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Maternidad y basurización simbólica en mujeres supervivientes a crímenes de violencia política

Maternidad y basurización simbólica en mujeres supervivientes a crímenes de violencia política1

Rocío Silva Santisteban

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Introducción Ni olvido ni ¿perdón?

Recuerdo que durante muchos años estuvo pegado en la pared del dormitorio de mi hermano un afiche en serigrafía con una imagen de los comuneros de Uchuraccay cargando un bulto envuelto en una bolsa negra. El bulto era, obviamente, el cuerpo de uno de los periodistas asesinados. Debajo de la imagen en color tierra resaltaba una leyenda, también en los mismos colores: “ni olvido, ni perdón”. Durante años leí en esa pared la frase que fue cincelando en mi memoria un sentimiento contradictorio.

No olvidar y mantener a flor de piel ese crimen que fue, al principio, maquillado por una comisión que nunca supo llegar al fondo de los hechos. La Comisión Uchuraccay, presidida por Mario Vargas Llosa y compuesta por distinguidos antropólogos, periodistas y otros profesionales, después de visitar la zona y de redactar extremadamente rápido un informe sumario, asumió que el “otro” indígena, sumido en la ignorancia y la barbarie debido al alejamiento del progreso y la modernidad, podía ser capaz de matar a ocho periodistas por error. La Comisión actuó de la misma manera como los legisladores del Código Penal de 1924 en el que se podía alegar, para ciertos casos de inimputabilidad penal, la ignorancia, el salvajismo, la barbarie y el embrutecimiento debido al alcohol de los indígenas. El caso Uchuraccay quedó, en ese entonces, en un nimbo jurídico y político que benefició a los presuntos instigadores del crimen: las fuerzas especiales de la Policía del Perú (sinchis) y la Infantería de Marina.

1.Quisiera agradecer a Alberto Simons, S.J., a Paolo de Lima y a Fernando Silva Santisteban por los comentarios que me hicieron llegar en torno de este texto, siempre pertinentes y motivadores. Asimismo, a James Iffland y a Francesca Denegri por las conversaciones en torno del tema del testimonio que motivaron mi interés por el género como potencial y textualmente subversivo.

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En ese afiche también se enfatizaba otra consigna: no perdonar. Esta segunda consigna, más bien, me producía cierta inquietud moral debido básicamente, supongo, a mi formación cristiana y católica. Siempre crecí con la idea de que “perdonar” era lo correcto. Pero en ese entonces, ante esta historia que me conminaba a tomar una posición, sentía que “no perdonar” era lo que realmente estaba bien: por sobre todas las cosas se debía buscar la responsabilidad y el castigo de los culpables y no permitir de manera alguna la impunidad. Pero perdonar no significa permitir la impunidad, como lo aprendí muchos años después. ¿Qué significa ética, moral y políticamente, perdonar?, ¿para qué nos sirve la reconciliación?, ¿es posible la reconciliación entre víctimas y victimarios?, ¿es posible que una mujer violada por siete “sinchis”, arrestada injustamente, luego abandonada en la miseria económica con un hijo por criar, pueda perdonar a quien le causó tanto daño corporal, psicológico y moral?, ¿es posible que exista un eje de comunicación basado en la reconciliación entre un país que se ha construido exprofeso a espaldas de la gran mayoría de la población, alrededor de una “razón criolla”, y que mantiene a toda costa, bajo la bandera del “desarrollo”, sus privilegios sociales y económicos?

No hay respuestas. No hay un solo camino de reconstrucción de cierta dignidad nacional ni de cierta dignidad personal. No hay posibilidad concreta de pensar que a partir de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) —y no por tratarse específicamente de esta institución sino incluso de cualquier otra— se pueda re-construir lo devastado no solo por la violencia política sino, previamente, por la violencia estructural que arrinconó en las tierras más altas de los Andes a una población excluida de todo proyecto nacional. Solo hay dudas e indignación.

Sin embargo, la indignación, que es un gran sentimiento, puede permitirnos salir de la oscuridad de esos años afrontando los hechos con los ojos y oídos abiertos, dejando detrás la construcción de una otredad funcional al centralismo y permitiendo, por un momento, salir de nuestro narcisismo monologante para escuchar.

Esa es la importancia básica de la escucha de los testimonios de los afectados por la violencia política durante las décadas anteriores: se trata no solo de una oportunidad para que reconstruyan una realidad que permanece muchas veces en sus vidas y cuerpos como una pulsión irrepresentable, sino, sobre todo, de darles la posibilidad de armar una razón propia, ni centralista ni hegemónica, una razón alterna, que organice para nosotros (todos) un atisbo de salida. En la medida que sigamos percibiendo

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a los testimoniantes como otros-subalternos no habrá posibilidad de reconstruir con honestidad una historia heterogénea que nos afecta por igual. Si se continúa organizando el relato de sus historias desde una perspectiva occidental y hegemónica, no se dará un verdadero diálogo.

La misión de la CVR es la de individualizar las responsabilidades en torno de los crímenes de esa guerra interna pero, además, involucrarnos a todos y cada uno de los peruanos en la salida de este atolladero moral y político. Durante la década de 1980, y en el contexto de la matanza de los periodistas en Uchuraccay, se repetía una “idea-fuerza” maniquea: “todos somos culpables”. No, no todos lo somos, existen responsables y sobre ellos, individualmente, se debe ejercer la justicia: debemos ver encerrados y asumiendo su responsabilidad a quienes masacraron, torturaron, violaron, hirieron y maltrataron a personas inocentes o culpables; a quienes lucraron con la desesperación de mujeres y hombres entre dos fuegos; a quienes, teniendo responsabilidades políticas y administrativas, se mantuvieron con los brazos cruzados cuando se les exigía en su momento tomar una actitud firme.

Pero además existen otros responsables sobre los cuales no llega el brazo legal del Estado porque, por cierto, su responsabilidad no es ni penal ni jurídica, sino ética. Se trata de todos aquellos que permitieron, con sus silencios e indiferencias, que la locura terrorista siguiera su curso y también aquellos que se amoldaron a las exigencias de la locura represiva, con sus anuencias ante la brutalidad y la bestialidad, aquellos que aprovecharon del miedo de la población y que se beneficiaron, de alguna u otra manera, con esa presión. Todos ellos sí son responsables y si no asumen su participación, por acción u omisión, en estos “delitos” morales, no podremos reorganizar ni siquiera someramente un nuevo proyecto de nación.

Es en este espacio que la CVR cobra una importancia mayúscula: no se trata de un organismo que determine —aunque también lo debería de hacer— los indicios necesarios para que se sigan procesos penales a los responsables de crímenes de guerra. Se trata de un espacio donde las víctimas pueden hacer escuchar sus razones, sus historias, su memoria organizada y desorganizada, su habla silenciada por la indiferencia oficial, su propia estructura en torno de lo que se debe olvidar y lo que se debe recordar.

Pero asimismo, como escuchas privilegiados, ¿es posible permanecer con cierta “distancia académica” ante las formas como los propios testimoniantes han reconstruido su verdad?, ¿es posible no cuestionar los patrones y formas de comportamiento que, durante los dolorosos procesos que han vivido, han reforzado estereotipos no solo excluyentes sino incluso

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denigrantes?, ¿cómo comprender que muchas mujeres hayan sido obligadas, después de violaciones sucesivas, a continuar con un embarazo abiertamente rechazado?, ¿de qué manera estas mujeres han sobrevivido tras esta experiencia con la presencia cotidiana de estos “hijos del terror”?, ¿qué significa para nuestro propio proceso post-violencia el reforzamiento del papel de madre por encima de la reparación moral y jurídica de las víctimas? Y por último, ¿en qué medida el silencio de la sociedad en general y el espacio de la CVR en particular no refuerzan una idea pavorosamente reiterada en torno de la mujer como la “aguantadora”, la “victimizada”, la “mater dolorosa” solo susceptible de ser redimida a través del dolor?

Considero que la forma como se traten en el futuro algunos de los testimonios narrados en las audiencias públicas y privadas de la CVR permitirá ir más allá de los discursos victimizadores para reivindicar, por sobre todo, la dignidad de las mujeres violadas y torturadas. Es muy importante que la CVR enfatice, desde su espacio de análisis de género, que la secuela de la violencia no se termina en aquellas personas directamente afectadas sino que prosigue en los estereotipos consolidados por las conductas de los victimarios y responsables. Estas conductas refuerzan representaciones sociales de género que se mantienen circulando en nuestra cultura y que, a su vez, generan aun mucho más violencia.

Este trabajo pretende vincular algunos elementos del testimonio de una mujer víctima de la violencia sexual desde una lectura con énfasis en la construcción de significaciones sociales imaginarias en torno, en primer lugar, del cuerpo como locus del dolor y, en segundo lugar, del papel de madre de la mujer en las sociedades en crisis. El testimonio es absolutamente revelador: no solo narra los hechos infames a los que fue sometida Giorgina Gamboa sino que, en el despojo de sus palabras y la reconstrucción de su historia a partir del eje de su propia maternidad, nos enfrenta a un problema aun más grave y que nos concierne.2

Mi hipótesis es que Giorgina Gamboa fue basurizada simbólicamente a partir de su experiencia de violación múltiple, responsabilizándola de su propia violación por considerarla una sospechosa de terrorismo y de alguna manera se le “asignó” —ya no por miembros directos del Ejército, pero sí por representantes de la autoridad como médicos, enfermeras y aboga-

2. Se trata de un testimonio que estuvo consignado en la página web de la CVR pero que ahora ha sido retirado de ella, imaginamos, para proteger a la señora Giorgina Gamboa. En todo caso no se han hecho explícitas las razones por las cuales se ha retirado este testimonio de esta página informativa.

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das— como penitencia la crianza y responsabilidad de la niña3. Si ella asumía esta tarea con valor y coraje, como sin duda lo hizo, su posibilidad de ser incorporada a la sociedad como una mujer “limpiada” aumentaba considerablemente. Esto es, por lo menos, lo que se colige de lo que ella misma afirma en el testimonio. Su historia, así como la historia del Perú, está organizada por la bastardía originaria de su hija y la necesidad de ambas historias es encontrar un sitio “habitable” en el imaginario social nacional. El único sitio disponible era el de la maternidad aunque, como lo veremos, se trate de una maternidad conflictiva.

1. El testimonio como sustrato discursivo

El testimonio en tanto género de expresión simbólico está organizado sobre un recuerdo desde un ahora, es una narración que privilegia ciertos hechos y olvida otros, silencia algunos y quizás con este silencio también esconde; pero en este caso, sobre todo, el testimonio plantea la posibilidad de una reparación psicológica y moral que desde una instancia estatal se fomenta en personas afectadas por la violencia. La organización de un relato testimonial, en sí, es también una batalla personal por fijar pautas de una memoria que se empeña en la búsqueda de una “verdad” en los hechos. Este esfuerzo del testimoniante es fundamental: nos permite acercarnos a los hechos desde su propia perspectiva. Por otro lado, la transcripción del testimonio no es un quehacer superfluo, muy por el contrario, la propia actividad de recoger el testimonio, estructurarlo y transcribirlo respetando o no los usos lingüísticos del testimoniante, sus tiempos y modos gramaticales, así como sus silencios, configura el texto final y le otorga significación.

1.1 Testimonio, “géneros” y registro personal

Un testimonio es una forma discursiva construida sobre una base de “veracidad” en tanto narra hechos que han sido vividos por el o la testimo-

3. Cuando sucedieron los hechos Giorgina Gamboa tenía 16 años. Primero fue violada en su casa, luego en la Comisaría de Vilcashuamán, Ayacucho. Después de la violación y paralelamente a su embarazo, Georgina contrajo una severa infección vaginal. Ella pasó cinco años y tres meses en prisión antes de ser considerada inocente. Durante ese tiempo su padre engrosó la larga lista de desaparecidos en el Perú y su madre, a su vez, también fue violada, producto del hecho nació una niña (Human Rights Watch).

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niante. Se escapa de la ficcionalidad pero no de la literariedad de hecho; en los últimos años, más de un crítico literario o cultural ha calificado al testimonio como el “género literario” latinoamericano por excelencia (Beverley, Zimmerman, Duchesne). Puesto que no escapa de la literariedad queda claro que el testimonio no es solo un registro de hechos que “verdaderamente” ocurrieron, sino que es un registro de una memoria personal y colectiva que, por cierto, organiza y jerarquiza estos mismos hechos desde una posición discursiva ideologizada y conflictiva. Se trata, por lo tanto, de una autorrepresentación, es decir, de la construcción textual de una subjetividad que, no obstante, muchas veces es organizada en un diálogo o, como sostiene Duchesne, “en una técnica de producción discursiva nomonológica y no-autorial” (1992: 64).

Hay muchas definiciones del testimonio como género (Barnet, Jara, Gugelberger, Beverley, Slodowska) que difieren entre sí. Todas coinciden en la importancia del referente (la realidad) para organizar los propios recursos del texto. Algunos inciden en la importancia de que el testimonio se refiera a un momento histórico decisivo para la comunidad o país del testimoniante, otras le dan mucho más importancia a la representatividad del mismo.

Así tenemos, por ejemplo, el testimonio de una mujer indígena como Rigoberta Menchú, cuya voz en las páginas de sus dos libros (Me llamo Rigoberta Menchu y así me nació la conciencia y Rigoberta: la nieta de los Mayas) expresa muy abiertamente una razón de lucha y una seguridad personal de sus objetivos y perspectivas en torno del mismo testimonio. En cambio, por contraste, el testimonio de Asunta, mujer de Gregorio Condori Mamani, no da cuenta de una conciencia con relación a su propia “habla” ni a los escuchas que recogen su narración. Se trata además de dos discursos enfrentados: el de Rigoberta Menchú es la narración de una toma de conciencia, la de su etnicidad y su papel político; en cambio, el testimonio de Asunta es el reconocimiento de una vida de sufrimiento que la tiene agotada sin asumir conscientemente su identidad étnica, ni entender la opresión como una cuestión ideológica y política, sino solo como parte del “destino”.

No obstante esta clara diferencia, y esto es relevante para nuestro tema, en ambos testimonios la representación del cuerpo de la mujer es similar: para ambas el cuerpo es el lugar de la opresión, del dolor, del sufrimiento. Las autorrepresentaciones corporales están vinculadas a esta significación: la mujer indígena debe sufrir, ya sea en nombre de la comunidad (Rigoberta manifiesta en su primer libro que no tiene hijos como sacrificio ante la necesidad de convertirse en “una voz” para la comunidad) o por-

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que el destino ancestral lo tiene así prefijado. Esta representación del cuerpo como espacio del dolor viene obviamente de la tradición cristiana, el cuerpo de Cristo crucificado es uno de los arquetipos para que Rigoberta Menchú y Asunta Quispe4 interpreten el cuerpo doliente dentro de su dimensión simbólica: el sacrificio que conlleva a la salvación. El discurso cristiano asimismo está impregnado de representaciones del cuerpo femenino: el marianismo, es decir, la ética de la madre sacrificada (la mater dolorosa) pero al mismo tiempo con una fortaleza moral fuera de lo común (la mater admirabilis). El cuerpo de la mujer es el locus5 de la reproducción y del dolor: ese es su “destino”.

Por otro lado, todo testimonio se organiza desde un horizonte de recepción, es decir, desde la certeza de que existe uno o varios escuchas que recibirán el mensaje y que lo decodificarán. En la medida que estos “escuchas” pueden infligir cierto cambio en la realidad, las o los testimoniantes organizarán su discurso de diversas maneras. Por lo tanto, lo imprescindible en el análisis de un testimonio es tener en cuenta las condiciones de producción del mismo: la localización simbólica del testimoniante y del testimonialista (generalmente un “otro” ilustrado que recoge el texto oral y lo codifica de forma escrita), el contexto donde construye su testimonio, tanto histórico como simbólico, así como las características del horizonte de recepción.

1.2 Heteroglosia o ventriloquia

La relación entre testimonialista y testimoniante se puede dar en forma heteróloga, es decir, que el testimonio se estructura según “el oído occidental” y por lo tanto la relación de alteridad se traduce conforme el deseo de Occidente de leer estos productos en la medida en que sus productores “no entienden la importancia de su propio decir” o dentro de lo que Clifford Geertz califica de “ventriloquia etnográfica”, una suerte de comunicación de intereses por encima de las diferencias (Sklodowska).

4. Jesús Díaz consigna el apellido “Quispe” (1996: 359) para referirse a Asunta y Juan Zevallos los apellidos “Quispe Huamán” (1996: 369), pero en el texto original los dos testimonialistas solo hacen mención de Asunta como la “mujer de Gregorio”. Valderrama y Escalante sostienen, asimismo, que Asunta es una mujer quechuahablante monolingüe y que no hay mayores documentos sobre su identidad personal (1977: 14). 5. El término latino locus que significa lugar (y también ocasión, oportunidad y principios de donde se sacan las pruebas) es entendido como el espacio concreto e históricamente situado a través del cual y en el cual se construye el género.

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Hay muchos elementos y detalles en el testimonio que permiten diferenciar un testimonio heterólogo de uno ventrílocuo: en primer lugar habría que considerar la estructuración del mismo, si responde a la jerarquización del testimoniante o del testimonialista. En el caso de los testimonios de las audiencias públicas de la CVR se ha mantenido el orden textual tal y cual fue relatado, respetando inclusive las marcas de oralidad del mismo, como los giros específicos de un castellano andino o castellano quechuizado.

No obstante, podría afirmar que la estructura del propio relato no es solo producto del testimoniante, en la medida que formaba parte de una “performance” mayor (Zumthor), en la cual la presencia de los comisionados es cardinal y el escenario en donde es recogido un punto de inflexión fundamental. Además, a pesar del respeto de ese castellano andino, quienes han recogido el testimonio y lo han transcrito, han considerado oportuno indicar entre paréntesis las diversas manifestaciones emocionales de los testimoniantes. En el caso del testimonio que analizo, se han consignado las siguientes entradas entre paréntesis:

[empieza a llorar mientras narra] [entre sollozos] [los sollozos se hacen más constantes]

Además se han consignado entre paréntesis diversas entradas señalando que la voz es inaudible. Estos detalles del texto, que muy bien podrían pasar desapercibidos, dan una señal sobre lo que se ha querido resaltar en términos de ese primer escucha-testimonialista. En este caso, los elementos de sufrimiento, de dolor, que el texto expresa en su propio contenido, se acrecientan con estas apostillas puesto que sabemos por ellas que la testimoniante se encuentra a medio camino entre la simbolización de su intolerable experiencia y la pura somatización impulsiva (el llanto). Con la inclusión de parte del registrador de estas apostillas se hace énfasis en lo que se ha denominado la presencia del otro como una invasión de los afectos6 .

6. El testimonio es también una manera de concebir la alteridad del otro como un suplemento que provee lo que se ha perdido en el uno (mismidad). La pasión tan cercana a lo real en el Tercer Mundo (otro) es lo que permite la omnipresencia de la simulación y privatización negada en el Primer Mundo. Según sostiene Alberto Medina, el problema es que la pasión se convierte en una mercancía intelectual y se integra al fetichismo mercantil: el sistema de producción de valores manejado por el mercado (2002: 10).

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¿Ventriloquia o heteroglosia? En este caso me parece que podría hablarse de una heteroglosia. A pesar de esto, la narración se encuentra estructurada para un “oído occidental” ya no solo desde la mano del testimonialista (y sus apuntes emocionales al texto), sino desde la organización del propio testimoniante en tanto que su horizonte de recepción inmediato son los miembros de la CVR. La testimoniante sabe que debe modular su habla, que debe producir un efecto de sentido en sus escuchas y, por lo tanto, lo que narre o calle estará organizado cumpliendo esa función. Por eso el testimonio de Giorgina Gamboa comienza así:

Bueno, muchísimas gracias por invitarme al acá a la Comisión y la Verdad y agradezco su Comisión de Verdad, y a la periodistas y al Derechos Humanos, agradezco que lo que me ha dado oportunidad para poder hablar mi tistimonio […]

Giorgina habla para los comisionados, para los periodistas y para los “derechos humanos”: su testimonio está organizado con esta necesidad urgente de poner en relieve su búsqueda de justicia y la necesidad de que esta sea localizada en un espacio simbólico mucho más amplio que su comunidad o que Ayacucho: está consciente de que este testimonio va a ser divulgado por el periodismo y va a ser recibido por los “derechos humanos”. No hay una exigencia en esta primera parte: se pide, se ruega, se agradece la oportunidad, se agradece al otro el “habla”. Las coordenadas de su ciudadanía siguen siendo las del tutelaje, es decir, aquellas que organizan al sujeto básicamente como una persona con una reconocida incapacidad y que debe ser representada (Nugent 2002).

El problema es que el habla del comisionado o comisionada, en este caso, sigue manteniendo estas coordenadas.

Bienvenida señora Giorgina y agradecerle primero su fuerza para poder ayudarnos a todos los peruanos a conocer qué pasó en este país, para que podamos entender lo que muchas personas sufrieron como usted y quiero pedirle mucha fortaleza y que le vamos a escuchar su testimonio con mucha atención. Usted puede empezar, gracias. [énfasis mío]

La posición discursiva de la comisionada es la de “autoridad” que permite el habla: “puede empezar”, “quiero pedirle mucha fortaleza”. La petición y la señal de “autorización” para el inicio no se han organizado

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desde una reciprocidad horizontal sino, precisamente, desde esa situación en la que el otro/la otra está subalternizado o, más específicamente, tutelado y protegido por este espacio de escucha. Esta situación cobrará otros matices e incluso se invertirá desde la posición de la testimoniante pero continuará organizada de la misma manera desde el receptor (o receptora) haciéndose extremadamente evidente al final del testimonio. Pero no adelantemos conclusiones.

1.3 El testimonio como instrumento de trabajo para el recuerdo político

En una época donde las corrientes posmodernas y la globalización han relativizado el concepto de verdad como eje central del pensamiento racional, paradójicamente en muchos países en procesos post-dictatoriales se alza con urgencia la necesidad de establecer una verdad sobre los motivos y las condiciones sociales e históricas que posibilitaron al horror instalarse en la cotidianidad y en la historia.

El cuestionado concepto de “verdad” que se impone como un elemento categórico de la cultura occidental durante el auge del positivismo, por ejemplo, no es el mismo que se busca a partir de la urgencia de esta necesidad de organizar un relato del pasado. Con las Comisiones de la Verdad no se busca organizar un relato único y hegemónico que pueda incluir todos los relatos de los sujetos afectados por la violencia o que pretenda organizar la historia anterior desde una perspectiva nacional unívoca. Lo que pretenden estas comisiones es organizar las responsabilidades, aclarar situaciones concretas en torno de hechos perfectamente probados, incorporar a la narración de la historia nacional las historias personales acalladas por intereses políticos específicos durante los regímenes involucrados en la guerra sucia, en otras palabras, recuperar la fuerza de producción de los relatos históricos.

Por esto mismo, las críticas a la “verdad” que se organizan desde los estudios poscoloniales en la academia americana o europea tienen una fuerza movilizadora importante dentro de esas esferas pero, en este otro lado del mundo, podrían ser problemáticas si no reconocen la necesidad que tenemos los sujetos post-dictatoriales para producir un relato en torno de la “verdad” de nuestro pasado de horror y miseria moral. “La verdad no nos hará libres, pero sí lo hará el tomar el control de la producción de la verdad” nos dicen Antonio Negri y Michael Hardt reformulando la máxima cristiana (2002: 134).

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En la medida que se requiere del control de la producción de la verdad es imprescindible entender que los testimonios son instrumentos políticos. Precisamente, en su calidad de relato político entendido como relato para resistir al poder, radica la fuerza de estos testimonios.

2. Basurización: una categoría para el análisis

La basurización es una forma de organizar al otro como elemento sobrante de un sistema simbólico. Según el profesor de la Universidad de Ottawa, Daniel Castillo, el término “basurización” consiste en

[…] la puesta en escena de mecanismos de descongestión del centro gracias a un uso estratégico de sus residuos. Estos residuos deben ser comprendidos a un nivel material y discursivo a la vez. La producción discursiva sobre la mejor manera de salir del ‘subdesarrollo’, por ejemplo, o la inevitable apertura de países latinoamericanos a una economía de mercado liberal (1999: 235-236).

Castillo sostiene dos hipótesis de trabajo: 1) el centro se descongestiona gracias al uso estratégico de sus residuos, sobre todo, simbólicos 2) la evacuación del vertedero “desdramatiza” el acontecer en el “centro” y a su vez las catástrofes de la periferia son necesarias para su propio equilibrio.

La descongestión del centro es una estrategia de subordinación simbólica de todo lo que no “pertenece” por antonomasia al centro y que permite precisamente la consolidación de la hegemonía del mismo. Es así que, como parte de esta estrategia, se plantean una serie de estereotipos para señalar las diferencias entre “nosotros” (los del centro) y “los otros” (los de la periferia).

En el centro simbólico por excelencia, esto es, las agencias norteamericanas, las películas hollywoodenses o los periódicos neoyorquinos o bostonianos7, lo otro en general y lo latinoamericano en particular expre-

7. Como ejemplo de la consolidación de estos estereotipos llama la atención la forma como el periódico Metro de Boston edita las “fotonoticias” nacionales e internacionales. Entre el 29 de diciembre de 2001 y el 7 de marzo de 2002, según he podido constatar, las fotonoticias sobre la guerra contra Afganistán narran un “romance de la guerra”: todas ellas tomadas con gran-angulares, enmarcadas en atardeceres o amaneceres, plan-

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san esa mezcla simbólicamente poderosa entre lo bárbaro, lo exótico-hiperbólico, lo pasional, lo folclórico y lo abyecto.

Tanto las dictaduras como las fiestas folclóricas son los dos lados de esa moneda con la que se ha obtenido una imagen congelada (un icono estático) de América Latina para el discurso central. Pertenecen a este conglomerado de imágenes congeladas la idea de la convivencia entre la corrupción de políticos en todo nivel y el deporte de aventura en la selva; las hermosas “misses” venezolanas y los comandantes dando golpes de Estado; los economistas excesivamente entusiasmados con las políticas del FMI y los niños de la calle; los guapos guerrilleros de barba tupida y AKMs8 y las ciudades tomadas por los capos del narcotráfico. La suma de estas y muchas imágenes en esa línea ha creado una representación de lo latinoamericano —o lo árabe— como periférico funcional a lo occidentalcentral.

Pero, por otro lado, no se puede seguir interpretando la geopolítica desde las coordenadas centro-periferia sin tener en consideración que uno de los sectores más favorecidos con esta basurización es la propia clase política en América Latina. Según Castillo, mientras más excesiva es la basurización, el efecto de discurso es más fuerte. Aquellos que finalmente también ponen en “el centro” la causa de todos los defectos de sus naciones y construyen un relato ad hoc, son los primeros en asumir esta basurización como una forma de resignación insertados dentro del discur-

teadas casi como “turismo en uniforme caqui”, son la constatación de una guerra “justa” sin heridos, ni sangre, ni muertos propios. Por otro lado las noticias nacionales se refieren a concursos de perros, iconos culinarios de Boston (los cangrejos), el premio Mujer del Año del Harvard University’s Hasty Pudding a Sarah Jessica Parker, las Twin Towers of Light como reemplazo simbólico de las torres caídas en Nueva York. En contraste las fotonoticias dedicadas a América Latina, Asia, África y, sobre todo, Oriente Medio, se refieren a niños con granadas en la mano en la franja de Gaza, disturbios de jóvenes armados en Argelia, saqueos en Buenos Aires, protestas contra las tropas estadounidenses en Filipinas, dantesco incendio en Lima o el hijo de la senadora asesinada por las FARC en Colombia llorando frente al féretro. Una de las pocas fotonoticias no violentas referida a América Latina grafica el carnaval de Río de Janeiro, no obstante, es otra forma de estereotipar: lo folclórico, excesivo e hiperbólico también se encuentra “afuera”. Esta forma de plantear “representaciones sociales” es una manera de consolidar posiciones ideológicas. Sería útil llevar a cabo un análisis detallado de estos contrastes en periódicos locales de los Estados Unidos. 8. Moreiras tiene una crítica detallada a lo que el denomina “el orientalismo del corazón” como forma de leer experiencias de apoyo a las guerrillas u otros movimientos desde una desacreditación del sujeto comprometido (2002: 3).

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so que “basuriza” sin cuestionarlo, sobre todo, las clases políticas de toda América Latina9 .

El ethos de la basura anula cualquier posibilidad de lectura crítica de la realidad latinoamericana, inclusive, cualquier posibilidad de “alteridad radical” en la medida que normaliza lo que Castillo llama los “arrebatos del vertedero”, es decir, la catástrofe —cualquier proceso aleatorio más que caótico— no es entendida desde su propia lógica productiva sino solo por su función teatralizadora para el centro (1999: 239). Esta manera de entender la catástrofe en América Latina —los procesos de violencia, por ejemplo— produce la sensación de que el vertedero es solo “un efecto frente al cual no queda más que la resignación” (Ibíd.: 241). Asumir esta lógica no permite responsabilizar a las clases políticas tanto de uno como de otro lado y, a su vez, legitimar sus discursos y sus acciones.

Dentro de este marco conceptual se puede entender, asimismo, esa desafectación de los sectores urbanos y limeños de la población peruana ante la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, y explicar la razón de sentirse tan apartados de la guerra interna que afectó concretamente también a las clases altas y medias urbanas. Por esta desafectación, pero incluso por un cierto escrúpulo ante una realidad social tan conflictiva sin relatos claros sobre los hechos, han sido pocos los productos simbólicos literarios —novelas, cuentos, poesía— que se originaron críticamente desde la “ciudad letrada” durante la década de 1980 y la primera mitad de la década de 199010 .

Además de la consabida distancia producida por el racismo criollo, es decir, por esa indiferencia apuntalada por la resistencia a saber, conocer y

9. Toledo en el Perú, Fox en México, Duhalde en Argentina, Uribe en Colombia y sus homólogos anteriores, así como de otros países latinoamericanos, no cuestionan la idea de “desarrollo” estructurada desde una perspectiva neoliberal por agencias como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional: reducir el Estado, bajar aranceles, desmantelar la legislación laboral, liberalizar el mercado monetario, reconvertir sectores productivos en sectores de “servicios”, etc. El esquema sigue siendo copiar los modelos de los países “desarrollados” como cuando la CEPAL en la década de 1970 proponía el modelo de “sustitución de importaciones” como dinamizador de la economía de América Latina. 10. La mayor producción simbólica de relatos o novelas se realizó desde las provincias (los cuentos de Luis Nieto “Harta cerveza y harta bala” escritos en Huamanga y publicados por una editorial limeña pero de convicción provinciana, como Lluvia Editores, por ejemplo) y también desde sectores protagonistas de la violencia o muy cercanos a ella (como los poemas de Edith Lagos, de Jovaldo o las canciones de Víctor Humala).

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abrir los ojos y los oídos —condensada en un narcisismo monologante—, el proceso de basurización simbólica que realizaron estas capas medias y urbanas a partir de su irracionalidad ante la irracionalidad de una violencia sin precedentes, logró construir un otro “basurizado” que era sin duda alguna el campesino pobre, ayacuchano o huancavelicano, con patrones culturales percibidos como ajenos y que debía convertirse en el chivo expiatorio de la sinrazón de la violencia política.

Junto a esta basurización simbólica en la construcción de una otredad funcional al miedo y a la indiferencia, se encuentra la construcción del estereotipo del senderista. El estereotipo del senderista es también un producto directo de esta basurización pues organiza a un sujeto desde pocos elementos fundantes básicos y niega toda posibilidad de humanidad. La imagen que prende en el imaginario de las clases sociales altas, medias urbanas y algunos sectores de las clases populares en torno del senderista es la del “cholo resentido”: migrante campesino que baja a las ciudades buscando nuevas formas de ganarse la vida y estudia pero no puede surgir y, por lo tanto, destila su frustración contra la “gente decente”. Se trata, sin duda alguna, de una caricatura que se puede percibir en el imaginario de distintos espacios sociales. Esta caricatura no tiene, siquiera, un origen cierto en los hechos en la medida que el senderismo no arranca por la consolidación de sectores populares que asumen, tras la educación, una conciencia crítica. Los primeros militantes de Sendero Luminoso, por el contrario, son en realidad los hijos de la burguesía provinciana que ven frenadas sus posibilidades de surgimiento ante la aplastante centralización y, al mismo tiempo, se trata sin duda de sectores ilustrados vinculados a la Universidad San Cristóbal de Huamanga que fue en su momento un espacio de poder sumamente importante dentro de la vida ayacuchana en general (Portocarrero 1999).

[…] existe una relación evidente entre los sectores más afectados por el bloqueo del proyecto de modernización velasquista y quienes encontraron un canal de expresión política a través de Sendero Luminoso (Manrique 2002: 55).

Por otro lado, los propios sujetos que ejercieron la violencia construyeron una imagen del otro para poder anquilosarlo y arrinconarlo en una suerte de espacio monolítico y así evitar todo acercamiento emocional. Esta basurización “racional” que organiza un sujeto-vertedero para permitir la humillación y el ejercicio de la violencia cobra características mucho

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más humillantes en el caso de las mujeres. Las mujeres fueron terriblemente violadas y violentadas por el personal militar asentado en los pueblos andinos y amazónicos cuando, muchas veces sin motivo alguno, fueron acusadas de terroristas o colaboradoras de Sendero Luminoso. Por otro lado, los mismos miembros de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru secuestraron a muchas jovencitas bajo el pretexto de la militancia guerrillera pero con la finalidad última de convertirlas en esclavas sexuales.11

Por ambos lados, las mujeres fueron sometidas, humilladas, doblegadas, oprimidas y avasalladas. ¿Cuál es el motivo de este procedimiento por ambos bandos? El cuerpo de la mujer, desde los primeros enfrentamientos humanos, ha sido motivo de caza, de pelea, de discusión pero, sobre todo, botín de guerra y ensañamiento con el enemigo.

3. La violación: cuerpo sometido, sujeto basurizado

Enmarcado por una serie de significaciones sociales imaginarias fortalecidas desde siglos de patriarcado y machismo, el cuerpo femenino es basurizado dentro de este contexto de perversión moral porque se le concibe no solo como depósito de residuos sino como espacio donde se puede ejercer la degradación y el sometimiento. Este proceso de basurización permite ejercer el poder de convencer a la propia víctima de una cierta culpabilidad ante su propia situación, en otras palabras, a través de la basurización el discurso del violador y del torturador logra, en una trampa perversa, cobrar un efecto de verdad en la conciencia de la víctima.

El cuerpo de la mujer ha sido sometido a procesos dolorosos de torturas y sobre él se han condensado una serie de representaciones sociales que, en los últimos años en América Latina, han sido abordadas por distintas propuestas literarias y discursivas desde novelas como Lumpérica (1983) de Diamela Eltit hasta testimonios como El Infierno (1992) de Luz Arce (este último es el caso del testimonio de un complejo y perverso proceso de delación durante la dictadura de Pinochet). El cuerpo torturado de la mujer se convirtió en espectáculo político en América Latina porque se instituyó como el locus donde se experimenta:

11. En las reuniones del Grupo Impulsor de la Audiencia de Género de la CVR durante el mes de julio y agosto de 2002, algunas representantes de las ONG que han trabajado con mujeres afectadas por la violencia, como Liliana Panizo de APRODEH por ejemplo, sostuvieron que esta práctica de la “esclavitud sexual” ha sido muy frecuente en las zonas rurales de Madre de Dios y otros departamentos de la selva peruana.

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[…] el dolor, la represión, la fuerza del Poder del Padre, la violencia ejercida por los Poderosos, la censura, la mutilación y otras manifestaciones psicópatas de la falta de salud en las sociedades latinoamericanas (Castro-Klarén 1994: 122).

Las mujeres en América Latina —pero de forma aun más poderosa en los sectores rurales— han incorporado a su cuerpo el discurso del poder masculino y de la opresión: incarnan, como lo ha señalado Foucault, un sistema de dominación no solo en prácticas represivas que vienen del exterior sino en formas de autocontrol vinculadas con la ética mariana del sufrimiento, es decir, con aquella ética del sacrificio del discurso cristiano que conlleva implícito un dolor y un padecimiento simbolizado en la imagen de la Virgen María.

Por eso, al enfrentarse a situaciones de violencia, como las generadas por la guerra sucia y la subversión, las mujeres se encuentran en medio de múltiples coordenadas de dominación y sometimiento. Por un lado, viven este tipo de suplicio como una práctica violenta muy emparentada con la violencia doméstica más frecuente aposentada en un ideal machista y, por otro lado, la violencia física es una de las formas más usuales de castigo en la cultura pública del tutelaje. Así las violaciones sexuales se convierten en prácticas comunes en situaciones de conflicto bélico y el embarazo consecuente en un “castigo para toda la vida”.

[…] el castigo político en el Perú supuestamente “moderno” siguió conceptualizando al cuerpo como el espacio de erradicación del mal y, al parecer, castigar todavía continúa representando la perversa voluntad de someter al cuerpo a una situación de tortura y espectáculo (Vich 2002: 31).

Las mujeres son las que sufren las consecuencias de esta mentalidad en torno del castigo: sus cuerpos son depositarios del odio. Si bien es cierto que los hombres también pueden ser humillados y violados, son las mujeres quienes específicamente pueden ser más sometidas a través de este crimen.

Naciones Unidas ha señalado que si bien la violencia sexual afecta tanto a hombres como a mujeres durante un conflicto armado, es evidente que las mujeres están más expuestas a ser víctimas de este abuso. Lo que debe quedar claro es que tanto las razones que originan la violencia sexual así como los efectos que se derivan de esta son diferentes para hombres y mujeres. Así por ejemplo sólo las mujeres corren

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el riesgo del embarazo a consecuencia de la violación sexual […] (Mantilla 2002: 1)

Es común que al momento de la violación el victimario recrimine a la mujer, consideré que está doblegando su voluntad con esa penetración forzada, y al mismo tiempo contemple entre sus fantasías perversas la posibilidad de “hacerle un hijo” como una huella imperecedera de ese momento de victoria/humillación. En este acto con pretensiones de mantener una violencia continua y eterna más allá del hecho concreto, el cuerpo de la mujer se desconecta de su función vital (Scarry 1985)12 para, paradójicamente, conectarse con su mandato social: procrear.

En el caso de Giorgina Gamboa la violación se produce de una manera tan brutal que el recuerdo que emerge como su única reacción después de los hechos, luego de gritar y resistirse en un primer momento, es un sentimiento poderoso de corte con la vida.

Yo estaba totalmente maltratada, esa, esa noche me violaron siete eran, siete, siete militares o sea los siete Sinchis entraron violarme. Uno salía, otro entraba, otro salía, uno entraba. Ya estaba totalmente muerta yo, ya no sentía que estaba normal.

Posteriormente, cuando la trasladan a la Policía de Investigaciones (PIP) de Cangallo, su narración se centra obsesivamente en el hecho de que su ropa estaba ensangrentada y sucia, y ella mantenía la necesidad de estar limpia.

[...] yo estaba totalmente golpiada, sangrentada, mi ropas era totalmente bañada sangre, tanto golpeao, tanto maltratada, yo estaba con ropa total duro ya estaba sico mi ropa, lo que sangre, lo que caía, me golpiaba, me reventaba la nariz, salía, mi boca salía, tonces no había cómo cambiarme ropa, tonces ya después de quince días que estaba incomunicación y estaba allí en PEP, de ahí llegaron, no sé cómo le ha llegado, mi prima, me trajo ropa para cambiarme, de ahí hasta no se acaba.

12. La autora parte de la idea de que el dolor corporal es inexpresable; a partir de esta premisa su propósito es estudiar las consecuencias políticas de esta imposibilidad expresiva. Por eso estudia en los diferentes capítulos de su libro las consecuencias de las torturas —en Grecia y en Chile durante las últimas dictaduras— sobre todo cuando el cuerpo se convierte en voz (la delación). Posteriormente estudia la yuxtaposición del cuerpo injuriado en la estructura de la guerra por la pérdida de la conexión natural con él, esto es, la relación vital.

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Anormalidad, suciedad y muerte: estos tres elementos son los que componen este primer cuadro de dolor y humillación que narra la testimoniante. Giorgina no sostiene que “estaba como muerta” sino que plantea la metáfora de forma directa: “estaba totalmente muerta”. La violación sucesiva la “ensucia” y la “mata”: su cuerpo, por ese mismo sentimiento de impotencia, deja de pertenecer al sujeto de la narración y se convierte, por el asco de ese sujeto apartado de sí mismo, en un receptáculo inerte.

La única manera de sobrevivir simbólicamente a esta herida de muerte es concibiendo una posibilidad de resurrección para poder incorporarse de una manera “limpia” y “saneada” a la vida (dejar atrás las ropas con sangre). Esa única posibilidad está organizada desde el mandato social de la maternidad en este relato que, no lo olvidemos, está instituido desde un ahora para hacer sostenibles y menos punzantes los hechos del pasado.

4. Maternidad simbólica y bastardía originaria

En casi todas las culturas la madre, como institución, tiene un estatus superior: es vista como la quintaesencia de la bondad, del Bien, de la protección y la ternura, de los cuidados, de la naturaleza. Pero es sobre todo en la cultura occidental judeo-cristiana que el mito de la maternidad cobró una forma definitiva al vincular a la mujer-madre con la doble e imposible condición maternidad-virginidad, dando lugar a una de las construcciones imaginarias más poderosas de todos los tiempos: el culto a María o culto mariano.13

El culto mariano tiene tres fundamentos teológicos: a) la homologación de la Madre con el Hijo a través del tema de la inmaculada concepción y de la similitud entre la vida y muerte de uno con la de la otra. b) la proclamación de María como “reina” de los cielos y la tierra y madre de la iglesia. c) la relación con María y de María hacia “nosotros” como emblema de la relación de amor.

13. Por supuesto, el camino de la consolidación de este “imposible” es largo y se puede remitir a los primeros años del cristianismo, cuando la incipiente iglesia orquesta todo un concepto a partir del error de traducción del término semítico “joven no casada” por el término griego parthénos, que significa virginidad, sobre todo, en su acepción psicológica y social (Kristeva). Este “error” sistematizado por la ideología cristiana para reforzar la desintegración del presbiteriado y del diaconado femenino, proyectó sobre él las fantasías propias de los griegos, romanos y hebreos que se instauraron como patriarcas de estas primeras comunidades.

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Son estos tres aspectos los que han estructurado el mito de la MadreVirgen, sustrato del ideal mariano de la mujer, esto es, una mujer semi-divina, moralmente superior y espiritualmente más fuerte que el hombre. En otras palabras, una santa, modesta, silenciosa, humilde hasta la humillación, que lo entrega todo por amor a los otros —sean hijos, marido o prójimo— pero, sobre todo, una mujer que llega a la maternidad sin el goce, sin la experiencia pecaminosa del disfrute de su cuerpo (Zayri 1993: 74).

La mujer entonces, para poder trascender su propia condición de “mal encarnado”, necesita equipararse al modelo de María a partir de la sumisión, la humildad y, sobre todo, el sufrimiento. Es en el sufrimiento de la madre, tanto por sus dolores de parturienta como por sus lágrimas, que el eterno femenino se delimita. El sufrimiento, a su vez, permite limpiar toda clase de impurezas que posee la mujer por el solo hecho de serlo: su cuerpo que ha sido humillado con la violación puede recuperarse para la vida con la maternidad.

El testimonio de Giorgina Gamboa hace eco de este mandato:

[...] ese producto, de eso, es mi hija. Tiene veinte años. Durante veinte años todo lo he soportado, tengo a mi hija acá […] con mi hija, de ahí comencé trabajar y así unas, trabajaba entraba a casas trabajar, con bibe... con... hay veces es difícil, unos... unos, cuántas sufrimientos uno se pasa.

Pero la vivencia del inicio de su maternidad es absolutamente conflictiva: ella imagina que del producto de ese embarazo forzado va a salir un monstruo y por esto mismo ella le pide al médico “que se lo saque”. El médico le contesta que, como tiene cuatro meses de embarazo, practicarle un aborto es imposible así que debe continuar con él y que, además, el bebé no tiene responsabilidad en ese acto. En este proceso de deslizamiento de la responsabilidad hacia la madre, el médico, nuevamente, se erige como un representante de este modelo de tutela que organiza y decide lo que debe hacer el otro pero, además, resemantiza todo el hecho —la violación múltiple— desde esa sospecha de la condición femenina: el hijo no tiene la culpa, es obvio, pero la madre tampoco tendría por qué asumir un embarazo no deseado y además en esas circunstancias. Giorgina, en esta parte del relato, también hace eco de su condición de tutelada:

[…] dánla a alguien adopción, quién sea que quiere puede llevársele, yo no voy a criar porque yo no sé cómo será, cómo nacerá, yo no

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quería ver nada, estaban bastante claro que me están apoyando, acompañando todo en el hospital, pero me hacía convencer. No, no tiene la culpa tu bebe, está normal, natural, no tiene nada. Y así en mi ignorancia yo pensaba tantas cosas.

Cuando Giorgina narra este momento tan difícil para ella, se autorrepresenta como una mujer “ignorante” en contraste con el médico que posee el conocimiento. Ella “pensaba cosas” como una ignorante, pero cuando narra ese momento previo a esa decisión forzada por el “tutor”, en realidad lo que ella sentía era miedo, desconcierto y temor ante una situación insoportable. Pero la testimoniante, al mismo tiempo, tenía absoluta conciencia de que estaba siendo “apoyada” y “convencida” por este tutor. Asimismo ella entiende que está “traumada” por la violación múltiple y los sentimientos que expresa en su relato son claros para concebir este “trauma”.

Yo estaba loca […] cuando me dijo que ya estaba pasando... que ya sí, estaba en barriga, está cuatro meses en cárcel […] quería matarme, quería tomarme algo, todo he intentaba tomar hasta tomaba puro limón cualquier cantidad, […] quería morirme yo, yo pensaba que entre mí, ese producto, es cuántos, como un mostros será, cuántas tantas personas que me han abusado, yo pensaba que tenía mostro […] Yo no quería vivir.

En este párrafo Giorgina deja en claro que a través de este dolor entiende perfectamente qué significa para ella en ese momento el estado de gravidez. El testimonio no narra los hechos de manera unívoca respondiendo al mandato de la maternidad, todo lo contrario, en él se dan muchos elementos que dejan establecido los sentimientos ambiguos y contrastados en torno de este hecho. Más adelante ella decide dar en adopción a la niña pero a último momento, cuando estaba a punto de firmar los papeles delante del juez y aconsejada por su abogada, decide que “voy a criar como sea”.

Su testimonio que se proyecta en la imagen de la hija que se encuentra a su lado no termina en una reivindicación de su rol materno y la fuerza para sobrevivir. El testimonio termina con una identificación de su caso como “uno de tantos” similares a otros que han ocurrido incluso en su propia comunidad para exigir al Estado justicia.

Quiero para todos, para honor de todas la personas, familiares abusadas, yo pido justicia. Culpables debe pagar, debe reconocer que lo que

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ha hecho, lo que el daño que nos hecho […] yo no he sido única, yo que estaba violada, varias personas así tienen producto violación, tienen sus hijas, como mi hija, señoritas; qué le he pedido para ellas, nada, siquiera no hay nada justicia.

En el pedido que hace Giorgina enfatiza que, además de no haber sido la única, no se ha pedido anteriormente nada para esas “hijas” que son “señoritas”, mujeres jóvenes, sin un espacio simbólico en sus propias comunidades. Giorgina, que pidió en un primer momento un “apellido” para su hija pero que luego, al decidir asumirlo como una madre soltera, también decide no exigir ningún otro nombre para su hija que el que ella le pueda dar, ahora reclama por el honor y la dignidad de esas “hijas del terror”.

[…] nunca podemos olvidar todo lo que nos hemos sufrido, maltrato, golpiado, todo a que nos hecho, no se puede uno borrar, tenemos sentimiento bien doro, unos vivimos nuestro cuerpo sabemos, porque una persona que no vive nuestro cuerpo no saben, ojalá que nos escucha.

Giorgina termina haciendo referencia a su propio cuerpo como elemento que ha soportado el dolor: su individualidad se confirma construyendo una subjetividad en torno de la exigencia de justicia. El cuerpo doliente es un signo en la medida que el cuerpo es la encarnación simbólica del sujeto.

Giorgina ha construido una “identidad testimonial” en este texto cerrándolo a partir de asumir ciertos elementos claros: — su dolor es personal e intransferible; — su cuerpo ha transitado por el dolor y en ese tránsito se ha construido como sujeto; — esta subjetividad fue armándose de una serie de contradicciones heterogéneas y ambiguas en tanto se cuestionó desde un primer momento su maternidad; — su maternidad, impuesta, se constituye en un elemento central de su relato de vida que, asimismo, está enmarcado dentro de un contexto de sufrimiento; — el sufrimiento le ha permitido redimirse y, a partir de esta redención, así como de su identificación con otras mujeres en situación similar en su comunidad, ha logrado constituirse como representante con derecho a “agencia”;

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— esta “agencia”, que se esconde bajo la clásica treta del débil al principio del testimonio, luego recobra su calidad de tal para asumir una noción no-tutelar de la ciudadanía exigiendo justicia.

Finalmente ella reconoce que su testimonio es una queja pero, asimismo, enfatiza que se trata del relato de un daño y, por eso mismo, no espera de sus interlocutores conmiseración ni misericordia sino una reparación moral.

Por otro lado, el cuerpo —que es el lugar donde se recrean los discursos de poder pero también donde se producen, entendiendo el poder como una realidad discontinua, desuniforme y heterogénea— está presente de una manera enfática en el final del testimonio. El cuerpo de la mujer es narrado y concebido también como locus o espacio simbólico donde el poder falogocéntrico y sus manifestaciones más perversas —la tortura, las violaciones, el castigo— se pueden desestructurar para abrir un canal de nuevas formas de expresión. Esto lo ha realizado Giorgina Gamboa en su intento por rearmar su historia14: ha podido asumir, con todas sus incongruencias y temores, a su propio cuerpo como artífice de su calidad de sujeto.

5. Conclusión: ¿nunca termina la guerra para los hijos del terror?

La supervivencia [puede tener] un sentido positivo y se refiere al que, combatiendo contra la muerte, ha sobrevivido a lo inhumano. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz (Homo sacer III)

La idea de que “todos somos culpables” —esta idea-fuerza que circuló con mucha insistencia después de los sucesos de Uchuraccay— fue una forma de relativizar la catástrofe y de reproducir la sensación de que la guerra sucia era un efecto del vertedero frente al cual no quedaba nada por hacer. Una de las principales misiones de la CVR es dejar esta lógica sin efecto, determinando con precisión las responsabilidades antes hechos u omisiones, pero, además y sobre todas las cosas, cuestionar los procesos de legitimación de los discursos que la utilizaban como bandera. Por eso mis-

14. Giorgina Gamboa así como otras mujeres y hombres afectados por la violencia han recibido asesoramiento psicológico antes de relatar su testimonio en la audiencia pública de la CVR. Este asesoramiento en muchos casos estaba a cargo de las oficinas locales de la CVR (Ayacucho, Tingo María, Huancavelica) y en otros casos a cargo de las diferentes ONG locales y nacionales que hicieron seguimiento de los casos como APRODEH, IDL y otras.

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mo la CVR no puede, a través de la voz de sus comisionados y comisionadas, continuar con un posicionamiento discursivo que organiza la realidad del Estado a partir del tutelaje.

Cuando la comisionada que cierra el testimonio de Giorgina Gamboa le agradece su presencia, así como al principio cuando le “pide” que empiece, deja sentir la huella de su autoridad y organiza sus palabras desde un sentimiento de compasión.

[La voz emocionada de una comisionada] Gracias Giorgina, todos te hemos escuchado y creo que todo el país te va a tener que pedir perdón, estás representando lo que le ha pasado a muchas otras mujeres en este país, pero lo que más sorprende es cómo, a pesar todo lo que has sufrido, el horror que has vivido nos puedes dar un ejemplo de que no pierdes la capacidad de amar y que estás demostrando que el amor entre tú y tu hija puede ser mucho más grande y estar por encima de todo ese sufrimiento y toda esa cosa horrorosa que seguramente nunca se va a olvidar, pero que tiene que recordarse, pero sin dolor y vivir ese amor entre tú y tu hija, muchísimas gracias por tu testimonio Giorgina. [énfasis mío]

El énfasis está situado en el amor que Giorgina Gamboa tuvo por su hija y que nos legó un ejemplo de supervivencia. Por supuesto, hasta aquí y leído de una manera superficial, el agradecimiento de la comisionada es una racional manera de vincular el dolor de Giorgina Gamboa con una situación de las otras mujeres violadas y del Perú desangrado por “esa cosa horrorosa”. La comisionada ha planteado este final para tolerar lo intolerable de este testimonio. Pero en este proceso, así como los transcriptores al incluir entre corchetes las expresiones de llanto, han reorganizado la “verdad” teniendo en cuenta este arrebato afectivo en una lógica-racionalidad central que no es, necesariamente, la lógica-racionalidad de la testimoniante. Si el objetivo de la CVR es reintegrar a un proceso histórico nacional a quienes fueron excluidos o, peor aún, localizados como vertederos simbólicos durante la época de la guerra sucia, es imprescindible evitar formas análogas de recepción de los testimonios. Aquí se vuelve a repetir la fórmula que alguna vez se discutió en las reuniones previas del seminario Batallas por la Memoria15 y que se atribuyó a la racionalidad de la CVR: yo te doy

15. […] “el diseño de la audiencia alienta de un lado la posición de víctima, de haber sido objeto de violencia. Posición humillante cuyo ejercicio puede tener efectos catárticos. La posición de comisionado es la de quien elabora la verdad. Dame tu dolor que te daré tu compasión.” Acta de la reunión del día martes 18 de junio de 2002.

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mi dolor/ tú me das tu compasión. Pero esta fórmula, una vez más, está organizada simbólicamente desde una racionalidad tutelar: con las palabras de la comisionada la testimoniante se ha convertido monolíticamente en una víctima. Su historia, leída desde esta significación social imaginaria que es el marianismo, se resemantiza solo como la virtud de una mujer que pudo emular a la mater admirabilis más allá de “esa cosa horrorosa” que fueron los años de la violenta guerra civil en el Perú.

Pero como ya sabemos, las víctimas no testimonian, las víctimas no tienen palabra: este testimonio se organiza en un primer momento como una treta del débil para luego, enfáticamente, exigir justicia. Giorgina Gamboa con su relato nos ha otorgado nuevas pistas sobre ciertos hechos y ha pedido, exigido, a la CVR, una incorporación de ella y otras mujeres violadas, pero sobre todo, de los hijos e hijas de estas mujeres que necesitan un espacio simbólico, a la historia del Perú. La fórmula lógica del propio relato y de la presencia de Giorgina Gamboa no está organizada desde las coordenadas de la compasión. Su fórmula es otra: yo te doy mi historia/ dame tú tu indignación.

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