legítimos —legítimos desde el punto de vista del derecho español de sucesión—. Su vida, al menos en las décadas de 1630 y de 1640, osciló entre ambas legitimidades.
Pero el análisis no se detiene en la explicación de la conducta disidente del cacique. Es sintomático que los argumentos que esgrimió para su defensa se concentraran principalmente en resaltar la enemistad que lo enfrentaba a sus denunciantes, antes que en refutar las acusaciones vertidas por aquellos. Y es que, desde el punto de vista de don Juan, había que demostrar que el verdadero origen de la causa residía en la rivalidad entre caciques por el control del poder. En este segundo nivel de lectura, la acusación de amancebamiento e incesto de 1647 es también un mecanismo a través del cual curacas descontentos contradecían la legitimidad de don Juan Apoalaya como cacique principal y gobernador de Ananguanca. En vez de seguir el camino de los tribunales seculares, sus opositores optaron por la vía alternativa de la acusación por faltas en el plano de las costumbres y la moral pública.
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En realidad, las dos lecturas representan dos caras de una misma moneda. Don Juan se encontraba en una posición precaria respecto de los otros caciques y principales del repartimiento. Por lo tanto, su «ilícita» relación con las mujeres de algunos de ellos, así como su unión con otras mancebas, reforzaba lealtades mutuas y apuntalaba su posición como cacique principal, señor del repartimiento de Ananguanca. Pero era precisamente esa fragilidad política la que alimentaba la acusación, arma muy poderosa en su contra. Tomando en cuenta estas premisas, pasemos a discutir la causa que contra don Juan Apoalaya se montó en 1647, buscando detectar aquellas variables que activaron los mecanismos de la justicia eclesiástica.
1. las culPas de don juan
Amparado en las declaraciones de nueve testigos, el doctrinero Larrea nos dejó el siguiente cuadro acerca de las mujeres del curaca. Desde hacía unos veinte años, cuando fue reconocido como cacique principal de Ananguanca, don Juan vivía públicamente amancebado con María Vilcatanta, india a quien por «mal nombre» se le conocía como «Choclos». Había tenido con ella tres hijos y una hija, quienes seguían el ejemplo de su padre, viviendo escandalosamente y sin temor de Dios.
A causa de su relación con María, don Juan había repudiado a su legítima esposa, pasando a compartir su casa de Chupaca con su manceba y recluyendo a su mujer en Orcotuna, pueblo vecino del repartimiento de Luringuanca, del que era originaria. Además, don Juan había escogido a algunas de sus parientes como concubinas. Así, estuvo amancebado con su prima hermana, María Felipa, unión de la que nació un niño. María Verónica, otra prima hermana, al parecer hija de la tía carnal del cacique por el lado materno, le dio un vástago llamado Carlos, quien vivía con su padre y fue producto de una relación de más de diez años.
Otras indias extendían la lista de mujeres del curaca. Vale la pena citar dos casos más. La segunda de sus mancebas favoritas era Magdalena Guallcaguasu, india casada del pueblo de Chongos, en Ananguanca, a quien, para alarma del doctrinero, don Juan mantenía en su residencia como si fuera su mujer legítima, al lado de María Vilcatanta, la «Choclos». Sostenía un trato ilícito también con la hermana de aquella, de nombre María. El caso de Casilda Puypuchumbi, india de los Yauyos, era de una complejidad que lindaba con lo inverosímil. Según los testigos, don Juan tuvo en su manceba Casilda una niña. Cuando esta alcanzó edad suficiente, el cacique procreó con ella otra hija. A aquella la casó, aunque el distanciamiento entre padre e hija fue solo temporal. Dos hijas más de Casilda, mestizas llamadas Juana y Rodriga Camargo, fueron también mujeres del curaca. La primera fue además concubina de don Juan de Santa Cruz, hijo natural de don Juan Apoalaya. La segunda, Rodriga, le dio al curaca otro hijo. Confrontado por el doctrinero con sus faltas, don Juan replicó, como excusándose, que «el era natural».4
Una acusación de este tipo podía tener tremendos efectos negativos en el prestigio, la autoridad y la riqueza de un hatuncuraca como don Juan Apoalaya, sobre todo si esta involucraba falta contra las buenas costumbres y la moral sexual.5 Un curaca sentenciado por malas costumbres podía sufrir, entre otras penas, destierro por
4 Sobre las numerosas mancebas del cacique, véase f. 1r-1v. Las declaraciones de los testigos, en f. 2r12v. El expediente menciona otros casos. Dos comentarios se imponen ante la evidencia: lo primero, que no se debe perder de vista la intención del doctrinero Larrea al momento de leer la información: probar que don Juan era un amancebado y un incestuoso. Lo segundo, que, independientemente de las reflexiones que sobre este caso presentaremos aquí, es indudable que la personalidad de don Juan
Apoalaya era, en cierta medida, resultado del azar y de una predilección muy particular por las mujeres, asunto para el cual la interpretación histórica tiene una respuesta solo parcial. 5 Véase Millones 1967: 162-163; Sánchez 1991a: xxv; 1991b: 39; y, Lavallè 2001[1999]: caps. 1-4.
Para el caso de los pecados públicos entre los miembros de la República de Indios, véase lo que tiene que decir Pérez Bocanegra 1631: 210-231. Se consideraba un delito público aquél que infringía un daño a la divinidad, a la jurisdicción real o a la comunidad como un todo. Los delitos privados, en cambio, lesionaban intereses particulares. En el primer caso, cualquier miembro de la colectividad
un periodo de uno a tres años, lo que suponía la suspensión del ejercicio de gobierno y el nombramiento de un sustituto para dicha función. Estas no eran las únicas penas que amenazaban a nuestro personaje. Los curacas encontrados culpables de hechicería o de idolatría —cargos que también se levantaron contra don Juan, como veremos— podían ser desposeídos de sus oficios, sometidos a castigos infamantes, recluidos, reducidos a la condición de mitayos o sometidos a la prohibición de ocupar cualquier cargo público.6 Además de las sanciones vinculadas al ejercicio del cargo, el encarcelamiento y el secuestro de bienes propios del desarrollo de las causas judiciales hacían especialmente deseable el evitarlas a cualquier precio. Y, cuando los personajes acusados eran caciques, la dimensión de su patrimonio y los intereses detrás de que este fuese confiscado podían influir decisivamente en el resultado del proceso. El valle de Jauja no fue la excepción en este respecto.7
Entre las penas, especial consideración merecía la prisión resultado de una larga causa. La misma podía evitar que un curaca acusado cumpliera con su función de recaudador de tributos en un repartimiento. Recuérdese que don Juan Apoalaya estuvo preso cerca de dos años y que se procedió al embargo de sus bienes para cubrir los costos de la causa y el incumplimiento en la cobranza de los tributos. Los efectos de esta inobservancia podían ser desastrosos debido a la pérdida de la titularidad del gobierno y porque implicaban tener que cubrir el dinero faltante con una fianza en metálico o en bienes que el curaca había garantizado con su propio patrimonio.8
podía denunciar la actividad punible; en el segundo, solo el directamente perjudicado o sus parientes dentro del cuarto grado. Véase Díaz Rementería 1977: 104. 6 Véase Díaz Rementería 1977: 60 y 93; Duviols 1977[1971]: 247-248; Griffiths 1998[1996]: 206; Monsalve 1998: 392; y, Arriaga 1999[1621]: 112. 7 El caso de don Tomás Pantaleón, curaca de los yungas de Andamarca en el repartimiento de Luringuanca, puede ilustrar muy bien este punto. En 1655, pocos años después de fenecida la causa contra don
Juan Apoalaya, don Tomás acusó al visitador de la idolatría, Diego Barreto de Castro, de haberle levantado falsos testimonios al sostener la precariedad de su fe cristiana. AAL. Hechicerías e Idolatrías, leg. 3, exp. 7 [1655], f. 1r y ss. Duviols (1977[1971]: 407) hace breve alusión a este caso, aunque situándolo erradamente en Yauyos. Considérese otro caso similar e inédito en BNP. Mss., B 612 [1672]. 8 Véase Díaz Rementería 1977: 65-67; Escobedo 1979: 88; y, Spalding 1984: 234-235. Para el valle de
Jauja, tómese el caso de don Jacinto Mayta Yupanqui Inga, gobernador interino del repartimiento de
Atunjauja. En 1771 don Jacinto sufrió prisión por un alcance de 3.285 pesos de tributos adeudados.
El corregidor y el juez procedieron rápidamente a subastar los bienes del deudor. Obtuvieron 570 pesos, a pesar de que según inventario presentado por Mayta Yupanqui el valor de estos ascendía a 4.317. Don Jacinto estuvo encarcelado en Concepción por el lapso de un año y medio. La prisión, la expropiación y el remate significaron un notable deterioro de su situación y la de su familia. Véase
AGN. Derecho Indígena y Encomiendas, C. 390. L. 23 [1779-1780], f. 15v-16r y 24r-24v; C. 343,
L. 21 [1771-73], f. 58r; C. 347, L. 21 [1773], 2v, 3r y 26v; C. 374, L. 22 [Nueva signatura: Superior
Gobierno, leg. 34, C. 296] [1777], f. 1v-2r y 3r-9r; C. 397, L. 23 [1781], f. 6r; Real Audiencia. Causas Civiles, C. 1574, L. 186 [1774], 1r-1v y 9r; AAL. Capítulos, leg. 34, exp. 1, f. 1v y 12r.