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1. Argantonio, el primer emprendedor español

Hubo un tiempo, tan lejano como legendario, en el que España aún no había sido descubierta por el mundo civilizado. Estaba habitada por gentes rudas y amistosas, y recibíamos con los brazos abiertos a cualquier patera que embarrancara en nuestras playas. Fue una época oscura de la que ahora renegamos, claro, pero es que en aquellos evos antiguos las pateras llegaban cargadas de artículos de lujo. Y los españoles somos conocidos por nuestra hospitalidad hacia todo el mundo que traiga dinero e influencia. Los pobres no, la gente pobre que se vuelva a su país.

Por aquel entonces, casi todos los que llegaban aquí estaban más avanzados que nosotros. Piensa que, mientras en Mesopotamia se escribía la epopeya de Gilgamesh (y hablamos de un best seller de acción en toda regla), en la península ibérica faena tenían para convertir el bronce en algo que no fuera un churro. Aquí, como en tantos otros países, íbamos atrasados, así que nunca descubrimos que existía un mundo más allá de la costa. Fue el mundo el que nos descubrió a nosotros. Sociedades avanzadas que se embarcaban en sus pateras cochambrosas y surcaban el Mediterráneo en busca de dinero y aventuras. Como los fenicios o los griegos.

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Los fenicios (una civilización con base en lo que hoy es Siria y el Líbano) fueron los que más comerciaron con la península en ese primer momento. La llamaron i-shpan-ya, que viene a significar algo así como «Tierra de Conejos». Como nombre no es gran cosa, la verdad. Quizá por eso algunos filólogos le han buscado otros significados: «Tierra del Norte» (que es más neutro y aceptable) o incluso «Tierra de los que Forjan el Hierro» (este sería fantástico, impone mucho respeto, como los Señores del Acero de Conan). Supongo que existe cierta renuencia a asumir eso de los conejos. Imagina el desarrollo que debía tener nuestra

primera civilización si lo más reseñable que encontraron los geógrafos eran las alimañas de nuestros campos.

Luego tienes a los griegos, que eran gente muy extraña. Por ejemplo, la griega fue una de las pocas civilizaciones que se esforzó en pensar. También compusieron obras literarias que han perdurado hasta nuestros días, como la Ilíada (una epopeya en la que un grupo de hombres semidesnudos se matan entre ellos por culpa de un tunante que le ha mangado la mujer a un cretino) o la Odisea (el relato-excusa de uno de esos hombres, que tarda veinte años en regresar a casa tras el combate, y no sabe qué inventarse para que su mujer no le tire los platos por la cabeza).* Los griegos inventaron la profesión de historiador. También la de filósofo. También la de geógrafo. También gustaban de joder con niños. Uno no sabe por dónde coger a los griegos, la verdad, pero fueron ellos los primeros que hablaron de nosotros.

Fue en el siglo vi a.C. cuando un poeta griego con el sonoro nombre de Estesícoro escribió la Geroneida. En ella explicaba el relato del décimo trabajo de Heracles, o Hércules, como gustéis.

Todo el mundo conoce la figura de Hércules, aunque sea gracias a la tan terrible como divertida teleserie Hércules: los viajes legendarios, protagonizada por Kevin Sorbo (actor de impagable nombre) y cuyo contenido era una estupidez. Te reías mucho con los efectos especiales hechos con siete euros, y con el aspecto entre cachas y bobalicón de Kevin Sorbo, pero la verdad es que adaptaron la historia original como les salió de las narices. Para empezar, hicieron más digerible al personaje: el Hércules de Sorbo es un campesino cachas cuya familia es aniquilada por la diosa Hera, una cabrona desquiciada. Dolorido y quejumbroso, jura venganza y se lía a matar (o, más bien, a hacer volar por los aires a puñetazos) a todos los malos que se encuentra en su camino. El Heracles original es un personaje mucho más turbio: fue él mismo quien mató a toda su familia en un ataque de locura. «Inducido por Hera», dijeron los poetas griegos. Aunque a mí me suena más bien a la típica excusa que soltaría en un juicio por homicidio múltiple. —¡Yo no quería hacerlo, señoría! ¡La vocecita de Hera en mi cabeza me obligó!

* De estas y otras joyas de la literatura de la Antigüedad ya hablamos en mi anterior libro, Historia Torcida de la Literatura. Si te lo compras, mis editores y yo podremos comer. Me siento como un presentador de Cuatro haciendo telepromos absurdas, pero es lo que tiene la crisis. Y como se dice siempre, recuerda que la culpa es de ZP.

Imaginando que los vecinos le iban a moler los riñones a palos, salió por piernas y se dedicó a recorrer el Mediterráneo, dejando a su paso un reguero de muerte y destrucción. Fue diciendo por ahí que una sibila le había ordenado todo aquel destrozo, pero eso también suena a excusa. Heracles era un golfo y un pillastre, y nada más. Una vez le encargaron limpiar unos establos en los que los bueyes llevaban años cagando sin que nadie despejara aquellas montañas de estiércol. Con su fuerza sobrehumana, Hércules podría haber limpiado aquello a puñetazos, pero lo que destrozó a puñetazos fue la ladera de un monte por el que pasaba un río, y así, desviando su curso, provocó un tsunami fluvial que limpió todo el estiércol de los establos y lo repartió sistemática y equitativamente por todo el territorio, siendo así Hércules el primer comunista del planeta. Por supuesto, el dueño de los establos dijo que después de aquella chapuza no pensaba pagarle. Aspecto complejo del mercado laboral que Hércules resolvió asesinando al dueño. Porque eso es lo que hacía Hércules: robar (caballos, manzanas doradas incomibles) y matar a diestro y siniestro. Era un saqueador en el más estricto sentido de la palabra.

Estesícoro, pues, explica en la Geroneida el relato de uno de esos saqueos indiscriminados. Heracles había oído que más allá de las columnas que luego llevarían su nombre, en pleno océano Atlántico, vivía en un islote un gigante deforme llamado Gerión, que se dedicaba a criar bueyes. Y lo primero que se le ocurrió fue robárselos. Luego ya los revendería, e incluso podría comerse algunos chuletones. Pero es que además se le metió a Heracles entre ceja y ceja que Gerión debía morir. Así que se puso en camino y, lo que son las cosas, poco antes de llegar, pasó cerca de un reino llamado Tartessos.

Y aquí, amigo, nos despedimos de Heracles deseándole suerte en su giganticidio. Nosotros nos bajamos en Tartessos, en el litoral andaluz de aquella península llena de conejos que los griegos rebautizaron como Iberia.

Porque en ese litoral nació el primer intento de civilización autóctono del que tenemos constancia.

Por constancia nos referimos a que conocemos el nombre, y poco más. Nadie tiene ni idea de qué era Tartessos exactamente. Podía ser una ciudad de altas murallas, o un reino con carreteras de oro, y hay gente que piensa incluso que Tartessos era la Atlántida. Esto sería fantástico, ¿verdad? Quizá no se ha podido demostrar, es cierto, pero imagina lo rentable que sería falsificar pruebas arqueológicas para demostrar que la Atlántida estuvo en Tartessos. Crearíamos infinidad de puestos de trabajo gracias al

turismo, y no sé, podríamos reconstruir aquella civilización mítica a base de parques temáticos, bares y casinos. Demonios, Sheldon Adelson sería capaz de convertirse al islam solo para levantar un casino en la Atlántida. Y bueno, todo sería mentira, pero también lo son el barrio gótico de Barcelona, la Reconquista, los guiones de Iker Jiménez, o la sección de política de cualquier periódico nacional, y a todo el mundo le parece perfecto.

Pero me estoy desviando peligrosamente. Hablábamos de Tartessos. Lo que parece indicar la arqueología es que aquello era una especie de «reino», articulado en torno al Guadalquivir, que duró más de medio milenio. Edificaban poblados en la costa, en las orillas del río y en las zonas mineras. Lo de las minas es importante, porque con los maderos de sus pateras y un poco de barro, los fenicios habían construido una colonia en pleno reino tartésico: la ciudad de Cádiz, conocida entonces como Gadir. Aquello se convirtió pronto en un puerto comercial de primer orden, y los fenicios iban como locos por el estaño. Así que sí, amigo, nuestra primera civilización autóctona ya estaba llena de emprendedores. Sacaban estaño y se lo cambiaban a los fenicios por cualquier baratija, o por alimentos extravagantes. Explotaban la plata, el bronce, cualquier cosa que brillara. Y aquello iba viento en popa, pero luego tambores de guerra empezaron a resonar en Oriente Próximo y en el Mediterráneo en general, las pateras dejaron de atracar en Tartessos y todo se fue al infierno. Se quedaron sin gente a la que venderles su morralla. Y desaparecieron. ¿Quién gobernaba a todos estos productivos tartésicos antes de que se evaporaran? Pues eso tampoco lo sabe nadie, no lo sabían ni sus contemporáneos, así que se imaginaron unos reyes mitológicos muy chulos. El primero se llamaba Gárgoris. Se le conocía por haber inventado las colmenas y la miel, y por haberse cepillado a su hija. Era un hombre inestable y tarado, porque en cuanto descubrió que su hija estaba embarazada, lo que hizo fue encerrarla en un zulo y asesinar al hijo de ambos.

O intentarlo, porque este muchacho, conocido como Habidis, era más duro de matar que Millán Astray. Primero Gárgoris lo abandonó delante de una cueva de lobos, que en vez de comérselo, lo amamantaron, que es lo que parecían hacer los lobos en la Antigüedad con los cachorros humanos.* Luego Gárgoris lo echó a los pies de una manada de bueyes en estampida, y nada. Se lo dio de comer a los perros, a

* Como a Rómulo, o a tantos otros. Por lo visto, era costumbre entre las gentes antiguas escoger como reyes a aquellos más asilvestrados y malolientes.

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