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Marcos Mondoñedo
A modo de introducción a mi comentario, me gustaría —pero muy someramente en realidad— aludir a los dos conceptos que nos convocan en este momento: estética y memoria. El término “estética” habría surgido para la reflexión moderna con Alejandro Baumgarten, quien en el siglo XVIII asumió etimológicamente el término griego “Aisthesis” (percibir por los sentidos) para dar título a su Aesthetica (1750-58). Como sostiene Milan Ivelic, para aquel pensador alemán, lo que suscita un placer estético puede muy bien presentarse ante nosotros como una imagen evidente. Sin embargo, dicha imagen está, de todos modos, impregnada por una profunda confusión (Ivelic 1998: 15). Esto sería así puesto que dicha representación es de la dimensión o de la jerarquía de lo empírico, lo contingente y lo múltiple. Podría decirse entonces que, frente a los valores cartesianos de la permanencia, la universalidad y la eternidad, este momento de interés por la estética subrayaría un cambio hacia los valores de proceso y movimiento, cuyo fundamento se encontraría en la dimensión de lo sensible.
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Pero el asunto estético, en esta ocasión, se encuentra relacionado con el de la memoria. Y la memoria con el tiempo. ¿Cómo articular lo sensible y el tiempo, lo sensible y la memoria? En una digresión del texto Más allá del principio del placer, Sigmund Freud discute una idea kantiana según la cual el espacio y el tiempo son formas necesarias del pensamiento. Esta discusión provendría del modelo simplificado que construye para el organismo viviente. Freud lo concibe como una vesícula de substancia excitable que se encuentra determinada por el mundo exterior y el interior. La superficie que se enfrenta al exterior se convierte en órgano de percepción, membrana sensible:
La superficie exterior de la vesícula pierde la estructura propia de lo viviente, se hace hasta cierto punto inorgánica y actúa entonces como una especial envoltura o membrana que detiene las excitaciones, esto es, hace que las energías del mundo exterior no puedan propagarse sino con sólo una mínima parte de su intensidad hasta las vecinas capas que han conservado su vitalidad (Freud 1997: 2519).
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Es decir que, para el psicoanalista, esta superficie enfrentada al mundo no puede conservar sus excitaciones, sino que debe difundirlas, aunque rebajadas en su intensidad, hacia otras capas del organismo vivo. Freud sostiene aquí que nuestra concepción del tiempo sería el resultado de la autoconciencia de este procedimiento marcado por tres momentos: la excitación sensible, su atenuación, y su difusión hacia otras capas sin que queden huellas del proceso en la más superficial. La concepción del tiempo para Freud, en síntesis, sería el resultado de la generalización de un proceso de la dimensión sensible que toma, difunde y borra la excitación. “Aisthesis” y Tiempo se vincularían como, respectivamente, el origen sensible y el efecto imaginario.
Desde este ángulo quiero sostener que, para discutir en torno de la memoria y su relación con la estética, habría que suponer algo real, pero además una resultante analógica. ¿Qué sería el tiempo recordado? Una analogía, un cierto “este es como aquel” que nos retorna algo de lo real, pero a condición de haberle modificado su naturaleza —o de haberle atenuado su intensidad y cambiado de nivel o capa, según el modelo de Freud. Algo queda de una experiencia y, sin embargo, ese resto tiene propiedades diferentes de las propiedades de su germen. Esto le permite vincularse con los otros elementos de la cultura (un conjunto simbólico de restos archivados y articulados).
Considero que las propuestas aquí planteadas llevan implícita una hipótesis estética no reconocida pero determinante: la analogía. La analogía como mecanismo de elaboración de pensamientos, como intento de capturar algo para siempre perdido. Sostengo esto porque, desde una perspectiva que pretenda ser rigurosa, podría plantearse por lo menos como problemática la demostración positiva del vínculo entre las letras de cuatro canciones y un imaginario nacional. ¿Cómo demostrar ese vínculo? O que el final trágico de un personaje de la novela Edgardo o un joven de mi generación de Luis Benjamín Cisneros represente, en el ámbito ficcional, una realidad histórica —entendida esta como un discurso que pretenda cierta fidelidad con lo real.
Pero si no pretendemos este tipo de demostraciones, el principio de la analogía, más que como procedimiento para la vinculación entre la ficción y la no ficción o realidad, sirve para elaborar modelos tan hipotéticos, tan ficcionales como los parafraseados, explicados, relacionados por las ponencias de esta mesa (me refiero por ejemplo a las canciones populares como probable modelo de identidad en formación, y a los avatares de los personajes de las novelas románticas como modelos de las crisis del ro-
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manticismo peruano). La pregunta sería entonces: ¿La analogía es consciente? Evidentemente, el motor de los trabajos planteados en esta mesa es la analogía, un cierto “este es como aquel” cuya estructura basta para proponer la hipótesis de una universalidad que adquiere distintas formas. Pero no estoy seguro de si opera de un modo deliberado o, antes bien, la analogía habla a través de ellos.
Un efecto que resulta evidente de este procedimiento es el de una sensación de continuidad inmediata entre el “este” y el “aquel” de la analogía. Ocurriría, entonces, un tránsito insensible entre lo que llamamos realidad —histórica en este caso— y las obras artísticas. Esto nos hace pensar en aquella continuidad que se establece entre los dos planos de una cinta de moebio: dos planos que son uno y que solo imaginariamente se pueden considerar como diferenciados. En esta cinta es imposible saber cuándo se está en uno o en otro “lado”, del mismo modo la analogía prolifera y no se sabe cuándo se está en la realidad estética o en la realidad histórica. Pero esto no creo que sea un error, lo que estoy procurando es una descripción de un procedimiento que quizás pueda resultar ineludible: cómo concebir la realidad sino bajo la forma de algo que se constituye por el deseo y la imaginación. Es quizás este mecanismo de pensar la realidad con el deseo lo que lleve a Marcel Velázquez y a Víctor Vich a identificar el caso particular de la novela o de la canción con una totalidad peruana imaginada.
Sin embargo, el texto de Gustavo Buntinx hace, precisamente todo lo contrario; si continuáramos en términos analógicos, no se trata de una continuidad “moebiana”, sino más bien de un puente en medio de un abismo. Su trabajo pretende ser una reflexión de lo que en la obra de Ruiz Durand percibe como una crisis o ruptura entre la realidad y lo real. Las fotografías periodísticas, recreadas y asumidas por la pintura de este artista crean una tensión que permite revivificar el problema de la referencialidad. La paradoja es que un medio supuestamente menos moderno que la fotografía recupera la intensidad de lo real de un modo que la vulgarización fotográfica del periodismo ha perdido.
Pero también quisiera hablar de otra cosa, de un probable olvido. Tengo la impresión de que en las ponencias de los jóvenes estudiosos de la literatura se habría operado una atenuación de la reflexión sobre los medios, que en el caso de las canciones no son solo eso, medios, sino quizás es componente fundamental. Me refiero a la música y al género novela. Lo que quiero decir es que a estas alturas de nuestra historia estamos lejos de concebir a las tecnologías —entendidas estas, simplemente, como el conjunto de los conocimientos propios de una técnica— en los términos de un
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simple medio de realización de un fin práctico o semántico, y que no intervienen en la concepción de dicho fin. Se me hace más verosímil concebir que las tecnologías y su desarrollo determinan en gran medida los procesos de los cuales supuestamente son simples medios para conseguir algo. Propongo esto porque quiero reivindicar la necesidad de engarzar los componentes propios de cada tecnología con los cometidos supuestamente intocados por dicha tecnología instrumental. En nuestro caso las tecnologías tienen que ver con la música, la novelística y la plástica.
En lo referente a las canciones, por ejemplo, los muy importantes hallazgos en el nivel interpretativo de Víctor Vich deberían complementarse con la dimensión de la sonoridad musical. En ese sentido, se me ocurre que las letras de los valses criollos antiguos destacan y se vinculan de una manera, que habría que describir, con la baja intensidad en el sonido y una carencia de brillo de las guitarras acústicas y los cajones; mientras que las letras de Chacalón se hacen ininteligibles en la intensidad y brillo de las guitarras eléctricas llenas de efectos propios del rock y del jazz. Por otro lado, los recursos formales de representación que operan en la narrativa no se perciben demasiado en la reflexión de Velázquez junto a sus muy interesantes interpretaciones alegóricas. Entre aquellos y estas no habría un tránsito sino probablemente una relación de presuposición.
No pasa lo mismo con la ponencia de Buntinx. Su trabajo parte, precisamente, de una descripción de la técnica que, significativamente en el caso de Ruiz Durand, se tematiza. Me refiero, por ejemplo, a la “solarización” como procedimiento plástico utilizado por el artista que termina convirtiéndose en la imagen del sol en los afiches proyectados durante la exposición.
En síntesis, sostengo que para hablar de la memoria y de la estética debemos atravesar, necesariamente, por los procedimientos técnicos que hacen “sensible” el fluir del sentido desde las obras a la interpretación. Y que, dentro de este orden de cosas, la historia recordada —esta analogía residual— no puede sino manifestarse como un efecto imaginario producto de las operaciones discursivas que se llevan a cabo en la constitución de una obra como totalidad. Si esto último es cierto, la reflexión sobre la memoria y la estética tiene, forzosamente, que aproximarnos a la brecha que queda entre aquello real perdido y los esfuerzos discursivos por disuadir su inaccesibilidad.
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Bibliografía
Freud, Sigmund (1997). “Más allá del principio del placer”, en Obras completas. T. 7. Madrid: Biblioteca Nueva. Ivelic, Milan (1998). Curso de estética general. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
12 Guillermo Nugent
IV.
Memorias locales
12 Guillermo Nugent